26 de abril de 2009

Posturas ante la fe: parábola de "La isla misteriosa" I

En la introducción del tomo II del libro “Literatura del siglo XX y cristianismo” de Charles Moeller, Editorial Gredos, leo una introducción esclarecedora sobre las diferentes posturas que los seres humanos podemos tomar ante Dios, basándose en una comparación con la novela de Julio Verne “La isla misteriosa”. La reproduzco en el blog en dos entregas de las que esta es la primera.

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EL MISTERIO DE LA FE

Las lecturas que hemos hecho de niños son a veces más ricas en verdades esenciales que las de nuestra edad madura. Yo espero que los niños de este siglo XX seguirán leyendo siempre a Julio Verne (y yo lo espero de los del XXI, aunque sin demasiada confianza). Y me atrevo a creer que estos pequeños han pasado largos inviernos en la morada de la Casa de granito, donde, frente al Pacífico azotado por los huracanes del invierno austral, los náufragos de La Isla Misteriosa, bien abrigados, leían, hablaban, esperaban y “charlaban de la isla y de su remota situación”. Compadezco a los niños modernos de este siglo que no hayan realizado este lejano viaje, en compañía de uno de los escritores más encantadores que nos ha legado el siglo XIX.

Afortunadamente, Julio Verne, vuelve a ganar el horizonte literario; y con él reviven innumerables encantos, desde la isla inolvidable, de una misteriosa poesía, escrita en los salones del Nautilus, “Mobilis in mobili”, hasta la figura tan atrayente del Conde Sandorf , ese personaje sereno y poderoso, generoso y enigmático que recorre secretamente, en su “submarino de bolsillo”, las ondas del Mediterráneo….

No es un sueño mío, es la obra maestra de Julio Verne, La Isla Misteriosa, la que me ayudará a servir de guía a mis lectores en el descubrimiento de esta isla interior que es el alma visitada por la fe. El propósito de esta introducción lo ha expresado muy bien Claudel: “Probablemente no haya uno sólo entre mis lectores que no conozca esta admirable novela de Julio Verne, La Isla Misteriosa. Unos náufragos se ven arrojados a una isla desconocida en la que se creen solos y abandonados a sus propios recursos. Después, en momentos críticos, les llegan socorros no se sabe de dónde: el fuego de una hoguera, una caja llena de herramientas que les depara la suerte en las arenas de la playa, una cuerda que alguien arroja desde lo alto de una roca, enemigos exterminados. Todos estos hechos pueden explicarse de manera más o menos natural y los espíritus más bastos del grupo se contentan con beneficiarse de esta colaboración oculta, sin preocuparse de descubrir al autor de ella. No así el ingeniero Cyrus Smith: se le ve en un grabado conmovedor, suspendido, con una linterna en la mano, en el extremo de una escala de cuerdas, en el fondo de un pozo, vigilando esta agua negra de la que, en ciertos momentos, le ha parecido oír ruidos y ver movimientos sospechosos” (J. Rivière, A la trace de Dieu, prólogo de Paul Claudel, p. 11).

Imposible soñar con un punto de partida más “existencialista” que el apólogo de Julio Verne. El hombre moderno abriga, no cabe dudarlo, el sentimiento de ser un náufargo arrojado sobre una isla desconocida en la que se cree solo y abandonado a sus propios recursos. Ya Pascal habló de una isla desierta en la que los hombres estarían reunidos como condenados y, de los que cada día se iría entresacando un lote para enviarlos a una muerte incomprensible. Sartre nos ha recordado usqe ad nauseam, la soledad de un hombre abandonado sobre una tierra en la que está “de más” y en la que está entregado a sus solos recursos, absurdamente libre bajo un cielo vacío…

Pero he aquí “que llegan socorros de no se sabe dónde”; he aquí que, sobre la arena de la playa, aparece el despunte de pasos. La isla interior que es nuestro yo ¿estará habitada? Esta tierra sobre la que estamos “arrojados” ¿será visitada misteriosamente por una presencia? ¿Habrá “huellas de Dios” sobre el suelo desierto de la vida?

He ahí dónde aparece la encrucijada de los caminos…


I. LOS INDIERENTES

Hay, en primer lugar, los que no notan nada: “los espíritus más bastos del grupo, escribe Claudel, se contentan con beneficiarse de esta colaboración oculta, sin preocuparse de descubrir al autor de ella”. Tal es el proceder de la inmensa mayoría de la humanidad. Vivimos en un universo surcado continuamente de relámpagos misterioso, henchido de socorros ocultos, vibrante de múltiples llamadas. Pero estamos dormidos: dormidos con ese sueño profundo del hábito y de la rutina, que nos oculta la realidad auténtica. Estamos ciegos y sordos. Y de este sueño, de esta ensoñación de la vida, nada nos despierta más que las sacudidas inesperadas, el amor, la muerte, el arte. Pero nos damos buena prisa en rellenar las brechas así abiertas en nuestra ciudadela interior y en borrar las huellas de pasos impresos en la arena.

Son incontables los hijos de los hombres que utilizan sin escrúpulos socorros ocultos sin los que no podrían vivir y que nunca, sin embargo, se paran a preguntarse de donde les vienen. Estos tales, no viven despiertos al problema de la fe. Dormitan amodorrados y sumidos en tal embotamiento, que las sacudidas inesperadas de la vida no son suficiente para despertarlos, si no es para hacerles saborear todavía con más regusto el sueño en que viven inmersos.

La diversión, en sentido pascaliano, está siempre ahí, para tranquilizarlos. Y la diversión ha cobrado en nuestros días sus títulos de nobleza. El demasiado célebre soma de Un mundo feliz se expende en cómodas tabletas, siempre al alcance de la mano: el éxtasis delicioso que nos proporciona no resulta caro. Por otra part, el gobierno distribuye generosamente el soma; está incluido en el salario mensual…

He hablado de la masa de a humanidad. Cada uno de nosotros forma parte, en ciertos momentos, de esa masa y utiliza el soma. La vida se nos da en cada momento: y la vida es magnífica, porque ¿hay nada más simple, nada más hermoso que la vida? Sólo que de la tela de la vida cortamos con una prodigalidad escandalosa; la troceamos y vendemos al mejor postor, como si nos perteneciera. ¡De cuántos peligros mortales, así de alma como de cuerpo, hemos escapado desde que vivimos! Pero estimamos que se tata de un derecho nuestro, estrictamente personal, puesto que, ya desde el primer obstáculo, acusamos al universo de habernos frustrado: citamos a Dios ante nuestro tribunal para pedirle explicaciones.

Los héroes de Henry James, cuyas siluetas esbozaré en el segundo capítulo de este ensayo, están cortados de esta tela. Utilizan la vida, la disfrutan con refinamiento y con una deliciosa voluptuosidad; pero nunca se preguntan de dónde les vienen esas maravillas que ellos envilecen al hilo de sus conversaciones profanas. El ateísmo mundano impregna los salones donde se mueven estos fantoches; y ellos encuentran delicioso respirar esta atmósfera asfixiante. No se preocupan.

El niño, el adolescente, el hombre hecho, el anciano, todos y cada uno se erigen en centro del mundo. El instinto vial nos susurra esta mentira asombrosa: es naturalísimo que existamos, que seamos engendrados continuamente por la vida que nos envuelve y alimentados por ella: esto no suscita ningún problema. No somos nosotros los que debemos justificar nuestra existencia, sino Dios. Dios… ¡ah! sí; puede que exista en alguna parte; pero que nos deje tranquilos: ¡se vive tan tranquilamente sin Él! No pensemos en ello; la vida es natural.

Esta era, evidentemente, la manera como Nab, Pencroff y Jup, el mono, utilizaban tranquilamente los recursos ocultos de la isla misteriosa sin preocuparse nunca de su dador.


II. LOS RACIONALISTAS

Hay “náufragos” de la vida que notan las huellas d asos sobre la arena. Y es que, en verdad, es difícil no notarlas nunca, porque, a veces, esas huellas están impresas con toda nitidez. Sólo que…

Se adivina lo que va a seguir, pues también lo ha dicho Claudel: “Todos estos hechos pueden explicarse de manera más o menos natural”. En efecto, se encuentra siempre el modo de explicar “lo superior por lo inferior”, y de reducir el misterio a datos aparentemente naturales. Dios no se deja nunca “coger por el cuello”, como hemos visto en El silencio de Dios[1]; siempre es posible interpretar sus huellas de una manera tranquilizadora.

Los que así reducen los “socorros ocultos” a fenómenos naturales son los partidarios del racionalismo. Sé muy bien que este método de investigación tiene carta de ciudadanía en no pocos dominios científicos; lo importante y decisivo e saber si ese métdo tiene validez en el plano religioso.

Hay que tratar d explicarse naturalmente los fenómenos misteriosos; es lo que hacen al principio Cyrus Smith y Gedeón Spillet: no hay por qué atribuir a Dios obras que tienen un origen humano; es lícito “defenderse” en un combate leal. Pero hay que guardarse así mismo de atribuir al hombre obras de origen divino. La ceguera es aquí, no momentánea, como en el caso anterior, sino definitiva.

Jacques Rivière ha visto con admirable justeza que las “huellas de Dios” son tan ligeras, se depositan sobre las cosas terrestres a la manera de una pelusilla tan fina, tan liviana, que el más leve error en su manipulación entraña el peligro de borrarlas irremediablemente. Hay siempre medio de reducir los fenómenos misteriosos a uno cualquiera de los problemas humanos. Una vez descubierta esta hipótesis explicativa se vuelve tan seductora, da, aparentemente, tan buena razón de todo, que el espíritu, una vez engolosinado con ella, no la abandonará sino a duras penas.

La hipótesis materialista, que es la que más peligrosamente seduce al hombre moderno, viene a hacer de la religión una “mitología consoladora”, menos alegre que la de los griegos quizá, pero que envuelve al creyente en una nube irisada de esperanzas irreales. El silencio de Dios, piensan estos materialistas, salta a los ojos; el que pretenda creer en una “voz de Dios”, en na Palabra, en un llamamiento lanzado al náufrago de la vida, se parece al avestruz que, ante el peligro, se mete la cabeza debajo del ala y se cree seguro porque no ve ya lo que le amenaza.

Ya no se echa en cara a los cristianos el ser aguadores de la fiesta; al contrario, se les censura de alardear de la cómoda certidumbre del rentista que explotase el cielo como “un dominio colonial”. Malraux, Camus, Sartre, inculpan a los creyentes de negarse a afrontar virilmente la condición humana. Entre los que niegan las huellas de Dios encontramos los mártires de una nueva especie; forman entre sus filas los héroes, los santos laicos. Los fieles de las religiones se ilusionan. Sartre dirá que “son unos farsantes” (“des salauds” = “unos puercos”), porque no quieren ver que el hombre está solo en su isla desierta[2].

Esto mismo viene a decir Martin du Gard, aunque en forma menos estridente: su héroe, Jean Barois, se convierte movido por el miedo a la muerte, pero en modo alguno porque haya descubierto la verdad. Con esta verdad se enfrenta Luce, quien muere bendiciendo la vida que le es arrebatada, con la certeza de que su existencia ha sido rica y fructífera “como la del manzano plantado en buen terreno que da sus frutos”. La confiada gallardía de que da muestras Luce ante la muerte, que acepta sin esperanza de supervivencia, se opone a la abyecta ilusión de Barois.

El racionalismo materialista no está muerto todavía: como esas estrellas extintas hace tiempo, pero cuya luz se haya todavía en camino hacia nosotros, el racionalismo “alumbra” aún a millones de hombres. Tenemos un ejemplo de ello en el reciente libro sobre Gide, de Pierre Quint. Según este ensayista, notable por otra parte, es evidente (pues no lo prueba en parte alguna) que la religión es una ceguera voluntaria: el creyente tiene miedo a la vida; se autoescamotea la realidad porque no se atreve a asumir sus propias y personales responsabilidades, a encararse con una “verdad que quizá es triste”; Dios es un gendarme, la castidad una opresión, etc., etc.

Y esa es también la posición del marxismo: está asado en una filosofía y una ciencia que se han momificado, aferradas miedosamente a un estado de pensamiento que data de 1848 y que se ha quedado al margen de toda evolución intelectual posterior[3]. Sólo que el marxismo constituye el “catecismo” de ochocientos millones de hombres.

III. LOS QUE NO QUIEREN A DIOS

Esbozadas ya las reacciones, tanto de los que no se preocupan de explicar los “socorros ocultos” como de aquellos que los explican demasiado bien, importa estudiar ahora una tercera actitud característica frente a las “huellas de pasos sobre la arena”. Esta actitud no nos la permite adivinar Julio Verne; pero, por desgracia, se nos entra imperiosa por los ojos. Me refiero al antiteísmo.

Existen dos actitudes frente al problema religioso: la del que busca a Dios porque anhela descubrir el sentido último de la vida y la de que no quiere buscar a Dios porque juzga, de manera más o menos explícita, que el hombre es el único responsable de su existencia y que es perfectamente capaz de arreglárselas en este mundo.

El que busca a Dios, “acogerá gustoso a este respecto toda luz, por pequeña que sea y sea cual fuere el medio de conseguirla, comportándose respecto a esa luz como un investigador, dichoso de descubrir una pista eventual y o como un juez que pretendiera someter todo a sus propios criterios de investigación y fijar a priori las condiciones en que esta luz debería presentársele para que se dignara ocuparse de ella”. (R. Aubert, Au seuil du christianisme, p. 77).

Por el contrario, el que no busca a Dios será como ese juez al que alude el hermoso texto que acabo de citar. […] … se revolverá con todas sus fuerzas contra ese Dios que amenaza su libertad. Pregonará a la vez el ateísmo y el antiteísmo. Ante los indicios de una presencia misteriosa en la isla “desierta” de su ser, querrá primero negar, después explicar. Y ante el fracaso de sus explicaciones, dará media vuelta y dirá: “decís que existe Dios, voy a concedéroslo; pero entonces yo exijo cuentas a Dios del mal presente en el mundo. Le intimo a explicarse; que me castigue si le provoco; que colabore a mis buenas obras; estoy pronto a hacer la prueba; si las huellas de pasos en la arena son de “alguien”, que ese “alguien” aparezca; queremos ver al visitante de estas playas desiertas; que le ame o que le odie, él debe mostrarse, no tiene derecho a permanecer en su incógnito”.

Generalmente, hay desconocimiento del verdadero semblante de Dios. Así, Simona de Beauvoir, en Les mémoires d’une jeune fille rangée, parece haber confundido al Dios que le mostraba su responsabilidad moral con un ser amenazador, que provocaba en ella atracción y temor. Cuando se examinan de cerca las fuentes en las que beben muchos de los incrédulos actuales, queda uno sorprendido al ver que, casi siempre, tenían que orientar su pensamiento en el sentido de un Dios incompatible con la libertad del hombre. […]

El verdadero antiteísta sabe que Dios existe; pero no quiere que exista. Es semejante a un náufrago que se encontrase también en una isla misteriosa y que, al revés de los que se alegran de verse secretamente ayudados por el invisible bienhechor, se encolerizase contra esta presencia oculta. Este áufrago consideraría una cobardía aceptar esta ayuda; preferiría prescindir de ella. Y entonces comenzaría una lucha de todos los días contra el visitante indeseado.

El problema de Dios es más actual que nunca; está incluso de moda. […] La “recusación” de Dios es, muy a menudo, desconocimiento del verdadero Dios; […]

IV. LOS QUE BUSCAN A DIOS

Tiempo es que pasemos a tratar de los que buscan a Dios. Estos se alegran de descubrir los vestigia Dei; no se dan tregua para identificar al oculto bienhechor. Saben, sin duda, como en la novela de Julio Verne, que el huésped secreto de la isla no les exime de trabajar por sí mismos; si el capitán Nemo presta ayuda a los náufragos, cuando les amenazan peligros que no pueden vencer por sí solos, es porque primero ha visto su lealtad, su espíritu de trabajo y su valor. Buscar a Dios no significa dejarse caer de brazos. Si los náufragos del aire hubieran abandonado la lucha, el capitán Nemo no habría revelado nunca su presencia. Pero los náufragos trabajaron; se propusieron convertir la isla Lincoln en una colonia humana perfecta. Precisamente porque trabajaban así fue por lo que encontraron las huellas del misterioso visitante.

Cuando al final de la novela son presentados al capitán Nemo, tienen la alegría de poder, por fin, expresarle su agradecimiento. “Hijo mío –dice el capitán al joven Herbert–, hijo mío, bendito seas”. Así también el hombre, después de haberse esforzado en su vocación de hombre, de lugarteniente de Dios, encuentra al Señor vivo y le expresa su agradecimiento; y recibe también aquella bendición que desde Abel a Jesucristo, encarna la promesa de Dios.

Yo conté, cierta vez, La Isla Misteriosa a una banda de muchachos de los suburbios de París. Eran de esos “golfillos” que, por desgracia, “habían visto a otros”, pero cuyas almas se mantenían frescas y acogedoras. Aconsejo a todos los asesores de las colonias veraniegas infantiles la misma experiencia: no he podido olvidar la atención apasionada de mis pequeños oyentes; querían conocer todos los detalle; hora de las mareas, identificación de la Cruz del Sur, vestidos, animales. Pero lo que menos me esperaba yo fue lo que pasó. Espontáneamente, estos pequeñuelos, cuyos padres eran en muchos casos ateos completos identificaron al misterioso bienhechor de la isla. Fueron ellos los que me hicieron pensar en este simbolismo de la novela, que había d encontrar más tarde en Claudel: el “secreto de la isla” es el buen Dios, ¿verdad?, me decían. [...]

Ya estoy oyendo la objeción: no hay duda de que unos niños ignorantes de las “causas naturales y científicas”. debían pensar en Dios; pero nosotros, que sabemos, ¡ay!... Rechazo de plano esta tal argumentación. Como escribió cierta vez el Padre Charles, el hecho de que sean sobre todo los niños los que tengan fe, al paso que los “adultos” la pierden con tanta frecuencia, no prueba que la fe sea infantil, sino sólo que es más fácil accesible a las almas que han salvaguardado el “flexible candor d la juventud”. Y a la verdad, todos sabemos cuánto genio tienen los niños, un genio que la “vida real” ahoga, sin duda, pero de cuya existencia no cabe dudar. Se nos viene a la memoria aquel pasaje en que Saint Exupéry habla del “número de Mozarts asesinados”. Si el adulto es más rico que el niño en técnicas de vida social, en dominio de sí, ¡con cuánta frecuencia paga este enriquecimiento a un precio exorbitante, al precio de ese don de maravillarse que caracteriza a la infancia. [...] ¿No ha repetido Jesús que “si no nos volvemos como niños, no entraremos en el Reino?"

Mis pequeños golfillos me brindan, en este punto, un ejemplo y un modelo: [...] ... acudían presurosos, como en otro tiempo los corintios, a oír la Palabra de Dios, cuya Presencia flotaba sobre la isla desierta a la que yo es llevaba.

Yo rogaría a los lectores que buscan a Dios, que no menospreciasen a estos niños de los “verdes años”. Si buscan verdaderamente a Dios, descubrirán, hasta en las contraverdades de Sartre, huellas de Aquél que salva a los vivos y a los muertos; adivinarán, en el infierno mundano de James, la presencia de Aquél a quien la conspiración del silencio trata de hacer olvidar; comprenderán que el racionalismo ateo, marra la esencia del verdadero comportamiento religioso.

Pero, sobre todo, el capítulo de Malègue desplegará a sus ojos el itinerario del náufrago que busca a Dios, que le encuentra, le niega y, finalmente, le reconoce en la hora undécima, la hora de la infancia recuperada. [...]

[1] Es el título del tomo I de la obra “Literatura del siglo XX y cristianismo” de Charles Moeller de cuyo tomo II, en su introducció, están sacados estos párrafos.
[2] En el libro del que este texto es introducción se analiza con profundidad, pero con un lenguaje asimilable por quien tenga algunas nociones básicas de filosofía el pensamiento de Sartre, dejando al descubierto sus lagunas filosóficas. Tal vez, sólo tal vez, en una entrada posterior glose la esencia de esta parte y del pensamiento sartriano.
[3] Es de notar que este párrafo está escrito mucho antes del derrumbe del sistema comunista, ya que el libro fue editado en 1971.

18 de abril de 2009

Más allá de la ciencia; asomándonos a los planes de Dios

Tomás Alfaro Drake

Este es el 36º y último artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.

Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida”, “La división del trabajo”, “La explosión del arbusto de la vida”, “¿Tiene Dios una inmoderada afición por los escarabajos?”, “Definamos la inteligencia”, “El linaje prehumano”, “¿Un Homo Sapiens sin inteligencia?”, “El coste de un cerebro desproporcionado”, “Si no hay nada que decir, hablar es muy peligroso”, “El regalo de la inteligencia”, “¿Cuántas Evas hubo?”, “El lado oscuro de la inteligencia”, “Regalos añadidos a la inteligencia”, “La posibilidad de la libertad I”, “La posibilidad de la libertad II”, “¿Cómo acabará todo? I”, “Cómo acabará todo II” y “¿Todo esto, ¿por qué?, ¿para qué?”.
Hasta ahora hemos visto cómo la ciencia nos llevaba a pensar que lo más racional que podemos hacer es aceptar la existencia de un Dios personal, con una intención al crear el universo. También parece razonable inferir que en esa intención debe jugar un papel importante el hombre, que supone una rendija del universo material hacia la trascendencia. De la mano de la ciencia hemos llegado hasta el límite al que ésta nos puede llevar. Pero no podemos ir más allá de su mano. Con ella, nada más podemos saber de cómo es ese Dios y cuál es el papel exacto del hombre en su plan. Pero no podemos dejar de usar nuestra racionalidad para saber más de ese Dios y de nuestro papel personal en este inmenso y misterioso cosmos. Nos es imposible acallar nuestra sed de saber. Como vimos anteriormente, la inteligencia pone al hombre ante cuestiones como el miedo a la muerte, la angustia hacia el futuro, el sentido de precariedad de sus planes, etc, que le llevan, por una vía negativa, hacia la religión. Pero también vimos que esa misma inteligencia nos capacitaba para buscar y encontrar la verdad, ejercitar la bondad y extasiarnos ante la belleza. De ahí que todos los seres humanos, desde el principio, se hayan visto impelidos a la búsqueda de respuestas trascendentes sobre Dios, el mundo, su papel en él y la relación con sus semejantes. Esas respuestas, a las que llamamos religiones, han sido muchas a lo largo de la historia. Son como torres de Babel que se construyen para llegar al cielo y encontrar esas respuestas. Cada cultura ha construido la suya y todas tienen algo en común porque todas nacen de la misma naturaleza humana y de las mismas necesidades de una idéntica inteligencia, tanto en su vertiente positiva como negativa. Todas las religiones participan, por tanto, de una parte de verdad mezclada con ideas equivocadas aunque dignas del máximo respeto porque todas nacen de la misma necesidad de respuestas honestas a las más vitales preguntas existenciales. Pero la altura hasta la que puede llegar la más perfecta de las torres de Babel es limitada y no hay ninguna que pueda llegar hasta el cielo. Cada hombre, desde la cima de su torre, clama al cielo esperando respuesta. Por eso si Dios es bueno, si Dios es amor, no puede dejar a sus seres humanos, por los que se ha tomado tantas molestias, abandonados, gritando en la oscuridad. Tiene que darnos señales que suplan todo lo que nosotros no podemos saber, que completen nuestra búsqueda. El Dios bueno tiene que revelarse al hombre para indicarle el camino para llegar allí donde él sólo no podría. Tiene que entregarle una revelación. Y no sólo eso. Tiene que darle una escalera para poder salvar la infinita distancia que media entre la más alta cima a la que pueda llegar, incluso con la revelación, y ese cielo que ansía. Y, esa revelación nos dice que esa escalera entre el cielo y la tierra es el mismo Dios infinito, que decidió tomar nuestra condición humana en Jesucristo para que nosotros pudiésemos participar de su naturaleza divina. Y esta revelación nos dice también que esto estaba ya previsto desde antes de la creación del mundo: oigamos a san Pedro: “Cristo estaba presente en la mente de Dios antes de que el mundo fuese creado y se ha manifestado al final de los tiempos para vuestro bien”. (1 Pedro 1, 20). O sea, que por la revelación ya sabemos para qué fue creado el mudo. A partir de este punto la indagación de cada uno deberá tomar la mano de la revelación para seguir el camino. Y ese camino debe empezar por una lectura reiterada, atenta, guiada y con visión globalizadora de toda la revelación, desde el Génesis hasta el Apocalipsis pero, sobre todo, del Evangelio. Y hacer esa lectura pidiendo su luz a ese Dios amor que hemos descubierto. Pero es esta una tarea que yo no haré desde esta serie de artículos que acaba aquí.

13 de abril de 2009

Un “pequeño” detalle sobre José de Arimatea y la muerte y resurrección de Cristo

Tomás Alfaro Drake

He querido publicar este escrito el Jueves Santo o, a más tardar el Domingo de Pascua, pero las circunstancias lo han hecho imposible. Creo que todavía no es tarde porque estamos en la Pascua de Ressurrección, aunque ya no sea domingo. Así que, ahí va.

Todo el mundo que haya leído alguna vez el evangelio o haya ido a misa un Domingo de Ramos, sabe que José de Arimatea le pidió a Pilato el cuerpo de Jesús para enterrarlo en su propio sepulcro. Nos lo cuentan los cuatro evangelistas. No son muchas las cosas de detalle que cuentan los cuatro, pero ésta es una de ellas. Se dice que el sepulcro era para su propio entierro, pero lo cierto es que eso no viene en ningún evangelio. Sólo Mateo nos dice que era un sepulcro “que había hecho excavar (José de Arimatea) en la roca”. Como veremos más adelante, extraña que José, hombre rico, influyente, perteneciente al Consejo de Ancianos se hubiese hecho allí, cerca del calvario, un sepulcro para él mismo. El hecho de darle a Jesús un sepulcro se considera como un delicado acto de piedad, y lo es. Regalarle a otro el sepulcro que has hecho construir, sea o no para ti, sabiendo lo que el sepulcro era para los judíos, era un extraordinario acto de piedad. Menos personas se dan cuenta de que fue, además, un acto de gran valentía. Juan en su evangelio dice que José de Arimatea mantenía en secreto ser discípulo de Jesús “por miedo a los judíos”. Lucas nos cuenta que “era mimbro del Consejo de Ancianos, pero no había dado su consentimiento a la actuación de los judíos”, lo que ya supone una muestra de valor. Sin embargo Marcos ya nos dice explícitamente que “tuvo el valor de presentarse ante Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. Pilato se extrañó mucho de que hubiera muerto tan pronto y, llamando al centurión, le preguntó si había muerto ya. Informado por el centurión, otorgó el cadáver a José”. En una lectura del evangelio fría y distante en el espacio, el tiempo y la historia, se nos puede pasar desapercibido el valor necesario para esta acción. Por mucho que José fuera un “miembro distinguido (Marcos) del Consejo de Ancianos”, presentarse así ante Pilato, el mismísimo procurador, para pedirle el cuerpo de un crucificado y despertar sus sospechas de que pudiera no estar muerto y su petición fuese un intento de salvarle de la muerte, eran palabras mayores. Imagino la tensión durante el tiempo que tardó un centurión, nada menos que un centurión, no un legionario cualquiera, en llegar con su respuesta. Una larga y tensa espera. El centurión a cargo de la crucifixión no había vuelto todavía, ya que si lo hubiese hecho hubiese ido, lo rimero, a dar novedades al procurador. Por lo tanto, debió de ser otro centurión en que fue de la fortaleza Antonia hasta el calvario y vuelta. Media hora, tal vez más. Además, y como veremos más adelante, sospecho que el propio Consejo de Ancianos, con el Sumo Sacerdote a su cabeza estaría durante esa tensa espera instando furiosamente a Pilato para que no concediese a José su petición. Posiblemente también le presionasen para que castigase la osadía de ese traidor que pretendía engañarle con una muerte prematura del reo.

Pero no es sobre el valor de José de Arimatea sobre lo que quiero ahondar, sino sobre un detalle que leí hace unos meses en un libro de la vida de Cristo[1]. Un detalle que hace del valiente acto de piedad de José un acto en el que aparece de forma poderosa la Providencia y que hace de él, no una mera circunstancia, sino algo central para nuestra fe. Sin este valor, sin esta piedad, la resurrección hubiese sido imposible. Bueno, imposible no, porque nada hay imposible para Dios, pero los apóstoles y María Magdalena no hubiesen tenido la evidencia del sepulcro vacío. Y nosotros, que la tenemos a través de ellos, tampoco la tendríamos. Para explicar esto, tenemos que remontarnos a unos 1.700 años antes de Cristo, cuando Abraham, siguiendo la voz del Señor llegó por primera vez a la Tierra Prometida. De todos es conocida la historia del sacrificio no consumado de Isaac por parte de su padre Abraham. La sola idea de que Dios mandase a Abraham sacrificar a su hijo, repugna nuestra sensibilidad. Pero era una costumbre de los pueblos cananeos que vivían en Canaan. Estos sacrificaban a sus hijos a su dios, Moloch y, tras el sacrificio, los quemaban. El Señor prohibió semejante práctica a su pueblo, y quiso hacerlo de una manera que quedase grabada para siempre en la mente de los hebreos. Su Providencia sabía que esta práctica idolátrica y terrible volvería a hacer presa en su pueblo. De ahí la historia de Abraham e Isaac. Para esta lección necesitaba la obediencia libre de Abraham y la obtuvo. Abraham llevó a su hijo hasta el monte Moria. “Dios le dijo: Toma a tu hijo único, a tu querido Isaac, ve a la región de Moria, y ofrécemelo allí en holocausto, en un monte que yo te indicaré”. Abraham no necesitaba más indicaciones para saber lo que le pedía el Señor. ¿Qué era un holocausto? ¿Cómo se llevaba a cabo? Seguramente se lo había visto hacer horrorizado a sus vecinos. Por tanto ya lo sabía. Pero confiaba en su Dios, que se lo había prohibido anteriormente y le había dicho que sustituyese las víctimas humanas por corderos. Así que, confiando en el mismo Dios que, además, le había prometido una descendencia inmensa y le había dado tan solo a Isaac en su vejez, “se levantó [...], partió la leña para el holocausto y se encaminó hacia el lugar que Dios le había indicado”. Isaac, que sabe que lo que sacrifica su padre por orden del Señor son sólo corderos, le pregunta: “Tenemos el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto? Abraham respondió: Dios proveerá el cordero para el holocausto”. Esto no era simplemente una respuesta evasiva y vergonzante de Abraham a su hijo. Era un profundo convencimiento y confianza en que Dios no puede engañarnos y decir hoy sí y mañana no[2]. Y Dios proveyó, haciendo que apareciese un cordero por allí tras detener el brazo de Abraham[3]. El monte Moria no es un sitio cualquiera en la historia de Israel. Siguiendo un orden cronológico, la tradición judía afirma que, antes del no perpetrado sacrificio de Isaac, en ese monte murió Adán, que allí estaba la base del primer arco iris, el que marcó el pacto de Dios con Noé para asegurarle que nunca más habría un diluvio. Después del drama de Abraham e Isaac, ya en tiempos del rey David, el ángel exterminador de la peste que Dios envió para castigar al rey por el acto de soberbia de querer hacer un censo de su pueblo para ser consciente de su fuerza, se paró allí ante el humilde ruego de David. Allí construyó David el primer altar sobre el que el propio Yavé hizo caer fuego para consumir el holocausto[4]. Allí su hijo Salomón edificó el Templo de Jerusalén unos 750 años más tarde del incidente de Abraham e Isaac. En algún momento de esos 750 años, los jebuseos, una de las tribus cananeas, construyeron la ciudad de Jerusalén en el monte Sión, junto al Moria[5].

La Jerusalén anterior al rey David era una ciudad pequeña edificada en la confluencia de dos valles en forma de V, con el vértice en el sur, como esa letra. La ciudad que conquistara David estaba sobre el monte Sión, justo en el vértice de esos dos valles. Uno, el del Este, era el valle que después se llamaría de Josafat. Este valle separa la ciudad del monte de los Olivos y por él discurría, cuando llovía, el torrente Cedrón lo que servía de abastecimiento de agua a la ciudad. El agua de este torrente podía llevarse por gravedad al monte Sión, donde se recogía en la alberca de Siloé, pero no al Moria, más al norte y más alto. De ahí que la ciudad se construyera en el Sión, más bajo, para poder llevar el agua[6]. Allí en el valle del Cedrón, enterraban y aún entierran los judíos a sus muertos y allí espera su tradición que tenga lugar el Juicio Universal. A ese valle piensan los judíos que se refiere Ezequiel, aunque el texto bíblico no lo identifica, cuando habla de la visión de los huesos que recobran vida[7]. Es muy probable que fuese en ese valle en el que José de Arimatea, hombre distinguido y con medios económicos, tuviese su propio sepulcro, junto a los grandes mausoleos de los profetas, como el que aún hoy puede verse al otro lado del Cedrón, enfrente del Templo, dedicado al profeta Zacarías. Después de David, Salomón hizo construir el Templo en el monte Moria, más alto que Sión, un poco más al norte, asomándose hacia el Este al valle de Josafat, desde el que el muro oriental del templo se ve inmenso e imponente, erguido sobre el valle. Parece como si se pretendiese que el Templo fuese testigo del Juicio y la resurrección que iba a tener lugar a sus pies, en el valle de Josafat. El problema de construir el Templo en este monte era que no se podía llevar el agua hasta él. Por eso Salomón hizo construir la alberca de Betesda, al Norte del Templo, para recoger allí el agua de lluvia con la que abastecer a los rituales del santuario. En esta piscina, que aún puede verse hoy, fue en la que se produjo la curación del paralítico de la que nos habla san Juan[8].

El otro valle, el del Oeste es el valle Ben-Hinón, En la parte sur de ese valle los Jebuseos sacrificaban a sus primogénitos y los quemaban a la puesta del sol. Los judíos llamaron la Gehena a esa parte sur de Ben-Hinón y era para ellos un lugar maldito. Sin embargo, algunos de los reyes de Judá, y con ellos la clase dirigente judía, volvieron a las prácticas idolátricas de sacrificar a sus hijos a Moloch en ese mismo lugar. El rey Josías, en su reforma religiosa, abolió esta práctica, pero la gehena quedó condenado a ser el vertedero de Jerusalén, donde se incineraban las basuras y a los animales muertos ayudándose para ello de azufre. Es fácil imaginar el horror y repugnancia que el hedor y la podredumbre de la gehena debía producir ese valle en los judíos. Las ratas y todo tipo de animales y pájaros carroñeros debían de hacer de la gehena su reino. El reino de la muerte y la ignominia. Por eso, en tiempos de Jesús, ese lugar era identificado con el infierno. Numerosas veces se cita en los evangelios como un lugar de sufrimiento y horror donde el gusano roe y el fuego no se apaga. Los romanos hicieron que los cuerpos de los criminales ajusticiados se llevasen al valle de la gehena para ser quemados allí con azufre, junto a las basuras y los animales.

Pues bien, esa era la suerte que hubiese corrido el cuerpo de Jesús si José de Arimatea no hubiese ido a pedírselo a Pilato. Se entiende que, el Sumo Sacerdote, el Sanedrín y el Consejo de Ancianos, que habían provocado la infame condena de Jesús a la cruz para que su memoria quedase abominablemente maldita en la memoria del pueblo de Israel, quisiesen que el cuerpo de Jesús tuviese ese destino. Tras morir en la cruz, ser quemado en la gehena. San Judas Tadeo, no el Iscariote, en su epístola, nos dice cómo el arcángel Miguel y el diablo se disputaron el cuerpo de Moisés. Una lucha parecida debió tener lugar entre José de Arimatea y el sumo sacerdote, con Pilato como árbitro. Pero esta vez, Pilato se decantó por Jesús. Si hacía unas horas le había condenado a muerte, ahora, entregaba su cuerpo al de Arimatea. Empate. O eso creería él. Una vez más Cristo le podría haber dicho a Pilato: “No tendrías autoridad alguna sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto; por eso, el que me entregó a ti tiene más culpa que tú”. Ese poder de lo alto, que no había permitido a Abraham sacrificar a su hijo, que había sustituido a Isaac por un cordero providencialmente encontrado en el monte Moria, ese poder, había decidido sacrificar al Hijo en un rito espantoso y sacrílego, porque lo había hecho pecado para que cargase con todos los pecados y sacrilegios del mundo. Por eso Pilato pudo condenarlo. Ese mismo poder de lo alto, había decidido que el cuerpo de Dios encarnado, no sería quemado en la gehena porque estaba destinado a la resurrección al tercer día de su muerte. Y nuevamente la Providencia que daba autoridad a Pilato, se valió de su libertad para ello. Pero esa misma Providencia quiso asociar a sus designios la libertad de un hombre que había sido cobarde pero que se había hecho valiente y piadoso por Jesús. José de Arimatea. En esa lucha por el cuerpo de Jesús, José de Arimatea fue el arcángel Miguel. ¿Por qué José habría hecho excavar en la roca un sepulcro lejos del valle de Josafat? Seguramente no fuese en principio para Jesús, pues nadie contaba con su muerte tan sólo unos días antes. Tampoco lo hizo pensando en la resurrección en la que, auque varias veces anunciada por Jesús, ninguno de sus discípulos creía. Posiblemente fuese un acto de piedad anónimo, de un buen judío que no quería que el cuerpo de algún otro judío pobre, que no pudiese pagarse una sepultura, acabase en la gehena, destino espantoso para ellos. Sin embargo, si los discípulos no llegaron a creer en la resurrección de su Maestro, el Sanedrín sí que llegó a temerla. Por eso, una vez perdida la batalla del cuerpo, ganaron la de la custodia. O creyeron ganarla. En efecto, Mateo nos cuenta que, “al día siguiente [...] los jefes de los sacerdotes y los fariseos se congregaron ante Pilato y le dijeron: Señor, recordamos que ese impostor dijo cuando aún vivía: ‘A los tres días, resucitaré’. Así que manda asegurar el sepulcro hasta el día tercero, no sea que vengan sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo que ha rsucitado de entre los muertos, y este último engaño sea peor que el primero. Pilato les dijo: Disponéis de un piquete de soldados; id y asegurarlo como sabéis hacer. Ellos fueron, aseguraron el sepulcro y sellaron la piedra, dejando allí la guardia”[9]. Sólo la Providencia sabía que ese acto de caridad anónima de José iba a acabar en un acto clave para la fe en la resurrección de Cristo, señalado por los cuatro evangelistas. Para terminar, con un simbolismo quizá demasiado atrevido, diré que el Gólgota y el sepulcro de José en el que depositaron el cuerpo de Jesús, están en otro monte de Jerusalén, al noroeste, asomado al norte del valle de Ben-Hinón como el Templo lo está al de Josafat. No está directamente sobre la Gehena, que es la parte sur de Ben-Hinón, sino sobre la parte norte de ese valle. Pero en tiempos de Jesús, desde el calvario se podía divisar la gehena. “No he venido a buscar a los justos, sino a los pecadores”, nos dice Jesús. Tal vez por eso, la Providencia eligió, a través de José de Arimatea, del Sanedrín, de Pilato y de las costumbres romanas, que el nuevo Templo, el cuerpo de Jesús resucitado, se fundase mirando al valle del dolor y del pecado. “Descendió a los infiernos”, nos dice el Credo. Tres días estuvo Jesús en el sepulcro, junto a la gehena, como queriéndonos indicar que incluso desde el horrible valle del pecado es posible ver su cruz y su resurrección e ir a su encuentro o, mejor, dejar que Él venga en nuestro rescate. Es desde ese lugar, desde el que se divisa la gehena, el infierno al que descendió Jesús, desde el que Él parte para acompañarnos en nuestro paso por el valle oscuro de la muerte. Posiblemente a este valle se refería el salmista y, sin saberlo, a esta presencia de Jesús en él, cuando nos dice: “Aunque camine por valles oscuros, nada temo, porque Tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan”[10]. Así, sólo el que no quiera mirar hacia el Gólgota y el sepulcro de José de Arimatea y dejarse acompañar por Jesús, sólo ese, se quedará en la gehena. Todo el que desde allí mire a la cruz, como los que miraban a la serpiente izada por Moisés en el desierto, será curado y llevado a la resurrección. Que Dios nos conceda que en nuestra vida sepamos vencer la cobardía y tener el valor, la piedad y la caridad de José de Arimatea para hacer así posible la manifestación al mundo de la salvación a través de la resurrección del Señor.

Aunque no hay ninguna noticia de la vida de José, la Iglesia celebra san José de Arimatea el 17 de Marzo.
[1] La lanza, Louis de Wohl.
[2] “Cristo Jesús, el hijo de Dios, [...], no fue primero ‘sí’ y luego ‘no’; en Él todo se ha convertido en un ‘sí’; en Él todas las promesas han recibido un ‘sí’. Y por Él podemos responder: ‘Amén’ a Dios, para gloria suya”. 2 Corintios 1, 19-20.
[3] Para todo este relato, cfr. Génesis 22 1-19.
[4] Cfr. 2 Samuel, 24 y 1 Crónicas, 21 – 22, 1 para ver todo este incidente de la peste, el primera altar y la elección del lugar del Templo.
[5] La lista de las cosas que han pasado en las inmediaciones del Moria, si no en el mismo monte, sería interminable y llega, desde luego, hasta nuestros días. No me resisto a señalar que según datos científicos de paleoarqueología (arqueología antigua de la época de las cavernas) la inteligencia como fenómeno detectable apareció en algún lugar no exactamente determinado del oriente próximo. Sería verdaderamente notable, aunque, desde luego, no es, y no pretendo que sea, más que una especulación mía sin fundamento, que el lugar fuese exactamente el monte Moria.
[6] Pequeño apéndice histórico-arqueológico. En tiempos de Jesús el monte de Sión primitivo, el de la ciudad de David, ya o existía. Cuando Herodes el Grande decidió hacer del segundo Templo un monumento grandioso, lo primero que hizo fue agrandar enormemente la superficie de la cima del monte Moria, creando la explanada del Templo. Para ello hizo una obra faraónica de movimiento de tierras. Desmontó completamente el monte Sión y con la tierra que sacó de allí extendió el Moria. Para sujetar ese monte artificial construyó unos impresionantes muros de contención en los cuatro costados. El muro oriental es el que se yergue sobre el valle de Josafat. El muro occidental, que así le llaman los judíos, es el de las lamentaciones. No es en realidad un muro del Templo, que fue destruido primero por el emperador Tito y luego por Adriano, que no dejó piedra sobre piedra. Es un muro de contención de la colina artificial de la explanada del templo donde hoy se encuentran las mezquitas de Omar y de Al-Aqsa. En el lugar donde antes estaba el monte Sión, a los pies del enorme muro sur del Templo, ya desde tiempos de Jesús, se estableció un barrio miserable de Jerusalén llamado el Offel. Pero como no se podía siquiera concebir Jerusalén sin monte Sión, se le dió este nombre a otra de las colinas en las que está asentada la ciudad. El nuevo monte Sión se encuentra al oeste del monte Moria y es incluso algo más alto que éste. El cenáculo en el que Jesús celebró la última cena se encuentra en este segundo monte Sión.
[7] Ezequiel 37, 1-14.
[8] Juan 5, 1-9.
[9] Mateo 27, 62-66.
[10] Gfr. Salmo 23 (22) El Señor es mi pastor.

4 de abril de 2009

¿Dónde estaba Dios en Auschwitz? II

Siempre hay que agradecer a los que nos contradicen, porque nos hacen pensar. Hace unos meses, el 26 de Octubre del 2008 para ser exactos, publiqué en este blog una entrada titulada: “¿Dónde estaba Dios en Auschwitz?” que levantó las iras de un lector, al que contesté una entrada de respuesta a un anónimo el 1 de Diciembre. Pero su comentario me ha hecho acudir a las fuentes de dos escritores cuyo nombre sólo mencioné: Viktor Frankl e Imre Kertész, ambos judíos supervivientes de campos de exterminio Nazis y el segundo premio Nóbel de literatura. Recomiendo, pido encarecidamente, más que recomendar, a quien vaya a leer las líneas que siguen que lea antes las entradas a las que hago alusión más arriba. Copio aquí sendos estractos de sus libros “El hombre en busca de sentido” y “Sin destino”, respectivamente:

Sentido de la vida y sufrimiento en Viktor Frankl; “El hombre en busca de sentido”.

“El modo en que un hombre acepta su destino y todo el sufrimiento que éste conlleva, la forma en que carga con su cruz, le da muchas oportunidades –incluso bajo las condiciones más difíciles– para añadir a su vida un sentido más profundo. Puede conservar su valor, su dignidad, su generosidad. O bien, en la dura lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad humana y ser poco más que un animal, tal como nos ha recordado la psicología del prisionero en un campo de concentración. Aquí reside la oportunidad que el hombre tiene de aprovechar o de dejar pasar las ocasiones de alcanzar los méritos que una situación difícil puede proporcionarle. Y lo que decide si es merecedor de sus sufrimientos o no lo es.

No piensen que estas consideraciones son vanas o están muy alejadas de la vida real. Es verdad que sólo unas cuantas personas son capaces de alcanzar metas tan altas. De los prisioneros, solamente unos pocos conservaron su libertad sin menoscabo y consiguieron los méritos que les brindaba su sufrimiento, pero aunque sea sólo uno el ejemplo, es prueba suficiente de que la fortaleza íntima del hombre puede elevarle por encima de su adverso sino. Y estos hombres no están únicamente en los campos de concentración. Por doquier el hombre se enfrenta a su destino y tiene siempre oportunidad de conseguir algo por vía del sufrimiento. Piénsese en el destino de los enfermos, especialmente de los enfermos incurables. En una ocasión, leí la carta escrita por un joven inválido, en la que a un amigo le decía que acababa de saber que no viviría mucho tiempo y que ni siquiera una operación podría aliviarle su sufrimiento. Continuaba su carta diciendo que se acordaba de haber visto una película sobre un hombre que esperaba su muerte con valor y dignidad. Aquel muchacho pensó entonces que era una gran victoria enfrentarse de este modo a la muerte y ahora –escribía– el destino le brindaba a él una oportunidad similar.

Los que hace unos años vimos la película Resurrección, según la novela de Tolstoi, no hubiéramos pensado nunca en un primer momento que en ella se daban cita grandes destinos y grandes hombres. En nuestro mundo no se daban tales situaciones por lo que no había nunca oportunidad de alcanzar tamaña grandeza... Al salir del cine fuimos al café más próximo, y junto a una taza le café y un bocadillo, nos olvidamos de los extraños pensamientos metafísicos que por un momento habían cruzado por nuestras mentes. Pero cuando también nosotros nos vimos confrontados con un destino más grande e hicimos frente a la decisión de superarlo con igual grandeza espiritual, habíamos olvidado ya nuestras resoluciones juveniles, tan lejanas, y no dimos la talla.

Quizás para algunos de nosotros llegue un día en que veamos otra vez aquella película u otra análoga. Pero para entonces otras muchas películas habrán pasado simultáneamente ante nuestros ojos del alma; visiones de gentes que alcanzaron en sus vidas metas más altas de las que puede mostrar una película sentimental. Algunos detalles, de una muy especial e íntima grandeza humana, acuden a mi mente; como la muerte de aquella joven de la que yo fui testigo en un campo de concentración. Es una historia sencilla; tiene poco que contar, y tal vez pueda parecer invención, pero a mí me suena como un poema.

Esta joven sabía que iba a morir a los pocos días; a pesar de ello, cuando yo hablé con ella estaba muy animada.

«Estoy muy satisfecha de que el destino se haya cebado en mí con tanta fuerza», me dijo. «En mi vida anterior yo era una niña malcriada y no cumplía en serio con mis deberes espirituales». Señalando la ventana del barracón me dijo: «Aquel árbol es el único amigo que tengo en esta soledad». A través de la ventana podía ver justamente la rama de un castaño y en aquella rama había dos brotes de capullos. «Muchas veces hablo con el árbol», me dijo.

Yo estaba atónito y no sabía cómo tomar sus palabras. ¿Deliraba? ¿Sufría alucinaciones? Ansiosamente le pregunté si el árbol le contestaba. «Sí» ¿Y qué le decía? Respondió: «Me dice: “Estoy aquí, estoy aquí, yo soy la vida, la vida eterna”».

[...]

Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud hacia la vida. Tenemos que aprender por nosotros mismos y, después, enseñar a los desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros. Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la vida les inquiriera continua e incesantemente. Nuestra contestación tiene que estar hecha no de palabras ni tampoco de meditación, sino de una conducta y una actuación rectas. En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo.

Dichas tareas y, consecuentemente, el significado de la vida, difieren de un hombre a otro, de un momento a otro, de modo que resulta completamente imposible definir el significado de la vida en términos generales. Nunca se podrá dar respuesta a las preguntas relativas al sentido de la vida con argumentos especiosos. «Vida» no significa algo vago, sino algo muy real y concreto, que configura el destino de cada hombre, distinto y único en cada caso. Ningún hombre ni ningún destino pueden compararse a otro hombre o a otro destino. Ninguna situación se repite y cada una exige una respuesta distinta; unas veces la situación en que un hombre se encuentra puede exigirle que emprenda algún tipo de acción; otras, puede resultar más ventajoso aprovecharla para meditar y sacar las consecuencias pertinentes. Y a veces lo que se exige al hombre puede ser simplemente aceptar su destino y cargar con su cruz. Cada situación se diferencia por su unicidad y en todo momento no hay más que una única respuesta correcta al problema que la situación plantea.

Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de aceptar dicho sufrimiento, pues esa es su sola y única tarea. Ha de reconocer el hecho de que, incluso sufriendo, él es único y está solo en el universo. Nadie puede redimirle de su sufrimiento ni sufrir en su lugar
[1]. Su única oportunidad reside en la actitud que adopte al soportar su carga.

En cuanto a nosotros, como prisioneros, tales pensamientos no eran especulaciones muy alejadas de la realidad; eran los únicos pensamientos capaces de ayudarnos, de liberarnos de la desesperación aun cuando no se vislumbrara ninguna oportunidad de salir con vida. Ya hacía tiempo que habíamos pasado por la etapa de pedir a la vida un sentido, tal como el de alcanzar alguna meta mediante la creación activa de algo valioso. Para nosotros el significado de la vida abarcaba círculos más amplios, como son los de la vida y la muerte y por este sentido es por el que luchábamos.

Una vez que nos fue revelado el significado del sufrimiento, nos negamos a minimizar o aliviar las torturas del campo a base de ignorarlas o de abrigar falsas ilusiones o de alimentar un optimismo artificial. El sufrimiento se había convertido en una tarea a realizar y no queríamos volverle la espalda. Habíamos aprehendido las oportunidades de logro que se ocultaban en él, oportunidades que habían llevado al poeta Rilke a decir: «Wie viel ist aufzuleiden. ¡Por cuánto sufrimiento hay que pasar!» Rilke habló de «conseguir mediante el sufrimiento» donde otros hablan de «conseguir por medio del trabajo». Ante nosotros teníamos una buena cantidad de sufrimiento que debíamos soportar, así que era preciso hacerle frente procurando que los momentos de debilidad y de lágrimas se redujeran al mínimo. Pero no había ninguna necesidad de avergonzarse de las lágrimas, pues ellas testificaban que el hombre era verdaderamente valiente; que tenía el valor de sufrir. No obstante, muy pocos lo entendían así. Algunas veces, alguien confesó avergonzado haber llorado, como aquel compañero que respondió a mi pregunta sobre cómo había vencido el edema, confesando: «Lo he expulsado de mi cuerpo a base de lágrimas»”
.

Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido.


La segunda frase, mucho más breve, de Imre Kertész, me da sonrojo casi pegarla textualmente, pero es lo que dice él mismo, que siendo todavía casi un niño de unos 16 años estuvo varios en distintos campos de exterminios nazis. El libro “Sin destino” es verdaderamente sobrecogedor, pero cuando termina la guerra y vuelve a Budapest, esto es lo que piensa y lo que recuerda y escribe muchos años después en su libro.

Imre Kertész frase final de sin destino.

“… puesto que no existía ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir de manera natural, y en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las chimeneas (de Auschwitz) había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas, algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades, por los horrores, cuando para mí ésa había sido la experiencia que más recordaba. Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo”.

Sin comentarios, pero con la viva recomendación de la lectura de este libro en el que no se ahorra la narración de uno sólo de esos horrores.

[1] Realmente, no es así. Si fuera así, la aceptación de el sufrimiento sería el más inteligente de los autoengaños del hombre, pero, al final tampoco tendría sentido. Sin embargo, cuando sufrimos no estamos solos en el universo. Junto a nosotros está Cristo. Es cierto que Cristo no sufre en nuestro lugar, en vez de nosotros. Pero, en Getsemaní, ha sufrido, está sufriendo, nuestro mismo sufrimiento. No uno parecido, más o menos duro, no. El mismo que estamos sufriendo ahora. No lo sufrió hace 2000 años, no. Lo sufre ahora. Porque Getsemaní es el “truco” del Señor del espacio-tiempo para sufrir con nosotros, al mismo tiempo que nosotros, nuestro mismo sufrimiento, el de todos y cada uno de los seres humanos, individualizado. Pero si Cristo no nos sustituye, sino que nos acompaña en nuestro sufrimiento, sí que nos redime de él. Le da un sentido, el único sentido trascendente que puede tener, y lo hace, a su vez, redentor de otros sufrimientos. Nos permite poner en nuestra carne lo que le falta a la pasión de Cristo (Cfr s. Pablo). A través del Cuerpo Místico de Cristo, hace que nuestro sufrimiento sirva de compañía, consuelo y alivio al de millones de seres humanos de todos los tiempos y lugares. (Esta nota es mía). Tal vez sea bueno meditar un poco sobre esto la noche de este Jueves Santo.