27 de febrero de 2021

Mi misión en la vida

Confieso abiertamente que el envío de hoy responde a una imperiosa necesidad de autojustificación. ¿Autojustificarme de qué? De hablaros tanto del capitalismo. Hasta el punto, que hay quien me dice que lo estoy “divinizando”. Pero lo que me obliga a esta justificación no es esta última “imputación”, sino mi acendrado sentido de intentar evitar ser excesivamente pesado. Como dice el aforismo latino, “excusatio non petita, accusatio menifesta”. Así que, sí, me acuso de ser demasiado coñazo, hasta el punto de preguntarme si merecen la pena estos envíos. En fin, ahí voy con mi excusatio.

El psiquiatra judío Viktor Frankle, superviviente de los campos de exterminio nazis, llevó a cabo, tras el holocausto, un análisis de lo que hacía que los judíos de los campos tuviesen más probabilidades de supervivencia. Llegó a la conclusión de que el tener un sentido de misión para su vida era, de lejos, el factor con mayor incidencia. Y me parece muy acertado. Tener un sentido de misión para la vida es una inmensa ayuda, no sólo para sobrevivir en los campos nazis, sino para vivir una vida plena en el siglo XXI. Por eso, en estas líneas voy a hacer un ejercicio de introspección y preguntarme por el sentido y la misión de mi vida, ya que me siento incapaz de responder a la pregunta sobre el sentido de la vida. Y aún restringiendo mi introspección a mi propia persona, la pregunta tiene miga. Una vez leí, no sé dónde, la siguiente frase: Las abejas creen que su misión en la vida es hacer miel. Están equivocadas, su misión en la vida es polinizar mientras hacen miel”. Así es. Si las abejas dejasen de hacer miel, la humanidad se vería privada de ese jarabe dulzón y poco más pasaría. Pero si dejasen de polinizar, sería una catástrofe ecológica tremenda. ¿Quién sabe si lo que yo pueda considerar mi misión en la vida no es tan sólo como la miel para las abejas? Pero, en cualquier caso, las abejas no polinizarían si no hiciesen miel. 

Afortunadamente para mí, creo que tengo varias misiones en mi vida. Por ejemplo, vivificar mi fe y la de otros en un Dios que tiene un plan bueno para el cosmos, para la humanidad, para la historia, para todos los hombres y para mí. O contribuir al bienestar, la cohesión y la paz en mi familia. O transmitir a otras generaciones mis conocimientos y, sobre todo, la poca sabiduría que pueda haber reunido en mis setenta años de vida. Me gustaría ser capaz de contribuir a una misión que se pareciese a la que Adolf Reinach[1] veía para sí mismo:

“Las primeras semanas fueron terribles –se refiere a la guerra del 14–; después, la paz de Dios vino a mí, y ahora todo está bien. […]. Mi plan está claro ante mis ojos; naturalmente, es muy modesto. Me gustaría empezar desde la experiencia interior de Dios, la experiencia de sentirse refugiado en Él. […] Naturalmente, una exposición como esta no tiene nada que ofrecer al que vive a la vista de Dios. Pero puede sostener al que vacila, al que permite que las objeciones le confundan, y puede impulsar hacia delante a aquél al que estas objeciones le han apartado de encaminarse hacia Dios. Hacer una obra semejante con humildad es muy importante, mucho más importante que combatir en esta guerra. Porque, ¿qué fin tiene este horror –de nuevo se refiere a la guerra del 14– si no conduce a los hombres más cerca de Dios?”

O, la misma idea, expresada con otras palabras magníficas por otras personas:La gran misión que tenemos en la vida es abrir espacios en el mundo de los hombres al Dios de la verdad, que es el Dios de la luz, de la bondad y de la belleza. Ampliar el Reino de Dios con cada acción nuestra, grande o minúscula, realizada en la verdad”[2]

Efectivamente, ¡ya quisiera yo poder adherirme con humildad a este “modesto” plan de Reinach o a la misión enunciada por Guardini y López Quintás! Pero son las cosas inalcanzables las que pueden dar un sentido perdurable a la misión. Una misión así puede hacer llevadera la vida incluso en un campo de concentración y encontrar sentido hasta en una guerra. ¡Cuánto más en una vida corriente! Además, creo que está en la mano de cualquier ser humano, con independencia de su situación personal –que seguro que es mejor que la de un judío en Mathausen o un combatiente de la guerra del 14–, el intentar desarrollar este sentido de la vida, porque el amor y la paz de Dios están ahí para todo aquel que las busque y se quiera acoger a ellos. Sin embargo, hay que tener mucho cuidado con sentirse imbuido de una misión, porque Sin el Espíritu Santo […] la misión es mera propaganda […]. Con Él, […] la misión es Pentecostés”. Habré de tener cuidado, por tanto, en no caer en el error de creer que la misión que pueda tener es sólo mía y sea, por tanto, mera propaganda.

Los que leéis mis envíos sabéis que intento, humildemente, aunque no sé con qué fortuna, abrir espacios en el mundo de los hombres al Dios de la verdad, que es el Dios de la luz, de la bondad y de la belleza. Ampliar el Reino de Dios con cada acción nuestra, grande o minúscula, realizada en la verdad. Pero seguramente también habréis notado que también intento abrir espacios a la defensa de la verdad del capitalismo. Puede parecer, y lo entiendo, porque la hay, que hay una inmensa desproporción entre la verdad de Dios y la del capitalismo. Por eso, como os he dicho más arriba, más de una persona me ha dicho que estoy divinizando el capitalismo. Sin embargo, creo que esta “imputación” no es cierta. Lo que sí es cierto es que estoy convencido de que el capitalismo es la herramienta, nacida de la naturaleza humana, creada a su vez por Dios, aunque luego haya caído, para llevar a cabo el “dadles vosotros de comer” que dijo Cristo justo antes del milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Y hacerlo respetando al mismo tiempo el pastoreo de la naturaleza que Dios encarga al hombre en el Génesis. Los que me leéis, también os sonará que muchas veces he dicho que me gusta la interpretación que un buen amigo mío, biblista y poliglota de lenguas antiguas, hace del texto en el que Dios manda al hombre: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” traduciendo, según él mejor, por pastoreadla en vez de sometedla. Dar de comer es algo, lo sé, muy prosaico, ya que no sólo de pan vive el hombre. Pero es, no obstante, imprescindible, aunque no suficiente. Aunque también puede ocurrir que como se dicen Babieca y Rocinante en un soneto dialogado del Quijote, el no comer, lleve a la metafísica.

B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?

R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.

 

B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R. Asno se es de la cuna a la mortaja,
¿queréislo ver?, miradlo enamorado.

 

B. ¿Es necedad amar?
R.                                 No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis.
R.                              Es que no como.
B. Quejaos del escudero.
R.                                      No es bastante.

¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?

Pero me pegunto si la metafísica a la que lleva el hambre será buena metafísica. Y creo que no.

Volvamos al tema: Cristo sabía que, sin pan, las multitudes desfallecerían por el camino. Por eso les dio de comer como un símbolo: “dadles vosotros de comer”. Y sólo el capitalismo es capaz de dar de comer a miles de millones de personas pastoreando la tierra. Porque sólo la tecnología hará posible creced, multiplicaos, dadles de comer a todos y no esquilméis los recursos de la tierra. Por último, también es posible que recordéis un escrito mío de hace unos años que se llamaba “La doctrina de las dos redes”. Por supuesto, ser pescador de hombres y ayudar a llenar la red de la salvación de peces, la Iglesia, es inmensamente más importante que enseñarles a pescar para que puedan comer. Pero esto segundo es absolutamente necesario. Así que no, no deifico al capitalismo, lo quiero situar, frente a lo injustos ataques que sufre de tantos y tan variados frentes, en el sitio en el que le corresponde. Como el sistema creado por la naturaleza de las causas segundas de Dios, que somos los seres humanos, para sacar a la humanidad de la pobreza y llevarla a la prosperidad. Y no me duelen los ataques que vienen de los populistas/comunistas. Al revés, volviendo a citar, esta vez erróneamente, el Quijote: “Ladran Sancho, luego cabalgamos”[3], los ladridos de la extrema izquierda no hacen más que reafirmarme en que defiendo lo correcto. Lo que me produce una especie de indignación –no me atrevería a decir “santa ira”– es el injusto y visceral rechazo al capitalismo por parte de mucha gente inteligente, católica, aplaudida por la izquierda populista. Y lo que me apena es la responsabilidad que la Doctrina Social de la Iglesia tiene en esto. Añoro la equilibrada y clarividente doctrina social de la Escuela de Salamanca. No voy a dedicar ni una línea a por qué creo que este rechazo es injusto. Ya he escrito mucho sobre ello. Pero sí quiero aclarar que pienso seguir intentando cumplir, humildemente, mi misión de abrir espacios en el mundo de los hombres al Dios de la verdad, que es el Dios de la luz, de la bondad y de la belleza. Ampliar el Reino de Dios con cada acción nuestra, grande o minúscula, realizada en la verdad. Y, junto con ésta, que posiblemente sea la polinización, seguir haciendo miel que ayude a que la red del “dadles vosotros de comer” sea comprendida por la mayor cantidad de gente posible –comunistas excluidos–. Porque las abejas, para polinizar, tienen que hacer miel. Espero, además añadir a mi misión la de contribuir al bienestar, la cohesión y la paz en mi familia. Y a la de transmitir mis conocimientos y mis pobres migajas de sabiduría a otras generaciones. Creo que esta parte de la misión es también polinizar. Y espero, para todas ellas, mieles y pólenes, contar con la ayuda del Espíritu Santo para que mi misión sea Pentecostés en vez de mera propaganda. Y sí, aunque me sigan “imputando” divinizar el capitalismo, también la defensa del capitalismo puede ser Pentecostés si se hace desde el Espíritu Santo. Y yo, cada día, le pido a esta Tercera Persona de la Trinidad que purifique mis juicios sobre tantas cosas que intento entender, incluido el capitalismo. Y creo que me lo concede: “¿Acaso alguno de vosotros, cuando un hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O cuando le pide un pescado le da un escorpión? Pues, si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuanto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará el Espíritu Santo a quien se lo pida” (Cfr Lucas 11, 11-13).

Así es que, para terminar con esta apología “pro vita mea”, diré que espero seguir dándoos el coñazo con mis envíos, de polen y de miel, ayudado por el Espíritu Santo, sin dejarme caer en el desánimo. Creo que es una parte de mi misión. Y, como siempre he dicho, tenéis a vuestra disposición el botón de “enviar a la papelera de reciclaje” para el que crea que soy demasiado coñazo con uno u otro tema.



[1] Adolf Reinach fue un filósofo alemán, discípulo de Husserl y maestro inmediato de Edith Stein. Esta es una frase citada por la propia Edith Stein en su autobiografía, “Estrellas amarillas”. Reinach tuvo una experiencia de conversión al principio de la guerra. Poco después murió en el frente de batalla. No pudo, pues, ni tan siquiera empezar su obra. Pero sembró en Edith Stein semillas que seguramente dieron más fruto que cualquier otra cosa que pudiera haber hecho en la vida. Tal vez esta fue su polinización.

[2] Leída en “Cuatro filósofos en busca de Dios” de Alfonso López Quintás, parafraseada de Romano Guardini y parafraseada a mi vez por mí.

[3] Esta cita, de forma casi sin excepción, atribuida al Quijote, no aparece en ningún sitio de esa obra, ni en su primera ni en su segunda parte. Parece que fue Goethe el que en un poema suyo de 1808, uso una expresión de la que pudiera derivarse la frase:

En busca de fortuna y de  placeres

Más siempre atrás nos  ladran,
Ladran con fuerza…
Quisieran los perros del potrero
Por siempre acompañarnos
Pero sus estridentes ladridos
Sólo son señal de que cabalgamos.

 Parece ser que fue Ruben Darío el que la acuñó, metiendo de su cosecha el nombre de Sancho en la misma y dando lugar para siempre a la falsa atribución a Don Quijote.

23 de febrero de 2021

La oración de todas las cosas 16. Sobre un borrico

 XVI. SUPER PULLUM ASINAE

Sobre un borrico

Pierre Charles S.J.

Los hombres son bien desconcertantes. Temen la crueldad y la ennoblecen. Desean que se les sirva y menosprecian lo que sencillamente es útil. El león no fue jamás un bienhechor de la humanidad. Es peligroso tener tal fiera como vecino. Jamás se ha logrado sujetarlo a un yugo ni hacerle tirar de un arado pero ¡cómo le han glorificado los hombres! Le han hecho rey. Le han puesto en los escudos nacionales. Sí, aun países muy tranquilos, donde no se habían visto leones vivos más que en los circos forasteros o en los parques zoológicos, lo han tomado por emblema. Está en sus armas. De oro, de sable o de gules, angulado y bordado, la pata amenazante presta al salto. El leopardo también es heráldico. Puede blasonar a su gusto, nadie se ríe de él. ¡Y el águila! Sí, hablemos del águila. En el fondo es un rapaz dañino y los recentales saben algo de eso. Tiene el pico encorvado y la voz ronca. Pero ¡qué aristócrata! Desde las águilas romanas y las águilas de Sacro Imperio, y las águilas napoleónicas y el cóndor de los Andes. Puede decirse de alguien que es un águila, un león, hasta un tigre. Son elogios y los que los reciben se ensanchan. ¡El águila de Meaux suena muy distintamente que este pequeño nombre, un poco giboso, de Bossuet! El león, el águila son dominadores. En seguida les hemos dado pergaminos y bellos títulos, pero el corral y el establo, donde los animales han aceptado nuestra ley y nos prestan los servicios que exigimos de ellos, son plebeyos y pedestres. Allí no hay más que esclavos, y para ellos el vocabulario se ha hecho desdeñoso. Perro, ternero, pato, oca, cerdo, son injurias. Y el burro sobre todo; el burro, que jamás ha devorado ni destripado a nadie; que ha llevado todas las cargas sobre su lomo peludo; que se ha limitado a rebuznar alguna vez su hambre, su fatiga o su desgracia; el burro, desde las orejas hasta su coz lo hemos encontrado ridículo. Todas las tonterías se llaman burradas.

Y para tu entrada triunfal en Jerusalén, Tú, Señor, por expreso mandato, te hiciste traer un asno por vuestros discípulos. Yo bien sé lo que los sabios nos explican, y que el burro era en Oriente una montura real. Añaden, además, que era el símbolo de una visita pacífica en contraste con los carros y los caballos de guerra. Pero me atrevo a pensar que, por encima o por debajo de esta arqueología, hay en este asno una lección que vale para todas las épocas, y que Tú, Señor, pensabas tanto en nosotros como en tus contemporáneos al montarlo. Pensabas en nosotros, los desdeñosos; en nosotros, los herederos de esta sabiduría miope que nos hace creer que el servicio y la servidumbre son casi idénticos, y que la grandeza consiste en hacerse temer. Tú has querido, sin duda, transportar la nobleza de las fieras a las bestias de carga, y como en el día de tu Nacimiento, llenar de esplendor divino los establos. Tú has asociado un asno a la historia de Dios; y es él el que te llevó sobre sus cuatro patas a través de las calles estrechas de Jerusalén.

Se necesitará todavía bastante tiempo para que este Evangelio, anunciado al mundo entero, rompa la obtusa caparazón de nuestros prejuicios; para que lleguemos a comprender que la nobleza no es el poder, sino el servicio; que la grandeza consiste en ser útil, y que si es necesario establecer jerarquías en las dignidades, los que ayudan modestamente, de todo corazón, tienen el derecho de ser colocados muy altos. Nos imaginamos con demasiada facilidad que remover las ideas es más glorioso que llenar biberones. Las baterías de campaña que escupen la muerte a dos o tres leguas, nos parecen soberbias; pero las baterías de cocina no merecen los honores de conversaciones refinadas. Marmitas, cazos, graseras; abandonamos todo esto a los malos cocineros y a los pinches de los sótanos... los conquistadores que destruyen han entrado gloriosamente en la historia, donde los constructores anónimos no han tenido cabida.

Este asno, sobre el cual los Apóstoles echaron sus vestidos a manera de albarda, podría enseñarme muchas cosas que los más sabios profesores jamás me enseñaron. En el fondo, tampoco era obligación suya. Distribuían sus conocimientos; pero la vida no se reduce a una doctrina. Es una manera de ser y de obrar; y esto es peculiar de cada uno de nosotros. Conviene encontrar el secreto de lo real antes de intentar comprender nuestro pensamiento. Yo quisiera poder estimar con ternura a todos los que se entregan oscuramente, y que, sin ruidosas pretensiones, pasan haciendo el bien en silencio. Hoy se ha puesto de moda recompensar oficialmente el servicio, como si fuera una cosa extraordinaria. ¿No sería más discreto, Señor, considerarlo como una cosa muy normal y que no tiene necesidad de ser subrayado ni llevado en andas? La turba de Jerusalén te hizo una ovación cuando pasaste en tu asno; pero el día de la prueba todo este entusiasmo se había evaporado. Cada cosa debe conservarse en un medio acorde con su naturaleza; y el humilde servicio prestado no debe ser instalado en butacas de lujo ni puesto ante el objetivo.

Enséñame la verdadera grandeza. Me imagino siempre que es invasora; que toma los sitos preferentes y que reclama las miradas. Creo tontamente que los santos canonizados son más santos que los otros y que en el anonimato sólo hay lugar para las insignificancias. Pero tus medidas son bien distintas. Tu pensamiento divino ha reparado en un asno y Tú hiciste decir a su propietario que teníais necesidad de él –opus habet. Este pobre asno no ha dejado siquiera reliquia. ¿No podría yo consolarme de ser como él, bastante gris y sin relieve, porque también de mí tienes necesidad para tu obra? Cuando el descorazonamiento me abruma; cuando arrastro detrás de mí esta idea pesada de que, no teniendo mucho valor, no podré nunca hacer nada que valga; cuando el demonio mismo me predique la humildad caída y me diga que no vale la pena desear y que basta resignarse; cuando yo no proporcione mis pagos a mis deberes y rehuse hacerme crédito; ¿no debería desechar con un gesto todos estos consejeros de derrota, todos estos pensamientos de capitulación, y acordarme que hay un medio de prestar servicio hasta la muerte, y que él es el resumen de la Ley y de los Profetas? No hay necesidad de caracolear, ni de atacar, brida al cuello. No se organizan brillantes concursos hípicos para asnos. No es su oficio desplegarse en escuadrón ni trotar en brillantes cortejos. Ellos van a su paso, metódico y seguro; no tropiezan aun cuando el camino es pedregoso, la pendiente empinada y el abismo muy cercano. Marchan, llevan cargas, sin pedir que se les cumplimenten y como si fuera la cosa más natural del mundo; y alguna vez también, como la burra de Balaán, son mucho más astutos que nosotros.

***

El episodio bíblico de la burra de Balaán puede leerse en el Libro de los Números a lo largo de los capítulos 22, 23 y 24 completos.

 Balaán era un profeta del pueblo de los amavitas, que vivían junto al río Eúfrates. Parece que era un profeta con el poder de maldecir y de bendecir, y que sus maldiciones y bendiciones se cumplían siempre. Cuando éxodo de Israel, cuarenta años vagando por  el desierto, se acercaba a su final e Israel se aproximaba a la Tierra Prometida, tenía que atravesar el país de Moab, enemigo acérrimo de Israel. El rey de los moabitas, Balac, envió emisarios a Petor, el pueblo donde vivía el profeta Balaán para pedirle, pagándole una fuerte suma y le pidieron que maldijese al pueblo de Israel para poder así vencerle en combate. El profeta les dijo que pasasen la noche en su casa en espera de lo que el Señor le dijese que tenía que hacer. Esa noche, Dios habló en sueños a Balaán diciéndole que de ninguna manera se fuese con ellos a maldecir a Israel, porque eran benditos del Señor. Balaán, obediente a los deseos de Dios, se negó a ir con los emisarios de Balac. Cuando estos volvieron llevando a su rey la negativa del profeta, aquél le mandó nuevos mensajeros, de mayor rango que los anteriores, para decirle a Balaán que si iba a maldecir a Israel, le colmaría de honores y le daría un importante cargo en su reino. Éste les respondió:

 -        Aunque Balac me diera su palacio lleno de plata y oro, yo no podría desobedecer las órdenes del Señor, mi Dios en forma alguna, pero quedaos aquí esta noche para ver lo que me dice el Señor.

 Esa noche, el Señor volvió a hablar en sueños a Balaán diciéndole:

 -        Ya que esos hombres han venido a llamarte, levántate y ve con ellos, pero haz únicamente lo que yo te diga.

 Así, a la mañana siguiente, Balaán aparejó su burra y partió hacia Moab. Pero su disposición a hacer lo que el Señor le mandase no debía ser muy, porque a Dios le desagradó su partida, a pesar de habérsela ordenado él mismo. Entonces, para evitar que fuese a Moab para desobedecer al Señor, Dios puso en su camino a su ángel para que le impidiese el paso. Al ver la burra al ángel del Señor, espada flamígera en mano, cerrándole el paso, se salió del camino para pasar dando un rodeo. Balaán, que no había visto al ángel, golpeaba a la burra para que volviese al camino. El ángel se situó entonces en otro punto del recorrido en el que el camino transitaba entre dos farallones de piedra. La burra pasó pegándose a una de las paredes y, al hacerlo, retorció el pie de Balaán que apaleó despiadadamente a su burra. Por tercera vez se interpuso el ángel, esta vez en un punto tan estrecho, entre los farallones que la burra no podía pasar de ningún modo. Entonce el animal se tumbó, con Balaán encima, propinándole una brutal paliza. Entonces la burra, habló a Balaán dicéndole:

 -        Qué te he hecho para que me apalees por tercera vez.

 Balaán estaba tan ciego de ira que, en vez de quedar maravillado por el prodigio de que su burra le hablase, le contestó furioso:

 -        Te burlas de mí. Si tuviera a mano una espada, ahora mismo te mataba.

Y la burra continuó la conversación queriendo hacer entrar en razón a su amo.

-        ¿No soy yo tu burra, que te he servido siempre de cabalgadura hasta hoy? ¿Te he hecho yo alguna vez algo semejante?

 A lo que Balaán respondió, sin todavía darse cuenta del prodigio del animal hablante:

 -        No

Entonces Dios abrió los ojos de Balaán que, al ver al ángel terrible, con la espada de fuego en la mano, cayó rostro a tierra, al tiempo que el mensajero le decía con furia:

-        ¿Por qué has pegado a tu burra por tres veces? Era yo quien te cerraba el paso, pues tu viaje no es de mi agrado. L burra me ha visto y por tres veces se ha apartado de mí. Da gracias a que se haya apartado, porque si no, yo mismo te habría dado muerte a ti, dejándola a ella con vida.

-        ¡He pecado! –dijo Balaán –consciente de que no estaba dispuesto a hacer, desde el principio de sum viaje, lo que le dijese el Señor–. No sabía que eras tú el que me cerraba el paso. Si este viaje te desagrada, ahora mismo me vuelvo.

Pero el Señor no es fácil de engañar y se dio cuenta de que lo que quería Balaán era volverse a su casa, pues intuía lo que presentía Dios que hiciese. Así que le dijo:

-        No, vete con esos hombres, pero di solamente lo que yo te mande.

Así pues, Balaán continuó su camino hacia Moab. Cuando llegó a la resencia de Balac, éste le recriminó el que no hubiese ido a la primera.

-        ¿Por qué no viniste cuando te envié los primeros mensajeros a buscarte? ¿Acaso no puedo yo pagarte como es debido?

 Balaán no respondió directamente a las preguntas del rey de Moab, pero intentó poner sobre aviso a Balac sobre lo que se le venía encima:

-        Aquí me tienes ya, aunque no puedo decir cualquier cosa; sólo pronunciaré las palabras que el Señor ponga en mi boca.

Si Balac entendió el aviso, no pareció importarle, pues organizó una hecatombe de ganado y compartió la carne sacrificada con Balaán y los que habían venido con él. Después de eso, él levantó siete altares al Señor y sacrificó un novillo y un carnero en cada uno de ellos. Después, prorrumpió en un canto de bendición hacia Israel en lugar de maldecirlo. Ante la ira del rey de Moab, Balaán lanzó una segunda bendición sobre Israel y, a continuación, miró al desierto y vio las tiendas de Israel, lanzando una tercera bendición sobre el pueblo:

-        Te había llamado para maldecir a mis enemigos –le dijo Balac lleno de ira, pero sin atreverse a actuar contra el profeta– y los has bendecido por tres veces. Márchate a tu tierra. Te había prometido colmarte de honores pero, ya ves, el Señor te ha privado de ellos.

Ante esto, Balaán se volvió a Petor, no sin antes maldecir a los Moabitas.

Esta es la razón por la que Pierre Charles dice que los burros, como la burra de Balaán, son mucho más astutos que nosotros. Y en eso coincide con Isaías cuando dice: “El buey reconoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no me conoce, pero mi pueblo no tiene entendimiento”. (Isaías 1,3)

19 de febrero de 2021

¿Tú crees esto?

 Si tuviese que decir qué pasaje del Evangelio es el que más me impresiona, no tendría ninguna duda en señalar el de la conversación entre Marta, la hermana de Lázaro, y Jesús, cuando éste llaga a Betania habiendo muerto ya Lázaro. Me impresionan especialmente en el Evangelio las ocasiones en que Jesús habla de sí mismo diciendo quién es él. Jamás dice de sí mismo que el sea Dios, pero en muchos de esos pasajes llama a Dios Padre, Abba, se presenta como superior a Moisés, a la Ley dada directamente por Yavhé a éste, a los Profetas, perdona los pecados y, en algunos, como Señor de la vida y la muerte. Y, de este último tipo de afirmaciones, ninguna más contundente que la que le hace a Marta en la situación que he dicho más arriba. Me voy a permitir poner la frase en su contexto.

Estando Jesús al otro lado del Jordán, lejos de Jerusalén, porque sabe que le están buscando para matarle, pero aún no ha llegado la hora en la que él mismo se va a autoinmolar voluntariamente, recibe una angustiosa llamada de sus queridas Marta y María: “Señor, tu amigo está enfermo”. Jesús, en vez de acudir inmediatamente a la urgente llamada, se lo toma con calma y tarda dos días en partir hacia Betania, sabiendo ya, sin que nadie se lo haya venido a decir, que Lázaro había muerto. Betania está a tiro de piedra de Jerusalén por lo que el riesgo era enorme. Que sabía que asumía un riesgo mortal queda patente en el comentario de Tomás, el mismo apóstol que más tarde dudaría de la resurrección: “Vamos también nosotros a morir con él”. Cuando, unos días más tarde, llegan a Betania, tan pronto como Marta se entera de que Jesús está cerca –las noticias corren como la pólvora–, sale corriendo a su encuentro hecha una auténtica pantera de indignación contra Jesús. En pasajes anteriores del Evangelio queda patente que Marta tenía un carácter muy fuerte. Cuando le encuentra le espeta, en un tono que debió llevar una carga de reproche muy acusada: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Y, sin embargo, inmediatamente después, la esperanza y la confianza: “Pero aún así yo sé que todo lo que pidas a Dios, él te lo concederá”. Lo que no puede encerrar otro significado que que le pida a Dios la resurrección de Lázaro. ¿Qué otra cosa, si no? Jesús le responde con una vaga evasiva: “Tu hermano resucitará”. A lo que Marta responde con impaciencia: “Ya sé que resucitará, cuando tenga lugar la resurrección de los muertos, al fin de los tiempos”, frase que parece estar pidiendo a gritos continuar diciendo: “…pero eso no me consuela, yo quiero que lo resucites ahora”.

Conviene aquí hacer un circunloquio sobre la creencia de los Judíos en la resurrección de los muertos. Las dos grandes sectas judías en tiempos de Jesús eran los saduceos y los fariseos. Para los saduceos, sólo los cinco primeros libros de la Biblia, el pentateuco, formado por los libros del Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, tenían validez y en ellos no hay nada que pueda hacer creer en la resurrección de los muertos. Sin embargo, los fariseos aceptaban como revelación el resto de los libros de canon judío, que se fue desarrollando en siglos posteriores, hasta, más o menos, el año 300 a. de C. Y entre esos libros están la profecía de Ezequiel y el libro de Job. Ezequiel tiene un pasaje sobrecogedor sobre la resurrección de los muertos, en carne y hueso que cito a continuación:

El Señor me invadió con su fuerza, y su espíritu me llevó y me dejó en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Me hizo caminar por entre ellos en todas direcciones. Había muchísimos en el valle y estaban completamente secos. Y me dijo:

- Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?

Yo le respondí:

- Señor, tú lo sabes.

Y me dijo:

- Profetiza sobre estos huesos y diles: ¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor! Así dice el Señor a estos huesos: Os voy a infundir espíritu para que viváis. Os recubriré de tendones, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis, y sabréis que yo soy el Señor.

Yo profeticé como me había ordenado y, mientras hablaba, se oyó un estruendo; la tierra se estremeció y los huesos se unieron entre sí. Miré y vi cómo sobre ellos aparecían los tendones, crecía carne y se cubrían de piel. Pero no tenían espíritu.

Entonces él me dijo:

- Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Esto dice el Señor: Ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que vivan.

Profeticé como el Señor me había ordenado, y el espíritu penetró en ellos, revivieron y se pusieron en pie. Era una inmensa muchedumbre.

- Hijo de hombre, estos huesos son el pueblo de Israel. Andan diciendo: “Se han secado nuestros huesos y se ha desvanecido nuestra esperanza, estamos perdidos”. Por eso profetiza y diles: Esto dice el Señor: Yo abriré vuestras tumbas y os sacaré de ellas, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestras tumbas y os saque de ellas, sabréis que yo soy el Señor. Infundiré en vosotros mi espíritu y viviréis; os estableceré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago, oráculo del Señor. (Ezequiel 37, 1-14).

Y el libro de Job en un pasaje más breve, menos impresionante, pero no menos claro, dice:

Pues yo sé que mi redentor está vivo y que él, al final, se alzará sobre el polvo; y después de que mi piel se haya consumido, con mi propia carne veré a Dios. Yo mismo lo veré, lo contemplarán mis ojos, no los de un extraño, y en mi interior suspirarán mis entrañas. (Job 19, 25-27).

Este pasaje no habla solamente de la resurrección de la carne, sino que también nos dice que ésta vendrá precedida por la resurrección de un redentor, afirma que este redentor ya existía cuando se escribió el libro y que él mismo resucitará y le resucitará a él, Job, y a si a Job, también a toda la humanidad. Es difícil no ver en este pasaje uno de los muchos anuncios de Cristo en el Antiguo Testamento. Es decir, que cuando los cristianos decimos en el credo que creemos en la resurrección de la carne y en la vida eterna a través de Cristo, no estamos inventando la pólvora. Ya la habían inventado los judíos varios siglos antes hablando de un redentor que ya vivía. Cristo, que existía antes de la creación del mundo, vino a llevar esas promesas a su cumplimiento.

Pero sigamos con la historia. A Marta parecía no seducirle mucho la idea de tener que esperar hasta el último día para recuperar a su hermano, de ahí su petición implícita e impaciente de que Jesús le resucitase ahora. Y entonces Jesús le dice esa frase que es a la que me refería al principio de estas líneas:

- Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y todo el que esté vivo y crea en mí, jamás morirá. ¿Tú crees esto?

Jesús no le está diciendo que va a resucitar a Lázaro en ese momento. Marta, como todos los judíos, se sabía de memoria todo el canon judío y creía, como se ve en su respuesta, en la resurrección de los muertos. Jesús le pide un paso más. Le pide que le diga si cree que él es el redentor anunciado en el libro de Job, que llevará a cabo, al final de los tiempos, esa resurrección anunciada por Ezequiel. Y Marta le responde categóricamente:

“Sí, Señor, yo creo que eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir a este mundo”.

Sólo entonces Jesús hace el milagro. Pero esa pregunta que va dirigida a Marta en el Evangelio, va también dirigida a todos y cada uno de nosotros, a mí, con mi nombre propio: “Tomás, ¿tú crees eso?”. Tal vez nunca nos la hayamos hecho con esa rotundidad, pero sin duda, deberíamos hacérnosla. Y cada uno de nosotros tiene que responder a esta pregunta, sólo, entre Cristo y él. Y me temo que la mayoría de nosotros no nos la hemos hecho con esa rotundidad. Y me temo, aún más, que si nos la hemos hecho, aunque digamos que sí, que creemos eso, la mayoría de nosotros no lo creemos del todo. Porque si nos la creyésemos del todo, la actitud ante la muerte de un cristiano debería ser radicalmente distinta de la de alguien que no tenga fe. Y, aunque hay excepciones a lo que voy a decir, me parece que la actitud de los cristianos, como grupo sociológico, ante la muerte no es muy distinta de la de los no creyentes. Por supuesto, la muerte siempre es dolor. No sentirlo ante ella denotaría una total carencia de emotividad, lo que es una enfermedad. Pero la esperanza debería ser mucho más fuerte que el dolor y, el consuelo de aquélla debería ser un bálsamo para éste. Bálsamo de consuelo y aunque, de ninguna manera, de olvido, si de sanación profunda y rápida, aunque quede alguna cicatriz. Lo que no va a hacer Cristo es repetir cada día el milagro de la resurrección. Los milagros de Jesús siempre tenían, además de su realidad física, un sentido de alegoría. Nosotros esperamos con certeza la resurrección de los muertos. Más, sabemos que ellos están vivos, más vivos que nosotros, y que si bien no podemos hablar físicamente con ellos, sí podemos rezarles y que ellos, que sí pueden vernos, pueden también dirigir nuestros pasos de forma imperceptible. Yo perdí a mi padre con 14 años y a mi madre con 26. Viendo mi vida en perspectiva, desde los setenta años que estoy a punto de cumplir, no me cabe la más mínima duda de que ellos me han guiado providencialmente a lo largo de mi vida.

Y sólo hay una manera de llegar a creer realmente eso. La oración, que incluye, claro está, los sacramentos y, en especial, la Eucaristía. ¿Queremos creer eso cada vez con más fuerza y convicción? ¿Queremos que nuestra duda y nuestro escepticismo se vayan disolviendo poco a poco? Sólo hay una manera de conseguirlo, que es la que acabo de decir. Una oración que no sea de petición, ni de intercesión, ni siquiera de adoración o alabanza, siendo todas estas oraciones buenísimas. Una oración de ponernos simple y humildemente en presencia de nuestro Dios y hombre verdadero y decirle: “Aquí estoy, Señor, dejándome empapar por ti y tus promesas, pidiéndote que me concedas la gracia de poder responderte como Marta. Señor, yo creo, pero ayuda a mi incredulidad”. Y sacrificar, es decir, hacer sagrado, a Dios, todos los días, un rato de nuestro tiempo. No importa que sea poco, diez minutos, tal vez. Diez minutos de hacer lo que dice Shakespeare en un verso de un soneto suyo: “Compra espacios de eternidad vendiendo horas de triste tiempo terrenal[1]”. Tampoco es necesario que en estos diez minutos esté apretando los ojos y los puños para estar concentrado en eso. Si nos ponemos debajo de la lluvia, ¿nos mojaremos más por concentrarnos en que nos estamos mojando? La lluvia nos empapa con independencia de nuestra concentración. Sólo es necesario que nos pongamos a cielo abierto cuando llueve. Y la gracia de Dios llueve siempre. ¡Jarrea! Y nos empapa. Pues lo mismo pada con la gracia de Dios. Qué duda cabe de que es mejor estar concentrado en sentir la lluvia del amor de Dios sobre nosotros empapando nuestra tierra baldía, pero el sentimiento no es lo que importa. Es Dios el que llueve sobre nosotros, no nosotros lo que trepamos al cielo para conseguir el agua vivificadora. Y así un día y otro, mes tras mes, año tras año, decenio tras decenio. Eso es lo importante. Y lo mismo pasa con la Eucaristía. Parece que los servicios de inteligencia rusos han cogido la costumbre de envenenar a los disidentes administrándoles por vía oral sustancias radiactivas de acción lenta. Ellos no se dan cuenta hasta que están abrasados por dentro. Algo así ocurre con la Eucaristía, pero su radiación es benéfica y renovadora. Un día y otro día, un año y otro año, un decenio y otro decenio y, esa radiación penetra hasta las junturas del alma y el espíritu, nos abrasa con un fuego del Espíritu y va conformándonos con Jesús. Y así, poco a poco, aprenderemos a creer eso, que Cristo ha vencido a la muerte y que nos ha hecho, como dice san Pablo, partícipes de su vida inmortal. De esta forma, cuando llegue la dolorosa experiencia de la muerte de un ser enormemente querido por nosotros o nuestra propia muerte, la prueba no será tan dura. Quizá estos días de cuaresma que tenemos por delante, en los que la Gracia cae como chuzos de punta, pueda ser un buen momento para empezar y tomar impulso.



[1] Es el verso 11 del soneto 146 de Shakespeare. En realidad, es una traducción mía bastante libre. El original dice: “Buy terms divine in selling hours of dross”, que el traductor de la edición bilingüe que manejo traduce, rectamente, por “Adquiere términos divinos vendiendo horas de escoria”.

16 de febrero de 2021

La oración de todas las cosas 15. Traerán un libro escrito

 XV. LIBER SCRIPTUS PROFERETUR

 Traerán un libro escrito

Pierre Charles S.J.

Podemos encontrarte en tus obras, porque eres su autor y ellas hablan de Ti; pero, Señor, ¿cómo llegaremos a pensar santamente de nuestras grandes obras? Un estampido de trueno viene directamente de Ti y San Juan ha puesto toda una orquesta de truenos en su Apocalipsis; pero un puntapié o un puñetazo provienen sólo de nosotros, y nuestras obras sólo relatan nuestras debilidades, nuestras necedades, nuestros esfuerzos frágiles y nuestras esperanzas decepcionadas... 

Y con todo, hallo cosas enteramente humanas que Tú has asociado a tu sabiduría más alta y que por el contacto se han vuelto tan santas que profanarlas es como un sacrilegio. Pensaba esto esta mañana al tomar el tema de meditación, no de un libro, sino el mismo libro como objeto de meditación, un libro que ni es necesario abrir; del que se puede ignorar la lengua; un libro que es justamente un libro, y nada más.

Los hombres escriben, Señor. Tú escribiste un día sobre la arena, pero nunca hemos sabido lo que querían decir los caracteres que tu dedo trazó, y nuestros exegetas han hecho sobre este punto doctas conjeturas. Existían también las famosas tablas de piedra, sobre las cuales el dedo de Dios había escrito los mandamientos en el Sinaí, pero Moisés, encolerizado, las rompió. El libro ha quedado, pues, bien humano. Conozco los libros: desde el manual donde aprendimos a leer hasta los de las bibliotecas llenas hasta crujir: los códices manuscritos, los impresos, los libros en pergamino, o en hojas de palma, o en láminas de metal; los libros raros que los bibliófilos se disputan en subastas, y aquellos libros cualesquiera que nos daban solemnemente en las antiguas distribuciones de premios; los libros de oraciones, y los códigos, y los misales, y los antifonarios, y los diccionarios de bolsillo y las guías turísticas... He pasado años enteros entre libros; no han dejado de rodearme. Y tal vez los he mirado solamente con ojos paganos.

Porque fue un libro lo que te pusieron en las manos en la sinagoga de Nazaret, y la palabra misma “Biblia” significa un libro, y hablamos de los Libros Sagrados, y del libro de los predestinados, y del libro escrito que lo contiene todo y que servirá para el juicio: liber scriptus proferetur, y antaño, en tiempo de las persecuciones romanas, se llamaba traditores, los traidores, a los cristianos que habían entregado los libros sagrados. El Espíritu Santo inspiró a todos estos autores de libros en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Los profetas escribieron lo que Tú querías decir. Existe el libro del Apocalipsis, cerrado con siete sellos y que nadie, fuera del Cordero inmolado, podía abrir; y hasta existe el libro que el profeta se comió y que le dejaba en el fondo del estómago un terrible regusto de amargura.

No; un libro no puede ser para mí una cosa fútil y cualquiera, después que Tú te interesaste tan de cerca por esta invención humana. Sé bien que se ha abusado escandalosamente de él, como de todo; y que hay libros en el Índice y muchos que no están, pero que una mano decente rehusa abrir. Pero no porque los hombres hayan manchado las cosas santas deben éstas ser menos queridas; y puesto que Tú me has visitado con tanta frecuencia por las páginas de un libro, me pondré sin duda de acuerdo con tu Espíritu tomando esta mañana, con respeto, un volumen cualquiera entre mis dos manos. Desde luego, Te demostraré mi gratitud por todo lo que me han enseñado los libros, desde los “catones” de la escuela primaria hasta las confesiones de San Agustín y la Suma de Santo Tomás, y el breviario y el misal de todas las mañanas. Compañeros discretos de las horas de estudio, cuando la noche ha hecho el silencio en torno mío y ellos continúan hablándome; otros los han compuesto laboriosamente para mí; han puesto en ellos el trabajo de toda su vida, el resultado de sus búsquedas, el eco de sus padecimientos, de sus pasiones; sus hallazgos magníficos o minúsculos. Y yo entro en todo este patrimonio como si fuera mío. Basta que deje correr los ojos a lo largo de las líneas; a pesar de los siglos y de las distancias, todos estos desconocidos me dan allí cita. Si sólo dispusiera de la memoria y de los recuerdos confusos de los viejos, ¿sería yo algo más que un iletrado que iría a tientas? Por encima de la muerte, los libros han hecho a tantos difuntos mis contemporáneos[1]; sin fatiga encuentro su pensamiento y sus palabras con sólo abrir sobre mi mesa un librito lleno de vocablos. Privilegiado de tu Providencia, apenas pienso que, porque sé leer, tengo a mi disposición un poder inmenso que millones de mis semejantes tienen el derecho de envidiarme, y que soy deudor de este talento al maestro que distribuye soberanamente estos favores. Antes se llamaba a la imprenta ars divina. Un arte divino. Hasta un momento se creyó que sería suficiente para convertir el mundo y relevando a los predicadores de la fe, iba a llevar sin ruido y sin esfuerzo la verdad que salva a todos los espíritus. Fue necesario rebatir muchas de estas quimeras infantiles, y los tipógrafos no han reemplazado todavía a los apóstoles. Pero no quiero que un libro se quede como una cosa profana. Estás demasiado íntimamente mezclado a él para que yo lo mire solamente con ojos sin luz. Tu Espíritu nos habla todavía en las páginas de la Escritura, y como la voz que cae de los campanarios hace pensar en la Iglesia, como los perfumes de incienso recuerdan las liturgias, conviene que la vista de un simple libro, ordinario, me acerque a Ti. Antes se juraba con la mano sobre el Evangelio; no sabríamos gran cosa de tu venida si unos escribas pacientes no hubieran consignado sus recuerdos en los libros del Nuevo Testamento, y escrutando las escrituras, los primeros convertidos de los que nos hablan los Hechos Te entreveían como el cumplimiento de la antigua promesa. Cada vez que abra un libro, quiero, Señor, que lo leamos juntos.


[1] Esto me recuerda a un soneto de Quevedo cuyos dos primeros cuartetos dicen:

Retirado en la paz de estos desiertos

con pocos pero doctos libros juntos

vivo en conversación con los difuntos

y escucho con mis ojos a los muertos.

 

Si no siempre entendidos, siempre atentos

enmiendan o secundan mis asuntos

y en músicos callados contrapuntos

al sueño de la vida hablan despiertos.

 Parafraseando este último verso, puse el título a uno de mis libros: “Al sueño de la muerte hablo despierto”: Son 37 cartas, precedidas de un prefacio y una despedida, a muchas más personas que, de una manera muy personal, llamo “poetas", aunque no lo sean estrictamente hablando y para algunos de ellos ese apelativo pueda ser muy chocante. Pero lo son para mí porque me han abierto los ojos a ver el mundo con poesía, aunque en algunos casos sea por antítesis y lo sea a través de la pintura o la escultura, las matemáticas, la ciencia o la santidad. Se las dirijo a personas tan diversas como, por ejemplo, Einstein, Darwin, Gödel, Oscar Wilde, Sartre, Tintoretto, Wagner o Edith Stein. A todos, aunque a algunos me cueste, les escribo al Paraíso, esperando poder encontrarlos allí y conversar con ellos cuando muera, porque la misericordia de Dios nos haya llevado allí, tanto a ellos como a mí.

Os recomiendo su lectura. Está editado por la Biblioteca de Autores Cristianos.

13 de febrero de 2021

El capitalismo no xiste

Reconozco abiertamente y sin ambages que en el título de estas páginas he incurrido en leso delito de sensacionalismo de titulares, término que no se si está acuñado en el lenguaje periodístico pero que podemos ver todos los días en la prensa. Luego, el texto es otra cosa.

La idea original del título de estas líneas fue “El capitalismo no es un sistema económico”. Pero en seguida lo descarté por dos motivos: primero porque ya no era tan sensacionalista y, segundo, porque era mentira y no me compensaba falsear el título sin que fuese periodístico. Porque el capitalismo sí que es un sistema económico real. Tan real que, parafraseando a san Pablo, “en él vivimos, nos movemos y existimos”. Para bien o para mal (yo creo que en conjunto y con miles de puntualizaciones, para muy, muy, muy bien, pero eso es harina de otro costal). El título correcto debería haber sido: “El capitalismo es el único sistema económico que no es un experimento de ingeniería social”. Este título sí que refleja la tesis de estas líneas, pero se parece al título de una tesis doctoral –cosa que no es ni de lejos ni, por supuesto, pretende ser, ni hoy, ni nunca– y, ya se sabe, que los títulos de las tesis doctorales son impotables. Pero basta de rollos y vamos al grano.

Efectivamente, cualquier sistema económico, excepto el capitalismo, como luego veremos, es un experimento de ingeniería social. Alguien tiene una idea, que en principio puede ser hasta buena, de cómo debería estar organizada económicamente la sociedad y pretende diseñar un sistema económico que le dé esa organización. Generalmente, ese modelo de sistema económico es una reforma, más o menos profunda y más o menos revolucionaria, del capitalismo –no podría ser de otra manera porque es el único sistema económico que hay y que se pueda decir que funciona, mejor o peor–. Casi todos estos experimentos suponen una fuerte –o absoluta– intervención del estado en la economía. La historia de estos experimentos de ingeniería social es la historia de la economía. Muchos se han llevado a la práctica como, por ejemplo, el mercantilismo del siglo XVII –que, en contra de lo que su nombre pueda parecer indicar, era absolutamente estatalista, el Estado soy Yo, ya se sabe–, o el comunismo, o la socialdemocracia. El común denominador de todos ellos, salvo, al menos de momento, de la socialdemocracia, ha sido su fracaso, acompañado de miseria, abuso de poder y crímenes de lesa humanidad, casi todos perpetrados por el estado que lo soporta. Otros –algunos cargados de una buenísima voluntad, como el distributismo ideado por Chesterton y Belloc en los umbrales del siglo XX– se han quedado, afortunadamente, en el limbo de los justos sin que se les haya dado la oportunidad de generar las secuelas de miseria y la consecuente violencia que hubiesen generado de haberse implantado en el mundo real. Porque es casi una norma general que los experimentos de ingeniería social, incluso aquellos nacidos de la buena voluntad, acaban en miseria y terror.

No es este el caso del capitalismo. El capitalismo no es un sistema ideado por nadie. Es el fruto de una larga evolución simbiótica de la naturaleza del hombre con la búsqueda de la prosperidad personal individual, y, sí, digo individual. Evolución que arranca desde el momento que el primer ser humano decidió que era una buena cosa cambiar cosas que él tenía en exceso y a las que atribuía menor valor, por otras que tenía otro ser humano al que le pasaba exactamente al revés. Le sobraban cosas que a él le faltaban. Y se dieron cuenta de que cambiar libremente estas cosas por un valor de cambio, fijado por mutuo acuerdo, que supusiese una ventaja para ambos, era mucho más ventajoso que robárselo mediante la violencia. Y también se percataron de que cuanta mayor fuese la satisfacción recíproca con el cambio, más fácil sería repetir esa operación con millones de seres humanos aportando cada uno aquello que le sobraba, a cambio de lo que le faltaba pero les sobraba a otros. Sería demasiado largo –y probablemente no sabría hacerlo– explicar todo el proceso evolutivo simbiótico que llevó desde ese primer intercambio hasta el capitalismo de hoy. Pero es indudable que alguien con más conocimientos y tiempo que yo, sabría y podría hacerlo. Esa sí podría ser una buena tesis doctoral. Si ese alguien lo hiciese, es seguro que no contaría una historia exenta de violencia, de abusos y de obstáculos –mucha de ella y muchos de ellos ejercidos por los estados, aunque no sólo por ellos, por supuesto–, pero también es seguro que de esa historia se vería emerger una mayor prosperidad para un número creciente de individuos, a pesar de que cada uno buscase su prosperidad particular. Desde luego, la inmensa diferencia comparativa del momento inicial y del final de este proceso, no es racional ni empíricamente negable. No merece la pena dedicarle un segundo a ello.

De lo anterior pueden derivarse dos cosas.

La primera; la evidencia de la acción de la mano invisible, hecha famosa por Adam Smith aunque ni inventada ni nombrada por primera vez por él, pero sí muy bien expresada: “No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero por las que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”. Sin embargo, justo debajo de mi casa hay una panadería/pastelería que hace unos panes de 8 o 9 tipos distintos y miles de pasteles. Yo disfruto enormemente con muchos de ellos y con su variedad. Y, justo al lado, hay una carnicería en la que preparan por encargo un solomillo mechado que es para chuparse los dedos, además de un morcillo riquísimo por si me apetece tomar un buen cocido. Y, cuando voy a comprar, son amabilísimos conmigo. Sé que los puristas dirán: “utilitarismo puro, lo hacen porque les interesa”. ¡Toma claro! Hasta los puristas anti utilitaristas hacen una enorme cantidad de cosas buenas por su propio interés. ¿Acaso es eso malo? A mí no me lo parece. Sería un hipócrita si dijese que me lo parece. Pero, a pesar de esto, ni el panadero, ni el carnicero, ni el purista antiutilitarista, ni yo, hacemos lo que hacemos sólo por nuestro propio interés. Una parte, que no sabría definir cuanta, de nuestras motivaciones son porque nos gusta lo que hacemos en sí mismo, porque nos produce satisfacción y alegría ver que la gente está contenta con lo que le damos y por una enorme cantidad de cosas positivas –no es que el propio interés sea negativo– que nos hacen sentirnos bien humana, ética y hasta espiritualmente. Porque hacer un buen servicio es, en sí mismo, una cosa buena.

La segunda es que, naturalmente, en la naturaleza humana coexisten el trigo y la cizaña. El trigo es el afán de superación, el ingenio, la creatividad, la capacidad de asumir riesgos, la capacidad de trabajo productivo, etc., etc., etc. pero, sobre todo, la libertad humana, máximo regalo de Dios al ser humano. Regalo peligroso, es cierto, pero que Dios no quiere de ninguna forma revocar. A alguien le oí decir una vez que Dios no es un dictador, ni siquiera del Bien. La cizaña es el egoísmo, la avaricia, la soberbia, la pereza, la envidia, la lujuria, la ira, la gula. Todos los pecados capitales y alguno más. Por supuesto que, por eso, el propio interés puede degenerar en nuestro interior en avaricia y codicia. Y el capitalismo –la evolución simbiótica entre de la naturaleza del hombre con la búsqueda de la prosperidad individual– reflejará eso. Pero no es menos cierto que si mi panadero o mi carnicero, llevados por la avaricia, empezasen a hacer panes, pasteles, solomillos o morcillos malos, me perderían como cliente y, muy posiblemente, acabarían cerrando. Si se dejasen llevar por esa avaricia lo pagarían deteriorando su propia prosperidad. Y lo mismo se puede decir del empresario explotador de sus empleados. En una situación de pleno empleo –o, incluso aunque no lo haya– verán cómo se le van sus mejores empleados. Pero, como veremos más adelante, el capitalismo, siempre, siempre genera pleno empleo. Sí, como suena. La culpa de que el pleno empleo sea casi una entelequia es de un experimento de ingeniería social que todavía está en marcha y que se llama socialdemocracia. Pero luego hablaré de eso. Ciertamente, hay gente tan tonta que no se da cuenta de que su avaricia es su ruina y sigue dejándose llevar por ella, aunque esto destruya su negocio. Lo pagará con su prosperidad. Su eliminación no será inmediata, pero sí inexorable. Y este proceso coevolutivo es histórico, no instantáneo. Pero se ha ido produciendo siempre, de forma continua. Incluso en la época del inicio de la revolución industrial, en la que se habla de la existencia de un “capitalismo salvaje”. Ese capitalismo calificado de salvaje, creaba unas condiciones de vida mejores que lo que había antes: hambrunas, muertes de inanición cada vez que había una mala cosecha, sujeción a las inclemencias del tiempo y miseria, muchísima miseria. La gente no emigraba del campo a la ciudad y permanecía en ella por la fuerza de un experimento de ingeniería social, como sí intentó hacer el stalinismo. Lo hacía en busca de la oportunidad de una vida mejor. Durísima, pero mejor que lo que dejaba atrás. Lo que ocurre es que la miseria, de estar oculta, dispersa y privada, pasó a estar visible, reunida y pública. Pero no era mayor, sino menor. Hasta el propio Marx sabía esto. Marx jamás dijo que la revolución industrial crease pobreza. Lo que dijo es que creaba las condiciones para que la revolución comunista fuese posible. Y, ¡vaya si intentó explotar esas condiciones! Y su batalla ideológica ha triunfado en la cabeza de muchas personas del siglo XXI, pese al fracaso estrepitoso y sangriento de su experimento. Recuerdo un cuento que leí de niño en el que un lobo, a base de disfrazarse de cordero para comerse a esos animalitos, acaba mimetizándose tanto con ellos que termina por convertirse en cordero. Ni más ni menos que esto es lo que pasa con los panaderos, carniceros y empresarios en general. El componente de virtud que siempre está mezclado en sus acciones, crecerá con el hábito de ejercerlo. Al fin y al cabo, ya desde Aristóteles se sabe que la virtud nace del hábito del bien. Insisto, no soy un ingenuo, esto no curre de la noche a la mañana y esa sustitución no se producirá al completo jamás, pero se está produciendo de forma inexorable. El capitalismo no fomenta la cizaña de la naturaleza humana, sino que poco a poco, con movimiento de glaciar, la transforma en trigo. No hay más que comparar la violencia de los países en los que el capitalismo no se ha podido desarrollar por culpa de la falta de seguridad jurídica creada por los tiranos que las gobiernan, con la de las sociedades capitalistas avanzadas. O ver la inmensa cantidad de dinero que particulares y empresas dedican a la beneficencia, a pesar de la tremenda carga de impuestos, a través de ONG’s, fundaciones y otras organizaciones benéficas. Es decir, el proceso coevolutivo es simbiótico. La naturaleza humana informa al capitalismo y éste mejora aquella. Por todo esto, el capitalismo es un espejo que nos presenta una imagen de nosotros mismos.

Y aquí empiezan los experimentos de ingeniería social. Suelen partir de dos graves errores.

El primero es la impaciencia. El “I want it all and I want it now”. Por supuesto que, en ese camino evolutivo, aún queda muchísimo por recorrer. Hay todavía mucha miseria, muchas lacras, muchas injusticias, muchas cosas que mejorar. Y la impaciencia está muy bien siempre que la encaucemos por el camino correcto. Esforcémonos en todo lo que esté en nuestra mano, con un corazón imbuido de caridad y amor fraterno, en mejorar lo que se pueda mejorar. Ejerzamos la virtud de un tipo de justicia que yo llamo generativa. Pero no achaquemos al capitalismo esas tareas pendientes, que están cada vez más cumplimentadas por él, aunque aún están muy incompletas.

El segundo es echar la culpa al espejo de las deformidades que nos presenta, asumiendo que esas deformidades están en él en vez de estar en la naturaleza humana o, dicho de otra manera, en nuestros corazones. La primera ingeniería social empieza por nuestro corazón. Cambiemos el nuestro en primer lugar y apoyemos a, y colaboremos con, todas las organizaciones que pretenden cambiar ese corazón. En este sentido, creo firmemente que la Iglesia Católica es la institución que más hace y trabaja por producir ese cambio, aunque todavía está muy lejos de conseguirlo. Evangelicemos, extendamos el amor de Cristo. Creo que la Doctrina Social de la Iglesia debería ser –y lo es– una enseñanza que, a tiempo y a destiempo, nos instase a ese cambio. Pero no debería sumarse a los que piden que se quite las deformidades en el espejo. Cosa que, por desgracia, también hace.

Así pues, ojo con las llamadas “terceras vías”. Las que tienen buena voluntad son –las de mala voluntad no sé lo que son– experimentos de ingeniería social que pretenden ir más deprisa que lo que pueda cambiar el corazón del hombre. La mayoría de ellas no pasarán nunca de ser un buen deseo. O no tan bueno. Pero ninguna de las que se han intentado ha tenido éxito. La cogestión yugoeslava, el supuesto experimento aperturista de Rumanía, etc., etc., etc. Todos fracasos estrepitosos. Hay, sin embargo, dos experimentos de ingeniería social en marcha de los que se pudiera pensar que pueden triunfar. Uno es el capitalismo de estado comunista chino. El otro es, arrancando desde la orilla del capitalismo, la socialdemocracia. Vamos a dedicarles unas líneas.

Me exaspera el babeo de tanta gente con China. Aparentemente, China está consiguiendo un éxito económico notable. Pero sólo aparentemente. El tejido social y empresarial chino es lamentable. La explotación, la injusticia, el atropello de los derechos humanos, la falta de libertad. Y mucho me temo que este modelo comunista también petará. Lo que, sin duda, tendrá consecuencias trágicas para la humanidad. Pero es muy difícil, si no imposible copiar un sistema que en su desarrollo evolutivo ha tenido la libertad como condición sine qua non, sobre la base de la dictadura de partido. Tarde o temprano, las tensiones internas romperán este “equilibrio” que no es tal. O las masas chinas se rebelarán con éxito o el Partido Comunista Chino las aplastará. A menudo oigo decir que el pueblo chino está acostumbrado a la sumisión desde hace milenios. Es cierto que siempre a estado brutalmente sometido, pero no lo es menos que la libertad es un anhelo de la naturaleza humana profundísimamente arraigada en el alma. Y, por otro lado, tampoco conviene olvidar que de las diez guerras más sangrientas de la humanidad, cinco han sido guerras civiles Chinas. Por otro lado, tampoco conviene ser ingenuos. El comunismo chino, como todo comunismo, odia el capitalismo con toda su alma y aspira, como siempre ha dicho el comunismo, a implantar el paraíso comunista en todo el mundo. Me temo que Occidente está alimentando a Leviatán. Sinceramente, espero equivocarme o, si no lo hago, que el resultado sea que las masas chinas acaben con el comunismo y no que éste las aplaste.

La socialdemocracia es otro de los babeos de millones de personas, muchas de ellas cargadas de buena voluntad. Debajo de la socialdemocracia subyace la idea de que un conjunto de políticos, a los que de momento, y título únicamente metodológico, les voy a conceder la mejor voluntad del mundo, creen que van a poder arreglar lo que piensan que son “imperfecciones del mercado”. No quiero entrar en estas páginas en el tema de si existen o no imperfecciones en el mercado. Otra vez, a título puramente metodológico, aceptaré que sí. Pero, dicho esto, hay muchas preguntas que uno puede, y debe, hacerse. Ahí van algunas de ellas ¿Las imperfecciones que los políticos creen ver, son las auténticas imperfecciones? ¿Sabrán arreglarlas? ¿Al intentar arreglar una imperfección, no estarán creando otras mayores? ¿Cuánto dinero costará arreglarlas y quién lo pagará? Las tres primeras preguntas se responden con rotundos monosílabos. No, no y sí. La cuarta es fácil de responder aunque no sea con un monosílabo. Costará mucho, costará cada vez más a medida que se creen nuevas imperfecciones y la pagarán los ciudadanos con sus impuestos. Pero quizá lo más grave de todo sea que a los probos políticos no les costarán un euro de su bolsillo los errores que cometan. Además, cuanto mayor sea el presupuesto que maneje el probo político para “arreglar” supuestas imperfecciones, mayor será su importancia y su poder. Más podrá hacer que venga gente a hacerle la pelota para que arregle las “imperfecciones” que le afectan. Es divertido ganar importancia y poder con el dinero ajeno del que nadie te pide cuentas. Es divertido y es, además, un fuerte incentivo para ver más imperfecciones y para crear otras nuevas. Y si uno es hábil se crea amigos concretos y reales “arreglándoles” sus “imperfecciones” y los que salen perdiendo con el arreglo son anónimos y dispersos. El poder de meter dinero en el bolsillo de quien lo puede agradecer a base de sacárselo a los que no pueden hacer nada ni por ni contra el probo político (salvo darle o quitarle el voto, pero esa es una de las formas de agradecimiento, tal vez la menos inconfesable, que busca el probo político. Hay otras formas de agradecimiento menos confesables) es un incentivo muy fuerte para la corrupción como para resistirlo. Y esto es sobre la hipótesis de la buena voluntad del probo político. No creo que haga falta insistir que si el político no es tan probo o está movido por factores ideológicos más que de buen administrador, la cosa se pone mucho más fea. Y a fe que hay muchos de esos políticos. Y, así, la socialdemocracia va hinchando el globo de gastos y apretando cada vez más las tuercas de los que generan riqueza y prosperidad, haciendo que los movimientos y actividades de éstos vayan siendo cada vez más arduos. Es como si nos pusieran a nadar en una piscina llena de miel. Puede que disfrutásemos el sabor, pero no avanzaríamos mucho acabaríamos agotados. Pero el político de turno no se preocupa porque en el fondo de su corazón cree que el sistema lo aguanta todo. Y los gastos del estado crecen meteóricamente impulsados por los perversos incentivos. Y los impuestos, los déficits y la deuda públicos siguen con la lengua fuera al crecimiento de los gastos. Existe una organización, la Fundación Civismo que calcula cuál es el día de la liberación fiscal. Ese día es el día en el que un ciudadano medio empieza a trabajar para sí mismo en vez depara el estado. En España, en 2019, ese día fue el 178 del año, es decir, el 27 de Julio. Hasta ese día, en 2019, el español medio trabajo para el estado. A continuación pongo un link a la página web de esta fundación:

https://civismo.org/es/dia-de-la-liberacion-fiscal-2019/

De cada euro de coste que tiene para un empresario el pago de un sueldo, entre Seguridad Social, IRPF, IVA y otros impuestos, lo que le queda al trabajador medio para llegar a fin de mes es más o menos la mitad. Con una situación así, echar la culpa de los sueldos mileuristas y del paro al capitalismo, es una burla. La culpa la tiene, sin lugar a dudas, la imparablemente abusiva socialdemocracia. 

Una de las más sangrantes muestras de ese sacar el dinero del bolsillo de unos para meterlo en el de otros es el que se produce con la burda manipulación de los tipos de interés por parte de la inmensa mayoría de los Bancos Centrales, con el BCE al frente. El mantenimiento artificial de esos bajos tipos mete la mano en el bolsillo de los ahorradores, tales como quien tiene un fondo de pensiones para ahorrar para su jubilación. Es imposible que saquen una rentabilidad medianamente satisfactoria para sus ahorros sin incurrir en riesgos que no debería asumir. Y ese dinero que saca del bolsillo de los ahorradores, ¿a dónde va a parar? A todo aquél que se endeuda pero, muy en espacial al estado, sobre todo a los estados que más gastan y más déficits y deuda pública acumulan[1]. A eso es a lo que se llama redistribución de la renta y esa es la benéfica vigilancia con la que el estado arregla los “errores” del mercado. Y suma y sigue. No parece que los vientos vayan a favor de una moderación del gasto público. Siempre hay problemas que el pobre probo político tiene que arreglar para que no se implante la “tiranía de los mercados” que, como todo el mundo sabe, son despiadados. Antes he hablado de que en el capitalismo no habría paro. Y es una verdad como un templo. Si el 100% (o al menos el 80%) del dinero que le cuesta a una empresa contratar a una persona acabase en el bolsillo de esa persona y si, además, los salarios pudiesen bajar, como pasa con el precio de cualquier producto, jamás habría paro y, además, todo el mundo ganaría más. ¿Hay mejor redistribución de la renta que la ausencia de paro? Mejor quitarles el dinero a los probos políticos que a los empresarios que crean riqueza o a los trabajadores que se afanan en llegar a fin de mes con su sueldo. ¡Me digo yo!

¿Sería tan difícil tener un estado que recaudase dinero sólo para mantener sus funciones vitales, legislar poco y rectamente, administrar justicia, mantener el orden, defender al país y hacer que nadie se quedase sin educación, o salud o capacidad de ahorro para el futuro por ser pobre de verdad? El estado pagaría, sólo para estas personas, sus gastos de salud en hospitales gestionados por empresas eficientes, satisfaciendo la cuota de un buen seguro médico, pagaría la educación de los hijos en un colegio o universidad privados y aportaría la cuota de un razonable fondo de pensiones. En un estado así, el día de la liberación fiscal podría situarse en Marzo. ¿No sería fantástico? Con lo que va de Marzo a Julio, yo, que no estoy entre aquellos a los que el estado me tuviese que pagar algo, me lo pagaría encantado de mi bolsillo. De hecho, parte del dinero que gano para mí a partir de Julio, lo empleo de todas maneras en un seguro médico (una pasta gansa a mis 70 años), en un fondo de pensiones (ya, con 70 años, no) y en mandar a mis hijos (más bien mis hijos a sus hijos) a un colegio que les guste. O sea que me veo obligado a pagar las cosas dos veces. ¿Es un estado delgado una utopía? No. Es perfectamente posible, aunque sea totalmente imposible desde un punto de vista político. Ya se ha encargado el pensamiento socialdemócrata de crear las barreras ideológicas que lo impidan. Pero sigamos ciegos nuestro camino socialdemócrata, a ver cuánto tarda en fracasar, con nefastas consecuencias, este experimento de ingeniería social.

Creo que me he desviado un poco del tema para ilustrar por qué cualquier experimento de ingeniería social –socialdemocracia incluida– para “mejorar” el sistema de evolución simbiótica que es el capitalismo tiene todas las papeletas para ser, como ha sido todos los que se han implantado durante suficiente tiempo, un estrepitoso fracaso. Sin embargo, me queda un tema que no quiero que se me quede en el tintero. Desde el principio de estas páginas he querido dejar claro que el capitalismo tiene los fallos que le contagia la parte negativa de la naturaleza humana. Pero creo haber también mostrado que no es el sistema el que tiene la culpa de ello. ¿De quien es entonces la culpa? Como católico que soy, lo tengo bastante claro: de la naturaleza caída del hombre por el pecado original. Pero no basta con decir eso. La naturaleza humana caída, en su intento de hacer creer al ser humano que es un dios, ha desarrollado, desde hace varios siglos una corriente filosófica, cuyo camino tampoco voy a trazar aquí, que ha llevado a la negación de la existencia de la verdad o, al menos, a la renuncia de la inteligencia a encontrarla, aunque sea parcialmente y, de ahí al relativismo moral que es la fuente de la inmensa mayoría de los vicios humanos que ensucian simbióticamente al capitalismo. Por lo tanto, Dios nos libre de los buscadores de terceras vías o de mejoras del capitalismo en base a experimentos de ingeniería social. Centrémonos en purificar nuestros corazones y en tratar de enseñar a otros con el ejemplo el camino de esa purificación y en desenmascarar la perversa corriente filosófica que nos ha llevado al relativismo moral más terrible. Y en ese camino, busquemos la ayuda del Creador y de Jesucristo a través de la Iglesia y sus sacramentos. Pero, ¡por ese mismo Dios!, que la Doctrina Social de la Iglesia se afane en esto y no en apoyar la intervención del estado en la economía o de empujar a los cristianos a la creencia de la perversión de los mercados. Sé que esta Doctrina habla también del principio de subsidiariedad del estado y de la bondad, con reparos, de los mercados. Pero cuando se sale de la vía de la conversión de los corazones, se mueve en un terreno de una ambigüedad tal, que confunde más que aclara con sus vacilaciones. Cambiemos nosotros y el espejo del capitalismo nos devolverá la visión de ese cambio.



[1] Nuestros insignes gobernantes han tenido hace unos días la desfachatez de pedir al BCE que condone la deuda que le debe el estado español. ¿Qué pensarán los estados menos despilfarradores como el alemán o el holandés?