2 de agosto de 2021

El evangelio escondido de Matajj 5: La cena

CAPÍTULO II 

LA CENA

Esa noche cenó en mi casa. Invité a todos mis amigos, lo más despreciable de la población de Cafarnaum y sus alrededores. Putas, chulos, sodomitas y, como no, cobradores de impuestos con sus guardaespaldas. Muchos no quisieron venir. ¿Para qué? –decían– ¿para que nos anatemice y nos amenace con la cólera de su Dios? Mejor nos dedicamos a nuestros asuntos. De nada sirvió que les hablase de cómo me miró, de la ternura con que me dijo y repitió la única palabra que me dirigió: “sígueme”. Sólo obtuve burlas y risas. Varias veces, a lo largo de mi nueva vida, he visto a los que ese día se negaron a venir a mi casa y siempre he vuelto a pedirles que fuesen a conocerle. Con poquísimas excepciones siempre me he encontrado con el rencor reconcentrado, con el odio. Un odio distinto al de los fariseos. El odio de quien ha perdido la gran oportunidad de su vida pero su orgullo y su soberbia le impiden reconocerlo y, más aún pensar que si lo piden pueden volver a tenerla. Otros me escucharon y en sus ojos pude leer una inmensa nostalgia de amor mezclada con un cierto miedo de asumir el riesgo de ponerse ante él. Algunos sucumbieron a ese miedo y se quedaron en sus casas. Pero otros lo vencieron y vinieron. Esa noche, los invitados serían unos quince. Todo estaba listo, pero él no llegaba. A una distancia prudente de mi puerta, para no contaminarse, montaba guardia un piquete de fariseos ansiosos de cogerle en sus redes sorprendiéndole viniendo a cenar conmigo. Pasaba el tiempo y él no llegaba. Casi la mitad de mis amigos se fueron, defraudados.

- Un profeta viniendo a casa de un recaudador de impuestos a cenar con una panda de indeseables. ¡Qué idiotez! –me decían–. ¿Cómo hemos podido ser tan ingenuos?

Y se iban sin saludarme, con una mueca de desprecio.

Pasó una buena parte de la noche y cantó el gallo. Cuando ya las velas estaban a punto de apagarse, se oyó un tumulto en la calle. Los pocos fariseos que quedaban de guardia, empezaron a gritar

- ¡Impuros! –gritaban–, ¡impuros!

La palabra “impuro” hacía que me hirviese la sangre. Salí a la calle, junto al umbral de mi puerta, presa de la más violenta agitación, y pude ver la escena. Él no venía en el grupo. Venían sus amigos solos, como en avanzadilla, con la cabeza baja, avergonzados de tener que verse insultados por venir a cenar con alguien que a ellos les parecía tan despreciable como a los fariseos. Al darse cuenta de que Jesús no venía y de la vergüenza de sus amigos, los fariseos se acercaron a ellos y les insultaban con mayor ímpetu.

- Mirad –decían entre insulto e insulto–, manda a sus discípulos, pero él no se atreve a venir.

Simón levantó la vista del suelo y, con más fuerza en la voz que convicción en el espíritu, dijo:

- Él vendrá.

- Vendrá, vendrá, ¿cuándo vendrá? ¿Cuándo las puertas estén cerradas y todo el mundo se haya ido a dormir? –se burlaban.

- Antes –dijo lacónicamente Simón sin convicción, mientras volvía a bajar la vista.

- ¿Antes? ¿Cuánto antes, cuando se hayan apagado del todo las velas?

- El pábilo vacilante no se apagará antes de que él venga –dijo Simón, esta vez con una firmeza en la voz que parecía profética, como si Isaías hablase por su boca.

- ¿Sí?, pues entonces, si viene, tendrá que explicarnos por qué cena con publicanos, esos recaudadores de impuestos vendidos a los romanos y toda esa chusma de pecadores. Y no creemos que le sea fácil –y al decir esto, me miraron, amenazantes desde la distancia, y escupieron en el suelo.

Si esto hubiera pasado tan sólo unas horas antes, me hubiese ido hacia ellos y hubiesen salido por piernas como otras veces. Pero había algo que me impedía actuar así. Algo que era nuevo para mí y que me sentía incapaz de entender. Mis comensales, que se habían ido acercando, me miraban sorprendidos, como si no entendiesen mi pasividad. Tuve, como un relámpago, rápida y exigente, la tentación de demostrarles que yo era el mismo de siempre, que seguía siendo tan implacable y brutal como les tenía acostumbrados. Durante un instante la vista se me tiñó de rojo, como siempre que la ira estaba a punto de dominarme, pero esa fuerza que había nacido en mí, resistió.

En ese momento, Jesús dobló la esquina y apareció ante el grupo. Había oído perfectamente el diálogo entre Simón y los fariseos y, por supuesto, la frase final. Les miró fijamente y quedaron como petrificados, como si hubiesen quedado paralizados por el terror. Sin embargo, la voz sonó suave.

- No necesitan médico los sanos, sino los enfermos.

Silencio. Jesús no mantuvo la distancia, sino que se acercó hasta casi tocarles y les dijo, mirándoles fijamente, pero como si les estuviese pidiendo un favor.

- Entended lo que significa; misericordia quiero y no sacrificios –en clara alusión al profeta Oseas.

Y luego apartó de ellos la vista y la clavó en mí. Parecía como si sus ojos me mirasen desde una infinita distancia. Y me habló directamente al corazón.

- Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.

Extrañas palabras que se clavaron en mi alma. La palabra pecador parecía tener en su boca un sentido distinto del que salía de la de los fariseos. No era una palabra escupida, sino expectante, como si su vida dependiese de la respuesta de los pecadores a esa llamada que había venido a hacerles. Antes de que me diese cuenta, ya estaba en el umbral y me dijo, poniéndome una mano en el hombro:

- Paz a esta casa.

Esas palabras me sacaron de mis reflexiones. Me atreví a darle el ósculo de la paz, que él, no sólo no rechazó, sino que acompañó con un abrazo. Fui corriendo a por una jofaina para lavarle las manos, pero no quiso hacerlo. Mis ocho amigos que se habían quedado en casa, ya le rodeaban. Algunos también habían oído la conversación con los fariseos. Nos miró a todos a los ojos y dijo:

- ¿Por qué ese vacío ritual del lavado de manos? Lo que entra por la boca no mancha al hombre, lo que sale por la boca es lo que le mancha. Porque viene del corazón y de allí viene lo que mancha. Porque del corazón vienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios y las injurias.

Si habíamos pensado que su anhelo por los pecadores era una aceptación del pecado, nos acababa de dejar bien claro que no era así. El pecado era un mal que él había venido a sanar, no a tolerar. Nos sentimos un poco avergonzados, porque todos nos veíamos reflejados en esas palabras. Pero su tono no era acusador, sino soñador. Se diría que soñaba en un mundo en el que esos pecados no existiesen, como si pensase; “ojalá se conviertan a mí para que yo pueda sanarles, bañarles en el bálsamo que cura todas las llagas”. Era como si, sin pronunciar estas palabras, sus ojos las proclamasen y nuestras retinas se hubiesen convertido en improvisados oídos.

Entró en mi casa. Sus ojos miraban con aprobación todo. Por la tarde yo había quitado todo aquello que creía que podía herir su sensibilidad.

- Tienes una casa muy bonita, Leví –me dijo mientras movía la cabeza de un rincón a otro.

No parecía, de ninguna manera, reprocharme los métodos por los que había llegado a tenerla. Pero después de una breve pausa, me preguntó, esta vez mirándome a los ojos:

- ¿Eres feliz en ella?

No era una pregunta para ser respondida. De hecho siguió adelante sin esperar respuesta. Me adelanté y entramos en el comedor. Durante todo el día me había afanado por presentar un banquete de manjares deliciosos no prohibidos por la ley de Moisés, para no escandalizar al maestro. Había también vino de Creta, el mejor que tenía en mis bodegas. Pero, tal vez precisamente por eso estaba inquieto. ¿Le parecería mal al maestro tanto lujo? Aunque sabía que los fariseos, y más aún los saduceos, no hacían ascos a una comida suculenta, siempre que no hubiese alimentos impuros, no me imaginaba a Juan, el que bautizaba en el Jordán, comiendo espléndidamente. ¿Cómo reaccionaría Jesús ante este despliegue culinario? Yo lo había hecho con mi mejor intención, para honrar al maestro, pero... Jesús se paró nada más entrar. Miró con admiración la ricamente ornamentada mesa con sus platos magníficamente presentados en bandejas bajo las que ardían velas para mantenerlos calientes.

- ¿Has preparado todo esto para mí?

Su voz sonaba llena de asombro e incredulidad. No era un tono fingido. Verdaderamente, reflejaba una sincera sorpresa, como la de alguien que piensa que le van a recibir con una frugal comida porque su presencia no merece más.

- No sabes cómo te lo agradezco, todo parece delicioso. ¿Dónde te parece que me siente?

Otra vez, su actitud parecía denotar que el sitio que esperaba que se le asignase era el de la esquina, alejado de la cabecera, en el rincón más discreto. Cuando le ofrecí el sitio central, se limitó a decir, con una afabilidad totalmente espontánea:

- Gracias, Leví, por tanta atención.

Inmediatamente, Simón, Jacob, Andrés y Juan se abalanzaron a sentarse a derecha e  izquierda y enfrente de su maestro. Pero bastó que él los mirase para que se quedaran quietos.

- Me parece, Pedro –fue la primera vez que oí al maestro llamarle así y recuerdo que me extrañó–, que deberíais dejar que nuestro anfitrión y sus amigos se sentasen lo más cerca posible de mí. A fin de cuentas, vosotros estáis siempre conmigo y lo que pueda decir o hacer ya os resulta familiar. Dejad que nuestros nuevos amigos puedan estar cerca de mí.

Sin una protesta, pero lanzándome una mirada que me pareció torva, Simón y sus amigos se fueron al extremo de la mesa. Más tarde me enteré de que todos ellos habían estado presionando al maestro para que no viniera. “Cómo vamos a ir a casa de esa gentuza –decían. Nos roban el fruto de nuestro honesto trabajo y nos llevan al borde de la indigencia. Todo para que ellos puedan vivir a cuerpo de rey y los romanos nos sojuzquen bajo sus águilas”. Al ver que se hacía tarde, creyeron haber logrado su intento de disuadirle. Por eso, cuando Jesús dijo: Vamos a casa de Leví, que ya ha cantado el gallo y deben estar a punto de apagarse las velas, se sintieron molestos, casi enfadados con su maestro.

Nos sentamos y Jesús saboreó todos los platos que le fui presentando mientras paladeaba el dulce sabor del vino de Creta. Con algunos de ellos hacía gestos de aprobación e, incluso, pedía un poco más de éste o aquél. El ambiente, que al principio era tenso entre mis amigos y el maestro, se fue distendiendo poco a poco con la ayuda del vino. Sólo los discípulos de Jesús parecían estar a disgusto. Apenas comían, no probaron el vino y lo miraban todo con aire de profunda desaprobación.

Ya a los postres, uno de mis amigos, el más atrevido, se dirigió a Jesús.

- Rabbí, ¿por qué estás cenando con nosotros? No sé qué persigues, pero esto te traerá problemas con los fariseos y puede que los ecos de esta cena lleguen a Ierushalom, hasta los oídos del mismísimo Sanedrín. ¿Qué quieres de nosotros?

- Quiero encontraros –le respondió Jesús con sencillez.

- ¿Encontrarnos? Ya nos has encontrado, aquí estamos.

- No, estáis perdidos. Perdidos en los laberintos de vuestros pecados. Y yo no quiero echaros fuera, al desierto, y dejar que el lobo os devore. Sois como ovejas sin pastor y yo quiero ser vuestro pastor. Vosotros sois las ovejas perdidas de Israel. “Vosotros sois mis ovejas, las ovejas que yo apaciento...”

Se calló, dejando la frase en suspenso, como si no quisiese terminarla, como si quisiera que otro la acabase por él. Me miró a los ojos y yo recordé. Recordé mi adolescencia en la que aprendí la Torah de memoria y completé, hablando con gran lentitud...

- ... y yo soy vuestro Dios. Oráculo de Elohim. Ezequiel, 15,31”.

Se hizo un profundo silencio. Si no lo desmentía categóricamente, eso era hacerse como Dios. Era sacrilegio. Si una cena con nosotros podía ser contraproducente para su carrera de profeta, esta conversación podría ser causa de muerte si llegase a saberse. Al menos para los dos que habíamos construido la frase, él y yo. Él no dijo nada. Ni acepto, ni negó. Sólo nos miró, de uno en uno, a todos. Nosotros estábamos estupefactos de lo que acabábamos de oír y yo de lo que acababa de decir.

- Yo reprendo y castigo a los que amo –dijo con una voz que desmentía el contenido de lo que decía–. Animaos, pues, y cambiad de conducta. Mirad que estoy llamando a vuestra puerta. Si alguno oye mi voz y abre, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.

Todos estábamos increíblemente impactados. Nadie, desde hacía muchos años, nos había hablado así. Con esa mezcla de exigencia y amor. Nadie nos había dicho que podíamos cambiar, que no estábamos eternamente condenados a ser la hez de la sociedad, que él estaría con nosotros para ayudarnos. Nadie nos había hablado con tan bellas palabras, al menos después de que tiempos muy lejanos nos pareciesen perdidos para siempre. Era como si, por primera vez en muchísimos años, alguien nos abriera la puerta de una prisión y nos invitase a la libertad. Los únicos que parecían incómodos, como si estuviesen celosos, eran sus discípulos. De ser los amigos del maestro, habían sido relegados a segundo plano. Como si no existiesen. Sólo el joven Juan parecía haberse quedado como hipnotizado por las últimas palabras de Jesús, como si estuviese grabándolas en su memoria por si algún día tuviese que repetirlas. Entonces ocurrió.

Sus labios se abrieron y comenzó un relato. Fue el relato más maravilloso que nunca hubieran oído nuestros oídos. Cuando Pedro contó a Marcos los hechos del maestro, estaba obsesionado por no ceder a sensiblerías que pudiesen dar pie a que la figura de Jesús se mitificase, dejase de ser la de un hombre de carne y hueso para convertirse en una leyenda. Yo, en mi recuento, tampoco me atreví a ir mucho más allá. Sólo Lucas, el griego, más dado, por su cultura, a los relatos coloristas, más letrado que nosotros, se atrevió a contarlo. Él, que no lo oyó más que de nuestros labios. Doy gracias a Dios todos los días por su atrevimiento. Hubiese sido una lástima que esta historia de amor se hubiese perdido para la posteridad. Solo Dios, y su Hijo, Jesucristo, saben el bien que puede hacer a tantos hombres de todos los tiempos.

- Un hombre tenía dos hijos...

No voy a contar aquí el relato del hijo pródigo. Ya está escrito por Lucas, el griego. Sólo diré cómo, a todos los que estábamos allí, menos a sus discípulos, se nos escapaban profundos sollozos de alegría al llegar el momento del encuentro del hijo con el padre. Todos se habían visto reflejados en el hijo pródigo, en su miseria que le impedía comer hasta las bellotas de los cerdos. Todos menos yo. Yo sentía algo más terrible. Pensaba en lo distinta que podía haber sido mi vida si mi padre se hubiese parecido, aunque sólo fuese remotamente al del relato. A nosotros no nos faltaban bienes materiales pero nos faltaba algo mucho más importante. Nos faltaba amor. Aunque todos teníamos a nuestras espaldas historias difíciles que sólo intuíamos unos de otros, pues jamás nos hacíamos confidencias, yo estaba convencido de que la mía era más terrible que las de los demás. Y allí estaba el padre del hijo pródigo para presentarnos a nuestro Dios como un padre que sólo espera que hagamos un amago de volver a Él para abrazarnos con ese infinito amor del que nosotros no teníamos más que la nostalgia. Por los rostros de todos los que estábamos allí, gente endurecida por la vida, cobradores de impuestos, matones, putas, chulos, sodomitas, rodaban las lágrimas como caen los copos de nieve sobre un campo sucio, dejándolo vestido de pureza. A mí, se me vinieron a la cabeza todos los pasajes de la Torah en los que YeHoVaH se presenta como un padre lleno de amor. Habían estado allí siempre, pero tan escondidos entre pasajes de cólera y castigo, que parecían sepultados para nosotros. Sin embargo, ¡era tan fácil! Yo reprendo y castigo a los que amo, nos acababa de decir uno que, sin decirlo, y ayudado por mí, se había identificado como Dios. Y estaba cenando con nosotros, sólo porque nosotros habíamos querido cenar con él. Fue entonces cuando tuve la visión. Se me vino a la cabeza la fórmula de bendición que Moisés había prescrito a Aarón para bendecir a los israelitas.

Que Elohim te bendiga y te guarde;

que Elohim haga brillar su rostro sobre ti

y te conceda su favor;

que Elohim te muestre su rostro

y te dé la paz.

Siempre me había intrigado ese pasaje. Sabía de memoria los innumerables pasajes de la Torah en los que se hablaba del rostro de Dios. Me extrañaba que un Dios que prohibía terminantemente hacerse imágenes de él, hablase tanto de su rostro. Es cierto que también había otros pasajes en los que se hablaba del brazo –de la diestra– de Elohim, pero era una manera simbólica de hablar de su poder. O al menos a mí me lo parecía. Sin embargo, cuando la Escritura hablaba del rostro de YeHoVaH, no tenía la sensación de que lo hiciese de forma simbólica. Más bien, algo dentro de mí me decía que la Escritura hablaba de un rostro real que un día sería mostrado al mundo. Y Dios sabe de qué forma, en una época de mi vida ya lejana, anhelé con toda mi alma ver ese rostro. Y en ese momento, supe que lo estaba viendo. Que ese hombre que estaba delante de mí era Dios. Que su rostro, exigente pero lleno de paz, de amor y de ternura, era el rostro de Dios. Que su palabra era la palabra de Dios. Vi salir de su rostro una luz que bañaba todas las cosas con un nuevo resplandor. Como si la luz de las velas ya no fuese necesaria.

Pero ya estábamos llegando al final del relato. Cuando hizo su aparición el hermano mayor, con su mezcla de envidia, vanidad e hipocresía, su mirada se fijó en sus discípulos. Parecía decirles: Vosotros no seáis así. Si no habéis llegado a ser como ellos, no es gracias a vosotros, sino a la misericordia de Dios. Pero también vosotros estáis enfermos, también vosotros sois pecadores, también vosotros necesitáis ser sanados. Por eso yo os he llamado también a vosotros. Sed misericordiosos con ellos como Dios es misericordioso con vosotros. Sus palabras y su mirada debieron tocar alguna fibra profunda del corazón de Simón porque se levantó, vino hacia mí, me abrazó con fuerza y con una voz entrecortada por la emoción, me dijo:

- Leví, Leví, hermano, hermano.

Todo el mundo se levantó de su sitio y se acercaban unos a otros a abrazarse y se decían: “Paz, paz, hermano”. Hablamos y hablamos hasta que empezó a amanecer. Los primeros resplandores lejanos del alba se dibujaban pálidamente en el horizonte cuando nos despedimos. Dije a mis guardaespaldas que se fuesen a su casa. Todos se fueron yendo y me quedé solo. Había sido un día largo y lleno de emociones. Tenía que digerir todo, pero no sabía cómo. Pasé un buen rato pensativo. Mi pensamiento se dirigió a Jesús y le dijo: “Rabbí, enséñame lo que debo hacer”. Me di cuenta entonces de que todas las velas de la casa estaban encendidas, que ni una sola se había consumido. Elohim –pensé–, deberían haberse apagado hace horas. Entonces recordé que en la conversación, Jesús había dicho algo acerca de un campo con un tesoro fabuloso enterrado en él. El que lo encontraba no dudaba en vender todo lo que poseía, comprar el campo y disfrutar del tesoro. Lo vi claro. Me levanté. Era ya casi de día. Salí de casa y me fui al juez de la ciudad. Preso de la impaciencia, le desperté, le saqué de la cama y le dije que dispusiese de toda mi casa. Que vendiese hasta mi última pertenencia. Después que cogiese el dinero, indemnizase generosamente a todos mis sirvientes y con el resto dispusiese lo necesario para que hiciese el mayor bien posible a la mayor cantidad de gente posible. Firmé todo lo que me dijo que firmase. Se quedó asombrado, pero era un hombre honrado, inteligente y temeroso de Dios, por lo que estoy seguro de que lo hizo extraordinariamente bien. No obstante, en medio de su asombro, me preguntó qué demonios me pasaba.

- He encontrado un tesoro y ya no necesito nada de todo lo que antes me ataba –le respondí.

Seguro que no entendió nada, pero yo ya me había ido. Llegué a la casa de Simón, donde sabía que se alojaba el maestro. La calle estaba desierta. Al llegar, me quedé parado. De repente, la escena de contarle lo que había hecho a ese desconocido al que había visto ayer por primera vez en mi vida, me pareció ridícula. Es posible que se riese de mí. Cualquier persona sensata lo haría. Antes de llamar a la puerta me planteé volver al juez, contarle todo y pedirle que rompiese el contrato que acababa de firmar. Era un buen hombre y seguro que lo entendería. Entonces vi la mirada del maestro. La decisión era firme. Me acerqué a la puerta y levanté la mano para llamar con decisión. Pero antes de que diese el primer golpe, la puerta se abrió. Allí estaba Jesús, sonriéndome.

- Hola Leví. Te estaba esperando –me dijo–. Desde ahora te llamarás Mattaj, que quiere decir “don de Dios”. Porque tú serás un don de Dios para todos los pecadores de todos los tiempos. A través de ti muchos sentirán la llamada del amor de Dios, encontrarán el camino para salir de la prisión de sus pecados y vendrán a mí para que yo los sane.

Así, yo llegué a saber el porqué de mi cambio de nombre, antes de que Pedro supiese la razón del suyo.

- Amén, amén –dije–. Y entré en la casa.