31 de julio de 2007

Saramago y la conquista de América

Tomás Alfaro Drake

Temas: Saramago, conquista de América, exterminio de los indios de América del sur y central, Bartolomé de las Casas.

Saramago es un gran escritor, qué duda cabe. Nada menos que premio Nobel de literatura. Pero se puede ser un magnífico escritor y un pésimo analista de la historia, de la misma forma que se puede ser un extraordinario médico y un futbolista lamentable o un músico fuera de lo común y un espeleólogo con claustrofobia. Bajo la etiqueta de intelectual no cabe todo, aunque ese todo sea políticamente correcto.

Digo esto porque el pasado 11 de Julio, el señor Saramago fue invitado a la Fundación Carolina para pronunciar la conferencia inaugural del Primer Encuentro Internacional de Becas Líder y en ella hizo la siguiente afirmación, que denota su falta de familiaridad con la historia o su afán de manipularla para justificar determinadas corrientes o desprestigiar otras:

“En cinco siglos de humillación les robamos las creencias, la tierra, los dioses, les robamos todo”.

Indudablemente, toda conquista es siempre traumática para el pueblo conquistado y la historia está llena de ellas. Tamerlán arrasó media Asia, los Normandos privaron a los sajones de sus derechos sobre Britania, como estos lo habían hecho anteriormente con los celtas bretones y más recientemente, los ingleses exterminaron a los indios de América del Norte. Sería imposible enumerar exhaustivamente todos los ejemplos. Nos guste o no, eso forma parte de la historia. ¿Se imaginan a los sajones reivindicando que hace nueve siglos los normandos les atropellaron en Inglaterra? ¡Qué despropósito!

Sin embargo, la afirmación de Saramago trasluce una especial animadversión a la conquista hispano-lusitana de América del Sur y Central. Como si hubiese sido la más terrible de todas. Cuando, a pesar de la propaganda del pensamiento único dominante, la verdad es exactamente la contraria. Es cierto que la conquista española, como toda conquista, les robó la tierra a los conquistados. Pero lo de las creencias y los dioses es otra historia. Conviene recordar, porque es un hecho conocido, que la mayoría de las religiones autóctonas con las que se encontraron los españoles al llegar a muchos puntos del Nuevo Mundo, ofrecían sacrificios humanos en adoración a dioses sanguinarios. Junto a los conquistadores españoles llegaron los frailes y si hay algo que el rigor histórico impide decir, aunque la propaganda lo airee a los cuatro vientos, es que los frailes impusieron la religión por la fuerza. Antes al contrario, la inmensa mayoría de ellos, franciscanos, dominicos, agustinos y, más tarde, los sacerdotes jesuitas, fueron ardientes defensores de los indios. Ahí están fray Bartolomé de las Casas, nombrado por Carlos V, que da nombre a la Fundación Carolina, la voz de la conciencia oficial de la Corona española, fray Antonio de Montesinos, santo Toribio de Mogrovejo y un largo etcétera que sería demasiado largo de enumerar. Ahí están las traducciones de la Biblia y los Evangelios a la práctica totalidad de las lenguas vernáculas autóctonas, antes de que Lutero los tradujese al alemán. O la labor jurídica de Francisco de Vitoria que “obligó” al emperador a dictar las leyes de Indias de 1542, leyes sin precedente en la historia de ninguna conquista, en las que el conquistador se cuestiona sus derechos. Es cierto que estas leyes no llegaron a aplicarse por la codicia de los encomenderos, pero sí que suavizaron en gran medida la conquista. Todo historiador serio sabe que el libro del citado Bartolomé de las Casas “Brevísima historia de la destrucción de las Indias” es un panfleto, escrito bajo el excesivo celo de un ex encomendero converso, en buena hora, a la causa del derecho de los indios, pero usado por la propaganda antiespañola durante los últimos cinco siglos y adoptado ahora por la "intelectualidad" unidireccional.

Es verdad que, como en toda conquista, se les robó la tierra a los indios, pero no lo es menos que éstos abrazaron de buen grado una religión que les liberaba de las terribles crueldades de la suya y adoptaron una lengua que hoy permite que trescientos millones de personas compartan una literatura y una cultura.

Jamás, con una sola excepción, la religión cristiana se ha impuesto por la fuerza a un pueblo. No se impuso de esa forma en el imperio romano, no se impuso así a los pueblos germanos conquistadores ni a los victoriosos y terribles normandos ni tampoco a los indios conquistados de Latinoamérica. La excepción que confirma la regla es la imposición, por parte de Carlomagno, del cristianismo a los pueblos sajones conquistados por él.

Si queremos establecer una comparación histórica próxima sólo debemos analizar la situación de los indios autóctonos de Norteamérica, inexistentes o recluidos en reservas, con los de Sudamérica. Basta pasearse por, digamos, Chicago y Bogotá para que la diferencia quede patente. Es también verdad que murieron muchísimos indios. Pero si hubiese que buscar al máximo culpable, se llama gripe. Los indios no tenían defensas contra esa enfermedad, pero eso no es imputable a los conquistadores, salvo como un efecto involuntario de su presencia allí.

Tampoco conviene olvidar, si quiere uno ceñirse al rigor histórico, que la situación de los indios de Hispanoamérica empeoró drásticamente cuando las oligarquías criollas, generalmente de inspiración masónica, expulsaron a la Corona Española de América.

Así pues, las afirmaciones del señor Saramago, premio Nobel de literatura, dejan mucho que desear cuando se confrontan con el rigor histórico, no pasando de ser, en el mejor de los casos, una burda exageración y, en el peor, un interesado desenfoque del problema en aras de una “intelectualidad” que tiene que beber en esas fuentes para ser “comme il faut” y mantener su prestigio ante el coro de los grillos que cantan a la luna. Para muestra, un botón. Lean esta frase lapidaria. Lo ocurrido con los indios –nos informa el señor Saramago– “no es una injusticia histórica, es un crimen histórico”. Desgraciadamente, lo ocurrido con los indios es, simplemente, historia.

La cosa no sería tan grave si no fuese porque este tergiversado discurso se pronunció ante unos 100 jóvenes hispanoamericanos que participan en un programa de becas Líder organizado por la Fundación Carolina. No creo que una memoria histórica deforme sea un buen alimento para esos futuros líderes hispanoamericanos que pasan por una Fundación que tiene por objeto el entendimiento de la sociedad española y la de sus respectivos países.

28 de julio de 2007

El directivo integral

Tomás Alfaro Drake

Temás: Liderazgo, dirección de empresas, gestión, verdad, bondad, belleza.

El directivo integral

La empresa es hoy en día, junto con la familia, uno de los tejidos más importantes de la sociedad actual. De la misma forma que la mayor parte de las personas vive integrada en una familia, también una mayoría de ellas dedica una parte de su vida a trabajar en una empresa. Por eso, cómo sea la empresa tendrá una enorme influencia en lo que sea la sociedad. De la misma manera que la forma de ser de una familia está impregnada de los valores de los padres, lo que ha venido en llamarse cultura empresarial, estará también impregnada de la escala de valores de sus directivos. Me atrevería a decir que la mayor parte de los directivos consideran a sus empleados como pequeñas palancas que, bien organizadas, pueden llegar a hacer que la capacidad de ganar dinero de la empresa se maximice. Creo sin embargo que esto es un inmenso error desde dos puntos de vista: El de la ética y el de la eficacia.

Actualmente se habla mucho de la ética empresarial. Sin embargo, en la práctica, las empresas no suelen ir más allá de un conjunto de normas negativas, de la enumeración de los comportamientos que no son tolerados por la misma. No obstante, la ética empresarial debe ir mucho más allá, ahondando en el concepto mismo de persona. Los empleados no son simples mecanismos que se organizan de la mejor manera para ganar dinero, sino que son seres humanos con su proyecto de vida, que la empresa debe potenciar en la medida de lo posible. Y este respeto a los seres humanos se basa en tres reglas de oro que ya Aristóteles y los antiguos griegos descubrieron en sus mismas raíces. La verdad, la belleza y la bondad.

La verdad está en la base de la información. Sin aquella, ésta se degrada en desinformación. Muchas veces se oye decir que vivimos en la era de la información. Es cierto si por información entendemos avalancha de datos, pero me temo que en lo que vivimos es en la era de la desinformación. Pero la información veraz es para la empresa lo que la sangre oxigenada para un organismo. Sin ella muere inexorablemente. Muchos directivos retienen la información como si de un tesoro se tratase o la distribuyen distorsionada. Generalmente, detrás de esta actitud está el miedo. Y con miedo no se puede ser un directivo integral ni, mucho menos, un líder.

El hambre de belleza es otro de los elementos que subyacen en la raíz del ser humano. Sin embargo muchas empresas parece que se empeñan en fragmentar de tal forma el trabajo de sus empleados de forma que sea imposible percibir ningún tipo de belleza en el trabajo que están realizando para la organización. Es como si se pidiese a un grupo de pintores que cada uno pintase un trozo de un cuadro sin saber qué van a pintar los demás en su parte correspondiente. Probablemente se negarían. Un directivo integral, un líder, tiene que ser capaz de organizar el trabajo de las personas a las que dirige y motivarlas de forma que vean su participación en el conjunto y que se sientan como el Beckenbauer o el Pelé de su trabajo. Se cuenta de un rey del siglo XIII que fue a observar la construcción de una catedral, preguntando a cada uno lo que hacía. Había quien le decía que tallaba gárgolas o colocaba los arbotantes. A un pobre hombre que llevaba una enorme y pesada le dijo: “Duro trabajo el de acarrear piedras”. El hombre, que no era tan pobre, se le quedó mirando con perplejidad y le dijo: “Se equivoca majestad, yo no llevo piedras, yo construyo catedrales y me gusta”. Esa es la labor de un directivo integral o de un líder: Hacer que las personas que trabajan para él, hagan lo que hagan, consideren que hacen catedrales y que les gusta.

La bondad es algo que parece desterrado de la empresa. El tiburón es el que medra, el que va de bueno es un pardillo que no llega a nada. Me parece una visión miope. El tiburón sólo consigue que las personas que trabajan para él lo hagan en los mínimos necesarios para no ser devorados. Si estos mínimos son altos y se cumplen por miedo, no serán mantenibles a largo plazo. Pero además, él mismo suele acabar devorado por otro tiburón más grande. Generalmente, detrás de cada tiburón hay un miedoso que sólo sabe utilizar ese mismo mal para “motivar” a las personas. En cambio, la bondad, generalmente, y a largo plazo, genera una respuesta positiva. Subrayo generalmente y a largo plazo porque no siempre es así y nunca esta respuesta es inmediata. La respuesta a la actitud del tiburón es en cambio casi siempre total e inmediata, aunque a largo plazo pueda tener consecuencias nefastas. De ahí la tentación del tiburoneo. Para ejercer la bondad en la empresa hay que ser fuerte y paciente, virtudes, desgraciadamente, nada generalizadas. Pero a largo plazo, la bondad tiene su premio empresarial. He visto empresas en las que la gente seguiría a su jefe hasta el fin del mundo si fuese necesario y en las que cada persona daba siempre lo mejor de si mismo. He visto otras en las que la rotación de personal era enorme y la gente profesionalmente mejor se sentía como de paso en ellas. Generalmente al frente de las primeras había directivos integrales, líderes, mientras que las segundas estaban dirigidas por tiburoncillos.

Decía al principio que la visión ser humano-mecanismo me parecía un doble error ético y de eficacia. Yo creo en el ser humano y en su enorme potencial de acción cuando está motivado de verdad. También creo en su pequeñez y su miseria cuando se siente manipulado. En una sociedad cada vez más libre, más próspera, con personas más formadas, que pueden elegir, no me cabe duda que la empresa mecanicista se cargaría de pequeñas palancas ineficaces. Tampoco dudo que la empresa humanista se llenaría de personas dispuestas a dar todo lo mejor de sí mismas, con el impacto que eso conllevaría en los resultados económicos.

Quiero acabar este artículo diciendo que, en mi opinión y por desgracia, las empresas más comunes hoy en día son las que he llamado mecanicistas. Pero en mi apreciación del signo de los tiempos no está lejos el día en que estas empresas sean fagocitadas por las humanistas. Y eso, como la desaparición de los dinosaurios, puede ocurrir de la noche a la mañana. Es por tanto nuestra obligación, ética y práctica, formar al que hemos llamado directivo integral, que pueda ser también un líder transformador de la sociedad.

Liderazgo basado en la grandeza

Tomás Alfaro Drake

Temas: Liderazgo, dirección de empresas, gestión, verdad, bondad, belleza.

Todos hemos oído alguna vez a alguien decir frases del estilo de: "Yo, con fulano, voy hasta el 'infierno'". Cuando oímos esto, podemos asegurar dos cosas. La primera, que ulano es un líder. La segunda que fulano no le va llevar al “infierno”, sino al “cielo”. ¿Por qué alguien va a estar dispuesto a seguir a otro hasta el “infierno”? Porque sabe que si ese alguien le dice; "vamos al 'infierno'", allí encontrará con él una puertecita que comunique con el “cielo”. Hay líderes negativos que prometen llevar al “cielo” y luego encuentran una puerta falsa que va directamente al infierno. Hitler prometió al pueblo alemán llevarle al cielo de la recuperación de la dignidad nacional, ultrajada por el infame tratado de Versalles. Lo llevó al infierno del holocausto y de la Segunda Guerra Mundial. Una persona puede arrastrar a muchas al infierno una vez, pero no la segunda. El pueblo alemán, salvo algunos locos, no volvería a seguir a un Hitler. Por lo menos mientras dure la memoria histórica.

Pero, ¿cuál es el “cielo” al que toda persona estaría dispuesto a seguir a otra si le inspirase confianza? Creo firmemente que hasta el ser humano más miserable guarda en su interior una inextinguible nostalgia de la grandeza de espíritu. Y creo también que en cuanto la ve en otra persona, la reconoce y le produce añoranza. Es posible que esa añoranza de la grandeza vista en otra persona se transforme en el sentimiento negativo de la envidia. Sería como el cuento de la zorra que al no poder alcanzar las uvas dice con despecho; "¡Bah!, están verdes". Pero si esa persona en la que se percibe la grandeza es capaz de convencer a la otra de que ésta está a su alcance, de que también él puede ser grande, se habrá convertido en su guía. La grandeza es el “cielo”. Cuando alguien tiene sed de ella está dispuesto a los mayores sacrificios para alcanzarla. El líder es el que aviva en los demás la sed de grandeza y les da los medios para alcanzarla. Para ilustrar esto, no me resisto a citar a Shakespeare y a su personaje Enrique V en su arenga a los soldados ingleses.

En la guerra de los Cien Años, en el otoño del año 1415, los ingleses, al mando de su rey, Enrique V, estaban en territorio francés. Habían obtenido varias victorias pírricas y, agotados, diezmados, enfermos, intentaban alcanzar Calais para volver a Inglaterra. Pero cerca ya de Calais, junto al castillo de Agincourt, la víspera del día de san Crispín, los estúpidos nobles franceses, ávidos de una gloriosa victoria, les cerraban el paso de la huida. El ejercito inglés se sentía derrotado de antemano. El rey Harry, así le llamaban sus hombres, pasó la noche en vela paseándose de incógnito por el campamento, hablando con los soldados, dándose cuenta de la bajísima moral de sus tropas. Al amanecer, una mañana húmeda, fría y brumosa, esperó la oportunidad de arengar a su ejército. La encontró ante un comentario de su primo Westmoreland anhelando con desesperación más hombres de Inglaterra. Esta fue su arenga, según nos la cuenta Shakespeare en su drama “La vida del rey Enrique V”:

Westmoreland:
¡Oh, si tuviéramos aquí siquiera diez mil ingleses como éstos, de los que hoy permanecen inactivos en Inglaterra!

Rey Enrique V:
¿Quién expresa ese deseo? ¿Mi primo Westmoreland? No, mi simpático primo; si estamos destinados a morir, nuestro país no tiene necesidad de perder más hombres de los que somos; y si debemos vivir, cuantos menos seamos, más grande será para cada uno la parte de honor, ¡Voluntad de Dios! No desees un hombre más, te lo ruego. ¡Por Júpiter! No soy avaro de oro y me inquieta poco que se viva a mis expensas; siento poco que otros usen mis vestuarios; estas cosas externas no se encuentran entre mis anhelos; pero si codiciar el honor es un pecado, soy el alma más pecadora que existe. No, a fe, primo mío, no deseéis un hombre más de Inglaterra. ¡Paz de Dios! No querría, por la mejor de las esperanzas, exponerme a perder un honor tan grande, que un hombre más podría quizá compartir conmigo. ¡Oh, no ansíes un hombre más! Proclama antes, a través de mi ejército, Westmoreland, que puede retirarse el que no vaya con corazón a esta lucha; se le dará su pasaporte y se le pondrán en su bolsa unos escudos para el viaje; no querríamos morir en compañía de un hombre que temiera morir como compañero nuestro. Este día es el de la fiesta de san Crispín; el que sobreviva a este día volverá sano y salvo a sus lares, se izará sobre las puntas de los pies cuando se mencione está fecha, y se crecerá por encima de sí mismo ante el nombre de san Crispín. El que sobreviva a este día y llegue a la vejez, cada año, en la víspera de la fiesta, invitará a sus amigos y les dirá: “Mañana es san Crispín”. Entonces se subirá las mangas, y al mostrar sus cicatrices, dirá: “He recibido estas heridas el día de san Crispín”. Los ancianos olvidan; empero, el que lo haya olvidado todo, se acordará todavía con satisfacción de las proezas que llevó a cabo en aquel día. Y entonces nuestros nombres serán tan familiares en sus bocas como los nombres de sus parientes: el rey Harry, Bedford, Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester serán resucitados por su recuerdo viviente y saludados con copas rebosantes. Esta historia la enseñará el buen hombre a su hijo, y desde este día hasta el fin del mundo la fiesta de san Crispín Crispiniano nunca llegará sin que a ella vaya asociado nuestro recuerdo, el recuerdo de nuestro pequeño ejército, de nuestro feliz ejército, de nuestro bando de hermanos; porque el que vierte hoy su sangre conmigo será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada ennoblecerá su condición, y los caballeros que permanecen ahora en el lecho en Inglaterra se considerarán como malditos por no haberse hallado aquí, y tendrán su nobleza en bajo precio cuando escuchen hablar a uno de los que hayan combatido con nosotros el día de san Crispín.
(La vida del rey Enrique V, Acto IV, Escena III).

Un momento después empezaba la batalla. Los franceses cosecharon una de las más amargas derrotas de su historia y los ingleses una de las más deslumbrantes. El anhelo de grandeza que el rey Harry había insuflado en el corazón de cada uno de sus soldados hizo que, manteniéndose cada uno en su puesto, lo que lograron entre todos fuese más grande que la mayor de sus esperanzas. Sin embargo, la grandeza no está en hacer cosas grandes. Pocas veces en nuestra vida hacemos cosas grandes. La grandeza está más bien en hacer extraordinariamente bien las cosas pequeñas de cada día, pero con la clara conciencia de que sirven para un fin grande. Mantenerte en tu puesto en la batalla sin ceder un palmo de terreno. El líder tiene que ser capaz de poner cada día la grandeza de ese fin ante los ojos de los demás y en hacerles ver cómo su actuación cotidiana atrae ese fin. "Da cada día un pequeño paso en la dirección correcta, y estarás marcando el rumbo a la humanidad", he leído en algún sitio. Hay gente capaz, de forma natural, de poner cada día ante sus propios ojos el fin por el que hace las cosas, como aquel hombre que acarreaba piedras en la construcción de una catedral al que su rey, de visita, le dijo: "Dura tarea esta de acarrear piedras", a lo que respondió el hombre: "Señor, yo no acarreo piedras, yo construyo catedrales y me gusta". Pero la mayoría de los mortales somos olvidadizos. El día a día nos va empañando nuestra visión, si alguna vez la hemos tenido, de la grandeza del fin por el que hacemos las cosas, hasta hacerla desaparecer. Lo prosaico de la cotidianeidad nos mata la ilusión. Sin embargo el envase gris sucio de lo cotidiano, envuelve siempre una pequeña dosis de grandeza. No solemos molestarnos en deshacer el paquete y tiramos cada día a la basura la pequeña dosis de grandeza que nos aporta. Las almas grandes se toman la molestia de abrir el paquete de cada día y guardar celosamente su dosis de grandeza. Así, poco a poco, van almacenando una enorme cantidad de ella. Para dar y tomar. Y cuanto más dan, mayor es la dosis de grandeza que trae el paquete y más brillante su envoltura. Al líder, no sólo le ocurre eso, sino que hace que les ocurra a los que le rodean. Por eso están dispuestos a ir con él hasta el infierno. Porque es su proveedor de grandeza. Les hace hacer cosas de las que nunca se habían sentido capaces. Les hace sentirse grandes. Les hace superiores a sí mismos. Les hace felices. Les lleva al cielo.

Pero la grandeza no trae la felicidad a corto plazo. Requiere grandes esfuerzos. Es incómoda a corto plazo. Por eso el líder tiene que ser duro al principio. Para hacer que los otros venzan la barrera del esfuerzo inicial. Aunque su dureza, si quiere ser eficaz, tiene que ir mezclada con una buena dosis de dulzura. Incluso, a medio plazo, la grandeza es dolorosa y puede llevar al desánimo por el áspero roce con la mezquindad. Es difícil, aunque no imposible, que este roce lleve al abandono. Una vez probada la grandeza es difícil abandonarla voluntariamente. Pero es muy fácil que lleve al desprecio. Si esto ocurre, es la grandeza la que abandona al líder, dejándole sumido en una penosa sensación de abandono, desorientación y desvalidez. Ha perdido su luz, ha perdido el liderazgo. Sólo la comprensión, tierna y enérgica a la vez, de la debilidad y la mezquindad humanas le hará recuperarlo. Aprenderá así, además, que también él es débil y mezquino y que en ningún momento podrá bajar la guardia contra su mezquindad. Aprenderá, como dice Auden, "a amar a su mezquino prójimo con su mezquino corazón". Y, precisamente por eso, su corazón y el de su prójimo se hará más grande cada día.

En algún libro sobre liderazgo he visto la típica matriz en la que se clasifica a los directivos según dos ejes. Orientación a los objetivos, alta o baja, y orientación a las personas, también alta o baja.

Sólo se es auténtico líder si ambas dimensiones, orientación a los objetivos y a las personas son altas. Una orientación exclusiva a las personas sin los objetivos nos daría el directivo "Club de Campo", Una orientación exclusiva a los objetivos sin mirar por las personas nos daría un directivo "Apisonadora". Si no hay orientación ni a lo uno ni a lo otro, tendríamos un directivo "Amorfo" que no sé muy bien para qué sirve.

El peligro del líder estriba en quedarse en directivo Club de Campo. Aunar la orientación a las personas y a los objetivos es siempre difícil y el líder siempre lo es de personas. Si a pesar de eso tiene una fuerte orientación hacia los objetivos, vivirá en un desgarro, en una especie de bipolaridad que intenta satisfacer a las personas y los objetivos, en un perenne conflicto, oscilando entre "Apisonadora" y "Club de Campo". Sólo hay una manera de orientarse hacia ambas sin desgarro. Hacer que las personas se orienten ellas mismas al objetivo más que hacia sí mismas. Es decir, proponerles objetivos grandes y despertar en ellos la sed de grandeza.

Lo notable es que cuando un líder así provee de grandeza a su gente, está creando nuevos líderes. Y es que el liderazgo basado en la grandeza es contagioso. Es un semillero de líderes. También ocurre que el liderazgo basado en la grandeza no tiene por qué ir de arriba hacia abajo. Puede nacer en cualquier componente del equipo de personas y no tiene por qué alterar la estructura jerárquica. Al líder no le importa el poder, le importa la autoridad y eso es algo que va con la persona. El liderazgo basado en la grandeza es un liderazgo recíproco. Cuando uno de los miembros del equipo flaquea en su visión de la grandeza del fin, los demás se encargan de reforzársela. Es un liderazgo compartido, no un liderazgo individualista. No es competitivo. Es participativo. Se dice a menudo que en el líder debe alentar un espíritu de servicio, y es verdad, pero esta afirmación requiere, creo yo, una puntualización porque cuando se habla de actitud de servicio hay que decir hacia qué debe ir orientada esa actitud. Porque si la actitud de servicio no está orientada hacia el fin correcto, el servicio puede convertirse en servilismo. En la película “Lo que queda de día” puede verse un ejemplo de esta actitud de servilismo. El líder tiene que estar al servicio del potencial de grandeza de los demás. No al servicio de la grandeza de los demás, lo que sería muy fácil. Al servicio del potencial de grandeza, aunque este esté oculto bajo muchas capas de mezquindad y aunque la eliminación de cada una de esas capas cueste un esfuerzo sobrehumano. Debe estar al servicio de ese potencial de grandeza incluso contra toda esperanza.

Este liderazgo de grandeza se funda en los trascendentes: Verdad, Bondad, Belleza. El resultado es la Unidad. La información, que debe fluir entre los miembros del equipo como la sangre entre las células, tiene que ser veraz. El juicio de la aportación de cada uno al equipo tiene que estar basado en la verdad. La medida de la aproximación de los logros al fin, tiene que reflejar la realidad, sin autoengaños. Pero la verdad, sin el complemento de la bondad puede ser demasiado ácida. Si algún miembro del equipo no aporta lo que debe, hay que decírselo claramente, pero con tacto, sin brutalidad, con cariño, hay que conocer las causas, hay que poner a su alcance los medios para hacerlo mejor, hay que animarle para que se supere, hay que tener paciencia con él y hay que hacerle ver que si lo logra, siempre tendrá un hueco en el equipo. Pero de los trascendentes, el más importante es la belleza. Hay que hacer ver a cada miembro del equipo la belleza de su contribución, de su esfuerzo. Es fundamental desarrollar la imaginación colectiva para “ver” los efectos de este liderazgo en cualquier organización; una empresa, una familia o hasta una comunidad de vecinos. Y estos efectos siempre serán bellos. Nada más prosaico que una comunidad de vecinos. Imaginemos una en la que un líder hubiese contagiado a los demás la visión de tener la casa más bonita y que mejor funcione del barrio. Cada uno aportaría lo mejor de sí mismo. Inteligencia, buen gusto, conocimientos técnicos, capacidad de organización, espíritu artístico, etc. Si un vecino estuviese mal de dinero, podría pagar en especie y no pasaría nada. Sólo el mediocre a conciencia sería sancionado, y únicamente con una indiferencia abierta a la reinserción. ¿Cómo sería la casa? ¿Estarían orgullosos de ella los vecinos? Sentirían la belleza de la casa, pero, sobre todo, sentirían la belleza de su esfuerzo. Como la belleza de una jugada bien trenzada en un partido de fútbol. Sentirían la Unidad.

Para que el fin tenga la grandeza necesaria para servir de atractor es imprescindible que, al menos, no vaya contra la Verdad, la Bondad o la Belleza. No se me ocurre pensar cómo puede crear un atractor de grandeza una empresa que pretendiese ganar dinero manipulando la información con el fin de engañar, o vendiendo droga o haciendo casas horribles. Salvados los casos de clara contraposición con los trascendentes, empresas con productos aparentemente anodinos pueden desarrollar fines aglutinantes. Una empresa de electrodomésticos hace la vida más fácil a sus usuarios, les regala tiempo, una constructora puede proporcionar viviendas dignas y estéticas a sus compradores, les da una parcela de felicidad, etc. Desde luego, hay organizaciones que por su propia naturaleza les resulta más fácil encontrar fines atractores de grandeza. Para algunas incluso estos fines pueden ser consustanciales con su naturaleza. Una Universidad es un ejemplo de ello. Pero hay que tener cuidado. La grandeza está en el corazón de las personas, no en las cosas. La organización más digna en sus fines naturales puede caer en la mezquindad y la aparentemente más prosaica puede llegar a ser apasionante. Conozco Universidades en las que no me gustaría pasar una hora y empresas de productos de limpieza que han sabido insuflar grandeza. Depende de la grandeza de sus líderes. Hay sin embargo palancas que permiten potenciar la grandeza de fines no muy atractivos en sí mismos.

Puede que a los líderes de una organización no les sea fácil encontrar entre los fines naturales de la misma ninguno que pueda ser atractor de grandeza. Si esto ocurriese, es muy probable que el defecto estuviese en el corazón de los líderes, pero admitamos que fuese así. Los líderes pueden poner la grandeza en fines palanca. Fines que, aún no siendo los naturales de la organización, sean posibles sólo si la organización consigue sobrevivir. Y la supervivencia de toda actividad humana pasa por la capacidad de financiarse a sí misma y, si es una organización con ánimo de lucro, de generar rentabilidad para sus inversores. No ceo, como tantas veces se repite, que el fin de la empresa es ganar dinero. Ganar dinero es un fin excesivamente prosaico como para mover a la grandeza. Pero estoy convencido de que toda actividad necesita ganar dinero para autoperpetuarse y crecer. Pensar que una organización humana existe para ganar dinero sería tan pobre como pensar que un hombre exista para respirar. Pero no conozco ningún hombre que pueda vivir sin respirar. Algunos de los fines palanca pueden ser los valores compartidos, la responsabilidad social y el proceso de engrandecimiento en sí mismo. Los valores compartidos, como la honestidad, el trabajo bien hecho o la camaradería, serían una de esas palancas. En sí mismos generan Verdad, Bondad y Belleza y pueden, por tanto, constituirse en fines palanca. Pero si la empresa no es capaz de cumplir con el fin de ganar dinero, tal vez prosaico desde el punto de vista de generar grandeza, pero imprescindible, todos los que la componen se darán la mano y se despedirán. La responsabilidad social es otro de los fines palanca. Si la empresa gana dinero, podrá dedicar una parte a mejorar la sociedad en multitud de campos. Si esto se propone como fin palanca, puede ser en sí mismo generador de grandeza con independencia de los fines naturales de la organización, puesto que tiene en sí mismo Verdad, Bondad y Belleza. Por último, el propio proceso de generación de grandeza en los miembros de la organización puede constituirse en fin palanca. Qué duda cabe que la generación de grandeza tiene en sí misma Verdad, Bondad y Belleza. Tal vez lo difícil de este fin palanca sea el inicio si no hay otro fin, natural o palanca, mejor. Sería un razonamiento circular, como una pescadilla que se muerde la cola. Es difícil arrancarlo sin un cebador externo. Se han planteado estos fines palanca bajo la petición de principio de que no era posible encontrar fines naturales que sirviesen de atractor para la grandeza. Esta petición es difícil que sea cierta, pero en cualquier caso, los fines palanca sirven para potenciar el efecto atractor de grandeza de cualquier fin natural por poderoso o prosaico que sea. Son, por lo tanto, muy deseables.

Conviene volver otra vez sobre el beneficio. Esto de la grandeza puede verse como un lujo una vez conseguido un umbral de beneficio, siempre que los propietarios de la empresa prefieran sacrificar un beneficio extraordinario en aras al bienestar de las personas que trabajan en ella. Nada más lejos de la realidad. Vivimos, dicen, en la era del conocimiento. Yo prefiero decir en la era del talento. Es cierto que para ganar más dinero hay que aprovechar oportunidades, evitar peligros, vender más, tener menores costes, etc. Pero no conozco ningún mecanismo mejor para todas estas cosas que el contar con personas de talento. Ahora bien, el talento no es un dato, es un cultivo. Y los frutos de ese talento, las ideas brillantes, no es un fruto que se coseche automáticamente. En el siglo XIX la rentabilidad se conseguía con la utilización de fuerza física de trabajo. Había más trabajadores que ofertas, por lo que los empleadores podían contratar la mano de obra como una mercancía. Para colmo, podían fijarse unos estándares de producción que medían lo que cada trabajador daba y lo comparaban con lo máximo que podía dar. Todo esto ha cambiado. La fuerza física ha sido sustituida por el talento como fuente de riqueza. El talento es hoy día un bien escaso que hay que atraer, desarrollar y cuidar y que no admite estándares de medición. Nadie puede saber qué es lo máximo que puede dar de sí el talento de una persona y, más aún, nadie puede obligar a nadie a que dé los frutos de ese talento más allá de un raquítico mínimo. El liderazgo se perfila entonces como el único medio de atraer, desarrollar cuidar y cosechar los máximos frutos de ese talento. La atención al liderazgo no es, pues, algo gracioso que venga después del beneficio. Es la condición sine qua non para su obtención. Las empresas no compiten hoy en día por la cuota de mercado o por el acceso a las materia primas o las tecnologías. Compiten por el talento. Con una buena cuota de talento todo lo demás viene por añadidura. Sin esa cuota, los días están contados. Y el liderazgo basado en la grandeza es el mejor cultivo de ese talento.

Creo que después de repetir tantas veces la palabra grandeza me encuentro en la obligación de definirla. Y no sé hacerlo. Podría zafarme de ello con el argumento que empleó el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. En un proceso contra unos acusados de pornografía infantil el abogado defensor optó por la vía de la tergiversación. Su estrategia era poner todo tipo de contraejamplos a cualquier definición razonable de la pornografía con la clara intención de objetar que mal se podía penar algo que no se sabía definir. El Tribunal Supremo no se dejó enredar en la tela de araña y condenó a los acusados. En la explicación de la sentencia decía: "El Tribunal Supremo de los Estados Unidos reconoce no poder dar una definición precisa de la pornografía, pero con la misma contundencia establece que cuando la ve, la reconoce". Podría zafarme de una forma parecida, pero no lo voy a hacer. Es verdad que la grandeza se reconoce cuando se ve y que esto bastaría para los propósitos de este escrito pero, obligado por mí mismo, diría que la grandeza es el intento de hacer el mundo un poco mejor en algo sin empeorarlo por otro lado. La grandeza está en la lucha por ese fin. Como dice Sam a Frodo en el momento cumbre de “El señor de los anillos” al final de “Las dos torres”:

Frodo: No puedo hacer esto Sam.
Sam: Lo sé. Ha sido un error. No deberíamos haber llegado hasta aquí. Pero henos aquí. Igual que en las grandes historias señor Frodo, las que realmente importan, llenas de oscuridad y de constantes peligros, esas de las que no quieres saber el final porque, ¿cómo van a acabar bien?, ¿cómo volverá el mundo a ser lo que era después de tanta maldad como sufrió? Pero al final, todo es pasajero. Como esta sombra. Incluso la oscuridad se acaba para dar paso a un nuevo día. Y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún. Esas son las historias que llenan el corazón. Porque tienen mucho sentido. Aún cuando eres demasiado pequeño para entenderlas. Pero creo señor Frodo que ya lo entiendo. Ahora lo entiendo. Los protagonistas de esas historias se rendirían si quisieran. Pero no lo hacen. Siguen adelante porque todos luchan por algo.
Frodo: ¿Por que luchas tú Sam?
Sam: Para que el bien reine en este mundo señor Frodo, se puede luchar por eso.

La grandeza está en la lucha, en el compromiso con ese objetivo. Porque como dice Goethe: “Hasta que uno se compromete, siempre hay dudas, la posibilidad de dar marcha atrás engendra siempre ineficacia. En todas las acciones de iniciativa y creación hay una verdad elemental, cuya ignorancia mata incontables ideas y espléndidos planes: en el momento en que uno mismo se compromete definitivamente, la providencia empieza a moverse. Empiezan a ocurrir todo tipo de cosas que de otra manera nunca hubieran ocurrido. Una poderosa corriente de acontecimientos nace de la decisión, iniciando a favor de uno mismo todo tipo de accidentes imprevisibles, y encuentros, y ayuda material que ningún hombre podría haber soñado que ocurriesen de esa manera. Sea lo que sea lo que puedas hacer o sueñes que puedas hacer, empiézalo. El atrevimiento tiene en sí mismo genio, poder y magia”. Si la lucha por el bien es comprometida, el éxito se dará por añadidura.

¿Se puede enseñar el liderazgo en un curso? El liderazgo, como todo, es un don. Pero todos los hombres tienen todos los dones en cierta medida, y todos los hombres tienen que esforzarse por desarrollar esos dones si no quieren que mueran. Ciertamente no todos los hombres tienen todos los dones en el mismo grado y no todos requieren el mismo esfuerzo para desarrollar cada don. Unos están mejor dotados que otros para el liderazgo, pero todos lo pueden desarrollar en mayor o menor grado. Un curso de liderazgo puede despertar la sed por la grandeza, actuando sobre la imaginación para visualizar los efectos de la grandeza en cualquier actividad humana, puede sentar las bases antropológicas del liderazgo y puede enseñar las herramientas que hay que usar para desarrollarlo. Pero el esfuerzo por transformarse a uno mismo día a día en un manantial de grandeza es estrictamente personal y ocupa toda la vida. Como dije antes hay que deshacer cada día el sucio paquete de la cotidianeidad y almacenar su minúscula dosis de grandeza. Este paquete toma el aspecto de disyuntiva. Cada día se nos presentan innumerables oportunidades, insignificantes sólo en apariencia, de optar entre actuar con grandeza o con mezquindad. Los hombres somos lo que son nuestros hábitos. Si en cada una de esas insignificantes opciones elegimos la grandeza, adquiriremos el hábito de la grandeza, y viceversa. Pero estas opciones cotidianas son tan insignificantes que si no estamos alerta pueden pasar desapercibidas y entonces elegiremos a tenor de las circunstancias en vez de hacerlo conscientemente. No es poco que un curso de liderazgo nos haga ser conscientes de estas opciones cuando se presentan.

22 de julio de 2007

Me han editado un nuevo libro

Me han editado un nuevo libro y van 3... o 4, según se mire. Para alguien que no es escritor de profesión, no está mal. Digo lo de 4º porque el 4º, que fue el primero cronológicamente es de Marketing (El marketing como arma competitiva, Mac Graw Hill) y es algo profesional que, para mí, no cuenta tanto. Los otros son "El Señor del azar", (ediciones San Pablo) sobre visión científica y religiosa del mundo, agotado en editorial, y La victoria del sol (ediciones Palabra) Sobre cómo se llegó a afirmar la doctrina heliocéntrica, con una visión realista del enfrentamiento entre Galileo y la Iglesia.

Este se llama "Al sueño de la muerte hablo despierto" (Editorial BAC). Son cartas a poetas, tomando la palabra poeta, en un sentido muy amplio, más amplio incluso que artista, de todos los tiempos. La verdad es que el libro me parece muy bueno (qué voy a decir yo, ¿no?, pero es que de verdad me lo parece). Pero no os dejéis llevar por el diseño de la portada que es bastante cursi. Lo de dentro no lo es. Sí que es muy íntimo y personal y no deja de darme un cierto pudor. A pesar de todo, os recomiendo con toa mi fuerza que lo compréis. Después me contáis.

Tomás Alfaro Drake.

19 de julio de 2007

¿Ha sido la Iglesia católica un obstáculo para la ciencia?

Tema: Ciencia, religión, Iglesia católica.

Tomás Alfaro Drake

Muchas veces se oye decir y mucha gente lo repite sin saber del todo lo que dice, que el catolicismo fue un freno para la ciencia.

Pues bien, la revista Investigación y Ciencia, versión española de la prestigiosa Scientific American, presenta, en su sección “Libros” del número de Octubre del 2005, la crítica de 5 libros editados en relación con este tema que ponen las cosas en su sitio.

A continuación transcribo dicha crítica.

LIBROS

Revolución científica
Los jesuitas

CATHOLIC PHYSICS. JESUIT NATURAL PHILOSOPHY IN EARLY MODERN GERMANY, por Marcus Hellyer. University of Notre Dame Press; Notre Dame, 2005

THE NEW SCIENCE AND JESUIT SCIENCE: SEVENTEENTH CENTURY PERSPECTIVES. Dirigido por Mordechai Freingold. Kluwer Academic Publishers; Dordrecht, 2003.

“ERGO PERIT COELUM...” DIE SUPERNOVA DER JAHRES 1572 UND DIE ÜBERWINDUNG DER ARISTOTELISCHEN KOSMOLOGIE, por Michael Weinchenhan. Steiner Verlag; Stuttgart, 2004.

SEARCHING THE HEAVENS AND THE EARTH: THE HISTORY OF JESUIT OBSERVATORIES, por Agustín Udías.Kluwer Academic Publishers; Dordrecht, 2003.

FERDINAND VERBIEST, S. J. (1623-1688) AND THE CHINESE HEAVEN, por Noël Golvers. Leuven University Press; Lovaina, 2003.


El afianzamiento y la extensión de la Revolución Científica resultan ininteligibles si ignoramos la labor constante de la Compañía de Jesús. El interés de los jesuitas por las ciencia comenzó desde el momento de la fundación de la Orden por el español Ignacio de Loyola (1491-1556), en 1540, escasos años antes de la aparición de la tríada de tratados que marcaron el rumbo de la Scienza nuova: El de Leonhart Fuchs sobre botánica, el de Nicolás Copérnico sobre astronomía y el de Andrés Vesalio sobre anatomía. La aportación Jesuítica se sustancia a través de varios factores, unos internos al propio desarrollo de la ciencia (Catholic Physics. Jesuit Natural Philosophy in Early Modern Germany, The New Science and Jesuit Science: Seventeenth Century Perspectives y “Ergo perit coelum...” Die Supernova der Jahres 1572 und die Überwindung der aristotelischen Kosmologie) y otros relacionados con su institucionalización, es decir, con la enseñanza (Catholic Physics) y la creación de observatorios en Occidente y Oriente (Searching the Heavens and the Earth: The History of Jesuit Observatories y Ferdinand Verbiest, S. J. (1623-1688) and the Chinese Heaven). La investigación actual, al sacar al primer plano la aportación de esa guardia pretoriana de la Iglesia, pone sordina al viejo mito de una ciencia moderna deudora del ethos calvinista.

Mérito principalísimo de la Compañía, y exclusivo en su origen, fue el estatuto asignado a la matemática en la nueva filosofía natural. “No podemos hablar de la matemática de los siglos XVI y XVII sin que aparezca un jesuita en cada rincón”, observaba George Sarton en 1940. En sus aulas empezó a oírse que el carácter deductivo de la matemática aplicada a la física ofrecía mayor solidez a la argumentación que las inferencias de la física aristotélica; eran demonstrationes potissimae. El aprendizaje de las matemáticas se impuso obligatorio a los jóvenes formandos jesuitas, con particular profundización por parte de los mejor dotados. De cara al exterior, los dos primeros colegios de la Compañía, el de Messina y el de Roma, constituyeron una cátedra donde no sólo se enseñaban aritmética, geometría y álgebra, sino también “mathesis applicata” (astronomía, mecánica, óptica, acústica, cartografía e ingeniería militar). De ese par de cátedras, la siciliana y la romana, creadas en el ecuador del siglo XVI, se había pasado a 95 a finales del siglo XVIII, cuando Europa estaba sembrada de colegios y universidades de la Compañía: unos 625 antes de la supresión de la Orden en 1773. El caso particular de Alemania resulta paradigmático. Muchas ciudades germanas entregaron a los jesuitas la regencia de sus centros superiores, que se espejaron en el Collegio Romano, transformado en Universidad desde 1553. Aquí enseñó quien sería la figura clave del arranque de la matemática, Christopher Clavius (1537-1612)

Conocida es la participación de Clavius en la reforma del calendario promovida por el Papa Gregorio XIII en 1582. Sabido es también que Galileo buscó su apoyo. Escribió un manual sobre álgebra y comentó los libros de Euclides y el tratado Sobre la esfera de John Sacrobosco, que se convirtieron en textos canónicos sobre matemática y astronomía. En la última edición, de 1611, de su In Sphaeram Ioanis de Sacrobosco Commentarius, indicaba que, tras los nuevos descubrimientos, incluidos los de Galileo, se imponía una reforma del sistema astronómico. Contribuyó a la redacción de la Ratio studiorum de la Orden, en particular del relieve concedido a la matemática. En ese código legal, pergeñado en 1586 y elaborado definitivamente en 1599, se formalizaban el método y programas de la enseñanza jesuítica.

Christopher Grienberger (1564-1636) sucedió a Clavius en 1612 al frente de la academia de matemática del Collgio Romano. Entrado en la Orden en 1580, fue llamado en 1591 a Roma para auxiliar a Clavius. De raro talento matemático y habilidad manual, introdujo el montaje de ecuatorial del telescopio, observó los satélites de Júpiter y estableció un programa de determinación de las posiciones de las estrellas. Reacio a publicar, omitía siempre su nombre en los textos que redactaba, así como en los instrumentos ópticos y astronómicos por él diseñados y construidos (entre ellos, un telescopio heliotrópico que se montaba simultáneamente sobre dos ejes en torno a los cuales podía girar libremente siguiendo la trayectoria del Sol). El discurso sobre la Nova de 1604 que la historiografía venía atribuyendo a Odo van Maelcote, salió de su pluma.

Se encargó de la censura técnica de las obras matemáticas escritas por autores jesuitas. Solía remitir cálculos minuciosos y correcciones detalladas al autor, para que los incorporara antes de la publicación. En algún caso, como en el intento de Gregory de St. Vincent de cuadrar el círculo, Grienberger aconsejó al Prepósito general que no lo permitiera, porque sus errores dañarían la reputación de la Compañía.

Resulta interesante por demás su relación con Galileo. Se han trazado incluso paralelismos entre ambas figuras. Más generoso el jesuita, al presentar en 1612 las cartas estelares elogia las observaciones telescópicas del autor de Siderus Nuntius. Dos años más tarde, prestaba su apoyo a los principios hidráulicos de Galileo. Salió en su defensa a propósito de los montes de la Luna y le invitó a frecuentar la sede del Collegio Romano. Con Galileo, en cambio, entró en polémica el jesuita Orazio Grassi (1583-1654) a propósito de la naturaleza de los cometas. Y discutió también con Christopher Scheiner (1573-1650), profesor, primero en la Universidad de Ingolstadt y, más tarde , en Roma. Observó y estudió las manchas solares. En 1630 Scheiner publicó su Rosa Ursina, primer estudio completo del Sol. A Scheiner le sucedió en Ingolstadt Johann B. Cysat (1588-1667), quien en 1618 observó el paso de un cometa y determinó su trayectoria y posible composición. Descubrió la Nebulosa de Orión y, en 1631, contempló el tránsito de Mercurio a través del Sol.

La historia de la ciencia suele detenerse en otros maestros del Collegio Romano. Desde 1638 hasta 1680 enseñó allí matemática Athanasius Kircher (1601-1680), famoso también por sus vastos intereses (jerogíficos egipcios, óptica y magnetismo, entre otros). En 1664 escribió Mundus subterraneus, donde especulaba sbre la naturaleza del interior de la Tierra. Abordaba el origen de los terremotos y volcanes; en su opinión, se formaban por laacción de conductos internos que vehiculaban el fuego del centro de la Tierra. Con Giuseppe Asclepi (1707-1775) y Roger Joseph Boscovic (1711-1787) podemos cerrar el ciclo de maestros del Collegio Romano. Boscovic adoptó ya la física newtoniana. En su Philosophiae Naturalis Theoria, publicado en 1758, presentó una teoría atómica de la materia en la que los átomos constituían puntos centrales de fuerzas sin dimensiones. En la proximidad de los átomos, las fuerzas alternaban entre la atracción y la repulsión; pero, lejos de ellos, sólo operaban las fuerzas de atracción, de avcuerdo con la ley newtoniana del inverso del cuadrado de la distancia. Fue elegido miembro de la Regia Sociedad de Londres.

Nuevo Clavius fue llamado Giovanni Battista Riccioli (1598-1671), profesor en Parma y Bolonia, autor de un monumental Almagestum Novum. Más extenso que el vetus de Ptolomeo, le supera tambiénen variedad de tmas y forma de presentarlos. El jesuita añade a las cuestiones tratados por el alejandrino en su Sintaxis la instrumentación astronómica, la óptica, la geometría matemática y la cronología. En el prólogo ofrece un resumen somero de la historia de la astronomía, desde sus orígenes bíblicos hasta los griegos, pasando por egipcios, babilonios y caldeos. Pero desde Tales es una historia de la superación de los problemas de un proceso de precisión creciente de los ciclos solares y lunares y los movimientos de los planetas. Pasa revista a los calendarios, tablas y efemérides. Y llega al cambio operado en el siglo XVI, si bien limita el alcance del De Revolutionibus copernicano a la antesala de las tablas Pruténicas. Aborda la supernova de Tycho (“ERGO PERIT COELUM...” Die Supernova der Jahres 1572 und die Überwindung der aristotelischen Kosmologie), así llamada porque el 11 de Noviembre de 1572, Tycho Brahe descubrió en la constelación de Casiopea una nueva estrella brillante, de luminosidad pareja a la de Júpiter, y a la que consagró el libro De Nova Stella. Era una supernova del tipo Ia que brilló intensamente en el cielo hasta Marzo de 1574. En realidad Tycho no vio una estrella nueva, sino una supernova, es decir, la muerte de una estrella. (Sabido es que las supernovas de tipo Ia son explosiones extremadamente luminosas que pueden contemplarse a través de la mayor parte del universo observable. En nuestro tiempo cobran un interés particular por su determinante papel en las mediciones que revelan la expansión acelerada del universo. Se supone que constituyen los restos de enanas blancas, o restos superdensos de estrellas, que arrastraron material suficiente de una estrella compañera para precipitar una explosión termonuclear.).

La aparición de una nueva estrella visible, novum et ingens sidus, en palabras de Riccioli, así como de numerosos tránsitos en los años subsiguientes, contradecía la teoría vigente, que aunaba la observación y tradición aristotélica sobre un cosmos que se reputaba inmutable desde el momento de su creación. El mundo habría aparecido de una vez por todas, sin que hubiera una trastienda de donde pudieran ir saliendo nuevos cuerpos celestes. Ahora no sólo se trataba de discutir sobre si su presencia superaba la esfera de los planetas, o superaba sólo la esfera de la Luna, aunque permanecía en la esfera de los planetas, o si se encontraba por debajo de la esfera de la Luna. Había que conocer su composición, su naturaleza y la razón de su aparición. En cualquier caso, no podía negarse ya la mutabilidad del firmamento, en contradicción con la cosmología de Aristóteles.

Enciclopédico era también el Cursus mathematicus (1661) del jesuita Kaspar Schott. En 23 libros, comienza con un resumen de todos las ramas de la matemática. Tras exponer los principios de aritmética y geometría, derivados de los seis primeros libros de los Elementos de Euclides, pasa a la trigonometría, para introducirse luego en la astronomía elemental, astronomía teórica, astronomía práctica, astrología, cronografía (medición del tiempo), geografía, hidrografía, horografía (construcción de relojes), mecánica, estática, hidrostática, hidrotécnica (máquinas hidráulicas), óptica, catóptrica (reflexión y espejos), dióptrica (refracción y lentes), arquitectura militar, armonía o música y sinopsis de disciplinas matemáticas.

Junto con la matemática, la segunda aportación sustancial de los jesuitas a la Revolución Científica fue la absorción y difusión de una filosofía natural auxiliada por la instrumentación. En buena parte de Europa, la historia de la filosofía natural, desde la segunda mitad del siglo XVI hasta la Ilustración, fue necesariamente una historia de la filosofía natural jesuita. En sus aulas penetró el conocimiento científico emergente a extramuros de la universidad. Y lo hizo al compás del avance de la revolución. No es lo mismo la filosofía natural de Francisco de Toledo (Commentaria una cum quaestionibus in octo libros Aristotelis de physica auscultatione) y Francisco Suárez (Disputationes metaphysicae), aristotélica, que la ciencia experimental matematizada que se transmite (en las aulas de jesuitas) en vísperas de su extinción canónica (la de la Orden) (Los dos paréntesis anteriores son míos). A lo largo de ese periodo, la noción de filosofía natural no es sinónimo estricto de ciencia, pues abarca muchos capítulos especulativos que hoy consideraríamos a extramuros del concepto de ciencia.

La transición puso a prueba la de filósosfos y teólogos de la Compañía que tenían que habérselas, por un lado, con la asunción y dominio de los métodos empíricos y su instrumental asociado, y, por otro, con la refriega dialéctica contra cartesianos y atomistas, para lo que tenían que librarse de una interpretación angosta del aristotelismo. Y empezar a distinguir entre lo probable y lo hipotético. Riccioli consideraba el sistema copernicano como el más simple, elegante y mejor construido, pero hipotético. El término hipotético no tenía entonces su significado actual –explicación provisional que no ha alcanzado todavía el estatuto epistemológico de teoría–, sino que se consideraba un constructo matemático al que podía recurrirse para explicar los fenómenos observados, si bien carecía de realidad física. Los jesuitas se mostraron unánimes en establecer que el sisema de Tycho sí constituía una tesis: daba cuenta de los fenómenos observados, era conforme con la física y no atentaba contra las Escrituras. Riccioli proponía que sólo Mercurio, Venus y Marte dieran vueltas al Sol. La Tierra permanecería estable en el centro, y en torno a ella girarían la Luna y el Sol y, mucho más alejados, Júpiter y Saturno.

A la noción de cambio natural, quicio de la ciencia aristotélica, se agregó el concepto de cambio artificial, que abría la puerta a la física experimental con la introducción de las máquinas y artefactos. En particular, los relacionados con el vacío, desde la invención del tubo de mercurio de Evangelista Torricelli, si bien centrado en la bomba de aire. Aunque originada en Magdeburgo, la bomba se hizo pública en Wurzburgo con la exposición detallada de la misma por Kaspar Schott, un jesuita que había quedado fascinado por su funcionamiento, en 1657. El inventor de la bomba había sido Otto von Guericke (1602-1686), alcalde de Magdeburgo. En un principio era un ingenio muy sencillo, constituido por un receptor de latón redondo de unos treinta centímetros de diámetro, con una pequeña abertura y llave, que podía abrirse o cerrarse. La abertura comunicaba con la bomba, básicamente una jeringa gigante de las empleadas para avivar el fuego. El tubo de latón contenía un pistón y dos válvulas. Estas aseguraban que el aire no volviera al receptor, sino que fuera expelido a la atmósfera cuando se empujara el pistón. Schott no admitía que se obtuviera un vacío absoluto y prefería vincular la bomba con otros ingenios pneumáticos ideados para estudiar el aire atmosférico.

Pero en lo que la ciencia jesuítica iba a destacar por encima de la media, a lo largo de los siglos, sería en la astronomía de observación (Searching the Heavens and the Earth: The History of Jesuit Observatories). Durante los siglos XVII y XVIII la Compañía levantó observatorios astronómicos, geofísicos y meteorológicos por toda Europa. Antes de la supresión de la Orden, el número de observatorios fundados y dirigidos, rondaban la treintena, la cuarta parte de los existentes. En muchos países los primeros observatorios se establecieron en colegios jesuitas. No sólo en Occidente. Jesuitas fueron los primeros científicos europeos en entrar en contacto con la India y China. Introdujeron allí la astronomía occidental. Dirigieron el Observatorio Imperial de Beijing desde 1644 hasta 1773 (Ferdinand Verbiest, S. J. (1623-1688) and the Chinese Heaven). Todos esos observatorios dejaron de funcionar con la supresión de la Compañía en 1773, o antes con su expulsión de Portugal (1759), Francia (1764) y España (1767). En nuestro país, el observatorio del Colegio Imperial precedio en una año al de la Armada, en San Fernando.

Mas, a diferencia de las instituciones públicas, la labor científica de la Compañía tenía un claro fin último misionero. De hecho, encontraron en la astronomía una ayuda valiosa en su tarea evangelizadora en el Extremo Oriente. Así lo reconocía Ferdinand Verbiest (1623-1688), director del Observatorio de Beijing, en su Astronomia Europaea: “La sagrada religión hace su entrada oficial en China como una reina hermosa, apoyada en los brazos de la astronomía”. En 1578, Alessandro Valignano, visitador de las misiones de las Indias Orientales, impulsaba una nueva estrategia de la difusión de la fe, fundada en la adaptación a la cultura local. El cristianismo no podía avanzar por la imposición, sino a través de su inserción en el tejido cultural. Matteo Ricci (1552-1610), formado en el Colegio Romano con Clavius y dotado de una personalidad arrolladora, se presento, en 1595, vestido con indumentaria china, como profesor occidental. Tras varios años trabajando en el sur de China, llegó en 1600 a Beijing, procedente de Nanjing, donde había visitado el observatorio astronómico y admirado las esferas armilares, globos celestes, gnomones y otros instrumentos astronómicos, trabajados en bronce. Pero comprobó que los astrónomos chinos no sabían manejarlos. En realidad, se trataba de instrumentos del siglo XIII fabricados por Kuo Shou Ching, quien vivió bajo el reinado del emperador Kublai Khan. En 1607, Ricci, que ya dominaba el idioma, con la colaboración de Hsü Kuang Chi, publicó una traducción china del primer libro de Euclides. Tradujo varios libros de Clavius y escribió varios textos sobre geometría. Levantó el primer mapamundi, ofreciendo la ubicación correcta de China en relación a otros países y las nuevas tierras descubiertas de América. A la muerte de Ricci, su obra fue proseguida por sus hermanos de religión. De modo muy particular por Ferdinand Verbiest, que llegó a Beijing en 1660 y empezó a trabajar en el laboratorio bajo la dirección de Johann Adam Schall von Bell (1592-1666).

Verbiest dirigió el observatorio durante 19 años, emprendió una intensa actividad, preparando el calendario anual, enseñando astronomía europea a los astrónomos chinos y construyendo instrumentos astronómicos en sustitución de los viejos. Escribió más de veinte libros sobre astronomía en chino. Dos de los más importantes, conocidos por sus títulos en latín, son Liber Organicus Astronomiae Europeae (1668) y Astronomia Perpetua Imperatoris Kam Hi (1683). Esta última contenía las efemérides del Sol, la Luna y los planetas, con tablas de los eclipses solares y lunares de 2000 años. Además de sus obras sobre astronomía, escribió también sendos libros sobre el termómetro y el barómetro. Bajo su dirección se construyó una esfera armilar eclíptica, apoyada sobre cuatro cabezas de dragón, una esfera armilar ecuatorial, un globo celeste, un círculo del horizonte para las mediciones del azimut, un cuadrante y un sextante. Todos esos instrumentos se descubren en su obra publicada en 1763 en chino, De Teoría, Usu et fabrica Instrumentorum Astronomicorum et Mechanicorum. El propósito de esos instrumentos, amén de su uso en observaciones astronómicas, era servir de demostración de la superioridad de la astronomía occidental.

Luis Alonso.


Como se ve, los jesuitas supusieron un impulso para la ciencia, desde sus aspectos más abstractos como las matemáticas, hasta la tecnología más practica como el diseño de bombas de vacío. Y no sólo en los siglos XVI, XVII y XVIII brillaron, ni tampoco fueron sólo los jesuitas, ni brillaron sólo en las ciencias de la naturaleza. En épocas actuales, yo he asistido a conferencias del P. Dou, ilustre matemático, a las que acudían a escucharle muchos catedráticos y profesores universitarios de esa disciplina, he tenido la suerte de tener como profesor al P. Martín Artajo, inventor de un motor de explosión rotativo, antecesor del Wankel, que, si no ha tenido éxito comercial, ha sido por los interesas creados de la industria automovilística en los motores de pistones. Conozco al P. Carreiras, astrónomo de primera línea, que ha desarrollado su carrera en Estados Unidos y que ha inventado aparatos de observación astronómica que se usan hoy en día en todo el mundo. Entre los no jesuitas, o en otras ramas de la ciencia puedo citar, a bote pronto, al P. Georges Lemaître (1894-1966), sacerdote secular y padre de la teoría de la expansión del universo, que dio paso al Big Bang, al agustino Gregor Mendel (1822-1884), padre de la genética, al benedictino Dom Pierre Perignon (1639-1715), inventor del champagne o al franciscano Lucca Pazzoli, que ideó la contabilidad por partida doble, convirtiendo a los comerciantes y banqueros italianos en los líderes de Europa

A la vista de todo esto, atribuir a la Iglesia el carácter de retardataria del progreso científico, parece un simple despropósito. Más bien parece que los cuarenta y un años (1773-1814) de supresión de los jesuitas, más los de las dificultades de la reorganización, supusieron un claro frenazo en el desarrollo científico de los países católicos, en los que más firmemente estaban implantados.


El globo cometario de Vincenzo Coronelli (Extractos)
Por Wilhelm Seggewis
Investigación y Ciencia Marzo 2006

La ciudad alemana de Tréveris (Trier, en el estado de Renania-Palatinado) posee una magnífica pareja de globos, uno terrestre y otro celeste, expuestos en una sala de su Biblioteca Municipal. El diámetro de ambos globos es de 108 cm.; la altura total, con sus pedestales, monturas y anillos con las escalas, llega casi a los dos metros. El creador de estos globos fue un franciscano de Venecia, Vincanzo Coronelli.

La agitada vida de su constructor.
De orígenes modestos, Vincenzo Coronelli (1650-1718) ingresó a los quince años en la Orden de los Hermanos Menores en Venecia, su ciudad natal. Con dieciséis publicaba su primera obra, el Calendario perpetuo sacro-profano. Estudió en Roma y allí obtuvo el grado de doctor en teología. En 1678 se dirigió a Parma, donde construyó para el duque Farnesio una pareja de globos, hoy en día por desgracia desaparecida, también uno terrestre y otro celeste. El cardenal César D’Estrées, canciller de la corte francesa, quedó tan impresionado al verlos que llamó a Coronelli a Versalles para que construyese allí otros dos para el Rey Sol, Luis XIV. Tres años tardó en crear un par de globos descomunales, de casi 4 metros de diámetro. Podía entrarse en su nterior, donde cabían hasta 30 personas; en el celeste, habrían podido contemplar el cielo casi como si de un planetario se tratase. Nunca se los expondría en Versalles, sino en otra residencia real, la de Marly. Tras diversos avatares estuvieron almacenados durante veintitantos años, salvo exposiciones esporádicas, en la Ciudad de la Ciencia de la Villette, en París; Ahora se encuentran en la biblioteca Georges Pompidou, también en París.

Tras este éxito, comenzó para Vincenzo una incansable vida de geógrafo, astrónomo, editor e ingeniero. Recorrió Europa varias veces y se mantuvo en estrecho contacto con los príncipes y los científicos más importantes de su tiempo: Leopoldo I y Carlos VI en Viena, Guillermo III en Londres y el Bey de Túnez, a quien debió regalar globos a cambio de que liberase a unos esclavos. En 1696, se relacionó con el Príncipe Elector de Tréveris, el obispo Juan Hugo de Orsbeck.

Coronelli fue nombrado cosmógrafo de Venecia, donde desempeñó múltiples cometidos. Allí dio a grabar y a publicar un atlas de grandes dimensiones, el Atlante veneto, con el material geográfico que había recogido a lo largo de sus viajes. En 1684 fundó la primera sociedad geográfica de alcance internacional, la Accademia geografica degli Argonauti. Además, editó una enciclopedia monumental, la Biblioteca universale sacro-profana. Sólo vieron la luz siete de los cincuenta volúmenes planeados; bastó para que Coronelli se erigiera en modelo de los enciclopedistas franceses. También construyó máquinas hidráulicas y se especializó en la regulación de cuces fluviales y la construcción de canales. El emperador Carlos VI le llamó a Viena en 1717 en el marco del plan de canalización del Danubio. Sin embargo, Coronelli, que murió en 1718, no pudo llevar a cabo sus proyectos para el territorio danubiano.

Pero, por encima de todo, Vincenzo Coronelli era constructor de globos. Expuso los fundamentos del arte en Epitome cosmografica o compendiosa introdutione all’a astronomía, geografia & idrografia, obra de unas 500 páginas dedicadas al emperador Leopoldo I. Esta combinación grandiosa constituía una introducción a la astronomía y a la geografía, amén de manual de referencia de ambas ciencias y guía para la construcción de globos. Se reedito varias veces, corregida. Coronelli produjo además cinco series de globos de distintas dimensiones: desde las 2 pulgadas de diámetro (tan sólo 5 cm.) a 3 pulgadas y un tercio (8.5 cm.), 6 pulgadas (15 cm.), 1 pie y medio (48 cm.) y 3 pies y medio (aproximadamente 108 cm). Confió la distribución a representantes de distintas partes de Europa. En alemania su agente fue Matteo Alberti (1646-1737), aristócrata veneciano establecido en Düsseldorf, donde ejercía también como arquitecto de Juan Guillermo, Príncipe Elector del Palatinado y duque de Jülich y Berg (1658-1716).

El artículo continúa con una prolija descripción de los globos de Tréveris, de la que cabe reseñar algunas cuestiones importantes:

Coronelli recoge en su globo 19 constelaciones del hemisferio sur, desconocidas hasta unos años antes:

En esa época empezaba a conocerse el hemisferio sur celeste. Coronelli bebió de las relaciones del navegante holandés Frederik Houtman (1571-1627) y del joven Edmond Halley (1656-1742).

Pero quizá lo más importante sea la contribución de Coronelli al descubrimiento de Halley de que los cometas tenían órbitas elípticas, en vez de hiperbólicas o parabólicas, y pertenecían, por tanto, al sistema solar.

El cometa Halley figura tres veces. La primera corresponde a las observaciones de Pedro Apiano (1495-1552) del año 1531. [...] A continuación están las observaciones de Kepler de septiembre de 1607. [...] Finalmente se representa la aparición del cometa en 1682 conforme a las observaciones de Ciampini. [...]

Pero la trayectoria más espectacular de las que aparecen en el globo es la del cometa de 1680-81 (No es el Halley, que aparecería un año más tarde), que adquirió especial protagonismo cuando Georg Samuel Dörfel (1643-1688) le calculó una trayectoria parabólica; 25 años después, Edmond Halley (1656-1742) descubría la trayectoria elíptica de “su” cometa y encuadraba a los cometas en el sistema solar.

Según la ley de la gravitación universal que Newton publicó en 1687 en sus “Philosophia Naturalis Principia Matemática”, un cuerpo que viniese del espacio exterior, pasase alrededor del sol y volviese a escapar, tendría una trayectoria hiperbólica. Eso se creía de los cometas. Por eso no se identificaban como el mismo cometa las sucesivas apariciones de uno. Georg Samuel Dörfel, calculó una órbita parabólica. Pero esta es la trayectoria de una bala de cañón sobre una tierra plana, cosa casi exactamente cierta para el alcance de una bala de cañón. Por lo tanto esta trayectoria sumió a los astrónomos en el desconcierto. Entonces Halley calculó la trayectoria de “su” cometa y vio que era elíptica. Esta es la trayectoria de un astro que gira alrededor del Sol, como los planetas. Pero la de los planetas es casi circular (sólo en un caso extrañísimo sería exactamente circular), mientras que la del cometa era muy excéntrica, lo que indicaba que venía de muy lejos del Sol, pasaba cerca y volvía a alejarse para volver a “caer” hacia el Sol periódicamente. Halley calculó la trayectoria elíptica y el periodo de la órbita. De ahí dedujo todas las anteriores apariciones del mismo cometa, al que se llamó Halley en su honor. ¿Cuántos años se hubiera retrasado este halazgo sin Coronelli? Pero hay más:

El 1 de Febrero de 2002, Kaoru Ikeya, de Japón y Daking Zhang de China, descubrieron en la constelación de la ballena, (Cetus) un cometa que pronto se convertiría en la aparición celeste más espectacular desde el cometa Hale-Bopp en 1997. La trayectoria de su “C 2002 C1” [...]. Distintos cálculos condujeron a un periodo de revolución de 340 años y con ello al cometa 1661 C1, a los bibliotecarios de Tréveris y a su globo celeste.

En el globo de Coronelli el cometa estaba situado en la constelación de Pegaso [...] del 3 de febrero al 28 de marzo. Coincide exactamente con las fechas entre las cuales el comerciante y regidor de Danzing, Johanes Helvelius (1611-1687) siguió al cometa, determinó su posición y dibujó los cambios que iba experimentando la cola [...] Edmond Halley, y luego, en 1785, P.F.A. Méchain sólo pudieron ajustar los datos de que disponían a una trayectoria parabólica. No bastaban los viejos valores para la determinación de una trayectoria elíptica. [...] Pero con los nuevos valores se determino la trayectoria elíptica y el valor del periodo de 340 años que se ha dicho antes.

Así pues, Coronelli, otro franciscano con una importante aportación a la ciencia.




Sección “Libros” Investigación y Ciencia Marzo 2006:

GALILEO GALILEI. LE MECANICHE. Edizione critica e saggio introduttivo di Romano Gatto. Leo S. Olschki Editore; Florencia, 2002.

DOMINGO DE SOTO AND THE EARLY GALILEO, por William A. Wallace. Ashgate; Aldeshot 2004.

THE RECEPTION OF THE GALILEAN SCIENCIE OF MOTION IN SEVENTEENTH CENTURY EUROPE. Dirigido por Carla Rita Palmerino y J.M.M.H. Thijssen. Kluwer Academic Publishers; Dordrecht, 2004.

RETRYING GALILEO, 1633-1992, POR Maurice A. Finocchiaro. University of California Press. Berkeley/Los Ángeles, 2005.

[...]

La postrera publicación de Galileo, sus Discorse e demostración matematiche intorno a due nuove scienze attenenti alla mecanica e i movimenti locali (1638) (5 años más tarde del proceso Galileo) marca el rumbo de la física que emerge con una nueva doctrina del movimiento. Avancemos de entrada que, en puridad histórica, la ley de Galileo sobre el movimiento de caída libre, que establece que el espacio recorrido por un cuerpo descendente es proporcional al cuadrado del tiempo invertido en ese camino y constituye una de las primeras leyes matemáticas empíricamente verificables de la naturaleza, no encontró ni inmediata ni universal aprobación.

Aunque publicada en 1638, esa ley del movimiento aparece ya en los manuscritos galileanos fechados en un momento inmediatamente posterior a 1604. Pero la había establecido decenios antes Domingo de Soto (Domingo de Soto and the early Galileo). ¿La tomó Galileo de este fraile dominico español? ¿Y quien era Soto? Nacido en Segovia en 1494, empezó su formación filosófica en la Universidad de Alcalá. Tras obtener el título de bachiller en 1516, se trasladó al colegio parisiense de Santa Bárbara, donde bajo la tutoría de Juan de Celaya, se familiarizó con la física terminista allí en boga. En París se relacionó con John Major, nominalista, y con Francisco de Vitoria, tomista. Volvió a Alcalá en 1519, en cuyo colegio de San Ildefonso, enseñó filosofía hasta 1524, cuando decidió ingresar en la Orden de Predicadores (Dominicos).

Soto estableció que el movimiento de caída libre era un movimiento uniformiter difformis (uniformemente acelerado) con respecto al tiempo en 1551, en sus cuestiones disciplinares sobre el libro séptimo de los Físicos de Aristóteles. Semejante introducción, de soslayo y de forma imprevisible, entraña lo que Alexander Koyré denominó el “enigma de Domingo de Soto”, convenientemente descifrado por William A. Wallace en numerosos trabajos. Hasta entonces, la expresión se reservaba para designar constructos lógicos, sin referencia con el mundo físico; se empleaba también para aludir a una doble “deformidad” o falta de uniformidad, a saber, respecto al espacio y respecto al tiempo. Wallace ha buceado en la posibilidad de que Soto hubiera sometido a contrastación experimental su hallazgo pionero.

[...]

A diferencia de Descartes, quien, acabamos de decirlo, consideraba la teoría de la teoría galileana del movimiento una abstracción matemática, sin correlación directa con el comportamiento real de los cuerpos, Pierre Gassendi (sacerdote diocesano francés, 1592-1655) no cuestionó nunca la validez de esta teoría. Más aún, se empeñó en dar una explicación causal de la gravedad. En Octubre de 1640, abandona el puerto de Marsella en un trirreme para realizar, en mar abierto, un experimento que Galileo había descrito, sin llevarlo a la práctica, en el Dialogo supra i due massimi sistemi (El libro por el que Galileo recibió su condena). Gassendi confirmaba la hipótesis: una bola caída desde la cabeza del mástil de una embarcación aterrizaba exactamente en el pie del mástil. En la leyenda tejida alrededor del mito Galileo, este experimento se le atribuye a él, lo mismo que el de lanzar una bola de hierro y otra de madera desde la torre de Pisa para comprobar que ambas caían al mismo tiempo. No realizó ninguna de las dos. El del mástil del barco lo llevó a cabo un sacerdote francés que creía en Galileo más que Descartes, el padre del racionalismo. Se trataba de una observación preñada de importantes implicaciones, porque refutaba uno de los principales argumentos contra el movimiento diurno de la Tierra. Los partidarios de la cosmología de Ptolomeo y los de Tycho Brahe proponían que la bola caería sobre la cubierta a cierta distancia del mástil; por tanto, en una Tierra en rotación un objeto caído desde lo alto de una torre no daría en la base de ésta (Sobre este tema, recomiendo mi libro "La victoria del sol" Ediciones Palabra).

Gassendi expuso su visión del pensamiento de Galileo en unas cartas publicadas en latín entre 1642 y 1646. Una de las principales novedades introducidas en sus Epistolae era la identifiación con la gravedad con la fuerza de la tierra, la vis attrahens. Ese reconocimiento de la naturaleza externa de la gravedad le permitió introducir, en las Epistolae de motu impresso a motore translato (1642), un enunciado correcto del principio de inercia restilínea, una tesis hoy muy controvertida. En las Epistolae de proportione qua gravia decidenta accelerantur (1646), aporta la explicación física y el análisis matemático de las Epistolae de motu. Gassendi influyó en Thomas Hobbes, quien, en De corpore (1655), defiende una versión modificada de la tesis del movimiento de caída libre por atracción terrestre.

O sea, que un cura, canónigo de la Catedral de Aix, defensor de las tesis de Galileo por delante de, nada menos, que Descartes, mientras que un fraile Dominico se anticipó en cincuenta años a los famosos experimentos y conclusiones de Galileo sobre la caída libre de los cuerpos. Parece que la leyenda de la Iglesia retardataria se resquebraja un poco más.

Comentario de y respuesta a Felipe cobre "el mito...

Tomás Alfaro Drake

Temas: Ciencia religión, ética, moral, control de la natalidad, anticonceptivos.

Felipe me dice, al respecto de mi entrada “El mito de los científicos ateos”:

Tomás, creo que el problema no es sobre la existencia de Dios sino una postura contra la iglesia católica, que en reiteradas ocasiones apela a lo divino para ir contra la ciencia o la ciencia, que apela a lo científico para ir contra la iglesia, no contra Dios, es por eso la percepción popular sobre la contradicción entre la ciencia y Dios. Mientras haya "iglesia" que desapruebe métodos anticonceptivos y haya científicos que busquen nuevos métodos, más seguros y con menos efectos sobre el organismo, habrá una brecha que los distancia. En latinoamérica, se observa con más intensidad este tipo de fenómenos, donde hay una iglesia más conservadora y menos dispuesta a apoyarse en la ciencia para mejorar la vida de las personas.
Por otro lado, creo que existe una "esperanza" de parte esa gente de la calle que mencionas, que la ciencia pueda demostrar que la religión se puede vivir a la manera de cada uno, como uno quiera. Quiere que le desmuetren que no hay dogmas de fe, porque en el mundo actual, las cosas ya no funcionan con sí, porque sí.
Bueno, el tema da para mucho más que un comentario, pero puede ser el comienzo.
Saludos
Felipe Pedreros


Le contesto:

Querido Felipe:

La verdad es que me has hecho pensar mucho para contestar a esta puntualización tuya. Pero pensar es lo más humano que hay y el ejercicio del pensamiento humaniza. Así que te lo agradezco. Me parece que no vas a estar de acuerdo con algunas o muchas de las cosas que te diga, pero del contraste de pareceres es de donde surge la verdad, no de ignorar las diferencias. Así que allá voy:

Efectivamente, hay dos problemas distintos, y los dos importantes, en la relación entre ciencia y religión. Uno es el de si la ciencia puede llegar a negar la existencia de Dios y otro es sobre las normas éticas formuladas por la religión y su discrepancia con los logros tecnológicos de la ciencia.

Respecto al primero déjame decirte que la Iglesia (hablo de la católica no de otras confesiones) sólo una vez ha entrado en conflicto, en el campo de la verdad, con la ciencia y esa vez ha sido el caso Galileo. Aún en ese caso, lo que se dice, en general falsea de forma importante lo que de verdad pasó. Si te interesa, he escrito un libro que se llama “La victoria del sol” ediciones Palabra, en la que cuento lo que históricamente pasó. En otro tema candente, como la teoría de la evolución, si te lees uno de los rollos que aparecen en el blog (carta a un antievolucionista católico) verás que la Iglesia católica nunca se puso en contra de ella. Por tanto su oposición al progreso de la ciencia es un mito, como tantos tejidos alrededor de ella. Pasemos al tema de las normas éticas. Si te interesa abundar en este tema tengo algunas cosas ilustrativas.

En el campo de las normas éticas, en tu carta, me hablas de los métodos anticonceptivos, y a eso me voy a ceñir, aunque hay infinidad de temas. Cuando se habla de anticonceptivos, hay que distinguir con claridad meridiana dos mundos. El 1º y el 3º. Generalmente se mezclan lamentablemente. Las personas del 1º ponen como justificación de la bondad ética de la anticoncepción a los desheredados del 3º. Pero en realidad son ellos, los que usan esos métodos, no los desheredados. Por otro lado, una vez utilizados los desheredados del mundo para justificar los métodos anticonceptivos en el 1º, los que así actúan no suelen ocuparse mucho de aliviar su suerte. Hay, me parece una doble moral; te utilizo para mis fines, pero no te ayudo.

Muy otro es lo que predica y, sobre todo, lo que hace la Iglesia católica. En primer lugar, está junto a los desheredados. Busca en un mapamundi un sitio del mundo donde creas que vive la gente con la que nadie querría pasar una hora. Seguro que allí hay personas que no pasan una hora, sino que gastan su vida entera en estar con ellos y ayudarles. Yo tengo amigos misioneros en Kenia, junto al lago Turkana que lo han dejado todo por ellos. Y ellos mismos me dicen que lo hacen porque en los desheredados del mundo ven el rostro de Cristo y también ellos mismos me dicen que sacan fuerzas para hacerlo, durante toda su vida, de los sacramentos, en los que la Iglesia católica asegura que está ese mismo Cristo. No digo que no haya otras personas que también dediquen toda o parte de su vida a ayudar a los desheredados por otros motivos, pero es un hecho bastante indiscutible que, en su mayoría son católicos fieles a la Iglesia.

Y estos, lo mismo que la Iglesia, no están en contra del control de la natalidad, aunque sí lo están de la contracepción. Hay una diferencia importante entre una idea y la otra. El control de la natalidad, entendido como paternidad responsable, está admitido en la encíclica “Humanae vitae” de Pablo VI. Grupos católicos como las Hermanas de la Caridad de Madre Teresa de Calcuta, ayudan a que el control de la natalidad lo practiquen los que de verdad lo necesitan, los más desheredados. Y sus programas tienen un éxito sorprendente. Eso sí, el control de la natalidad requiere métodos naturales, que a mí me gusta más llamar métodos pasivos, frente a los activos. Cuando uno dice esto, en seguida, el resultado de mucha propaganda, hace que suene a rechifla. Pero hay una poderosa razón para que sea así. Las normas morales no son arbitrarias, están basadas en la razón y usan el método aristotélico de razonar para justificarse. Así que, abusando de tu paciencia me voy a permitir una digresión.

La vida, es un bien. La mía lo es y creo que la tuya también. A los más desheredados no les gustaría que les mataran porque, aunque durísima, la vida también es un bien para ellos, creo. La lógica más elemental me dice que yo no tengo ninguna obligación de darte a ti un millón de dólares, lo que sería hacerte un bien, pero sería una cabronada por mi parte impedir que un millonario que te los quisiera dar te los diese, ¿no? Pues aplíquese esta lógica a la contracepción y el control de la natalidad. No hay obligación de tener todos los hijos que vengan. Si un hijo más puede crear un problema grave a una familia puede no actuar si esto evita tenerlos. Es decir puede regular las relaciones sexuales para no tenerlas en periodos fértiles. Métodos pasivos. Es como si yo no te diese a ti un millón de dólares. Pero no puedo actuar para evitar una vida. Es como si yo convenciese al millonario de que no te diese el millón. Métodos activos. Muy distinto es el caso de una enfermedad. La enfermedad, al contrario que la vida, es un mal y es, por tanto, lícito actuar para evitarlo de la manera más eficaz posible, siempre que esa actuación no cause un mal mayor. Pero una vida es un bien, no es una enfermedad, aunque a veces sea duro tener un hijo, y por eso sólo se puede intentar evitar con métodos pasivos. Tampoco debemos olvidar que en muchas partes del 3º mundo un hijo, más que una boca que alimentar, son dos brazos para trabajar en la familia. Mis amigos misioneros de Kenia así me lo dicen. Otra vez aparece la doble moral del primer mundo en este tema. Un hijo es un mal terrible, hasta que se convierte en un derecho. Para muchas parejas del 1º mundo es una tragedia quedarse esperando cuando no viene bien y, de repente, de la noche a la mañana, es un derecho inalienable que, para conseguirlo, se puede recurrir a cualquier método. Pero esto es otro tema.

Se suele decir que los métodos pasivos son menos eficaces que los activos. No es verdad. Lo que sí requieren es una cierta dosis de sacrificio, que si se actúa inteligentemente tampoco es demasiado. Pero, claro, la palabra sacrificio es tabú para el 1º mundo. Los preservativos, la píldora, el DIU y cualquier otro método activo que se quiera tiene fallos y, si se usan sin saber, muchísimos. Las misioneras de la caridad en su programa de control de la natalidad consiguen porcentajes de éxito espectaculares mediante el seguimiento de los periodos fértiles, en lo que se ha avanzado, como en otros campos de la ciencia, muchísimo. Pero la propaganda de la cultura imperante prefiere ridiculizar los métodos pasivos. ¿Por qué? En primer lugar porque los métodos pasivos no producen beneficios y los activos sí. Que se lo pregunten a la industria farmacéutica. Y, en segundo lugar, porque los métodos activos son fáciles tranquilizadores de conciencias. Que se repartan preservativos o píldoras anticonceptivas en el 3º mundo. Si luego no se saben usar, ¡ah! ¡se siente! También mis amigos de Kenia me dicen los fracasos de estas entregas masivas. Los métodos pasivos requieren, por parte de quien enseña a usarlos, dedicación y cariño, que es lo que dan los grupos cristianos que promueven su uso.

El último párrafo de tu entrada en el blog me remite otra vez a lo que puede o no puede demostrar la ciencia. La ciencia no puede demostrar cómo debe vivir cada uno la religión. Eso queda a la conciencia de cada uno y en eso, la ciencia no tiene nada que decir, ni puede demostrar que no hay dogmas de fe. La religión debe proclamar cómo cree que hay que vivir para ser más feliz y lo de vive como quieras y haz lo que quieras, hace mucho que ha demostrado no ser la piedra filosofal de la felicidad. No creo que nuestro primer mundo sea uno en el que abunda la felicidad. Eso sí, la religión debe ser capaz de razonar sus normas morales o, al menos, intentarlo, como yo acabo de hacer. Pero lamentablemente, pocos quieren escuchar. Es socialmente más agradable dejarse llevar por las consignas del pensamiento políticamente correcto. Desde luego, la religión no debe imponer la forma de vivir que anuncia.

Una última cosa. Cuando la ciencia actúa sin sujetarse a ninguna norma ética, suele acabar en un infierno. La historia lo ha demostrado en muchos casos. Te copio una decalración interesante de muchos premios Nobel.

DECLARACIÓN DE 12 PREMIOS NOBEL HECHA EN
ROMA EL 22 DE DICIEMBRE DE 1980

NOVA SPES, Movimiento Internacional para la promoción de los valores y del desarrollo humano.

J. Dausset Medicina Francia
C. de Duve Medicina Bélgica
L. Eccles Medicina Austria
F. O. Fischer Química Alemania
L. R. Klein Economía U.S.A.
H. A. Krelos Medicina Gran Bretaña
F. A. von Hayek Economía Gan Bretaña
S. Ochoa Medicina España
I. Pricogine Química Bélgica
C. H. Townes Física U.S.A.
M. F. H. Wilkins Medicina Gran Bretaña
R. S. Yallow Medicina U.S.A.

“Nosotros, ganadores del premio Nobel, compartimos con Alfred Nobel su preocupación por que la ciencia sea beneficiosa para la humanidad.

La ciencia ha proporcionado grandes bienes y nosotros esperamos que continúe proporcionándolos en adelante.

Sin embargo, el conocimiento científico se ha aplicado en ocasiones de forma absolutamente indeseable, como en la guerra, por ejemplo, al tiempo que su utilización para fines buenos puede tener efectos secundarios inesperados que no son deseables.

Además, la soberbia intelectual que la ciencia ha proporcionado ha cambiado, la idea que la humanidad tiene de sí misma y de su lugar en el universo, lo que ha llevado a los seres humanos a un empobrecimiento espiritual y a un vacío moral.

Creemos que los científicos deben tener una especial sensibilidad ética y estamos deseosos de derribar la tradicional barrera –o incluso oposición– entre la ciencia y la religión.

Las Iglesias, sin duda, pueden desempeñar un papel importante en el intento por conseguir este objetivo; y en particular reconocemos que la Iglesia católica está en una situación única para aportar una orientación moral a escala mundial.

Por consiguiente, acogemos muy gustosos la oportunidad que nos ha brindado Nova Spes de reunirnos para estudiar la situación de la ciencia en nuestra cultura y agradecemos vivamente la disponibilidad de Vuestra Santidad para tratar con nosotros los problemas de la humanidad a la luz de la ciencia moderna”.

Hoy en día, a las guerras que se mencionan en este comunicado, habría que añadir la muerte masiva de fetos y embriones humanos.

Perdona, Felipe, el rollo, pero como te decía al principio, del contraste de pareceres sale la luz. Tú mismo me dices en tu mail que el tema da para mucho más, pero que puede ser el comienzo. Pues este es mi siguiente jugada.

Gracias por hacerme esos comentarios.

Un saludo.

Tomás

16 de julio de 2007

El mito de los científicos ateos

Tomás Alfaro Drake

Temas: Ciencia, científicos, religión, fe, misterio, universo.

14-VII-2007

El mito de los científicos ateos

Si hiciésemos una encuesta por la calle, y, por lo tanto, al hombre de la calle, sobre si existe algún tipo de incompatibilidad entre la ciencia y la religión, creo que el sí obtendría una mayoría abrumadora. Y, seguramente, si preguntásemos por qué creen eso, nos dirían que porque casi todos los científicos son ateos. Y lo segundo es casi tan falso como lo primero.

Acabo de leer un magnífico libro que recomiendo fervientemente a todo el mundo. Se llama: “Los científicos y Dios[1]” y su autor, Antonio Fernández-Rañada es catedrático de Física Teórica de la Universidad Complutense de Madrid. El libro repasa las opiniones de muchísimos científicos célebres –desde Pascal, Kepler y Galileo, hasta Stephen Jay Gould, Stephen Hawking y Richard Feynman– sobre la existencia de Dios, la religión en general y la relación de ambas cosas con la ciencia. No he hecho un recuento de la adscripción de cada científico, pero en líneas generales, del libro se desprende lo siguiente:

1º Muy pocos de los grandes científicos son declaradamente ateos. Y de éstos, no todos hacen gala de ello o se consideran ateos militantes.

2º La inmensa mayoría de ellos, tienen un profundo sentido de religiosidad basada en el orden manifiesto y grandioso que perciben en el universo al profundizar en la ciencia. Esta religiosidad les hace ser muy sensibles al misterio que se esconde en el fondo de la naturaleza. Así lo expresa Einstein “Las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior a los hombres... frente al cual debemos sentirnos humildes, [...] como un niño que entra en una biblioteca inmensa cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Esa es, en mi opinión, la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”

3º Una buena parte de ellos son agnósticos, en el sentido etimológico de la palabra, sobre la existencia de un Dios personal. Quizá sea paradigmático de esta postura el biólogo español Severo Ochoa. Amigo del filósofo Xavier Zubiri, decía: “Zubiri ve a Dios en la creación de la materia. Yo no lo sé”. Poco antes de su muerte, fue entrevistado en televisión y le preguntaron, por separado, si creía que existía un Dios personal y un destino para el hombre más allá de este mundo. A ambas preguntas contestó lacónicamente con un: “No lo sé”.

4º Otros muchos creen en la existencia de un Dios personal y muchos de estos en ese destino trascendente a este mundo.

5º Sin embargo, sólo un puñado de ellos se adscriben a una religión concreta y siguen sus prácticas. Y, cuando lo hacen es, en general, de una manera un tanto libre.

Estas actitudes religiosas personales, se traducen en que la inmensa mayoría de ellos no ve ninguna oposición entre ciencia y religión. Los hay desde los que piensan que ambas son simplemente dos esferas aisladas del conocimiento, hasta los que creen que son dos formas de dar una explicación sobre el mundo que se complementan mutuamente. Algunos, como Robert Jastrow reconocen, muy a su pesar, que la ciencia está descubriendo cosas que la revelación ya había dicho: “No es cuestión de otro año ni de otra década, ni de descubrir una nueva teoría, hoy parece que la ciencia nunca será capaz de levantar el velo que cubre el misterio de la creación. Vemos que la evidencia astronómica lleva a una visión bíblica del mundo. Los detalles difieren, pero lo esencial de las exposiciones de la Biblia y la astronomía coinciden... Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos[2]”. Los hay que dicen que su religiosidad les impulsa a su búsqueda científica o viceversa. Muchos opinan, sean o no cristianos, que la ciencia sólo podía nacer en la matriz del cristianismo. Porque éste postula un Dios creador de un mundo real y consistente, con unas leyes coherentes e inteligibles, y que ha dotado al hombre, siempre según creencia cristiana que pueden compartir o no, de inteligencia para buscar la verdad. Es piensan, esta creencia, cierta o falsa, la que ha hecho nacer la ciencia.

Pero en el libro al que me estoy refiriendo, se citan, además, cuatro encuestas realizadas a científicos que pudiéramos llamar anónimos. En la primera, realizada en 1916 a científicos americanos, el 41,8% se declararon creyentes (personal belief), el 16,7% agnósticos (doubt or agnosticism) y el 41,5% no creyentes (personal disbelief)[3]. En 1996, para comprobar cómo habían variado en 80 años estos porcentajes, se repitió exactamente el mismo estudio. Los resultados fueron: 39,3% creyentes, 14,5% agnósticos y 45,3% no creyentes[4]. En contra de lo que pudiera pensarse, los resultados fueron prácticamente iguales, con tan sólo un ligero deslizamiento hacia la increencia, principalmente de los agnósticos. En las dos encuestas se utilizó la misma definición de Dios: “alguien a quien uno puede rezar esperando una respuesta”. Larson y Witham, los autores de esta última encuesta, citan, en su artículo de Nature, otra encuesta, realizada por la Comisión Carnegie sobre 60.000 profesores de ciencias. 34% se declararon conservadores religiosos y el 43% asistían a la iglesia 2 o 3 veces al mes. La cuarta encuesta fue realizada por la Fundación Giovanni Agnelli de Turín en 1989 a científicos italianos sobre su actitud hacia la religión. 18% se declararon creyentes en un Dios personal, otro 18% deístas, 16% en búsqueda, 25% agnósticos y 22% ateos. El 58% admitió que la ciencia y la fe son “dos perspectivas distintas y complementarias con motivaciones diferentes” y sólo un 12% las consideró incompatibles. El 89% opinó que su sujeción al método científico no impide una visión del mundo más amplia que la que se desprende de la ciencia[5].

¿De dónde viene entonces esa creencia del hombre de la calle de que ciencia y religión están enfrentadas y de que los científicos son casi unánimemente ateos? Uno de los primeros en crear esa mentalidad y puede que el que más éxito haya tenido, aunque sea menos conocido por el hombre medio que Stephen Hawking o Carl Sagan, es Jaques Monod, premio Nobel de medicina en 1965. En su obra paradigmática, “El azar y la necesidad”, escrita en 1970, reconoce que todo su libro es en una contradicción contra su premisa mayor, ya que se basa en una creencia personal. Dice en su obra que la negación sistemática de causas finales, a lo que él llama postulado de objetividad, es “un postulado puro, por siempre indemostrable, porque es imposible de imaginar un experimento que pudiera probar la no existencia de un proyecto, de un fin perseguido, en cualquier parte de la naturaleza”. Afirma también que “establecer un postulado de objetividad –es decir, la negación de causas finales– como la condición del conocimiento verdadero es una elección ética y no un juicio de conocimiento...”. Por lo menos, Monod reconoce explícitamente su contradicción, cosa que pocos de sus colegas que defienden la visión atea de la ciencia hacen. Pero esto no le impide afirmar categóricamente, hablando ex-cátedra, que somos fruto del puro azar, que toda norma moral y creencia es por tanto irracional y anticientífica y que un día la ciencia dará cuenta, sobre bases químicas, de las aspiraciones del hombre a la verdad, la bondad y la belleza. ¡Si él lo dice! Pero podría responderle con las palabras de Louis Pawels: “Ahora bien, si alguien, abusando de la autoridad científica –la cual, que yo sepa, no tiene por misión desesperar al hombre– me dice: ‘nada maravilloso puede encontrarse en este mundo’, me negaré obstinadamente a prestarle oídos. Con mis pobres medios, y con toda mi pasión proseguiré mi búsqueda. Y si no encuentro nada maravilloso en esta vida, diré, al despedirme de ella, que mi alma estaba embotada y mi inteligencia ciega, no que no hubiese nada que encontrar”.

Pero son cientos los grandes científicos, también premios Nobel muchos de ellos, que han escrito libros en los que se postula la complementariedad entre la ciencia y la religión o se proclama el sentimiento religioso o cuasi-religioso que sus autores sienten hacia el misterio que han descubierto en el orden de la naturaleza y su creencia de que muchas cuestiones, generalmente las más importantes para el ser humano, caen y caerán siempre más allá de los límites de la ciencia. Ignoro por qué el impacto mediático es siempre mayor para aquellas obras, escritas por ateos militantes, en las que se postula ese enfrentamiento, que para las que ven su complementariedad. Ninguna obra de los cientos de ellas que se han escrito por éstos, ha tenido la repercusión de las obras de Jaques Monod, Stephen Hawking o Carl Sagan. Sería un interesante estudio sociológico que analizase las causas de este fenómeno. Pero es cierto y ocurre. A mí me ha perjudicado directamente.

Pero, más allá del mito de los científicos ateos, que no es más que eso, un mito, hay un tema que me pregunto como cristiano. ¿Por qué, tan pocos científicos, nacidos la mayoría en un mundo de cultura cristiana, orientan su religiosidad hacia el cristianismo practicante? Creo que la mayoría de ellos han desarrollado en cierta medida la virtud de la humildad al sentir un profundo respeto por el misterio que descubren en el cosmos y verse tan pequeños frente a la inmensidad del universo. De ahí su religiosidad más o menos deísta. Pero, a mi modo de ver, les falta sencillez. La sencillez a la que hacía referencia Cristo cuando gritó: “Yo te alabo Padre porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos”[6]. Esa sencillez que no hay que confundir con la simpleza. La simpleza va asociada a la falta de inteligencia o a la extrema incultura. Los científicos no pueden ser simples. La simpleza es una pena. La sencillez es otra cosa.

Para no liarme con definiciones sobre simpleza, sencillez, complejidad o complicación, recurriré a imágenes. Una cuerda es simple. Una red de tres dimensiones es compleja. La complejidad es lo opuesto a la simpleza. La complejidad es riqueza de relaciones entre los conocimientos. Los científicos tienen que ser complejos. Si la cuerda está estirada, además de simple, es sencilla. Si la red tridimensional está colgada limpiamente de sus cuatro esquinas superiores, es sencilla, a pesar de su complejidad. Si cualquiera de las dos, cuerda o red, están enredadas, son complicadas, sean simples como la cuerda o complejas como la red. La complicación es lo opuesto a la sencillez. Una persona simple y complicada es algo patético. Si es simple y sencilla, puede ser una fuente de paz. Pero la complejidad suele empujar a la complicación y eso es lo que creo que les pasa a la mayoría de los científicos. Con este concepto de complicación no me refiero a la incapacidad de explicar con sencillez sus conocimientos. Puede haber científicos brillantes que expliquen con gran sencillez sus complejos conocimientos sin ser sencillos ellos mismos. Me refiero a la actitud de acoger las cosas con sencillez. La frase de Jastrow antes citada es el epítome de esa falta de sencillez: “Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño[7]. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos”. En vez de alegrarse de que haya una verdad revelada, le parece un mal sueño. Cómo aceptar, si no es con la sencillez, que cuando usando nuestras fuerzas hemos escalado, como Sísifo, el monte de la búsqueda de sentido, sea Dios en persona el que evite que la piedra de nuestra vida ruede ladera abajo. Que nos diga “venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras vidas[8]”. Que nos descubra que él es el camino, la verdad y la vida. Cómo aceptar que todos los días se puede hacer presente dentro de nosotros a través de lo que parece ser tan sólo un trozo de pan. Cómo que nos pueda reconciliar con él y con nosotros mismos con un “tus pecados te son perdonados”. Cómo que esto lo haga a través de hombres pecadores.

Sólo la sencillez nos permite aceptar estas cosas. Y para alguien que necesariamente tiene que ser complejo para ejercer su profesión, esta sencillez es muy difícil. Sólo hay una manera: ver en la revelación un regalo. Cuando hemos llegado a la cima más alta de la montaña que nos lleva a la verdad, al sentido, aceptar que no podemos ir más arriba hagamos lo que hagamos, porque para volar se necesitan dos alas y la razón es sólo una. Entonces darnos cuenta de que Dios nos da el don de otra ala, la de la fe, para poder ascender más allá de la cumbre, hasta él. Y que esta segunda ala no contradice a la primera, sino que la ayuda. Y aceptar que la revelación no es un libro. Es una persona. Es el mismo Dios encarnado. Es, en términos griegos, el Logos, el Orden del universo encarnado. Para esto no basta con la humildad que nos lleva al asombro, la que Einstein decía que debía ser “la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”. Es necesaria una segunda vuelta de la tuerca de la humildad para llegar a la sencillez.
[1] Antonio Fernández-Rañada, Ediciones Nobel, Colección Jovellanos de ensayo.
[2] Robert Jastrow, God and the astronomers, 2ª edición, Norton, New York 1992, pp 14, 103-107
[3] J. H. Leuba, The belief in God and Inmortality: A Psycological, Antropological and Statistical Study, Sherman, French & Co., Boston, 1916.
[4] Edward J. Larson y Larry Witham, “Scientist are still keeping their faith”, Nature, vol. 386, 435-436, 3 April, 1997.
[5] A. Ardigo e F. Garelli, Valori, scienza e trascendenza, Fondazione Giovanni Agnelli, Turín, 1989.
[6] Mateo 11, 25; Lucas 10,21
[7] La negrita es mía
[8] Mateo 11, 28-29