25 de enero de 2009

La posibilidad de la libertad

Tomás Alfaro Drake

Este es el 31º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.

Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida”, “La división del trabajo”, “La explosión del arbusto de la vida”, “¿Tiene Dios una inmoderada afición por los escarabajos?”, “Definamos la inteligencia”, “El linaje prehumano”, “¿Un Homo Sapiens sin inteligencia?”, “El coste de un cerebro desproporcionado”, “Si no hay nada que decir, hablar es muy peligroso”, “El regalo de la inteligencia”, “¿Cuántas Evas hubo?”, “El lado oscuro de la inteligencia” y “Regalos añadidos a la inteligencia”.

Si las leyes de la física fuesen deterministas, como se creía hasta principios del siglo XX, la libertad humana sería imposible. No cabría explicar cómo el alma podría interferir con el mundo material del que forma parte nuestro cuerpo para desviar el curso de nuestras acciones de su devenir determinista. En un mundo así o la libertad es una ficción causada por la complejidad de nuestras “ecuaciones”, o cada acto libre de cada hombre tendría que ser un milagro de Dios. Dios tendría que vulnerar continuamente sus propias leyes para que fuésemos libres. Si Dios quisiese, podría hacer un milagro en cada acto humano para permitir cada una de sus acciones libres, pero, de esta forma, el Diseñador estaría haciéndose continuamente trampa a sí mismo. Y creo que no es ese su estilo y forma de actuar. Dios es más elegante. Prefiere actuar a través de las leyes de la física creadas por Él y del ser humano, dotado por Él de libertad. Pero esto era incomprensible hasta que la inteligencia humana descubrió la física cuántica como una ley básica de la naturaleza.

A principios del siglo XX se creía que un electrón, por hablar de una partícula elemental, era una especie de bola muy pequeña de la que se podía saber, si se disponía de un aparato lo suficientemente preciso, su posición y su velocidad exactas. Pero la física cuántica nos ha venido a decir que el mundo físico no es así. Un electrón es, más bien, como una nube de vapor que, si se la deja “suelta”, se va expandiendo. ¿Dónde está la nube en un momento dado? No en un punto, sino en una zona del espacio que se va ampliando a medida que pasa más tiempo “suelta”. Se puede saber con precisión matemática qué forma tendrá la nube y su densidad en cada punto, mientras no se intente medir su posición. Cuando se intenta, la nube se concentra en un punto, para luego volver a expandirse en una nueva nube. Ahora bien, el punto de este colapso de la nube es imposible de determinar a priori. Nadie puede saber dónde se va a producir la concentración. En la física cuántica, la nube recibe el nombre de función de onda. La densidad de la nube en cada punto nos da, matemáticamente, la probabilidad de que el colapso se produzca en ese punto. Es decir la concentración de la nube en un punto, cuando se interfiere con ella, se produce completamente al azar, pero tiene distinta probabilidad de hacerlo en cada punto de ella. Pero que el que el colapso del electrón se produzca en un sitio u otro, puede cambiar el curso de la historia. Erwin Schrödinger diseñó un el siguiente experimento mental. La desintegración de un átomo radiactivo manifiesta la aleatoriedad del colapso de la función de onda. Se sabe con precisión la probabilidad de que un determinado átomo radiactivo se desintegre en la próxima hora, pero es imposible saber si lo hará o no. Supongamos que tenemos un gato en una cámara cerrada donde hay un átomo radiactivo que tiene un 50% de probabilidad de desintegrarse en las próximas 24 horas. Si lo hace, se dispara un detector que rompe un frasco con un gas venenoso y el gato muere. Si no, el gato vive. La historia de la humanidad seguramente no cambiaría mucho con un gato vivo o muerto, pero si en esa cámara está Hitler la víspera de la invasión de Polonia, la cosa es más crítica. Recordemos aquello de “por un clavo se perdió una herradura, por una herradura se perdió un caballo, por un caballo se perdió un general, por un general se perdió una batalla, por una batalla se perdió una guerra, etc...”. En el mundo que conocemos no suelen darse estas situaciones, porque la ley de los grandes números hace que las cosas pasen de una manera que parece determinista. Pero la verdad científica subyacente es que absolutamente todas las leyes de la física son aleatorias. Es perfectamente posible, aunque altísimamente improbable, que yo me tire por la ventana de un quinto piso y me quede flotando en el aire, porque la ley de la gravedad es también aleatoria. Las probabilidades de que eso ocurra son, sin embargo, tan infinitesimalmente bajas que no es una experiencia recomendable. Pero no es físicamente imposible que ocurra.

A la vista de lo expuesto más arriba, se puede decir que la física cuántica destruye el determinismo del mundo físico tan sólo para sustituirlo por un azar ponderado, si bien en el mundo macroscópico parece que este azar esta prácticamente determinado. Cierto, a menos que Dios sea el Señor del azar. Dios puede dejar que el universo se rija de la manera estándar la inmensa mayoría del tiempo, dando la impresión del rígido determinismo que se le atribuía hasta el siglo XX. Pero en un momento dado, sin contravenir sus leyes de la física diseñadas por Él, puede hacer que millones de funciones de onda colapsen en el sitio que Él elija[1]. Einstein, que nunca pudo aceptar la física cuántica, le decía a Niels Bohr; “Dios no juega a los dados”, a lo que le respondía Bohr; “no nos toca a nosotros, simples físicos, decirle a Dios cómo debe regir el mundo”. Yo creo que Dios, cuando quiere intervenir en el mundo, fuerza a los dados a que presenten el número que Él quiere. Por ejemplo, en una persona invadida por un cáncer que haya producido metástasis, en cada segundo están muriendo unas células cancerosas y reproduciéndose otras. La probabilidad de que en una hora se reproduzca una célula es mucho mayor de la de que muera. Por eso el cáncer se multiplica sin freno. Estadísticamente, la probabilidad de que en un instante se mueran todas las células cancerosas a la vez es despreciable, pero no imposible. Sin embargo, Dios puede hacerlo sin vulnerar las leyes creadas por Él, usando su prerrogativa especial de Señor del azar, que es parte de sus leyes.

Todo esto sólo explica la libertad de actuación de Dios, pero no nuestra libertad. ¿Puedo yo con un acto de mi libertad decidir levantar el brazo derecho o es un acto determinado por la posición de mis átomos a menos que Dios intervenga directamente? ¿o es un acto fruto del azar? Tenemos la firme convicción existencial de que somos libres, pero sólo hay una posible explicación: Dios ha delegado en nosotros un poco de su prerrogativa de controlar el azar. Sólo un poco. Desde luego, no podemos controlar la aleatoriedad con la que las células cancerosas se mueren y no podemos, por tanto, curar el cáncer.

Pero tal vez sí podamos controlar el azar del lugar de colapso de la función de onda de determinadas partículas de las neuronas de mi cerebro. Y un pequeño ajuste en este colapso puede conducir a que se altere el devenir de las cosas de forma que yo pueda levantar mi brazo derecho, simplemente porque me da la gana. O porque mi mente me dice que debo votar afirmativamente a una propuesta del presidente de mi empresa. Por un regalo de Dios, somos los pequeños señores del azar de nuestro cerebro.

Pero si no sabemos nada de física cuántica y no sabemos resolver la ecuación de Schrödinger, ¿cómo vamos a poder controlar dónde queremos que colapse la función de onda de una partícula de una neurona de nuestro cerebro? ¿Cuál es la neurona? ¿Cuál la partícula? Y, ¿dónde tiene que colapsar para que yo levante el brazo derecho? La respuesta es sencilla. Manejamos el azar de las partículas de nuestro cerebro de la misma manera que sin saber nada de química fabricamos todos los días la cantidad justa de ácido clorhídrico para hacer la digestión o de adrenalina para huir ante un peligro. En eso somos como cualquier mamífero, pero la delegación del control del azar en nuestro cerebro sí es un regalo exclusivo de Dios al ser humano. El resto de los mamíferos no son libres, huyen cuando su complejísimo mecanismo determinista dictamina que tienen que huir y atacan cuando les dice que tienen que atacar. Bendito sea Dios que nos ha regalado la inteligencia para distinguir el bien del mal, la voluntad para seguir lo que creemos que es el bien y la libertad para poder hacerlo, es decir, el alma.

[1] La doctrina cristiana sobre el milagro supone que las “leyes de la naturaleza son bastante sutiles para que la intervención de Dios pueda insertarse en ellas sin desbaratarlas y lo suficientemente estrictas para que esta intervención pueda inscribirse en ellas de una manera clara”. “Literatura del siglo XX y cristianismo” de Charles Moeller.

18 de enero de 2009

Más autobuses ateos

Tomás Alfaro Drake

Parece que estamos en temporada de autobuses ateos. Hace unos meses apareció el primero en Londres. Ahora, propagándose como las setas, han llegado a Barcelona y a Madrid. Entonces escribí una entrada en el blog que se titulaba “El autobús ateo de Richard Dawkins” y me centraba, sobre todo en la figura de este mal científico que busca la notoriedad, no en sus logros como tal, sino en sus opiniones antiteístas. Ahora queiro centrarme más en la campaña en sí.

Lo primero que quiero decir es que la campaña me parece fenomenal. Me trae a la cabeza una historia que aparece en el famoso libro de C.S. Lewis “Cartas del Diablo a su sobrino”. En un capítulo, el diablo novato escribe orgulloso a su tío, un diablo con el colmillo retorcido, y el dice triunfalmente: “He imbuido en la cabeza de mi cliente (así es como en esa obra los diablos llaman a las personas que les están encomendadas para perderlas) la idea de que Dios no existe”. A lo que le contesta el viejo diablo (ya se sabe, más sabe el diablo por viejo que por diablo): “Pues eres un idiota, porque esos bichitos tienen en su ser una inmensa sed por la verdad y cuando se ponen a pensar en Dios, si lo hacen rectamente, llegan a darse cuenta de su existencia. Lo que tienes que hacer es estar atento para, cuando tu cliente empiece a pensar en Dios, incluso si piensa que no existe, es hacer que suba la radio”. Afortunadamente, esta campaña actúa como el diablo inexperto y lo que conseguirá es que mucha gente llegue piense en Dios y llegue a la conclusión de que existe y de que la vida es mejor si existe que si no.

Dicho esto voy a la campaña. Parece que está promovida por una cierta “Asociación de Ateos y Librepensadores”. Y me sorprende que haya gente que tenga tiempo para perderlo en una asociación así. Yo no creo en la existencia de las sirenas, pero aunque hubiese millones de personas que sí creyesen en ellas, no se me ocurriría crear una “Asociación de Asirénidos Liberados”. Agruparse para negar una cosa que no existe me parece una tontería. Cabe la posibilidad de que la motivación sea una honda preocupación por la Verdad y que, magnánimamente, quieran redimirnos a los creyentes de nuestro craso error que nos lleva a una vida pobre, angustiada y triste. Pero sucede que, en la inmensa mayoría de los casos los antiteístas no creen que exista una cosa como la Verdad. Más bien opinan que la creencia en la Verdad es asunto de fundamentalistas fanáticos y que toda verdad es relativa y subjetiva. De hecho, por eso se consideran “librepensadores”, porque son libérrimos hasta para poder no aceptar la verdad. Pero ser libres para no aceptar la verdad no le hace a uno más libre, sino más necio. Naturalmente, ningún “librepensador” se considera libre de someterse a las verdades del tipo teorema de Pitágoras o similares. Pero sólo aceptan como verdades las de ese tipo, las que están silogísticamente probadas. Y la existencia de un Dios personal no lo está. Se consideran, a mucha honra, racionalistas. Pero el racionalismo y la racionalidad no son lo mismo y, muchas veces, pueden ser contradictorios. Pensar que sólo puede ser verdad aquello que nuestra razón –una pequeña chispa en medio del cosmos– pueda demostrar mediante silogismos, y que toda la verdad del cosmos pueda ser demostrada por esa razón es, obviamente, algo que va contra el más elemental sentido común, es, por tanto, irracional y, en vez de hacerte librepensador, te hace limitadopensador.

Pero dejemos esto de lado y vayamos al mensaje. “Probablemente Dios no existe”, dice la primera frase. En la larga serie de artículos sobre Dios y la ciencia que estoy publicando en este blog vengo mostrando racionalmente, que no demostrando, que, al revés de lo que dicen los autobuses ateos, muy, pero que muy probablemente, Dios sí exista. Desde luego, no sólo no demuestro que Dios exista, sino, ni siquiera que sea más probable que exista que que no. Pero, sin demostrarlo, doy más que sobradas razones para que sea más razonable creer en Él que no. Pero la fe en Dios la certidumbre de su existencia se sustenta en otros principios, racionales, que no racionalistas, de los que he hablado también en otros post de este blog. Y si somos racionales, ¿hay algo más importante para un ser humano que intentar tener lo más claro posible la respuesta a esa cuestión? En efecto, de ella –de que Dios exista o no y de cómo sea ese Dios si existiese– dependen totalmente las respuestas a las cuestiones que, desde que el hombre empezó a pensar en algo más que en comer y reproducirse, han preocupado al ser humano. ¿Qué soy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué va a ser de mí? Tal vez sea de personas racionales y librepensadoras dar por zanjada la cuestión de Dios y su naturaleza con un probablemente, pero a mí no me lo parece. Me parece que es olvidarse de que somos hombres que pensamos, además de comer y reproducirnos. Lo que ocurre es que el lema de los autobuses oculta, para hacer pasar a sus promotores como gente tolerante, la verdadera creencia de los que promueven la campaña. Esa creencia es que Dios NO existe. Y eso es, les guste o no a los ateos, un acto de fe. Por lo tanto si un acto de fe hace que un hombre no sea librepensador, ellos tampoco lo son. Y la razón de fondo de ese acto de fe, es que no quieren que Dios exista, porque prefieren considerarse a ellos mismos como no sujetos a ninguna ley superior. Es decir, porque, desde luego inconscientemente la mayoría, quieren ser sus propios dioses. O más bien sus propios ídolos. Cierto que los cristianos también hacemos un acto de fe. Cierto que queremos que Dios exista. Pero es que el acto de fe del cristiano es porque ha tenido una experiencia positiva de contacto con el amor de Dios, con Cristo. Y para tener esta experiencia no es necesario ser un intelectual. “Te doy gracias Señor –exclama Cristo lleno de alegría– porque has revelado estas cosas a los de corazón sencillo –que no es lo mismo que simple– y se las has ocultado a los soberbios”. ¿Somos todos los cristianos que hemos tenido esa experiencia repetidamente unos alucinados? ¿Sí? Pues entonces son miles de millones los alucinados y, además, entre ellos esta mucha de la gente que más ha hecho por la humanidad desde hace 2000 años. Un acto de fe positivo es un acto de fe que se basa en una experiencia. Quien no la ha tenido puede decir que la experiencia es falsa. Pero el que la ha tenido cree en esa experiencia. Un acto de fe negativo, el del ateo, es un acto de fe en una no experiencia. Y un acto de fe que lleve a decir: “como yo no he tenido la experiencia del encuentro con el amor de Dios, ese Dios no existe” es un silogismo mal construido y, por tanto, irracional. Es decir, de los cristianos se puede decir que, por ese acto de fe, todos, los miles de millones de gente no sólo normal sino muchos extraordinarios, estamos chiflados, pero no que seamos irracionales. Sin embargo, no parece lógico que todos estemos chiflados, no lo parecemos. Vivimos, trabajamos, hacemos una vida normal, procuramos hacer el bien. Pero de un ateo que hace un acto de fe negativo se puede decir que es irracional.

Paso ahora a la segunda parte de la frase de los autobuses ateos que es, parece la consecuencia de la primera. Como Dios no existe, “deja de preocuparte y disfruta de la vida”. Hay aquí una falacia que, al darse por hecha tácitamente, pretende pasar desapercibida. Es esta: Dios es un estorbo, un ser molesto que me quita la libertad para hacer lo que me da la gana y, por lo tanto, disfrutar de la vida. Esta manera de pensar es de un infantilismo ridículo. Imaginémonos que nos reunimos para jugar al ajedrez. Pero de repente, pensamos que qué falta de libertad y qué aburrido es que los peones tengan que mover como peones, los alfiles como alfiles, que haya que jugar por turnos, etc. ¡Qué reglas más frustrantes! Seamos libres, movamos las fichas como queramos y cuando queramos. Y, al cabo de un rato, ¡qué demonios! a alguien se le ocurre que por qué hay que mover las fichas dentro del tablero y dejar el tablero encima de la mesa. Podemos hacer una guerra de fichas y tableros arrojadizos con los que nos abramos la cabeza. Seguramente así pasaremos una velada más divertida que jugando una partida de ajedrez. ¿Seguro? Y lo mismo podría decirse de un partido de fútbol o de una velada poética. El profesor López Quintás, se encarga de desvelarnos que hay dos niveles de libertad: la libertad operativa y la libertad creativa. Desde luego, la segunda es superior a la primera. Si yo utilizo mi libertad operativa para quedarme todas las mañanas en la cama en vez de ir a trabajar, seguro que mi vida acaba en el desastre. Sin embargo, si me levanto todas las mañanas, cosa que no me pide el cuerpo, no sólo me gano la vida, sino que me relaciono con otras personas, afronto retos intelectuales, en definitiva, me desarrollo como ser humano. Pero la libertad creativa requiere SIEMPRE sacrificar VOLUNTARIAMENTE algo de la libertad operativa, imponiéndose unas reglas, para conseguir un BIEN SUPERIOR a los que pueden lograrse sólo con la libertad operativa. De forma que esas limitaciones no restan libertad de la buena, sino que la aumentan. Beethoven no hubiese podido escribir una sola línea de su grandiosa música si no se hubiese sometido a las leyes de la armonía.

Naturalmente, los ateos “librepensadores”, como toda persona sensata, se someten a reglas que limitan su libertad operativa en aras de lograr una mayor libertad creativa. Pero no admiten que esas reglas les vengan “impuestas” desde fuera. Otra vez, hay aquí una falacia. Primero porque sí que se someten a reglas impuestas desde fuera y segundo porque desconocen la esencia de los mandatos divinos, que son los que a ellos les producen rechazo. El Dios que creó el mudo y al hombre en él por amor, conoce nuestra naturaleza –la conoce mejor que nosotros, que solemos perdernos en nuestros laberintos internos con demasiada frecuencia– y promulga unas leyes que están de acuerdo con ella. En cambio nosotros, muchas veces perdidos en ese laberinto, podemos no ser capaces de darnos normas que nos convengan. Imaginemos un mundo de coches con motor de gasolina en el que sus conductores, ignorantes de ese hecho decidiesen llenar su depósito con gasóleo porque es más barato. Pueden hacer lo que quieran, pero sus coches se pararán. Y, resulta, que intentan convencer a los que echan gasolina de que no sean tontos, que usen su libertad para ahorrarse dinero echando gasóleo, como ellos. Naturalmente, no caeré en el simplismo de decir que todos los ateos son coches parados y que los creyentes coches que funcionan. Muchos creyentes echan gasóleo en sus motores y muchos ateos, a pesar de lo que digan, siguen normas de conducta éticas que tienen una base cristiana y que hace que su coche funcione y, muchas veces, mejor que los de los creyentes. Pero si tomamos el mundo en su conjunto, la verdad es que parece muy atascado de coches parados, de ateos o creyentes, porque no se respetan las normas éticas del cristianismo, las únicas en la historia que suenan a algo así como amarás a tus enemigos y harás el bien a los que te hacen el mal, etc... Pero, por supuesto, y esto es lo que parecen ignorar los que dicen no aceptar normas impuestas, las normas éticas cristianas, no son impuestas desde fuera. La razón puede llegar a ellas por dos caminos, el del razonamiento y el fenomenológico.

Por el razonamiento se puede llegar a descubrir que todas las leyes de Dios tienen una lógica interna que se ajusta a la verdad de qué es el hombre y a una lógica que nos pueden llevar a ellas. Ahora, si no se cree que exista la verdad... si no se cree en la existencia de la verdad, ¿a qué esta campaña de proselitismo ateo? Sin embargo, es impensable que todos los hombres sigan hasta el final el hilo de la búsqueda de la verdad y la reflexión para poner gasolina a sus coches. Y aunque lo hiciesen, cuando llegasen a esa conclusión, ya tendrían el coche en la cuneta. Por tanto, Dios ha revelado esas leyes a los hombres para que las conozcan antes de tener que llegar a ellas por razonamiento. Pero se puede, es posible. Los ateos no son distintos a los creyentes o agnósticos en esto. No hay un sólo hombre sobre la tierra que pueda esperar a razonar todas las reglas de comportamiento antes de actuar. Siempre se aceptan normas externas hasta las descubrimos en la verdad.

Fenomenológicamente, no hay más que ver a dónde han llevado los intentos de una sociedad sin un Dios padre de todos los hombres que funda su hermandad. El último ejemplo histórico lo presenta el nazismo, una ideología neopagana que postulaba la vuelta a los buenos y viejos dioses germánicos. Hoy en día, tenemos la lacra del aborto. No es este el sitio para razonar por qué el aborto va contra el más elemental sentido ético razonable, pero se puede hacer sin acudir ni por un instante a cuestiones de fe. Y si vivimos en un mundo en el que el desamor y la tristeza apagan a tantos jóvenes que han visto roto su hogar, es debido a que se ha echado por tierra la regla moral de la indisolubilidad del matrimonio por una libertad operativa de grado inferior. Y paradójicamente, esta falta de compromiso vital en el matrimonio que ha llevado a tantas roturas, ha hecho que los jóvenes tengan miedo a comprometerse, porque han visto a su alrededor demasiados compromisos “light” rotos, en vez del ejemplo de la fidelidad contra viento y marea.

En definitiva, el cristiano cree en Dios, tiene la certeza de su existencia y acepta sus leyes porque ha experimentado su amor a través de Cristo vivo con el que ha tenido, con el que tiene frecuentemente, encuentros de amor. Entonces, aunque todavía no todos hayan razonado el por qué de todas esas reglas de amor, las abrazan, las siguen con entusiasmo y con amor, aunque no sin sufrimiento a veces, renuncia libremente a una parte de su libertad de operación y recibe a cambio raudales de alegría, fuerza, sentido de la vida, cordialidad, cariño. Desarrolla un entorno lleno de personas que le quieren y a las que querer. Quita hierro a las cuestiones espinosas, perdona sin rencor. Y eso, le hace vivir una vida plena de felicidad, aunque no exenta de claroscuros y de lucha. Y cuando la vida le golpea, como hace indistintamente con ateos, agnósticos y creyentes, sabe que ese sufrimiento que no busca tiene un sentido. Y ese sentido hace su sufrimiento más llevadero hasta, incluso, poder ser soportado con alegría, porque llevamos con nosotros la maravillosa y dulce esperanza. Desde luego, hay muchos, tal vez demasiados, cristianos “sociológicos” que no pasan nunca de ver esas reglas como una pesada carga que llevan por la vida como un fardo, que no han experimentado ese encuentro de amor y que creen porque se lo han inculcado de pequeñitos, pero no es ese el auténtico rostro del cristianismo. Pero si la felicidad se pone en el no te preocupes, da igual que exista Dios o no, no intentes contestarte, haz lo que quieras, si, como parece desprenderse de la frase de los autobuses –que no creo que responda a lo que piensan muchos ateos pero que los promotores piensan que puede llegar a mucha gente–, la felicidad se siente sólo con la tripa, seguramente nos encontremos con el vacío, la náusea y el sinsentido en vez de con el disfrute de la vida.

Ahora bien, puede que los que promueven esta campaña lo hagan porque se están dando cuenta de que algo está pasando en la sociedad. Que el nihilismo y el relativismo están llevando a mucha gente a tocar fondo y a preguntarse seriamente por el sentido de la vida. Que cada vez hay más cristianos convencidos que viven intensamente su fe y que están “saliendo del armario” –Quijotes cuerdos, sanos y fuertes– para alumbrar al mundo con la Luz de Cristo y para que aquellos que quieran verla, no vivan ya en las tinieblas. Puede que detrás de esta campaña esté el miedo. El miedo a tener que cerrar con más fuerza sus ojos para no ver la luz y que su fe y su autoidolatría se tambalee.

11 de enero de 2009

La libertad y la necesidad; los brazos de la libertad

La semana pasada mi entrada de "los regalos añadidos a la libertad", dieron pie a un comentario de Atticus sobre el que cruzamos impresiones y yo me comprometí a publicar hoy algo que creía haber publicado hace meses pero que no lo hice. Ahí va.

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Sabemos que somos libres. Pero esta afirmación no es del todo cierta. No si no definimos bien qué es la libertad. Hay una cosa para la que no somos libres: para buscar el mal para uno mismo. Nuestra voluntad está condicionada para lanzarse SIEMPRE hacia lo que se le presenta como el bien de sí mismo. Pero es la razón, la inteligencia –de intelegere, leer entre líneas, leer entre los acontecimientos de la vida– la que le presenta a la voluntad lo que le parece ser su propio bien. Y la inteligencia se puede equivocar en la lectura de los renglones torcidos de la vida. Pero el ser humano más perverso está actuando para conseguir lo que, a juicio de su equivocada inteligencia, es su bien. Otra cosa es que nuestra voluntad pueda ser débil o fuerte y tienda al bien que le presenta la inteligencia con fuerza o con pusilanimidad. Aquí entra en juego la pasión. La pasión es en sí algo bueno. Si no tuviésemos pasión seríamos unos seres amorfos que haríamos las cosas sin fuerza. Amar apasionadamente es, sin ninguna duda, mejor que amar fríamente. Pero la pasión tiene también su lado malo. Puede, por un lado, ofuscar a la inteligencia, falseando sus razonamientos hasta llevarla a conclusiones equivocadas, de forma que ésta presente a la voluntad bienes erróneos o en un orden de bondad equivocado. Y, por otro lado, puede torcer la voluntad, orientándola hacia un bien, presentado por la inteligencia como menor que otro, pero por el que sentimos una mayor pasión. Pero el hecho de que la pasión, si no se encauza bien, produzca estos efectos no nos hace ni un poco más libres. Si en toda mi vida no se me ocurre agarrar con la mano una brasa ardiente, no soy menos libre de lo que sería otra persona que llevado de su masoquismo, la cogiese. Sería ridículo que esta persona me retase diciendome; “demuestra que eres tan libre como yo, coge una brasa como yo hago”. Yo tengo la capacidad de hacerlo, puesto que mi mano es tan prensil como la suya, simplemente, no lo hago y eso no me hace ni un ápice menos libre. Así pues, la voluntad tiene, en función de la deseabilidad con que le sea presentado el bien y con el “músculo” que haya desarrollado, elegir la fuerza con la que tiende a ese bien. Esa fuerza que nos impulsa siempre a lo que creemos que es nuestro bien, es el amor. Es ya tradicional el símil del jinete y el caballo. El caballo sería la pasión, las manos y pies del jinete, que pueden tirar de la rienda izquierda o de la derecha, frenar o espolear al caballo, sería la voluntad, y la mente del jinete que decide hacia dónde quiere ir, la inteligencia. Si el jinete no es buen jinete y se le desmanda el caballo, no es más libre, sino menos. Si el jinete quiere ir al galope en una dirección, pero sus manos no están entrenadas en la doma y no puede hacer que el caballo vaya en esa dirección y a galope tendido, tampoco es más libre, sino menos. Podemos, desde luego, fortalecer y adiestrar nuestra voluntad. Ese adiestramiento que nos hace tener el hábito de la doma, es la virtud.

Pero los renglones de la vida no son ni mucho menos claros. A veces la inteligencia se queda como perpleja ante varias cosas que juzga como bienes y que son contradictorias entre sí, y no sabe muy bien en qué orden presentárselas a la voluntad, lo que hace que esta vacile y anule, tal vez, la fuerza en ambas direcciones, como el asno que murió de hambre y sed porque teniendo paja a un lado y agua a otro, no sabía por cuál decidirse.

Si nuestra inteligencia fuese perfecta, nos presentaría siempre los distintos bienes en el orden adecuado –el “ordo amoris” como lo llamó san Agustín–, y nuestra voluntad no dudaría en lanzarse a por el prioritario. Tendría que hacerlo así, dejando de lado los demás, como una piedra cae hacia la masa que más le atrae. Por eso dijo san Agustín: “mi amor es mi peso”. No quiere decir que a la voluntad no le “doliese” tener que renunciar a bienes menos prioritarios, pero los sacrificaría para ir a por el principal. Ese es el sentido de la palabra sacrificio. No es mortificarse innecesariamente, es renunciar a algo bueno por otra cosa mejor. Y al renunciar a algo, lo hacemos sagrado. Eso significa, etimológicamente, la palabra sacrificio; hacer sagrado. Y ese bien al que tendemos SIEMPRE, le llamamos felicidad. Hasta el masoquista quiere ser feliz, aunque se equivoque en los medios. Pero la felicidad es equívoca. No en reconocerla. Todo el mundo la reconoce en lo más íntimo de su añoranza o en el momento en que se encuentra con ella, aunque sea efímeramente. Es equívoca porque es muy difícil saber dónde encontrarla y, aún sabiendo esto, por qué caminos llegar hasta allí. Nuestra inteligencia se puede equivocar en el objetivo final y en los medios para llegar a él.

¿Quiere esto decir que si nuestra inteligencia fuese perfecta no seríamos libres? Podría parecer, en efecto, que si nuestra inteligencia fuese perfecta, TENDRÍA que presentarnos siempre el auténtico bien y, si nuestra voluntad TIENE que seguir el bien presentado por aquélla, no seríamos libres. De ninguna manera es así. Eso es entender mal qué es la libertad. La libertad es precisamente el PODER de abrazar el bien. Si tuviésemos una inteligencia perfecta pero no tuviésemos ese PODER, no seríamos libres. Veríamos el bien, incluso correríamos hacia él, pero no podríamos abrazarlo. Me gusta llamar a esto, los brazos de la libertad. Si tengo brazos, PUEDO abrazar a quien mi inteligencia me dice que es mi amigo. Si no tengo brazos, NO PUEDO abrazar a mi amigo, por mucho que mi inteligencia me lo señale como tal y que mi voluntad me acerque a él. La libertad son los brazos. La libertad no consiste en la limitación de la inteligencia para discernir el bien sin sombra de duda. Ni en que la voluntad pueda correr hacia el mal, cosa que no puede hacer. Ni tampoco en que mi pasión me dirija hacia un bien que la inteligencia me presente como menor. Estas tres cosas son imperfecciones y la libertad no es imperfección, sino perfección. Un animal no es libre. NO PUEDE abrazar el bien. Es cierto que tampoco tiene inteligencia, sino que es el instinto de su especie lo que le guía, pero aunque la tuviese, no podría abrazar el bien, porque no se le ha concedido ese PODER.

Tal vez podamos pensar que si hacemos el mal por culpa de un error de nuestra inteligencia imperfecta, no somos responsables del mal que hacemos. En ciertos casos es así. Si nuestra inteligencia no tiene ni ha podido tener manera de poder distinguir ese bien de otros mayores o un mal de un bien, entonces, no hay responsabilidad. Estamos ante un error invencible. Pero es muy difícil que una situación así se dé. Normalmente nuestra inteligencia sí ha tenido oportunidades para formarse en la búsqueda de la verdad. Otra cosa es que las haya desdeñado o que una pasión vencible la haya enturbiado. En ese caso, no estamos ante un error invencible, aunque en ese preciso momento no tenga capacidad de distinguir entre mal y bien o entre jerarquías de bienes. En ese caso sí somos responsables, aunque, por supuesto, haya grados de responsabilidad.

Lo dicho hasta aquí es válido para cualquier ser dotado de inteligencia y voluntad. Me gustaría ahora analizar esto para el hombre antes y después del pecado original y para el hombre en el cielo y en el infierno.

Toda inteligencia creada tiene dos fuentes de conocimiento. La primera es la de confiar en la autoridad de quien nos dice algo, es decir, en la fe. La segunda es la del propio razonamiento.

La primera, la de la fe, la ejercemos todos los días y todos los días actuamos guiados por ella. No me refiero, o al menos no únicamente, ni si quiera de forma principal, a la fe en Dios, a fiarse de Dios, sino a la fe humana. Si tengo hijos pequeños y esta noche voy a salir, llamo a una baby sitter. Me fío de dejar a mis hijos con ella porque es hija de unos amigos míos que son buena gente. Tal vez también la conozca a ella y sepa que es buena chica. A lo mejor sólo conozco a la empresa de servicios que me la envía. ¿Quién no ha hecho eso en su vida? Y sin embargo, mi razón me dice que no es imposible que la baby sitter que viene, incluso si es la hija de mis amigos, a la que conozco desde pequeña, sea una psicópata y que pueda hacer cualquier atrocidad con mis hijos. No es imposible, pero descarto esa posibilidad, porque me fío, porque tengo confianza. Sería un paranoico si actuase de otra manera. Lo mismo pasa con la historia. ¿Existió Sócrates? ¿Pensaba lo que creemos que pensaba? ¿De verdad murió envenenado por la cicuta? Yo no lo he visto, él no escribió una línea, yo no he leído a Platón que es quién nos ha transmitido su pensamiento, pero lo creo porque otros a los que yo concedo autoridad, incluso sin conocerles a ellos tampoco, lo dicen. Si fuese por la vida diciendo que Sócrates no existió porque yo no lo he conocido, me llamarían estúpido. A veces, esa fe humana va en contra de los sentidos. Los científicos dicen que esta mesa en la que está apoyado el ordenador en el que estoy tecleando, es hueca. Por cada milímetro cúbico de materia, hay varios kilómetros cúbicos de vacío. Sin embargo, el ordenador, que también es hueco, se sostiene a pesar de los golpes que doy a las teclas. ¿Hueco? ¡Qué tontería!, podría decir. Pero no lo digo, aún contradiciendo a mi experiencia, porque otros, a los que concedo autoridad, me lo aseguran. Si lo dijese, la gente instruida, se reiría de mí. Incluso pondría mi vida en manos de un cirujano del que mucha gente me asegura que es excelente. Todas las inteligencias creadas participan de este tipo de conocimiento.

La segunda forma de conocer es por el razonamiento. Concatenando silogismos, llego a conclusiones. Todos los hombres mueren, yo soy hombre, luego yo moriré. Aún esta forma de conocimiento necesita de lo que se llama una premisa mayor. Todos los hombres mueren. ¿De verdad? ¿Me consta que todos los hombres mueren? No lo sé por mí mismo. Pero no me quiero meter en la certeza de la lógica sino en su forma de conocer. El hombre es el único ser inteligente creado que está hecho de materia. Su sistema de razonar necesita de la materia del cerebro. Y la materia está sujeta al tiempo. El hombre razona en el tiempo, secuencialmente, y su conocimiento por razonamiento es, por lo tanto, un proceso.

El hombre y la mujer, cuando fueron creados, tenían el conocimiento perfecto de la fe a través del Dios que les creó. Veían total y claramente la verdad de Dios, porque Él se la presentaba. No podían equivocarse si se fiaban de Dios. ¿Por qué yo sé eso ahora? Jamás podré razonar hasta llegar a esa conclusión, pero lo sé porque me fío de ese Dios que me lo ha dicho a través de la revelación. No me lo ha dicho textualmente, me ha dado las premisas mayores para que yo concluya eso. Eso es la teología: aplicar la lógica a las premisas mayores reveladas por Dios para llegar a conclusiones. Incluso puedo aplicar la lógica para ver si es razonable que me fíe de ese Dios que dice haberme dado la revelación. Pero el hombre y la mujer, en su estado original, también podían conocer por la razón. El primer hombre y la primera mujer tenían una razón poderosísima, mejor que la de un Newton o un Einstein. Tenían, además, la seguridad de ciertas premisas mayores. Podían razonar magníficamente partiendo de esas premisas ciertas con su extraordinario intelecto. Si lo hubiesen hecho, hubiesen llegado a la misma conclusión que le decía la verdad presentada por su Creador. Pero necesitaban tiempo. Y antes de que ese tiempo llegase intervino el demonio. Y puso una mentira como alternativa a la verdad del Creador. “Si coméis del árbol del conocimiento del Bien y del Mal, no moriréis, seréis como dioses”. ¿De quién fiarse? ¿De quien les había creado y les había regalado todo el Edén o de un recién llegado del que no sabían nada? Su razón les dijo que era mejor, un bien mayor, ser como dioses ahora, que esperar a que Dios se encarnase en ese hombre diseñado antes de todos los tiempos y a cuya imagen había sido modelado su cuerpo. ¿Cuándo se iba a encarnar Dios en ese hombre? Seguro que lo sabían y seguro que era pronto, pero les parecía mejor que fuese ya, como les decía ese desconocido. Y pusieron su confianza en el desconocido que les proponía algo que su razón, partiendo de una premisa falsa, les presentaba como mejor antes que en su Creador que les pedía paciencia, confianza y humildad. Y su voluntad, haciendo aquello para lo que estaba diseñada, buscando su bien como le era presentado por su razón culpablemente equivocada, decidió lanzarse hacia ese bien falso. El desenlace fue el Pecado Original.

Como consecuencia. se perdió la visión completa de la verdad por la fe. Se perdieron las premisas mayores seguras. Se perdió calidad en la capacidad de razonamiento. Llegó la confusión. Yo me imagino a un arquitecto que diseña una casa con una cúpula inmensa, magnífica, de un equilibrio tal, que con un solo dedo puesto en el sitio adecuado se puede mantener el conjunto en equilibrio. Me imagino explicándole al que va a ser el inquilino de la casa, al que se la va a regalar, el funcionamiento de las fuerzas que la mantienen de pie y la manera de utilizar la casa. Y me imagino pidiéndole que sujete la cúpula durante un instante mientras pone la piedra de clave. Pero el inquilino prefirió fiarse de un transeúnte que no había puesto ni un ladrillo y dejando de sujetar la casa intentó salir por el agujero reservado para la piedra de clave. Naturalmente, la casa se derrumbó. Pero Dios no nos dejó en la estacada. Poco a poco nos va revelando otra vez toda la verdad. No de golpe, no completamente. No vemos el resultado final, pero si nos fiamos de él, veremos siempre el siguiente paso. Y nuestra razón, aunque más torpe, también podrá seguir trabajando en busca de la verdad. Y, también si nos fiamos de Él, nos da las premisas mayores sobre las que construir nuestro lento razonamiento. Y nos da el Espíritu Santo y la Iglesia para no equivocarnos en el razonamiento. Y nos sigue prometiendo la piedra de clave. Es más, la piedra de clave viene y se nos muestra preparada para ser colocada en su momento. Y se queda con nosotros. Y tiene escritas las instrucciones para desarrollar la construcción. Podemos, por tanto llegar a reconstruir la casa, colocar la piedra de clave y habitarla. Será arduo, pero podemos. Pero seguimos necesitando fiarnos de Él, al menos como lo hacemos de la baby sitter o de quien nos dice que Sócrates existió o de quien nos dice que la materia es vacío o de quienes nos recomiendan un cirujano para poner nuestra vida en sus manos. Y, sin embargo, seguimos sin fiarnos. Aceptamos el conocimiento por confianza en las cosas cotidianas, pero no para fiarnos de Dios y de quien nos dice que nos podemos fiar de él. Estamos dispuestos a dedicar tiempo y esfuerzo a pensar si es o no razonable fiarnos de quien nos recomienda al cirujano, pero despreciamos dedicárselo a saber si podemos fiarnos de quien nos da respuestas para la cuestión más importante de nuestra vida: ¿Dónde está la felicidad? ¿Por qué caminos llegar a ella? Y sin embargo hay millones de personas desde hace 2000 años y más, que se han fiado de Dios. Y si buscásemos quienes han sido, quienes son, más felices, veríamos que hay una estrecha relación entre el grado de confianza en Dios y la felicidad. Por el testimonio de unas cuantas personas nos ponemos en manos de un cirujano, pero el testimonio de millones de ellas que han logrado la felicidad fiándose de Dios y de otros millones que han corrido toda su vida detrás de ella consiguiendo tan sólo el vacío porque no se fiaban de Dios, nos parece irrelevante. ¿Es esto racional?

Hasta aquí, la libertad, en relación con la inteligencia y voluntad, de los seres humanos, antes y después del pecado original. Pero, ¿qué pasa con la libertad humana en el cielo? ¿Seremos libres? Tendremos una visión perfecta de Dios y el conocimiento por confianza será total y absoluto. Además, nuestro proceso de razonamiento habrá llegado a su fin, por lo que también nuestro conocimiento por la inteligencia también será total y absoluto. Y como dos conocimientos perfectos de la verdad no pueden contradecirse, serán coincidentes. Si nuestra voluntad TIENE que seguir a ese bien que incontestablemente le presenta la voluntad, no podremos hacer otra cosa que contemplar a Dios, Bien supremo, Verdad absoluta, Belleza inefable, Unidad perfecta. ¿No seremos libres por no poder elegir otra cosa? En absoluto. Seremos totalmente libres porque tendremos los brazos para abrazar ese bien, para fundirnos en él. Para ser parte de Dios. ¿Cómo se es parte de algo que no tiene partes, que es Unidad perfecta. Porque esa Unidad perfecta es una unidad de amor, que se desarrolla en una relación entre personas, que sin ser partes de un Dios que es Uno, se aman entre sí. Nuestra razón, aún imperfecta, no puede soportar tanta luz. Sólo cuando formemos parte de esa Unidad lo entenderemos. Pero el exceso de luz del misterio, que ciega los ojos de la razón, es más intuible con los ojos de la belleza, con la poesía: El Dios trinitario es el inmóvil movimiento de amor. Es el pálpito eterno y creador del flujo de las personas y el reflujo de la unidad.

Pero, ¿y si no alcanzamos a Dios? ¿Seremos libres? No lo sé. Entra en el apartado del misterio, ya que hay que conjugar la eternidad. Creo que nuestra inteligencia sabrá que ahí está la felicidad. Pero, ¿querrá nuestra voluntad ir hacia ella? Creo que un odio hacia el Bien, fruto del ejercicio que de él habremos hecho en el tiempo, en nuestra vida, congelado por la eternidad sin tiempo, nos lo impediría. Seríamos nosotros mismos, y no el Bien, los que nos impediríamos ir hacia ese Bien. Creo que sería el único caso en el que la voluntad no quisiera ir hacia el Bien, por una amputación realizada por nosotros mismos en el tiempo. Ojalá nadie llegue a esta situación.

4 de enero de 2009

Regalos añadidos a la inteligencia

Tomás Alfaro Drake

Llevaba desde el 29 de Noviembre sin retomar la serie sobre Dios y la ciencia que venía publicando. Hoy la continúo.

Este es el 30º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.

Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida”, “La división del trabajo”, “La explosión del arbusto de la vida”, “¿Tiene Dios una inmoderada afición por los escarabajos?”, “Definamos la inteligencia”, “El linaje prehumano”, “¿Un Homo Sapiens sin inteligencia?”, “El coste de un cerebro desproporcionado”, “Si no hay nada que decir, hablar es muy peligroso”, “El regalo de la inteligencia”, “¿Cuántas Evas hubo?”, y “El lado oscuro de la inteligencia”.

Cuando vemos al ser humano, nos damos cuenta inmediatamente de que, además de ser el único ser inteligente del mundo que conocemos, es también el único libre. Una piedra no puede hacer otra cosa que seguir ciegamente la ley de la gravedad. Su “comportamiento” es perfectamente predecible con una sola ecuación. Una estrella sigue esa misma ley, además de las leyes de la termodinámica, las de la física nuclear, las de la radioactividad y algunas más. Las ecuaciones que rigen su “comportamiento” están perfectamente definidas, aunque resolver esas ecuaciones pueda ser matemáticamente imposible y no se pueda, en consecuencia definir exactamente cuándo va a estallar como una supernova. Pero a nadie se le ocurriría decir que una estrella es libre. Un leopardo al acecho de su presa, actúa según un instinto que está grabado en sus genes. Cuando le falta glucosa en sangre, se disparan determinadas hormonas que ponen en marcha un mecanismo que le impulsa a cazar de la única forma que sabe hacerlo, que está condicionada por su carga genética. Los mecanismos de estas leyes son tan complicados que ni siquiera se conocen sus ecuaciones y, desde luego, no se pueden resolver, por lo que su “comportamiento” nos parece más libre que el de la piedra o la estrella, pero realmente no lo es. El leopardo es incapaz de hacer nada que vaya contra esas complejas leyes del instinto grabadas en sus genes. El ser humano, por el contrario, sí que puede ir contra su instinto. Tiene también grabados en sus genes comportamientos instintivos, pero puede ir contra ellos. Puede arriesgar su vida por un desconocido simplemente porque le parece que hacerlo está bien. Puede no aceptar la decisión de un jefe autoritario porque cree que está equivocado. Es capaz de dedicar una parte de su escaso tiempo a escribir un poema, simplemente por placer estético. El ser humano puede elegir en contra de su instinto, guiado por esos tres aspectos que su inteligencia única le permite percibir: Verdad, Bondad y Belleza. Es el único que realmente tiene un comportamiento, sin comillas. Creo, sin embargo, que hay una cosa para la que ni siquiera el ser humano es libre. No es libre para no buscar el Bien. Su inteligencia, buscando la Verdad, le indica, entre los posibles bienes inmediatos a su alcance, cual es el mejor para buscar el mayor bien a corto o largo plazo. Por supuesto, puede equivocarse en este juicio y perseguir un bien equivocado. Puede creer que el bien de la vida de otro ser humano es menor que el de disponer él de una cierta cantidad de dinero. Si este error es debido a condiciones insalvables, sea esto lo que sea, no es responsable de ese error, por grave que sea. Pero si ese error se debe a su obcecación o a su ignorancia salvable, sí lo es. Por supuesto, al elegir un bien, tiene que dejar otro y esto le produce insatisfacción. Necesita voluntad para ello. Una voluntad hecha para buscar el bien que le presenta la inteligencia, acertada o equivocadamente. Un animal no necesita voluntad. Siempre actúa de acuerdo con lo que le exige su instinto. El hombre sí. Así, mirando al mundo que nos rodea, parece que Dios, junto con el regalo de la inteligencia dotó al hombre de otro don, el de la libertad y de un tercero, el de la voluntad para seguir el camino elegido. Permítaseme, a partir de ahora, de nombrar con una palabra a ese conjunto de regalos, inteligencia, libertad y voluntad: Alma.

No falta quien opina que ni siquiera el hombre es libre, que también al “comportamiento” del hombre habría que ponerle comillas, que nuestra firme convicción existencial de que somos libres no es sino un fruto de nuestra ignorancia frente a la inmensísima complejidad de nuestras ecuaciones. Con unas leyes de la física deterministas, el hombre, aún dotado de un alma, tal vez libre en el mundo platónico de las ideas, sería incapaz de interactuar con su parte física para “obligarla” a actuar de una forma distinta a la exigida por esas leyes. Abordaremos esto en el próximo artículo.