31 de enero de 2010

La fe en Cristo I ¿Existió realmente Jesús de Nazaret

Tomás Alfaro Drake

Este es el primer artículo de una serie de 8 que, de acuerdo con lo publicado en la entrada del 24 de Enero sobre "Los tres niveles de la fe", pretende dar un soporte de razón a algo que creemos por "fe sobrenatural": que Cristo es el Hijo de Dios encarnado, que murió y resucitó. Si esto aporta un grano de arena a que alguien, aunque sólo sea una persona, se acerque al nivel de la "fe confianza" y pueda dar con su voluntad su consentimiento libre a la "fe sobrenatural", o a que alguien que ya tenga esta fe se reafirme en ella y tenga más argumentos para "dar razón de nuestra esperanza", me sentiré enormemente satisfecho.

**************

En el siglo XIX algunos autores, sin la más mínima base histórica, sostuvieron la hipótesis de que Jesús de Nazaret no existió, sino que fue un mito o un invento para servir de sustrato a una nueva religión derivada del judaísmo. Aunque hoy en día esta hipótesis está totalmente desacreditada entre los investigadores, creyentes y no creyentes, reaparece de vez en cuando apoyada por ciertos medios de comunicación. Para ver lo absurdo de esta postura, voy a repasar una lista de autores de los siglos I y II, no cristianos y también algunos virulentos anticristianos, que no dejan lugar a duda de la existencia del Jesús histórico. Estos textos no reflejan, desde luego, la figura que los cristianos tenemos de Jesús, pero lo que persigo con este análisis es dejar claro que Jesús de Nazaret, sin duda alguna, existió.

Plinio el Joven

Fue procónsul en Bitinia, Asia Menor, en los años 111 al 113 bajo Trajano. Tenía el encargo de perseguir a los cristianos. Se conserva la correspondencia entre Plinio y el emperador. En la carta 96, pide instrucciones sobre cómo tratar a los cristianos y explica al emperador cómo es el ritual y el código moral de esa gente. Dice:

“Decidí dejar marchar a los que negasen haber sido cristianos, cuando repitieron conmigo una fórmula invocando a los dioses e hicieron la ofrenda de vino e incienso a tu imagen, [...], y cuando maldijeron a Cristo. [...]Todos ellos adoraron tu imagen y las imágenes de los dioses [...] y maldijeron a Cristo.

Mantenían [...]lo siguiente: haberse reunido regularmente antes de la aurora en un día determinado y haber cantado antifonalmente un himno a Cristo como a un dios. Hacían un voto también, no de crímenes, sino de guardarse del robo, la violencia y el adulterio, de no romper ninguna promesa, y de no retener un depósito cuando se lo reclamen”
.

Trajano contestó confirmando el proceder de Plinio.

Tácito

Tácito vivió entre los años 56 y 118. En su obra “Anales”, escrita en el 116, narra la historia de Roma desde el año 14 hasta el 68. El texto que va del año 29 al 32, dentro del imperio de Tiberio, se ha perdido, por lo que nunca sabremos si en él hablaba de Cristo. Pero hablando de Nerón dice:

“Para acallar el rumor [de qué él mismo había ordenado el incendio de Roma], Nerón buscó rápidamente un culpable y sometió a las torturas más refinadas a aquellos a los que el vulgo llamaba cristianos, un grupo odiado por sus abominables crímenes. Su nombre proviene de Cristo, quien bajo el reinado de Tiberio, fue ejecutado por uno de nuestros procuradores, Poncio Pilato. Sofocada momentáneamente, la nociva superstición se extendió de nuevo, no sólo en Judea, la tierra que originó este mal, sino también en la ciudad de Roma, [...]”.

Casi todos los estudiosos dan por auténtico este pasaje, atestiguado por Sulpicio Severo en su Crónica (2,29) del siglo V y con un latín muy característico de Tácito.

Suetonio

Suetonio vivió entre los años 70 y 140. En su “De vita Caesarum”, escrita hacia el año 120, narra la via de Julio César y los once primeros empreradores, desde Augusto hasta Domiciano. Al hablar de Claudio, cuenta los disturbios que acabaron con la expulsión de los judíos de Roma y nombra a “un tal Chrestus”:

“Claudio Expulsó de Roma a los judíos que andaban siempre organizando tumultos por instigación de un tal Chrestus”.

Prácticamente todos los estudiosos coinciden en que el texto es auténtico de Suetonio. Coinciden en que este “tal Chrestus” es Cristo y que Suetonio, simplemente está mal informado y no distingue entre cristianos y judíos que, en tiempos de Claudio todavía serían considerados por los romanos como miembros de una secta del judaísmo, y confunde el nombre de Christus con Chrestus.

Luciano de Samosata

Fue un escritor satírico y filósofo escéptico. Murió hacia el 192 habiendo tenido una larga vida que cubre gran parte del siglo II. En el año 167 presenció en Olimpia cómo quemaban en la hoguera a un cristiano llamado Peregrino. Esto le hizo escribir su obra “La muerte de Peregrino”. En ella, se burla de la credulidad de los cristianos:

“Consideraron a Peregrino un dios, un legislador y le escogieron como patrón…, sólo inferior al hombre de Palestina que fue crucificado por haber introducido esta nueva forma de iniciación. Su primer legislador les convenció de que eran inmortales y que serían todos hermanos si negaban los dioses griegos y daban culto al sofista crucificado, viviendo según sus leyes”.

Luciano no menciona a Jesús por su nombre o como Cristo, pero sabe que ése a quien llama el sofista y a quienes los cristianos adoran es un hombre de Palestina que fue crucificado, y que fue el fundador de esa religión.

Celso

Se sabe que la vida de Celso, llenó gran parte del siglo II. Celso es el primero que ataca virulenta y directamente a los cristianos. Lo hace con una obra llena de insultos y argumentos “ad hominem” escrita en el año 175 con el título de “Doctrina verdadera”. Conoce las creencias cristianas y las refuta con agresividad y desprecio, basándose en la apologética judía contra el cristianismo. También inventa historias más que inverosímiles sobre su origen. Esta obra se ha perdido, pero se conoce gran parte de su contenido por las citas que de ella hace Orígenes en su obra “Contra Celso” en la que refuta sus historias y afirmaciones.

Según Celso, Jesús fue el hijo ilegítimo de una campesina judía con un centurión llamado Pandera. Aprendió en Egipto poderes mágicos para engañar a los hombres. Era feo y pequeño de estatura. Enseñó a sus seguidores a mendigar y a robar. El testimonio sobre su resurrección viene de una mujer histérica.

Es difícil entresacar un texto concreto en un largo alegato repleto de insultos y argumentos “ad hominem” llenos de rabia. He elegido un párrafo sobre la resurrección:

“ Pero lo que se debe examinar es si alguno, verdaderamente muerto, ha resucitado con su propio cuerpo. ¿O piensan que [...] han encontrado un desenlace más noble y verosímil al drama: aquel grito que lanzó desde el madero en el momento de expirar, el terremoto y las tinieblas? ¡Estando vivo no pudo socorrerse a sí mismo, pero después de muerto resucita y muestra las señales de su suplicio, cómo habían sido taladradas las manos! ¿Y quién vio todo esto? Una mujer exaltada, como dicen, y algún otro del mismo grupo de hechiceros".

Celso nos muestra que en el año 175 había una comunidad que creía firmemente en el nacimiento virginal de Jesús en María, en su resurrección y en su divinidad y que los evangelios eran un texto altamente difundido por todo el imperio.

Mará bar Serapión

Mará bar Serapión es un sirio del siglo I. Se conserva una carta suya a su hijo fechada en el año 73, muy próxima a los hechos de la muerte de Jesús, justo dspués de la destrucción del Templo por Tito y de la dispersión de miles de judíos. Sin citar a Jesús por su nombre, se refiere a todos los pueblos que asesinaron a sus sabios y es evidente que el texto se está refiriendo a Jesús. Le dice a su hijo:

“¿Qué provecho sacaron los atenienses de haber dado muerte a Sócrates, los ciudadanos de Samos de haber quemado a Pitágoras, los judíos de haber ajusticiado a su Rey Sabio? Justamente vengó Dios a aquellos tres varones sabios...; los judíos fueron asesinados y expulsados de su reino y ahora habitan dispersos por las cuatro partes del mundo. Sócrates no ha muerto, sino que vive, gracias a Platón, Pitágoras gracias a la estatua de Mera y el Rey Sabio gracias a las nuevas leyes que promulgó”.

Es evidente que Mará habla de un personaje real, que existió, que fue sabio, que fue ajusticiado por los judíos. Pero sus seguidores continuaron perpetuando su memoria a través de sus leyes. No hay ningún rey de los judíos que haya sido ajusticiado por los propios judíos. Sólo Cristo cumple con esta descripción. No olvidemos que en su cruz figuraba un cartel que rezaba: “Jesús Nazareno Rey de los Judíos”.

Texto talmúdico

El Talmud es una recopilación de sentencias rabínicas que arranca de la destrucción del Templo en el año 70. Hay muchas compilaciones que van desde el siglo II hasta el IV. En una de ellas, en la babilónica se lee, en una sección llamada Toledoth Ieschua:

“Se ha enseñado: la víspera de Pascua colgaron a Jesús. Y un heraldo salió delante de él por cuarenta días diciendo: ‘Será apedreado, porque practicó la brujería y ha desviado a Israel. Quien sepa algo en su favor, que venga e interceda por él’. Mas, no habiendo encontrado a nadie en su favor, lo colgaron la víspera de la Pascua”.

El testimonio flaviano

El testimonio flaviano es uno de los textos más controvertidos de la historia. Son tres párrafos de la obra “Antigüedades judías” del historiador judío Flavio Josefo. La historia de este personaje es curiosa. Sacerdote judío ejemplar, por nombre Josef bar Matatías, participa en el levantamiento del siglo I de los judíos contra Roma. El sanedrín le encarga la resistencia en Galilea. En el sitio de Jotapata, los romanos toman la ciudad después de una heroica resistencia. Josef, con otros defensores se esconden en una cisterna vacía. Antes que entregarse a los romanos, deciden quitarse la vida. Josef se las apaña para ser el último y cuando, todos sus compañeros muertos, le toca el turno de suicidarse, sale de la cisterna y se entrega a los romanos. Para evitar que le maten afirma tener una importante profecía que comunicar al general Vespasiano, comandante de las legiones romanas contra el levantamiento judío. Cuando le llevan a su presencia le dice a Vespasiano que en muy poco tiempo va a llegar a emperador. Éste decide conservarle en vida hasta ver en qué para esa profecía. La profecía no era descabellada porque era evidente que Nerón podía ser derrocado en cualquier momento y, al no haber un sucesor, era muy probable que el ejército elevase a emperador a uno de los generales. Vespasiano era uno de ellos. En efecto, poco después el ejército le proclama emperador. Entonces Flavio Vespasiano adopta a Josef por lo que éste toma el nombre de Flavio Josefo por el que es conocido. Flavio Josefo escribe “Las antigüedades judías”, en las que cuenta, a su manera, la historia del pueblo judío. En este libro, escrito en el siglo I por un personaje absolutamente próximo a los hechos, bien informado e interesado en los avatares del que fue su pueblo, aparece el texto a que he hecho referencia más arriba. Dice así:

“En aquel tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, [si verdaderamente se le puede llamar hombre] porque fue autor de hechos asombrosos, maestro de gente que recibe con gusto la verdad. Y atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. [Él era el Mesías].

Y cuando Pilato, a causa de una acusación hecha por los principales de entre nosotros lo condenó a la cruz, los que antes le habían amado, no dejaron de hacerlo. [Porque él se les apareció al tercer día vivo otra vez otra vez, tal como los divinos profetas habían hablado de estas y otras innumerables cosas maravillosas acerca de él]. (Los corchetes son míos)

Y hasta este mismo día la tribu de los cristianos, llamados así a causa de él, no ha desaparecido”
.

Los críticos están divididos en tres grupos. Unos creen que todo el texto es un añadido hecho por algún cristiano que creía dar un espaldarazo a su causa. Aducen que supone una profesión de fe por parte de Flavio Josefo de la que no hay la más mínima constancia histórica. Otros piensan que todo el texto es auténtico porque los tres párrafos aparecen así en las tres copias manuscritas griegas que se conservan y en todos los manuscritos en latín, árabe, siríaco, eslavo, etc y, además, el vocabulario y la gramática es muy del estilo de Josefo. Otros, por último, creen que sólo las frases entre corchetes son añadidos. El texto, después de quitar las frases entre corchetes, se llama el texto “neutral” y es el que tiene más adeptos.
Pero en 1971 Shlomo Pines, erudito judío de la Universidad Hebrea de Jerusalén, descubrió una versión del testimonio en la Historia Universal de Agapio. Este texto se parece bastante al llamado el texto “neutral”. Dice así:

“En aquel tiempo apareció un hombre sabio, llamado Jesús. Su conducta fue buena y tuvo fama de virtuoso.

Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego que se hicieron sus discípulos. Y cuando Pilato lo condenó a la cruz, sus discípulos no abandonaron el discipulado.

Contaban que se les había aparecido tres días después de su resurrección y que estaba vivo. Según eso él era quizás el Mesías sobre quien los profetas habían contado maravillas"
.

Para la tesis de este artículo, poco importa quien tenga razón. El hecho es que un historiador judío, que había vivido en primera línea los avatares de su pueblo, instruido, conocedor de las intrigas de la política local y que escribe su libro hacia el año 80, afirma sin lugar a dudas la existencia de Jesús, su pretensión de ser el Mesías, su condena a la cruz por Pilato y la existencia de unos discípulos que afirmaban que estaba vivo. Suficiente.

Parece más allá de toda duda, que el Jesús histórico existió. Pero esto es poco para la pretensión cristiana. ¿Coinciden el Jesús histórico con el Jesús de la religión cristiana? ¿Qué grado de fiabilidad tienen los evangelios como documentos históricos? ¿Afirma Jesús en ellos que es hijo de Dios en un sentido literal o era una forma de hablar simbólica para darnos a entender que era, sencillamente, un hombre muy amado por Dios? ¿Se inventaron los seguidores del Jesús histórico –Pablo o algún otro, incluso el emperador Constantino en el siglo IV– el mito del Jesús cristiano? ¿Resucitó realmente Jesús? A estas preguntas trataré de ir respondiendo con argumentos de razón. Por supuesto, ni se me pasa por la imaginación creer que puedo demostrar ninguna de las respuestas. Sólo intento mostrar que creer en las verdades cristianas no es una irracionalidad estúpida propia de crédulos que tienen que renunciar a su inteligencia para creer todo eso. Veremos si soy capaz de conseguirlo.

27 de enero de 2010

Frases

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

El hombre de este siglo, sediento de “comunidad”, de “solidaridad”, debe, ante todo, “no perderse a sí mismo”, ser capaz de oír el lenguaje interior. El silencio “del mundo”, de una profundidad maravillosa, sólo se abre a la visión atenta de quien se siente, al mismo tiempo, más grande y más humilde que el mundo.

Charles Moeller, “Literatura del siglo XX y cristianismo”, Tomo III, capítulo dedicado a Kafka.

24 de enero de 2010

Los tres niveles de la fe

Tomás Alfaro Drake

Lo que viene a continuación es parte del contenido una conferencia dada por el eminente astrónomo y sacerdote jesuita, Manuel Carreira, en el CEU sobre el tema: “Ciencia y fe, ¿relaciones de complementariedad? Algunas cuestiones cosmológicas” el 8 de Noviembre del 2002. Creo que aclara de forma magnífica algunas confusiones corrientes sobre la fe.



La palabra fe tiene tres significados que deben distinguirse muy claramente para no caer en afirmaciones que son totalmente equívocas.

LA FE HUMANA: UN MODO VALIOSO DE CONOCER

El primer significado de la palabra fe se refiere a un modo de conocer que, en lugar de ser por experiencia propia o por raciocinio, es conocimiento por testimonio. En este sentido la palabra fe no tiene necesariamente conexión con nada de ámbito religioso. Estamos aquí en una Universidad y creo que todos nosotros podemos decir que, en este ambiente, en unos años recogemos conocimientos recibidos de las mentes más preclaras de toda la historia de la humanidad, que nosotros no hemos desarrollado ni hemos podido comprobar directamente. Casi todo lo que conocemos lo conocemos por fe humana. Primeramente, todo lo que es histórico sólo puede conocerse por fe humana, pues no hay manera directa de comprobar lo que ya no existe. Y todo lo que yo no puedo comprobar por mis sentidos, ayudados por cualquier instrumento, sólo lo sé por fe humana. Casi todo lo que tengo como cultura científica o de cualquier otro campo, puedo decir que lo tengo por fe humana. Si no hubiese este modo de conocer no podría haber desarrollo cultural. Cuando alguien comentaba con admiración los logros de Newton con su teoría de la gravedad, él dijo: "Si da la impresión de que yo he visto más lejos que otros, es porque me he encaramado sobre los hombros de gigantes que me precedieron". Esto mismo podemos decir nosotros.
(Sin embargo, aunque “casi todo lo que conocemos lo conocemos por fe humana”, hay otras muchas cosas que conocemos por el recto uso de nuestra propia razón humana, esta fuente de conocimiento es también fuente de fe humana, en nuestra propia razón. Además, la fe humana en otros proviene de la razón de esos otros y de mi razón, que juzga la plausibilidad de ese conocimiento que me es transmitido. Es decir, en el fondo de la fe humana está, siempre, la razón. El paréntesis es mío, Tomás Alfaro).

Certeza
Ahora bien, este modo de conocer por testimonio, primero, da certeza. Cuando hay un juicio ante un tribunal, ¿cómo se establece que alguien es inocente o culpable? Por testigos dignos de fe. No se trata de nada de ámbito religioso. Y ese método da certeza “fuera de toda duda razonable”.

Contradice los sentidos
Segundo: da certeza aún en contra del testimonio de mis sentidos. Yo sé con certeza, basada en fe humana, lo que me dice la teoría atómica. Y me dice que mi mano es una nube de partículas en algo que es prácticamente todo vacío, y que la mesa también es una nube de partículas en algo que es casi totalmente vacío. Y que cuando yo quiero pasar mi mano a través de la mesa, no pasa porque hay fuerzas de repulsión, pero que no hay nada sólido, ni en la mesa ni en mi mano. Y que cuando tropieza mi mano con la mesa, no llegan a tocarse jamás dos partículas. Todo esto lo sé con certeza, a pesar de que va en contra de lo que dicen mis sentidos.

Acepto sin entender
Y esta fe humana no sólo me da certeza, aún en contra de mis sentidos, sino que me obliga a aceptar cosas que no entiendo. Y si no hago eso no puedo progresar ni en la ciencia ni en ningún otro ámbito. Hay una frase digna de recordar, de uno de los grandes físicos del siglo XX, Richard Feynman, premio Nobel, con sus discípulos. Dice taxativamente: "Creo que puedo afirmar, sin miedo a que nadie me contradiga, que no hay nadie en el mundo que entienda la Mecánica Cuántica". Y esto lo dice él, que contribuyó mucho a la Mecánica Cuántica. Tampoco sabe hoy nadie como es posible compaginar las dos teorías fundamentales de la física moderna, la Relatividad General y la Mecánica Cuántica, cada una perfectamente comprobada en su ámbito, pero que son incompatibles entre sí. Y ese es tal vez el desafío más grande de la física moderna. No hay lugar a duda de que son verdad, cada una en su campo: será una verdad parcial, pero son verdad. Pero no es posible entender cómo pueden conciliarse. Nadie lo entiende.
(Siendo cierto que acepto sin entender, la razón da la aquiescencia a ese no entender. Yo no entiendo la física cuántica, pero cuando veo que miles de científicos, por el uso recto de su razón, llegan unánimemente a aceptar como cierta la física cuántica, mi razón me dice que debo aceptar ese conocimiento. Esto no significa, ni mucho menos, que la verdad sea una cuestión de consenso. Si un millón de barrenderos apoyase la teoría geocéntrica, eso no la haría verdad. Pero cuando miles de científicos, usando rectamente la razón, y en su campo de conocimiento, aceptan la física cuántica, parece que sería una estupidez no aceptarla. Otra cosa es cuando muchos científicos –no todos– , usando de forma condicionada su razón y en el campo de la ética, que no es el suyo, hablan de la investigación con embriones, por poner un ejemplo. El paréntesis es mío, Tomás Alfaro).

De modo que la fe humana primero es el modo más amplio y valioso de conocer para avanzar en la cultura. Segundo me da certeza aún en contra de lo que dicen mis sentidos. Y tercero, me lleva a aceptar como verdadero lo que no entiendo. Todo esto se debe recordar luego cuando hablemos de la fe en sentido religioso.

En esta fe humana entra todo lo que es historia, como dije ya al principio. Con la fe humana puedo conocer que existió, por ejemplo Sócrates. Y sólo lo puedo saber por testimonios de sus contemporáneos. Con fe humana puedo saber lo que enseñó Sócrates. Y sólo lo sé también por testimonios de sus contemporáneos. Con el mismo tipo de certeza histórica tengo que Cristo existió hace dos mil años y lo que enseñó. Por lo tanto, nuestra fe en él, como base de una religión que no es ya simplemente un conocimiento abstracto sino histórico, tiene que fundarse en los mismos criterios y en la misma metodología que uso para cualquier otro personaje histórico. Eso es lo que afirma la Iglesia. En la encíclica Fe y Razón el Papa deja muy claro que nuestra fe no se basa en cuentos ni en mitologías, ni siquiera en un libro. Se basa en hechos históricos.

LA FE COMO CONFIANZA

Una vez que tenemos este tipo de fe como modo de conocer, pensemos en otro significado de la palabra, que usamos también en la vida ordinaria. Alguien dice: "Tengo unos dolores de espalda que me están haciendo la vida imposible, pero tengo mucha fe en un médico, que sé que ha ayudado a muchas personas. Iré a él y haré lo que me diga". Otro dirá que tiene mucha fe en un político (aunque sea más difícil). Y otro dirá que tiene mucha fe en unas vitaminas o en un método gimnástico. Como es obvio, en ninguno de estos casos se trata de un aumento de conocimiento. Se trata de un acto de la voluntad para dirigir la actividad de mi vida, que responde a un conocimiento. En un campo o en otro, voy a ajustar mi proceder a lo que una persona, o una convicción, me lleve a hacer porque tengo conocimiento suficiente para darles mi confianza. Esta es, pues, fe como confianza. Presupone la anterior: yo no puedo tener fe en algo que no conozco. Pero ya no es un acto de la inteligencia, sino de la voluntad libre.

Prejuicios y condicionamientos
Esta voluntad libre, por prejuicios o cualquier otro condicionamiento no intelectual, puede llevar a rechazar aún aquello que está bien probado como conocimiento, incluso en una ciencia experimental. En la Alemania nazi, por ejemplo, se decidió por decreto que la Teoría de la Relatividad de Einstein debía rechazarse, porque era “ciencia judía”. Los argumentos en su favor no bastaban. Era ciencia judía, no podía ser verdad. En la Rusia soviética se rechazó la genética moderna porque, según el dogma marxista, los niños de los marxistas tenían que nacer ya marxistas. Y como la genética decía que no se heredan los caracteres adquiridos, había que rechazar la genética. Y se inventaron la genética de Lisenko y de otros, que tenía como base la herencia de los caracteres adquiridos, aunque fuesen las maneras de actuar y las ideologías de la política.

Esta fe-confianza, en el ámbito religioso, se da con la cooperación de la gracia divina y puede llevar incluso a milagros cuando alguien tiene una inspiración de confiar en Dios de tal manera que, en un caso concreto puede invocarle para que haga un milagro. Obviamente, es una fe en que no aumenta el conocimiento, sino más bien una fe que afecta a la voluntad, que actúa, libremente, aún bajo el influjo de la gracia, y es responsable de su respuesta como de todo acto libre.

Pero tengan en cuenta que es de la voluntad de la que estoy hablando. No es el sentimiento, no es una cosa que yo siento dentro. No, el sentir no es parte de la fe sino parte de la emotividad. Y no depende de mi voluntad el sentir o no sentir, ni tampoco de mi entendimiento.
(Ciertamente, la fe no es un sentimiento. Pero Dios nos puede conceder al gracia de que a esa fe se una un maravilloso sentimiento. Si es así, ¡gracias le sean dadas! Pero tenemos el testimonio de muchos santos y místicos que nos dicen cómo su poderosa fe ha ido acompañada de una terrible sequedad que han bautizado con el nombre de “noche oscura del alma”. Y eso, no hace su fe menor. Al contrario, probada en el crisol de la sequedad, es mayor. El paréntesis es mío, Tomás Alfaro.)

LA FE COMO DON DE DIOS

Hay, finalmente, otro nivel superior en el que se dice que la fe es un don de Dios. Muchas veces yo he oído decir, incluso a gente que enseñaba teología, que la fe tiene que ser sin razones, porque la fe es puramente un don de Dios y no puede ser el resultado de pruebas racionales. ¡Mentira! La fe como don de Dios, en cuanto a su definición, no tiene nada que ver con los niveles anteriores. Exige esos niveles anteriores, exige la racionalidad y exige el acto libre. Pero la fe como don de Dios es lo que llamamos una virtud teologal. La palabra “virtud” significa un agente activo, como cuando alguien dice que una píldora “tiene unas virtudes curativas” muy especiales. Es un agente activo sobrenatural, una nueva capacidad, dada por Dios que no afecta a mi conocimiento en nada ni tampoco afecta a mi voluntad directamente, pero que da a mis actos un valor eterno para mi unión con Dios. Esa es la fe que se le da al bebé cuando se le bautiza, aunque el bebé no se entere de nada ni haga acto libre alguno.

Se supone que esta fe se da, o bien a quien ya conoce a Cristo y ha decidido poner su vida de acuerdo con sus enseñanzas, o a quien sus padres y padrinos prometen que se le va a dar esa preparación para vivir de acuerdo con la fe que recibe. Esta fe marca a la persona, le da esa nueva capacidad de manera que, ocurra lo que ocurra, el bautismo ya nunca se repite. Aún a quien ha sido luego infiel a ella y ha apostatado no se le vuelve a bautizar si se arrepiente, porque la fe es una especie de injerto inamovible de divinidad en el alma humana. Y esa fe sí es necesariamente sólo don de Dios, porque sólo Dios puede dar un principio de vida divina que capacita a la persona para vivir y gozar con una vida propia de Dios en la eternidad.

Como ven, los tres niveles de fe son claramente muy distintos. Y no se puede decir: “Yo no tengo fe: si Dios no me la ha dado, ¿de qué se queja?”. Eso es una blasfemia. He respondido alguna vez: “¿Cómo cree usted que Dios le va a dar la fe? ¿Mientras está viendo la televisión, quiere que se la meta por un embudo en la cabeza? ¿Qué ha hecho usted por conocer históricamente las bases de la fe? ¿Qué ha hecho para conocer los argumentos que hay acerca de la existencia de Cristo y de su enseñanza? Si no ha hecho nada, no le eche la culpa a Dios de que no tiene fe”.

Creo que este artículo del P. Carreira muestra magníficamente tres aspectos esenciales de la fe: La fe es racional; la fe es un acto libre de la voluntad; la de es sobrenatural. Por eso la fe hay que buscarla y cuidarla. Si no, no seríamos responsables de tener o no tener fe. Dios da el don de la fe a todo hombre. Es nuestra responsabilidad acogerla, cuidarla y mantenerla. En la serie de artículos que iniciaré la semana que viene, voy a dar información, conocimiento, para que pueda darse esa fe humana del intelecto, primer paso para acceder a la fe como confianza, acto de la voluntad. No pretenderé demostrar, tan sólo generar una buena dosis de conocimiento para que, tal vez, alguna persona de buena voluntad deje a esa buena voluntad dar el paso a la fe como confianza, dejando así la posibilidad de actuar a la fe como don de Dios. Y para los que ya tengan fe, ojalá esta serie de artículos se la pueda reafirmar.

20 de enero de 2010

Frases

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Vivimos como si fuéramos los únicos dueños. Esto es lo que nos convierte en mendigos.

Gustav Janouche, puesto en boca de Kafka en “Conversaciones con Kafka”.

16 de enero de 2010

¿Por qué, Dios mío permites esto?

Tomás Alfaro Drake

Ante la tragedia del terremoto de Haití, no puedo por menos que publicar algo que escribí a raíz del maremoto del Índico y que viene ahora como anillo al dedo. Ahí va.

A tu mejor amigo, con tres hijos pequeños, le han diagnosticado un cáncer fulminante y le quedan unos meses de vida. Un maremoto arrasa las costas del Índico y causa casi 200.000 muertos. Y la pregunta nos asalta. ¿Por qué Dios permite esto? ¿No es un Dios de amor y de bondad? ¿Dónde están ese amor y esa bondad? ¿No será que es un Dios perverso? ¿O es que no hay Dios y el mundo está regido por el ciego azar y no tiene ningún sentido? ¿Será el mundo, como dice Macbeth en la tragedia de Shakespeare, “un cuento sin sentido contado con mucho aparato por un idiota”?

¿Quién no se ha hecho estas preguntas cuando la vida le ha golpeado a él, a alguien querido o a millones de personas? Ni siquiera queda el consuelo de atribuirlo al mal uso de la libertad humana. Si alguien mata a otra persona para robarle o si Hitler mató a 6 millones de judíos, les podemos echar la culpa a los asesinos. Y si Dios se lo permitió, podemos atribuírselo al misterio de la libertad humana. Pero estas cosas que no dependen de la voluntad de ningún ser humano, el cáncer o los maremotos, ¿por qué? ¿Es que no rige Dios el mundo físico? ¿Por qué lo permite entonces? Son preguntas muy humanas y quien no se las haga, no es humano, es una piedra. Pero son preguntas que tienen respuesta, y hay que hacérselas buscando esta respuesta, no cerrándose a ella antes de planteárselas. Pero esa respuesta viene sólo de la mano de la fe y nada más que de ella. Si nos cerramos a la fe, concluyendo que Dios no existe o que es un Dios perverso, sólo nos queda el cuento del idiota. La respuesta “no hay Dios” no es respuesta y no es este el momento de filosofar diciendo que un Dios malo es como decir un fuego frío o un agua seca.

Entonces, si hay respuesta desde la fe, ¿cual es esta respuesta? Para buscarla hay que quitarse las orejeras de nuestra mente y eso siempre es difícil, pero sobre todo en momentos de intenso sufrimiento. Pero la alternativa a hacerlo vuelve a ser el sinsentido. Y, ¿cuáles son esas orejeras? No son otras que ver en la vida terrena un bien absoluto. Porque la vida, que es el mayor bien que nosotros podemos administrar, no es un bien absoluto para el hombre. El bien absoluto es la contemplación de ese Dios Bondad, Amor, Misericordia, Belleza y Verdad en el que creemos. Para eso existimos, para eso nos ha creado ese Dios y, también, para eso somos libres. Porque el misterio de la libertad del hombre, al que antes he aludido, no se puede entender si la libertad no es un bien necesario, aunque a veces los hombres lo usemos muy mal, para alcanzar el Bien supremo. Sin la libertad, seríamos unos seres incapaces de gozar en la contemplación de Dios. Y Dios, sin nuestra libertad, sería un dictador. Un dictador del bien, pero un dictador. Y Dios no quiere ser un dictador.

Sé, escribiendo estas líneas, y lo sé porque lo he vivido, que es muy fácil hablar de esto cuando los dedos del sufrimiento no le están atenazando a uno el corazón. Perdí a mi padre con 14 años, a mi suegro, al que quería casi como a un padre a los 26, a mi madre con 27, debería tener unos 35 cuando un accidente de coche segó la vida de una hermana de mi mujer y su marido, que eran como hermanos míos, otro hermano de mi mujer, también muy querido por mí, perdió la vida unos años más tarde también en accidente de coche, mi hermana, esta de sangre, murió cuando yo tenía 48. Hace dos años murió mi suegra, a la que, en contra del tópico habitual, quería casi como a una madre. Sé, por tanto, lo que es la tristeza de perder seres queridos. Me ha dolido el alma con cada pérdida pero siempre, en cada de una de ellas, he tenido el profundo convencimiento, la certidumbre reconfortante de que no era más que un tiempo de separación, de que volvería a encontrarlos en la casa del Padre común. Y no siempre he tenido la fe que tengo ahora. Pero ésta es la única respuesta con sentido. Dios nos espera con los brazos abiertos y en esos brazos nos encontraremos con los seres que en un momento dado de nuestra vida terrena nos abandonan o a los que tendremos que abandonar un día. Y el momento y la forma de nuestra muerte son el momento y la forma que más pueden ayudar a nuestra libertad a aspirar al bien supremo por encima del bien de la vida terrena. El buen Dios elige ese momento con misericordia y con ansia de que lleguemos a sus brazos, para cada uno de nosotros y para cada uno de los hombres para los que nuestra muerte puede ser una señal. Ningún hombre lo puede elegir con bondad y justicia ni para sí ni para otros. Primero, porque le falta la omnisciencia de Dios y, segundo, porque ningún hombre se ha dado a sí mismo ni a otros el don de la vida. Y si alguien cree que tampoco Dios le ha dado el don de la vida y la existencia, sino el azar ciego de la ruleta de la existencia, volvemos al sinsentido. Si cuando los dedos del sufrimiento no nos atenazan creemos que esto son sólo palabras, cuando el sufrimiento nos oprima, no habrá tabla a la que agarrarse. Si lo creemos con madurez y firmeza en los momentos de bonanza, el sufrimiento puede ponernos orejeras, incluso una venda delante de los ojos, pero nunca nos cegará del todo y para siempre. Las lágrimas podrán impedirnos ver las estrellas durante algún tiempo, pero las volveremos a contemplar. Y ese dolor nos hará entendernos mejor como seres humanos y entender mejor a los que sufren a nuestro lado.

Lo anterior no es teoría. Es lo más real que puede haber. Porque Dios no ha querido que le tachemos de alguien que habla desde su empíreo sin saber nada del sufrimiento humano. Lo ha querido experimentar en su propia carne haciéndose un hombre igual a nosotros en todo, menos en el pecado, pero al que cuando le pinchaban le dolía y sangraba. Dios, el propio Dios, el creador del Universo, es un hombre que se cansa, que sufre, que es incomprendido, que pierde a su padre y a sus amigos, aunque a Lázaro luego le resucite, que le duele el sufrimiento de las viudas y de los huérfanos y que, al final, es torturado de la manera más horrible en que un hombre pueda serlo. Por eso, al misterio insondable del sufrimiento humano, Dios responde con otro misterio más insondable aún, el de su propia inmolación voluntaria en Cristo. “Porque era conveniente que Dios, [...] que quiere conducir a la Gloria a muchos hijos, elevara por los sufrimientos [...] al cabeza de fila que los iba a llevar a la salvación” (Epístola a los Hebreos 2,10). Pero después de la muerte de Cristo, Dios nos ha querido mostrar la esperanza de la vida eterna en su resurrección. La muerte, no es para siempre. Cristo murió “para poder destruir con su muerte al que tenía poder para matar, es decir, al diablo, y librar a aquellos a quienes el temor a la muerte tenía esclavizados de por vida” (Hebreos 2, 15). Tomo la palabra de un existencialista ateo, como es Sartre, para expresar esto con más elocuencia de la que yo nunca pueda hacerlo:

“El Cristo sufrirá en su carne, porque es hombre, pero también es Dios, y toda su divinidad está más allá del sufrimiento. Y nosotros, los hombres, hechos a su imagen, también estamos más allá de nuestro sufrimiento en la medida en que nos parecemos a él. [...] El Cristo ha nacido para todos los niños del mundo y cada vez que un niño va a nacer, el Cristo nacerá en él y por él, eternamente, para ser golpeado con él por todos los dolores y para que escape, en él y por él, eternamente, de todos los dolores” (Barioná, el hijo del trueno, Jean Paul Sartre, 1940. Vozdepapel, Madrid, 2004, pag. 138, 139 y 140).

Por eso, cuando alguien pregunta: ¿Dónde estaba Dios mientras una ola segaba cientos de miles de vidas humanas?, la respuesta es inmediata: Era ese niño que salía en la televisión llorando porque en cinco minutos había perdido a todos los que quería en este mundo. O estaba en ese adolescente que lloraba lágrimas amargas porque había perdido a su padre.

Sin embargo, todas estas certidumbres se tambalean cuando entran en juego los grandes números. ¿Es que para los casi 200.000 muertos causados por el tsunami del océano Índico, a lo largo de un arco de muchos miles de kilómetros, algunos venidos desde muchos miles de kilómetros de distancia, ese, precisamente ese, era el día más adecuado? La única respuesta es que sí. Esos son los métodos del Señor del azar. Los científicos saben, desde fines del siglo XX que el universo que nos cobija es un conjunto de casualidades tan improbables que hacen palidecer a las probabilidades de que cientos de miles de personas que tienen que morir hoy por su bien absoluto se reúnan por motivos tan dispares como el hambre o el turismo en un arco de miles de kilómetros alrededor del Índico. Pero por si esto puede parecer improbable cuento algo que, sin ser más que una anécdota, tiene que ver con los métodos del Señor del azar. ¿O no es sólo azar? Ayer, justo cuando estaba escribiendo este párrafo, me vino a ver un amigo, profesor de la Universidad Francisco de Vitoria. Está escribiendo un libro sobre complejidad que se llama “Sobre hormigas y personas”. Muy empresarial y científico. En él habla de unos conocidos suyos, los Pelayos, dos hermanos, de apellido Pelayo, con una extraña pero lucrativa profesión. Se dedican a ganar dinero en los casinos. No es que hayan inventado ningún sistema infalible con el que muchos sueñan. Saben que semejante método no existe. Pero también saben que no hay ruleta perfecta. Van a un casino, eligen una mesa, anotan los números que salen en mil tiradas, analizan estadísticamente las series y después juegan y ganan. Ellos lo consideran un trabajo como otro cualquiera. Desde luego no es ilegal, pero tienen prohibida la entrada en muchos casinos. Pues bien, los hermanos Pelayo, cada uno con su familia tenían esta Navidad planificado un viaje a Sri Lanka. Cada hermano iba con su familia por su lado pero se habían dado cita el día 26 de Diciembre en una playa de la costa oriental de Sri Lanka. Uno de ellos llegó el día anterior y tenía que coger un autobús para ir de Colombo a la playa. El autobús se estropeo y no pudieron ir. El otro tenía que viajar ese día desde la India. La familia perdió el avión. La playa a la que pensaban ir quedó arrasada. ¿Azar? Anatole France dijo que el azar era el pseudónimo de Dios cuando no quiere firmar. San Agustín, más ortodoxamente, dijo: “Nosotros no negamos la existencia de las causas llamadas fortuitas (de donde ha tomado el nombre la fortuna). Las llamamos ocultas y las atribuimos a la voluntad de Dios o de cualquier otro espíritu” (San Agustín. La ciudad de Dios. Libro V, capítulo 9).

Sin embargo, cabe una muy razonable duda. ¿Es qué la existencia tiene que tener sentido? Es evidente que es más bonito un mundo en el que lo que se acaba de decir sea verdad que uno en el que no lo sea. Pero que sea más bonito no quiere decir que sea cierto. Puede que el sentido del mundo sea el sinsentido. Puede que efectivamente, “el mundo sea un cuento sin sentido, contado con gran aparato por un idiota”. Entonces habría tres posturas. La huída, la distracción, pensar en otra cosa mientras podamos, subir la radio cuando nos asalten las preguntas sería la primera. La resignación a vivir en un mundo sin respuestas sería la segunda. Y, por último, el suicidio. Albert Camus decía que la decisión más seria del hombre era si suicidarse o no y si el mundo es un sinsentido total, tenía razón. A nosotros, occidentales del siglo XXI, nos resulta fácil imaginar la segunda, la paciente y estoica resignación. Pero no lo es en absoluto. La imaginamos, y hasta la consideramos una postura de valerosos románticos, porque en el fondo, muy en el fondo de su alma, hasta el más ateo de los hombres occidentales está impregnado de la respuesta cristiana. Es, en cierta manera, un parásito del cristianismo. Y uso la palabra parásito sin ningún carácter peyorativo. Estoy encantado, como cristiano creyente que soy, de servir de huésped para ateos que esperan que yo crea por ellos. Pero que esta segunda respuesta no es tan fácil de vivir como de imaginar nos lo transmite también Sartre en su obra “El muro”, en la conversación de dos personas que van a ser fusiladas al amanecer:

– Es como en las pesadillas, decía Tom. Queremos pensar en algo, tenemos todo el tiempo la impresión de que ya esta, que vamos a comprender y después, la sensación resbala, se escapa, y recaemos. Me digo: Después no habrá nada. Pero no comprendo lo que eso quiere decir. Hay momentos en los que casi llego... y después recaigo, empiezo a pensar otra vez en el dolor, en las balas, en las detonaciones. Soy materialista, te lo juro; no me estoy volviendo loco. Pero hay algo que no funciona. Veo mi cadáver: eso no es difícil, pero soy yo el que lo veo, con mis ojos . Tendría que ser capaz de pensar... de pensar que no veré nada más, que no oiré nada más y que el mundo continuará para los demás. No estamos hechos para pensar eso, Pablo. Puedes creerme: ya me he pasado en vela más de una noche entera esperando algo. Pero eso no se parece a nada: eso nos cogerá por detrás, Pablo, y no habremos podido prepararnos.
– El montaje, le dije, ¿quieres que llame a un confesor?

También cabe otra solución, otra forma de huída, inventarnos un mundo bonito, con sentido. El montaje, como le dice irónicamente Pablo a Tom. ¿Es todo lo anterior un montaje para huir cobardemente de la realidad en otro sentido más creativo que subir la radio?

Sería muy largo entrar ahora en un análisis pormenorizado de este asunto. Además sería intelectualizarlo, y yo quiero moverme en este escrito en un plano vivencial. Pero aquél que quiera un poquito de materia prima para pensar, puede ller la serie sobre Dios y la ciencia publicada en este blog y, en breve empezaré otra serie sobre la credibilidad de Jesucristo sobre la lógica de la existencia de Dios y de la creencia en Cristo, respectivamente. Después de un análisis de la razón, sin llegar a demostrar que Dios existe y que Jesucristo es hijo de Dios, se llega, sin lugar a dudas a que es más plausible eso que lo contrario y, es por lo tanto, más razonable creerlo que no creerlo. Además, la teoría del invento sería llamar locos a personas tan cuerdas en su vida cotidiana como Teresa de Jesús, Francisco de Asís, Teresa de Calcuta y una larguísima lista de personas que, sin ser santos, creen maduramente en la respuesta de Dios. Y los frutos de la locura son completamente distintos de la caridad que marca a las personas citadas a título de ejemplo.

Pero hay otra razón para descartar la hipótesis del invento como huída creativa de la realidad. Es un argumento que le da C. S. Lewis a su amigo Sheldon Vanauken que le plantea precisamente esa cuestión. Dice Lewis:

“Y ahora, otra cosa sobre los deseos. El deseo de creer algo puede llevar a falsas creencias, te lo concedo... Pero, ¿Qué sugiere la existencia del deseo? Una vez me impresionó una frase de Arnold: “Tener hambre no prueba que tengamos pan”. Pero lo que es seguro, aunque no prueba que un hombre concreto tenga comida, si prueba que existe la comida. P. Ej; si fuéramos una especie que no comiera, normalmente, que no estuviera diseñada para comer, ¿sentiríamos hambre? Dices que el mundo del materialismo es “feo”. Me pregunto cómo has descubierto eso. Si tú realmente eres fruto de un mundo materialista, ¿cómo es que no te encuentras a gusto en él? ¿Se quejan los peces del mar por estar mojados? Y si lo hiciesen, ¿no sugeriría fuertemente ese mismo hecho que no habían sido siempre criaturas acuáticas? Date cuenta de cómo continuamente nos sorprendemos el paso del tiempo. (¡Cómo vuela el tiempo! ¡Parece mentira que fulanito ya sea mayor y se case! ¡Casi no puedo creerlo!”) En nombre del cielo, ¿por qué? A menos que, en realidad, haya algo en nosotros que no sea temporal...”.

Que el mundo de la materia sin alma y condenada a la muerte es feo, no cabe duda. Comparemos la visión de san Pablo con la de Bertrand Russell, la de un mundo con sufrimiento pero con esperanza con la de un mundo sin sentido ni posibilidad de tenerlo.

San Pablo:

“La creación entera está en anhelante espera de la manifestación de los hijos de Dios. Ya que fue sometida al fracaso, no por su propia voluntad, sino por el que la sometió, con la esperanza de que será liberada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. [...] La creación entera gime y siente dolores de parto [...] y nosotros mismos gemimos, suspirando por que Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo”.

Bertrand Russell:

“El hombre es el producto de unas causas que no habían previsto los fines que están logrando; es decir, que su crecimiento, sus esperanzas y temores, sus amores y sus creencias no son otra cosa que el resultado de la colocación accidental de los átomos; que no hay fuego ni heroísmo, ni intensidad de pensamiento o sentimiento, que puedan conservar la vida individual más allá de la tumba; que todos los esfuerzos de todas las edades, toda la devoción, toda la inspiración y el brillo meridiano del genio humano, están destinados a la extinción en las grandes profundidades del sistema solar, y que todo el templo del logro de los hombres terminará inevitablemente enterrado bajo los restos del universo en ruinas. Todo esto, si no está más allá de cualquier discusión, está sin embargo tan cerca de ser cierto que ninguna filosofía que lo rechace podrá sobrevivir. Sólo con los andamios de estas verdades, sólo con los cimientos firmes del desespero inconmovible, podrá construirse de manera segura el habitáculo del alma”.

Todas las comparaciones son odiosas, pero unas más que otras. Pero la cuestión está en por qué la segunda visión nos parece espantosa y la primera llena de luz y esperanza en medio del dolor. Si fuésemos fruto de ese mundo materialista condenado a morir, no tendría por qué pasar eso. Y es rigurosamente contradictoria y gratuitamente falaz la conclusión Bertrand Russell:

“Todo esto, si no está más allá de cualquier discusión, está sin embargo tan cerca de ser cierto que ninguna filosofía que lo rechace podrá sobrevivir. Sólo con los andamios de estas verdades, sólo con los cimientos firmes del desespero inconmovible, podrá construirse de manera segura el habitáculo del alma”.

Todo eso, no sólo no está más allá de cualquier discusión, sino que discutido con seriedad tiene inmensamente más probabilidades de ser falso que la visión de san Pablo. Pero si incluso para Bertrand Russell no está más allá de cualquier discusión, ¿por qué habla de “los andamios de estas verdades”? Y, ¿que construcción segura del habitáculo de qué alma se puede construir con esas supuestas verdades? No quisiera que mi casa estuviese hecha con paredes como esas. “Verdades” como esas han llevado al suicidio a un número de personas comparable a las muertas en el tsunami del Índico.

Así pues, si hay dos maneras de entender el sufrimiento en el mundo y en nuestra vida, una de ellas espantosa y la otra llena de esperanza, si no parece que la visión bella sea inventada, sino, al contrario, analizada parece enormemente más plausible que la otra, ¿por qué, en nombre del cielo, tanta gente se empeña en elegir gratuitamente la nada, el Dios no existe, el nada tiene sentido?

En el fondo, la única razón para esta elección es no querer aceptar la existencia de un ser superior al hombre, no querer aceptar nuestra condición de criaturas limitadas, preferir el vacío a la adoración. Desde luego, no siempre que se elige la nada se hace conscientemente, más bien es una especie de corriente de pensamiento al que arrastra lo políticamente correcto. Aún a costa de negar el consuelo de la bondad de Dios para con sus criaturas.

El otro día, en el diario “El Mundo” apareció un chiste cruel. Aparecía Dios, con imágenes del maremoto al fondo. Parecía consternado, con la cara entre las manos. El texto decía algo así como: “Dios está sufriendo; Se va a aprobar la ley del matrimonio entre homosexuales”. Inmediatamente se me vino a la cabeza una cita del Evangelio: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden quitar la vida; temed más bien al que puede destruir al hombre entero en el fuego eterno” (Mateo 10, 28).Realmente, el relativismo moral en el que se ha atrincherado esta sociedad , en el que el bien y el mal se confunden según las conveniencias o las modas, es capaz de privar del Bien supremo a muchas más personas a las que el maremoto del Índico o el cáncer ha privado del bien de la vida. Y este mismo relativismo moral priva de ese mismo bien de la vida a millones de seres humanos. Fetos y embriones son ya sus víctimas. Es posible que pronto lo sean ancianos y enfermos. El proceso está en marcha, lenta pero inexorablemente. Sin embargo, en la otra cara de la moneda, en la cruz, están los que creen en un Dios de bondad y en Jesucristo, y sus frutos son de entrega, caridad y beneficencia en los más inhóspitos y abandonados rincones del mundo. Son los ojos y las manos de ese Dios bueno.

Pero, al final de tanta disquisición, debemos ser capaces de aceptar el misterio. Dios es bueno, misericordioso y tierno, pero sus caminos no son nuestros caminos. Dios es Dios y el hombre no. El hombre debe usar su razón para intentar entender pero, al final, el misterio no se puede comprender, no porque sea irracional, sino porque supera a la razón. Y sin poder entenderlo, debemos contemplarlo. Confiar en Dios, en su poderosa palabra de salvación y dejar a Dios ser Dios, siendo nosotros criaturas suyas en la confianza de que, como dice san Pablo, “en los que aman a Dios todo coopera para el bien”.

13 de enero de 2010

Frases

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Gozando de las criaturas con pobreza y libertad de espíritu, el hombre entra en la verdadera posesión del mundo, como quien no tiene nada y lo posee todo.

Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 37.

9 de enero de 2010

Las mentiras de Freud

Tomás Alfaro Drake

En mi entrada del 12 de diciembre del año pasado, sobre "Los maestros de la sospecha", dije que próximamante publicaría algo para hablar de las mentiras de Freud en apoyo de sus métodos terapéuticos. Bueno, pues, ahí va.

La diferencia entre una invención y una mentira
Mikkel Borch-Jacobsen
[1]

¿Fue Freud un mentiroso? Desde que Frank Cioffi tuvo la osadía de plantear esta posibilidad en 1973, la pregunta no ha dejado de sacudir el mundo del psicoanálisis. Hasta entonces las cosas habían sido muy sencillas. Hijos del “siglo freudiano”, todos habíamos aprendido a venerar en Sigmund Freud a un hombre de “absoluta honestidad” e “integridad intachable”, como escribió su leal biógrafo Ernest Jones. ¿Cuántas veces nos dijeron esto? Fue su pasión por la verdad la que le permitió enfrentarse a los demonios de su propio inconsciente y levantar la represión de siglos que pesaba sobre la sexualidad, a pesar de la “resistencia” de sus pacientes y los ataques de sus colegas. Fue asimismo esta probidad científica la que le hizo reconocer su error sobre “escenas” fantásticas de incesto y abusos sexuales que le habían contado sus pacientes, a pesar del doloroso revés profesional que esto representaba para él. En Freud, la ciencia coincidía con la fibra moral del científico, cuya edificante biografía nunca nos cansábamos de leer: la milagrosa “curación por la palabra de Anna O., la ruptura con Joseph Breuer en relación con la sexualidad, la solitaria travesía del desierto, el amargo abandono de la “teoría de la seducción”, el heroico autoanálisis, el apartamiento de la transferencia sobre Wilhelm Fliess, el estoicismo frente a los ataques de sus colegas.

Es una bonita historia, pero ahora sabemos que no es más que una gran “leyenda” (Henri Ellenberger). Uno tras otro, los historiadores del psicoanálisis nos han mostrado que las cosas no sucedieron del modo en que Freud y sus biógrafos autorizados nos habían contado. No, la “curación por la palabra” de Anna O. no fue nunca el “gran éxito terapéutico” del que más tarde alardearía Freud. No, Breuer no negó en absoluto el papel de la sexualidad en las neurosis. No, Freud no estuvo tan aislado intelectualmente como él pretendió y, en un principio, las reacciones de sus colegas estuvieron muy lejos de ser desfavorables. Todo lo contrario, muchos de ellos –especialmente su amigo Fliess– sintieron un profundo interés por la sexualidad, incluida la sexualidad infantil. También era falso que los pacientes de Freud le contaran espontáneamente pseudorrecuerdos de seducción sexual infantil: fue el popio Freud quien les arrancó estas escenas de perversión, a pesar de las vehementes protestas del los pacientes. Freud nos había mentido; ya no podíamos confiar en él. Había comenzado la era de la sospecha. De repente, los estudiosos empezaron a darse cuenta de que disfrazaba fragmentos de su autoanálisis como casos “objetivos”, que ocultaba sus fuentes, que situaba convenientemente algunos de sus análisis en una fecha anterior, que atribuía a veces a sus pacientes “asociaciones libres” que él mismo construía, que exageraba sus éxitos terapéuticos, que difamaba a sus oponentes. Algunos llegan incluso a sugerir –supremo crimen de lesa majestad– que Sigmund engañaba a su esposa con su cuñada Minna. Los partidarios del psicoanálisis se muestran indignados y hablan de periodismo amarillista, de paranoia, de “linchamiento de Freud” pero es evidente que se ponen a la defensiva.

Una cosa es, sin embargo, sondear las profundidades de la reescritura de la historia por parte de Freud y otra comprender sus motivos. ¿Por qué diablos sintió el fundador del psicoanálisis la necesidad de contar todas estas trolas? ¿Era sólo pura fanfarronería? ¿Un deseo pueril de demostrar su originalidad y su primacía intelectual? ¿Una sagaz estrategia de marketing? ¿Un modo de promover un culto a la personalidad en el movimiento que había creado? En un libro publicado en holandés en 1993 y ahora traducido al alemán como Der Fall Freud: Die Geburt der Psychoanalyse aus der Lüge, (su traducción castellana podría ser El caso Freud: la mentira como origen del psicoanálisis), el historiador Han Israëls propone una explicación que posee al menos el mérito de la sencillez. Freud, señala Israëls, tenía tanta confianza en sus primeras teorías que presumió públicamente de éxitos terapéuticos que aún no había obtenido. Cuando no se materializaban, obligándole a revisar sus teorías, Freud tenía que explicar por qué las había abandonado sin poder aducir la verdadera razón: eso hubiera supuesto admitir que había cometido un serio fraude científico. Al igual que un niño que había sido sorprendido in fraganti, recurría a nuevas mentiras, acusando a los otros de haberle mentido a él. La culpa de todo era de ese victoriano, Breuer, que le había ocultado el “amor de transferencia” de Anna O. y sus desastrosas consecuencias. O, más de lo mismo, la culpa la tenían sus pacientes femeninas, que le habían contado todas esas tonterías sobre sus papás. Al echar la culpa a las pertinentes cabezas de turco, Freud se permitía incluso el lujo de transformar sus fracasos en victorias. ¿No era él, al fin y al cabo, quien había conseguido sacar a la luz el motivo oculto de todas las mentiras que le habían contado? Había nacido el mito del héroe.

Este modelo de engaño parece haber comenzado muy pronto en la carrera de Freud, antes incluso del inicio del psicoanálisis. Israëls arroja a este respecto una luz nueva y perturbadora sobre el llamado “episodio de la cocaína”, el primer gran fiasco profesional de Freud. En un artículo publicado en julio de 1884, Freud defendió esta sustancia recién introducida, recomendándola para dolencias tan diversas como trastornos digestivos, mareos, neurastenia, neuralgias faciales, asma e impotencia. Basándose en informaciones publicadas en revistas médicas de Estados Unidos, también recomendó la administración de cocaína en el tratamiento de la adicción a la morfina y afirmó que había curado con éxito un caso de este tipo: “Durante los primeros días de la cura [el paciente] consumió [i.e. oralmente] diariamente 3 dg de cocainum muriaticum, y después de diez días pudo prescindir por completo del tratamiento de coca”.

En marzo del año siguiente Freud repitió esta afirmación en una conferencia que dio en la Sociedad Psiquiátrica de Viena y que publicó unos meses más tarde. Seguía refiriéndose al mismo paciente pero, extrañamente, tanto la duración del tratamiento como la dosis de cocaína y el método de administración habían cambiado. El paciente ahora “tomó alrededor de 0,4 g de cocaína por día y 20 días después superó la abstinencia de morfina. No se declaró ningún hábito a la cocaína; por el contrario, se puso de manifiesto de una forma inconfundible una creciente antipatía al uso de cocaína […]. Recomiendo sin reservas la administración de cocaína para estas curas de abandono en inyecciones subcutáneas de 0,03-0,05 g por dosis, sin temor alguno a aumentar la dosis”.

El paciente de Freud fue muy afortunado, ya que cuando Albrecht Erlenmayer, un eminente especialista en adicción a la morfina, probó el método de Freud con sus propios pacientes, estos no experimentaron ninguna mejoría. Y lo que es peor, Erlenmayer previno enérgicamente contra los peligros del hábito a la cocaína. El doctor Freud, escribió, además de la morfina y del alcohol, había incorporado “el tercer azote de la humanidad, la cocaína”. La bofetada fue monumental. Obligado a responder, Freud se justificó afirmando en un artículo que los resultados de Erlermayer se habían visto afectados por haber aplicado la cocaína de forma subcutánea, y no oral, como él había prescrito, Nadie parece haber reparado en aquel momento en que fue justamente este método el que él había recomendado en su artículo de 1885. Después de eso Freud “olvidó” ese artículo comprometedor y nunca volvió a mencionarlo entre sus publicaciones. Aparte de un puñado de alusiones veladas en la interpretación de los sueños, donde acusaba a su paciente de haberse puesto inyecciones de cocaína en contra de sus consejos, Freud nunca habría de volver públicamente sobre este tema.

Y no le faltaban razones para ello. Como quedó de manifiesto a comienzos de los años cincuenta en un artículo de Siegfried Bernfeld y en la biografía de Jones a quien Anna Freud le había facilitado las cartas que Freud había enviado a Martha Bernays durante su noviazgo (las famosas y confidenciales Braubriefe), las cosas había sucedido en realidad tal y como había predicho Erlenmayer. El paciente de Freud no era otro que Ernst von Fleischl-Marxow, uno de sus colegas y amigos que estaba utilizando morfina para combatir unos neuromas terriblemente dolorosos provocados por la amputación de varios dedos; su tratamiento de desintoxicación, que había, que había iniciado a comienzos de mayo de 1884, había sido un desastre absoluto. Apenas una semana más tarde, nos dice Jones, Freud y sus colegas Obersteiner y Exner encontraron a Fleischl tumbado sobre el suelo, “casi inconsciente a causa del dolor”. Fleischl no sólo había continuado tomando morfina, sino que después de que Freud le pusiera inyecciones de cocaína en enero de 1885 en un intento de aliviar su dolor, empezó a inyectarse él mismo “enormes dosis” de esta sustancia (un gramo diario). En junio, Fleischl había desarrollado un “delirium tremens con serpientes blancas deslizándose por la piel” y su familia hubo de mandarlo al campo. Murió seis años más tarde, siendo adicto tanto a la morfina como a la cocaína. Leyendo el informe de Jones, la impresión que se saca es de un trágico error, que Freud se reprochó amargamente (así es como explica el siempre leal Jones las posteriores negaciones de Freud en relación con el empleo de la jeringuilla: aquellas “pudieron haber sido determinadas sólo de forma inconsciente” por su sentimiento de culpa). Hasta ahora, sin embargo, no ha sido posible tener acceso a las cartas en las que se basó Jones, debido a la impenetrable censura ejercida por los Sigmund Freud Archives. El libro de Israëls cubre esta laguna. Por un golpe de suerte de los que raras veces se producen en la vida de un investigador, se topó por casualidad con las transcripciones de casi 300 de estas Braubriefe, que acabaron durmiendo en los cajones de los Sigmund Freud Copyrights, la rama comercial del imperio Freud. La historia de lo que encontró allí es, como cabría esperar, bastante más compleja y extraña de la que había contado Jones.

Jones se ocupó cuidadosamente de omitir que, en el momento de escribir su primer artículo sobre la cocaína, a mediados de junio de 1884, Freud no podía haber abrigado ninguna ilusión sobre el tratamiento que presenta a sus lectores como un éxito. El tratamiento había comenzado el 7 de mayo de 1884 y, aun en el caso de que hubiera parecido prometedor durante los primeros días, Freud escribió ya el 12 de mayo: “Con Fleischl las cosas son tan tristes que no puedo disfrutar en absoluto de los éxitos de la cocaína”. La cocaína, que Fleischl tomaba “continuamente”, no le impidió padecer tremendos dolores y sufrir “ataques” que lo dejaban casi inconsciente. Significativamente, Freud añadió: “No sé si tomó o no morfina en uno de esos ataques; él lo niega, pero no puede darse crédito […] a un morfinómano”. El 20 de mayo, como la cocaína no había suprimido ni el dolor ni el síndrome de abstinencia, el médico Theodor Billroth realizó una nueva operación en el muñón y le recomendó a Fleischl que “tomara cantidades considerables de morfina […] y le pusieron, él no sabe cómo, muchas inyecciones” (carta del 23 de mayo). Un mes más tarde Freud escribió triunfalmente en su artículo que “después de diez días pudo prescindir por completo de su tratamiento de coca”. Sólo se le olvidó mencionar que el motivo era que el tratamiento había sido un rotundo fracaso.

Fleischl había vuelto en seguida a tomar cocaína, si es que llegó a dejar de hacerlo alguna vez. El 12 d julio, poco después de la aparición del artículo, Freud mencionó de pasada que estaba tomando cocaína “regularmente”. El 5 de octubre escribió: “Es interesante […] que [Fleischl] haya recibido una petición del gran fabricante Merck de Darmstadt, al que le había llamado la atención su gran consumo de coca y que quería conocer lo que él sabía de las propiedades y efectos de la sustancia”. Compárese esto con lo que Freud contó a su audiencia cinco meses más tarde, en su conferencia de marzo de 1885: “No surgió ningún hábito a la cocaína; por el contrario, se puso de manifiesto de modo inconfundible una antipatía creciente al uso de cocaína”. Es fácil entender por qué Jones, cuando resumió este pasaje, sintió la necesidad (¿inconsciente?) de añadir este piadoso paréntesis: “Esto sucedió antes de que Fleischl hubiera sufrido una intoxicación por cocaína”.

Lo que resulta más chocante de todo esto no es que Freud mintiera descaradamente, sino que parece no haberse dado cuenta de ello. Como señala Israëls, siguió considerando el tratamiento de Fleischl un éxito a pesar de todas las pruebas en sentido contrario. Tres días después de la operación de Billroth, le escribió a Martha: “Hasta entonces Fleischl había llevado estupendamente la cocaína, por lo que la cocaína ha superado muy bien la prueba” (23 de mayo de 1884). Asimismo, cuando resultó evidente que Fleischl era un adicto a la sustancia, Freud seguía negándose obstinadamente a admitir su error: “Desde que yo le he dado la cocaína, ha podido reprimir los desmayos y podía controlarse mejor a sí mismo, pero la tomó en cantidades tan grandes […] que finalmente padeció una intoxicación crónica” (26 de junio de 1885). En otras palabras, era el paciente quien había echado a perder el experimento. Una indiferencia tan grande hacia la realidad resulta sorprendente y nos recuerda inevitablemente lo que el propio Freud describió más tarde como la “omnipotencia de los pensamientos”. Está claro que Freud estaba tan convencido de la exactitud de su teoría que estaba dispuesto a modificar los hechos cuando no se ajustaban a aquella.

Del mismo modo, resulta difícil reducir las mentiras de Freud a cínicos fraudes científicos, concebidos para promocionar o proteger su carrera. Sus artículos, al fin y al cabo, iban a leerlos sus colegas y superiores: Breuer, Exner, Billroth y Obersteiner, todos ellos testigos de primera mano del fracaso de Fleischl. Freud debió de convencerse, por tanto, se este éxito imaginario, ya que de lo contrario, no habría allanado tan imprudentemente el camino a sus críticas. Algo parecido sucedió con su respuesta a Erlenmayer: cómo señala Israëls era insensatamente arriesgado mentir de un modo tan evidente cuando cualquiera –especialmente Erlenmayer– podía desenmascararlo citando su propio artículo. Incluso suponiendo que se tratara de un brillante fiasco, debe reconocerse que presupone una confianza inhabitual en la magia de las palabras. No es de extrañar que Freud se convirtiera en el teórico de la fantasía, la satisfacción de los deseos y el narcisismo primario: él mismo tenía una notable tendencia a crear teorías que eran el fruto de la alucinación, a elaborar datos clínicos en sueños.

Israëls encuentra por doquier este comportamiento en Freud y hace de él la clave del nacimiento propiamente mítico del psicoanálisis. Oficialmente, Freud fechó el psicoanálisis el día en que Breuer consiguió eliminar los síntomas de histeria en su paciente Anna O. al hacerle narrar los hechos traumáticos que los habían generado. Israëls refuta esta versión, como han hecho ya otros antes que él. En realidad, como sabemos por una carta que Freud escribió a su prometida, Breuer había concluido el tratamiento de Anna O. porque su mujer estaba celosa del interés algo desmedido que estaba mostrando por su paciente. Entonces decidió ingresar a Anna O. en una clínica privada, donde siguió presentando los mismos síntomas de histeria que antes. Ella acudió a tres clínicas más entre 1883 y 1887, pero no fue hasta finales de la década de 1880 cuando empezó a mejorar, dejando bien a las claras que la “curación por la palabra” no había desempeñado ningún papel en su recuperación. Esto no impidió que Freud realizara a partir de 1888 falsas defensas del “método” de su amigo Breuer en una época en la que nada le permitía pesar que Anna O. experimentaría mejoría alguna y en la que él mismo no había aplicado aún el método catártico a uno sólo de sus pacientes. En un artículo de enciclopedia que Israëls no cita pero que aclara aún más las cosas, Freud evocaba el “método” de Breuer y seguía diciendo: “Este método de tratamiento es nuevo, pero produce éxitos curativos [Heilerfolge] que de otra manera no podrían conseguirse”.

Una vez más, Freud se permitía hacerse ilusiones y proclamaba éxitos que nunca fueron tales. Y, una vez más, tenía que reescribir la historia cuando esta fanfarronería no quedaba justificada. Decepcionado por el método catártico, Freud rompió con Breuer poco después de la publicación de Estudios sobre la histeria. Pero entonces. ¿cómo se explica este cambio si el método conseguía resultados tan brillantes? La solución, tal y como la reconstruye Israëls, consistió en reconocer sus exiguos resultados al tiempo que los achacaba a la supuesta resistencia de Breuer a admitir el papel de la sexualidad en la etiología de la histeria. Esto constituía una falsedad especialment flagrante (y, por tanto irracional), ya que cualquiera podía leer lo que Breuer había escrito en Estudios sobre la histeria: “No creo estar exagerando cuando afirmo que la gran mayoría de las neurosis graves en mujeres tienen su origen en el lecho matrimonial […]. Quizás merezca la pena insistir una y otra vez en que el factor sexual es, con mucho, el más importante y el más fructífero de los resultados patológicos”.

Pero Freud fue más allá. En Sobre la historia del movimiento psicoanalítico y en Un estudio autobiográfico escribió que Breuer había puesto fin abruptamente al tratamiento de Anna O. cuando se dio cuenta de que había “desarrollado una patología de ‘amor de transferencia’” hacia él. (En privado, Freud llegó a contar incluso un relato disparatado de parto histérico). Dio a entender, sin embargo, que se trataba de una “reconstrucción” por su parte basada en unos comentarios realzados de pasada por Breuer. Israëls es , que yo sepa, el primero en observar que Freud no tenía realmente ningún motivo para “reconstruir” la historia, ya que la conocía o, al menos, sabía cual era su verdad esencial: que, desde el comienzo mismo, Breuer se había encaprichado de su paciente. Al actuar de este modo, no sólo sugería que Breuer había ocultado la verdad a sus lectores, sino que también se la había ocultado a su joven colega, lo que exoneraba a éste de toda complicidad en las engañosas afirmaciones sobre la “curación por la palabra” de Anna O. (Freud sabía, por supuesto, que podía contar con el silencio embarazoso de Breuer: esta mentira, al menos, no era arriesgada).

El mismo escenario se produjo cuando Freud lanzó su desafortunada “teoría de la seducción”. En su conferencia del 21 de abril de 1896 sobre “La etiología de la histeria”, propuso que los síntomas de la histeria habrían de atribuirse a traumas sexuales del comienzo de la infancia y proclamó con voz fuerte y clara que “en 18 casos de histeria he podido descubrir esta conexión en todos y cada uno de los síntomas y, allí donde las circunstancias lo permitieron, confirmarlo por medio de éxitos terapéuticos”. Parece que “las circunstancias” nunca lo permitieron en ninguno de los casos en cuestión, ya que dos semanas más tarde Freud le confesó a Fliess que “ninguno de los viejos [tratamientos] se ha completado”. Y en su famosa carta de retractación de 1897 le explicaba a su amigo que una de las principales razones por las que había llegado a dudar de su teoría era “la decepción continua en mis esfuerzos por llevar un solo análisis a una verdadera conclusión”. Pero como era imposible revelar por qué había abandonado su teoría de la seducción sin revelar al mismo tiempo la verdad sobre sus famosos “éxitos terapéuticos”, Freud evitó cuidadosamente comunicar sus dudas a sus colegas. No fue hasta 1914, tras diecisiete años de evasivas, cuando admitió por fin públicamente que se había equivocado en relación con las “escenas de seducción”. Ni una sola mención, sin embargo, del fracaso terapéutico y su papel en el abandono de su teoría. No, a Freud lo habían confundido los “testimonios (Berichte) ofrecidos por sus pacientes en los que atribuían sus síntomas a experiencias sexuales pasivas en los primeros años de su infancia” hasta el momento en que se dio cuanta de que aquéllas no eran más que fantasías que expresaban la “vida sexual del niño”.

Esta historia se ha convertido desde entonces en uno de los momentos culminantes de la leyenda de Freud, pero a Israëls no le cuesta nada demostrar que no guarda ninguna relación con los hechos. Lejos de los relatos de abuso sexual espontáneamente confiados de sus pacientes, Freud describió en detalle en sus artículos cómo hubo de obligarlos a admitir la veracidad de las escenas que él mismo había planteado como hipótesis. Lo cierto es que una confesión rápida o espontánea por parte de ellos habría entrado en conflicto con la teoría, ya que Freud atribuía la histeria a la represión de recuerdos de antiguos traumas sexuales: “Antes de acudir al análisis, los pacientes no saben nada de estas escenas. Generalmente se indignan si les advertimos que este tipo de escenas van a aflorar. Sólo la más poderosa compulsión del tratamiento puede inducirlos a emprender una reproducción de las mismas”. Cualquiera que consulte uno de los artículos escritos por Freud por aquél entonces percibiría la falacia de su presentación retrospectiva. Una vez más, su deformación es tan descarada, tan ostensible, que uno se pregunta cómo pudo pasársele por la cabeza convencer a alguien. ¿Había empezado a creerse sus propios cuentos chinos?

La demostración de Israëls es meticulosa, implacable, abrumadora. A pesar de que su afán desmitificador le hace ser a veces (raramente) injusto con Freud, el libro en su conjunto despeja cualquier duda en relación con la respuesta a la pregunta de Cioffi: sí, Freud era un mentiroso empedernido que no vacilaría un momento en reescribir la realidad si eso le permitía salir de un apuro. Esta afirmación, evidentemente, va más allá de la simple biografía. De hecho, al contrario que las modernas ciencias experimentales, el psicoanálisis se basa en “observaciones” que, debido a la confidencialidad médica, no están al alcance de otros investigadores (a menos que ellos mismos pasen a ser analistas-pacientes) y que, del mismo modo, no pueden dar lugar a un consenso basado en la posibilidad de reproducir el experimento (excepción hecha de la clonación de analistas). Resulta, por tanto, absolutamente crucial en el psicoanálisis que el testigo que da cuenta de esas “observaciones” –el analista– sea creíble. Como reconoció cándidamente Lacan, esto es lo que asemeja el psicoanálisis a una práctica premoderna como la alquimia, que requería la “pureza del alma del adepto”. Pero entonces, si ya no podemos seguir creyendo en la pureza del alma de Freud, ¿qué es lo que queda del psicoanálisis? No es ninguna casualidad que los psicoanalistas griten de indignación siempre que se pone en duda la integridad de Freud, aunque sea al nivel trivial de sus aventuras con su cuñada: si no hay confianza sobre la persona del architestigo, todo el edificio se viene abajo.

Sin embargo, una vez que hemos hecho el diagnóstico de mendacidad, ¿hemos acabado realmente con el “caso Freud”? Israëls describe a Freud como un especialista en el control del daño, con una gran inteligencia para disfrazar sus fracasos terapéuticos como avances científicos. Pero así se ignora el carácter extrañamente pueril y mitomaníaco de las mentiras de Freud, que Israëls subraya tan bien. ¿Es probable acaso que un hombre que cerraba los ojos tan fácilmente a la realidad abandonara sus primeras teorías porque no se habían visto confirmadas por los hechos? Me parece que Israëls confía aquí en exceso en el modelo de “falsificación” científica desde el momento mismo en que le reprocha a Freud haberse apartado de ella. Lo cierto es que Freud sabía desde un principio que Fleischl, Anna O. y sus 18 pacientes no estaban curados, a pesar de lo cual no dudó en construir grandiosas teorías sobre estas bases inexistentes. Así las cosas, ¿por qué la ausencia de resultados terapéuticos habría de hacerle abandonar posteriormente sus teorías cuando no le habían impedido adoptarlas inicialmente? Es mucho más probable que las abandonara por la misma razón que las adoptó: porque tuvo una idea nueva, una teoría mejor. Antes de adoptar el método catártico, por ejemplo, Freud ya estaba interesado en las teorías de Charcot y Janet sobre la resugestión de los recuerdos traumáticos bajo los efectos de la hipnosis. Del mismo modo, antes de abandonar la teoría de la seducción, ya estaba dándole vueltas a la hipótesis biogenética de Fliess sobre la sexualidad infantil y especulando con el origen de la prohibición del incesto. En contra de la opinión de Israëls, los resultados terapéuticos de Freud (o Breuer) no desempeñaron probablemente ningún papel decisivo, ya fuera positivo o negativo, en todos estos desarrollos teóricos. Aún en el caso de que explicaran las posteriores estratagemas y ofuscaciones de Freud, no explican el nacimiento del psicoanálisis como tal. La situación es simultáneamente, en cierto sentido, mucho peor y mucho más inocente de lo que imagina Israëls: a pesar de la retórica positivista de Freud, el psicoanálisis fue, desde el comienzo mismo, una empresa puramente especulativa (puramente “metapsicilógica”) en la que los hechos y las pruebas cumplieron, en el mejor de los casos, una función de una importancia marginal. En este sentido, demostrar que Freud mintió acerca de asuntos clínicos no es suficiente para explicar ese “largísimo error”, el psicoanálisis. Debemos también reconstruir, como han hecho Henri Ellenberger y Frank Sulloway, el contexto histórico que le sirvió de inspiración a Freud y que explica por sí solo por qué confundió tan fácilmente sus especulaciones con la realidad y, sobre todo, por qué consiguió convencer con tanta facilidad a otros de que hicieran lo mismo.

La verdad es que casi nos olvidamos de que los pacientes y colegas de Freud se tragaron sus mentiras, incluidas las más grandes y (para nosotros) las más flagrantes. Esto es ahora precisamente lo que debe explicarse si queremos dar cuenta del extraordinario éxito cultural del psicoanálisis: ¿cómo es que le fue tan bien el embuste? ¿Cómo se convirtió en algo real para tantas personas del siglo XX? Atribuir únicamente a la duplicidad del Gran Mentiroso al hecho de que la fábula freudiana haya pasado a ser auténtica, resulta claramente insuficiente. Israëls describe cómo Freud presentó de manera sesgada la realidad de lo que aconteció en su consulta, como un físico o un químico que alterara los resultados de sus experimentos. Pero esto ignora el hecho de que los seres humanos a los que tratan los médicos y los psicólogos no son moléculas o átomos: estos últimos son indiferentes a nuestras teorías sobre ellos, mientras que los primeros reaccionan ante estas teorías, ya sea para rechazarlas o para aceptarlas. Por eso, los pacientes de Freud juzgaron, en su mayor parte, sus teorías como bastante aceptables, hasta tal punto que es difícil afirmar sin más que Freíd mintió acerca de su “material” clínico. Incluso el pobre Fleischl parece haber estado sinceramente convencido de que la cocaína era beneficiosa para él: cuando Merck, el fabricante de fármacos, contactó con él al pensar que estaba realizando experimentos, no lo sacó de su error y corroboró de buen grado los descubrimientos de su colega, el doctor Freud. (¡A resultas de ello, Merck publicó un artículo en el que atribuía estos resultados a Fleischl!) Del mismo modo, cuando Freud empezó a aplicar el “método” de Breuer a sus pacientes Emmy von N. y Cecile M., éstas se apresuraron a confirmar sus teorías recordando una plétora de “traumas” (En el caso de Emmy von N., cerca de cuarenta en el lapso de nueve días). Y cuando Freud salía en busca de recuerdos de “seducción” infantil, sus pacientes –al menos aquéllos que no daban un portazo cuando salían de la consulta– se sentían muy contentos de proporcionárselos. (A pesar de que suele ser difícil discernir qué es elaboración de Freud y que son experiencias “auténticas” revividas por los pacientes, las cartas de Fliess, en su mayor parte, dejan pocas dudas en este sentido).

Por tanto, una cosa es decir, como hace Israëls, que estos “recuerdos”, estas “escenas” (y, más tarde, estas “fantasías”), no eran espontáneas, porque eran el producto de las teorías y el orgullo hermenéutico desmedido de Freud, y otra muy distinta considerarlas simples ficciones, meras no-realidades. El hecho es que estas ficciones teóricas se hicieron realidad en la consulta del doctor Freud debido a la buena disposición de sus pacientes para aceptar sus “soluciones”. Hablar de mentiras en relación con esta invención de una “realidad psíquica” es demasiado reduccionista: en el ámbito de la psicoterapia, al igual que en el de los asuntos humanos en general, una co-construcción de la realidad de este tipo es inevitable y normal. Allí nunca se encuentran hechos o vivencias de facto, sino sólo artefactos. Al fin y al cabo, si ha de criticarse el psicoanálisis no es porque invente las pruebas que aduce, ni porque cree la realidad que intenta describir. Es porque se niega a reconocer esto y trata de ocultar el artificio.


[1] El original en inglés de este artículo fue publicado originalmente en la London Review of Books. (www.lrb.co.uk). Es una recensión de un libro escrito por Han Israëls en holandes y traducido al alemán con el título de: “Der Fall Freud: Die Geburt der Psychoanalyse aus der Lüge”, (El caso Freud: la mentira como origen del psicoanálisis) por Europäische Verlagsanstalt. Hamburgo. Su autor, Mikkel Borch-Jacobsen es profesor del departamento de literatura comparada de la Universidad de Washington en Seattle. Su libro más reciente es “Remembering Anna O.: A Century of Mystification”. Este artículo se reprodujo en la Revista de Libros de la Fundación Caja Madrid nº 49, Enero 2001, traducido por Luis Gago.