25 de febrero de 2022

Sobre el Bien Común

Soy entusiasta del Bien Común. ¿Cómo podría no serlo? No creo que haya una sola persona de buena voluntad que no lo sea. Mi problema radica en que no sé muy bien qué es el bien común, más allá de una noción muy vaga y genérica del mismo. Y sin una definición clara y operativa del Bien Común, el concepto corre un grave peligro de ser mal aplicado en la práctica y degenerar, con buena o mala voluntad, en buenismo común. Y el deslizamiento del Bien Común hacia el buenismo común degenera muy fácil, si no inexorablemente, incluso con buena voluntad, en mal común. ¡Y qué decir si su manipulación de produce de la mano de la mala voluntad! Podría desgranar ejemplos de cómo esa degeneración ha llevado al mal común, pero excedería el propósito de estas notas. Por eso, he buscado durante años una definición operativa del Bien Común. Pero no he sido capaz de encontrarla.

Por supuesto que no afirmo que esta definición no exista, pero sí que mis esfuerzos para encontrarla han resultado estériles. La mejor definición que he encontrado es la que hace de él el Concilio Vaticano II en su documento Gaudium et Spes. Dice así:

El bien común es el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección.

Es una definición magnífica desde el punto de vista conceptual, pero poco o nada operativa. ¿Cuál es ese conjunto de condiciones y cómo se crean? ¡He ahí la cuestión! He pensado mucho acerca de cómo dar respuesta estas dos preguntas y, a falta de respuestas definitivas, creo que he conseguido algo que tal vez, sólo tal vez, pueda ser una aproximación a esas respuestas. Intentaré exponer lo más claramente posible mis reflexiones.

Creo que la realización práctica del Bien Común es, elusiva y emergente. Aclaro que entiendo por elusiva y emergente, y para ello tendré que hacer un paralelismo con otro concepto que es también elusivo y emergente: la felicidad.

Por elusiva entiendo que es algo que cuanto más se busque por sí misma, menos se encuentra. Es lo que ocurre con la felicidad. Si uno se empeña en ser feliz a base de voluntarismo, muy probablemente, no solo no alcance la felicidad, sino que se aleje de ella. La felicidad no se encuentra buscándola en sí misma, sino que emerge –y aquí viene la segunda idea de la emergencia– de forma espontánea, casi inadvertidamente, aunque no inexorablemente, si se dan unas condiciones de necesidad. A partir de ahora, dejando de lado el ejemplo que he traído a colación de la felicidad para ilustrar la idea de elusividad, me centraré en cuáles son esas condiciones de necesidad para que emerja el Bien Común.

La primera de esas condiciones, en lo que se refiere al Bien Común pertenece al fuero interno de las personas que forman la sociedad. Es necesaria una conciencia y comportamiento moral personal basados en la ley natural. Y esta conciencia y comportamiento deben estar lo suficientemente generalizados como para poder considerarse colectivos. Esta primera condición está gravemente obstaculizada por el pensamiento posmoderno que niega de plano la existencia de esta ley natural y ha implantado en la cultura general un relativismo moral incompatible con el Bien Común. Por tanto, una importantísima contribución al Bien Común consiste en ser agentes –minoría creativa– que promuevan esa vuelta a los principios de una razón enraizada en un sano realismo, en el que se basa la ley natural. Restaurar una sana antropología que dé lugar a una cosmovisión basada en la verdad sobre el ser humano, su relación con sus semejantes, con el mundo y con Dios[1]. En esto, como Universidad, tenemos una importantísima labor que realizar. Es una labor –como todas las que se refieren al fuero interno– lenta, callada y progresiva cuyos frutos no seremos capaces de ver pero que no por ello son menos ciertos.

La segunda condición de necesidad –ésta ya de fuero externo– es la existencia de unas leyes, en el menor número posible, claras, lo más estables posible, que obliguen a todos por igual a su cumplimiento, y que se apliquen equitativamente, basadas en esa ley natural de la que hablaba más arriba, que sean la salvaguarda de los comportamientos personales acordes con dicha ley natural. Unas leyes que se deriven del principio básico de justicia, que no es otro que dar a cada uno lo suyo. Unas leyes que, en definitiva, generen seguridad jurídica. Creo, aun siendo lego en Derecho, que esta condición lleva al Estado de Derecho, uno de los más grandes logros de la humanidad. Pero no cualquier Estado de Derecho vale como condición de necesidad. No, desde luego, uno basado únicamente en el iuspositivismo, sino que debe ser fruto de un ordenamiento jurídico basado en criterios iusnaturalistas. Pero un ordenamiento jurídico así, necesita como base la primera de las condiciones de necesidad enunciada más arriba. Es decir, sería como una segunda construcción sobre el cimiento de la anterior condición. También en esta segunda condición, como Universidad y como Facultad de Derecho, Empresa y Gobierno, tenemos mucho que aportar. Pero es importante darse cuenta, como acabo de decir, de que esta condición es posible sólo en la medida en que se dé la primera.

Las dos primeras condiciones de necesidad creo que son aplicables a cualquiera de los multiformes aspectos que puede tomar el Bien Común. Esta tercera se centra en el aspecto más económico del Bien Común. Entendiendo por economía la satisfacción de las necesidades materiales del ser humano. No conviene caer en el pietismo de despreciar el papel de estas necesidades en el logro de su propia perfección. Admito sin dudar que estas necesidades no sean las más importantes, pero defiendo con ardor que sin ellas, no se pueden alcanzar otras más altas. A esta tercera condición, por formar parte de mi esfera de conocimiento, no por su importancia, le voy a dedicar una extensión mucho mayor que a las dos primeras. Esta tercera condición de necesidad sería la existencia de un sistema económico y de un tejido empresarial basado en tres rasgos distintivos de la naturaleza humana. No son más que tres rasgos de entre los muchos que configuran la naturaleza humana, pero entiendo que son los tres rasgos que inciden en el sistema económico de esta tercera condición de necesidad. Es difícil de definir el orden de estos tres rasgos, ya que los tres son tremendamente interdependientes entre ellos. Así que los iré enumerando y procuraré establecer las debidas conexiones de interdependencia entre ellos.

El primer rasgo sería la libertad. El hombre es un ser dotado de libertad. Sin embargo, ésta no es omnímoda. No es una libertad de. Libertad de hacer todo lo que se quiera. Es una libertad para. En algún sitio que no recuerdo leí que la libertad era el supremo privilegio del ser humano de poder elegir el bien y evitar el mal. Por tanto, la libertad que requiere el sistema económico que supone la tercera condición de necesidad, es una libertad ética. Una libertad limitada por la propia ley natural de fuero interno –es decir, por una conciencia rectamente formada–, primera de las condiciones de necesidad. Y esta conciencia debería estar defendida, si fuera necesario, por las leyes de las que se ha hablado más arriba y que son la segunda condición de necesidad. Dentro de esta libertad se encuentra, por supuesto, el derecho a la propiedad privada –que es un derecho natural– y de hacer con ella el uso que libremente se le quiera dar –consumir de una u otra forma, ahorrar, invertir, etc.–. Más adelante, cuando se hayan visto los otros dos rasgos en los que se debe basar el sistema económico que constituye la tercera condición de necesidad, hablaré de la conveniencia o no de otras restricciones a la libertad aparte de las anteriormente expresadas.

El segundo rasgo sería el afán de superación, que va unido a la voluntad. Afán de mejorar la propia situación y la del resto de las personas que forman la sociedad, empezando por las más próximas: la familia. El hombre es, por esencia, un ser incompleto y vulnerable. Esa incompletitud y vulnerabilidad le lleva a querer superarse. Está en su naturaleza. Y es imprescindible que tenga libertad para ello. Nadie le puede decir en qué dirección y con qué medios debe luchar para conseguir esa superación. Las leyes justas deben favorecer que todo el mundo pueda, si pone el esfuerzo y la voluntad necesarios en juego, aprovechar las mismas oportunidades. La igualdad de oportunidades no debe anular el esfuerzo y la voluntad, sino posibilitar que, usando estas facultades, y en la medida en que se quieran usar, todo el mundo pueda aprovechar las mismas oportunidades. Ese afán de superación puede tener una inmensa cantidad de facetas, pero llevado al terreno empresarial, se llama ánimo de lucro. Las actividades que se emprendan para lograr esa superación (a partir de aquí llamaré a esas actividades empresas) tienen que ser rentables y generar beneficio. Esto es cierto también para las empresas, mal llamadas, sin ánimo de lucro, que también tienen que generar beneficio tanto para sostenerse como para llevar a más gente su misión. Pero el beneficio, en una sociedad libre con igualdad de oportunidades, es la diferencia resultante de lo que vale para la sociedad lo que hacen las empresas y lo que vale para la misma sociedad los recursos de cualquier tipo que utiliza. Y si la sociedad es libre e igualitaria en oportunidades, será la competencia la que ponga límite a ese beneficio. La mejor manera, con todos los errores que se quiera, de definir el valor de lo que la empresa hace y de los medios utilizados es el libre mercado. No sostengo que el libre mercado sea perfecto ni que no engendre a veces errores. Sostengo, eso sí, que, incluso llevados por la mejor de las voluntades, los intentos de corregir esos errores, reales o supuestos, por el estado u otros organismos con poder ejecutivo, degeneran en males mayores que los errores que se pretendían corregir. Ni que decir tiene lo que pasa si esa buena voluntad no existe o, peor aún, si el móvil son los intereses inconfesables de determinadas minorías entre las que, por supuesto, están los políticos que dirigen y gestionan el poder ejecutivo y legislativo del estado. Podría poner múltiples ejemplos de errores tremendos al intentar “arreglar” los fallos del mercado mediante el voluntarismo político. Más adelante, cuando hable de la regulación, comentaré más sobre esto. Por supuesto, este afán de superación, este afán de lucro, puede llegar a ser un apetito desordenado y llevar al egoísmo y la avaricia. Toda capacidad humana conlleva el riesgo de degenerar en apetito desordenado, pero el que ese riesgo exista no hace mala, en modo alguno, esa capacidad. Los pecados capitales, todos, no son otra cosa que apetitos desordenados de cosas de suyo buenas.

El tercer rasgo es la inteligencia, que también puede verse como ingenio y creatividad. Es indudable que el hombre está dotado de inteligencia. Y es necesario dejar que sea esa inteligencia la que dirija, con libertad, ese afán de superación. Esa inteligencia, ingenio y creatividad, impulsadas por al afán de superación, son las que mejor pueden desarrollar empresas rentables que busquen satisfacer necesidades insatisfechas de los seres humanos, facilitándoles así ese afán de superación. Ese ingenio es como el agua, que es capaz, si se la deja fluir, de encontrar los caminos para llegar al mar. El ingenio humano ha buscado, busca y seguirá buscando necesidades no satisfechas de los seres humanos, las encontrará y encontrará también la forma más eficiente de satisfacerlas. Y, así como el beneficio es un concepto meramente económico, estas necesidades pueden ser de todo tipo: materiales, culturales, humanistas, espirituales y hasta religiosas. No quiero dejar de citar aquí, en apoyo del ingenio humano y la propiedad privada, las palabras de León XIII en la Encíclica que inauguró la moderna Doctrina Social de la Iglesia:

“… quitado el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos, necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas, y esa igualdad con que sueñan no sería ciertamente otra cosa que una general situación, por igual miserable y abyecta, de todos los hombres sin excepción alguna. De todo lo cual se sigue claramente que debe rechazarse de plano esa fantasía del socialismo de reducir a común la propiedad privada, pues que daña a esos mismos a quienes se pretende socorrer, repugna a los derechos naturales de los individuos y perturba las funciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto, cuando se plantea el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha de tener como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de conservarse inviolable”. (Rerum Novarum nº 11).

Ahora bien, la empresa más importante para todo ser humano es su propia vida. Por lo tanto, si el sistema económico descrito se apoya en la creación de empresas basadas en esos tres rasgos humanos, estas empresas deben fomentar, en la medida de lo posible, que las personas que trabajan en ellas puedan utilizar estos tres mismos rasgos humanos en su trabajo. ¿Cómo? Primero: fomentando la libertad para emprender a través del emprendimiento interno (intrapreneurship) y externo (spinoff´s) de sus empleados. Segundo: fomentando que busquen libremente con su ingenio y apliquen con su voluntad, nuevas formas de realizar su trabajo con mayor eficiencia. Y (un Y que no pretende ser conclusivo) tercero: facilitándoles el desarrollo y el ascenso profesional. Porque las personas, al igual que las empresas, también tienen este sano ánimo de lucro, de superación. Uno de los medios más eficaces para ese desarrollo y ascenso profesional es la formación. Esta formación no tiene por qué tener únicamente el carácter de formación reglada a través de cursos y otras actividades similares. Es mucho más importante la formación en el día a día. Éste ofrece miles de pequeñas oportunidades para que las personas que trabajan unidas se formen unas a otras compartiendo sus hallazgos e ideas desarrollados según se describe en el segundo punto de este párrafo. Y, para terminar este apartado, lo haré con un medio negativo. Prescindir drástica y ejemplarmente de las personas corrosivas, por muy eficientes que sean profesionalmente. Una empresa así, sin la más mínima duda, atraerá el talento y pondrá en marcha una espiral virtuosa que haga que la empresa no sea un juego suma 0, sino un juego ganar-ganar en donde la maximización del beneficio de la empresa lleve a la maximización del desarrollo de sus empleados, lo que forma parte de la definición del Bien Común con el que empezaban estas páginas. Por supuesto, no existen empresas que encarnen al cien por cien este desideratum. Pero sí las hay, yo conozco algunas, que lo intentan con máximo empeño.

Desde luego, la inteligencia humana puede errar y lo hace con frecuencia. Pero cuando la inteligencia de los que inician o dirigen una empresa se equivoca, los dueños de esta empresa lo sienten en su propio bolsillo y se ocuparán, por la cuenta que les trae, de enmendar ese fallo o error. No ocurre lo mismo cuando esas empresas –en el sentido amplio del término– usan pólvora del rey, o sea, dinero público.

Aquí podrían acabar estas líneas. Pero dado que aún me quedan por hacer algunas aclaraciones que considero importantes, me alargo un poco más para hablar, dentro de la tercera condición de necesidad, de regulación e intervención en los mercados por parte de los poderes públicos, así como del estado del bienestar y los impuestos.

Es importante distinguir entre intervención en y regulación de, los mercados. Considero intervención a todas aquellas medidas tomadas por poderes públicos con capacidad ejecutiva, que actúen de forma directa o indirecta sobre la fijación de precios por parte de los mercados. Por forma indirecta entiendo mediante la limitación o inflación de la oferta o la demanda de un bien a través de la limitación o la obligatoriedad del uso de la propiedad de los particulares para producirlo, siempre que este bien no esté expresamente prohibido por las leyes a las que se ha hecho mención anteriormente –pienso, por ejemplo, en las drogas–. Esa limitación o inflación puede ser, no sólo por prohibición, sino por gravamen de impuestos o la concesión de subvenciones al uso de la propiedad para un determinado fin. Este tipo de prácticas intervencionistas, a menudo generadas por el buenismo común, tienen casi siempre el efecto de sacar dinero del bolsillo de unos para meterlo en el de otros dando pie a prácticas corruptas y tráfico de favores y son, por tanto, contraproducentes para el Bien Común. Especial mención en este campo merece la manipulación en la creación de dinero por parte de los organismos públicos, alterando de forma generalizada el sistema de global de precios –creando inflación– y muy en particular el precio del dinero, es decir, los tipos de interés.

La regulación es, en cambio, la creación de unas normas que pretenden, sin intervenir en los mercados, mejorar su funcionamiento. La frontera entre intervención y regulación dista mucho de ser nítida. Sin embargo, una cierta regulación puede ser, y de hecho es, necesaria. Lo que ocurre es que, los poderes públicos, en su afán de intervenir en todos los aspectos de muchos mercados y de la vida humana en general, acaban por crear una selva normativa, muchas veces contradictoria, en la que a menudo es imposible actuar sin incumplir alguna en un sentido u otro. Ya dice el refrán que “en el comer y en el rascar, todo es empezar”. Y al comer y al rascar se le puede añadir el crear normas por parte de funcionarios que ven en su creación y vigilancia una justificación a su existencia y un crecimiento en el número de personas dedicadas a ello. Este buenismo común regulatorio, cuando es inadecuado o excesivo, puede llegar a crear una parálisis en el sistema económico que sea perjudicial para el Bien Común. Hay, sin embargo, un tipo de regulación que, bien ejecutada, es altamente beneficiosa. Es aquella que regula que los mercados libres funcionen, realmente, como mercados libres. Se trataría de evitar en lo posible el abuso y la asimetría de la información, la creación de cotos privados para acceder a un mercado, la creación por parte de particulares o grupos de presión sociales o económicos de las mismas limitaciones o inflaciones que suponían el intervencionismo público, etc. Ese tipo de regulación es imprescindible para que emerja el Bien Común del sistema económico que representa su tercera condición de necesidad.

En cuanto a los impuestos, cuando éstos son excesivos, son como arena entre los engranajes de un mecanismo, que deterioran su funcionamiento pudiendo llegar a griparlo. Vuelvo a citar palabras de León XIII en su la encíclica antes comentada:

“Sin embargo, estas ventajas no podrán obtenerse sino con la condición de que la propiedad privada no se vea absorbida por la dureza de los tributos e impuestos. El derecho de poseer bienes en privado no ha sido dado por la ley, sino por la naturaleza, y, por tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y compaginarlo con el bien común. Procedería, por consigueinte, de una manera injusta e inhumana si exigiera de los bienes privados más de lo que es justo bajo razón de tributos”. (Rerum Novarum nº 33. Subrayado y negrita son míos).

Huelga decir que en 1891, cuando se escribió la encíclica Rerum Novarum, los impuestos eran inconmensurablemente más bajos que ahora. Probablemente, cuando León XIII pensaba en lo que podría ser “la dureza de los tributos e impuestos” o cuál podría ser la cantidad justa que no hiciese “injusta e inhumana” la carga de los tributos, estaría pensando en tipos impositivos enormemente menores de los que ahora tenemos. Pero las sociedades actuales se han visto impulsadas a estas cargas tributarias, a todas luces abusivas, por culpa del buenismo común llamado “estado del bienestar”. Por supuesto que los ciudadanos tenemos que sostener con nuestros impuestos un estado que cumpla con las funciones que le son inherentes. A saber: crear las leyes justas y hacerlas cumplir, administrar la justicia, desarrollar las funciones de gobierno, proveer al mantenimiento del orden público y la defensa del estado y proveer para que nadie se pueda quedar sin una educación adecuada o un cuidado sanitario, u otros servicios básicos, porque no tenga dinero para pagarlo. También un estado sano debería velar y aportar para que los ciudadanos con bajos ingresos pudiesen ahorrar ellos mismos para su jubilación y para que los ciudadanos que se encuentren en el paro puedan subvenir a sus necesidades básicas mientras buscan trabajo activamente. Un estado así, sin duda, no sería excesivamente gravoso y se podría mantener sin recurrir a cargas impositivas “injustas e inhumanas”. Pero el buenismo común nos ha metido en la rueda de mantener un estado del bienestar elefanteásico en continuo crecimiento, como un agujero negro, que requiere para su mantenimiento unos impuestos a todas luces excesivos que ralentizan la economía, crean paro y merman los ingresos de los ciudadanos. Y a este monstruo no le basta para financiarse con unos impuestos razonables. Requiere, además, el recurso creciente a la deuda, traspasando la carga del supuesto bienestar de hoy a las siguientes generaciones. Pero, para que el estado pueda atender al servicio de esta deuda, es necesario intervenir en los mercados de dinero para mantener artificialmente unos tipos de interés bajos y un cierto grado de inflación para que esa deuda sea más fácil de devolver. Cierto que se pretende mantener esta inflación en unos estrechos límites. Pero como le ocurre al aprendiz de brujo, la inflación siempre se acaba saliendo de esos estrechos límites, acabando por crear un mayor mal. Además, de esta forma se incentiva el consumo excesivo, el también excesivo endeudamiento privado y empresarial y se penaliza el ahorro. Es decir, este buenismo común nos lleva a una espiral viciosa descendente –en vez de virtuosa– que crea burbujas explosivas pueden llevar a cualquier parte, menos al Bien Común.

Quisiera acabar citando de nuevo a dos Papas. Y los cito, no por acabar con un cultismo, sino porque las frases que señalo, junto con otras muchas de la DSI[2] que sería largo citar aquí, han sido para mí ideas seminales en mi proceso de reflexión sobre el Bien Común. Y, como consecuencia, también resumen magistralmente lo dicho en estas páginas. El primero es, otra vez, León XIII en la encíclica antes mencionada:

“Así, pues, los que gobiernan deber cooperar, primeramente y en términos generales, con toda la fuerza de las leyes e instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que éste es el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes. Ahora bien: lo que más contribuye a la prosperidad de las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las familias, la observancia de la religión y de la justicia, las moderadas cargas públicas y su equitativa distribución, los progresos de la industria y del comercio, la floreciente agricultura y otros factores de esta índole, si quedan, los cuales, cuanto con mayor afán son impulsados, tanto mejor y más felizmente permitirán vivir a los ciudadanos. […] Y cuanto mayor fuere la abundancia de medios procedentes de esta general providencia, tanto menor será la necesidad de probar caminos nuevos para el bienestar de los obreros”. (Rerum Novarum nº 23. Negrita y subrayado míos).

El segundo Papa que quiero citar es Juan Pablo II en su última encíclica social; “Centesimus Annus”, escrita para celebrar, precisamente, los cien años de la Rerum Novarum. Tras analizar, en el capítulo lacónicamente titulado “1989”, el trágico fracaso del comunismo, en el siguiente capítulo, “La propiedad privada y el destino universal de los bienes”, se pregunta:

“Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?

La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa”. (Centesimun annus nº 42).

Parece obvio que el sistema económico que se preconiza aquí como tercera condición de necesidad para el Bien Común, es la primera de las definiciones que hace Juan Pablo II del capitalismo, ya que la primera y segunda condición de necesidad eliminan la posibilidad de que aquí se esté planteando una definición de capitalismo como de la segunda parte de la cita del Papa. Pero es que no conozco a nadie con dos dedos de frente que defienda esa segunda definición de capitalismo.

Termino, ahora sí, con una última y breve reflexión. Las condiciones de necesidad que se expresan en estas páginas están muy lejos de darse, cualquiera de las tres, en el mundo actual. Ni se admite la premisa de una ley natural ni, por tanto, el sistema jurídico actual se adhiere a ella, ni se acepta que un sistema económico como el descrito sea bueno para el Bien Común. Antes bien, se clama por un creciente intervencionismo del estado atribuyendo a éste el papel providente de un dios. La idea posmoderna del hombre deconstruido evita una sana cosmovisión y el marxismo, derrotado en la realidad, ha triunfado subrepticiamente en las mentes de la mayoría de las personas tiñendo el pensamiento económico dominante con infinidad de matices de esta ideología. Sin embargo, esto no debe desanimarnos. Como Universidad, y en especial como Facultad de Derecho, Empresa y Gobierno, tenemos la obligación moral de luchar con las armas de la razón por restaurar –o instaurar– esas tres condiciones de necesidad del Bien Común en la sociedad en la que vivimos. Pero el proceso es largo y, probablemente, ninguno de nosotros veremos su culminación. Tenemos pues, que ser conscientes, sin sombra de desánimo, de que estamos plantando árboles para que, tal vez, den fruto y sombra a las siguientes generaciones. No encuentro misión más noble e ilusionante que ésta.



[1] Aplico la idea de cosmovisión que se desprende del siguiente texto de Alexis de Tocqueville en su obra “La democracia en América”. “No hay casi acción humana, por particular que se la suponga, que no nazca de una idea muy general que los hombres han concebido de Dios, de sus relaciones con el género humano, de la naturaleza de su alma y de sus deberes hacia sus semejantes. No se puede evitar que esas ideas sean la fuente común de donde surge todo lo demás. Por tanto, los hombres tienen un interés inmenso en concebir ideas muy firmes sobre Dios, su alma, sus deberes generales hacia su creador y sus semejantes, porque la duda sobre esos puntos dejaría al azar todas sus acciones y las condenaría, en cierto modo, al desorden y a la impotencia. Es esa la materia en la que resulta más importante que cada uno de nosotros tenga ideas sólidas y en la que, desgraciadamente, resulta muy difícil que cada uno, dejado a sí mismo y con el sólo esfuerzo de su razón, llegue a fijar sus ideas”.

[2] Mi opinión sobre la DSI es tan ambigua como la propia DSI. Porque ésta tiene partes que buscan la formación de la recta conciencia del hombre en su comportamiento económico, lo que entra de lleno en el magisterio de la Iglesia, pero tiene otras en las que emite juicios sobre sobre los sistemas económicos y en particular sobre el sistema de libre mercado. Y estas secciones, además salirse de lo que considero el magisterio petrino, adolecen de una ambigüedad en la que parece que juega un papel importante el miedo a ser criticada por la izquierda por mantener posturas demasiado próximas a la economía de libre mercado y para evitarlo, se dedica a dar una de cal y otra de arena. Sería largo explicitar aquí mi perspectiva sobre la DSI.

20 de febrero de 2022

El Evangelio escondido de Mattaj 16: Capítulo 13; Curaciones y enseñanzas

CAPÍTULO XIII

CURACIONES Y ENSEÑANZAS

- Estuvimos fuera de Cafarnaum unos cuarenta días –siguió contándome Juan–. Cuarenta días de una intensidad difícil de narrar brevemente. Salimos y era ya el atardecer. Miramos a Jesús como pidiéndole que esperásemos a la mañana siguiente para partir. Pero el parecía tener prisa por salir y nos dijo:

- Id vosotros delante siguiendo el valle. Yo voy a orar a la montaña. Mañana os alcanzaré.

 No nos dijo dónde ni cuándo nos alcanzaría, si le debíamos esperar o no. Dio media vuelta y comenzó a subir a buen paso una de las colinas que rodean el lago. Nosotros estábamos perplejos. ¿Por qué no podía rezar en la casa y salir al día siguiente al rayar el alba? ¿No perderíamos el mismo tiempo esperándole por la mañana, en no sabíamos dónde, que quedándonos en la casa? Pero no dijimos nada. Echamos a andar, atravesando el barrio alto del pueblo con paso cansino. Algunos de los que se habían quedado a comer con nosotros nos seguían, pero otros se fueron y contaron a todo el pueblo el portento que había ocurrido con Noemí, cómo Jesús había curado a la suegra de Simón. Al pasar entre las calles altas de Cafarnaum, se nos iban uniendo un número creciente de enfermos que salían de las callejuelas laterales. Muchas de las familias del poblado que tenían algún enfermo, fuese del tipo que fuese, nos seguían, llevándolos como mejor podían. Había lunáticos, sordos, mudos, ciegos, cojos, paralíticos en camilla y muchas personas más. Formábamos una comitiva lastimosa. Nosotros íbamos delante y detrás nos seguía toda la procesión de las desgracias. Instintivamente aceleramos el paso y poco a poco los íbamos dejando atrás. Ellos nos llamaban con voz quejumbrosa: “En nombre del Altísimo, no nos abandonéis. Llevadnos hasta vuestro maestro para que nos cure con el poder del Todopoderoso”. A medida que nos adelantábamos –seguía contándome Juan–, sus quejas se iban perdiendo en la distancia, hasta que dejaron de oírse. De repente, Tadeo se paró en seco.

- ¿Creéis que Jesús les dejaría abandonados? –nos preguntó–. Yo, que le conozco desde niño, os aseguro que no. Volvamos a por ellos.

- Nos quedamos parados, dudando –siguió Pedro–. A decir verdad, yo seguí andando. Para mí, lo más importante era volver a ver a Jesús. Era como si me faltase el aire. Lo demás carecía de importancia, incluidos todos los enfermos que se nos querían unir. Andrés y Matías, los de Qumrán, se sumaron inmediatamente a Tadeo. Unos segundos después se les unieron Jacob, Juan y Tomás. Después, todos volvieron sobre nuestros pasos. Yo di media vuelta y los seguí. Pero aprendí la lección. Jesús no era sólo para nosotros. Nos lo acababa de decir hacía escasamente una hora y ya se me había olvidado: “No he venido a quedarme aquí quieto, sino a llevar la palabra de Dios y su reino a todos los hombres”. Cuando llegamos otra vez donde estaban los enfermos que nos seguían y sus familiares, les pedí perdón en nombre de todos por haber actuado de forma distinta a lo que hubiese querido nuestro maestro. Algunos se habían vuelto atrás pensando que les habíamos abandonado, pero la mayoría habían seguido, impulsados sólo por la confianza en lo que les habían contado los que habían visto a Noemí curada. Salí corriendo camino abajo para recoger a los que se habían dado la vuelta y los alcancé. No me fue difícil convencerlos de que volvieran sobre sus pasos otra vez y los llevé con el resto. Sólo un ciego se negó en redondo a volver, a pesar de que me ofrecí a hacerle de lazarillo. A partir de ese momento, nuestra marcha fue lenta y penosa, porque íbamos ayudando a todos a avanzar. El alba nos sorprendió, sin haber dejado de andar en toda la noche, no muy lejos de Cafarnaum. Seguimos avanzando y, ya bastante entrado el día, cuando empezábamos a impacientarnos y a pensar dónde y cómo encontraríamos a Jesús, dimos con él de manos a boca al doblar un recodo del camino que transcurría entre peñascos.

- Paz con vosotros –se limitó a decirnos con una sonrisa.

- Nos quedamos de piedra –siguió Tomás, tomando la palabra.

- ¿Cómo has llegado hasta aquí, antes que nosotros, cuándo nos has adelantado? –le dije.

- He estado en oración toda la noche y al rayar el alba he venido por el monte. Veo que mi oración ha dado fruto –nos contestó, mirando a los enfermos, como la cosa más natural del mundo, como si venir por el monte, lleno de espinos, piedras, cercados, subidas y bajadas y hacer en esas condiciones en tres horas el recorrido que nosotros habíamos hecho en doce, aunque fuese lentamente, resultase lo más natural del mundo.

- No le preguntamos nada, pero estábamos mudos de asombro –continuó Pedro–. Haber llegado allí antes que nosotros por los montes, habiendo estado en oración hasta el amanecer, era sencillamente imposible. Además, parecía como si supiese de nuestra lucha interior por hacernos cargo de los enfermos. Estaba cubierto de sudor, con el rostro congestionado y el respirar jadeante, como quien acaba de hacer un enorme esfuerzo. Parecía agotado. Le miramos los pies y los tenía llenos de sangre que le caía desde las piernas, llenas de arañazos. También los pies, a pesar de las sandalias tenían cortes hechos por las piedras.

- Tienes las piernas heridas –le dije–. Déjame que te las cure.

- No Pedro –me dijo–, antes tengo que sanar yo a todos estos hijos de Dios que vienen con vosotros.

- Y diciendo esto se fue acercando a los enfermos –me decía Jacob–, abrazó durante unos minutos a cada uno de ellos y al final les decía:

- Tu fe te ha salvado, dale gracias a YaHVeH –pronunció el nombre del innombrable, YO SOY, no enmascarada cambiando las vocales por YeHoVaH, sino, tal cual, YO SOY, YaHVeH– por su misericordia para contigo.

- Todos quedaban curados y se abrazaban unos a otros y a sus familiares, llenos de alegría. Sólo cuando los hubo curado a todos se reclinó en una piedra. Se le veía presa del agotamiento. Casi inconsciente, dejó que los mismos a los que había curado le limpiasen los pies y le enjugasen el sudor del rostro con el agua que habían traído para beber por el camino. Pasado un rato, súbitamente recuperado, se puso en pie y dijo a los enfermos curados que le habían cuidado.

- Id por los pueblos y contad a todos las maravillas que Dios ha hecho con vosotros.

- Todos los enfermos curados y sus familias se fueron dando gracias a Dios y cantando himnos de alabanza al Altísimo. Esa tarde anduvimos un poco más –siguió Tadeo–, hasta que encontramos una pequeña y verde pradera en ligero declive, con un manantial de agua limpia en su parte alta, que formaba un arroyo que la atravesaba hacia el valle. Decidimos hacer noche allí. Era una noche con una media luna creciente, como media naranja de plata. La próxima luna llena sería la última del invierno. A pesar de ser todavía invierno, la temperatura era bastante agradable, de forma que extendimos nuestros mantos en el suelo para dormir sobre la hierba envueltos en ellos. Jesús nos dijo:

- Voy a orar –y se apartó de nosotros como un tiro de piedra.

Se puso de rodillas, apoyando los codos y la cabeza en una roca. Muchas veces habíamos rezado juntos en nuestra infancia –era Tadeo, su hermano, el que hablaba–. Él rezaba siempre con los salmos. Yo recordaba que siempre que lo hacía, se saltaba aquellas partes de esas oraciones en las que se pedían maldiciones y daños para los enemigos. A veces sustituía esos pasajes por oraciones de su cosecha que pedían el perdón para ellos y suplicaban a YeHoVaH que exterminase en ellos el pecado y lo sustituyese por la gracia. A veces cambiaba la palabra enemigo por Satanás, dando a entender que él era el único enemigo al que no había que amar. Cuando rezábamos, lo hacíamos al unísono, ya que los dos nos sabíamos los salmos de memoria. Pero cuando él rezaba esos pasajes suyos, yo repetía sus frases. Él se callaba entre frase y frase para darme a mí tiempo para repetir. Ese anochecer me acerqué a él sigilosamente y oí que empezaba a recitar el salmo 23:

Elohim es mi pastor nada me falta,

en verdes praderas me hace reposar

me conduce hacia fuentes tranquilas

y repara mis fuerzas.

Por supuesto que me lo sabía de memoria y que lo había recitado cientos de veces con él. De la última vez, no haría más de unas lunas. Era, además uno de esos salmos en los que no hay ninguna imprecación para los enemigos, por lo que podría haberlo rezado íntegro al unísono con él. Pero había algo diferente en Jesús, algo que no había notado nunca. Él siempre había rezado los salmos con gran unción, pero ese día… no sé, nunca le había oído rezar así. La verdad es que nunca había oído rezar así a nadie. Me quedé como hipnotizado, sin poder recitarlo con él en voz alta. Como si fuese la primera vez que oía ese salmo, lo iba repitiendo mentalmente detrás de él, mientras le encontraba un sentido nuevo que nunca había sentido antes. Al acabar el salmo se calló. Se quedó quieto, en silencio. Yo seguía absorto. Me tumbé boca arriba con los brazos abiertos, como si quisiera abrazar el cielo. Notaba a mi alrededor, por todas partes, una presencia que entraba en mí en cada respiración, por cada poro, tanto desde el suelo, por mi espada como desde el cielo por mi pecho. Una presencia suave, en la que podía descansar, en la que se abandonaba todo mi ser como si flotase en ella. Era como si hubiese iniciado un viaje a las profundidades de mí mismo y como si allí hubiese encontrado una luz interior, suave e intensa de la que no conocía su existencia y que, al mismo tiempo, parecía transportarme más allá que de las pálidas estrellas que iban apareciendo en el cielo a pesar del resplandor de la luna creciente. Mi abrazo pretendía abarcar lo más íntimo de mi mismo y lo más profundo del firmamento. Perdí completamente el sentido del tiempo. Hasta la impresión de los sentidos se desvaneció. No estaba dormido. Mi mente estaba en un estado de lucidez como nunca antes había tenido. Pero no era atravesada por ideas. Las ideas requieren del tiempo para sucederse y yo estaba fuera del tiempo. Era más bien como si estuviese en un presente indefinido en el que todas las preguntas tuviesen sus respuestas, sin confundirse entre ellas y sin que ni unas ni otras fueran formuladas. También mi voluntad estaba anulada. No sé cuánto estuve así. De repente noté una mano sobre mi pecho. Abrí los ojos. Jesús estaba allí, sentado a mi lado, con las rodillas dobladas y juntas. Me sonreía. La rosada palidez del día se adivinaba ya en el horizonte. Tenía una sensación de plenitud total que no soy capaz de explicar.

- ¿Qué ha pasado? –le pregunté.

- ¿Has oído hablar del Espíritu de Elohim? –me contestó con otra pregunta sin darme una respuesta.

Pero la respuesta estaba clara, nítida –concluyó Tadeo sin decirnos en qué consistía esa claridad–. Jesús se levantó, me tendió la mano y me ayudó a levantarme.

- Todo ese día –siguió Tomás– lo pasamos plácidamente en esa pequeña pradera verde junto a la fuente de agua que brotaba en su borde. Habíamos llevado algunas provisiones desde Cafarnaum y al mediodía comimos de ellas. Pero al acercarse la tarde, me entró la impaciencia. ¿Íbamos a pasarnos allí mucho tiempo? ¿No íbamos a acercarnos a algún pueblo cercano a comprar más provisiones? ¿Sabíamos siquiera dónde había un pueblo cerca? Empezaba a atardecer cuando apareció el primer enfermo. Era un ciego que venía acompañado de un joven lazarillo y de uno de los curados el día anterior. Por su aspecto debía ser alguien importante. Traía una bolsa de higos y un odre de vino. El lazarillo dejó su carga en el suelo y puso al ciego frente a Jesús.

- Ya estás frente al maestro–le dijo.

El ciego extendió las manos y tocó el rostro de Jesús. Jesús, a su vez, tocó suavemente con las yemas de sus dos dedos pulgares los ojos abiertos y nublados del ciego. Se mantuvo así unos largos minutos. Por entre sus dedos y los párpados del ciego se escurrían gruesas y silenciosas lágrimas que rodaban mejillas abajo. Al cabo de ese tiempo apartó los dedos y los ojos, antes blanquecinos, aparecieron de un color castaño claro. El hombre empezó a mirar a su alrededor con los ojos abiertos como platos, posando la mirada en unas cosas y otras mientras las señalaba con asombro. Luego tomo las manos de Jesús entre las suyas y las besó. Primero con unción pero, poco a poco, de forma cada vez más acelerada. Después de un rato hizo ademán de postrarse ante Jesús pero él se lo impidió enérgicamente sujetándole por los hombros.

- Ve y proclama la misericordia y la grandeza de Elohim–le dijo.

- Así lo haré –dijo lacónicamente el que fue ciego.

- Dio media vuelta y se fue, seguido del que fuese su lazarillo, por el camino por el que había llegado –continuó Juan–. Fue como una señal de salida para el comienzo de una procesión de enfermos que empezaron a llegar a la pradera. Al principio venían de uno en uno y espaciados entre ellos, luego en pequeños grupos. Cada grupo estaba acompañado de uno de los curados del día anterior y traían consigo algún regalo, un queso, fruta, pan, algún pez, vino o una cazuela con algún guiso. Había enfermos de todo tipo. Otros no tenían ninguna enfermedad física, sino del espíritu. Como si no le preocupase el hecho de que se iban acumulando en la pradera, Jesús se tomaba con cada uno de ellos un tiempo para intercambiar unas palabras mientras los curaba. Esa tarde debieron llegar unos cincuenta o sesenta enfermos. Nosotros intentábamos mantener un cierto orden en el tráfico de los que se acumulaban queriendo tocar aunque fuese la túnica del maestro con la esperanza de quedar curados tan sólo con eso. A veces se producían riñas entre ellos, pero Jesús parecía ignorarlas, dejándonos a nosotros todo el servicio de orden, mientras él estaba absolutamente concentrado en cada enfermo, como si en el mundo no existiesen más que ellos dos. Así pasó todo el atardecer. Era ya noche cerrada cuando el último enfermo quedó curado. Cuando se fue, todos nosotros estábamos agotados, pero Jesús parecía exhausto. Estaba pálido, sudoroso y le temblaban las piernas como si hubiese hecho un esfuerzo sobrehumano. Parecía a punto de desmayarse. Nos sentamos sobre la hierba y cenamos abundantemente de lo que nos habían traído los enfermos bebiendo el agua del arroyo. Cuando terminamos nos dijo:

- Dormid, descansad esta noche, que son muchos los hijos de Dios atormentados por el pecado y mañana tendremos que atender a algunos.

- Todos se acomodaron en sus sitios, envueltos en sus mantos –siguió Tadeo–, todos menos yo, que no estaba tan cansado como el resto. Durante todo el día había sentido una energía interna que me impedía notar el cansancio. Al poco tiempo se oía la respiración acompasada de todos, mezclada a los ronquidos de algunos. Entonces Jesús se volvió a arrodillar ante la misma piedra de la noche anterior y empezó a orar de la misma manera. Yo intenté hacer también como la noche anterior, pero en ese momento se me vino encima, de golpe, un cansancio inmenso y me quedé profundamente dormido. Me desperté unos momentos antes del alba. Jesús estaba también profundamente dormido, tendido en su manto, entre todos los demás. Me senté junto a él y me puse a mirarle intensamente. Reflejaba en su semblante una paz un abandono como el de un niño. Al cabo de un rato, abrió los ojos y me miró.

- ¿Qué te ha pasado? –le pregunté–. No eres el mismo que hace unas semanas.

- Sí, sí soy el mismo –me contestó pensando cada palabra de lo que decía–, pero hace unos días no había llegado mi hora. Ahora ha llegado el momento de que se manifieste quién soy.

- Y, ¿quién eres?

- Soy Jesús de Nazareth. Un hombre, como tú.

- Hay en ti algo más, algo que antes no tenías, pero no sé lo que es. ¿Qué es?

- Lo que haya de más siempre ha estado ahí, aunque no se manifestase. Sea lo que sea, lo descubrirás tú mismo cuando llegué el momento.

Y luego, con voz potente, para despertarnos.

- ¡Arriba!, ¡poneos en pie! Nos esperan en otros sitios. Dejad a Noemí que se refresque en la fuente y después hacedlo vosotros. Luego, alcanzadme.

- Y diciendo esto tomó su manto, se lo echó sobre los hombros y echó a andar lentamente camino arriba doblando un recodo –retomo el relato Noemí–. Él tenía todavía el pelo húmedo que denotaba que no hacía más de una hora que había tomado su baño. Yo me levanté a toda prisa, me lavé en la fuente y fui tras él. Sólo entonces los hombres se acercaron a la fuente. Me apresuré para ver si lo alcanzaba y, al doblar el recodo me lo encontré de manos a boca. Me estaba esperando. Pretendí balbucear unas palabras de agradecimiento por lo del día anterior, pero no me lo permitió. Llevó un dedo a mis labios y me dijo.

- Haz el silencio dentro de ti. Busca allí mi presencia. Lo que tengas que decirme, dímelo allí.

Anduvimos un trecho lentamente, en un silencio suavemente sonoro, hasta que los hombres nos alcanzaron. Después seguimos caminando hasta el mediodía. Estaba el sol en lo alto cuando, al doblar un recodo, nos encontramos con un grupo de personas, más numeroso que el del día anterior, también formado por todo tipo de enfermos. Ignoro cómo se habían enterado, porque venían de los pueblos a los que nos dirigíamos. Probablemente alguien de Cafarnaum hubiese propagado la noticia por la región. No voy a contar lo que ya te han contado Tomás y Juan sobre las curaciones. Durante las siguientes dos semanas esa fue la pauta de cada día, a veces en el campo, a veces en los pueblos, cada día acudían a él enfermos en número mayor que el día anterior y el los curaba a todos. Pero en este segundo encuentro, como en todos los siguientes, antes de comenzar a sanar a los enfermos, se dirigió a todos diciéndoles:

- Se ha cumplido el plazo y está llegando el reino de Dios. Convertíos y creed la buena noticia. Elohim ha apiadado de su pueblo y le envía la salvación, el perdón de sus pecados y de todas sus traiciones.

Sólo entonces procedía a curarlos a todos.

Isaías reinterpretado, murmuré para mí mismo, sin que nadie me oyese.

- Eso se repitió durante catorce días –siguió Jacob–. El decimocuarto, casi al amanecer, llegó una muchedumbre mayor que la habitual. Cerca de allí había una colina, pequeña, aunque un poco más alta que las demás, que bajaba escalonadamente hasta el camino. Subió ágilmente a la cima. Todos los enfermos y sus acompañantes, entre los que había muchos que habían sido curados en días anteriores se acomodaron en toda la ladera.

Entonces me contaron el discurso que más tarde oí muchas veces de su boca pero que no por ello dejaba de asombrarme cada vez. Desde una colina Jesús proclamaba una nueva Ley que venía a corregir –a llevar a sus últimas consecuencias dijo él– la Ley dada por YeHoVaH a Moisés. Una humilde colina, en vez del imponente monte Sinaí en llamas, pero una Ley más importante que aquélla. Y mucho más incomprensible. Era el mundo al revés. Los débiles, los humildes, los pobres, los tristes, los oprimidos, los de limpia y transparente intención, los misericordiosos, esos, eran los bienaventurados, mientras que los fuertes, los opresores, los implacables, los soberbios, los llenos de segundas intenciones, eran los desgraciados. Cada frase de la enseñanza posterior venía precedida de un “habéis oído decir…” para ser inmediatamente puntualizada “… pero yo os digo”. Y en cada corrección la honestidad salía vencedora sobre la hipocresía, la misericordia sobre la dureza, el perdón sobre la venganza, la humildad sobre la soberbia, el amor sobre el odio. De repente, el Altísimo se hacía el Cercanísimo, el Dios tonante se hacía tierno, se podía tocar la paternidad de YeHoVaH. No voy a contar ahora el sermón de la montaña, porque lo conté con todo detalle en mi relato de mis días con Jesús, pero sí diré cómo a todos los que lo oían se les iluminaba la cara, se les humedecían los ojos. Todos intercambiaban sonrisas con todos, por todas partes se veían abrazos. Algunos se golpeaban el pecho, como si de repente, todos sus pecados se le hiciesen patentes, pero en sus rostros se leía la alegría de sentirse perdonados. A mí, cada vez que lo oí, todas las veces, porque lo repitió muchas veces, me pasaba lo mismo. Siempre me parecía nuevo. La experiencia del perdón me llegaba al fondo del alma. Ahora, cuando lo recuerdo, me sigue pasando, con la misa nitidez que cada una de las veces anteriores en que lo oí directamente. Y cada vez que perdono a alguien sus pecados en el nombre de Jesús, me acuerdo de que yo también necesité de ese perdón, de que lo sigo necesitando y sé, aunque no lo sienta siempre, lo que sintió el propio Jesús cuando me perdonó a mí. Y no me importa morir mañana, ni cómo sucederá, y me alegro de todas las penalidades que he pasado, porque lo hago, porque lo he hecho, por la justicia, por el amor, por Él.

- Después –concluyó Andrés–, durante todo el día, los curó a todos. Así estuvimos otras dos semanas. Sólo un tipo de enfermos no venía nunca con el grupo de cada día: los leprosos. El resto de los enfermos no los admitían entre ellos. Pero Jesús sí fue a ellos. Fue a buscarlos al barranco de la muerte. No sé si sabes lo que es –me preguntó Andrés.

- ¿La gehena? –le respondí dubitativo, refiriéndome, no al infierno, sino al valle de la Gehena que está al sudoeste de Ierushalom, donde los reyes de Judá quemaban a sus hijos en honor al dios de los cananeos, Moloc, en los peores momentos de idolatría de la dinastía davídica.

- Peor que la gehena –me respondió–. El barranco de la muerte es un acantilado, de unos siete u ocho codos de altura y de unos tres estadios de largo, de roca blanda y arenisca. Está situado en el límite entre Galilea con Samaría.  Desde la parte baja del barranco, el terreno asciende en una inclinada pendiente a lo largo de cien o ciento cincuenta codos, hasta llegar a la misma altura del acantilado. El límite de la pendiente, que está en Galilea, está marcado con palos clavados en el suelo con calaveras puestas encima. En mitad de la pendiente está la línea que separa Samaría y Galilea. En las paredes del acantilado hay, excavadas y habitadas por los leprosos, unas enormes, aunque poco profundas grutas separadas entre ellas como unos treinta codos. A lo largo del acantilado, ya en Samaría, hay unas veinte grutas. En ese barranco viven, hacinados, unos doscientos o trescientos leprosos. Ellos mismos se ocupan de mantener un límite a la densidad de población impidiendo el paso y expulsando a los intrusos que quieren vivir allí. Su vida se desarrolla en una franja de unos cuarenta codos delante del acantilado. Más allá de esta franja, y hasta las estacas, los leprosos cultivan pequeños huertos que les sirven mínimamente para su subsistencia. Los que los cultivan tienen que montar guardia continua para evitar que otros leprosos los rapiñen. Para sobrevivir deben complementar los alimentos de las huertas con víveres que les dejan algunas almas caritativas en la parte alta de la pendiente, junto a las estacas, o que les arrojan desde lo alto del acantilado. A veces se producen auténticas batallas campales entre los leprosos, bien por los alimentos de sus huertas, bien por los que les arrojan de lo alto o los que dejan en el borde de la pendiente o contra intrusos que pretenden instalarse en el barranco. Los muertos no pueden sacarse del recinto, por lo que el olor a muerto, unido al de carne podrida por la lepra, es insoportable. Una nube de moscas se arremolina en toda la extensión del barranco, atraída por los excrementos, la carne podrida de los leprosos y los muertos. A diario, algunos leprosos se aventuran fuera del recinto, solos o en pequeños grupos, para mendigar un trozo de pan o algún otro alimento. Cuando lo hacen, tienen que ir gritando: “leproso, leproso”, para que les oigan desde lejos. Normalmente, quienes oyen ese grito, huyen en dirección contraria. Algunos, muy pocos, antes de huir, dejan en el suelo algún alimento y se lo dicen, también a gritos, a los leprosos que corren a recogerlos.

Un día, siendo todavía oscuro –continuó Andrés–, tras una noche de oración especialmente intensa, Jesús nos dijo:

- Vamos a ver a unos hermanos que nos necesitan y a los que nadie ayuda.

Cuando, tras una hora de marcha, nos dimos cuenta de adónde nos dirigíamos nos pusimos pálidos. ¿Sería posible que Jesús quisiese que entrásemos allí? Ninguno nos atrevíamos a preguntarle pero pronto nos dimos cuenta de que sí, de que ese era su propósito. Al llegar a una de las estacas con su correspondiente calavera, Jesús se paró, nos miró a cada uno a los ojos y nos dijo:

- El que no quiera, no tiene por qué bajar conmigo. Pero no tengáis miedo. Si confiáis en mí, no os pasará nada. Ningún veneno ni enfermedad os podrá dañar sin que lo quiera mi Padre –Abba– de los cielos. Ningún hedor os espantará tanto que no podáis resistirlo. Yo soy cada uno de esos enfermos. No son distintos que otros enfermos. La lepra no es un castigo por ningún pecado.

Ninguno de nosotros bajó. Vimos a Jesús descender solo por la pendiente. Al verle venir de lejos, los leprosos se llamaron unos a otros y todos los que podían salieron de sus cuevas a esperarle al borde de las huertas. Probablemente nunca un hombre sano se había aventurado a bajar. Cuando llegó a ellos, se había formado una especie de ameba de carne podrida. Jesús se acercó a ella con paso firme y ésta se abrió, fagocitándolo. Como el monstruo se tragó a Jonás, así se cerraron las fauces de la ameba tras él engulléndolo. Jesús siguió avanzando y la ameba se movía a su paso –lo veíamos desde arriba–, pero siempre había unos tres pasos entre él y el leproso más cercano. Jesús buscó una roca que sobresalía del terreno varios codos y que había visto desde arriba y se encaramó en ella hasta la cúspide. Desde allí les dijo con una voz potente que nosotros pudimos oír desde arriba, por encima del sordo zumbido de las moscas:

- No creáis que vosotros sois menos hijos del Altísimo que el resto de los hombres. No. Aunque los hombres no os quieran, Dios os quiere a todos. Habéis oído decir que la lepra es una enfermedad impura. Pero yo os digo: no lo es. No sois impuros. Sois tan hijos del Padre –Abba– celestial como cualquier otro ser humano y él no os olvida y os quiere con ternura. Vengo aquí para traeros el amor de ese Padre celestial, para demostraros su ternura. Amén, amén os digo, todo el que acoja este amor en su corazón, mañana amanecerá curado. Voy a quedarme con vosotros todo el día. Venid a mí los que estéis angustiados y desesperanzados y yo os daré paz y esperanza, hijos míos. Toda carne resucitará en el último día. Si Dios puede, como dijo el profeta Ezequiel que hará al final de los tiempos, hacer revivir a los huesos secos del valle e infundirles espíritu, ¿por qué no va a poder sanar vuestra carne mañana mismo si tenéis fe?

Y dicho esto, bajó de la roca, se acercó a uno de los leprosos y le abrazó mientras le besaba. Se quedó de pie, de espaldas a la roca y los leprosos se iban acercando a él de uno en uno, en un orden mucho mayor que los que se acercaban a ser bautizados por Juan o los enfermos de días pasados. Él abrazaba al que llegaba, le preguntaba su nombre, le acariciaba y le besaba mientras le hablaba con suavidad durante un buen rato llamándole por su nombre. Algunos leprosos no querían saber nada y se alejaban de Jesús, pero la mayoría esperaban su turno para estar con él. Al cabo de una hora, muchos de los que habían estado con él formaron un grupo que empezó a entonar cánticos.

- Tras unas dos o tres horas –continuó José–, Pedro dijo con determinación:

- Yo bajo con él.

Y dicho esto, echó a andar pendiente abajo entre las hortalizas de la huerta. De mejor o peor gana, todos le seguimos. Nos abrimos paso hasta Jesús y nos pusimos a su lado. Al principio el olor era nauseabundo, pero al cabo de unos minutos se nos había saturado el sentido del olfato y prácticamente no olíamos nada. La verdad es que nuestra presencia allí era inútil, porque todos los leprosos querían ir con Jesús, aunque algunos, después de dejarle a él venían hacia nosotros. Nosotros les dábamos las provisiones que llevábamos en abundancia gracias a los donativos de los curados en días enteriores, pero ellos, aunque las tomaban, parecían no darles importancia. Tenían una sonrisa en unos labios a veces inexistentes y sus ojos, a veces putrefactos, brillaban con el brillo de las lágrimas. Venciendo la repugnancia, empezamos nosotros también a abrazarlos y, poco a poco, notábamos una sensación de bienestar, como si el amor que a duras penas intentábamos transmitirles, nos inundase también a nosotros. En un momento dado, Jesús se volvió a nosotros y nos dijo:

- Formad piquetes con los que ya han pasado y enterrad profundamente a los muertos en un extremo del barranco.

Así lo hicimos y, en medio de cánticos, cavamos un inmenso foso con las herramientas que los leprosos tenían para las huertas y trasladamos allí los cadáveres de los muertos. Yo –todos se habían turnado en el relato, pero en ese momento era Juan el que hablaba– no daba crédito a lo que estaba pasando. Si alguien, unas horas antes, me hubiese dicho que iba a hacer lo que estaba haciendo le hubiese mirado con cara de asco. Pero ahí estaba, cavando una fosa y llevando leprosos muertos en angarillas mientras cantaba, junto con cientos de ellos, vivos, canciones de alabanza al Altísismo.

- Ya era casi de noche cuando Jesús acabó de consolar al último de los leprosos que quiso estar junto a él –continuó Judas con el relato–. Vino a ayudarnos a terminar nuestra labor. Cuando hubimos acabado, volvió a subir a la roca. Los leprosos se apiñaron alrededor de ella y él les dijo:

- Habéis experimentado el amor del Padre –Abba– celestial. El que tenga fe, mañana amanecerá curado. No olvidéis nunca ese amor. Anunciadlo y practicadlo con todos con los que os encontréis. Dios os quiere. Sois sus hijos.

Bajó de la roca y empezamos a ascender por la pendiente. Nos seguía la multitud de los leprosos. Al llegar a las estacas se volvió y les dijo:

- Esperad a mañana. Los que quedéis curados no olvidéis ir a los sacerdotes a cumplir con el ritual prescrito por Moisés.

Uno de los leprosos le dijo:

- Soy Simón de Betania. No creo que deba ir a que los sacerdotes me purifiquen de la lepra si mañana amanezco curado, como creo firmemente. Si eso ocurre, tú me habrás curado y purificado. No necesito más purificación que la tuya, rabbí.

Jesús no le dijo nada. Le sonrió, se dio la vuelta y empezó a alejarse. Cuando traspusimos una loma que tapaba la visión del barranco, Jesús se desmayó. Estaba bañado en sudor y pálido como la nieve. Pero al cabo de una hora, se levantó y se fue a rezar. Al día siguiente, volvimos a las curaciones habituales de todo tipo de enfermos.

En el poco más de un año que estuve con Jesús, la vida, cuando estábamos en Galilea, era siempre así. Jesús vagaba, al parecer erráticamente, por todos los pueblos y aldeas de Galilea y siempre tenía junto a él multitudes que buscaban ser sanadas de las más variadas enfermedades y dolencias, tanto físicas como espirituales. Varias veces fuimos a sitios parecidos al barranco de la muerte del que me hablaron mis compañeros ese día. Yo también fui capaz de bajar a esos sitios malditos para la mayoría de la gente. A menudo, en nuestro vagabundeo, nos encontrábamos con personas que se echaban a los pies de Jesús y le decían haber sido uno de los curados en alguno de los refugios de leprosos. Los días en Galilea eran casi siempre iguales. Noche de oración de Jesús. Unas pocas horas de sueño y desde la amanecida, multitudes que se amontonaban a su alrededor. Jesús los atendía a todos como si cada uno fuese el único ser humano existente y, con contadísimas excepciones los curaba. A veces nosotros no podíamos contener la marea humana a su alrededor y, entonces, la gente le estrujaba. En esos momentos, muchos se curaban por el simple contacto con él. Así estaba hasta la puesta del sol. Siempre acababa agotado, sudoroso, tembloroso, a punto de desmayarse. Cenaba algo de las cosas que habían traído algunos de los curados, y se iba solo a rezar hasta un par de horas antes de que amaneciese. Cuando íbamos a Ierushalom era distinto. Allí también hacía curaciones, pero esporádicas. Allí no había multitudes que agolpasen a su alrededor. Ierushalom suponía un cierto descanso físico, pero lo que ocurría allí era todavía peor. Allí sufría el acoso de escribas, fariseos, saduceos y demás sectas, queriéndole cazar en supuestas blasfemias que permitiesen acusarle. Allí su vida se convertía en una agotadora esgrima teológica que él capeaba con una impresionante mezcla de astucia y sencillez.

- Por fin, cuarenta días después de la salida de Cafarnaum, una noche de luna casi llena, –terminó Judas–, agotados, volvimos a la casa de Pedro. Pero en esos cuarenta días tuvimos un incidente que no podemos dejar de contarte.

15 de febrero de 2022

Entre la espada y la pared

¿Quién no se ha sentido alguna –o muchas– veces en su vida entre la espada y la pared? ¿En una de esas situaciones sin aparente salida en la que tememos que si esquivamos una situación difícil caigamos en otra peor? ¿Quién no se ha despertado por la noche con esa angustia vital? Si alguien contesta que no a estas preguntas, mi enhorabuena y puede dejar de leer estas líneas en este mismo momento. Pero es posible que si no le ha pasado hasta hoy, le pueda pasar mañana. Por si esto es así, tal vez le convenga seguir leyendo. Más vale prevenir que curar, dicen. A mí, desde luego, me ha pasado muchas veces. Y he encontrado consuelo en la Biblia. Concretamente en tres personajes bíblicos que son Jacob, Moisés y, cómo no, Jesús, a los que podríamos añadir a María. 

Empecemos por el primero. Jacob. Tras veinte años de exilio en los que tuvo que trabajar bajo el yugo opresor de su tío, que también era su suegro, Labán, Jacob, ante lo insostenible de la situación, decide volver a la Tierra Prometida. Tuvo que salir de ella huyendo de su hermano Esaú, más fuerte y violento que él, que había jurado matarle por haber sido estafado por él. Así, hastiado y amenazado, se escapa de su suegro, usando la astucia, con sus mujeres y sus once hijos. Pero al llegar al Jordán tiene detrás a un amenazante Labán, que le ha perseguido, y delante, al otro lado del río, a su hermano, esperandole para cumplir su venganza. ¿Qué hacer? En una noche aciaga, en la mayor soledad, tiene que luchar con un misterioso personaje, que resulta ser el mismísimo Yavhé. Y, lo inaudito es que le inmoviliza y Dios tiene que pedirle que le suelte. A lo que Jacob, que al final se ha dado cuenta de quien es su contendiente, le dice que no le soltará hasta que le bendiga. Es la manera de rezar de Jacob ante el Señor y la oración vence al Todopoderoso. Dios bendice a Jacob, que le suelta. Y al día siguiente, con la bendición de Yavhé, se encuentra con un hermano al que el Señor ha ablandado el corazón y le abraza entrañablemente en vez de matarle.

Moisés. Moisés ha huido de Egipto con todo el pueblo de Israel a su cargo. El Faraón le persigue con todo su ejército para acabar con todos ellos. Así, huyendo a la desesperada, llegan al infranqueable obstáculo del mar Rojo. Una columna de fuego, el poderoso brazo de Yavhé, se interpone entre el ejército del Faraón y el pueblo indefenso. La noche cae y Moisés se debía estar preguntando cuánto tiempo podría sobrevivir el pueblo en una roca estéril, por mucho que la columna de fuego frenase al poderoso ejército egipcio. No existe salida posible. Reza, pide la bendición del Señor y Dios le bendice. Entonces el mar Rojo se abre y permite al pueblo de Israel pasar a pie enjuto por su lecho seco. Cuando todos han terminado de pasar, la columna de fuego desaparece y los terribles carros de combate egipcios, entran en el mar, para encontrarse con que éste se cierra sobre ellos. El peligro queda conjurado para siempre.

Jesús. Jesús, verdadero hombre, aunque sea también verdadero Dios, se encuentra, en una noche terrible, entre el prendimiento, el juicio y la tortura, que sabe que se le vienen encima, y la cruz. Misteriosamente, su naturaleza humana se siente débil, olvidada por su naturaleza divina. “Siento una angustia mortal” –dice. “Abba, si es posible, pase de mí esta copa de amargura, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Y el Padre, Abba, le bendice y le manda un ángel para que le conforte. Pasará por la espantosa tortura de la cruz, conocerá la muerte, descenderá al hades, ad infernos, pero, al final, vencerá a la muerte, el último enemigo, el más terrible, la más espantosa de las pagas del pecado. “¿Dónde está, muerte, tu victoria, dónde está, muerte, tu aguijón? ¡La muerte ha sido absorbida por la victoria!”

Tres situaciones sin salida, tres angustias terribles, tres oraciones, tres bendiciones. Y, tras las tres bendiciones, los tres pasan a través de la prueba como un cuchillo caliente a través de la mantequilla. Y con el último de los tres, Jesús, también nosotros pasaremos de su mano por el trance de la muerte. Y no sólo por el trance de la muerte, sino, en la vida, por las situaciones que nos ponen, como decía al principio, entre la espada y la pared.

¿Qué hacer en esas noches oscuras en las que no encontramos salida a lo que nos angustia? Sólo puedo decir lo que yo hago. Intentar vencer a Dios con la oración. Con la oración de Jacob, de lucha, con la de Moisés, que no sabemos cómo fue, porque la Biblia no nos la cuenta, aunque con toda seguridad rezó y, sobre todo, con la de Jesús, de aceptación. “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. O con la de María: “Hágase en mí según tu palabra”. Y puedo decir también de mí, aunque no me atrevería a hablar por otros, que siempre, en todas las ocasiones, mis angustias se han desvanecido y mis problemas han encontrado una salida. Mentiría si dijese que cuando me encuentro en estas situaciones mi confianza sea sólida. Es temblorosa como un flan. Está llena de dudas. “¿Cómo va a funcionar esto? Te estás montando una película” –me dice mi yo racional. Pero siempre acaba funcionando de forma incomprensible. ¿Funcionará la próxima vez? Mi confianza es tan pobre como la de los discípulos que, tras ver la multiplicación de los panes y los peces, se preocupaban por no tener pan en la barca o despiertan a Jesús, que parece despreocupadamente dormido en la popa de la barca en medio de la tempestad. Pero la Biblia nos dice: “No duerme ni descansa el guardián de Israel”. ¡Señor, yo no confío, pero ayuda a mi desconfianza!

Y cada día, en la Misa, encuentro un momento para entrenarme en encontrar en mi Dios esa confianza que me falta. Es el momento en el que el sacerdote nos dice: “Que la bendición de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre vosotros y os acompañe siempre”. A lo que respondo implorando la confianza para la próxima prueba: Amén.

5 de febrero de 2022

El Evangelio escondido de Matajj 15; Capítilo XII Una sanación

 CAPÍTULO XII

UNA SANACIÓN

A la entrada del pueblo estaban esperándonos Zebedeo, Salomé y varios de sus hijos –siguió contándome Pedro.

- Rabbí –le dijo Zebedeo a Jesús mientras me miraba a mí de reojo–, Noemí se nos muere. Desde que Simón se fue contigo no ha probado bocado ni bebido un sorbo de agua y su cuerpo no admite sus propios humores. No para de vomitar bilis mientras delira diciendo horribles blasfemias. Arde de fiebre y, sin embargo, está pálida como la nieve.

- Lo sé –dijo Jesús–, vamos a verla.

Se me hizo un nudo en la garganta. Para mí era como si Séfora se estuviese muriendo otra vez. Menos en lo de las blasfemias, la descripción de Zebedeo era la de la enfermedad que se llevó a la tumba a mi mujer. Sentí en el corazón una punzada de resentimiento hacia Jesús. Desde que salimos hacia Caná él sabía lo que le pasaba a Noemí, pero se empeñó en ir a esa absurda boda para hacer ese absurdo prodigio de transformar el agua en vino que, en definitiva, sólo beneficiaba al éxito de la boda de unos ricachos. Se olvidó de Noemí como YeHoVaH se había olvidado de Séfora. No es que imaginase que Jesús pudiese haber hecho nada, pero, por lo menos, yo sí podría haber estado al lado de ella y, tal vez, la enfermedad no se hubiese desencadenado. Él lo sabía desde que salimos de Cafarnaum y ahora se limitaba a reconocer que ya lo sabía y que fuésemos a verla. ¿Verla?, ¿para qué? –me preguntaba yo–. ¿Para ver cómo moría? Recordé sus palabras al salir de Cafarnaum:

- “Volverás, y tu ausencia será para ella fuente de salvación”.

Y las que me acababa de decir.

- “Pedro, hay mucha gente que daría la vida por ver lo que tú vas a ver hoy, pero no lo verá. Tú vas a verlo para que tu fe se fortalezca”.

Pero, la verdad, el recuerdo de esas palabras no me consoló en absoluto, sino que, al contrario, hizo que el resentimiento se acentuase.

Cuando llegamos a mi barrio empezaron a llegar a nuestros oídos los gritos de Noemí. Todo Cafarnaum estaba alrededor de mi casa. Se había convertido en el centro de la atención morbosa del pueblo.

Qué estúpidamente malvada es la gente –pensé–, aglomerarse así tan sólo para ver cómo muere una pobre mujer. Desde el dentro de la casa se oía gritar a Noemí a pleno pulmón cosas como:

- Séfora, Fanuel, ya voy con vosotros a ese lugar horrible de la gehena, donde estáis. Dentro de poco sufriremos juntos y la culpa de todo la tendrá ese impostor, ese que se hace llamar rabbí, que es el culpable, junto con YeHoVaH, de que estéis en ese lugar de tormento y de que yo vaya pronto a reunirme con vosotros. Y pronto irá también ese estúpido de Simón, que se ha dejado embaucar por él.

- Efectivamente –terció Noemí–, mi espantosa pesadilla de la noche fría, tenebrosa, oscura, de la noche de la desesperación y de la nada, había dejado paso a la pesadilla de le gehena, en donde veía a Séfora y Fanuel llamándome con gemidos lastimosos mientras una voz me decía al oído: “Míralos, ahí están en el llanto y el crujir de dientes de la gehena, entre las llamas. Sólo tu presencia allí podrá consolarlos. Ve con ellos. No esperes más. Ve ahora con ellos. Es tan fácil. Tan fácil”. Era una voz suave y sinuosa, bella y dulce, que inducía a hacer caso a lo que decía. “Y la culpa de todo es de ese Jesús –el tono de la voz se había vuelto severo, sin dejar de ser suave–, de ese falso rabbí. Él preparó desde antes de los tiempos, de acuerdo con el pérfido YeHoVaH, la muerte de tu marido y de tu hija. Sólo para preparar el camino para embaucar al impulsivo y simple Simón. Y no contentos con eso, los han enviado a la gehena. Esa es la bondad del Altísimo y de ese supuesto enviado suyo”. El odio me corroía el alma, me quemaba el cuerpo como si yo también estuviese ya entre las llamas de la Gehena, como si alguien hubiese derramado ácido puro sobre todo mi ser. Me mataba al mismo tiempo que me daba una falsa y dolorosa sensación de consuelo. Entonces vi como si una luz se acercase a mí. Una luz a la que yo no quería mirar porque intuía que iba a apagar la llama del odio en el que me deleitaba al mismo tiempo que me abrasaba.

- Cuando llegamos a mi casa –continuó Pedro–, tuvimos que pasar, abriéndonos camino a duras penas entre una muchedumbre que nos insultaba entre dientes, mascullando:

- Míralos, aquí vienen, el aliado de Satán y el idiota de Simón. El embaucador y el embaucado.

Yo tuve que hacer acopio de una paciencia que nunca creí tener para no enfrentarme con la muchedumbre, amenazando a quien osase decirme a la cara lo que decían tapándose la boca. Creo que fue mi indignación hacia Jesús la que impidió que lo hiciese. Cuando entramos, Noemí se acurrucó en ese rincón de la habitación –dijo, señalando al lugar en el que se encontraba Tomás–, con la cabeza entre las rodillas, agarrándose las piernas con los brazos. Estaba mortalmente pálida. Dejó de gritar, pero gemía como un perro herido. Entramos todos los del grupo y cerramos la puerta. Jesús se acercó y le dijo con voz baja, pero firme, inaudible desde el exterior:

- Noemí, ¡escúchame! A mí también me ha tentado esa voz. A mí también me ha hecho tener falsas visiones. Sé cómo suena esa voz, yo también he oído su mentida dulzura. Pero sólo dice mentiras, aunque las diga suavemente. Es la voz del padre de la mentira. A mí me dijo, cuando tuve hambre: ‘Haz que esas piedras se conviertan en pan’. Pero yo le dije: ‘No sólo de pan vive el hombre, sino de la palabra de Dios’. Ahora yo te digo que le digas: ‘Abriré mis oídos a la verdad’. Me llevó al alero del templo, cuando me sentí solo y desamparado, y me dijo: ‘Tírate abajo, porque Dios mandará a sus ángeles y no permitirá que tu pie tropiece en piedra alguna’. Pero yo le dije: ‘No tentaré a Elohim, mi Dios, ni dejaré que tú le tientes’. Y ahora te digo a ti que le digas: ‘No tentaré al misericordioso con mi desesperación. Confiaré en su misericordia’. Me llevó a la cima del mundo, cuando me sentí necesitado, y me dijo, mostrándome todos los reinos de la tierra: ‘Todo esto te daré si te postras y me adoras’. Pero yo le dije: ‘Márchate, Satanás porque sólo a Elohim, mi Dios, adoraré y daré culto, tal y como está escrito’. Y ahora te digo que le digas: ¡Márchate, Satanás, porque sólo obedeceré la voluntad del Altísimo y sólo a Él me rendiré!’.

Mientras le decía estas palabras, se acercaba a ella muy lentamente –continuó Pedro–. Noemí volvió a gritar:

- Apártate de mí, no te acerques, no quiero oírte, déjame con el consuelo de mi odio.

Cuando Jesús pronunció la palabra Altísimo, le tomó la mano. Noemí tembló y lanzó un grito de animal herido, pero no apartó la mano. Jesús se la tomó suavemente entre las suyas y le dijo mientras se la acariciaba:

- Y ahora yo te digo, Noemí: Fanuel y Séfora están en el seno de Abraham. Fanuel y Séfora me esperan. Esperan mi rescate. Esperan que cumpla la voluntad de mi Padre   –en realidad no dijo eso, no dijo “mi Padre”, dijo Abba, Papá. Lo dijo así, en hebreo, como si fuese una palabra sagrada y al mismo tiempo tierna. Sabíamos que se refería al Altísimo. Contuvimos la respiración. Llamar a Elohim, al Innombrable, a YeHoVaH, Abba, era impensable. Abba–. Esperan que les lleve la salvación –continuó–. Pero antes debe cumplirse la voluntad de mi Padre –otra vez Abba–. Y Pedro es parte importante de ese cumplimiento. Fanuel y Séfora están vivos. Elohim es un Dios de vivos, ¿no lo sabes? Fanuel y Séfora te esperan. Te reunirás con ellos, créeme, cuándo y cómo Elohim quiera. Pero antes tengo que hacer la voluntad de mi Padre –por tercera vez Abba–. Créeme, hablo la verdad. ‘Las almas de los justos están en las manos de Dios y ningún tormento los alcanzará’. Tú sabes que Fanuel y Séfora eran justos y buenos. ‘Porque Dios los puso a prueba y los encontró dignos de él. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto”. “Los insensatos piensan que están muertos, su tránsito les parece una desgracia y su salida de entre nosotros, un desastre, pero ellos están en paz’.

Yo reconocí inmediatamente en estas palabras otra vez el libro de la Sabiduría. El mismo que Jesús había aprendido en Egipto. El mismo que había recitado al piloto del barco que les trajo de allí, según me acababan de contar. En ese momento supe que mi padre estaba vivo y que la misión de Jesús era, de alguna manera llevar a los que estaban en el seno de Abraham al Reino de los Cielos y, al mismo tiempo, traer este reino a la tierra. Esa era la voluntad de ese Altísimo al que llamaba Abba–.

- No seas insensata, Noemí –Pedro continuaba repitiéndome las palabras de Jesús–, cree en mi palabra antes que en la suavidad venenosa de esa boca llena de mentiras. No aceptes la belleza mortal y mentirosa de la nada y del sinsentido. No desprecies el holocausto de Fanuel y de Séfora, no hagas inútil su sacrificio, Noemí. Repite conmigo lo que te acabo de decir que digas. Yo puedo ayudarte a decir esas palabras, pero sólo diciéndolas tú puedes hacer callar esa voz mentirosa que te envenena.

- A medida que Jesús le hablaba con una voz casi inaudible, llena de ternura, sin dejar de ser firme –continuó Pedro–, los gritos y gemidos de Noemí se fueron transformando en un llanto suave. Era un llanto copioso en lágrimas. Lágrimas que limpiaban. Lágrimas que sanaban. Había cambiado de postura y ahora tenía el rostro hundido en el pecho de Jesús, que le acariciaba el pelo con suavidad mientras la abrazaba.

- Repite conmigo, Noemí: “Abriré mis oídos a la verdad” –susurró Jesús.

- “Abriré mis oídos a la verdad” –repitió Noemí, también en un susurro casi ahogado por los hipos del llanto.

- “No tentaré al misericordioso con mi desesperación. Confiaré en su misericordia”.

- “No tentaré al misericordioso con mi desesperación. Confiaré en su misericordia” –y su voz era ahora más firme.

- “Márchate, Satanás, porque sólo obedeceré la voluntad del Altísimo”.

- “Márchate, Satanás, porque sólo obedeceré la voluntad del Altísimo” –dijo, ahora con una voz repentinamente llena de fuerza y determinación, como quien da una orden tajante y expresa un firme propósito.

Después de decir estas últimas palabras –continuó Pedro–, Noemí suspiró y quedó profundamente dormida en brazos de Jesús que seguía acariciándole el pelo y besándoselo con ternura. Tras dos horas de sueño abrazada por Jesús, la fiebre había desaparecido, el color había vuelto a sus mejillas.

- No puedo expresar con palabras lo que sentí en esos momentos –continuó Noemí–. Era como si un manantial de agua tibia me inundase por dentro, sanando, consolando, limpiando. Después, durante el sueño, Séfora y Fanuel se acercaron a mí, me acariciaban, me besaban, me hablaban. Me contaban cómo estaban en el seno de Abraham, donde no les faltaba de nada, pero de qué forma, con qué ansia, esperaban que Jesús cumpliese con su misión. Cómo junto a ellos había una muchedumbre incontable que vivía en el mismo anhelo que ellos. No era un sueño, o si lo era, jamás en mi vida he experimentado algo con tanto realismo. Era más real que si ellos estuvieran a mi lado. Estaban a mi lado. No me preguntéis cómo, pero estaban a mi lado más auténticamente de lo que tú, Mattaj, lo estás ahora, sentía su contacto más cierto que éste –y diciendo esto, se acercó a mí, tomo mi cara entre sus manos y me besó en la frente.

Ese gesto me emocionó profundamente. Yo había sido hasta hacía tan sólo unas horas, un enemigo para ella. Alguien que les había robado. Con mi poder y mi avaricia, les había privado a ellos de bienes básicos, para poder vivir yo en la opulencia. Las lágrimas corrían por mis mejillas porque recordé lo que yo mismo había vivido hace unas horas. El manantial de perdón, la proximidad y el abrazo mi padre y mi madre. Todo.

- Yo también rebosaba de agradecimiento –continuó Pedro–. Toda mi rabia se había convertido en asombro. ¿Cómo podía haber desconfiado después de haber visto hacía tan sólo unos días el prodigio de aquella increíble pesca o, ayer mismo, el del agua convertida en vino? Volví a recordar sus dos frases, al salir y al volver a Cafarnaum: “Volverás, y tu ausencia será para ella fuente de salvación”, y “Pedro, hay mucha gente que daría la vida por ver lo que tú vas a ver hoy, pero no lo verá. Tú vas a verlo para que tu fe se fortalezca”.

Cuando Noemí salió de su sueño y abrió los ojos, miró al maestro a los suyos con embeleso. Él le dijo:

- Ve y come algo, porque estás profundamente debilitada.

- Elohim –así le llamó–, no comeré nada hasta que hayas comido tú –replicó ella.

Y diciendo esto se levantó, preparó una espléndida comida, la sirvió, y nos sentamos todos a la mesa. Pero antes salió fuera. La muchedumbre se había dispersado. El morbo que las había atraído había terminado hacía unas horas, más de las que podían esperar en silencio. Sólo quedaban unos pocos, esperando saber el porqué de ese pacífico silencio. Noemí les invitó con una sonrisa a entrar y a participar de la comida. Ellos entraron entre sonrientes y asombrados.

- En una cosa tenía razón Satanás cuando le hablaba a Noemí –siguió Pedro–; en mi simple impulsividad. La primera de las dos frases de Jesús se había mostrado completamente cierta. La segunda me hacía dudar de mí mismo. ¿Se habría fortalecido lo suficiente mi fe? ¿Volvería a olvidar los prodigios hechos ante mis ojos para fortalecerla? ¿Seguiría dejándome llevar de mis poco meditados impulsos? Le dije:

- Señor, soy débil, fortaléceme la fe.

- Sí, Pedro, eres débil –me contestó–. Todo ser humano es débil –ahora se dirigía a todos–. Todo ser humano es simple. Para eso he venido al mundo, para darle fortaleza y sabiduría. Pero no os fieis de Satanás ni siquiera cuando os acuse –parecía haber leído mi pensamiento–. Hasta acusando es mentiroso. Satanás miente hasta cuando dice la verdad. No tengáis miedo. El miedo es de las peores tentaciones de Satán. Elohim me ha enviado para perdonar, no para condenar. Confiad siempre en la misericordia del Altísimo.

Luego se dirigió otra vez directamente a mí –continuó Pedro.

- No tengas miedo. Te he dicho que eres Pedro, Roca. No lo eres, pero lo serás. Yo rezaré por ti para que tu fe sea, un día, sólida como la roca que eres, aunque no lo seas todavía, y puedas confirmar a los demás en su fe. Confiad en mí, no en vosotros –y otra vez miró a todos.

Me quedé tranquilo sólo a medias –dijo Pedro–. Algo dentro de mí me decía, y me sigue diciendo, que voy a necesitar muchas más lecciones de fortaleza y sabiduría.

Mientras Pedro me contaba esto, mirando a Jesús, yo le miré también. Él, a su vez, miraba a Pedro con una sonrisa enigmática que ni desmentía ni refrendaba su inquietud. Pero en su mirada se veía claramente que conocía la respuesta a esa cuestión. Muchas veces he pensado, años después, que Pedro se hubiese desmoronado como una torre de guijarros si Jesús le hubiese dicho cuántas y que difíciles lecciones de fortaleza y sabiduría tendría que recibir todavía. Sin embargo, más tarde, llegaría a ser la roca en la que nos anclásemos todos.

- Entonces, Jesús nos dijo con decisión –Natanael tomó el hilo del relato:

- No he venido a quedarme aquí quieto, sino a llevar la palabra de Dios y su reino a todos los hombres. Felipe, José, id a Betsaida. Los demás, venid conmigo a recorrer Galilea –nos dijo al resto.

- ¿Por qué debemos ir a Betsaida? –le dijeron Felipe y José perplejos.

- Para contar a vuestra familia lo que os ha ocurrido a vosotros. Para proclamar el perdón, el amor y la paz. Siempre es el momento adecuado para hacerlo, pero ahora encontraréis que es una ocasión especial. Id. Natanael –me preguntó Jesús mirándome de forma que yo no dude ni por un momento que su pregunta era una orden–, ¿quieres acompañar a tu amigo Felipe a Betsaida? No os preocupéis, yo estaré con vosotros. Recordad que el que no se haga como niño, no entrará en el Reino de los Cielos.

- Los tres nos quedamos extrañados –dijo Bartolomé–. ¿Por qué ahora era una situación especialmente propicia para ir a Betsaida? ¿Para qué debía yo acompañar a Felipe y a José? ¿Cómo iba a estar Jesús con nosotros si se iba con el resto a recorrer Galilea? ¿Qué tenían que ver los niños en esta historia? Pero el tono de Jesús no parecía admitir réplica, así que salimos.

- Y detrás salimos todos menos Jesús –dijo Pedro–. Su mirada se cruzó con la mirada suplicante de Noemí. Jesús le dijo:

- Noemí, si quieres puedes seguirme tú también Y vosotros también –dijo a los que se habían incorporado a la comida.

 Todos quedamos sorprendidos porque era la primera vez que un rabbí aceptaba a una mujer entre sus seguidores. Salimos de Cafarnaum a recorrer las aldeas de Galilea.