28 de mayo de 2022

Las bicicletas, esa gran amenaza para el capitalismo

 

Leo un recorte de periódico que me mandan, con el título: “La bicicleta es la muerte lenta de nuestro planeta”. Lo pego más abajo. La noticia es el recorte de un periódico que no sé cuál es y no viene firmada. Simplemente reproduce una frase de alguien del que se dice que es el CEO de Euro Exim Bank Ltd. El que escribe el artículo únicamente aporta el título y un comentario final. Busco quién pueda ser ese CEO y qué banco es ese, que no me suena. Logro averiguar que es un pequeño banco que está en un país llamado Santa Lucía, que tampoco me suena. Miro en San Google qué país es Santa Lucía. Entre santos, todos se conocen. Me entero asú de que es un país que sólo ocupa una pequeña isla del Caribe de 616 Km2, (más o menos como el municipio de Madrid) con menos de 200.000 habitantes, que en 1979 obtuvo la independencia del Reino Unido, y que está regido por una monarquía parlamentaria cuya reina es Isabel II, como Canadá o Australia, pero en muy, muy, muy pequeño. Es decir, es un país de la Commonwelth, al fin y al cabo. Me pregunto qué función puede tener un banco en un país así y, sin poder asegurarlo, me respondo que no puede ser otra cosa que un instrumento de un paraíso fiscal. No llego a enterarme de quién es su CEO. Ahora es el momento de reproducir el recorte de periódico.

 


Mi impresión, por la que no creo que me quemase si pusiese la mano en el fuego, es que la frase está sacada de contexto y que el autor del artículo es uno de los muchos profetas que, desde hace más de 200 años, han augurado, siempre cosechando un estrepitoso ridículo, la muerte del capitalismo. Sea o no cierta mi impresión, creo que la frase incita realmente a reflexionar y, por lo tanto, no puedo dejar de hacerlo. Ahí va el fruto de mis reflexiones.

 

Desde luego, si mañana, de repente, todos los habitantes de la tierra cambiasen el coche por la bicicleta, el resultado sería catastrófico. Casi tan catastrófico como que un asteroide gigante, como el que produjo la desaparición de los dinosaurios hace 650 millones de años, chocase contra la Tierra. Casi tan catastrófico pero todavía más improbable. Porque un asteroide sí puede chocar contra la Tierra, pero semejante sustitución fulgurante de coches por bicicletas no puede pasar. Pero imaginemos –y esto sí que es posible– que en los próximos cien años un 40% de la población mundial cambiase coche –sea como sea un coche dentro de cien años– por bicicleta. Nada más escribir esto me doy cuenta de dos cosas: La primera: que, aunque ese 40% comprase una bicicleta, no dejaría por ello de tener coche para otros usos en los que utilizar la bicicleta es imposible. La segunda, fundamental, es que es posible, más aún, probable, que dentro de cien años no haya coches, con independencia de cuánta gente tenga bicicleta. Soy incapaz de decir qué sistema de transporte individual a media o larga distancia será el que utilicen para moverse quienes vivan dentro de cien años, pero apostaría a que no será el coche, ni de gasolina, ni de gas, ni eléctrico. Será otra cosa. Porque el capitalismo ha hecho que eso ocurra siempre. ¿Alguien alumbra su casa con velas? ¿Alguien tiene un látigo en su casa para arrear a los caballos de su carruaje? En el siglo XIX las grandes urbes del mundo tenían un gravísimo problema muy real. Cómo evacuar de las ciudades la mierda y los orines de los miles de caballos que tiraban de los carruajes. Se sentían incapaces de solucionarlo. Hasta que llegó el automóvil y el problema se resolvió solo.

 

Imagen en blanco y negro de un tren en las vias de tren

Descripción generada automáticamenteCarretera en medio de la calle

Descripción generada automáticamente

 

La calle Morton Street, coner of Bedford toward Bleecher street en 1893 y ahora, según la muestra Google Earth. Quien quiera leer sobre esto:

 

https://www.iagua.es/blogs/agueda-garcia-durango/nueva-york-estiercol-y-escaleras-cuando-caballos-eran-pesadilla-ciudades

 

Pero volvamos a la situación planteada hace unas líneas, aunque no se sostenga de pie: ¿Qué pasaría si en los próximos cien años un 40% de la población mundial cambiase coche por bicicleta? La respuesta es, sin la más mínima duda: No pasaría nada. O, más bien, pasaría lo mismo que ha pasado ya innumerables veces en los últimos 250 años: que la prosperidad de la humanidad avanzaría enormemente. Es lo que se conoce con el nombre de destrucción creativa. No creativa únicamente en el sentido de imaginativa, que también, sino fundamentalmente en el de creadora. El problema siempre se resuelve de la misma manera: Si la gente gasta menos en coches y más en bicicletas, seguramente el nuevo gasto en bicicletas seguro que será menor que el que hacía en coches. Pero ese dinero que ya no gasta se lo gastará en otras cosas que le convengan, sean las que sean. Y eso hará que otras empresas vendan e inviertan más y contraten más gente. Y lo mismo pasará con los fabricantes de los bienes de equipo que fabriquen las maquinarias de esas nuevas inversiones. Y habrá innovadores que inventen cosas nuevas que harán la vida mejor a millones de personas. Sólo la ceguera unidireccional impide ver esto. Esto ya lo descubrió Frédéric Bastiat, un economista francés liberal del siglo XIX. Enunció un principio al que dio el nombre de “lo que se ve y lo que no se ve”. Se ve que la venta de coches bajará más de lo que suba la de bicicletas, pero no se ve que la gente seguirá comprando otras cosas con el dinero que ahora le sobra. O dicho de otra manera, es la estúpida ceguera del “juego suma 0”. Si ese juego suma 0 fuese cierto, los agoreros de la ruina del capitalismo tendrían razón. Pero es total y absolutamente falso y todo el que tenga ojos en la cara y quiera usarlos, lo verá, no en teoría, sino en la realidad de los últimos siglos. Repitiéndome un poco, pero esta vez no con los excrementos de caballo, traigo a colación un párrafo de la novela de  1985 de Patrick Suskind “El perfume”:

 

“En la época que nos ocupa (previa a la Revolución Francesa) reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes (y seguramente cuando todavía lo eran), a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el oficial artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XXVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de la vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor”.

 

El capitalismo, lejos de ser un juego suma 0 es un aparato que está continuamente iniciando procesos que podríamos llamar, de espiral virtuosa. Nuevos avances generan nuevas oportunidades que generan nueva prosperidad para todos que producen nuevos avances que… Sólo el intervencionismo miope de los poderes públicos, sobre todo si son de populistas de izquierdas, puede retrasar estos procesos. Pongo tres ejemplos, que no son de ese populismo de izquierdas sino de cuando el absolutismo decidía, a base de dar o no dar prebendas, quién podía y quién no podía ganar dinero. Los dos primeros ejemplos son del siglo XVI, el tercero del siglo XVIII justo anterior a la revolución industrial.

 

Ahí va el primero: Isabel I de Inglaterra, que no era precisamente economista, negó a su súbdito William Lee una patente para explotar una máquina de su invención para tejer medias y calcetines. Sabiamente, le dijo: “Apuntáis alto maestro Lee. Considerad qué podría hacer esta invención con mis pobres súbditos. Sin duda sería su ruina al privarles de su empleo y convertirles en mendigos”. Con esto retrasó en unos 150 años la revolución industrial, que, lejos de convertir a los ingleses en mendigos, fue el inicio del mayor retroceso de la pobreza que la humanidad haya visto nunca.

 

Y ahí van otros dos ejemplos curiosos: El barco de vapor. En la primera mitad del siglo XVI, el español Blasco de Garay construyó un sistema para impulsar la galera Trinidad, de 200 Toneladas de desplazamiento, por medio de seis ruedas de palas movidas por vapor. Se le permitió llevar a cabo una prueba, en el puerto de Barcelona, en 1543 a la que no asistieron ni el emperador Carlos ni su heredero Felipe. Designaron una comisión de cuatro miembros, ninguno de los cuales tenía la más mínima idea de ingeniería. El presidente era D. Alonso de Rávago, Tesorero de la Real Hacienda. Todos menos el Tesorero alabaron el funcionamiento del ingenio, señalando su velocidad y su rapidez en dar la vuelta. Pero el informe de Rávago fue muy negativo y el proyecto cayó en el olvido. Eso sí, por lo menos a Blasco de Garay se le dieron 200.000 maravedíes para compensar los gastos de construcción y se le hicieron otras mercedes. Hoy en día Blasco de Garay da nombre a una calle de Madrid, pero su invento no encontró ningún apoyo en la España de Carlos V[1]. Me pregunto qué hubiera pasado si, 45 años más tarde, con el ingenio perfeccionado, la Armada Invencible hubiese sido de vapor. Y ahí va el ejemplo del siglo XVIII, también con el barco de vapor. En 1707, el francés Denis Papin construyó en Alemania un barco de vapor. Intentó conseguir, a través de Leibniz, un permiso del Príncipe Elector de Kassel para “pasar sin ser molestado” por los ríos Fulda y Weser. Su propósito era descender por estos ríos desde Kassel, atravesar el mar del Norte por su extremo sur y remontar el Támesis hasta Londres. Una auténtica proeza. El Príncipe Elector le negó el permiso porque el gremio de barqueros de los ríos alemanes, que tenían el monopolio de navegación de esos ríos amenazaron con la huelga. A pesar de todo, Papin lo intentó. Pero el barco fue destruido por el gremio de barqueros en Münden, pocos kilómetros aguas abajo del punto de partida. Papin murió pobre y fue enterrado en una tumba anónima. Sólo en 1760, tuvo éxito la máquina de vapor de James Watt, en la Inglaterra de la revolución industrial. Para entonces, el círculo virtuoso de la inclusión se había desarrollado lo suficiente y no había ningún poder absoluto capaz de frenar la destrucción creativa. El capitalismo siempre es así.

 

Ni la desaparición de la un día próspera industria de velas, asesinada primero por el gas y luego por la luz eléctrica, ni la desaparición del mercado de látigos y carruajes a manos del automóvil han causado ningún desastre. Más bien al contrario, han sido motores de prosperidad. El coche se morirá sólo, McDonald se acabará sin la ayuda de las bicicletas. Probablemente, gracias a Dios habrá menos caries, menos enfermedades cardíacas y la gente comerá más sano. Y, claro, serán necesarios muchos menos cardiólogos, dentistas y dietistas. En cambio, habrá miles de profesiones nuevas que ahora somos incapaces siquiera de barruntar. Esa es la grandeza del capitalismo. Si el capitalismo muere o la sociedad colapsa, no será por culpa de las bicicletas. Mucho más peligrosos son los populismos y los agoreros que escriben este tipo de artículos. Así que, ¡Viva la bicicleta!, ¡impulsémosla sin miedo al desastre!



[1] Transcrito literalmente del libro “¿Por qué fracasan los países?” de Daron Acemoglu y James Robinson, cuya lectura recomiendo de forma entusiasta.

El Evangelio escondido de Mattaj 21; Capítulo XVIII; En casa de Simón, el leproso

CAPÍTULO XVIII

EN CASA DE SIMÓN, EL LEPROSO

Simón tenía en Betania una gran casa con un jardín umbrío y delicioso en el que, en todas partes, se oía el suave murmullo del agua que corría. Cuando volvió a su casa acompañado de Jesús, una mujer, aún joven, pero con el negro pelo veteado por tantas canas que ya era más bien gris y con un rictus de tristeza en la cara que le había producido profundas arrugas en la frente se acercó a él y le preguntó.

- ¿Era él, padre? –había un toque de ansiedad en su voz.

- Sí Marta –le dijo Simón– es él, es el maestro y, volviéndose a Jesús–. Rabbí, esta es mi hija mayor Marta. Pero, antes de nada, permíteme, ahora que acabas de traspasar el umbral de mi pobre casa, darte el ósculo de la paz –y, agarrándole por los dos hombros, juntó sus mejillas a las de Jesús al tiempo que decía con voz grave:– Shalom.

Marta era una mujer de una belleza serena y triste. Parecía estar entre los veinticinco y treinta años. Sin embargo, su pelo, negro pero lleno de hebras de plata y, sobre todo, sus profundamente tristes ojos oscuros y un rictus amargo en la comisura de sus labios, le hacían aparentar más años de los que tenía.

- Shalom, paz a esta casa –respondió Jesús enfáticamente.

- Rabbí –le dijo Marta mientras le saludaba–, nunca podré agradecerte lo suficiente que me hayas devuelto a mi padre.

- Marta –le dijo Jesús– ha sido su fe la que le ha salvado. Ten fe y verás cosas mayores.

- Rabbí, Ni siquiera me atrevo a pensar en las cosas mayores que querría ver –replicó Marta enigmática.

Si esperaba que Jesús le preguntase por esas cosas que querría ver, se equivocó, porque Jesús sólo la miró y la sonrió. Marta continuó.

- En esta casa siempre hemos tenido fe en el Altísimo y en los que Él envía –le dijo con gesto y voz graves– y tú tienes que ser uno de ellos, porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él. Mi padre me ha contado cómo, al día siguiente de tu visita al barranco de la muerte, casi todos los que estaban allí se curaron. Gracias por aceptar nuestra humilde hospitalidad –y, al decir esto, se dibujó en su rostro una amplia, aunque triste, sonrisa que dejó ver unos perfectos dientes blancos– y, a partir de ahora, está es tu casa. Siempre tendrás un sitio de preferencia en ella y en nuestros corazones.

Y, diciendo esto, dio unas palmadas y aparecieron unos criados con una jofaina de agua tibia y una toalla y, ella misma, tras pedir a Jesús que se sentase, le lavó los pies y se los enjugó con la toalla. Mientras hacía esto, Jesús miró a Lázaro. Estaba como ausente, como si su cabeza estuviese intentando resolver algún enigma cósmico en el que le fuese la vida. Después, Marta le ofreció una copa de vino. Jesús bebió el vino paladeándolo. Era un vino excelente. Cuando terminó la copa, Marta se la volvió a tomar y le dijo:

- Ahora, permíteme que vaya a preparar una cena como tú te mereces –y, diciendo esto, dio media vuelta y se fue para preparar la cena bajo un apacible patio emparrado situado en el centro de la casa.

Había varios invitados más. Uno de ellos, no había parado de mirar alternativamente a Tomás y a Jesús desde que entramos. Vinieron las presentaciones, largas, por el nutrido grupo que venía con nosotros. Simón, el anfitrión, presentó al que miraba continuamente a Tomás como José bar Elihú, natural de Arimatea, la antigua Ramá del profeta Samuel, del que era descendiente y miembro del Sanedrín. Cuando Jesús presentó a Baruc como Tomás, Simón le dijo:

- ¿Tomás? ¿No eres tú Baruc, el comerciante avaro? –había cierta tensión en su voz.

- Así es –dijo Tomás sin traslucir el menor resentimiento en su voz por la opinión que le merecía a Simón–. Hay muchos tipos de lepra, Simón, y Jesús me ha curado a mí de la de la avaricia –y, al decir esto, los dos hombres se fundieron en un abrazo.

El invitado que no paraba de mirar a Tomás y a Jesús desde que llegamos, al que nos presentaron como José, el de Arimatea, también se acercó a Tomás.

- Baruc, bandido –su voz sonaba jocosa, no hiriente–, sinceramente creo que si de verdad has dejado de ser Baruc, has ganado en el cambio. Seguro. Lo de Tomás, me parece evidente por qué te lo han puesto. Dame un abrazo, socio. Aunque me parece que debería llamarte más bien, antiguo socio, ¿no?

- Me temo que sí, José –le respondió Baruc con una tímida sonrisa que tenía un algo de disculpa–, me temo que sí.

- ¡Qué le vamos a hacer!, ¡qué le vamos a hacer! –dijo José con un aire de fingida resignación– Pero, bueno –su tono volvió a ser jocoso–, tu avaricia me ha hecho ya bastante rico, así que puedes tomarte vacaciones. Y tú, Simón –dijo volviéndose a nuestro anfitrión–, creo que lo de avaro es demasiado duro para nuestro amigo Baruc/Tomás. Digamos que defendía bien los intereses de la sociedad. Y tú también sales ganando. Seguro que conmigo a los mandos del negocio tendrás vino más barato, aunque tal vez tenga que acabar cerrando y te tengas que buscar otro proveedor más desaprensivo todavía que Baruc.

Y los dos antiguos socios se abrazaron. Los otros tres invitados de Simón miraban todo con asombro.

Más tarde, Tomás nos explicó que José era un miembro bastante atípico del Sanedrín. Era de la minoría farisea, pero, como Simón, tampoco era muy cumplidor. Le toleraban por su riqueza y por ser descendiente del profeta Samuel. Además, al ser tan rico, y como era un hombre honesto, no participaba en las corrupciones que caracterizaban a los miembros del Sanedrín, especialmente a los saduceos.

Pero, tras las presentaciones, Lázaro seguía en su ensimismamiento.

- Bueno –dijo Simón, invitando a todos a sentarse y tomando asiento él mismo–, ahora, me temo por vosotros, que ya lo habréis contado otras veces, que nos tendréis que contar, si no tenéis inconveniente, por supuesto, cómo ha llegado este avaro Baruc –y recalcó la palabra con sorna, mirando a José el de Arimatea– a convertirse en Tomás.

Nos sentamos alrededor de una amplia mesa, en el patio, rodeados de fuegos para que el frío de la clara noche de la primera luna casi llena de primavera, no nos dejase ateridos.

- Además, como te dije cuando te encontré, han llegado a mis oídos ciertos alborotos, protagonizados por ti, que han tenido lugar hoy en el Templo en los que creo que tú, rabbí, has estado… digamos… ¿involucrado? – Al hablar de esto, la voz de Simón se hizo precavida y su mirada se dirigió furtivamente a Lázaro.

En ese momento, Lázaro salió de su ensimismamiento, se levantó y se dispuso a irse, diciendo unas durísimas palabras.

- Lo siento, pero esto es más de lo que puedo oír sin enfurecerme. Debo ayunar. Prefiero ayunar a comer con quien no se purifica para ello.

Luego supimos que no se refería a Jesús, sino a que su padre y su hermana habían desechado los ritos de la purificación. Más aún, Simón no había querido ir a presentarse a los sacerdotes tras haber sido curado de la lepra por Jesús. Pero en ese momento, sus palabras sonaron como un insulto a Jesús. Todos nos quedamos mudos, pero en ese momento, empezó a llegar la cena en abundantes y sabrosísimas oleadas. Marta estaba a dos bandas. Por un lado, atenta a la cocina y el servicio y, por otro, a la historia. Cuando Lázaro entró en la casa, sus miradas se cruzaron y podría asegurar que de los ojos de Marta podrían salir llamas en cualquier momento. Haciendo de tripas corazón, Baruc empezó:

- Ya que parece que yo soy, después de Jesús, naturalmente, el eslabón que une estas amistades, empiezo a contar la historia, de la que yo no soy sino un pequeño capítulo. Pero, como me gustaría saborear esta suculenta comida que Marta nos está preparando, espero que mis amigos me releven para contar la larga historia, en la que ellos juegan un papel más largo que el mío.

Entre bocado y bocado, regados con un excelente vino, contamos entre todos nuestra historia, más resumida aún que cuando se la contamos a Susana y Sara. Cuando acabamos nuestro relato, Jesús se dispuso a hablar del incidente del Templo. Pero, antes de empezar, llamó a Lázaro.

- Lázaro, por favor, te lo ruego, sal fuera –su voz, aunque fuerte, era suplicante, como si le fuese la vida en el hecho de que Lázaro saliese a oírle.

Lázaro debía estar escuchando, oculto tras el quicio de la puerta, porque apareció titubeando en el patio, como si luchase con dos fuerzas contrapuestas.

 Lázaro –le dijo Jesús mirándole fijamente y con un tono en el que no había la menor intención de dar una lección–, amo al Templo tanto como tú. Pero el Templo, que fue edificado para dar gloria al Padre –Abba– celestial, se ha convertido en un ídolo. Seguro que recuerdas que las Escrituras dicen que el rey Ezequías, el gran reformador, destruyó la serpiente de bronce que hizo Moisés en el desierto para curar a los israelitas mordidos por las serpientes venenosas. Sabes que los cronistas no se atrevieron a escribir que también destruyó el arca de la alianza. Ambas cosas, sagradas, habían sido convertidas en objetos de idolatría. Y Dios estaba con Ezequías. Lo mismo pasa con el Templo. Y yo te digo, Lázaro, que ya está aquí el tiempo en que el Templo estará en el corazón de cada ser humano. Por eso es necesaria una purificación interior, no una purificación ritual que sólo afecta al exterior. Y si no hay una profunda conversión, el Templo físico será destruido –estas palabras  parecieron llegar al corazón de Lázaro, que tomó asiento al lado de Jesús y escuchó de sus labios con aparente paz su relato de lo ocurrido esa tarde en el atrio de los gentiles.

Estaba muy entrada la madrugada cuando acabamos nuestro relato.

- Ahora, Simón, si te parece bien –le dijo Jesús a Simón recalcando el “si te paree bien”–, háblanos de ti y de tu familia. Nos gustaría saber más de nuestro generoso anfitrión.

Se hizo un embarazoso silencio. Marta, que en un momento dado se había instalado definitivamente a oír la historia, bajó los ojos. Los cuatro invitados de Simón se tensaron. Éste carraspeo y, tras un momento de duda, como si estuviese buscando las palabras, empezó.

- Como bien ha dicho Baruc, hay distintos tipos de lepras. Tú me has curado de la enfermedad de la piel. Baruc dice que a él le has curado de la de la avaricia. Tengo otros tres tipos de lepra en mi familia que me causan una pena inmensa, además de otra herida incurable –su voz era profundamente triste y sus ojos, azules y profundos, se llenaron de lágrimas mientras miraba fijamente a Jesús–. La herida incurable, que no es de lepra, es la muerte de mi mujer, Ana, poco antes de que yo contrajese la lepra, hace ahora cinco años. Esa herida me ha hecho sufrir en estos cinco años más que la lepra y todas las atrocidades que he vivido y cometido en el barranco de la muerte.

- No hay herida que no pueda curarse si se tiene fe. Ana resucitará, y tú con ella, con un amor más real del que hayáis sentido nunca el uno por el otro y sin las tormentas que haya podido haber en esta vida. ¿Crees eso, Simón?

- Sí, rabbí, aunque no muy estricto cumplidor, soy partidario de los fariseos –su tono pedía disculpas por su laxitud con la Ley–, y lo creo. Pero eso no me consuela. La querría aquí y ahora.

- Aquí y ahora –repitió Jesús, lenta y profundamente. Luego, con un suspiro, como quien sintiese en su alma la pena de la ausencia del aquí y ahora–. Me temo que eso no podrá ser. Pero con los ojos de la fe puedes vivir esta prórroga de vida que te ha concedido el Altísimo como si ella estuviese a tu lado, viviendo como a ella le gustaría que vivieses. Y, amén, amén te digo, créeme, que no tendrás que esperar hasta el fin de los tiempos para volver a encontrarte con ella en espíritu, aunque haya que esperar hasta entonces para encontrarla también en cuerpo, como dice Ezequiel. Pero, ¿quién sabe qué es el tiempo después de la muerte? ¿Crees esto, Simón?

- Rabbí, creo todo lo que tú me digas. Si creí que podías sanar mi carne podrida, ¿cómo podría no creer esto? –Había esperanza en su voz.

- Y dime, Simón, ¿qué es lo que más querría Ana en esta vida, si estuviese con nosotros, aquí y ahora? –El tono de Jesús instaba a responder a la pregunta.

- Antes de decirte lo que ella quería, te digo lo que querría yo si ella estuviese aquí –Simón se calló mirando a Jesús que asintió con la cabeza animándole a continuar– lo que más querría en este mundo es pedirla perdón.

- Eso –le dijo Jesús– puedes hacerlo aquí y ahora. Pero dime, ¿qué es lo que ella querría si estuviese aquí y ahora?

- Llegamos a las tres lepras –continuó penosamente Simón–, la mía y las que les he contagiado a mis hijos Lázaro y Miriam –respondió otra vez triste Simón.

Se hizo un profundo y tenso silencio. Las lágrimas corrían copiosas por las mejillas de Marta. Tras unos instantes, Simón continuó con una voz quebrada, que luchaba porque el nudo en la garganta no le impidiese hablar. En medio del silencio, un gallo cantó en Betania.

- Tengo otra hija, que no está aquí. Es hermana gemela de Lázaro, cinco años menor que Marta. Lázaro y Miriam siempre estuvieron muy unidos. Hace cinco años, cuando Miriam tenía apenas dieciocho años, se fue de casa. Era ya una mujer de una belleza espléndida, con un pelo rojo que caía por su espalda como una llamarada. Pero no le bastaba con nada. Como ves, en esta casa no nos falta de nada. Pero Miriam no quería un simple y sobrio bienestar. Quería poder, lujo, ostentación. Tenía un enorme afán de dominio. Los límites de Palestina se le quedaban pequeños. Soñaba con Roma, con ser alguien importante en Roma. Al principio eran sólo sueños infantiles. Pero yo, lejos de intentar suavizar esos sueños con mi cariño, como intentaban todos en esta casa, la trataba con un desprecio y una rabia inmensas. Al mismo tiempo empezaron a parecerme ridículas la mayoría de las prácticas rituales de los fariseos y comencé a relajar su cumplimiento. Poco a poco, los sueños de Miriam se fueron apoderando de ella. Ana y Marta, la trataban con una severidad cariñosa que ella rechazaba. Con cierto respeto hacia su hermana, pero con total desprecio por su madre. Yo, ya he dicho que la rechazaba totalmente. Más de una vez le dije que no la consideraba mi hija. Creo que lo que más le hubiese gustado en el mundo, lo que hubiera arreglado todo, es que yo la abrazase y la besase con cariño de padre. Nunca lo hice. Con Lázaro era distinto. Aunque de la misma edad que Miriam, ha sido siempre muy maduro. Veía a Miriam como una niña y siempre creyó que no eran más que sueños de niña. No se dio cuenta de la transición. Poco a poco, el ansia de lujo, de poder, se volvieron agresivos. Nos despreciaba a todos. A mí, además de odiarme por mi rechazo, me despreciaba por mi sencillez de costumbres, que para ella era síntoma de provincialismo. Me consideraba un palurdo y no se privaba de decírmelo. A Marta empezó a despreciarla por su espíritu casero y su carácter parecido al mío. Su madre le parecía una pobre mujer que había tirado a la basura una vida en la que podía haber triunfado con su belleza. Miriam es la viva imagen de su madre cuando ella tenía su edad. Consideraba que Ana había enterrado ese futuro brillante al lado de un palurdo como yo. Creo que la odiaba porque ella me quería a mí. Creo que Miriam le exigía, para quererla, que me odiase a mí. Tal vez viese en su madre lo que a ella le espantaba que pasase con su vida. Tal vez, tal vez, tal vez… Desde que he vuelto, no paro de torturarme dándole vueltas y más vueltas a la cabeza cómo y por qué empezó todo y qué podría haber hecho yo para que las cosas hubiesen sido de otra manera. Antes no lo veía. Yo me creía absolutamente ajeno a lo que le pasaba a Miriam. Sólo una víctima. Estaba ciego. Y luego, ciego y leproso. Ahora, no sólo estoy curado de la lepra, sino de la ceguera –causaba profundo dolor ver cómo Simón luchaba para seguir hablando sin dar rienda suelta a su llanto, que pugnaba por salir como un torrente, mientras buscaba su parte de culpa en lo que le había pasado a Miriam–. Ella sólo admitía a Lázaro que, cegado por el amor a su hermana, iba poco a poco contagiándose de su manera de ver esta familia, aunque él mismo no tuviese esa manía de grandeza. Las críticas de Miriam eran cada vez más ácidas e hirientes, más descaradas e injustas. Un día en que ultrajó a su madre de forma especialmente ácida, yo no pude resistirlo, la maldije y la eché de casa, un poco como tu padre te echó a ti, Mattaj –dijo mirándonos a mí y a mi madre.

- Pues ya ves, Simón –le dije yo– que, al final, el Altísimo tiene sus caminos, que pasan por Jesús, que está aquí, contigo.

- Simón, Simón –le dijo Jesús– deja de buscar tu culpa. Nada hay más inútil que los remordimientos. El alma humana tiene recovecos que la inteligencia no puede alcanzar. Reconoce tu parte de culpa, sea la que sea, sin hurgar en ella, y pon tu alma ante Elohim, que la conoce mejor que tú. Él la sanará.

- Alabado sea Elohim–dijo Simón con un suspiro.

Entonces, Lázaro, que había estado callado, pensativo y con la fija en algún punto lejano invisible para los demás, tomó la palabra.

- Tiene razón mi padre –hablaba con sencillez y humildad, con la cabeza baja, mirando al suelo, mientras a Simón, libre ya de la presión de tener que hablar, le corrían las lágrimas mansamente por las mejillas–. Yo entré en la órbita de Miriam y empecé a ver a toda mi familia con sus ojos. Afortunadamente, no tenía ese apetito de grandeza y éxito que la dominaban a ella, pero encontré otro aspecto para hacer la contra a todos. El perfeccionismo de la Ley. Poco a poco empecé a obsesionarme con sus innumerables preceptos. Empecé a frecuentar las escuelas de los fariseos más extremistas y a discutir todas las acciones que en casa, a causa de mi padre, no cumplían con algún precepto. Me convertí en la voz de la conciencia de esta casa, siempre enfrentándome con mi padre por cualquier cosa, y con mi madre por intentar defenderle. Más tarde supe que a Miriam, tras haber pasado un par de meses en nuestra casa de Magdala, en Galilea, escandalizando a todo el pueblo, la habían echado de allí. Ella había nacido en Magdala y siempre que podía se iba allí. De niña le encantaba el pueblo y ella era la mimada de todos en él. Debió de hacer cosas terribles para que la echaran. También supe que de Magdala se había ido a en Tiberíades, la ciudad pagana. Todo eso hizo que me radicalizase todavía más y empecé a odiarla también a ella. En ese infierno, sólo mi madre y también Marta, como podían, trataban de poner un poco de afecto. Pero ese afecto que ponían lo sacaban de tan al fondo de su alma, les dolía tanto, que mi madre se iba muriendo de amar y a Marta se le fue la juventud –miró a Marta que le respondió con una sonrisa–. Hasta que mamá se apagó, como se apaga una vela cuando se acaba la cera, y murió. Cuando era obvio que le quedaba un hálito de vida, me fui de casa a escuchar a mis maestros. Me dijeron que hacía bien en estar con ellos en vez de estar con mi madre moribunda. No estuve con ella en su último momento. Luego la lepra invadió a mi padre. Un criado lo denunció a los sacerdotes y se tuvo que ir de casa. Creo que si no lo hubiese hecho ese criado hubiese acabado por hacerlo yo. Han tenido que pasar más de cinco años y ver el dolor de mi padre para que me haya dado cuenta de que mis maestros sólo leían la Escritura con un ojo, saltándose los innumerables pasajes en los que se dice que la misericordia y el perdón están por encima de los preceptos de la Ley. Yo también querría pedir perdón a mi madre. Me gustaría creerte –y al decir esto levantó la cabeza por primera vez desde que empezó a hablar y miró a Jesús– cuando dices que se lo puedo pedir aquí y ahora. Pero a los que sí se lo puedo pedir aquí y ahora es a mi padre y a mi hermana Marta.

Al decir esto se levantó y se acercó a su padre. Simón y Marta se levantaron al mismo tiempo y los tres se abrazaron larga y silenciosamente en un ángulo de la mesa. Al cabo de un rato, Simón se volvió a sus otros invitados y les dijo:

- Amigos –les dijo con voz vibrante de emoción–, vosotros sois testigos de que hoy la salvación ha entrado en esta casa. Verdaderamente, el reino de Dios está cerca. Id en paz. Contad a todos los que podáis lo que habéis visto y oído.

Cuando los invitados se hubieron ido, Marta se volvió a nosotros y nos dijo con una cara y una voz que irradiaban felicidad.

- Venid, os mostraré las habitaciones que os he preparado.

Simón le dijo a Marta.

- Marta, lleva a Jesús a mi habitación. Él es el dueño de esta casa.

- De ninguna manera –le dijo Jesús– dormiré en la habitación que Marta me haya preparado.

- Por algún motivo que desconozco –dijo Marta con decisión–, algo me movió, cuando viniste esta tarde, a prepararte la habitación de mi padre. A él le he preparado la de Miriam, en la que no había entrado desde que ella se fue. Creo que así está bien.

- Pues dejémoslo así –dijo Jesús.

- Así está bien –replicó Simón.

Y todos seguimos a Marta a nuestras respectivas habitaciones. Era la noche anterior a la de Pésaj.

15 de mayo de 2022

Otro sinsentido de Juan Manuel de Prada

Soy tan contrario al aborto como Juan Manuel de Preda, me he batido el cobre y he escrito contra él, tanto como Juan Manuel de Prada, aunque claro, no con tanta audiencia como él, si Juan Manuel de Preda es católico ortodoxo, yo no lo soy menos que él, aunque no le arrogo el papel de distribuidor de certificados de buen católico como sí hace él. Pero en cuanto habla de temas económicos y de ciertos temas políticos, desbarra. Anteayer, 11 de Mayo publicó en ABC un artículo con el título de “La piedra angular del sistema” en el que vierte una serie de afirmaciones que rayan en el ridículas. Estas líneas llevan por título “Otro sinsentido de Juan Manuel de Prada. Porque no es el primero. A botepronto recuerdo dos. Uno con la reforma laboral de Rajoy sobre la que escribió, textualmente, que era demoníaca. Otra con la invasión de Ucrania en la que se apuntaba a lo que Ana del Palacio llamaba el “siperismo”, por aquello del: “sí, pero…”. De alguna manera justificaba la invasión cargando las tintas sobre la maldad de las democracias liberales. Pero creo que lo mejor es leer textualmente el artículo al que me refiero. Ahí va:

 

La piedra angular del sistema (Las negritas son originales)

 

Ha causado gran revuelo la filtración interesada de un documento donde se anuncia que una mayoría de los magistrados del Tribunal Supremo de Estados Unidos estaría dispuesta a revocar la sentencia Roe vs. Wade. Si esta revocación se produjese (pero la filtración se ha realizado, precisamente, para que tal cosa no ocurra), el aborto no sería prohibido en Estados Unidos, sino que cada estado tendría capacidad para limitarlo o ampliarlo dentro de su territorio. Se trataría, pues, de un aspaviento característico de la relativista justicia ‘liberal’, que no se funda en juicios objetivos sobre la naturaleza del aborto ni en la defensa del bien común, sino que confía a la mayoría la determinación del bien y del mal, al más puro estilo ponciopilatesco.

 

Así y todo, la filtración ha desatado una campaña rabiosa contra los jueces dispuestos a favorecer el aspaviento, desatada por toda la izquierda caniche mundial. Es natural que así sea, pues la izquierda es hoy la vanguardia ideológica del turbocapitalismo global, que para poder imponer los designios de sus élites necesita realizar lo que Lippmann denominaba eufemísticamente un "reajuste necesario en el género de vida" de las masas. Y, dentro de ese "reajuste en el género de vida", el crimen del aborto ocupa un lugar medular; podríamos decir, incluso, que se trata de la piedra angular del sistema, que, por tratarse de un crimen nefando, requiere ser envuelta con rebozos doctrinales campanudos (emancipación, libertad individual, autonomía de la voluntad, etcétera) que hagan sentirse 'empoderadas' a quienes, con sus vientres yermos, son instrumentos del turbocapitalismo global, que necesita, para mantener su sistema de producción, el deterioro de las condiciones laborales.

 

Al turbocapitalismo global no le convienen los vínculos indestructibles que genera un hijo; pues sabe -ya lo explicó David Ricardo en su ley de bronce de los salarios- que si los trabajadores tienen hijos se vuelven más pugnaces en la exigencia de subidas salariales. Las sociedades fecundas luchan con ardor por el porvenir de sus hijos; las sociedades estériles se raspan el útero, mientras miran las pantallitas de Apple o Netflix.

 

El capitalismo, como nos enseña Hayek, tiene hecho su 'cálculo de vidas'; y a asegurar el 'cálculo de vidas' que necesita el turbocapitalismo global se dedica la izquierda sistémica hoy, convertida en caniche de la plutocracia (hacía mucho que no oía esa palabra, ni siquiera a la izquierda). Nada más natural, pues, que haya movilizado a todas sus fuerzas de choque, después de filtrarse la noticia de la tímida palinodia del Tribunal Supremo estadounidense. Por supuesto, en este artículo hemos explicado tan sólo las causas 'naturales' de su reacción rabiosa; la causa sobrenatural no podemos explicarla a fondo porque nos han recortado mucho la extensión. Pero ya se sabe que la nueva alianza de Dios con el hombre, que se sella en la Cruz, se inicia en el vientre de una mujer; y el vientre de la mujer se convierte así en el epicentro de una guerra sin cuartel (Gn 3, 15).

 

Publicado en ABC. 

https://www.religionenlibertad.com/opinion/535895801/piedra-angular-sistema.html?utm_source=onesignal&utm_medium=push&utm_campaign=2022-05-11-Aborto-la-piedr

Empiezo por el tono. El artículo tiene el tono de soflama más propio de un mitin anticapitalista de la CUP que de un artículo que pretenda tener un mínimo de rigor intelectual. Esto es algo bastante habitual en de Prada. Esta falta de seriedad intelectual del artículo hace muy difícil, si no imposible, una respuesta razonada. No tengo tiempo ni ganas para ello, ni el artículo lo merece. Su fraseología, inventada con palabras que no sé de donde saca y que suenan a demagógicas y ridículas, es grotesca. Lo del turbocapitalismo global lo podría inventar mañana Echenique si no se hubiese adelantado de Prada. Pero en estas frases no hay derechos de autor, así que, con un poco de suerte, bien puede robársela Echenique. U Otegui, ¡quien sabe! Y lo de la plutocracia llevaba mucho tiempo sin oírselo ni siquiera a la más casposa izquierda. Y lo de la alianza judeomasónica entre la izquierda convertida en la vanguardia ideológica de ese misterioso turbocapitalismo global es, sencillamente, delirante. Muy ajustado a la lógica aristotélica, que es algo de lo que hablaré en unas líneas.

Eso sí, para intentar darle un cierto tono intelectual al artículo de lenguaje asambleario, de Prada trae a colación unas cuantas citas sueltas y fuera de contexto, que pretenden ser cultas. Primera, David Ricardo, y su ley de hierro de los salarios. Esta supuesta ley es uno de los ridículos más grandes que existen, parida por él y por su contemporáneo, Malthus, y a la que se apunta Marx, pero a ningún economista liberal. Sacar de ahí que al mentado “turbocapitalismo global no le convienen los vínculos indestructibles de un hijo” es de una precisión silogística que maravillaría al propio Aristóteles.

Otra cita. Lippmann fue un periodista/economista de la primera mitad del siglo XX. No ocupa ningún ligar de relumbrón, ni de ningún tipo, en la historia del pensamiento económico. Pretender que lo que se supone que dijo sobre el " ‘reajuste necesario en el género de vida’ de las masas. Y, dentro de ese ‘reajuste en el género de vida’, sólo Dios sabe en qué contexto se hace esta cita, que “el crimen del aborto ocupa un lugar medular; podríamos decir, incluso, que se trata de la piedra angular del sistema, es como una broma si por “sistema” se entiende al capitalismo, como parece. También es un silogismo cuya conclusión se desprende con naturalidad de la premisa mayor y la menor. Pura lógica aristotélica. De Prada cita sin citar a gente como Soros y otros. Pero pensar que el sistema capitalista se identifica con Soros, del que yo también abomino, se podría calificar de candidez, siendo muy benévolo. Yo defiendo muy a menudo a la Iglesia impidiendo que se la identifique con una exigüísima minoría de curas u obispos pederastas, como se pretende a menudo. Pues bien, los curas y obispos pederastas son a la Iglesia lo que Soros al capitalismo, y esta es una regla de tres infalible. Y Prada lo sabe. O debería saberlo. Hasta donde yo sé, Soros no ha fundado ninguna empresa y su fortuna se remonta al expolio de judíos con el beneplácito nazi. Seguramente de Prada piense que esto es exactamente lo que hace el capitalismo. Pero no es así. El capitalismo no se basa en los Soros. Se basa en la industriosidad y laboriosidad de gente trabajadora y creativa que funda empresas a las que dedica su vida y en las que arriesga su dinero que, si hacen cosas que a la gente le gustan, tienen éxito y se convierten en grandes. Y no son buenas cuando son pequeñas y malas cuando crecen. Crean prosperidad siempre. El capitalismo está sacando a la humanidad de la miseria. A toda la humanidad. Podría alargarme con cientos de datos al respecto, pero no lo haré. Sí diré, sin embargo, que la culpa de que haya países pobres no la tienen los ricos capitalistas. Amancio Ortega no hace más pobre a nadie. Al contrario, hace más ricos a muchos, tanto por la calidad de los productos fabrica y vende Inditex, a precios excelentes, como por los puestos de trabajo que genera. La culpa de esa pobreza es de los tiranos de esos países –estos sí, plutócratas– que impiden la industriosidad, laboriosidad y creatividad de los pueblos a los que someten con su tiranía. Con un poco de la seguridad jurídica de que gozan los países capitalistas, avanzarían en el capitalismo y saldrían de la pobreza en una generación. Hay ejemplos históricos de ello. España o Irlanda, sin mirar lejos. Porque los pobres son pobres, pero no tontos y, en cuanto se les da esa seguridad jurídica, se las apañan para crear riqueza y prosperidad.

Ignoro el lugar y el contexto en el que “Hayek enseña que el capitalismo tiene hecho su ‘cálculo de vidas’ ”. Pero sí sé una cosa: ese supuesto ‘cálculo de vidas’ no es ningún pilar en el que el capitalismo se tenga que basar. Aquí se acaban las doctas citas en las que de Prada se apoya sin riguros razonamientos anticapitalistas de corte populista-neocomunista. Punto. No hay más.

Creo que a de Prada le ocurre que no ha acabado de separar los tres conceptos diferentes, y a menudo antagónicos, que se esconden tras el término liberal. El primero es el que nos viene de USA y que podría identificarse con “progre”. Es el que está a favor del aborto, de la eutanasia, de la ideología woke y de otras aberraciones. Estos “liberales”, curiosamente, suelen ser de izquierdas, aunque no falta algún empresario de éxito. Pero estas excepciones de ninguna manera valen como demostración del contubernio. No creo que haya más de media docena de plutócratas de esos. El segundo es el viejo concepto decimonónico de “liberalismo” filosófico en el que se considera al ser humano libre de cualquier traba, para lo que quiera, lo que le permite definir por consenso el bien y el mal y, de ahí, las leyes. El primer concepto de “liberal” se deriva de este segundo. Tan solo una facción muy minoritaria de los liberales económicos, los libertarians, lo son en este sentido. Y yo, desde luego no estoy entre los libertarians. El tercer concepto es el liberalismo económico que lo que pide es que, actuando dentro del marco de unas leyes civiles justas, que no determinan ellos, se permita que el ingenio, la laboriosidad y el esfuerzo humanos puedan desarrollarse en libertad, dando como fruto la prosperidad. Si no se distingue claramente entre estos tres conceptos del término “liberal”, se cae en una confusión que lleva a identificar a los capitalistas con la izquierda radical y con los progres. Con esta empanada mental, es difícil hilar fino.

Pero si yo tuviese el convencimiento de que el capitalismo es ese espantoso horror demoníaco y que representa el mal, según piensa de Prada, me haría un radical antisistema, o un anacoreta, o me callaría de vergüenza. Porque imagino que de Prada tendrá coche y una casa, fabricado aquél y construida ésta, sin duda, por sucias empresas capitalistas cimentadas sore el aborto y el ‘cálculo de vidas’. Y para comprarse coche y casa, habrá tenido que recurrir a un préstamo de un sucio banco. No me cabe duda de que de Prada debe tener sus ahorros debajo del colchón, para no ensuciar su dinero con ninguna inversión. Y sus libros los editan asquerosas editoriales, vergonzantes empresas privadas capitalistas, al igual que los periódicos en los que escribe, pero cuyo dinero es bueno para él, aunque esté amasado de abortos. Tal vez tenga un ordenador personal, puede fabricado por Microsoft, del repugnante Bill Gates o Apple, del no menos apestoso Tim Cook. Seguramente, cuando él mira su pantalla no está colaborando, como los demás, a crear una sociedad estéril. Posiblemente no compre nada a través de Amazon, porque la tecnología le inspire una profunda desconfianza. Si no lo hace, él se lo pierde. Seguro que compra tomate en lata en templos del capitalismo edificados al demonio como Mercadona con Juan Roig al frente, del que de Prada sabe que es un ser despreciable, como lo es Amancio Ortega al que si él no le compra ropa, seguro que la compra en El Corte Inglés o cualquier otro templo al que van los consumistas, de los que él, claro, no forma parte cuando va a ese templo.

Tal vez se pueda pensar que me estoy pasando. Tal vez. Pero es que si se cree eso que escribe de Prada, se tiene que creer que uno es un mantenido del diablo y que de él vive 24 horas al día, despierto y dormido, 365 días al año, todos los años de su vida. Qué esquizofrenia, ¿no? El que viva en ella, debería hacérselo ver. O hacerse anacoreta. Así es que, y vuelvo al principio, detesto el aborto y todo el horror que supone, tanto como de Prada. Me alegraré tanto como él si el Tribunal Supremo de USA –la detestada justicia liberal– deroga la sentencia Roe vs Wade. Detesto la ideología woke tanto como él. Detesto muchas cosas que él detesta. Pero ya vale de lenguaje de la CUP, de contubernios judeomasónicos inventados y de poner velas a Dios, pero comer del supuesto diablo del capitalismo. Lo dicho, el que piense así, de lo debería hacer ver.

8 de mayo de 2022

Carta a Oscar Wilde

En un post anterior, había prometido mandaros una carta escrita a Antonio Machado y otra a Oscar Wilde de mi libro “Al sueño de la muerte hablo despierto; Cartas a poetas muertos” Hace quice días  colgueé la de Antonio Machado. Hoy le toca el tueno a la de Oscar Wilde.

23-III-2002

Carta para entregar a Oscar Wilde, escritor y poeta irlandés del siglo XIX.

Querido Oscar:

La verdad es que no sé cómo empezar esta carta. Son demasiadas las cosas que me gustaría decirte, demasiadas las que me gustaría que me aclarases, demasiado profunda y contradictoria tu personalidad, demasiado poco el espacio de una carta como para poder ordenar las ideas. Temo que me pueda salir excesivamente larga y se te haga pesada. No obstante, ahí voy. Hace unos años, ni siquiera te prestaba la menor atención. Era esclavo del tópico que tú mismo tejiste sobre tu vida a lo largo de la mayor parte de ella. Eras para mí, perdona la crudeza, un esteta vacuo, un dandy cursi, un petimetre fatuo y un vicioso despreciable. Pero un libro y una frase sobre ti me hicieron recapacitar. Cronológicamente fue primero la frase de Jorge Luis Borges que decía de ti: “Wilde es un hombre que guarda, pese a los hábitos del mal y la desdicha, una invulnerable inocencia”. Si hubiese tenido que unir una palabra a tu vida, la última que se me hubiese ocurrido sería, probablemente, la de “inocencia”. Pero viniendo de un hombre culto y honesto como Borges, quedó en mi memoria.

Años más tarde vi un libro de un teólogo católico[1] con el título de “Cuatro poetas desde la otra ladera”. El libro cita en la portada quiénes son los cuatro poetas. Unamuno, Jean Paul Richter, Antonio Machado y tú. En la solapa aclara que el tema del libro es un estudio cristológico a través de vosotros cuatro. ¡Sorpresa mayúscula! ¡Un estudio cristológico basado en ti! Compré el libro y lo leí. Después vinieron tus obras completas. Y con ellas la confusión hacia tu persona. La sana confusión de quien se replantea viejos prejuicios. Y, por fin, la claridad. O lo que creo es la claridad. Ésta mi pretendida claridad hacia la comprensión de tu difícil persona es la que quiero que me confirmes o desmientas. Mi convicción es que tú eres uno de los casos más paradigmáticos de la misericordia de Dios. No creo que deba pedirte perdón por basarme en tus escritos para fundamentar esta creencia mía, aunque las citas puedan alargar la carta.

Tú mismo dices cuáles fueron los dos momentos que más marcaron tu vida. Tu entrada en Oxford y tu entrada en la cárcel. Oxford marca tu vida. En Oxford adquieres una profunda formación clásica de la que se nutrirá toda tu vida como escritor. La conversión al catolicismo de tu compañero Archibald Dunlop te impresiona vivamente. Oxford te dio la oportunidad de conocer de cerca y oír a los cardenales Manning y Newman, también conversos al catolicismo. Tu admiración por ellos queda patente en tus escritos de esa fase de tu vida. Estos contactos y amistades te hacen coquetear con la idea de hacerte católico. Tienes largas conversaciones con el P. Parkinson, párroco jesuita de San Luis, en Oxford. En una carta de esa época dices a un amigo:

“Sueño con una visita a Newman, con el Santo Sacramento en una nueva iglesia y después, paz y tranquilidad en mi alma. Pero ni que decir tiene que cambio de idea a cada momento y flaqueo y me engaño a mí mismo más que nunca.

Si pudiera tener la esperanza de que la Iglesia suscitase en mí algo de seriedad y pureza, me pasaría por darme ese lujo, aunque no fuera más. Pero no alcanzo a tenerla, y pasarme a Roma sería sacrificar y renunciar a mis dos grandes dioses, el dinero y la ambición.

De todos modos, me pongo tan mal, tan deprimido y angustiado, que en cualquier momento de desesperación buscaré el cobijo de una Iglesia que sencillamente me cautiva con su fascinación. [...]

No te voy a hablar de teología, pero únicamente decirte que el que tú sintieras la fascinación de Roma sería para mí el mayor de los placeres; creo que me tranquilizaría.[...]

Pero yo sé que tú eres vivamente sensible a la belleza, y que realmente intentas ver en la Iglesia no sólo la mano del hombre, sino también un poco la de Dios”.

Pero también en esa época estás coqueteando con la masonería. El 27 de Noviembre de 1876 ingresas en ella. Yo creo ver en ello una medida de "autoprotección" contra la llamada de Dios que golpeaba a tu puerta. ¿Era un remedio a tu"debilidad" para cerrar la puerta a la búsqueda del cobijo en la Iglesia de la que nos habls? ¿Te asustaba el compromiso personal al que te pudiera llamar ese cobijo? Creo que de esta manera intentabas matar tu inocencia, la que Borges dice que era invulnerable en ti.  Años más tarde, en ti "Balada de la cárcel de Reading", afiermas que todo hombre mata lo que ama. Dices:

Y todos los hombres matan lo que aman,

que lo oiga todo el mundo,

unos lo hacen con una mirada amarga,

otros con una palabra zalamera;

el cobarde lo hace con un beso,

el valiente con una espada.

Para ti empieza, a partir de tu salida de Oxford, una carrera de éxitos. La admiración, la fama, el dinero, los becerros a los que te habías abierto al cerrarte a la llamada de Dios, te premian con sus dones. También te entregas al placer sin límites. “El placer es la piedra de toque de la naturaleza, su signo de aprobación” –dices. “Lo que llamamos pecado es un elemento esencial del progreso” –afirmas. Y te entregas a ambos desenfrenadamente por el camino de la homosexualidad. Así intentabas matar tu inocencia. Tapándote los oídos y dejándote arrastrar por el hábito del mal del que habla Borges. Afortunadamente para ti, junto al veneno del silencio y el vicio, plantaste, de forma harto extraña, la semilla del antídoto. Tienes una primera relación homosexual con un joven llamado Robert Ross. Posteriormente Robert se convertiría también al catolicismo y tu amistad con él abandona el cauce de la homosexualidad y se hace profunda y firme. Atraído por su catolicismo, le arrancas la promesa de que haría que te bautizases antes de la muerte. ¡Pobre Robert! ¡Qué carga debió suponer para él esta responsabilidad que pusiste sobre sus hombros! Pero, ¡qué fiel fue a ella! A él le debes la conclusión de la edición de tus escritos y el hecho de estar en el paraíso. Frecuentas prostíbulos masculinos de los que te haces parroquiano asiduo. Con 37 años conoces a un joven estudiante de Oxford, Alfred Douglas, tercer hijo del marqués de Queenberry, con quien inicias una relación homosexual que se prolongará hasta casi el final de tu vida. No sé, no me importa y, desde luego, no te pregunto qué orígenes tuvo en ti la homosexualidad. Pero sean los que fueren, creo que tiene en ti un sentido de rebeldía, de rompimiento de moldes y normas, de búsqueda de escándalo para los que tú llamabas despectivamente “filisteos”. ¿Pudiera ser que en el inicio de tus relaciones con Alfred hubiese un deseo de humillación a una nobleza que a su vez humillaba a los “snob” como tú? Imagino la rabia que te pudo producir cuando en el registro de Oxford, al lado de tu nombre anotaran “snob”, apócope de sine nobile, a falta de algún título nobiliario que diese lustre al apellido. Continúas tu frenética carrera hacia no se sabe dónde. Hacia un deseo loco de suprimir cualquier sombra de principios éticos. Hacia un intento desesperado de encarnar el superhombre, libre de toda atadura moral, que el pobre Nietsche sólo podía imaginar. Esta frase tuya me parece ilustrativa: “Por su curiosidad, el pecado incrementa la experiencia de la raza. Por su aserción intensificada del individualismo nos salva de la monotonía del tipo. En su rechazo de las nociones corrientes en torno a la moralidad, está cargado con una alta ética”. Perdona que trate estos temas tan escabrosos, pero creo que es necesario plantearlos para que me aclares si la opinión de Borges sobre tu inocencia y la mía sobre la misericordia de Dios tienen algún sentido.

Creo que detrás de estos años de locura sigue habiendo un deseo tan desesperado como inútil de matar la inocencia que amabas, de ahogar la voz que un día en Oxford te llamara a la conversión y cuyos ecos, tal vez, aún oías en tu interior. Algo la preservaba de la extinción definitiva. Ya no era la Iglesia a la que, hasta que se acerque tu muerte, sólo aludirás peyorativamente. Era Cristo quien, en última instancia, evitaba la muerte de tu inocencia. Era el Cristo al que rindes homenaje explícito o implícito en cuentos como “El gigante egoísta”, “El joven rey”, “El ruiseñor y la rosa” o “El hijo de las estrellas”, en los que planea el ansia de conversión. Cuentos que contabas a tus hijos antes de echarlo todo a perder. No era un Cristo cristiano. Era un Cristo en el que tú veías belleza y misericordia, poesía y misterio, pero no divinidad. Era un Cristo estético, a tu medida, pero era Cristo al fin y al cabo. No suficiente para la conversión, pero sí para mantener un pequeño rescoldo de pureza. Era, sin que tú lo supieras, el Cristo que nunca rompe la caña quebrada ni apaga el pábilo vacilante.

Empieza entonces tu calvario. Con 41 años, el padre de Alfred te afrenta públicamente llamándote sodomita. Inicias entonces un proceso judicial suicida contra él. Suicida, porque era verdad lo que decía, porque era un noble con más poder que tú y porque la ley inglesa de entonces penaba la sodomía con la cárcel. Cuando el proceso que iniciaste se empieza a volver contra ti, tu abogado te insta a que retires los cargos, que dejes que se extinga. A fin de cuentas, nadie tenía interés en mandar a la cárcel al ídolo intelectual de la época. Pero tú estás ya poseído de un fuego autodestructivo que te impulsa a seguir. Me pregunto si no estabas intentando deliberadamente ir a la cárcel en busca de nuevas experiencias. El infierno puede no parecer tan terrible cuando sólo se ve desde fuera. Unos años antes, un tal Mr. Balfour había enviado a prisión al poeta Wilfried Blunt. Tu comentaste que la prisión había tenido un efecto admirable sobre él en cuanto poeta. “Los estrechos límites de una celda carcelaria –especificas– parecen convenir a lo que dice el soneto: El estrecho trozo de suelo y un encarcelamiento injusto por una causa noble fortalece y profundiza la naturaleza”. ¿Fue creciendo en ti esta idea hasta convertirse en obsesión? No me parece inverosímil que acariciases la posibilidad de convertirte en una especie de mártir de la belleza, de víctima inmolada para lograr su máxima expresión. Tal vez planteases un reto a la hipócrita sociedad victoriana. Llegar hasta el final. Vencer y sentirte omnipotente o perder y sacrificarte por el arte en aras de perfeccionar tu estética. He ahí el dilema. ¿Es delirante que piense esto? No lo sé. Me gustaría que me lo dijeses.

Pero perdiste. La misma sociedad que te había encumbrado hasta la gloria, te hundió en el abismo. El 25 de Mayo de 1895, con 41 años, ingresas en prisión. No saldrías hasta el 18 de Mayo de 1897. Dos años de trabajos forzados. Dos años de sufrimiento, de catarsis. Si es cierto lo que intuyo que buscabas, lo encontraste con creces. El infierno visto por dentro, con un dolor infinitamente mayor del que podías imaginar desde fuera. Pero también la sublimación de tu prosa y de tu verso. Tú no lo veías así. Nos dices: “Espero escribir sobre la vida de presidio y tratar de que cambie para otros, pero es demasiado terrible y fea para transmutarla en obra de arte”. La cárcel te tentó con el suicidio, te hizo rozar la locura, te robó la esperanza, te destruyó físicamente, pero te elevó a cumbres estéticas y espirituales que nunca antes habías alcanzado. Viste morir ajusticiados a rufianes que se habían convertido en tus compañeros y lloraste por ellos. En la cárcel de Reading escribiste una de tus obras cumbre. La “Epistola in carcere et vinculis”. “Carta en la cárcel y encadenado”. Es una carta de despedida para Alfred Douglas, al que te has propuesto no volver a ver. Al salir de la cárcel se la envías pero, temiendo su reacción, tienes la precaución de hacerle llegar una copia a Robert Ross. Tu temor no era infundado. Alfred destruye la carta, creyendo que era el único ejemplar. Robert la publicaría parcialmente después de tu muerte con el título “De profundis”. Es uno de los escritos donde con más densidad aparece la palabra y el espíritu de Cristo. Contradictoria, como tú eras. Sigue sin ser el Cristo cristiano. Es el Cristo poeta, transfigurador de lo feo en bello, lo que tú solo no te sentías capaz de hacer. Pero es, una vez más, Cristo. Sería muy largo y tedioso glosar tus pensamientos acerca de él en esta obra.

Y, por fin, la libertad. Pero sin ilusión. “El día de mi liberación no haré sino pasar de una celda a otra y a veces el mundo entero me parece no mayor que mi celda e igualmente terrorífico para mí”. Al salir de prisión, el exilio. El recuerdo de un preso ahorcado te inspira tu otra obra cumbre, la “Balada de la cárcel de Reading”. Es un poema cristológico. En el dolor del ahorcado, un soldado que había matado a su mujer, veías el dolor redentor de Cristo. Fue este reo el que te inspiró que “todos los hombres matan lo que aman”. Tres meses tardas en escribir la Balada. Tres meses que te concentras en ella, olvidándote de casi todo. Pero tres meses de intensa vida espiritual, aunque sin dar el paso definitivo. Tres meses en los que tu maltrecha inocencia pugna por revivir. En tu correspondencia pueden leerse cosas como las siguientes: “Mañana me voy de peregrinación. Siempre he querido ser peregrino y he decidido salir mañana temprano hacia el santuario de Notre Dame de Liesse. ¿Sabes qué es Liesse? Es una palabra antigua que quiere decir alegría [...] No sé cuánto tiempo tardaré en llegar al santuario porque tengo que ir andando. [...] harán falta por lo menos seis o siete minutos para ir y otros tantos para volver. ¡De hecho la capilla de Notre Dame de Liesse está a cincuenta yardas del hotel! ¿Verdad que es extraordinario? [...] ¿Hará falta que te diga que esto es un milagro? Yo quería hacer una peregrinación y, mira por dónde me traen la capillita de piedra gris de Nuestra Señora de la Alegría. Probablemente ha estado esperándome durante todos estos años purpúreos de placer, y ahora viene a mi encuentro con Liesse como mensaje. Yo realmente no sé qué decir. [...] hasta para la oveja sin pastor hay una Stella Maris que la guía a casa”. Stella Maris o refugio de pecadores. Guía o amparo. Pero ni la sigues del todo ni acabas de refugiarte en ella. Vas a misa como simple espectador y dices: “Ayer fui a misa a las diez y después me bañé. Así que entré en el agua sin ser pagano. La consecuencia fue que no me tentaron las sirenas ni nadie del verdoso séquito de Glauco. [...] En mis tiempos paganos el mar estaba siempre atestado de tritones soplando por conchas, y otras cosas desagradables. Ahora es muy distinto”. Esta frase tiene ecos del más inquietante de tus cuentos infantiles, “El pescador y su Alma”. Un sacerdote te invita expresamente a sentarte en el coro, te enseña las vestiduras sagradas, te integra en la comunidad. Te hace sentir, en definitiva, la misericordia de Cristo. “¡Tengo un asiento en el coro! Los pecadores son los que deben ocupar los sitios altos al lado del altar de Cristo, ¿no? Yo sé, en cualquier caso, que Cristo no me echaría”. ¡Qué distinto este sacerdote del que pintas en el cuento que acabo de citar! Mientras, en la Balada, escribes:

“¡Ah, felices aquellos cuyos corazones pueden romperse

y conquistar la paz del perdón!

¿De qué otra forma podría el hombre realizar su plan

y purificar su alma del pecado?

¿Cómo, sino a través de un corazón roto,

puede entrar en ella Cristo nuestro Señor?”

Pero, a pesar de que tu inocencia casi muerta ha empezado a florecer, no das el paso. No le pides a Nuestra Señora de la Alegría que te lleve con su Hijo. Tu corazón no puede romperse todavía. Haces con Cristo como Lope en su soneto:

“Mañana le abriremos respondía

para lo mismo responder mañana”.

De esta forma, al acabar la Balada, en Agosto del 97, aunque el espíritu está casi presto, la carne sigue siendo débil. Vives el exilio en soledad y en una pobreza extrema. Tu madre, a la que idolatrabas, murió mientras estabas en la cárcel. Tu mujer, que te quiso hasta el final y a la que amaste a tu manera toda la vida, también murió. Tus hijos ya no llevaban tu nombre. Al desaparecer tu mujer se lo cambiaron. Tú mismo has cambiado tu nombre por el de Sebastian Melmoth. Eres un paria. En esas condiciones tu memoria y tu carne se vuelve al recuerdo del placer purpúreo, cárdeno. Aparece de nuevo el verdoso séquito de Glauco. Llamas a Alfred y viene. Pero no está contigo más que unos meses. Luego, otra vez la soledad. En Marzo de 1900, escribes a Robert Ross: “Espero estar en Roma dentro de unos diez días. Será maravilloso volvernos a ver y esta vez realmente he de hacerme católico”. Pero sigues sin abrir definitivamente la puerta a Cristo y tu inocencia sigue marchitándose después de una breve primavera. En Noviembre de ese mismo año te sientes morir y llamas a tu amigo Robert a tu lado. Él nos cuenta tu final en carta a un amigo común: “Yo me fui entonces en busca de un sacerdote, y tras muchas dificultades di con el padre Cuthbert Dunne, de los pasionistas, que inmediatamente fue conmigo y le administró el bautismo y la extremaunción. Oscar no estaba en condiciones de recibir la eucaristía. Tú sabes que yo siempre había prometido llevarle un sacerdote cuando se estuviera muriendo, y me sentí un poco culpable por haberle disuadido tantas veces de hacerse católico, pero sabes que tenía mis razones”. ¡Pobre Robert! ¿Cuáles serían sus razones? ¡Que carga sobre sus hombros toda la vida! El padre Dunne te dio la extremaunción y el bautismo condicional, ya que estabas sin conocimiento. Pero un día más tarde recuperaste transitoriamente la lucidez y Robert volvió a llamarle para que comprobase tu voluntad consciente de entrar en el seno de la Iglesia católica.

Así morías a los 46 años. Te enterraron en el cementerio Pierre Lachaise en París. Tu epitafio fue una estrofa de tu Balada:

“Aunque todo está bien; sólo ha traspasado

el límite prefijado de la vida

y ajenas lágrimas llenarán para él

la urna de la piedad, hace tiempo rota,

pues quienes le lloren serán los parias,

y los parias siempre lloran.”

Tu corazón, que se había convertido en un corazón de paria, fue capaz de romperse y lloró.

Robert se ocupa de la publicación póstuma de tus últimas obras. La copia integra de la Epistola la deposita en lugar seguro hasta que sesenta años más tarde es publicada en su totalidad. En la Epistola habías escrito una de las frases más luminosas que puedan nunca escribirse: “Al menos una vez en su vida, todo hombre camina con Cristo hacia Emaús”. La misericordia de Dios había elegido para ti el mejor de los momentos. Tal vez en tu epitafio serían más apropiados los versos del poeta del siglo XV Eneas Silvius Piccolomini, más tarde Papa Pío II, que dice: “No te pido que me concedas la gracia que le concediste a san Pablo; Tampoco te pido el arrepentimiento que hiciste sentir a Pedro; Sólo te pido fervientemente el perdón; El perdón que concediste al buen ladrón en la cruz”. Uno de tantos Papas pecadores arrepentidos. Esto era una de las dos cosas que te atraían estéticamente de la Iglesia católica. Los pecadores no solamente eran perdonados, sino que podían llegar a santos y tener un papel importante en ella. La segunda era la belleza inigualable que veías en su liturgia. Hablando de la misa, dices en tu Epistola: “Cuando se contempla esto desde el punto de vista del arte, uno no puede por menos de sentir agradecimiento de que el supremo deber de la Iglesia sea el de actuar esa tragedia sin derramamiento de sangre: la presentación mística de la Pasión del Señor mediante el diálogo, el vestido y el gesto. Y es siempre una fuente de placer y de respeto para mí recordar que la última supervivencia del coro griego, perdido en los demás sitios para el arte, se encuentra todavía en el monaguillo que contesta al sacerdote en misa”. Ya no quedan monaguillos, pero creo que te gustarían más como coro griego las voces firmes de los fieles participando en la liturgia con fe.

Te pido disculpas por esta carta tan larga. Pero este pequeño paseo por tu vida y tus obras era necesario para plantearte la cuestión más acuciante para mí, sobre la que podríamos hablar en la eternidad. Leo en la Epístola: “Claro está que el pecador debe de arrepentirse. Pero, ¿por qué? Sencillamente porque de otra forma no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más que eso. Es el medio por el que uno altera su pasado. Los griegos lo tuvieron por imposible. A menudo dicen en sus aforismos gnómicos: <<Ni los dioses pueden alterar el pasado>>. Cristo mostró que el pecador más vulgar puede hacerlo”. ¿Cómo es el pasado que Cristo ha reescrito para ti? Creo que podrías ser en él un poeta místico de altura inigualable que, en vez de morir a los 46 años viviera 90 haciendo el bien. Seguro que sabes que en el siglo que ha pasado desde tu muerte has sido utilizado como apología de la homosexualidad y de la mentida belleza del pecado. ¿Cómo estáis, Cristo y tú, borrando el mal de tu falsa vida y sus secuelas y haciendo el bien en tu verdadero pasado? Más acuciante aún. ¿Podría el arrepentimiento de un Hitler o un Stalin cambiar el mal hecho en bien? ¡Fíjate si tenemos tema! Espero poder hablarlo contigo en la eternidad.

Un abrazo.

Tomás.

P.D. Después de enviarte esta carta me he enterado que el padre de Alfred, el marqués de Queenberry, el que te llevó a la cárcel, murió el mismo año que tú, no sé a ciencia cierta si antes o después. Pero sí sé que, lo mismo que tú, pidió el bautismo en su lecho de muerte. También sé que Alfred se bautizó en el año 1911 y que se mantuvo en el seno de la Iglesia católica hasta su muerte. No sé si tu arrepentimiento cambió el pasado, pero lo que es evidente es que cambió el futuro eterno de, al menos, dos personas. Confío que todavía cambie el de muchas más.



[1] Olegario González de Cardedal. Ed. Trotta.

1 de mayo de 2022

El Evangelio econdido de Matajj 20; Capítilo XVII; Hacia Ierushalom

CAPÍTULO XVII 

HACIA IERUSHALOM

Estuvimos más de media luna en mi casa. La luna estaba creciente. Faltaban sólo unos días para que estuviese completamente llena. Sería la primera luna llena de primavera, la luna de Nisán. La que señala Pésaj. Una mañana, Jesús nos dijo:

- Vamos a Ierushalom a pasar Pésaj–y, mirando a Susana–. Susana, Sara ¿queréis venir a pasar Pésaj con nosotros?

Ni Susana ni Sara lo dudaron un instante. Tras tomar con ellas lo más imprescindible, se pusieron en marcha con el ya nutrido grupo. En seguida llegamos al camino que viene de los tres grandes puertos de Haifa, Cesarea Marítima y Jaffa. Por él iban a Ierushalom a celebrar Pésaj los peregrinos judíos de la diáspora de occidente. Los de Grecia, Roma, Hispania, Norte de África y los de Egipto que venían por mar. También venían muchos mercaderes que habían comprado mercancías en los puertos marítimos y las llevaban a Ierushalom. Una abigarrada multitud de la que nadie nos podía conocer porque los que venían de Galilea lo hacía por la ruta este del otro lado del Jordán. El segundo día de marcha nos encontramos con un grupo de zelotas, de los que van siempre a las fiestas que se celebran en Ierushalom cuatro veces al año. No van por motivos piadosos, sino para organizar revueltas y causar problemas a los romanos. Yo me acerqué a ellos, como siempre hacía cuando me cruzaba con un grupo de zelotas, para ver si identificaba a algunos de mis agresores. Eran seis. El corazón se me aceleró en el pecho. Inmediatamente identifiqué a cuatro de los que me ultrajaron. Naturalmente estaban envejecidos, pero los reconocí sin ningún género de duda al primer golpe de vista. Había oros dos, más jóvenes, a los que no conocía. Yo había urdido, en mis años de recaudador en Cafarnaum, un plan de fría venganza contra ellos para cuando los encontrase. Hacía tan sólo unos días le había dicho a Jesús que los había perdonado, pero en ese momento mis propósitos de perdón se habían desvanecido como explota una pompa de jabón en el aire. Inmediatamente, mi cabeza se puso a revivir ese plan para ponerlo en práctica. Era difícil, pues iban armados hasta los dientes, pero yo sabría cómo hacerlo. En eso iba pensando cuando vi que Jesús caminaba a mi lado. Se dirigió a los zelotas y les dijo:

- ¿Creéis que la violencia solucionará algo?

No recibió respuesta. Ni siquiera se molestaron en mirarle. No obstante, él continuó:

- Por cada romano que matéis, ellos matarán a diez de los vuestros y a otros judíos inocentes. Y creedme, cuando toda Judea sea un cementerio, todavía habrá millones de romanos para ocuparla.

Silencio. Ni una mirada.

- Roma caerá un día –siguió él impertérrito–, como cayó el imperio persa, o el babilónico, o el egipcio, o el de los generales de Alejandro. No importa, otros imperios sustituirán al Romano. Judea no será independiente hasta dentro de muchos siglos y aún así, cuando esto ocurra, no habrá paz, porque la violencia jamás soluciona nada. Sólo engendra más violencia sangrienta e inútil en una espiral sin fin.

Uno de los zelotas perdió la paciencia, se volvió hacia él y le respondió con violencia e ira mal contenida:

- ¿Sí? ¿Es eso lo que hay que hacer? –era un joven impulsivo al que yo no conocía– ¿Dejarse matar como un cordero mientras lamemos la mano de los que nos degüellan? Sirva o no sirva para algo, yo prefiero morir matando a balar como un cordero llevado al matadero.

- Y, sin embargo –le replicó Jesús con una voz llena de calma y paz, mirándole a los ojos–, el siervo de YeHoVaH del que habla Isaías, sin gritar, sin romper la caña quebrada, sin apagar el pábilo vacilante, no parará hasta implantar la salvación en las naciones que la anhelan. Será, nos dice el profeta, precisamente como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador. Sin abrir la boca traerá la salvación a las islas. Tal vez deberías dejar que el Altísimo te espabilase el oído para escuchar como un discípulo.

Otro de los zelotas, uno de mis conocidos, se paró, se volvió hacia Jesús, le agarró amenazador por el borde del vestido más cercano al cuello y le espetó:

- Hablas como un masoquista y estúpido maestro de corderos llevados al matadero. Si hay una profecía que odio con toda mi alma es la de ese Isaías que promete la salvación a todos los pueblos y habla con balidos de cordero en vez de usar el lenguaje de los hombres. A Judea la salvará un Ungido guerrero y victorioso que segará cabezas de romanos como el segador siega la mies con la guadaña, que regará con su sangre la tierra hasta que muera el último de los romanos, que hará que todas las naciones se postren ante Israel.

Mis planes de venganza fría se desvanecieron. Mi vista se tiñó de rojo, como cuando era recaudador y alguien se oponía a mí. Di un paso al frente dispuesto a estrangular al que había agarrado a Jesús. Pero éste me vio y, sin dejar de mirar a los ojos al zelota que le tenía agarrado, me dijo con voz de mando:

- ¡Quieto Mattaj! ¿Quieres tú también ser un títere en el juego de la violencia? ¡Quédate quieto!

Antes de pensar si iba a obedecer o no, otro de la pandilla, también de los que me habían ultrajado hace veinte años, al ver que yo daba un paso amenazador, se vino hacia mí con el cuchillo en la mano. Le agarré la mano del cuchillo, le partí el brazo como se puede partir una caña, cogí su cuchillo y, antes de que se diese cuenta, le tenía agarrado por detrás con el cuchillo apretado contra su garganta.

- O sueltas a Jesús –grité al que lo tenía sujeto–, o Zabulón estará muerto en un segundo y, créeme, Teudas, que lo haré con un inmenso placer.

- ¿Cómo demonios sabes nuestros nombres gigante cabrón? –preguntó Teudas con sorpresa al tiempo que Jesús me gritaba con una voz que parecía un trallazo:

- ¡Quieto Mattaj!

- Porque un día –le dije apretando los dientes–, hace más de veinte años, tú, Zabulón, los otros dos perros viejos que van contigo y unos cuantos más, casi me matáis en Modín, tras violar a mi madre y humillar públicamente a mi padre. ¿Te acuerdas, miserable hijo de puta?

Mi instinto asesino estaba en alerta. Sabía que si actuaba con rapidez, podía degollar a Zabulón y acuchillar a Teudas antes de que soltase a Jesús y sacase su cuchillo. Con el rabillo del ojo había visto a Jacob y a Juan dispuestos a abalanzarse contra el resto de los zelotas. Después, el resultado de la reyerta sería incierto. Todo dependería de quiénes interviniesen y quiénes no. Mis reflejos de depredador estaban intactos. El de Queriot seguramente fuese armado y también debería estar avezado a estas cosas. Le vi también preparado. Supuse que Pedro, aunque no le veía, también estaría alerta. Evalué la situación. Eliminados Zabulón y Teudas, quedarían dos de los que quería vengarme y los dos jóvenes. El que se había encarado con Jesús parecía pensativo, como si estuviese rumiando las palabras que le había dirigido Jesús. Antes de que se centrase en la realidad, Jacob, Juan, Pedro o el de Queriot, podrían neutralizarle. Si sólo uno de los cuatro se dedicaba a él, quedarían tres de los nuestros acostumbrados a la lucha, más Pedro y otros muchos del grupo no habituados, contra tres zelotas. Cualquiera sabe lo que podía pasar. En cualquier caso, habría heridos y, probablemente, algún muerto entre los nuestros.

- Claro que me acuerdo. ¿Cómo me iba a olvidar de aquello? –su voz delató que no era una hazaña de la que se sintiese orgulloso, como si le pesase en su conciencia. Mejor, pensé, es posible que eso les reste eficacia en la lucha a él y a los otros dos que ese día estuvieron con él– Pero tú no te llamabas Mattaj, sino Leví –un poco más de desconcierto, pensé.

Esos eran mis pensamientos cuando mi madre se puso en medio.

- Aquel día –dijo mi madre mirándoles a los ojos alternativamente a Teudas y a Zabulón, sin sombra de rencor en su mirada– trajisteis la desgracia a mi casa. Pero ayer he recuperado la felicidad y no estoy dispuesta a perderla otra vez. Preferiría que me violaseis de nuevo a que se derramase la sangre de mi hijo y la de alguno de sus amigos –y, mirándome a mí a los ojos con mirada suplicante, añadió–: Mattaj, suelta a Zabulón. Te lo pido por el perdón que diste a tu padre. Tú, Teudas –y se volvió hacia él– suelta a Jesús. Os lo suplico a ambos. Yo os he perdonado a los cuatro y a los otros que me violaron. Y Alfeo también, justo antes de morir. Y vosotros –se dirigió a los dos jóvenes –no tenéis edad de tener el corazón de piedra. Abriros a la misericordia y el amor del Altísimo. Aún es tiempo.

Se calló y se puso de rodillas. Sara y Noemí se pusieron también de rodillas a su derecha y su izquierda. Se había formado un círculo de gente, peregrinos y comerciantes, alrededor de nosotros. Transcurrieron varios tensos segundos. Al cabo de un rato, yo solté a Zabulón. Un instante más tarde, Teudas soltó a Jesús.

 - Gracias –dijo Jesús a mi madre mientras la levantaba del suelo–. Gracias –repitió visiblemente emocionado.

Luego se acercó a mí y me abrazó.

- Que poco te ha durado el perdón –me dijo al oído–, espero que hayas aprendido la lección.

Entonces se acercó a Zabulón y poniéndole recto el antebrazo que estaba doblado en ángulo recto, le dijo:

- No parece que tengas el hueso roto. Mañana estarás bien.

Zabulón miraba a Jesús y se miraba el brazo, sin dar crédito a lo que había pasado. Después, Jesús abrazó a Teudas, al joven que le había amenazado de palabra al principio, que estaba como sonado, como si hubiese recibido un golpe que le hubiese dejado grogui, y después, a los otros tres. Zabulón se acercó a mi madre y se arrodilló ante ella.

- Perdón, perdón –repetía una y otra vez mientras le besaba las manos.

Al lado de Zabulón, se arrodillaron los otros tres zelotas mayores. Mi madre los levantó a los cuatro y los abrazó. Yo estaba perplejo. Si hacía unos días me hubiesen dicho que semejante cosa podría ocurrir, me hubiese reído, pero allí estaba yo, que me encontré también abrazando a los cuatro que me habían ultrajado hacía veinte años. El círculo de gente que nos rodeaba estaba como petrificado. El zelota joven que había amenazado a Jesús se acercó a él y le dijo:

- Rabbí, no sé quién eres. Hace un momento me creía el vengador de mi pueblo y estaba dispuesto a morir y a matar por ello. Ahora te he conocido a ti. Tú no eres el vengador de mi pueblo. Eres el salvador de él mismo, de los romanos y de todos los imperios y pueblos que pueda haber en la tierra. Estoy dispuesto a morir, pero no a matar. A ir contigo hasta la muerte pacíficamente, si es necesario. Déjame seguirte a donde quiera que vayas.

Jesús le miró con amor y le dijo:

- ¿Cómo te llamas?

- Simón bar Joel –dijo el joven zelota.

- Simón el Zelota –dijo Jesús hablando muy despacio–. Te aseguro, Simón bar Joel que miles de millones de personas te conocerán como Simón el Zelota, el zelota pacífico del Altísimo. En su Nombre pastorearás una de las doce tribus de Israel.

Poco a poco, el círculo de disolvió y el río humano volvió a moverse. Nosotros echamos a andar también, pero no podíamos dejar de darnos cuenta de las miradas de soslayo que nos dirigían todos.

Ese mismo día, después de mediodía, llegamos a Ierushalom. No llegamos por donde suelen hacerlo los peregrinos que vienen de Galilea para Pésaj, por el camino del este, que vuelca sobre Ierushalom desde Betania y Betfagé, coronando el Monte Oriental, al otro lado del torrente Cedrón. Llegamos por el camino del mar Occidental, que pasa cerca de Modín. Íbamos a entrar en Ierushalom por la puerta de Jaffa. Paralelo al camino de entrada a nuestra izquierda corría el frente de una cantera de piedra arcillosa que había dejado de explotarse hacía bastantes años. Al parecer, en el proceso de explotación de la cantera, se había encontrado una roca más dura y más alta que se había dejado atrás. Estaba a unos quince codos del frente de la cantera, de forma que se había quedado junto al camino. Los romanos utilizaban esa roca, por estar junto al camino y en alto, para crucificar a los malhechores y que su vista sirviese de escarmiento para todos. Por eso el pueblo le había puesto el nombre de Gólgota o Calavera. En esos momentos había dos hombres colgados de travesaños izados sobre dos de las cuatro altas estacas verticales hincadas en la cima. Lanzaban quejidos lastimeros. La gente se paraba morbosamente a ver el espectáculo. Algunos, aunque no supiesen nada de los reos, les insultaban. Otros escupían al pasar. Los asideos más ortodoxos, aunque no tuviera nada que ver con ellos, les gritaban:

- ¡Malditos! ¡Malditos! –por la maldición del Deutronomio.

Muy pocos mostraban misericordia. Nosotros pasamos de largo, pero Jesús se paró un corto momento para mirar a los ajusticiados. Creí ver en él una mirada de lástima y un estremecimiento. Por supuesto, en ese momento no podía saber lo que ahora sé. Qué él moriría voluntariamente así para cumplir la voluntad de su Padre del Cielo. Parecía musitar una plegaria silenciosa. Entonces le vi hacer un gesto cuyo significado, aún hoy  me cuesta aceptar. Con la mano derecha abierta, trazó una cruz. De su frente a su pecho y del hombro izquierdo al derecho. Luego siguió su camino y entramos en Ierushalom por la puerta de Jaffa.

- Vamos al Templo –dijo Jesús.

Recorrimos la red de callejas que llevaba al Templo. Los zelotas, que ya no lo eran, tras despedirse de nosotros con abrazos, siguieron su camino. Todos menos Simón que se quedó mirando lánguidamente a Jesús como si no fuese capaz de dar un paso para alejarse de él. Jesús le miró al fondo de los ojos y le dijo suavemente:

- Ven conmigo Simón bar Joel, el Zelota, ven –y dando media vuelta echó a andar.

Llegamos al muro occidental de los contrafuertes de la colina artificial sobre la que está asentado el Templo y lo recorrimos hacia el sur para subir por las inmensas escalinatas que dan acceso a la esquina sudoeste del atrio de los gentiles, al impresionante pórtico real con sus cuatro filas de columnas. Todos los tejados de la columnata que rodea el Templo estaban ocupados por soldados romanos, en actitud de prevengan por si se producía una revuelta, poder sofocarla a sangre y fuego. No era poco frecuente que esto se produjese. Entramos en el atrio. Como de costumbre, el atrio de los gentiles era un hervidero. Muchos de los judíos que iban al Templo tenían que ofrecer algún sacrificio, por el motivo que fuese, expiación de algún pecado, nacimiento de su hijo primogénito o cualquier otra efemérides. Según la causa del sacrificio y la riqueza de las personas que lo ofreciesen, la Ley prescribía el animal que había que sacrificar, desde un pichón hasta un ternero. Pero los animales que se ofreciesen en sacrificio tenían que ser aceptados por los levitas como animales machos, sin defecto y, además estar purificados por un ritual especial. Ya Salomón, al construir el primer Templo, había hecho, al norte del mismo unos aljibes porticados, los llamados de las ovejas porque en ellos se lavaban las ovejas y otras reses destinadas al sacrificio. Los animales entraban por la puerta de las Ovejas a primera hora de cada día y se distribuían por los puestos del atrio. Todo esto hacía que alrededor de la venta de animales para los sacrificios se estableciese un mercado monopolístico controlado por los sacerdotes y levitas del Templo. Éstos daban permisos de venta, contra pingües sumas de dinero como mordida, a los comerciantes que pujaban por ello. Éstos, a su vez, vendían los animales a precios absolutamente abusivos. Para colmo, en el templo no se podía pagar con la moneda corriente normal, sino con un tipo de moneda especial que producían los sacerdotes y de la que establecían un cambio también artificial y no menos abusivo que el de los animales.

A lo largo del año, el mercado del atrio de los gentiles era pequeño, pero al llegar las fiestas, especialmente la de Pésaj, los puestos de venta de todo tipo de animales se amontonaban en medio de un caos tremendo. En las principales entradas del atrio se instalaban los cambistas. Todos gritaban el precio de sus mercancías y el tipo de cambio de las distintas monedas que traían los peregrinos. Éstos, tras hacer colas enormes, si querían cambiar dinero, entraban y recorrían los distintos puestos, discutiendo y regateando con los comerciantes para que el sacrificio que debían ofrecer resultase lo menos gravoso posible. Para la gente humilde, tener que ofrecer un sacrificio en el Templo era poco menos que una ruina. Jesús había estado en el Templo en Pésaj’s anteriores y conocía, por tanto, la barahúnda que se formaba y los abusos que se producían en él. Pero ese día, al verlo de nuevo, una especie de furia fría se apoderó de él.

- ¡Qué vergüenza! –empezó a decir, al principio suavemente–. ¡Qué asco!, ¿en qué han convertido la casa de mi Padre? –Abba–. Esto es una cueva de ladrones fomentada por levitas, sacerdotes, maestros de la Ley, fariseos, saduceos y toda esa morralla. ¡Qué manera de explotar a esa pobre gente que viene a cumplir con los preceptos de la Ley!

El tono de su voz iba subiendo en indignación y volumen. Sin embargo, la furia no le hacía perder el control de sus acciones. Sin precipitaciones, como si lo estuviese haciendo con la máxima tranquilidad, empezó a volcar las mesas de los cambistas. Las monedas comenzaron a rodar por el suelo y la gente se abalanzó sobre ellas. Después, tras pasar la línea de cambistas, llegó a los puestos de venta de animales. Con la cuerda del ronzal de un buey, hizo una especie de látigo con el que fustigaba a los animales que empezaron a correr despavoridos de aquí para allá, como en una estampida. Tiraba al suelo con fuerza las jaulas de las palomas que, al romperse, dejaban libres a las aves. Pero éstas no podían volar, porque para evitar que se escapasen les habían cortado las alas remeras y no podían volar más que pequeños trechos a baja altura. Se quedaban revoloteando de un lado el otro del atrio, en pequeñas bandadas.

- ¡Fuera! Todo el mundo fuera de aquí –ordenaba con voz tonante, aunque tranquila–. ¡Habéis convertido la casa de mi Padre –Abba– en una cueva de ladrones! ¡Todos fuera, que no quede nadie aquí! ¡Nadie!

No vi que diese un solo golpe a ninguna persona, y sólo usaba el látigo para espantar a los animales. Simón el Zelota miraba inquieto a los soldados romanos que estaban en los tejados.

- Va a haber una masacre –me dijo con voz de alarma–. Si atacan va a haber una carnicería.

Yo más bien pensaba que los vendedores de animales y los cambistas iban a linchar a Jesús pero, de forma increíble, obedecían y salían corriendo en tropel, como presas de pánico, a la salida más cercana. Los peregrinos gritaban:

- ¡Eso, eso, fuera, fuera, fuera estos ladrones, fuera!

Jesús recorrió el atrio de los gentiles de un lado a otro durante la siguiente media hora. Al final, sólo quedaron algunos peregrinos, que jaleaban a Jesús como si hubiese sido el héroe de la jornada, y los animales, que poco a poco se fueron calmando. En un momento, me acerqué a Natanael y le dije quedamente:

- … y aquel día ya no habrá traficantes en el templo de Elohim, el todopoderoso.

- Fin de la profecía de Zacarías –me respondió él, entendiendo la cita.

Los guardias del Templo se habían quedado quietos, como si tuviesen miedo de que su intervención provocase la de los romanos, que era lo último que los sacerdotes querían. Cuando todo se calmó, apareció un grupo de éstos, encabezados por el jefe del turno que estaba en el Templo esa semana.

- ¿Con qué autoridad haces esto? Danos un signo de que tienes autoridad para ello –le dijo con voz indignada el jefe del grupo –los guardias rodearon a Jesús, dispuestos a prenderle.

- Destruid este Templo y en tres días yo lo levantaré de nuevo –respondió Jesús con firmeza y voz tranquila, como quien estuviese planteando una sencilla prueba que pudiese realizarse y de la que él saldría claramente triunfador.

Los sacerdotes se quedaron perplejos ante le respuesta y tardaron un momento en responder, confusos.

- Han sido necesarios cuarenta y seis años y miles de trabajadores para edificarlo, ¿y tú piensas que lo puedes reconstruir en tres días? –su voz reflejaba asombro más que incredulidad.

- Pues no pasará mucho más de un año hasta que lo vean vuestros ojos –otra vez, la firmeza de la voz de Jesús contrastaba con el desconcierto de los sacerdotes.

- ¿Quieres decir que en poco más de un año, nosotros vamos a destruirlo y tú lo vas a edificar de nuevo en tres días? –la perplejidad había dejado paso a la burla.

- El que tenga oídos para oír, que oiga y entienda aquél a quien Elohim le conceda entender –replicó Jesús y, dándose la vuelta, echó a andar. Los sacerdotes no dijeron nada y los guardias abrieron el círculo dejándole pasar. Nosotros le seguimos y, andando con tranquilidad, salimos del atrio de los gentiles, caminando lentamente por la puerta de los Jueces, al este.

Desde la puerta de los Jueces, bajamos hacia el valle del torrente Cedrón por un abrupto y serpenteante camino. Frente a nosotros se alzaba el mausoleo de Zacarías. Llegados abajo, ascendimos por el otro lado, hacia el Monte Oriental, al otro lado del Cedrón. Toda esa ladera del monte, con vistas al muro oriental del templo, estaba ocupada por muchos miles de peregrinos galileos que venían por el camino del Jordán y se quedaban allí al no poder instalarse en Ierushalom por su enorme número. También había peregrinos de Damasco y Mesopotamia, que llegaban a la Ciudad Santa por el mismo sitio, tras unirse a los galileos en una ciudad de la Decápolis llamada Pella. Mientras ascendíamos por el monte, entre tiendas y grupos sentados alrededor de la lumbre en la que preparaban la cena, alguien reconoció a Jesús.

- ¡Es él! ¡Es él! Es el sanador –gritaba mientras corría hacia él.

- Es cierto, ¡es él, es Jesús de Nazareth! –se empezaron a sumar otras voces de gente que le conocía de Galilea.

- ¡Es el que ha echado a los ladrones del Templo! –se unieron al coro los peregrinos que habían presenciado lo que había pasado hacía un momento en el atrio de los gentiles.

En unos minutos, un inmenso tropel de personas nos rodeó, estrujándonos. Todos querían tocar a Jesús. Éste, alzando su voz potente dijo:

- ¡Basta! ¡Basta! Todo el que tenga fe quedará curado, aunque no me toque, pero dejadme hablaros, os pido silencio. ¡Silencio, por favor!

La gente se apartó un poco, mientras se oían sonidos siseantes pidiendo silencio. Poco a poco la muchedumbre se fue callando y se hizo un círculo a unos treinta pies de Jesús.

- Si os sentáis y estáis en silencio, todos podréis verme y escucharme –dijo Jesús, esta vez en voz baja.

La gente se sentó y se hizo un silencio total.

- Mañana será Pésaj. Pero yo os aseguro que esta Pésaj que celebraremos mañana es signo de otra, que viviréis dentro de poco. Una Pésaj en la que se sacrificará un cordero distinto –su voz era ahora potente, para que le pudiese oír la gran muchedumbre que se agolpaba hasta más de quinientos codos de distancia, pero, a pesar de su fuerza, era también susurrante. Tras una pausa continuó–. Una Pésaj que será la salvación definitiva de todos los egiptos del mundo. Ya no habrá que sacrificar miles de corderos cada año. El cordero que será sacrificado dentro de poco bastará para los siglos de los siglos y los eones de los eones. Su sangre estará para siempre en los dinteles de las puertas de cada casa, de cada corazón de cada ser humano de todo tiempo, raza y nación. Está llegando la hora, mejor dicho, ya está aquí, en la que no habrá que venir al Templo desde lejos para celebrar Pésaj, porque cada uno podrá celebrarla cada día en su comunidad y en su corazón. Cada uno adorará a Dios en espíritu y en verdad y le llevará su corazón contrito como ofrenda. Los ángeles y todos los que están en el seno de Abraham también participarán de esa Pésaj.

La gente, lo mismo que nosotros, escuchaba como hipnotizada. Aunque ni siquiera nosotros entendíamos nada, todas esas extrañas palabras transmitían una autoridad y una paz que hacían innecesaria ninguna explicación. Estuvo hablando casi tres horas. Tres horas en la que se hizo completamente de noche pero que a todos nos parecieron como si hubiesen pasado tan sólo unos minutos. Una hoguera iluminaba el círculo en el que se encontraba Jesús, en medio de la oscuridad. Hablaba girando sobre sí mismo, para que todos pudieran verle. Cuando acabó de hablar, dio un par de vueltas más sobre sí mismo escrutando la oscuridad que le rodeaba. Cuando, más tarde, hablamos con algunos de los que estuvieron allí, todos tenían la impresión de que les había mirado a los ojos y de que cada palabra iba dirigida expresamente para él. Tras unos instantes, empezó a caminar monte arriba y nosotros, que también habíamos estado sentados, nos levantamos y fuimos tras él. Todos se apartaban un poco, sentados en el suelo, para dejarnos pasar, pero nadie se levantó. Estaban como petrificados. Pensativos, con una mirada soñadora, como si estuviesen viviendo ya esa Pésaj. Al llegar al exterior del círculo, se encontró con un hombre de unos cincuenta y tantos años, que le esperaba de pie, jadeante y sudoroso. Al acercarse Jesús, se lanzó a besarle las manos, pero Jesús le irguió y no le permitió tal cosa.

- Simón, Simón, qué alegría verte –le dijo.

- ¿Me recuerdas Rabbí? –le dijo el tal Simón muy extrañado– ¿Cómo puedes recordarme?

- ¿Cómo podría olvidarte? –le respondió Jesús– Eres uno de los leprosos que se curaron por su fe en el barranco de la muerte. Todos estáis en mi corazón, pero tú especialmente por tus últimas palabras. ¿Has ido a purificarte con los sacerdotes para cumplir la ley de Moisés?

- No –le respondió Simón–. Ya te dije que no necesitaba más purificación que la tuya.

Jesús no le dijo nada. Le sonrió como cuando Simón le había dicho eso mismo hacía poco. Tras una breve pausa, Simón continuó:

- Rabbí, he venido corriendo desde mi casa –hablaba sin resuello–, en Betania, al otro lado del monte. Mi hijo Lázaro me ha venido a avisar de que había un maestro extraordinario hablando un lenguaje nuevo. Le mandé, porque he sabido lo que ha pasado esta tarde en el Templo. Pensé que tal vez fueses tú, porque nadie puede atreverse a enfrentarse a semejante abuso si no tiene la fuerza del Altísimo con él y que podrías venir al sitio donde se reúnen los galileos. Cuando llegó, hace un rato diciéndome lo que había oído, pedí al Altísimo que fueras tú y vine corriendo. Mi plegaria ha sido escuchada. Me sentiría muy honrado si pudierais venir, tú y tus discípulos, a alojaros en mi casa. No está a más de cinco estadios y hay espacio para todos.

- Él ha provisto todo, porque, si no fuese por ti, ¿dónde íbamos a pasar la noche? –dijo Jesús haciendo ver que se sentía honrado por la invitación.

Junto a Simón había un hombre joven, alto y fuerte, con una cabellera pelirroja que le caía sobre los hombros y una espesa barba del mismo color. Parecía un poco tenso y en la boca, entre el bigote y la barba se dibujaban unos labios apretados en un gesto hosco.

 Mira, rabbí, éste es mi hijo Lázaro –dijo Simón presentando al joven a Jesús.

Rígido y erguido, Lázaro saludó fríamente a Jesús.

- Gracias por lo que has hecho por mi padre –le dijo con un tono que revelaba una lucha interior entre el asombro y el agradecimiento por el milagro, y la tozudez de quien se resiste a agradecer reamente un don porque no lo entiende.

- Es su fe la que le ha salvado, no la observancia de la Ley –dijo lacónicamente Jesús a Lázaro, que se quedó pasmado unos instantes como si le costase entender estas palabras.

Pero ya Simón había dado media vuelta y echado a andar con Jesús al lado, y todos los seguimos hasta la casa de Betania.