19 de diciembre de 2021

El Evangelio escondido de Matajj 13; Capítulo X: Ina boda en Caná

CAPÍTULO X 

UNA BODA EN CANÁ

- Yo no me sentía nada cómodo –contó Natanael–. Desde que me fui de la escuela de escribas no había mandado noticia a mi casa de Caná y suponía que mi padre, el rabino Tolmei, se habría enterado y estaría preocupado e indignado a la vez. Me producía bastante aprensión enfrentarme a él, y sabía que era inevitable porque, indudablemente, él oficiaría la boda. En el centro del pueblo se alza una casa de piedra adosada a un alto muro que encierra varias hectáreas de terreno. Una enorme arcada de piedra, cerrada por una pesada puerta de hierro, daba acceso al recinto. Unos criados se acercaron a preguntarnos quienes éramos. Yo, aunque los conocía a todos, preferí quedarme aparte porque no quería precipitar que mi padre se enterase de mi presencia. Jesús se adelantó y les dijo:

- Hola, Booz, soy Jesús, el hijo de Miriam. ¿Mi madre y mi familia están dentro?

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de los criados que guardaban la entrada.

- Pasa Jesús, eres bienvenido. Sí, tu madre está dentro, pero tus tíos y tus hermanos se fueron hace tres días. Parece que el trabajo se les acumula. Sólo Judas se ha quedado con ella. Nos preguntábamos por qué no habías venido tú. ¿Cómo es que llegas tan tarde? Ya estamos en el sexto día. La ceremonia será mañana.

Todos los criados conocían a la familia de Jesús. Caná estaba muy cerca de Nazareth y Miriam había sido siempre muy hospitalaria con todos los criados de la casa, invitándoles de cuando en cuando a la suya.

- He estado fuera de casa una temporada –fue la lacónica respuesta de Jesús–. Estos son amigos míos. ¿Pueden entrar?

- Si vienen contigo no hay problema. Por comida y bebida no va a quedar. Ya sabes que en esta casa todo se hace siempre a lo grande. Creo que tu madre está instalada en la tienda de la señora, al fondo del jardín. Ya sabes el aprecio que tiene por ella. Quiere que se quede los siete días y que esté cómoda. Tu hermano Judas está también bien instalado. Oye, no sabes lo que hemos sentido lo de tu padre –dijo con voz que dejaba traslucir auténtica tristeza–. ¿Qué tal está tu madre? Casi no la he podido ver y no he tenido oportunidad de preguntárselo. Parecía serena. Dale un abrazo de mi parte.

- Se lo daré. Ya sabes que mi madre siempre está serena. Además, mi padre murió en los brazos de Elohim y allí está. Ella lo sabe y se siente feliz por ello, a pesar de echarle mucho en falta. Voy a buscarla –no dijo Jesús que él se había ido dos días después de la muerte de José, ni nada en su voz dejó traslucir que lo de la muerte de éste en brazos de Elohim era literal corporal y no sólo espiritualmente.

Mientras Jesús y el criado hablaban, nosotros –continuó Natanael– no pudimos dejar de oír una agria discusión que tenía lugar entre el maestresala, Simeón, y un proveedor en una de las habitaciones de la pequeña casa aneja a la puerta.

- No quisiste encargarme el vino suficiente a tiempo, Simeón, pues ahora tendrás que pagar el que tengo al precio que te he dicho –decía el proveedor con la voz tranquila de quien sabe que tiene la sartén por el mango.

- Baruc, eres un ladrón –casi gritaba el maestresala con voz angustiada–. Ese vino está agriado y ni siquiera un vino excelente vale la mitad del precio que pides por éste.

En ese momento miré a mi amigo Baruc, que me sonrió mientras asentía con la cabeza. Sí, efectivamente, era su estilo.

- Simeón tenía razón –dijo mi amigo Baruc–, el vino que le quería vender era una partida que se me había agriado y quería deshacerme con el menor quebranto posible.

- ¿Menor quebranto posible? –le dije yo con ironía–. Si es verdad lo que cuenta Natanael, más que poco quebranto obtendrías un gran beneficio, ¿no?

Baruc asintió con la cabeza con una sonrisa cómplice y Natanael siguió narrando la conversación que oyó.

- Querido Simeón –decía Baruc–, haré como si no hubiese oído tus insultos, pero o me pagas el vino al precio que te digo o las copas de la ceremonia estarán llenas de agua –le dije con calma y cinismo–. Porque no vas a encontrar otro proveedor. Sabes que el Tetrarca me ha dado el monopolio en la región. Y si eso ocurre, si la boda no puede celebrarse por falta de vino, tú sabes que estarás despedido y tendrás que pedir limosna.

- No, no creo que me despidan. Pero me da dolor pensar el mal rato que pasará la familia. No se lo merecen. Pero me he gastado todo el presupuesto y no puedo autorizar el gasto extra. Además, ese vino agrio que me quieres vender...

- No dramatices, mi querido Simeón, no dramatices –le interrumpí–, que nos conocemos desde hace tiempo. Tú y yo sabemos los chanchullos que sabes hacer cuando quieres para sacar el dinero debajo de las piedras. Y si no, ponlo de tu bolsillo que, al fin y al cabo, lo tienes bastante lleno del dinero de Jonatán. La verdad, no me das ninguna pena. Además, los negocios son los negocios. En cuanto a la calidad del vino, el novio estará pensando en los encantos de la novia que pronto serán suyos, más que en los del vino. Eso sin contar con la borrachera general. Nadie se dará cuenta. 

- Eso que dijiste, Baruc, fue una tremenda injusticia –terció Judas–. Simeón siempre fue un maestresala muy competente y honrado a carta cabal. Todo el mundo puede tener fallos y él lo tuvo ese día, aunque fuese muy grave. Su padre y su abuelo habían sido maestresalas de los Jonatán y éstos le mantenían en su puesto porque le consideraban un hombre serio y honesto.

- Tienes razón, Judas –concedió Baruc–, pero entonces, parece como si hubiesen pasado muchos años y fue hace unos días, el que era un cínico redomado era yo y no me importaba ensuciar el buen nombre de nadie.

Natanael continuó narrando la conversación.

- Yo también daré por no oído este insulto. Pero déjame al menos unas lunas para pagártelo –le suplicaba Simeón.

- No amigo, no. En muy pocas ocasiones, y ésta no es una de ellas, doy la mercancía antes de ver el dinero. Mi fe en los deudores es muy pequeña y hasta que no toco el dinero, no creo en ellos. Es un principio de los negocios que no se debe olvidar si uno no quiere arruinarse. Si quieres mi vino tendrás que pagarlo a tocateja.

- Desde luego –siguió Natanael–, Jesús también oyó la discusión, pero nada en su actitud podría revelar que lo había hecho. Entramos en la fiesta y se fue directo hacia la zona del jardín donde le habían dicho que encontraría a su madre. Mientras él avanzaba por entre los grupos y las mesas que estaban por todas partes, nosotros le seguíamos boquiabiertos. Nunca habíamos estado en una boda de gente rica y el despliegue de mesas llenas de manjares continuamente renovados, de músicos de distintos países que tocaban aquí y allá rodeados de bailarinas que danzaban alrededor de ellos, de malabaristas, magos, encantadores de serpientes, saltimbanquis, escupidores de fuego y otras gentes extrañas nos fascinaba. Nada parecía, sin embargo, distraer a Jesús de su destino. Esquivaba los grupos sin mirarlos, acelerando el paso a medida que se acercaba a la tienda más lujosa de todas que estaba situada al fondo del jardín. Cuando estaba a unos cincuenta pasos de la haima, apareció en la entrada una mujer menuda, de edad madura, aunque de aspecto joven, con el pelo muy negro entreverado de hebras de plata. Miraba inquieta en todas direcciones como si estuviese buscando a alguien que la estuviese llamando. De pronto sus ojos se dirigieron hacia Jesús y su rostro se iluminó. No pudimos ver la cara de Jesús porque estaba delante de nosotros, pero se echó a correr hacia ella.

- ¡Jesús!, ¡hijo mío! –medio gritó, medio suspiró la mujer.

- ¡Madre!, ¡querida madre! –respondió Jesús, que ya había llegado hasta ella y la tomaba en sus brazos–. Tuve que irme, madre, tú sabes que tuve que irme.

- Nosotros veíamos la cara de Miriam encima del hombro de Jesús –dijo Juan– y nos quedamos asombrados del parecido entre ambos. Aquello no era un parecido, eran dos gotas de agua.

- ¡Claro que lo sé, hijo, claro que lo sé! ¿No fui yo quien te dijo que se trataba del precursor? –le decía ella, y vimos su cara surcada de gruesas lágrimas que rodaban por sus mejillas–. Hace mucho que sé que tienes que ocuparte de las cosas de tu Padre. Pero tus tíos y tus hermanos no saben lo que yo y están francamente indignados. Yo llevaba semanas intuyendo que estaba a punto de pasar. Pero, ¡fue todo tan rápido! El accidente de tu padre, su muerte, tu partida al oír hablar de Juan. En cuanto oí su nombre supe que era el hijo de Isabel y que había llegado la hora. Esa hora para la que has venido a este mundo. Esa hora que he estado anhelando y temiendo al mismo tiempo desde que me fuiste anunciado. ¡Hágase la voluntad del Altísimo!

- No madre, todavía no ha llegado mi hora. Todavía puedo esperar para manifestarme. Ha sido sólo un aviso.

- No, hijo mío, yo sé que no. Ha llegado tu hora. Lo sé con la misma certidumbre que supe que estabas en mí después del anuncio. Ha llegado tu hora.

- Nosotros no entendimos nada de esa extraña conversación –interrumpió de nuevo vez Juan–, pero él tampoco nos ha querido decir qué significado tienen estas extrañas palabras –y mientras Juan decía esto, Natanael me miraba como disculpándose ante mí por haberme contado cosas tan extrañas, al mismo tiempo que lanzaba miradas de soslayo a Jesús, como si no se atreviese a pedirle explicaciones otra vez más.

- Todavía no ha llegado el momento de que sepáis muchas cosas de mí. Lo sabréis a su debido tiempo –dijo Jesús pausadamente, y sus palabras nos dejaron sumidos en interrogantes que no nos atrevíamos a formular.

- Entonces Judas, que estaba por allí con su madre –continuó Juan–, se acercó a Jesús por detrás y le tocó en la espalda. Jesús se volvió. Se miraron un momento a los ojos y se fundieron en un abrazo.

- No sabíamos que había sido de ti –repetía insistentemente Judas–. ¿Por qué te fuiste así? Yo sé que tiene que haber una razón, aunque no la entienda. Pero mi padre, el tío Cleofás y nuestros hermanos no te perdonan.

- Sí, Judas, sí, hay una razón poderosa. Algún día la entenderás. Y espero que ellos la entiendan también –le respondió Jesús enigmáticamente.

Nosotros nos dimos cuenta de que estábamos un poco de sobra allí –continuó Juan–. Además, nos apetecía darnos una vuelta para ver la boda. Estábamos agotados, pero de ninguna manera queríamos perdernos lo que estábamos viviendo.

En Israel, las bodas de la gente con dinero duran siete días, para conmemorar los siete días de la creación. La boda se celebra en casa de la novia. Durante la fiesta, la gente vive en grandes haimas plantadas en el jardín de la casa. El orgullo de la familia de la novia es que haya manjares y vino del mejor en abundancia. Si algo falta, los comentarios de los invitados no suelen ser muy piadosos y la honra de la familia queda por los suelos. El novio no llega a su boda hasta el final del tercer día. Durante los tres primeros días, sus amigos están en la boda lamentándose de que no venga, mientras que las amigas solteras de ella esperan en una tienda, fuera de la casa. Cuando llega el novio, siempre a una hora intempestiva en mitad de la tercera noche, las amigas de ella entran con él, danzando con cascabeles en los tobillos y con lámparas de aceite encendidas en la mano, y se van a la tienda de la novia. Los amigos del novio lo llevan a su tienda y procuran emborracharle. Pretenden también que esté con otras chicas. Es, por supuesto, una especie de ritual, sin intención real. Ninguna chica aceptaría tener relaciones con el novio. Es una manera de hacer ver que ninguna mujer, nunca, podrá tener más encantos para él que su novia. Pero a veces la pantomima toma caracteres un tanto picantes. Los amigos inventan todo tipo de bromas al respecto. Generalmente siempre acaban en comer, beber y exaltar la amistad.

La novia, mientras tanto, durante los seis primeros días de la boda está en su tienda, con su madre y sus amigas los tres primeros, y con sus propias amigas solteras, los tres siguientes. Cantan, bailan, pero, sobre todo, bordan el ajuar. Al empezar las bodas nada del ajuar puede estar hecho. Los tres primeros días es la madre con sus amigas las que lo elaboran, pero a partir del cuarto son sus amigas solteras las que lo hacen para ella. Es muy importante casarse la primera, para tener más amigas que trabajen en el ajuar. La última en casarse, se queda casi sin nada. En el último día, la novia se pasea tres veces por toda la fiesta, rodeada de sus amigas, con el velo sobre la cara. Pasa cerca de donde está el novio con sus amigos y hace como que no le viese, mientras éste hace gestos desesperados por llamar su atención. Ella pasa de largo, pero luego parodia volverse varias veces mientras se aleja, como si le doliese perder de vista a su amado, que vuelve a divertirse animadamente con sus amigos, simulando haberla olvidado.

A lo largo de la boda, el novio procura mantenerse lo más sobrio posible. En el crepúsculo del séptimo día tiene lugar la ceremonia propiamente dicha. El séptimo día es para que los novios lo pasen encerrados en la habitación más lujosa de la casa. En la ceremonia, a los novios se les sirve vino en dos copas iguales, de cristal de roca lo más fino posible. De pie, cada uno enfrente del otro, la mano izquierda del novio apretando la derecha de la novia, éste levanta el velo que cubre el rostro de su amada y se quedan mirándose a los ojos un largo rato. Después, la mano izquierda de cada uno toma la derecha del otro, que sujeta la copa y cada uno bebe de un trago de vino de la copa que el otro tiene en la mano, sujeta por la suya, sin dejar de mirarse a los ojos. Después, se vuelven hacia el rabino y cada uno deja su copa en el suelo delante del otro, de forma que cada uno tiene delante la copa del otro que es de la que había bebido. El rabino empieza entonces un canto ritual del Cantar de los Cantares y en una frase del canto, ambos pisan con fuerza la copa que tienen delante y la rompen.

Luego, los novios se retiran a una habitación próxima en un piso alto. Los amigos y amigas cantan bajo la ventana, cantos de amor ellas y canciones picantes ellos, entre risas burlonas y gritos que pretenden animar a su amigo para que tuviera éxito, mientras lanzan trigo, cebada y arroz a la ventana de la habitación donde están los novios, hasta que se apagaba la luz, momento en el que se hace un silencio expectante. Pasado un rato, el novio sale a la ventana con la sábana manchada de sangre que demuestra que la novia es virgen y que el matrimonio ha sido consumado. Su salida es saludada con todo tipo de charangas y danzas, en una apoteosis indescriptible. Si tarda demasiado poco en salir, es abucheado porque no ha dado tiempo a preparar la juerga, pero si se retrasa excesivamente, la gente se cansa, se va y la boda acaba en el más tremendo deshonor. Tras mostrar la sábana por ambos lados, la tira, y la primera de las amigas que mancha su frente con la sangre, será la primera en casarse. Entonces baja sólo el novio, dejándola a ella abandonada, y, ahora sí, se emborracha junto con sus amigos hasta perder el conocimiento. La boda se prolonga hasta el amanecer del día siguiente en el que todos se van a su casa. Entonces, los amigos del novio ayunan durante siete días, lo mismo que había durado la boda.

En esta boda no había fingimiento –decía Juan contándome esa boda, refiriéndose a los paseos de la novia cerca del novio–. Se notaba que a ella le costaba no mirar al novio, como se notaba que la desesperación de éste intentando llamar su atención para que le mirase era cierta. Tampoco era fingida la angustia ni las miradas de la novia al tener que alejarse del novio y él, a duras penas podía evitar volverse a mirarla en ese momento.

- Es verdad Juan –afirmó Judas–, yo conozco a Sara, la novia, desde hace muchos años. Tiene doce años menos que yo, la he visto crecer, he vivido su enamoramiento con Tobías muy de cerca. Sara es de la familia de más prosapia de Nazareth. Sin embargo, estaba enamorada de mí cuando era niña. Con ese amor que no es amor, sino la admiración que una niña siente por un joven doce años mayor que ella, de una familia más humilde, que no tiene prohibido, por su educación, subirse a la copa de los árboles, pescar ranas entre el barro, cazar liebres con la honda, bañarse en el río y cosas por el estilo. Pero cuando apareció Tobías, su supuesto amor por mí se esfumó y supo que le querría toda la vida. Y a Tobías le pasa lo mismo, sólo ve por los ojos de Sara. Tal vez no sea casualidad que sus nombres sean Tobías y Sara, como en el libro de Tobías.

- Pero –continuó Juan– a media tarde del día de la ceremonia, ocurrió algo terrible. Empezó a escasear el vino. La noticia comenzó a circular entre los invitados. Cuando nosotros nos enteramos, nos acordamos de la conversación entre Tomás y Simeón, el maestresala.

- Perdón –interrumpí–, ¿no eras tú, Baruc, el que discutías con el maestresala? ¿Qué es eso de Tomás?

- Sí –me respondió–, pero estos me han cambiado el nombre de Baruc por el de Tomás, Mellizo, desde el primer día. Te imaginas por qué, ¿no?

Todos se rieron. Asentí con la cabeza. Ya me había dado cuenta desde el primer momento del parecido entre Jesús y Baruc –o Tomás, el Mellizo, como ellos le llamaban.

- Bueno –siguió Juan–, al enterarnos nos indignamos por la avaricia de ese comerciante –y señalaba a Tomás con la barbilla–. ¡Arruinar una boda así por ganar unos denarios más de lo que era justo! Decidimos ir a buscar al maestro para ver si él podía convencer al avaricioso comerciante.

- Yo por mi parte –apuntó Judas–, que también vagaba por la boda, fui a avisar a Miriam. No sabía la causa de que faltase el vino. Pensaba que Miriam tal vez no pudiese hacer nada más que consolar a los novios del disgusto. Sara tenía un gran cariño a Miriam y su presencia la consolaría. Llegué antes que éstos –dijo señalando a Juan y al resto– y pedí que avisasen a Miriam. Ella salió y le expliqué la situación. En eso llegaron todos éstos y pidieron que avisasen a Jesús. Miriam les dijo:

- Jesús duerme. Hemos pasado todo el día hablando y está agotado. Dejémosle que descanse.

Nos explicaron la causa de la escasez. Miriam estaba en la duda de si despertar a Jesús o ir ella misma a hablar con ese comerciante. Se debatía en esa duda cuando Jesús apareció en la puerta de la tienda.

- No les queda vino. Tal vez no llegue para la ceremonia –le dijo Miriam mirándole a los ojos suplicante–. Tú puedes hacer algo.

Jesús le respondió:

- Mujer, no intervengas en mi vida; mi hora aún no ha llegado.

La dureza de la respuesta nos sorprendió a todos –siguió Judas–, pero su mirada era suave y cariñosa. Parecía como si continuasen la conversación que habían tenido durante toda la noche anterior. Miriam, simplemente, se le quedó mirando un largo rato a los ojos. La mirada de Jesús, se hizo todavía más cariñosa y creímos leer en ella una expresión de resignación, como si tuviese que dar la razón a su madre en algo. Al mismo tiempo una tenue sonrisa se dibujó en sus labios e hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible. Yo conocía desde hace muchos años esa forma de comunicación con gestos sutiles que desmentían las palabras entre madre e hijo. Los criados habían ido llegando para avisar a su señora del problema. Miriam se volvió a ellos y les dijo:

- Haced lo que él os diga.

Desde que me contaran la conversación entre Jesús y su madre al encontrarse y este incisivo cruce de palabras, durante los años que estuve con él y, más tarde aún, en conversaciones con Miriam, me he preguntado muchas veces si realmente Jesús dudó de que hubiese llegado su hora. Estoy convencido de que no. Más bien creo que quería que fuese su madre quien le diese ese primer impulso que lo lanzase a la vida de predicación itinerante del siguiente año y pico y al cumplimiento último de su misión en la cruz.

- Jesús, sin decir palabra –siguió Judas–, se dirigió al edificio de la entrada, allí dónde habíamos oído la discusión entre Tomás y el maestresala. Todos nos preguntábamos ansiosos qué le diría a Tomás para convencerle. Cuando se acercaba, seguido de Esther, de su madre, de todos nosotros y de todos los criados, Tomás le miró con una sonrisa burlona, irónica.

- Sí –corroboró Tomás– yo pensé que todos venían a suplicarme que les dejase el vino a un precio razonable. Simeón se había dado por vencido y se había retirado, herido en su orgullo, a su habitación, a esconder la vergüenza por su error. Parece que ahora enviaban a otro para convencerme. Detrás de él venían Esther y Jonatán. También venían los novios y amigos y algunos invitados. Bonita e inútil manera de presionarme –pensé–. La verdad es que me seducía la idea de sentirme fuerte negándome en redondo a sus peticiones. Además, Jonatán acabaría por comprarme el vino. Haría lo que Simeón ni siquiera se había atrevido a pedirle. Y tendría que seguírmelo comprando después porque yo tenía el monopolio del Tetrarca. Por eso me causó una gran decepción cuando Jesús pasó a mi lado sin siquiera mirarme, andando con determinación hacia la habitación de al lado en la que estaban las tinajas del agua de las purificaciones. Seis enormes tinajas de unos cien litros cada una. Estaban vacías pues toda el agua se había gastado al principio de la boda. Una vez allí dijo:

- Llenad las tinajas de agua.

La cosa era mucho más fácil de decir que de hacer –siguió Tomás–, aparte de parecer una completa estupidez, porque, ¿de qué serviría para conseguir vino transportar hasta las tinajas seiscientos litros de agua? Había una fuente en el patio del zaguán, a unos veinte pasos. Si todos los criados se ponían a trabajar, se tardarían muchas horas en llenarlas, pero, ¿quién haría caso a una orden tan estúpida? No Jonatán, desde luego, que era un hombre sensato. Me pagaría. Por eso volví a sonreír con aire de suficiencia. Cuál no sería mi asombro al ver que Tobías, el novio, tomó un recipiente, fue a la fuente, lo llenó de agua y volvió a las tinajas para vaciarlo en ellas. Después le imitó uno al que yo no conocía, que resultó ser Natanael. Luego todos vosotros y, poco a poco todos los invitados varones que estaban allí. Por último, los criados. Jonatán y Tolmei, dirigían la operación. Tolmei no apartaba la vista de su hijo Natanael, su primogénito, su único hijo varón, al que llamaba, con orgullo de padre, bar Tolmei, Bartolomé, hijo de Tolmei al que veía por primera vez después de que le llegase la noticia de su fuga de la escuela de escribas. Las mujeres cantaban un himno de marcha que daba ánimos a los hombres. En menos de media hora, las tinajas estaban llenas. Bueno –pensaba yo–, ya tienen seiscientos litros de agua en unas tinajas, ¿y qué? Pero mi sonrisa autosuficiente se había quedado reducida a una mueca en mi boca.

- Tapad las tinajas con sus tapas –dijo Jesús cuando estuvieron llenas.

Las taparon. Entonces Jesús se dirigió a los novios y les dijo:

- Que este vino con el que vais a celebrar vuestra boda dentro de unos momentos sea como el amor de Dios derramado en vuestros corazones. Que os dure hasta la muerte y más allá. Que os llene de alegría todos los días de vuestra vida. Que su alegría haga de Sara tus delicias –le dijo a Tobías– y de Tobías las tuyas –dijo dirigiéndose a Sara. Que dé vida a los hijos que llenen vuestra casa y vuestra existencia. Que veáis a los hijos de vuestros hijos hasta la cuarta generación. Que su sabor atenúe las amarguras de la vida cuando tengáis que probarlas. Compartid este vino con todos los que compartan la vida con vosotros, de cualquier forma que lo hagan. Dad a beber de este vino incluso a vuestros enemigos, como Dios hace salir el sol sobre buenos y malos. Dádselo a los más necesitados. Gratis lo recibís, dadlo gratis.

¿Qué vino? –me decía yo confuso por la autoridad con la que hablaba ese hombre al que acababa de conocer–. Nadie parecía acordarse de que en las tinajas sólo había agua. Sólo agua. Yo tenía ganas de gritarlo, pero todos miraban a ese hombre con ojos y boca muy abiertos, como hipnotizados.

- Que venga Simeón –dijo Jesús.

Fueron a buscarle. Un tenso silencio se instaló en la sala de la purificación. Después de unos instantes que parecieron una eternidad, llegó Simeón. Venía con la expresión hosca de la persona soberbia que cree hacerlo todo bien y que cuando comete un fallo es incapaz de reconocerlo con sencillez. Jonatán le miraba con una expresión furibunda.

- Jonatán, no seas duro con Simeón –le dijo Jesús con voz conciliadora–. Es un buen hombre. Si no hubiese sido por su error, no hubieseis visto lo que vais a ver. Perdónale. Y tú, Simeón, reconoce tu error para que puedas ser perdonado. Al final va a servir para mayor gloria de Dios.

Yo no sabía ya qué pensar –continuó Tomás–. La tensión se había transformado en expectación. La única que sonreía era Miriam, al lado, un poco detrás de Jesús. Pero había un cierto toque de resignación en su sonrisa, de aceptación de algo no por más esperado menos temido.

- Quitad las tapas de las tinajas, sacad un poco y dádselo a probar al maestresala –dijo Jesús con firmeza.

Un criado se acercó con una copa de cristal –continuó Tomás–. Nadie respiraba siquiera. Quitó la tapa de la primera tinaja, metió la copa y la sacó llena de un líquido rojo. Yo no daba crédito a mis ojos. Había visto cómo los invitados habían llenado las tinajas con agua y, ahora, salía de ellas un líquido que, por su aspecto, parecía un buen vino. El criado le llevó la copa a Simeón. Éste, que no tenía ni idea de lo que había pasado, miró el vino con extrañeza. Su conocimiento de vinos le decía que aquél no era un vino agrio, sino más bien un vino excepcional. Agitó en círculos la copa alzada para ver el vino al trasluz. El color teja aterciopelado, con brillo de rubí en el borde, le sorprendió. El líquido que había mojado la copa resbalaba por ella formando la lágrima típica de los vinos extraordinarios. Lo olió, aspirando profundamente su aroma. Se llevó el líquido a los labios, lo paladeó con la lengua contra el fondo del paladar mientras aspiraba su aroma. El olor y el sabor le dejaron atónito. El calor que bajaba hasta su estómago le reconfortó el alma. Era el mejor vino que hubiese probado nunca. Sus ojos denotaron su sorpresa y, al mismo tiempo, su expresión hosca se transformó en una amplia sonrisa, como si, junto al vino, hubiese entrado en su alma una inmensa alegría. Se volvió hacia Jonatán y le dijo con asombro y simpatía:

- Todo el mundo sirve al principio el vino de mejor calidad, y cuando los invitados ya han bebido bastante, se saca el más corriente. Tú, en cambio has reservado el de mejor calidad para última hora. Y no sé cómo lo has hecho.

- Siempre lo mejor para la boda de mi hija, la niña de mis ojos –dijo Jonatán con una cierta ironía en su voz, pero sin sombra de reproche a Simeón que le miraba con aprensión.

- Yo miraba a Jesús con incredulidad –continuó Judas–. Por mucho que le admirase, no era más que mi hermano. Mi hermano Jesús, el de siempre. Nunca le había visto, en toda nuestra vida juntos, ningún tipo de capacidad especial para hacer cosas asombrosas. ¿Cómo había podido realizar semejante prodigio? En ese momento el crepúsculo estaba avanzado. Jonatán dijo:

- Ya va siendo hora de que empiece la ceremonia. Que Sara y Tobías sean los primeros en probarlo.

- Y dicho esto –Bartolomé tomó la palabra–, todos salimos hacia la tienda de la ceremonia. Todos menos Tomás. Por el camino, mi padre me tomó por los hombros y me dijo en privado:

- Bartolomé. Si hace un momento hubiese podido hablar contigo hubiese sido para maldecirte. Pero si tu inadmisible conducta ha sido para seguir a este maestro, no me siento con autoridad para decirte nada, por más que tu huida de la escuela de Ierushalom me haya avergonzado hasta extremos impensables. Espero que YeHoVaH, ¡bendito sea su nombre!, sepa lo que hace, porque yo no entiendo nada.

Nos paramos, me volví hacia él, le tomé con mis manos, con los brazos estirados, por los hombros y le dije:

- Yo no entiendo más que tú, padre. Pero, ¿quién puede entender los caminos de Elohim? Confiemos en Él y que sea Él quien guíe nuestros pasos. Ayúdame a seguirlos, aunque ni tú ni yo entendamos.

Asintió y sin decir palabra, nos fundimos en un abrazo tan fuerte como breve e, inmediatamente, se dio la vuelta y siguió andando hacia la tienda de la ceremonia que él tenía que oficiar. Estaba visiblemente emocionado.

¡Cómo le temblaban las manos a Tobías cuando levantó el velo de Sara! –siguió Judas–¡Cómo se miraban durante la ceremonia! Era como si el mundo no existiese a su alrededor, como si se estuviesen mirando a través de un túnel de luz en un mundo de brumas. Cómo se acariciaban las manos mientras bebían el vino. Parecía como si con ese vino milagroso el amor de Dios estuviese tomando posesión de ellos.

Cuando dejaron las copas en el suelo –siguió Andrés–, cuando el ritual obliga a mirarlas fijamente, cuando Tolmei, con una voz en la que a duras penas podía evitar las lágrimas, haciendo pausas para aliviar el nudo en la garganta, recitaba el Cantar de los Cantares con toda la música llegando al climax...

¿Quién es esa que sube del desierto

reclinada sobre su amado?

... ellos no podían evitar el mirarse. Y se olvidaron definitivamente de las copas. Cuando Tobías empezó a recitar su parte, al final de la ceremonia...

Debajo del manzano te desperté,

allí donde tu madre te dio a luz,

donde te dio a luz la que te engendró.

... sus pupilas se clavaron como si estuviesen mirándose el alma. Ella respondió:

Grábame como sello en tu corazón,

como sello en tu brazo;

porque el amor es más fuerte que la muerte,

la pasión más poderosa que el Abismo.

En ese momento, en el que tenían que pisar las copas –ahora era Matías el que hablaba–, en vez de hacerlo, Tobías se agachó, las cogió, le dio la suya a Sara y recitaron juntos, acompañados por la orquesta:

Sus llamas son flechas de fuego, llamarada divina.

Los océanos no podrán apagar el amor,

ni los ríos anegarlo.

Entonces Tobías, saliéndose también con la palabra del ritual le dijo a Sara.

- Que nuestro amor permanezca por siempre tan transparente e íntegro como estas copas.

- Que durante toda la vida nos llene de felicidad y alegría y podamos transmitírsela a nuestros hijos y a todo el mundo –respondió ella.

- Amén, amén –dijeron los dos al unísono.

Entre todos me habían contado con una ingenuidad maravillosa, como si me estuviesen enseñando un mundo nuevo, algo que yo no había tenido la suerte de haber vivido. Yo había estado en muchas bodas. Pero ninguna como esa. En las que yo había estado todo había sido burda parodia irónica, llena de un cinismo soez que nos parecía ingenioso. En cambio, todo el relato que me habían hecho respiraba ternura, amor, inocencia. Por eso me enterneció tanto que se me saltaron las lágrimas. Miré a Baruc y vi que él también estaba profundamente emocionado.

Y yo hubiese arruinado todo eso con mi avaricia si no hubiese sido por Jesús –dijo Baruc mirándole–. Cuando todos se fueron de la sala, yo me quedé en ella, desorientado, perdido. Mi mundo se tambaleaba a mi alrededor. ¿De qué me servía ganar mucho dinero con los negocios si perdía el amor? Inconscientemente, como un sonámbulo, dirigí mis pasos hacia la tienda de la ceremonia. No me atreví a entrar. A través de la lona, oía perfectamente lo que pasaba dentro y las sombras, proyectadas sobre ella, me lo representaban de forma un poco fantasmagórica. Me acerqué a la entrada. Vi a los novios mirándose tiernamente. Vi a Tolmei emocionado, mirando también a su hijo. Me fijé en Jonatán y en Esther que estaban tomados de la mano mirando con ternura a Sara y a Tobías. Hasta Simeón parecía feliz. Me pregunté: “¿A quién tienes tú para amar Baruc bar Leví? ¿A quién puedes amar tú? ¿Quién te puede amar a ti, que sólo amas el dinero?”. Entonces vi la mirada de Jesús fija en mí. Me llamaba. Me contestaba con la mirada: “Puedes amarme a mí. Yo te amo”. El “amén” de los novios no se había apagado todavía. Yo me acerqué a Jesús, que se había apartado de la gente y había venido a mi encuentro fuera de la tienda, y me arrodillé ante él con la cabeza baja. Las lágrimas acudieron a raudales mis ojos, cálidas, suaves, consoladoras. Noté una mano sobre mi nuca. Supe que seguiría a aquel hombre hasta la muerte.

- Yo también me acerqué a él –dijo Judas– y le dije:

- No entiendo nada, ni por qué desapareciste al morir José ni dónde has aprendido a hacer estas cosas, pero quiero ir donde tú vayas, hacer lo que tú hagas, vivir como tú vivas, morir como tú mueras.

En ese momento mi vista se posó en Miriam, que también había salido de la tienda –siguió narrando Judas–. Yo era, tras Jesús y José, la tercera persona a la que más quería en el mundo. Ella era para mí la persona a la que yo más quería. José y Jesús se habían ido de su lado. ¿Me iba a ir yo también? Dudé un instante. Ella me miró y, de una forma casi imperceptible, me hizo un gesto de asentimiento. Supe que mi futuro estaba marcado por unos planes que me superaban y que no alcanzaba a entender, pero que eran lo mejor, lo único que merecía la pena de mi vida.

Bueno, pero la boda continuó –dijo José, interrumpiendo el tono trascendente que estaba tomando el relato–. Los novios se retiraron y el vino nuevo empezó a servirse. Empezaron los cánticos de los amigos y amigas de los novios al pie de la ventana. El trigo, la cebada y el arroz volaban hacia ella y la golpeaban con estrépito. Se apagó la luz. Pasó un tiempo que podría considerarse prudencial. Transcurrió otro tanto más, y el novio no salía. La gente empezaba a impacientarse. Algunos ya se iban, los amigos de los novios empezaban a dejar de cantar, cuando apareció él en la ventana. Vestía una blusa de lino fino, abierta, y sonreía con un gesto de felicidad delicioso, pero no traía la sábana. Se hizo un gran silencio. Entonces empezó a recitar el Cantar de los Cantares:

Yo os conjuro, muchachas de Ierushalom,

por las gacelas y las ciervas del campo,

que no molestéis ni despertéis a mi amor,

hasta que ella quiera.

Nadie sabía qué pensar. Entonces se oyó, al fondo de la habitación, llena de frescura y rebosante de alegría, la voz de la novia, también recitando el Cantar:

Levántate, Aquilón; ven Austro;

en mi huerto soplad, que exhale sus aromas.

¡Entre mi amado en su jardín

y saboree sus frutos exquisitos!

El novio le respondió desde la ventana, volviéndose al interior:

Ya vuelvo a mi jardín, hermana y esposa mía,

ya recojo el bálsamo y la mirra,

ya como de mi miel y mi panal,

y bebo de mi vino y de mi leche.

Y luego, volviéndose otra vez al exterior:

¡Comed, amigos, bebed, embriagaros, amados!

Y, cerrando la ventana, volvió al interior.

- Es verdad –comentaban los amigos–, ¿es que tienen algo que demostrar con la sábana?

- Es verdad –comentaban las amigas–, ¿es que nuestra vida depende de una sábana con sangre?

- Es verdad –decían los invitados–, dejémosles con su amor.

11 de diciembre de 2021

¿Qué es y por qué Chesterton ideó el distributismo?

La razón por la que escribo estas líneas es, en primer lugar, intentar entender cómo una persona que goza de toda mi admiración por su recta y aguda inteligencia y su perspicaz ingenio –me estoy refiriendo a mi admirado Chesterton– pudo caer en la simpleza de intentar diseñar un sistema económico –un experimento socio-económico– llamado distributismo, que, de haberse llevado a la práctica –cosa que afortunadamente no ha ocurrido nunca–, hubiese supuesto, miseria, hambre, violencia y horror. Y empiezo estas páginas por el porqué de la pregunta anterior, antes de entrar en el qué pueda ser este sistema. Pero, en segundo lugar, aunque más importante, el motivo es que muchas personas que hoy en día encuentran el capitalismo entre perverso y semiperverso, pero que saben que el comunismo no es el camino, buscan una tercera vía –un experimento social– entre ambos y creen que esa tercera vía podría ser el distributismo. Varias personas, algunas de ellas a las que admiro y respeto enormemente, así me lo han dicho en algunas ocasiones y de ahí estas páginas. Vamos a ello. 

Desde el inicio de la revolución industrial, a finales del siglo XVIII o principios del XIX, empezó un éxodo masivo de la gente que vivía en el campo hacia los centros fabriles de las ciudades. Esto supuso situaciones terribles de ver, como hacinamiento, sueldos muy bajos, jornadas laborales terribles, gente que erraba por las calles sin trabajo, niños trabajando, etc. Cualquier persona de buena voluntad con un mínimo de sensibilidad tenía que sentirse brutalmente interpelado por lo que veía. A mí me hubiera ocurrido los mismo. Pero un economista y parlamentario liberal francés de la primera parte del siglo XIX, Frédéric Bastiat (1801-1850), formuló y aplicó un tipo de análisis al juicio de las realidades sociales y de las actuaciones de los gobiernos. Lo denominó “lo que se ve y lo que no se ve”. Postulaba que, siempre que se analiza cualquier fenómeno económico hay que profundizar, además de en lo que se ve, en lo que no se ve de él. Bastiat se refería fundamentalmente a las consecuencias de cualquier medida gubernamental tendente a intentar mejorar la economía. Decía que no bastaba con ver los efectos beneficiosos de esa medida, sino que había que buscar también los efectos beneficiosos que se hubiesen producido sin esa medida y que no se producirían precisamente por ella, y sólo entonces, comparar qué hubiese sido mejor. Me parece un principio sabio e inteligente. Aplicado a la situación que analizamos habría que considerar también lo que no se veía y las razones por las que se producía ese éxodo. El Papa León XIII y Chesterton, podrían haber aplicado este principio, ya que ambos eran personas cultas, bastante posteriores a Bastiat y las ideas de éste tuvieron gran resonancia en su época en debates parlamentarios. Lo que no se veía era que esas personas que se iban del campo a la ciudad, vivían en el campo en condiciones muchísimo peores. La imagen bucólica que a menudo tenemos de la vida campestre nada tiene que ver con la vida de las personas que entonces vivían en ese supuestamente idílico campo. Estaban totalmente expuestos a las inclemencias del tiempo, tenían jornadas laborales que iban de sol a sol, en la que trabajaban hombres mujeres y niños. Eso en unas épocas del año y durante otra parte del año no había nada que hacer. Por supuesto, cuando había trabajo, cobraban salarios menores aún a los que cobraban los obreros fabriles (si los cobraban) y cuando no había trabajo, no cobraban absolutamente nada. Los años de mala cosecha morían de inanición a montones, también hombres mujeres y niños. Es precisamente por esas condiciones por lo que, de forma libre, se iban del campo a las fábricas de las ciudades. Nadie les obligaba. Nada que ver con los experimentos sociales de Stalin o Mao en el siglo XX que obligaban bajo pena de muerte a masas inmensas de población a abandonar sus lugares de vida para ir a un sitio que esos dictadores habían decidido que era donde tenían que vivir. Y los que, durante la revolución industrial, se iban a la ciudad creaban un efecto llamada sobre los que se quedaban en el campo. Si no fuese así, las migraciones hubiesen durado unos años y, después, se hubiesen parado. Pero no fue así. Cada vez se iba más gente del campo a la ciudad y se quedaba en ella. Iban en busca de una vida mejor con oportunidades de las que carecían en el campo. Era la misma razón que impulsaba a otros a irse a América o a otros sitios. La misma que impulsa hoy a los que vienen de África a venirse a Europa jugándose la vida en pateras. Todos ellos buscaban –y buscan– una vida mejor y, aunque lo que encontraban –y encuentran– era –y es– durísimo, ahí se quedaban –y se quedan–. Y les decían –y les dicen– a sus parientes y amigos que vinieran –o que vengan–. Juzgar la situación sin tener en cuenta esto, lo que no se veía, es no analizar bien la cuestión. De todas maneras, es totalmente razonable que, como he dicho antes, para cualquier persona, urbanita acomodada de buena voluntad con un mínimo de sensibilidad, ignorante de la dureza de la vida del campo –o aunque lo supiese– el espectáculo le pareciese horripilante. A mí, urbanita acomodado e ignorante, me hubiese pasado exactamente igual.

Por otro lado, esa concentración de gente, que antes era anónima, sin cara ni ojos y que estaba dispersa, estaban ahora juntos, eran visibles, tenían cara y ojos, sus fotos salían en los periódicos. Esto dio lugar a movimientos reivindicativos, perfectamente justificables, que les llevaba a asociarse para intentar paliar los efectos de esa durísima vida. Ventaja que antes tampoco tenían. Pero, a su vez, de ahí nació el campo de cultivo para la aparición del marxismo. Ya existían desde mucho antes que Marx, formas de un socialismo, que se conoce como utópico, propugnado por aristócratas y personas de la alta burguesía, como Saint Simon o Fourrier en Francia u Owen en Inglaterra. Estas formas de socialismo propugnaban experimentos sociales, con mayor o menor buena voluntad, con mayor o menor sentido común, pero que nunca se llevaron a la práctica más allá de pequeñísimas pruebas que acabaron espantosamente. Pero la nueva situación propició que las tesis de Marx tuvieran un éxito descomunal. Frente al socialismo utópico, Marx acuñó el término, ridículo, por supuesto, de socialismo científico. Ya en 1848, Marx y Engels escriben el panfleto incendiario de “El manifiesto comunista”. Y en 1867 Marx publica su obra cumbre, “El capital”. Durante todo el siglo XIX la Iglesia vio cómo una inmensa cantidad de obreros la abandonaban para enrolarse en estos movimientos comunistas-socialistas[1]. Por fin, el 1891, el Papa León XIII decide que debe tomar cartas en el asunto y escribe la primera encíclica de lo que hoy se conoce como Doctrina Social de la Iglesia[2], la “Rerum Novarum”.

De la lectura detallada de la Rerum Novarun entresaco algunas de mis conclusiones:


1ª El Papa León XIII sentía una encomiable y enorme compasión por los más pobres y por los obreros. Cierto que ignoraba (o por lo menos no se menciona en la encíclica) la situación de la que venían, pero eso no hacía menos sincera su compasión.

2ª Su percepción de los empresarios, o al menos la que percibe implícitamente de varios párrafos, era la de que eran unos desalmados que se aprovechaban de los que llegaban a las ciudades. Por supuesto que los habría, pero de ninguna manera es aceptable esa generalización.

3ª Su preocupación era también enorme por la huida de muchísimos obreros de la Iglesia para afiliarse a sindicatos gestionados por marxistas y ateos, con los que es muy duro. De hecho, recomienda a los cristianos que formen sindicatos obreros de inspiración cristiana para evitar esta huida.

4ª Hace una encendida defensa, magníficamente argumentada de forma racional, de la propiedad privada, en contra de las ideas marxistas. En esa defensa dice, entre otras cosas: “quitado el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos, necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas, y esa igualdad con que sueñan no sería ciertamente otra cosa que una general situación, por igual miserable y abyecta, de todos los hombres sin excepción alguna”. (nº 11)

5ª Distingue claramente entre lo que es exigible por la justicia y lo que lo es por la caridad: “Pero cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con lo que sobra. «Lo que sobra, dadlo de limosna». No son éstos, sin embargo, deberes de justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino de caridad cristiana, la cual, ciertamente, no hay derecho de exigirla por la ley”. (nº 11).

6ª Condena claramente la lucha de clases: Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Es esto tan ajeno a la razón y a la verdad, que, por el contrario, es lo más cierto que como en el cuerpo se ensamblan entre sí miembros diversos, de donde surge aquella proporcionada disposición que justamente podríase llamar armonía, así ha dispuesto la naturaleza que, en la sociedad humana, dichas clases gemelas concuerden armónicamente y se ajusten para lograr el equilibrio. Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo.

7ª Explícitamente, cuando en la Encíclica habla del estado dice: “entendemos aquí por Estado no el que de hecho tiene tal o cual pueblo, sino el que pide la recta razón de conformidad con la naturaleza, por un lado, y aprueban, por otro, las enseñanzas de la sabiduría divina”. (nº 23). Y, en consecuencia, en ese mismo nº 23 dice que el papel del estado es hacer unas leyes justas, acordes con la ley divina, de las que de forma “espontánea”, brotará “la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que éste es el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes. Ahora bien: lo que más contribuye a la prosperidad de las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las familias, la observancia de la religión y de la justicia, las moderadas cargas públicas y su equitativa distribución, los progresos de la industria y del comercio, la floreciente agricultura y otros factores de esta índole, si quedan, los cuales, cuanto con mayor afán son impulsados, tanto mejor y más felizmente permitirán vivir a los ciudadanos. A través de estas cosas queda al alcance de los gobernantes beneficiar a los demás órdenes sociales y aliviar grandemente la situación de los proletarios, y esto en virtud del mejor derecho y sin la más leve sospecha de injerencia, ya que el Estado debe velar por el bien común como propia misión suya. Y cuanto mayor fuere la abundancia de medios procedentes de esta general providencia, tanto menor será la necesidad de probar caminos nuevos para el bienestar de los obreros”. Sobre la moderación de las cargas públicas, dice en el nº 33: “Sin embargo, estas ventajas no podrán obtenerse sino con la condición de que la propiedad privada no se vea absorbida por la dureza de los tributos e impuestos. El derecho de poseer bienes en privado no ha sido dado por la ley, sino por la naturaleza, y, por tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y compaginarlo con el bien común. Procedería, por consigueinte, de una manera injusta e inhumana si exigiera de los bienes privados más de lo que es justo bajo razón de tributos”. (Subrayado y negrita son míos). Este es el principio general que la encíclica señala para un estado ideal en el logro del bien común. Es cierto que un estado así no existe. Pero que el estado real sea mucho más imperfecto que ese estado ideal, no debería llevar a una mayor preponderancia del mismo, sino más bien a una menor. Sin embargo, y éste es, a mi modo de ver, uno de los problemas que aqueja a la DSI en su conjunto, en ese intento de atraerse a los obreros que se alejaban de la Iglesia, se intenta mantener una falsa equidistancia entre lo que en la DSI se considera dos extremos: comunismo y capitalismo. Esta búsqueda de la equidistancia se traduce en contradicciones como la siguiente: “Y para la obtención de estos bienes es sumamente eficaz y necesario el trabajo de los proletarios, ya ejerzan sus habilidades y destreza en el cultivo del campo, ya en los talleres e industrias. Más aún: llega a tanto la eficacia y poder de los mismos en este orden de cosas, que es verdad incuestionable que la riqueza nacional proviene no de otra cosa que del trabajo de los obreros. (nº 25). ¿Realmente es así? ¿Sólo los obreros producen riqueza? ¿El dinero aportado por los empresarios, el riesgo que corren, el ingenio que despliegan para producir bienes útiles, no aportan ningún valor? Me imagino a Marx, que en esa fecha ya había muerto, regocijándose de que nada menos que un Papa suscribiese su, a todas luces errónea, teoría del valor. Y los marxistas vivos también celebrarían esta frase. ¡Ay, a qué errores lleva esta equidistancia!

Pido disculpas al lector por este largo y, sin duda, incompleto análisis de la Rerum Novarum, que creo, sin embargo, conveniente para sustentar de una forma general el objetivo de estas líneas que es el análisis y las causas del distributismo. Pero hay en la Encíclica unos párrafos que son los que están, de forma directa y específica, en las causas del distributismo, que cito ahora, por separado del análisis general. Efectivamente, en el nº 33 de la encíclica, al Papa León XIII expresa un deseo con el que me identifico plenamente:

33. […] Por ello, las leyes deben favorecer este derecho y proveer, en la medida de lo posible, a que la mayor parte de la masa obrera tenga algo en propiedad. Con ello se obtendrían notables ventajas, y en primer lugar, sin duda alguna, una más equitativa distribución de las riquezas. […]  Mas, si se llegara prudentemente a despertar el interés de las masas con la esperanza de adquirir algo vinculado con el suelo, poco a poco se iría aproximando una clase a la otra al ir cegándose el abismo entre las extremadas riquezas y la extremada indigencia.

Chesterton sentía también, como el Papa y como yo lo hubiese sentido si hubiese vivido en esos años, esa lástima por esas masas a las que se veía alrededor de las fábricas en busca de trabajo. Pero, también como el Papa, y como me hubiera pasado a mí, no veía de dónde venían esas masas y cuál era su condición de vida anterior. Y esta última frase citada de la Encíclica hizo que él y su amigo Hilaire Belloc se pusiesen manos a la obra a diseñar un sistema económico –un experimento social– que pudiese aliviar el sufrimiento que veían y distribuir la propiedad de acuerdo con ese deseo del Papa. Así nació el distributismo (cuyo nombre no pretende evocar el concepto de justicia distrinutiva). Pretendía que fuese una organización espontánea de la sociedad que estuviese, no entre, sino por encima de los dos sistemas, capitalismo y socialismo. Pero resulta que no es así. Porque el distributismo es, él mismo, un sistema, un experimento socio económico utópico, como el comunismo. En cambio, el capitalismo no lo es. Nadie ha inventado el capitalismo en un laboratorio ideológico. El capitalismo es la etapa actual de un proceso coevolutivo, que viene desarrollándose desde que el hombre es hombre, conjugando su libertad, su creatividad, ingenio e inteligencia, su afán de superación y su voluntad de perseguir metas que le parece que merecen la pena. Proceso evolutivo que está tristemente, como lo está roda actividad humana, manchado por el pecado original. Proceso que no se parará mientras exista el ser humano. Por tanto, el distributismo es, como el socialismo, un experimento socioeconómico.

Ahora, con estas bases sentadas, ya puedo pasar a la otra pregunta que da título a estas páginas: ¿Qué es el distributismo? Una vez llegados aquí, es casi evidente qué es. Es un sistema, favorable a la propiedad privada y, por tanto, contraria al comunismo, pero contraria también a la supuesta concentración en muy pocas manos de los bienes de producción. Digo supuesta, porque entonces, como ahora, es fácil creer que el tejido de la economía lo forman las grandes empresas. Pero ni entonces era así. ni lo es ahora. Y otra vez tengo que acudir al principio de “lo que se ve y lo que no se ve”. Las grandes empresas, las grandes fábricas, se veían ostensiblemente a finales del siglo XIX. Pero, aunque no se viesen, también había entonces, como ahora, una enorme cantidad de pequeños negocios, comercios, miniempresarios y autónomos que formaban un tejido económico subyacente a las grandes fábricas y que crecía a su sombra como las setas debajo de un pinar. Quizá ese tejido fuese menos tupido que hoy, pero existía. Pero ni el Papa ni Chesterton lo percibieron. Una frase famosa de Chesterton al idear el distributismo era: “Demasiado capitalismo no significa muchos capitalistas”, y el lema del distributismo era: “Tres acres y una vaca”. Esta visión bucólica fue lo que inspiró a Tolkien a imaginar la idílica sociedad de los hobbits en su magnífica obra de “El señor de los anillos”.

Evidentemente, no tengo nada en contra, y sí mucho a favor, de que la distribución de los bienes de producción sea lo más amplia posible. Pero hay dos cuestiones que merecen un momento de reflexión. La primera es: ¿Quiere todo el mundo ser propietario de medios de producción y no depender de un salario, sino correr riesgos de que esos medios de producción no produzcan nada? Y la segunda: ¿Quién o qué institución se encargaría de llevar a la realidad esa redistribución, más allá del grado que ya tenía y que Chesterton no vio?

La primera pregunta tiene una respuesta categórica: No. No todo el mundo quiere, ni entonces ni ahora, ser dueño de su destino y asumir los riesgos de equivocarse, léase arruinarse. El miedo a la libertad y a ser responsable de uno mismo sin poder victimizarse es algo que está, por desgracia, demasiado imbuido en la naturaleza humana. “Más vale un salario que arriesgar mi dinero en pos de algo que puede hacer que el tiro me salga por la culata” es algo que piensa demasiada gente. Y, ¿qué se hace con ellos en un sistema distributista? ¿Se les obliga a poseer bienes de capital con el riesgo que conlleva? Lo que me lleva a la segunda pregunta:

¿Quién o que institución se encargaría de llevar a la realidad esa redistribución? Si la respuesta es que las leyes lo favorezcan, como decía el Papa y como pensaba Chesterton, me parece estupendo, pero me pregunto si las leyes inglesas lo habían impedido, al menos a partir de la llamada Revolución Gloriosa de 1688, trescientos años anterior a la Rerum Novarum. Y la respuesta es no. Y es seguro que esa idea no estaba ni de lejos en la cabeza de Chesterton y Belloc. La cosa se quedó en que las leyes favorecieran lo que ya permitían desde hacía tres siglos. Por eso el distributismo se quedó también, afortunadamente (luego diré por qué afortunadamente), en una utópica e idílica idea. Ahora bien, si la respuesta hubiese sido: “que el estado tome cartas para hacer que sea así, obligando a esa propiedad a los que no la quieren y quitándoles a otros la suya, que sí la quieren, para dársela a los primeros”, entonces, que Dios nos coja confesados. Porque siempre que una idea salida de un experimento socio económico mental ha sido asumida por el estado para hacer que se lleve a la realidad, la historia ha acabado, siempre, en hambre, miseria y sangre. El comunismo es el ejemplo más paradigmático, pero no el único.

Pero, supongamos por un momento que, de una forma espontánea, el distributismo hubiese aparecido de la noche a la mañana como un hecho. No cabe duda de que hay una cantidad de productos que no se pueden hacer en base a una pequeña propiedad familiar. Piénsese en el acero, los automóviles o los ordenadores o los fármacos que salvan vidas, por poner sólo unos simples ejemplos. ¿Se pueden hacer en una economía familiar de pequeños propietarios? Evidentemente, no. Hay cosas que para ser producidas necesitan una economía de escala. Y, si a principios del siglo XX el distributismo hubiese sido una realidad, como estamos imaginando, siempre habría quien pensase en asociarse libremente para poder hacer ese tipo de productos. Pero es que eso es exactamente lo que pasó y lo que dio lugar a la aparición de los centros fabriles de la revolución industrial. ¿Se debería impedir ese proceso? ¿Incluso por la fuerza del estado? ¿deberíamos, en nombre de la idílica visión distributista, renunciar a esos bienes? ¿A partir de qué número de tiendas debería haberse prohibido a Amancio Ortega que continuase creciendo? ¿Tal vez en 1983, cuando tenía ocho tiendas y una fábrica en Arteixo ya era demasiado grande? No creo que merezca la pena responder a estas preguntas. Así que, afortunadamente, la idílica idea del distributismo se quedó en donde siempre ha debido estar, en el lugar de las utopías no llevadas a la práctica.

Aquí podrían acabar estas páginas. Pero voy a continuar con un tema en el que tengo la ventaja, que no tuvieron ni el Papa León XIII ni Chesterton y Belloc, de poder ver las cosas a toro pasado. Y luego jugaré un poco al oficio de profeta, para vislumbrar un posible futuro de esa coevolución que es el capitalismo, en la que, gracias tecnologías nacidas de él, pudiera ser, sólo pudiera ser, que el distributismo se hiciese, al menos parcialmente, realidad.

Lo que ni León XIII ni Chesterton ni Belloc podían ver es que, de alguna forma, esa distribución de la propiedad se iba a producir de forma espontánea en el capitalismo. Efectivamente, además del hecho de que el tejido empresarial de lo que hoy llamamos PYME`s no ha parado de crecer y de ganar en preponderancia, ocurre que las grandes corporaciones ya cuentan entre sus propietarios a miles de millones de pequeños propietarios que, en muchos casos, tienen la mayoría del capital de esas corporaciones. Hoy en día, cualquier persona que tenga capacidad de ahorrar 1.000€ puede invertir, las que quieran, a través de un Fondo de Inversión en acciones de cualquier país del mundo, asesorado por los mejores profesionales del mundo. ¿Cuántos cientos de millones podrían hacer eso si quisieran? No lo sé a ciencia cierta, pero seguro que unos cuantos. En España, se puede estimar que unos 10 millones de personas tienen, de forma directa, acciones de empresas cotizadas. Y, a través de Fondos de Inversión, este número es, a buen seguro, mucho mayor. Ciertamente, no es lo mismo tener un capital propio en acciones que tener “tres acres y una vaca”, por usar una expresión de Chesterton, pero tampoco es cierto que “mucho capitalismo no signifique muchos capitalistas”. En los países capitalistas actuales, todo el mundo, si quisiera, podría ser capitalista.

Lo que tampoco ni el Papa ni Chesterton podían prever es que, gracias al capitalismo, iba a ser posible hacer realidad uno de los deseos más vivos que León XIII expresa en su Encíclica:

34. Finalmente, los mismos patronos y obreros pueden hacer mucho en esta cuestión, esto es, con esas instituciones mediante las cuales atender convenientemente a los necesitados y acercar más una clase a la otra. Entre las de su género deben citarse las sociedades de socorros mutuos; entidades diversas instituidas por la previsión de los particulares para proteger a los obreros, amparar a sus viudas e hijos en los imprevistos, enfermedades y cualquier accidente propio de las cosas humanas; los patronatos fundados para cuidar de los niños, niñas, jóvenes y ancianos.

38. […] Finalmente, no faltan católicos de copiosas fortunas (muy probablemente fueran empresarios) que, uniéndose voluntariamente a los asalariados, se esfuerzan en fundar y propagar estas asociaciones con su generosa aportación económica, y con ayuda de las cuales pueden los obreros fácilmente procurarse no sólo los bienes presentes, sino también asegurarse con su trabajo un honesto descanso futuro.

El entramado de Seguridad Social y florecimiento de todo tipo de ONG’s, posible únicamente gracias al capitalismo, hubieran causado, a buen seguro una inmensa alegría al Papa y a Chesterton si lo hubiesen podido ver. León XIII, en particular, hubiese disfrutado viendo cómo se cumplía, con la aparición de una ingente clase media, su sueño “al ir cegándose el abismo entre las extremadas riquezas y la extremada indigencia”.

Otra cosa que ni Chesterton ni el Papa podrían haber previsto es que, gracias al capitalismo, la pobreza en el mundo retrocede a marchas forzadas. Por primera vez en la historia de la humanidad, la pobreza extrema ha caído por debajo del 10%. Y el proceso es imparable, si los populismos de izquierdas, con sus abusos impositivos, que sí denuncia León XIII, no colapsan la evolución que hoy se llama capitalismo y si los tiranos de los países más pobres permiten que se desarrolle la seguridad jurídica que propicia la aparición del capitalismo.

Y, ahora, la profecía. Caben pocas dudas de que en un futuro próximo, se acelerará el desarrollo de impresoras 3D con capacidad de hacer todo tipo de productos con materiales extraordinarios, así como de microordenadores, todos ellos al alcance de cualquier persona. Si esto es así, y caben pocas dudas de que será es probable que esto produzca una deslocalización total y una atomización de lo que se llama en el mundo de los negocios el “suply chain”, la cadena de suministros. Seguirá habiendo cosas que haya que hacer de forma centralizada en fábricas. Pero una parte muy importante de la producción de todo tipo de piezas necesarias para hacer, por ejemplo, un automóvil, las podrán hacer pequeñas unidades familiares desde sus casas. Sólo es necesario que tengan un conjunto de impresoras 3D y microordenadores con el software adecuado, que les permitan llevar a cabo encargos específicos. Se acabaría así, para quien libremente eligiese esa vía, el trabajo asalariado en un lugar de trabajo externo y las jornadas laborales fijadas por alguien externo. Cada familia sería su propia empresa que sería subcontratada por otras más grandes que coordinarían todo el proceso. Se fijarían libremente su propio horario en función de sus objetivos y preferencias. En vez de “tres acres y una vaca” sería “Tres aparatos y un garaje” y muchos millones de capitalistas. Pero sería puro distributismo. Ahora bien, ese distributismo sería voluntario. Quien prefiera el trabajo asalariado como hoy lo conocemos (mucho me temo que serían mayoría), podrá seguir con él. Pero el que prefiera un mundo parecido al de los hobbits en versión mecánica, no agraria (y también agraria, ¿por qué no?), también podrá tenerlo. Puedo adivinar quiénes serían los peores enemigos de esta transformación: Los sindicatos y los políticos de izquierdas.

Así pues, es posible que mi admirado Chesterton pueda ver, desde el cielo, con dos siglos de retraso, cumplidos su sueño y su desidarata. Así, León XIII y él, aunque estando en presencia de Dios esto les importase poco, serían, si cabe, un poquito más felices. A veces pretender lo que puede llegar a ser, antes de que pueda ser, el desastroso. Alguien dijo que la paciencia es la virtud de los fuertes.



[1] Hoy día diferenciamos claramente entre el comunismo y el socialismo, que generalmente se asocia con la socialdemocracia. Esta distinción no existía en el siglo XIX. De hecho, la Encíclica Rerum Novarum no utiliza ni una sola vez la palabra comunismo. Comunistas y socialistas eran una misma cosa. Los partidos comunistas surgen como una rama diferente de una misma corriente, que era el socialismo. De ahí se desgaja pronto el anarquismo.

[2] No conviene identificar la DSI con los documentos pontificios o de otras jerarquías que aparecen a partir de entonces. La Iglesia siempre había tenido una doctrina social. De hecho, la Escuela de Salamanca, del siglo XV y XVI era Doctrina Social de la Iglesia. Y nunca ha dejado de haber miembros de la jerarquía eclesiástica, de diferentes niveles, que hayan escrito sobre esto. Lo que era novedad es que un Papa lo hiciera en un documento con el rango de encíclica y que lo hiciese bajo la presión del comunismo y de la fuga de los obreros de la Iglesia.

4 de diciembre de 2021

El Evangelio escondido de Mattaj 12; Capítulo IX; La tercera llamada de Pedro

CAPÍTULO IX 

LA TERCERA LLAMADA DE PEDRO

- Cuando empecé a recuperarse de mi llanto –continuó Pedro, retomando el relato de su llamada–, Andrés me tomó suavemente por los hombros y me dijo:

- Vamos a casa, hermano. Él volverá a buscarnos y nos dirá qué tenemos qué hacer con nuestras vidas.

- ¿Y si no viene? –le pregunté con miedo.

- Vendrá –respondió Andrés–. ¿Acaso no te ha dicho que no tengas miedo? Vendrá y te dirá lo que tienes que hacer para ser pescador de hombres, como te ha prometido.

- ¿Y nosotros? –preguntó Jacob, hablando por él y por Juan que estaban llenos de asombro y temor– ¿Cómo vamos a pescar peces nosotros si Simón se hace pescador de hombres?

- No os preocupéis. No tengáis miedo vosotros tampoco. Él lo sabe todo. Él sabrá qué tenéis que hacer vosotros. Él os lo dirá.

Los cuatro nos fuimos andando a mi casa –continuó Pedro–. Allí nos esperaba Noemí. Se había enterado de lo de la pesca y sabía que yo estaba tocado. No nos dijo nada, pero me miró con una mirada de honda preocupación.

- Yo pensaba para mí –continuó Noemí–, ¿pescador de hombres? ¿Dónde se pescaban los hombres? ¿Al lado del lago? Seguramente no. Seguramente lejos. Seguramente Simón se irá lejos y yo le perderé –pensé–. Seguramente me quedaré sola para siempre. Les puse la mesa y les serví el almuerzo sin decir ni una palabra.

- Me miraba –siguió Pedro– con una mirada como la de un perro que intuye que su amo va a irse y que no volverá a verlo nunca. Comimos sin decir palabra y después de que se fueran los Zebedeos, me preguntó:

- Vas a irte, ¿verdad Simón?

- No lo sé Noemí. En estos momentos no sé nada –le contesté con desolación–. Sólo sé que ya no soy dueño de mi vida. No sé qué voy a hacer mañana. No lo sé.

- Vámonos a descansar –terció Andrés–. Hoy han pasado cosas muy intensas que no podemos encajar con este cansancio de la noche. Cuando despertemos lo veremos todo más claro. No debemos preocuparnos por el mañana. No nos pertenece. Hoy descansaremos todo el día y mañana haremos lo que todos los días, como si hoy no hubiese pasado nada. Al rayar el alba iremos a reparar las redes, que esta noche han quedado muy dañadas. Será él quien se ocupe de nuestro futuro.

- Pedro y yo nos fuimos a la cama, pero ninguno de los dos pudimos pegar ojo –siguió Andrés–. El día pasó con parsimonia. Al atardecer vinieron Jacob y Juan para ver si salíamos a pescar y cuando les dijimos que no, se fueron a su casa sin saber qué pensar. Esa noche tampoco pudimos dormir. Era todavía noche cerrada, antes de amanecer, cuando los tres nos encontramos, otra vez despiertos, en la esta misma habitación. Noemí nos sirvió algo que Pedro y yo apenas probamos y salimos a una noche clara y fría, hacia la orilla. En el camino nos encontramos con Jacob y Juan, que tampoco habían podido dormir. No hablamos, no nos dijimos nada. Los cuatro estábamos absortos en nuestros pensamientos y todos sabíamos que estábamos pensando lo mismo. La playa estaba desierta, la oscuridad era completa, pues la luna era apenas una pequeña uña de plata en el cielo. Las estrellas, incontables, tiritaban con una frialdad llena de belleza. La pálida Mancha de Leche cruzaba el cielo de un extremo a otro, contrastando con la negrura de la noche. Medio a tientas, extendimos las redes. El cielo, por encima de la escarpada orilla del otro lado del lago, empezó lentamente a teñirse del color de los dedos de la aurora. Un poco más arriba, sobre un cielo todavía oscuro, brillaba el lucero del alba, tembloroso, rutilante. El aire también temblaba, haciendo que el perfil violáceo de los montes de la otra orilla, que se dibujaba tímidamente, tiritase como si estuviese aterido de un frío purificador.

- Parece como si fuese la primera mañana del mundo –dijo Pedro–, como si la Creación se estuviese estrenando, como si todo fuese nuevo.

Los demás asentimos con la cabeza sin decir palabra. Si no hubiésemos estado tan absortos en la magia de ese amanecer, nos hubiéramos sorprendido de que esas palabras hubiesen salido de los labios de Pedro. Todos habíamos visto innumerables amaneceres en todas las estaciones del año, pero ninguno tenía la sutileza, la nitidez, la limpieza de éste. Nos sentamos junto a las redes, Pedro y yo juntos, Jacob y Juan un poco más allá y, a la luz incipiente del día, empezamos a inspeccionarlas. Estaban rotas por muchos sitios. Ese día tendríamos que trabajar duro si queríamos salir a pescar por la noche. El color del cielo, más allá de las montañas, viraba poco a poco de un rosa claro sobre las colinas a un azul todavía oscuro en lo alto. El sol se presentía por sus rayos, pero no terminaba de aparecer. A los cuatro nos costaba trabajar porque, en nuestro anhelo de ver aparecer el sol, teníamos la atención puesta, más que en las redes, en el horizonte. En un momento dado, nos dimos cuenta de que Zebedeo había llegado a la playa junto con algunos de sus jornaleros. Estaba más allá de sus hijos, a unos treinta pasos de ellos, y un poco más lejos de nosotros, inspeccionando las barcas, que también habían sufrido por el peso de la pesca del día anterior. En nuestro asombro ensimismado, ninguno de los cuatro había notado su llegada. Hablaban en voz baja, como en cuchicheos y, de vez en cuando, nos miraban de soslayo y comentaban algo. El lucero iba perdiendo su brillo a medida que la claridad se hacía mayor. Nunca nuestra impaciencia nos había hecho tan largo un amanecer. Parecía como si el día no quisiera empezar del todo, como si, al igual que cuando Josué mandó detenerse al sol, éste hubiese parado su carrera. Sin embargo, la claridad crecía y el halo rosáceo se había tornado amarillento y era ya casi semicircular. El color del cielo cambiaba, en un suave degradé hasta un azul limpísimo. Ya no existían para nosotros las redes, absortos como estábamos en la luz. Casi teníamos suspendida la respiración. De repente, sobre la orilla de enfrente, apareció un punto rojo de un brillo cegador.

- Con un suspiro, soltamos el aire de la respiración contenida –continuó Pedro–. En ese mismo momento sentí una presencia a mi lado. Volví la vista. Una persona estaba de pie junto a mí. No podría decir cuánto tiempo llevaba allí, no le había oído llegar. Como yo estaba sentado, sólo alcanzaba a verle los pies y el sayal, pero no tuve que preguntarme quién era, lo sabía perfectamente. No obstante, levanté los ojos, torciendo el cuello de una manera casi dolorosa. Era Jesús y, con él, un poco detrás estaban José, Matías, Felipe y el cuarto a quien todavía no conocía. Mi mirada se cruzó con la suya que desde arriba, me miraba sonriente. Dio un paso al frente y se volvió hacia nosotros. El sol naciente, que ya era casi media esfera, le nimbaba el cuerpo.

- Veníos detrás de mí y os haré pescadores de hombres –nos dijo a Andrés y a mí con voz poderosa, mirándonos profunda y alternativamente a los ojos y repitiendo sus misteriosas palabras de ayer.

Como si tuviésemos un resorte, nos pusimos en pie. Esa llamada definitiva era lo que habíamos estado ansiando las últimas horas. Nuestra alma suspiró más de lo que lo hicieron nuestros pulmones unos minutos antes. Al fin y al cabo, era toda nuestra vida lo que había estado en suspenso desde ayer y, sin ser conscientes, desde el día de nuestro nacimiento. Andrés había esperado esta llamada a su manera y yo a la mía, pero los dos la habíamos añorado con la misma necesidad, ignorada durante toda nuestra vida. Parecía como si toda ella hubiese estado hecha para ese momento.

Jesús avanzó unos pasos y se paró delante de Jacob y Juan.

- Seguidme vosotros también. Dejad esas redes y yo os daré otras que os den una pesca mejor –su voz era inapelable, aunque no autoritaria.

- Yo no soy capaz de expresar con otras palabras que las de Pedro nuestra reacción –siguió Juan–. De hecho, no hay palabras que puedan expresar lo que vivimos en ese segundo. Lo hemos hablado muchas veces desde que esto ocurrió hace unos días y todo lo que podamos decir se queda pálido ante lo que experimentamos en ese momento.

- Es cierto –respondí yo–. Yo tampoco puedo expresar con palabras lo que sentí cuando me llamó hace unas horas. Y no creo que nunca pueda hacerlo.

- Tampoco nosotros –respondieron a una José, Matías, Felipe, Natanael, mi viejo conocido Baruc, que todavía no había hablado y el otro al que todavía no conocía.

- Después de llamarnos –continuó Juan–, Jesús se encaminó directamente hacia donde estaba Zebedeo, nuestro padre. La expresión de su rostro reflejaba indignación. Había visto y oído toda la escena anterior. Su emoción del día anterior parecía haberse esfumado. Seguro que estaba pensando en la mano de obra que se le iba y en los peces que perdería si sus hijos y, sobre todo, Simón, se hacían pescadores de hombres. Jesús se paró ante él y le dijo:

- Zebedeo, hombre de poca fe, ¿por qué dudas? ¿Es que no has visto que los peces me son sumisos y entran en las redes que yo quiero cuando yo quiero? Te aseguro que nunca te ha de faltar un pez para tu sustento y el de los tuyos –le dijo con un tono en el que había cierta reprensión, pero en el que predominaba la ternura de un padre que explica a su hijo lo infundado de sus miedos infantiles.

Mi padre bajó los ojos e hizo ademán de postrarse ante Jesús, pero él le sujetó por los hombros, esperó a que alzase hacia él una mirada llena de pena por haber dudado y le sonrió. El gesto apenado de mi padre se transformó en la más amplia sonrisa que nunca yo hubiese visto en su siempre adusta expresión. Después, Jesús pasó a su lado. Los jornaleros se postraron en tierra. Jacob y yo pasamos junto a nuestro padre y cruzamos con él una fugaz mirada cómplice en la que él nos animaba a seguir a Jesús con la misma fuerza con la que tantas veces nos había pedido que trabajásemos en el negocio familiar. Sólo hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible con su cabeza, mientras sus labios fruncidos nos transmitían determinación. Nosotros le pedíamos con la mirada su bendición y supimos que nos la daba. Jesús seguía andando y tuvimos que apresurarnos para seguirle. Sin decir palabra salió de Cafarnaum alejándose del lago, hacia el interior.

- Yo iba muy inquieto –continuó Pedro–, porque pensaba que Noemí estaría preocupada. Seguro que a estas alturas ya le habían ido a decir que Andrés y yo nos habíamos ido detrás del maestro. Yo esperaba que algunos de los que llevaban más tiempo con él le preguntasen a dónde íbamos, pero nadie parecía querer hacerlo. Los otros cuatro iban delante de nosotros, siguiendo a Jesús con gran decisión, mientras nosotros, un poco más atrás, nos mirábamos con gesto interrogador sin atrevernos a pronunciar palabra. Tras un buen rato de marcha, aceleré el paso, me puse a su altura, tomé la palabra y le pregunté:

- ¿A dónde vamos, rabbí?

- A Caná, a una boda. Mi madre y mis hermanos están invitados y supongo que yo también, aunque tal vez crean que no voy a ir. A fin de cuentas, llevo más de dos lunas desaparecido –no había añoranza en su voz, aunque sí delataba una cierta impaciencia por llegar, como si ansiase un encuentro con alguien.

Me callé y seguí andando a su lado. Pero él se dio cuenta de que yo iba rumiando mi preocupación y me dijo:

- ¿Te preocupa algo, Pedro?

- Rabbí, la madre de mi fallecida mujer, Noemí, que sólo me tiene a mí en la vida estará preguntándose qué va a ser de mí, si volveré o no.

- Volverás, y tu ausencia será para ella fuente de salvación –fue su lacónica y misteriosa respuesta mientras seguía andando apresuradamente.

- Efectivamente, yo estaba presa de la angustia –terció Noemí–. Nada más iros vosotros, Zebedeo vino a verme.

- Noemí –me dijo–, Simón, Andrés y mis hijos se han ido con el rabbí.

- ¿Rabbí? –le respondí–. No es más que un embaucador que va llenando de pájaros la cabeza de la gente. Simón, que era un hombre sensato se ha debido volver loco. De Andrés no me choca nada, pero, ¿de él? –y me puse a llorar con grandes sollozos en los que se mezclaban el miedo, la furia y el odio.

- No digas eso, Noemí. Mira a Jacob y Juan, están cambiados, son otros. Creo que ha desaparecido de ellos esa violencia que les devoraba. Y creo también que es gracias a él. Ellos también se han ido, pero yo no estoy triste.

- Claro, a ti te que quedan otros diez hijos, y sus mujeres, y la tuya, y tus nietos. Pero yo me quedo sola, ¿me oyes?, completamente sola. ¿Qué va a ser de mí?

En mi amargura le echaba en cara al bueno de Zebedeo que tuviese una gran familia.

- Noemí –me dijo Zebedeo con cariño–, por tu subsistencia, no te preocupes. Simón ha sido para mí fuente de grandes beneficios y le debo mucho. Yo proveeré a tus necesidades. No es caridad, es justicia. Además, el maestro me ha dicho que no me faltará nada para mi subsistencia y la de los míos y tú eres una de los míos. Si no quieres vivir sola, puedes venir a vivir a mi casa, Salomé estará encantada de tenerte a su lado. Si tú quieres, mi casa será tu casa y mi familia será tu familia.

- Vete –le dije con furia demoníaca–, vete ahora mismo. Sal de mi casa y de mi vista. Quién te ha pedido tu lástima. ¡Fuera! –ese ¡fuera! Sonó como un trallazo.

Era consciente de lo injusta que resultaba mi actitud, pero una rabia interna me impedía controlarme. El pobre Zebedeo se fue sin decir nada, apesadumbrado. Yo seguí llorando y fomentando en mi interior un sentimiento de lástima hacia mí misma, esa lástima que no quería recibir de Zebedeo y de la que culpaba a ese maestro farsante. Una lástima destructiva, venenosa. Me tumbé en la cama y decidí dejar de comer. Quería dejarme morir rumiando la injusticia que el destino, o YeHoVaH, o quien quiera que fuese, había hecho conmigo. Darme un marido para quitármelo, una hija para quitármela, un yerno al que quería como un hijo para quitármelo. Noté como la fiebre me subía hasta hacerme tiritar de frío. Mejor –pensaba– así moriré antes. Pasaron los días y la fiebre y la debilidad me hicieron entrar en una especie de sopor inquieto. Soñaba que Simón volvía, que abandonaba al falso profeta, que pasaban los años y una vejez feliz me iba envolviendo, hasta que un día la muerte, suavemente, me arrebataba de los brazos de Simón. En mi sueño esperaba que, más allá de la muerte, mi marido, Fanuel, y mi hija Séfora, me estuvieran esperando. Pero en vez de eso, al pasar su umbral, no había más que una noche fría, tenebrosa, oscura. La noche de la desesperación, la noche de la nada. Entonces me despertaba y el sueño comenzaba otra vez, repetitivo, monótono, terrible.

Noemí se calló y un espeso silencio nos envolvió a todos.

- Tras una caminata extenuante, siempre cuesta arriba, –siguió Pedro al cabo de un larguísimo minuto–, al atardecer, llegamos a Caná. El mismo sol que habíamos visto rojo en el este, el mismo que nos había caldeado a lo largo del día, brillante y amarillo como el oro, volvía a estar rojo sobre Caná, hacia poniente. Por el camino Jesús nos contó que la boda era la de la hija del hombre más rico de Caná, Jonatán bar Jonatán, funcionario real. Jonatán era un hombre justo, su caridad con los necesitados era constante. Su mujer, Esther, le había dado a su hija Sara hacía casi veinte años y no había podido darle más hijos durante los siguientes quince. Hacía cinco años había nacido su segundo hijo, éste, varón, el deseado Samuel, al que habían llamado así en recuerdo del profeta Samuel, no por ser profeta, sino por cómo había sido deseado por sus padres Elcaná y Ana. Era un niño delicioso, al que todo el mundo quería con locura. Como decía, Jonatán era un justo. Nadie que le pidiese ayuda se iba con las manos vacías. Miriam, la madre de Jesús, trabajaba como tejedora para la familia.

Pedro miró a Jesús antes de seguir, como si temiese estar rompiendo un secreto, como si tuviese que pedir permiso para continuar. Jesús respondió con una ligera inclinación de cabeza y Pedro se sintió autorizado a seguir con la historia. Pero fue otro de los seguidores de Jesús, ese al que yo no conocía todavía, el que continuó con el relato de Jesús camino de Caná.

- Miriam tejía túnicas de seda, lino o cualquier otro tipo de fibra para la familia Jonatán. A veces, cuando alguna túnica se rasgaba, en vez de tirarla, la familia se la regalaba. Ella sabía volver a unir de uno en uno los jirones que se habían deshilachado de forma que, una vez unidas las partes desgarradas, nada hiciese ver dónde había estado el desgarro. Después, se las regalaba a alguna vecina que lo necesitase. Las arreglaba con un cuidado especial, como si fuese para el traje de gala de su hijo. No parecía importarle que la única función importante de la túnica para su futura dueña fuese la protección del frío, y no la estética. Y la regalaba sin darle importancia, como si se la hubiesen regalado nueva y a ella le sobrasen. A veces, Jesús se quedaba mirándola mientras las retejía, viendo cómo una sonrisa se dibujaba en sus labios mientras cosía y sus ojos, fijos en la tela, parecían mirar más allá. Cuando tejía para la familia Jonatán, lo hacía con un amor similar. Muchas veces, Esther, la mujer de Jonatán se quedaba también mirándola absorta. Todos en la casa la querían, desde el padre, hasta el último de los criados. Con todos era delicada y sencilla. José, el padre de Jesús era un hombre bondadoso, trabajador, sencillo. Adoraba a Miriam. Muchas veces Jesús le sorprendía mirándola extasiado, con una mirada llena de respeto y admiración. Era, nos decía Jesús en esos momentos, como si estuviese mirando a alguien verdaderamente importante, a una heroína de la Torah, a Débora, por ejemplo, que aplastó la cabeza del perverso Sísara. O a Judith, salvadora del pueblo de Israel cortando la cabeza al feroz Holofernes. Pero ella era una heroína de paz y de bondad. La escuchaba también con una atención inmensa, como si por su boca hablase la mismísima reina de Saba. Y no es que Miriam dijese frases sabias o altisonantes. Era una mujer sencilla que hablaba de cosas sencillas con sencillez, pero su voz sonaba con unos acentos que te hacían sentir bien y lo que decía era tan natural que rezumaba sabiduría.

A mí me llamaba la atención la naturalidad y el embeleso con el que el que hablaba me contaba esa historia. Parecía como si conociese a los personajes de los que hablaba y los quisiese entrañablemente, pero no me atreví a interrumpir para preguntar.

- José era un excelente carpintero que tenía mucho trabajo –continuó el que yo no conocía– porque, aparte de lo bien que hacía los muebles, siempre cumplía en plazo y entregaba una calidad superior a la que esperaban los clientes. Era el alma mater del taller de carpintería de la familia. Su padre Jacob, su abuelo, Matán, y varias generaciones anteriores, habían sido carpinteros. Sus hermanos y todos sus hijos trabajábamos con él –¿trabajábamos? El uso de la primera persona del plural me sorprendió–. Jesús es el único hijo de José y Miriam. José tenía dos hermanos, Jacob, viudo, y Cleofás, llamado también Alfeo, mayor que él, casado con una mujer que también se llama Miriam. José y Jacob eran gemelos, iguales como dos gotas de agua, inseparables como uña y carne. Los tres hermanos vivían juntos en la casa que les había dejado su padre. Cleofás y su mujer tienen tres hijos Jacob, el mayor, doce años mayor que Jesús y que yo, José y Simón y cinco hijas. Jacob tiene uno, Judas, que soy yo –en ese momento me explique la familiaridad y el amor con el que hablaba Judas–, el único hermano –porque todos nos consideramos hermanos– más pequeño que Jesús, sólo un par de lunas menor que él, su compañero de juegos, su amigo inseparable –en los ojos de Judas, que miraban a Jesús, se leía una profunda admiración–. Además, como mi madre murió al nacer yo, Miriam, la madre de Jesús, me adoptó y, sin que eso quiera decir que no añorase a mi madre, fue para mí una bendición de Elohim.

- Lo que no dirá Judas, pues su humildad se lo impide –aclaró Pedro–, es que en Nazareth todos le llaman “Tadeo”, “pecho generoso”. Y no es por casualidad. Nadie en Nazareth desconoce su generosidad y su nobleza.

- Hace como un par de lunas José murió –continuó Tadeo, Judas, haciendo caso omiso de los elogios de Pedro–. Se cayó de un andamio de madera que estaba montando para la sujeción de un arco en una obra. El golpe fue terrible, pero, además, todas las piedras del arco le cayeron encima. Le trasladaron a su casa en muy mal estado. Vivió unas cuantas horas más. Murió en brazos de Jesús, mientras Miriam le acariciaba el pelo, murmurando repetitivamente: “Gracias José, gracias por todo”. Al día siguiente de la muerte de José, llegaron a Nazareth noticias de que un tal Juan, un extraño nazir, estaba bautizando en el Jordán. Esa noche Miriam nos dijo unas palabras misteriosas: “Es el hijo de Isabel y Zacarías, tiene que serlo. Por más que le hayan intentado ocultar su misión, las palabras proféticas de su padre se tenían que cumplir. Es el precursor. Ahora todo se va a precipitar”. Al día siguiente, sin decir una palabra, sin despedirse, Jesús partió al encuentro de Juan. Lo demás ya lo sabemos. ¿He sido fiel la historia, rabbí? –Me asombró que su hermano casi gemelo, con el que había compartido jugos desde la infancia, le llamase también rabbí, pero no dije nada.

- Así es –afirmó Jesús con una gran sonrisa que denotaba al menos tanto amor como el que derrochaba Tadeo en su relato, mientras hacía un gesto de asentimiento.

Nada nos dijo Judas, sin embargo, porque Jesús no se lo había contado a nadie, de su concepción virginal en Miriam, su portentoso nacimiento, de la visita de los reyes-sabios orientales. Todo eso nos lo fue contando Jesús a lo largo del poco más de un año que estuvimos con él y tras la resurrección. Si nos lo hubiese contado al principio, le hubiésemos tomado por un visionario y seguramente le hubiésemos dejado. De hecho, cada vez que revelaba alguno de los portentos de su pasado o de sus planes futuros, había alguno de sus discípulos que le abandonaba. Por eso era enormemente cuidadoso en ir revelándonos poco a poco todo eso, a medida que le íbamos conociendo a él y a sus obras. Incluso algunas cosas sólo llegamos a saberlas cuando Miriam, mucho más tarde de la ascensión de Jesús, se las contó a Lucas mientras pintaba su retrato, después de que Marcos y yo hubiésemos escrito nuestros relatos.

- Bueno, a todas estas, habíamos llegado a Caná –continuó Jacob– a la caída de la tarde y Natanael, que es de Caná, nos indicó el camino a la casa donde era la boda.