30 de abril de 2022

A toro pasado sobre el Domingo de la Misericordia

 El domingo pasado, día de la Misericordia divina estuve corto de reflejos. Como decía Forges en una de sus geniales viñetas: “Jo, estoy perdiendo reflejos a manta”. Me hubiese gustado colgar, ese mismo Domingo, un post sobre ese tema, pero se me pasó. No obstante, como toda fiesta tiene su octava y la octava de la de la Misericordia dura 365 días, estoy todavía a tiempo. Lo que cuelgo es la despedida del libro “Al sueño de la muerte hablo despierto; cartas a poetas muertos”, del que os mandé la semana pasada la carta a Antonio Machado y, en breve os mandaré, como había anunciado en un envío anterior, la de Oscar Wilde. Ahí va:

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Madrid, 3 de Octubre del 2004

Despedida

Todas las cosas llegan a su fin en esta vida, y este epistolario también. No es que no me queden poetas a los que me gustaría escribir. Se quedan muchos en el tintero.

Me gustaría escribir a Blas de Otero por su primer libro de poemas, “Ancia”, primera y última sílaba de su primer poema; “Ángel fieramente humano” y del último; “Redoble de conciencia”, inicio de una intensa y fiera búsqueda de Dios, luego abandonada, a Rabindranath Tagore por su “Ofrenda mística”, a John Donne, por la transformación de su vida de libertino a místico y sus diecinueve “meditaciones divinas”, a Berruguete, por su retablo de la transfiguración de la Iglesia del Salvador del Mundo en Úbeda, a C. S. Lewis, a Antón Bruckner, a Graci Laso de la Vega, a Bergson, a Homero, a Kepler, a Jorge Manrique, a Josep Llimona, a Olivier Messiaen, a William Shakespeare y a muchos más con los que me gustará hablar cuando llegue al cielo, como espero de la misericordia de Dios. Me hubiese gustado escribirles, pero no creo que pueda ser. Hay que cerrar capítulo.

Cuando empecé a escribir estas cartas, no esperaba que el resultado fuese el que ha sido. Leídas todas juntas, seguidas, me parece que el resultado es un himno a la misericordia de Dios. No me desagrada en absoluto este inesperado resultado. Al contrario. Creo que la misericordia es la más grande de las virtudes, la que mejor puede curar al género humano de sus males. Creo en un Dios misericordioso que, antes de encarnarse, ya nos dijo “misericordia quiero, no sacrificios” y una vez hecho hombre siguió diciendo, “bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. No podría creer en otro Dios. Al empezar a escribir estas líneas de despedida, me di cuenta de la etimología de la palabra misericordia. Viene de miser; compasión y cordis; corazón. Quiere, por tanto, decir, “corazón compasivo”. Pero miser, significa también, miseria. “Corazón compasivo de las miserias”, podría decir excediéndome un poco en la filología. Me gusta. ¡Cuantas palabras oxidadas vuelven a adquirir su brillo si se vuelve a su sentido etimológico! Probemos: “Quiero un corazón compasivo con las miserias humanas en vez de sacrificios”. “Eternamente felices los que se compadecen en su corazón de las miserias humanas, porque sus propias miserias tendrán un sitio en el corazón compasivo de su Dios”. Nuestro Dios tiene un corazón sagrado y compasivo en el que se pierden todas nuestras inconfesables mezquindades. No está mal como epítome de este epistolario.

Antes he citado una larga lista de algunos poetas a los que me gustaría haber escrito y no lo he hecho. Hay en esa lista dos omisiones que no quiero dejar de resaltar. Los he omitido porque están en ella algunos de los que, por falta de tiempo, no de deseo, se han visto relegados. Pero a los dos que voy a citar ahora, les he intentado escribir varias veces y no he sido capaz. No he podido porque eran demasiado grandes para mí. Son los autores de tres de las obras más grandes que el espíritu humano haya sido capaz de alumbrar. Uno es músico. Llevó una vida sencilla y auténtica. Compuso la música para la Pasión según san Mateo y según san Juan. Era, nada más y nada menos, que Johann Sebastián Bach. Componía música para “laudatio Deo et recreatio cordis”, para “alabanza a Dios y recreo del corazón”. O, si seguimos con las etimologías, “recreatio”, puede ser volver a crear. Si fuese así, la música de Bach estaría escrita para volver a crear el corazón. “Yo cambiaré vuestro corazón de piedra por un corazón de carne”, nos dice la Escritura. Bach pretendía hacer de su música un instrumento de Dios para cambiar nuestro corazón en un corazón compasivo. Es una música creadora de misericordia.

El otro poeta al que no he sido capaz de escribir nos ha legado la más grande epopeya del más allá. Perdido en la tierra, Dios le concedió la gracia de conocer el infierno, el purgatorio y, por fin, el cielo. De él dice Péguy: “En ningún sitio, en el transcurso de su largo peregrinar pretende el autor ser un historiador o un geógrafo de los cielos y la tierra. Ni tampoco un visitante, un inspector o un turista –un grandioso turista, tal vez, pero un turista, al fin y al cabo. En ninguna parte presenta el poeta su peregrinación como un viaje, grandioso, sí, pero un viaje, a fin de cuentas. Nunca toma posición desde la barrera, para observar lo que ocurre delante de él, porque lo que sucede delante de él, es él mismo –es decir, concierne a su propia condenación o salvación. En ningún momento se coloca en la grada para ver pasar a los pecadores, porque los pecadores son él mismo. Esa inmensa multitud es lo que él mismo es en su interior, no algo que está fuera de él. Todo consiste en la orientación correcta de la humanidad, mirando de frente al Juicio final”. Me refiero, naturalmente, al Dante y a su “Divina comedia”. Ya aludí a él en la misma introducción de estas cartas y ha sido una obsesión a lo largo de toda la correspondencia. Quiero acabar este epistolario con la misma frase con la que él termina su odisea cósmica. Dante llega en su imaginación a la contemplación de Dios por intercesión de María. Y a María, por Beatriz, como Don Juan llegó a Dios por Doña Inés. Llega a contemplar al mismo Dios que ahora estáis contemplando todos vosotros, mis poetas. Y lleno de asombro y admiración, su mente no llega más que a balbucear unas maravilladas palabras para describir lo que ve. Después enmudece. Lo que ve es...

“El Amor, que mueve el cielo y las estrellas”.

27 de abril de 2022

Carta a Antonio Machado

 

Si recordáis, en un post anterior en el que hablaba de Antonio Machado y Oscar Wilde os dije que os mandaría sendas cartas que había escrito a ambos y que están recogidas en mi libro “Al sueño de la muerte hablo despierto; Cartas a poetas muertos”, editado por la BAC. Pues bien, hoy cuelgo la de Antonio Machado, fechada el 1º de Abril de 2001. En otro envío os mandaré la de Oscar Wilde:


Madrid, 1º de Abril del 2001

Carta para entregar a Antonio Machado, poeta español del siglo XX.

Querido Antonio:

En mi correspondencia con poetas y artistas recién empezada, no podía dejar de escribirte. A veces no es posible recordar la primera vez que viste u oíste hablar de una persona. No es mi caso contigo. Recuerdo perfectamente la primera vez que supe de ti.

Fue en Vinuesa, ante un viejo olmo, cerca del Duero. Mi hermana Merche, veinticinco años mayor que yo, mujer ella, niño yo, me recitó, muy seria, ella que era siempre risa, tu poesía al olmo viejo.

Al olmo viejo, hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo,

algunas hojas verdes le han salido.

..............................................

olmo, quiero anotar en mi cartera

la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.

No fue la desconsolada nostalgia que se desprende de esta poesía tuya lo que hizo que se me quedase grabada. No todavía. Fueron, tal vez, los musgos amarillentos, los ejércitos de hormigas, las grises telas de las arañas, los pardos ruiseñores que no cantaban en sus ramas, tal vez el río empujando al tronco muerto por valles y barrancas hasta la mar. ¡Qué puedo yo saber de los recovecos de la memoria! Pero en ella se quedaron tus versos para siempre.

Luego vino la lectura de muchos poemas tuyos. Siempre encontraba en ti al hombre bueno, en el buen sentido de la palabra, como tú decías, expresando mi primera impresión de ti, que yo no sabía plasmar. Te veía con sed de una eternidad que buscabas y te costaba encontrar. Soñabas que Dios te hablaba, después soñabas que soñabas. Pero siempre, al fondo, la esperanza.

Otro poema tuyo tengo profundamente grabado. No recuerdo dónde ni a quién se lo oí recitar con voz profunda y pausada. Cuando soñabas caminos de la tarde y el campo se callaba, para escuchar la música de los álamos del río, meditando tu cantar mientras tú luchabas con espinas tan dolorosas como queridas. Aunque no soy persona que pase mucho tiempo en contacto con la naturaleza, esta poesía tuya, que también he aprendido de memoria aunque no la transcriba aquí, me hace disfrutar de ella las pocas veces que estoy lejos de los ruidos del hombre.

Con el paso de los años se ha abierto camino hasta el fondo de mi ser el olmo de Vinuesa, y sus ramas, y tu deseo –creía yo– de que la primavera obrase en su milagro en el invierno de tu vida. Supe luego que lo escribiste cuando tu joven y amada mujer se moría en el hospital en Soria y tú, impotente ante su enfermedad, te paseabas por las riberas del Duero con el alma desecha en lágrimas. El milagro que esperabas de la primavera era su curación. Pero el milagro no se produjo:

Una noche de verano

 –estaba abierto el balcón

y la puerta de mi casa–

la muerte en mi casa entró.

Con unos dedos muy finos,

algo muy tenue rompió.

…………………………..

¡Ay, lo que la muerte ha roto

era un hilo entre los dos!

Y tu ronco lamento...

Señor, ya me arrancaste lo que más quería.

Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.

Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.

Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

Y tu esperanza luchadora, espina que no sabes si prefieres arrancada o que siga clavada para siempre en tu corazón:

Dice la esperanza: un día

la verás si bien esperas.

Dice la desesperanza:

sólo tu amargura es ella.

Late, corazón... No todo

se lo ha tragado la tierra.

No, no todo. Nada, nada muere para siempre. Todo vive en Dios eternamente. Por eso estoy seguro que ese mismo Dios, cuya voluntad no entendías –¿quién puede entenderla cuando se hace contra la nuestra?– y con el que ardientemente esperabas hablar un día y a quien buscabas...

... borracho, melancólico,

guitarrista, lunático, poeta,

y pobre hombre en sueños,

siempre buscando a Dios entre la niebla...

... te acogió y te regaló, de nuevo, los dos eternamente jóvenes, a tu joven mujer. Tu corazón y el mar nunca volverán a estar solos. Yo espero también, un día, pasear con vosotros por la playa eterna, junto al mar infinito de Dios.

Que así sea.

Tomás.

8 de abril de 2022

El Evangelio escondido de Matajj 19; Capítulo XVI; Camino de Modín

Para entender bien este capítulo, conviene refrescar el capítulo III, Recuerdos de juventud, que son los recuerdos de juventud del propio Matajj, que ahora vuelve a casa, tras veinte años de ausencia. Si alguno lo quiere refrescar lo puede hacer más abajo en este blog

CAPÍTULO XVI

CAMINO DE MODÍN

Todo este relato había durado casi dos días, alternándose con las labores corrientes del día a día –a partir de este momento soy yo, Mattaj, el que narro la historia, ya que lo que continua lo viví en primera persona, no por lo que otros me contaban–.

Al amanecer del día siguiente a su conclusión Jesús nos dijo:

- Hace tres días que hubo luna llena. La siguiente luna llena será Pésaj. Vamos a pasarla en Ierushalom –y mirándome, añadió–: ¿Quieres que de camino pasemos por Modín, Mattaj?

- Rabbí –le dije–, tras lo que me dijiste del arado había renunciado a e ello, pero sabes que lo que más me gustaría del mundo sería abrazar a mi madre.

- Pero, rabbí –terció Jacob–, para ir a Ierushalom pasando por Modín, tendremos que atravesar Samaría.

Efectivamente, los judíos de Galilea, en sus viajes a Ierushalom para las fiestas, evitaban pasar por Samaría, tanto por el riesgo que ello implicaba, debido al odio entre judíos y samaritanos que venía desde la vuelta del exilio de Babilonia, como por la impureza ritual que se contraía si se pasaba por este territorio. Por ello, seguían el camino del este, que suponía bajar por la orilla opuesta del Jordán, por la Decápolis y Perea, dejando Samaría hacia occidente, para volver a cruzar al oeste del Jordán en alguno de los vados, ya al sur de Samaría, llegar hasta Jericó y, desde allí, subir hasta Ierushalom, por el desierto de Judea. Era un camino arduo y duro, ya que suponía bajar desde el mar de Galilea, a unos cuatrocientos pies por debajo del nivel del mar Occidental, hasta el nivel del mar de la Sal, a más de mil quinientos pies bajo ese nivel, para volver a subir a Ierushalom, a unos dos mil quinientos pies sobre el mar Occidental, atravesando un terrible desierto. Pero todo esfuerzo valía la pena para evitar Samaría. Pero Modín estaba en las montañas de Judá, a unas diez leguas al noroeste de Ierushalom, por lo que no era posible ir a Ierushalom pasando, de camino, por Modín, como había dicho Jesús, sin atravesar Samaría.

- Y, ¿eso te preocupa? –le pregunto Jesús con aire de extrañeza.

- Rabbí, el territorio de Samaría –replicó Jacob, como quien explica algo evidente a un niño–, está infestado de bandidos, además de que los samaritanos son nuestros enemigos. Eso por no hablar de la impureza.

- Pero contamos con la protección del Altísimo, ¿o no, Jacob? –le respondió Jesús queriendo parecer ingenuo–. Y lo de la impureza, creo que debemos olvidarlo, teniendo entre nosotros a un impuro publicano –dijo mirándome con una sonrisa que hacía evidente que no me consideraba impuro, sino que me usaba como ejemplo para ilustrar algo–. Aprended –dijo mirándonos a todos–, que sólo la impureza que tenéis en vuestro corazón os hace impuros. Así, que vamos a Modín –y, dicho esto, se levantó y echó a andar.

Así, pues, tomamos directamente la dirección sur, sin bajar al Jordán y, atravesando el valle de Meguido, llegamos a Samaría. Al día siguiente de entrar en esa región, nos salió al encuentro una banda de salteadores, que resultó ser la de Gestas. Gestas, tras la humillación que le infligió Dimas, se había separado de él con parte de sus hombres. Cuando Gestas vio a Jesús, se relamió los labios como un gato que acabase de encontrar a un pobre ratón indefenso.

- Mira a quién tenemos aquí –dijo con voz irónica–. Nada menos que al que da la salvación en vez de su dinero. Pues esta vez no está Dimas para salvarte, así que te vas a tener que dar la salvación a ti mismo, porque si no, éste es el último día de tu miserable vida de salvador –y al decir esto se aproximó amenazadoramente a Jesús.

- Gestas, Gestas –le dijo Jesús sin inmutarse– no he venido a este mundo para acabar muriendo a manos de un pobre diablo, salteador de caminos. Te vuelvo a ofrecer la salvación. Siempre estarás a tiempo de tomarla, pero éste es un buen momento.

- Me importa tres mierdas tu salvación –dijo Gestas con furia–. Hoy vas a morir, salvo que yo muera en este instante fulminado por un rayo. Pero no creo que eso ocurra. No veo ninguna nube en el cielo.

- No, eso no ocurrirá hoy, ni mi muerte ni la tuya. Pero creo que un día, no muy lejano, moriremos juntos –Jesús hablaba con voz profunda llena de tristeza.

- Basta de idioteces, acabemos de una vez con esto –dijo Gestas mientras se abalanzaba contra Jesús blandiendo su cuchillo.

Pero no había recorrido la mitad de la distancia que les separaba, cuando se paró. Se quedó de pie, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. El cuchillo de su mano derecha, que le temblaba como un rabo de lagartija, cayó a tierra. Sus ojos estaban en blanco y echaba espuma por la boca. Inmediatamente después, cayó a tierra presa de convulsiones en todo el cuerpo. Se mordió la lengua y la sangre brotaba a borbotones de su boca, mezclada con los espumarajos. Jesús se agachó, le tocó la frente con el dedo índice de la mano derecha y las convulsiones cesaron inmediatamente. Dejó de echar espuma. Después le metió los dedos índice y pulgar de la mano izquierda en la boca, le sacó la lengua, se mojó su pulgar derecho en su propia saliva y tocó con él la lengua sangrante de Gestas, que al instante dejó de sangrar. Gestas se quedó como si estuviera plácidamente dormido. Jesús le dijo solemnemente:

- Mira bien, en este momento que se te concede si quieres aceptar la gracia del Altísimo.

Ya estábamos dando la vuelta para partir cuando uno de los salteadores se acercó a Jesús y le dijo:

- Rabbí, ¿puedo ir contigo?

- ¿Cómo te llamas?– le preguntó Jesús

- Judas –le respondió el bandido con mirada altanera– Judas bar Simón, de Queriot.

Jesús le miró profundamente durante unos minutos en los que Judas le sostuvo la mirada. Después le dijo a Pedro:

- Pedro, dale la bolsa con las limosnas –porque desde la salida de Cafarnaum hasta la frontera de Samaría habíamos venido curando a gente y nos habían regalado víveres y algo de dinero.

- Pero rabbí –le dijo Pedro con aire de protesta– es un ladrón.

- ¿Sigues tú siendo pescador, Pedro? –le preguntó retóricamente Jesús–. Judas será lo que quiera ser de aquí en adelante, no lo que haya sido. Tú, dale la bolsa.

Pedro entregó a Judas la bolsa de mala gana y éste le miró retadoramente mientras la cogía. Jesús miraba hacia otro lado. Así, continuamos camino. Cuando llegamos a la loma de un poco más allá de este incidente, Gestas, que se había levantado gritó a pleno pulmón:

- Maldito seas salvador. Si es verdad que un día moriremos juntos, espero ser yo el que te mate, aunque luego deba morir.

Unos días más tarde llegamos a Modín a eso de media mañana. Nuestra marcha fue rápida porque en Samaría y en Judea nadie nos pidió curaciones. La fama de Jesús no había llegado todavía a esos sitios. Me dirigí, acompañado de todos, a mi casa. De todas las ventanas colgaban crespones negros. No me sorprendió, porque yo ya sabía que mi padre había muerto. Llegué a la puerta y llamé a voz en grito:

- Madre, madre, soy tu hijo Leví.

Al cabo de unos instantes la puerta, también con un gran crespón negro, se abrió y en el umbral apareció mi madre. Me costó reconocerla. En mi sueño ella era exactamente igual que cuando dejé de verla. Pero había envejecido muchísimo. No sé si más o menos de lo que correspondería a los veinte años que llevaba sin verla, pero mucho. Su piel era más blanca que cuando la dejé, pero estaba surcada por venas azuladas que sobresalían en su frente y en sus sienes. El pelo, que era negro, con alguna hebra blanca la última vez que la vi, era completamente blanco. Siempre había sido una mujer delgada, pero ahora su delgadez era extrema. Sin embargo, a pesar de esta delgadez, no transmitía sensación de fragilidad. Muy al contrario, daba la impresión de una delicadeza sólida, como la de una fina hoja de acero bien forjado. Ella, durante un brevísmo instante me miró profundamente a los ojos mientras decía en voz muy queda:

- ¿Leví?

Lo dijo como preguntándose si sería cierto que ese hombre cuarentón pudiera ser su hijo Leví. Esa sombra de incredulidad duró apenas una décima de segundo.

- ¡Leví! –gritó inmediatamente, presa de la mayor sorpresa y de una alegría que hacía brillar sus ojos–. ¡Leví! –repitió mientras se me abalanzaba al cuello para abrazarme y cubrirme de besos–. ¡Leví, Leví, Leví! –repetía y repetía entre beso y beso– Mi pequeño Leví. ¡Qué sorpresa! ¡Qué inmensa alegría!

De repente, se puso seria, como si hubiese recordado súbitamente algo que había olvidado por unos segundos.

- Leví, querido Leví, tu padre… tu padre… murió hace una semana. Te pidió perdón antes de morir como me lo pidió a mí. Yo le perdoné.

Su mirada se hizo anhelante, deseosa de que yo también dijese que le perdonaba, pero sin atreverse a creer que eso pudiera ser. Me di cuenta y le dije.

- Lo sé, yo estaba aquí cuando murió. Yo también le perdoné.

Me miró con una extrañeza profunda en lo hondo de una mirada feliz, como de complicidad.

- Lo noté, lo supe, no me preguntes por qué ni cómo, pero te sentí a mi lado todo el tiempo en la cabecera de tu padre. Sabía que en ese momento le estabas perdonando, aunque no me explico cómo pudo ser –me dijo con la voz de quien no se explica algo que sabe con certeza, algo que desea con toda el alma pero que no puede explicar.

- Es largo de contar, y lo haré con calma dentro de un rato. Pero antes quiero que conozcas a mi maestro, Jesús –y mirándole a él añadí– Jesús esta es mi madre, Susana.

Jesús se quedó mirando fijamente a mi madre, en silencio, al fondo de sus ojos. Una suave sonrisa se dibujó en el rostro de mi madre.

- Susana –dijo Jesús sin dejar de mirarla a los ojos durante una pausa imperceptible– Que el Altísimo te bendiga, Susana.

- Ya lo ha hecho –respondió mi madre– ya lo ha hecho. Hoy la paz ha venido a esta casa, porque Leví ha perdonado a su padre. Me he pasado más de veinte años rezando al Altísimo para que este día llegase y, hoy, ha llegado.

Luego me volví hacia una mujer grande y dulce que estaba en el umbral de la puerta y la abracé con toda el alma. Era Sara, mi nodriza. A mi madre la podía rodear dos veces con mis brazos, pero con Sara casi no podía juntar mis manos por detrás de su espalda.

- Leví, Leví, mi niño, mi pequeño niño. Estás aquí, te hemos recuperado– decía Sara entre sollozos.

También por mis mejillas corrían, silenciosas, las lágrimas en este largo abrazo.

- Y esta, Jesús, es Sara –le dije a Jesús cuando terminó el abrazo– mi madre de leche, mi otra madre.

Sara había tenido doce hijos suyos. Yo era gemelo de leche del más pequeño que murió antes de que acabase su lactancia compartida. Tal vez por eso, y a pesar de no ser biológicamente suyo, me quería casi más que al resto de sus hijos. Pero, a diferencia de lo que había pasado hace poco con Simón y José, los hermanos del maestro, sus otros hijos lo aceptaban como algo natural. Sin embargo, sus hijos se habían ido de Modín tras el incidente con los zelotas.

Jesús se acercó a Sara y la abrazó.

- Sara, dulce Sara –dijo– fértil como el valle de Jezrael, dulce como la miel de espliego de las abejas silvestres, fiel como el patriarca Abraham, tierra que mana leche y dulce miel. No te angusties por tus hijos lejanos. Están bien, te añoran y rezan por ti en la distancia como tú rezas por ellos. En cuanto a Joel, tu marido, te espera en el seno de Abraham. Elohim ha tenido misericordia de él. Y tu otro niño pequeño, Benjamín, está con los santos inocentes.

- ¿Cómo sabes todo eso, señor? ¿Cómo sabes lo de mi niño del alma, Benjamín? ¿Cómo sabes el nombre de mi difunto marido? ¿Cómo sabes de mis angustias?  –preguntó Sara con la esperanza pintada en los ojos.

- Lo sé –le dijo Jesús sin responder a sus preguntas directas–. No quieras saber los cómos. Sólo confía.

Se hizo un profundo y emocionado silencio que mi madre rompió dando una palmada.

- Bueno, no nos quedemos aquí como pasmarotes. Veo, Leví que, además de Jesús, vienes con muchos amigos y la hospitalidad requiere que os atendamos como merecéis. Sara, Sara. Di que maten el ternero cebado, vamos a celebrarlo.

A mí esta frase me recordó a la historia del hijo pródigo que Jesús nos contó a todos en la cena de mi casa hacía unos días. ¡Dios, hacía de eso sólo unos días y me parecía como si hubiese ocurrido en otro eón!

Sara ya estaba dando órdenes a la servidumbre que había ido viniendo a la puerta de la casa. Mi padre era un hombre bastante rico y tenía ganado y criados, de forma que Sara no tenía más que transmitir las órdenes de mi madre para que todo se pusiese en marcha. Noemí se acercó a Sara y le dijo:

- Déjame ayudaros, dime que tengo que hacer.

Sara la abrazó y le respondió:

- ¿Un huésped trabajando en los preparativos para agasajarle? ¿Dónde se ha visto semejante cosa? Iría contra las normas de la hospitalidad. Por favor, siéntate y deja que te sirvan.

Mientras Sara se fue para impartir las órdenes pertinentes, mi madre nos pasó a la amplia sala principal de mi casa. Estaba igual que cuando yo me fui. Parecía que por la casa no había pasado el tiempo. Los mismos muebles, los mismos tapices y alfombras, las mismas vajillas en el mismo aparador que llenaba toda una pared. Todo igual. Nos acomodamos y, al poco rato, llegó Sara que ya había repartido las tareas a todo el mundo y, naturalmente, quería estar conmigo y oír lo que había ocurrido en mi vida. Enseguida empezaron a venir criados con comida. El ternero no estaría preparado hasta por la noche, pero mientras tanto teníamos que ser atendidos como la hospitalidad exigía y la alegría de recuperar a un hijo pedía. Cuando, tras poner todo en marcha, Sara entró y se acomodó, empecé a contar mi vida. No ahorré nada de lo que había sido de mí en esos veinte años, salvo los detalles escabrosos que no venían a cuento. Mi madre y Sara me miraban con espanto, pero por encima de ese espanto se notaba el amor. Cuando llegué al momento de mi encuentro con Jesús y de mi conversión, a ambas se le saltaron las lágrimas de alegría. Su hijo, natural o de leche, había salido de esa vida espantosa de crápula gracias a ese hombre llamado Jesús. Mi madre se levantó y se acercó a Jesús intentando besarle las manos y lo mismo quiso hacer Sara. Pero Jesús no se dejó. Les dijo a ambas, mientras se lo impedía:

- Es vuestro hijo. Vosotras habéis sembrado en él lo que yo sólo he hecho germinar. Ha estado estos veinte años en tierra dura, pero siempre añoró la tierra mullida que vosotras habéis sido para él. Yo no hecho más que trasplantarle. Vosotras habéis sido para él un don de Dios y él lo será desde ahora para millones de personas. Por eso le he cambiado el nombre y le he llamado Mattaj.

- ¿Mattaj? –se preguntaron sorprendidas ambas–. Matajj, don de Dios– repitió lentamente Susana–. Me gusta –dijo asintiendo con la cabeza –Matajj, don de Dios –repitió, ahora con tono aprobatorio– ¿Qué te parece a ti, Sara?

- Leví ha sido un don de Dios para mí. Sin él, me hubiera dejado morir cuando murió mi pequeño Benjamín. Si ha sido un don de Dios para mí, ¿cómo me va a parecer mal que lo sea para otros. ¡Mattaj! – asintió con decisión.

Entonces seguí con mi relato y les conté la cena en mi casa, mi locura de vender todo e irme con él. Ellas asentían con la cabeza. Les conté mi perdón y mi sueño. Sólo en ese momento, mi madre me interrumpió en mi largo monólogo diciendo:

- Lo sabía, lo sabía. Sabía que estabas a mi lado perdonando a tu padre. Lo sentí con una fuerza tan increíble que no podía no ser cierto.

Luego, les fui presentando a cada uno de los demás, contándoles, de forma muy escueta su encuentro con Jesús. Cuando presenté a Judas, el de Queriot, éste nos contó cómo, a raíz del primer encuentro de la banda de Dimas con Jesús, aquél empezó a tener escrúpulos por los crueles métodos aplicados por la banda. La tensión entre Dimas y Gestas se acrecentó por esta causa, hasta que se hizo inevitable la separación. Dimas siguió su camino con parte de los ladrones y Gestas con la otra parte. Él se había quedado con la banda de Gestas, pero también se sentía incómodo con su crueldad. Después, seguí con mi relato que, aunque mucho más corto que el pormenorizado que me habían hecho a mí, se extendió, sin embargo hasta el anochecer. Mientras lo contaba, sentíamos llegar a nosotros los efluvios de la maravillosa cena que nos estaban preparando y nuestros jugos gástricos se disparaban, de forma que, cuando acabé, todos teníamos un hambre tremenda y, justo entonces llegó la cena. Suculenta. Digna de reyes.

Nos pusimos a la mesa. Mi madre le pidió a Jesús que hiciese la bendición. Jesús dijo:

- Padre –Abba–, te doy gracias por todo. Tú guías los destinos de los hombres que se dejan guiar. Tú repartes el perdón. Tu misericordia no tiene límites y tu salvación es irresistible para quien la quiere acoger. Bendito seas por siempre, Padre –otra vez, Abba.

Empezamos a comer llenos de alegría y felicidad.

1 de abril de 2022

El retrato de Tomás Alfaro

Nada más lejos de mi intención que hacer de estas líneas una especie de autosemblanza más o menos laudatoria de mí mismo. No tengo nada en contra de quienes lo han sabido hacer, siempre que lo hayan hecho bien. Me parece magnífico, por ejemplo, cómo lo hizo mi admirado Antonio Machado en su poesía Retrato, que no me contengo en copiar aquí como un homenaje al poeta, a pesar de ser sobradamente conocida por todos. 

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

 

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

 

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

 

Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar
[1].

 

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

 

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.

 

Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

 

Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

 

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.


Hay una gran cantidad de aspectos de este autorretrato de Antonio Macado en los que me veo, en cierta forma, reflejado. Efectivamente, jamás he sido un seductor Mañara ni un Bradomín[2]. Ciertamente hay en mis venas gotas de sangre jacobina. Pero, a decir verdad, me siento muy a gusto con ellas. Casi siempre consigo moderarla para que mi vida sea lo más ecuánime posible, pero un poco más divertida, y mi verso, bueno o malo, brote de manantial sereno. Tal vez así sea capaz de ser, en el buen sentido de la palabra, sea éste cual sea, bueno. Por supuesto, Desdeño con toda mi alma las romanzas de los tenores huecos, tan comunes hoy día y procuro hacerme el sordo al coro de los grillos que cantan a la luna. Sin duda intento distinguir las voces de los ecos, y escuchar especialmente, entre las voces, una, la de Dios. No paro de conversar con el hombre que siempre va conmigo, aunque a veces sea muy pesado y espero, ciertamente, hablar a Dios, la Palabra que siempre trato de escuchar, un día. Sí, a base de mi soliloquio con Él he aprendido un poco, sólo un poco, del secreto de la filantropía y, por qué no decirlo, de la caridad. Desde luego, a mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que le alimenta y el lecho en donde yago, lo que hace que, como no escribo tan bien como D. Antonio, todo lo que escribo sea a beneficio de inventario, ya que nadie me debe nada. Y cuando llegue el día del último viaje y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, no sé si estaré suficientemente ligero de equipaje ni lo suficientemente desnudo como para que la Misericordia de mi interlocutor me suba a bordo. Espero que sí, aunque tenga que dejar todo, equipaje, traje que me cubra, la mansión que habite, pan que me alimente y lecho en donde yague, en el muelle.

 

Pero, me estoy desviando del propósito de estas líneas que tampoco es trazar un paralelismo entre esta excelente poesía de Machado y mi vida.

 

El título de estas páginas, “El retrato de Tomás Alfaro” lo que sí pretende es parafrasear el de la novela de Oscar Wilde “El retrato de Dorian Grey”. Parafrasearlo, eso sí, en antítesis. Dorian Grey, el protagonista de la novela de Wilde, era un personaje libertino e inmoral que había hecho un pacto con el diablo. Se había hecho un retrato que guardaba celosamente en el desván de su casa, lejos de las miradas de todos. El retrato, realizado cuando aún no había perdido su inocencia, le representaba con un aire que reflejaba esa inocencia que todavía tenía. El pacto consistía en que todas las acciones de su comportamiento miserable, sus bajezas y su perversidad, de la que no está ausente el asesinato, en vez de dejar su huella en su rostro –“la cara es el espejo del alma”, dicen, aunque no sea verdad– , se transferiría al retrato. Le garantizaba, además, la eterna juventud. Pasaron los años y Dorian Grey seguía con su rostro angelical que engañaba a todo el mundo, ganándose su confianza y con la fuerza y el encanto de la juventud. Y, mientras él perseveraba en su vida de vicio, eran los rasgos del retrato los que envejecían y se deformaban, transformándose en una imagen maligna y terrorífica. Pero Dorian, asqueado de su vida sube un día al desván de su casa y, con un cuchillo, intenta rasgar el cuadro. Sin embargo, la voluntad del cuadro se apodera de él y él mismo se asesta una puñalada en el corazón y muere mientras exhala un grito aterrador. Avisada la policía, llega al desván de Dorian y encuentra el cuadro original, con la cara angelical que representaba y, a su lado, un anciano decrépito, al que nadie conoce, con el rosto completamente arrugado con unos rasgos demoníacos.

 

Hasta aquí “El retrato de Dorian Gray”. Pues bien, yo pretendo, en mi soliloquio, que quiere ser oración y plática con este buen amigo, Dios, hacer un pacto con Él. Un pacto para que su Gracia me incline y me ayude a las buenas obras y la humildad. No me importa que le pueda pasar a mi rostro real en los años que me queden de vida. Las huellas del tiempo en la vida son muestras de su cumplimiento y la vejez, vivida con Dios, es una bendición. Pero sí me gustaría que, en el retrato de mi alma, visible sólo para mí, mi rostro se mantenga con el reflejo de la Belleza de mi Dios. Y, cuando muera, cuando llegue la hora del último viaje y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, ese rostro que Dios haya formado dentro de mí me sirva de pasaporte para dejar, como decía más arriba, equipaje, traje que me cubra, mansión que habite, pan que me alimente y lecho en donde yague, y pueda así ser admitido a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.

 

P. D. En próximos envíos mandaré dos cartas escritas por mí a Antonio Machado y a Oscar Wilde, publicadas en mi libro “Cartas a poetas muertos”, esperando que estén en el Paraíso y puedan leerlas desde allí y me sirvan de base de una agradable charla con ellos si un día la Misericordia de Dios me lleva, como espero, allí donde les sitúo a ellos por la misma razón.


[1] Por supuesto, cuando machado habla del nuevo cgay-trinar no se está refiendo para nada a la homosexualidad. El hacer sinónimo gay con homosexual es un eufemismo muy posterior a que Machado escribiese esta poesía. Gay –que en inglés significaba originalmente alegre, divertido, con un sentido de pícaro– fue utilizado por primera vez como sinónimo de homosexual por la propia comunidad homosexual de San Francisco en la década de los 60 del siglo pasado.Lo que nos dice Antonio Machado es que nadie busqiue en su poesía una alegría artificial.

[2] Miguel Mañara fue un sevillano del siglo XVII, que tuvo fama, que el mismo confesó, de ser un seductor. El marqués de Bradomín es un personaje mujeriego de ficción creado por D. Ramón María del Valle-Inclán, protagonista de su tetralogía “Sonatas”.