28 de febrero de 2008

La máquina izquierdista de manipulación

Tomás Alfaro Drake

Siempre me ha llamado la atención la capacidad de la izquierda para inducir a la sociedad a medir con raseros distintos sus actuaciones y las de la derecha. Un artista puede decir que es stalinista y se le perdona como a un niño una travesura. Pero si se descubre en el pasado de otro que tuvo algún tipo de complacencia con Hitler, se le fusila al amanecer. Y entre Stalin y Hitler, me costaría decidir con quien preferiría pasar una velada. Si un político dice que Castro ha elevado el nivel cultural de los cubanos, se considera una afirmación razonable. Pero si se le ocurre afirmar que Pinochet evitó el hundimiento económico de Chile iniciado por Salvador Allende, puede olvidarse de ganar las elecciones en los próximos veinte años. Y no sé muy bien en qué es mejor Castro que Pinochet. Si un gobierno de izquierdas, por desidia, irresponsabilidad e incompetencia consigue que en un incendio forestal mueran un grupo de bomberos, la cosa no pasa de unos días de protesta en algunos periódicos que inmediatamente se tachan de revanchistas antigubernamentales. Pero si durante un gobierno de derechas se hunde un petrolero cerca de las costas de Galicia, cualquier logro posterior, sea cual sea, quedará empañado durante muchos años por culpa de ese accidente y parecerá como si el petrolero lo hubiese hundido el gobierno. Podría poner muchos ejemplos más pero, para qué, está claro a qué me refiero, que cada uno ponga el suyo y, si no lo encuentra, que se preocupe por su poca perspicacia.
¿Cómo ha logrado eso la izquierda? Inventando la máquina izquierdista de la manipulación. Lo mismo que una turbina se rige por las leyes de la termodinámica, ésta máquina tiene sus leyes que la hacen funcionar. Y esas leyes son tres.
La primera es la mentira. No la mentira aislada y tímida, no. La mentira descarada, lanzada con la convicción de la verdad, sistemática y repetida hasta la náusea y amplificada –hasta que parezca verdad– por unos cuantos periodistas y medios que serán premiados con prebendas mediáticas. Y la mentira que mejor hace funcionar la máquina es la mentira de que el otro miente. No digo que la derecha no mienta, pero no lo hace como sistema y, por lo tanto, sus mentiras tienen fisuras y por ellas es por las que se filtra, la envuelve y engulle la mentira omnipresente de la izquierda.
La segunda es el propósito a largo plazo, histórico. La derecha carece de propósito histórico. Vive al día. Trabaja para que en un mañana inmediato haya menos paro, para que baje la inflación, para obtener de la Unión Europea mayores fondos de cohesión, para crear para hoy mejores condiciones de vida cotidiana. Cosas concretas de hoy para mañana. La izquierda no. La izquierda tiene una visión histórica. Quiere establecer un supuesto paraíso en la tierra: el paraíso socialista. De ahí proviene esa supuesta superioridad moral que proclama la izquierda y que parece justificar cualquier actuación suya. Porque para ese fin vale cualquier medio. Y para ello tiene una única estrategia y un amplio abanico de tácticas que utiliza según las circunstancias históricas. Si hay que arrinconar temporalmente una de ellas, se arrincona, se reniega de ella y se usa otra, hasta que la primera vuelva a ser útil. Entonces se vuelve a sacar de la caja de herramientas. Hoy no está de moda la dictadura del proletariado. Incluso la palabra marxista suena mal. Pues la izquierda ya no es marxista y, desde luego, detesta la dictadura del proletariado. Pero siempre habrá un Largo Caballero si la ocasión se presenta.
La tercera es el desarme intelectual de los ciudadanos, sustituyendo el sentido crítico por consignas ideológicas y el razonamiento por una especie de sentimentalismo buenista. Y ello, desde la educación a todos los niveles. Sólo enseñanzas técnicas, nada de formación humanista. Que no se estudie demasiada filosofía ni se sepa mucha historia, no sea que se descubra el pastel. Fin a la cultura que ha dado origen a nuestra civilización y, sobre todo, guerra a la religión que ha dado origen a nuestra cultura. Y, naturalmente, a muerte con la Iglesia, que es la encarnación de esa religión. Más aún después de lo de Polonia en donde, sin ninguna de las divisiones por las que preguntaba Stalin, un Papa acabó con un sistema. Y si para dañar a la Iglesia católica hay que apoyar al Islam que, como todos sabemos, es una religión que apoya con entusiasmo la democracia y abandera la dignidad de la mujer, pues se le apoya. Los valores cabeza abajo o, mejor aún, todos al mismo nivel, que cuando todo vale lo mismo, nada vale nada. Es más fácil manipular a personas sentimentaloides y debidamente adoctrinadas que a ciudadanos con sólidos criterios que saben que hay valores y principios que ni siquiera por mayoría pueden ser abolidos.
¿Alguien cree que exagero? Pues no hago más que resumir los principios de acción política diseñados por Antonio Gramsci, Secretario General del Partido Comunista de Italia allá por los últimos años veinte. Mussolini cometió la crueldad, la injusticia y, sobre todo, la estupidez, de meterlo en la cárcel desde 1928 hasta su muerte en 1937. Allí, Gramsci, mente lúcida y adelantada a su tiempo, tuvo mucho para pensar y escribir. En pleno stalinismo se dio cuenta de que la dictadura del proletariado estaba condenada al fracaso en Occidente y diseñó los principios de la termodinámica de la máquina izquierdista de la manipulación para instaurar el paraíso socialista por otros métodos. Definió los enemigos: la cultura occidental, los valores “burgueses” y, en especial, la Iglesia católica. Y todo lo dejó escrito en una obra que se llama “Los cuadernos de la cárcel”; el manual de instrucciones de la izquierda actual. Tal y como lo he descrito más arriba. Mientras en la Unión Soviética fracasaban el stalinismo, el kruchofismo, el breznefismo el andropofismo y otras hierbas inviables en Occidente, a Europa llegó el eurocomunismo, de la mano de Enrico Berlingüer, de un converso Santiago Carrillo y de un no muy convencido Georges Marchais que decían escandalizarse de un stalinista declarado –porque creía que podía triunfar–, Álvaro Cunhal. En la siguiente “generación”, tras el estrepitoso hundimiento del sistema soviético, ni siquiera el nombre de eurocomunista era aceptable y, en España, un PSOE, que dijo renegar del marxismo y que dice aceptar las leyes de la democracia y del mercado –que remedio, no hay otro sistema–, es el responsable de engrasar la máquina izquierdista de la manipulación, a mayor gloria de Gramsci. El que tenga oídos para oír, que oiga.

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