26 de marzo de 2022

El Evangelio escondido de Matajj 18; Capítulo XV; La misión de Felipe, José y Bartolomé

Nota previa: para entender bien algunas partes de estr capítulo conviene refrrscar los capítulos I y VII que, quien esté interesado puede encontrar en posts pasados

CAPÍTULO XV

LA MISIÓN DE FELIPE, JOSÉ Y BARTOLOMÉ

- José, Bartolomé y yo –tomó la palabra Felipe –nos fuimos a Betsaida como nos había mandado Jesús. No nos tomó más de un par de horas que alguien nos llevase en barca desde Cafarnaum. Cuando llegamos allí, nuestro primo Alcimo, el recaudador de impuestos, evidentemente, de la facción helenizante de la familia, acababa de tener el accidente que le dejó paralítico hasta que Jesús le curó anteayer. La gente del pueblo le acababa de dar una terrible paliza y los familiares asideos querían rematarle, mientras que los helenizantes hacían guardia en su casa para protegerle. Zacarías encabezaba a los que querían matarle, junto con otros cuatro de su facción. Los que le protegían eran sólo tres. Alcimo les pedía a gritos que le matasen sin sufrir. Pero Zacarías no quería que muriese sin sufrimiento a manos de sus partidarios. Por eso tenía prisa por asaltar la casa y matarle él, con sus propias manos, lenta y cruelmente. Así estaban las cosas cuando llegamos José, Natanael y yo.

- Mis primos asideos –continuó José–, de los cuales yo formaba parte, se alegraron de verme llegar, pero se acercaron amenazadores a Felipe, al que consideraban un refuerzo de sus adversarios. Nosotros no sabíamos bien qué estaba pasando y nos asombró ver tanta hostilidad. Cierto que sabíamos del odio de Zacarías hacia Alcimo, pero no pensábamos que las cosas hubiesen llegado a ser tan violentas. Tuve que interponerme entre Felipe y los asideos. A duras penas conseguí que no le matasen, pero no pude evitar que le diesen algunos golpes, a los que Felipe no sólo no respondió, sino que mantuvo una actitud pasiva, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, soportando los golpes y los improperios. Entre mis gritos pidiendo tranquilidad y la actitud estoica de Felipe, los ánimos se apaciguaron y, a duras penas, conseguimos que nos explicasen lo que estaba pasando. Así supimos del accidente de Alcimo, de cómo sus esbirros le habían abandonado, de la paliza y de cómo ellos querían rematarlo con saña para tomarse cumplida venganza.

- ¿Y qué haréis después de matarlo? –les pregunté–. ¿Huiréis eternamente de los romanos? ¿Dónde os esconderéis? ¿Porque no pensaréis que los romanos dejarán sin castigo la muerte de uno de sus recaudadores, verdad? Tal vez en Mesopotamia, más allá de la guarnición de Dura Europos, con los partos, encontréis asilo, o más bien, esclavitud, porque no creo que reciban muy bien a unos incómodos asideos. Pero lo más probable es que, antes de llegar allí, os cojan por el camino las patrullas fronterizas. Así que, me temo, que acabaréis colgando de una cruz.

- El que cuelga de un madero es un maldito de Dios. Deuteronomio 21, 23 –sentenció Bartolomé, pasándose de listo–. Y supongo que querréis acabar en el seno de Abraham, vosotros, asideos celosos, ¿no?

Zacarías y los otros cuatro se quedaron perplejos –continuó José–. Pero pronto se recuperaron de su asombro y Zacarías me dijo amenazador.

- Querido José. Te veo tras unos años de ausencia en los que no sé lo que ha sido de ti y, de pronto, regresas acompañado de un renegado y de un sabihondo que nos amenaza con ser rechazados del seno de Abraham. Si quieres que te diga la verdad, no me gusta tu cambio. ¿Se puede saber quién eres tú, sabihondo? –dijo dirigiéndose desdeñosa y amenazadoramente a Bartolomé.

- Natanael bar Tolmei, hijo del rabino Tolmei de Caná y, yo mismo, maestro de la Ley –dijo Bartolomé con tranquilidad, intentando no dar la sensación de altivez, pero mintiendo, pues había dejado la escuela de escribas antes de terminar–. Conozco las escrituras como la palma de mi mano y eso es lo que dice el Deuteronomio, te guste o no. Si matáis a Alcimo daos por crucificados y despedíos del seno de Abraham. Acabaréis en la gehena.

Se hizo un silencio ominoso. Zacarías miró a Bartolomé con el fuego de la prometida gehena en los ojos. Tras un instante le contestó, apretando los dientes con rabia:

- Natanael bar Tolmei –le dijo– es el miedo a la cruz, más que el miedo a la gehena, lo que me impide tomarme la venganza contra Alcimo. Pero tal vez sustituya a ese perro por ti, ya que no creo que los romanos se tomen la molestia de crucificar a nadie por matar a un maestro de la ley, hijo de un rabino de un pueblucho como Caná. Tal vez tu muerte no sacie del todo mi sed de venganza, pero seguro que ayuda un poco.

- Zacarías –tercié yo. Ahora era Felipe el que hablaba– y vosotros cuatro, Aarón, Sadoc, Jacob y Matatías –dijo dirigiéndose a sus otros cuatro primos asideos–. Antes de irme de Betsaida te pedí perdón y me escupiste a la cara. Te lo pedí porque yo fui el que excitó los ánimos de Alcimo para que te hiciera lo que te hizo y no respondí a tu afrenta por una razón que entonces no entendí. En cambio, hace un momento, cuando me habéis golpeado, sí sabía por qué no respondía. No he respondido porque he encontrado el camino de la misericordia y del perdón. Es mucho más dulce que el de la venganza y el rencor. Es liberador. Te hace sentir ligero. Te quita ese tumor del odio que no te deja vivir. Por eso ahora, te vuelvo a pedir perdón, a ti y a vosotros cuatro. Y os pido que, si queréis tomar venganza sobre alguien, la toméis conmigo. Pero os propongo un camino mejor. El mismo que hemos seguido José y yo. El del abrazo y la reconciliación. Ya hay demasiado odio en el mundo para que en este pequeño pueblo de Betsaida, por motivos que no entendemos muy bien, lo amplifiquemos. ¿Cuesta tanto recordar cuando jugábamos juntos, de niños, antes de que toda esta mierda del odio entre facciones que no son nuestras, nos enfrentase? ¿Te acuerdas Sadoc del día en que domamos juntos a ese potro salvaje que capturamos en los montes? ¿Y tú, Matatías, cuando atamos la cola del asno del rabino con la de la vaca del lechero y luego los espantamos? Tuvimos que salir huyendo de su furia y pasarnos dos días vagando por las orillas del lago. Y a ti, Jacob, se te ha olvidado cuando José, tú, yo y Alejandro, uno de los que está allí y a los que queréis matar, estábamos enamorados de la misma chica y nos peleábamos por ella, hasta que nos dimos cuenta que esa joven no valía lo que nuestra amistad, nos emborrachamos juntos y fuimos a cantar una serenata a las cuatro de la madrugada debajo de su casa hasta que salió su padre en camisón, gritando como un energúmeno tirándonos piedras? ¿No recuerdas nuestras risas cuando, tras huir de él cada uno por nuestra parte, nos encontramos en el Jordán para bañarnos y quitarnos la borrachera? ¿Hace tanto tiempo de aquello, Aarón, que se te haya olvidado cuando nos picamos para ver quien cruzaba en barca más deprisa de aquí a Magdala? A mí no se me ha olvidado que me ganaste la apuesta y tuve que estar a tus órdenes durante una luna. O tú mismo, Zacarías, ¿ya has olvidado el día que Alcimo salió en tu defensa en una pelea con Jacob, el de Cafarnaum, y le dieron una paliza de muerte para salvarte la cara a ti? Podría seguir así horas y horas, pero creo que si vosotros mismos hacéis un pequeño esfuerzo de memoria podréis acordaros de mil situaciones en las que hemos estado juntos, como una piña, sin preguntarnos si eran mejores las costumbres de los griegos o las de nuestros ancestros, diferencias que han salido a la luz por culpa de los Herodes, los romanos y toda esa gentuza que se pelea por sus asuntos en Ierushalom y nos usan de carne de batalla a nosotros. ¡Basta ya! Olvidemos esas violencias y retornemos a nuestra infancia y juventud, cuando éramos hermanos en vez de primos enfrentados. Si no nos hacemos como niños, ninguno de nosotros, ni asideos ni helenizantes, entraremos en el Reino de los Cielos. Todos acabaremos en la gehena. Así que, Zacarías, o me matas o me abrazas. Te ofrezco la liberación. La misma que nos ha sido ofrecida a José y a mí y hemos aceptado. Elije.

Yo estaba encendido. No sabía de qué recóndito pliegue de mi memoria habían salido esos recuerdos y que origen tenía esa elocuencia que nunca ha sido mi fuerte, como Natanael sabe muy bien. Mientras hablaba veía las sonrisas de añoranza y las señales de aprobación con la cabeza de los cuatro y me animaba a continuar. Solo el rostro de Zacarías permanecía impenetrable.

- Está bien –dijo después de un momento de reflexión– renuncio a la venganza, pero no me pidas el perdón, ni para ti ni para Alcimo. Es más de lo que puedo dar. A vosotros os veo rendidos –les dijo a sus primos con un tono a medio camino entre el desprecio y la envidia.

Efectivamente, los otros cuatro se levantaron, me abrazaron a mí y a José.

- Hermano, hermano –decían emocionados mientras nos abrazábamos.

No nos costó mucho convencer a los otros tres que estaban con Alcimo de que se había firmado la paz. Entré en la casa donde estaban, acompañado por José y les convencimos de que todo había acabado. Después intentamos en vano consolar a Alcimo. De nada servía que José y yo, a los que poco a poco se fueron uniendo sus partidarios y los cuatro asideos, le mostrásemos todos nuestro cariño mientras le curábamos las heridas que los otros, ocupados en defenderse, no le habían podido curar. Los que sí cambiaron fueron los otros siete, los que le defendían. Antes, hasta hace un momento, lo hacían por partidismo sectario, pero ni remotamente por amor. Pero, poco a poco, se fueron contagiando de la actitud de José y mía y de la de ese extraño que había venido con nosotros. Lo mismo ocurrió con los asideos. Todos le cuidábamos con solicitud y cariño e intentábamos en vano alegrarle con historias de nuestra infancia. Todo era inútil. Sus heridas del cuerpo iban sanando poco a poco, pero él sólo quería morir. Quizá lo más llamativo fue cómo Zacarías, poco a poco, se fue acercando al grupo. Primero se quedaba fuera, junto a la ventana, medio escondido. Luego se dejó ver en el umbral de la puerta, sin franquearlo, pero poco a poco se fue uniendo al grupo, primero sigilosamente, luego abiertamente, hasta que participaba en las historias. Pero a mí me rehuía la mirada. Una noche, cuando Alcimo estaba semidormido en ese sueño agitado que era su máximo descanso, salí al exterior y me fui al borde del mar. Una luna casi llena se reflejaba rielante en el lago. Una mano se posó sobre mi hombro. Me volví. Era Zacarías que me sonreía tímidamente. Nos abrazamos sin una palabra. Tras un rato, quiso decirme algo, pero se lo impedí y le dije:

- No digas nada. Sobran las palabras. Acabas de vencer a tu amor propio y no hay nada que decir. Dame otro abrazo, hermano –y nos fundimos en un segundo abrazo, más estrecho que el primero. Ambos notamos una corriente de paz que nos inundaba y yo, me acordé de Jesús. Habían pasado unos cuarenta días desde que llegamos y tanto José, como Natanael, como yo, le añorábamos.

Al día siguiente Zacarías empezó a participar en las curas de Alcimo, cosa que antes no había hecho. Pasamos unos días más allí, cuidando todos –ahora también Zacarías–, a nuestro hermano paralítico. Entonces propuse que todos volviésemos a Cafarnaum con él. Durante los últimos días que habían transcurrido, como no podía ser de otra manera, nosotros tres hablamos mucho de Jesús a nuestros ya hermanos y a Alcimo. Sólo cuando le hablábamos de él parecía calmarse un poco, sólo un poco. Todos aceptaron la idea y nos vinimos aquí. Lo que pasó entonces, ya lo sabes.

Ahora ya nos conoces a todos los que estamos aquí y cómo fuimos llamados por el maestro. Ya sabes lo que pasó hasta el momento en que tú también fuiste llamado –concluyó Pedro. 

20 de marzo de 2022

¿La tumba de Putin?

Creo, con el bajo nivel de convencimiento que se puede tener sobre un tema tan difícil, que Ucrania va a ser la ‘tumba’ de Putin. Pero esto no me consuela mucho, porque puede ser también la tumba de cientos de millones personas si estalla una conflagración nuclear. Pero empecemos desde el principio. 

Hace unos días, entre varios tertulianos que hablaban de la guerra sin tener ni idea, en el espacio “código Samboal” de 13, había uno, un general de división recientemente jubilado del ejército español, con gran experiencia de destinos en la OTAN que sí que sabía de lo que hablaba. Dijo unas palabras que no tienen desperdicio. Ana Samboal preguntaba a los contertulios cuánto creían que iba a durar la guerra. Este general dijo algo así como: “La guerra convencional va a durar muy poco y la va a ganar Putin, pero la guerra de ocupación va a durar mucho, años, y Putin la va a perder”. Añadía que, según su experiencia, mantener una ocupación permanente de todo el territorio de Ucrania, requeriría de un millón de soldados y esto le parecía insostenible para el ejército ruso ya que ni siquiera podría ser capaz de reclutar a esa cantidad. Además, señalaba que el elemento más importante para era el espíritu de victoria, que iría in crescendo en Ucrania a medida que pasase el tiempo e irá menguando en Rusia. Creo que este general está en lo cierto y hay muchos ejemplos recientes e históricos de que esto es así. En casos recientes tenemos la ocupación de Afganistán por el ejército soviético y la de Irak por el de los EEUU. Ello sin el mucho más reciente caso de la salida de este último país de Afganistán, al caer su gobierno ante la presión de los rebeldes talibanes.

Si nos remontamos a la historia, que es maestra de vida, tenemos el caso de la ocupación de la península Itálica –que todavía no era Roma, sino una confederación de ciudades-estado independientes, bajo el paraguas del derecho romano– por Anibal. Anibal conquistó toda Italia en un abrir y cerrar de ojos. Cruzó los Alpes con su ejército y derrotó a los romanos en las batallas de Tesino y Trebia en  218 a. de C. y Tasimeno en 217 a. de C. Entonces los romanos cambiaron de táctica y, tras elegir dictador a Quinto Fabio Máximo, decidieron seguir una guerra de guerrillas y de hostigamiento. Pero el orgullo romano no podía soportar eso. Tomaron por cobardía la actitud de Fabio, le destituyeron y volvieron a presentar batalla a Anibal en Cannas, en 216 a. de C., donde fueron otra vez derrotados. De vuelta Fabio al poder absoluto, siguió con su táctica, hoy conocida como fabiana, de golpear aquí y allá, para retroceder inmediatamente y buscar otra ocasión. Por eso recibió el sobrenombre de Cuntactor –el que retrasa–. Anibal, para provocar a los romanos, llegó a sitiar Roma. Pero fue inútil. Los romanos aguantaron dentro de sus murallas sin salir a combatir a Anibal. Éste se retiró a Capua, la única ciudad-estado que se alió con él, mientras su ejército se reblandecía en la ociosidad. La siguiente generación de generales romanos cambió de estrategia y en 203 a. de C., Roma llevó un ejército al norte de África, amenazando directamente a Cartago. Aníbal, tras 15 años de ocupación de Italia, tuvo que volver precipitadamente a África para la defensa de su ciudad. Pero Escipión, de sobrenombre Africano por su éxito, le derrotó en la batalla de Zama y Cartago fue vencida y sometida a tributo.

Es curioso observar que el propio Putin, hasta ahora, ha seguido una estrategia fabiana. Siempre ha sabido esperar la debilidad de Occidente para dar un paso y quedarse quieto.  Pero, como los romanos en Cannas, ha perdido la paciencia y ha presentado una guerra abierta en Ucrania, intercambiando los papeles. Ahora él es Anibal y Ucrania es Fabio. Es posible que sea derrotado, como lo fue Anibal, por puro desgaste.

Otro frente es el de la logística. Abastecer a un ejército es algo tremendamente difícil. También aquí hay antecedentes históricos. Jerjes, el persa, invadió la Hélade en 480 a. de C., cruzando el Helesponto en un puente de barcas con un poderoso ejército que se estima entre 250.000 y 500.000 guerreros. Tomó Grecia e incendió Atenas en otro abrir y cerrar de ojos, a pesar de la heroica resistencia de los espartanos en las Termópilas. Sin embargo, Atenas, incendiada pero dueña del mar tras la batalla naval de Salamina y aliada con Esparta, impidió con su flota el abastecimiento del ejército persa a través del Egeo, obligándole a tener unas largas y vulnerables líneas de abastecimiento por tierra, por la costa norte del Egeo. Esto fue fatídico para el rey Jerjes. Los atenienses y espartanos masacraron al debilitado ejército persa en las batallas de Platea y Micala, que tuvieron lugar el mismo día según una estrategia de pinza cuidadosamente planeada. ¿No es razonable pensar que el ejército ruso se verá también debilitado por la dificultad de suministros? En un interesante artículo, que copio más abajo, el autor dice que “en la guerra, los amatreurs estudian la estrategia y los profesionales estudian la logística”. En la Segunda Guerra Mundial, los aliados vieron cómo se retrasaba su marcha hacia Berlín, tras el desembarco de Normandía, porque los tanques de Patton y Montgomery se quedaban sin suministros de forma repetitiva. Y parece que en esta guerra los rusos utilizan amateurs para la logística, lo que no es muy prometedor. De hecho, parece que el avance ruso se ha detenido y, en cambio, han recrudecido los bombardeos, que no requieren de una buena logística. Rusia ha sufrido en tres semanas tantas pérdidas como EEUU en toda la guerra de Irak y Afganistán. Y Kiev, cuya caída se daba como inminente, todavía resiste y, según las últimas noticias, parece que poco a poco, alentada por Zelenski, va recobrando su pulso, que parecía totalmente muerto.

Está además el frente económico. Se oye decir que las sanciones económicas son inútiles. No lo creo así. Pueden serlo para un país en paz gobernado por un tirano, Pero la guerra requiere cantidades ingentes de dinero y hay que financiarla. Dinero del que la nunca muy boyante economía rusa –Rusia tiene más o menos el mismo PIB que España y el triple de habitantes– carecía antes de los embargos y del que carece de forma lacerantemente acuciante con éstos y con los gastos de la guerra. China puede ayudar a Rusia, pero no le va a regalar nada. También en esto de la guerra económica hay un precedente histórico. Esta vez es de la historia contemporánea. Alemania perdió la Primera Guerra Mundial sin que un sólo soldado aliado pusiera los pies en su suelo. Simplemente, colapsó económicamente.

Sin embargo, ya se empiezan a oír voces, y no en España o en Europa, sino en muchos artículos y políticos en EEUU que afirman mandar armas a los ucranianos es como invitarles al suicidio y que, por lo tanto, habría que suspender estos envíos. Parece que el heroísmo ajeno no gusta.

¿Cuál fue el factor que desencadenó esta guerra? No creo que la señal de ataque la diese la amenaza de que Ucrania entrase en la OTAN. Eso lleva siendo así desde hace años. Tampoco la guerra de las milicias prorrusas en el Dombas. También llevan ya años. Creo que la señal de ataque la dio la retirada de Afganistán de los EEUU con el rabo entre piernas. Eso fue lo que hizo pensar a Putin que había llegado el momento de otro ataque fabiano, esta vez a mayor escala. Pero esta vez falló en sus cálculos. Creyó que iba a pasar como con Crimea. Y, aunque es cierto que ni la OTAN, cuyo tratado fundacional se lo impide, ni Europa, que carece de capacidad militar, se han declarado beligerantes, sí que están haciendo un bloqueo económico a Rusia y prestando un apoyo económico, en material bélico y mediático, que Putin no esperaba. Y, el heroísmo del pueblo Ucraniano y de su líder, Vlodimir Zelenski, están siendo un revulsivo para la decadente Europa. Hitler también creyó que un bombardeo sistemático de las principales ciudades de Inglaterra doblegaría a los ingleses que, en el periodo entre guerras estaba sufriendo también una fuerte decadencia moral. Pero surgió, providencialmente, un personaje carismático: Winston Churchill. A veces, los países que han conquistado su libertad tienen unas reservas de valor de las que parecen carecer en circunstancias normales. ¿Será este el caso de Europa? No lo sé y, la verdad es que me siento un poco escéptico, pero… Ahí están también, entre Churchill y Zelenski, Ronald Reagan y Margaret Thatcher. ¿Estará forjándose un líder mundial de esas características? No lo sé, y ya he dicho que soy escéptico, pero lo deseo con toda mi alma.

Claro que también hay otro escenario. El de que en unos días, se llegue a un acuerdo que acepte, en mayor o menor medida, los hechos consumados de que Rusia se quede con la parte Este de Ucrania y con unas garantías de que, a pesar de ser un Estado soberano, Ucrania no pueda optar por formar parte de la OTAN ni de la UE y de que estas organizaciones no atenderán sus llamadas a formar parte de ellas. Eso sería una nueva victoria fabiana de Putin que quedaría anotada en su memoria y en la de sus sucesores para asestar el siguiente golpe cuando le parezca el momento adecuado. En el periódico de ayer, 17 de Marzo, un Finlandés, alistado en el ejército ucraniano, decía que él empuñaba las armas en Ucrania para que su hijo no tuviera que hacerlo un día en Finlandia. Y lo mismo pueden estar pensando los estonios, letones o lituanos, o los polacos, o los eslovacos –aunque estén en la OTAN–, o los moldavos, que no están, o los… si Putin gana esta batalla. Si se le deja obtener una victoria fabiana, Putin no se parará ahí. Sin embargo, si Putin ve fracasar su presión fabiana, tal vez veamos un refuerzo de la potencia militar de Europa y de su cohesión. Hay mucho en juego en la resistencia.

Sin embargo, esta situación tiene un aspecto del que no hay ningún precedente histórico. La amenaza del uso de la fuerza nuclear. Ciertamente, la guerra fría nos tuvo a todos los que la recordamos bajo la amenaza del MAD (Mutual Assured Destruction). Tenía yo 11 años cuando la crisis de los misiles en Cuba y lo recuerdo con angustia. Pero entonces, enfrente había un aparato político, el Partido Comunista, que, con toda su inmensa crueldad, no estaba al arbitrio de una sola persona, por mucho poder que tuviera y, además, se sentía llamado a instaurar el comunismo en el mundo para lo que, en primer lugar, necesitaba sobrevivir. Y por eso los barcos soviéticos que llevaban misiles a Cuba dieron la vuelta. Por eso y por la firmeza de Kennedy. Y por eso la guerra fría no acabó en guerra nuclear. Yo pensaba no volver a estar nunca más bajo la amenaza de la MAD, pero…. Sin embargo, la situación de la guerra fría no es el caso ahora. Ahora estamos en manos de un MAD. Lo que me lleva a la pregunta: ¿Está Putin loco?

La palabra loco es enormemente ambigua. Evidentemente, Putin no es un loco de los que se acostumbra ver en películas como “Alguien voló sobre el nido del cuco”. Pero hay muchas patologías, generalmente acompañadas de una gran inteligencia, que no dan avisos externos o, al menos, no claros. El primer Lord Acton afirmó que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Me caben muy pocas dudas de que Putin es un hombre corrompido –diferente de corrupto que, probablemente también lo sea–. Creo que es también un hombre si escrúpulos. No se llega a ser Director de la KGB –y él lo fue– con escrúpulos de conciencia. Y un hombre corrompido y sin escrúpulos está, a buen seguro, podrido de patologías, se llamen como se llamen. Y, si ni siquiera tiene el contrapeso de gente que le controle, aunque sea por odio, puede hacer cualquier cosa, aunque esto suponga su destrucción y la de cientos de millones de personas e incluso la suya. Inmolarse por la Madre Rusia o, al menos convencerse de ello.

Así pues, la cosa pinta fea. Una victoria de la estrategia fabiana de Putin nos acerca al siguiente paso, pero una derrota suya en Ucrania puede tener consecuencias nefastas. ¿Hay un filo de la navaja por el que se pueda caminar sin cortarse en dos para buscar una salida a Putin que no sea ni remotamente interpretable como una victoria? ¡Ojalá la haya! ¡Ojalá esté en la sombra el líder que encuentre ese camino! Yo no puedo hacer otra cosa que pedírselo al Señor de la Historia.

 

 

 

 

Putin Is Finding War Is Hell, and Expensive

 

A decade-long effort to increase professionalism seems to have failed, but Russian troops are adapting in Ukraine and still have brute force on their side. 

 

General incompetence. 

Photographer: Alexey Nikolsky/AFP/Getty Images

By

 

James

 Stavridis

15 de marzo de 2022, 8:00 CET5:50

James Stavridis is a Bloomberg Opinion columnist. He is a retired U.S. Navy admiral and former supreme allied commander of NATO, and dean emeritus of the Fletcher School of Law and Diplomacy at Tufts University. He is also chair of the board of the Rockefeller Foundation and vice chairman of Global Affairs at the Carlyle Group. His latest book is "2034: A Novel of the Next World War." @stavridisj

 

One question I get repeatedly these days: What is wrong with the Russian military? Many in the West had a mistaken belief that the Russian war machine was a rough match for the North Atlantic Treaty Organization, and they are surprised at how much trouble the massive force is having subduing a much smaller and less-equipped neighbor, Ukraine.

During my time as NATO’s military commander, I spent time with the Russian military and the chief of its general staff at the time, General Nikolai Makarov. A congenial figure, Makarov told me about Russian efforts to modernize his forces, starting with professionalizing them and weaning the nation from a brutal conscript system. There were plans to improve offensive cyber capabilities, precision-guided weaponry and unmanned vehicles.

He seemed confident of progress, but from all I have seen in Ukraine, the decade-long effort has not been successful, and draftees abound. There is little evidence of the hardware improvements, either. The Russians present not as a sophisticated 21st-century army, but rather a blunt force in the style of World War II’s militaries.

Unlike in Syria, where Russian forces have been effective but are not fighting pitched battles against a serious standing military, today’s battles in Ukraine are showing the fissures in the Russian approach to training, equipping and organizing. Three key problems are worth highlighting, and none can be solved immediately, meaning they will continue to hobble operations in Ukraine.

The first is obvious: logistical failures. In the military, we often say that amateurs study strategy but professionals study logistics. Getting ammunition, fuel, food, heat, electricity and communications equipment to the troops is crucial. In particular, getting fuel forward has proven very challenging for the Russians, which is logistics 101 for a Western force.

The image of the 40-mile stalled tank and transport convoy outside of Kyiv is a good example of incompetence — any modern Western military would have developed the detailed plans to ensure that such a massive offensive weapon wouldn’t sit on highly exposed terrain for days. Supplying relatively small units in Syria is easy compared to providing sustenance for a 200,000-troop force.

 

A second challenge is perhaps less obvious but more insidious. A significant number of the troops invading Ukraine are conscripts or reservists. They are not a professional, volunteer force led by career senior enlisted cadres. There have been anecdotal examples of Russian soldiers who are literally unaware of the importance of their mission — some surprised to discover they are not on an exercise in Russia when captured by Ukrainians.


The third key misstep is the bad generalship on vivid display. The Russian plan encompassed attacking Ukraine from six different vectors, dividing their forces significantly. A battle plan that spreads forces over six axes is inherently flawed. This no doubt can be attributed to flawed assumptions and intelligence: The Russian generals must have expected the Ukrainians to welcome them with flowers and vodka, not bullets and Molotov cocktails.  

 

Russian killed-in-action numbers are stunning. In 20 years of hard fighting in Afghanistan, the U.S. suffered roughly 2,000 troops killed in combat. The Russians, in just over two weeks, have lost at least 4,000 and possibly twice that. This will haunt President Vladimir Putin even as he tries (but ultimately fails) to keep those numbers from his public.

 

In addition to blood, Russia is bleeding treasure. War is an expensive proposition, especially when your sources of hard currency are drying up due to Western sanctions. And much of the war chest that Putin counted on — more than $600 billion in reserves — has been locked down in Western institutions under sanctions.

 

Russia is reportedly sending its jets on 200 sorties a day, using a tremendous amount of fuel and spare parts that will be increasingly hard to come by given sanctions. Ukraine claims to have shot down more than 50 aircraft at $20 million to $50 million a pop. One recent estimate put the cost of the war at billions of dollars per day, and at that rate Putin will run out of money even before he runs out of public support.

For the Russians on the ground in Ukraine, the worst is still ahead. For Putin to subdue Kyiv, a city of nearly four million, he will have to throw a significant level of combat power into the fight. It took the U.S. First Marine Division — the most elite combat troops in the world — nearly two months to conquer Fallujah, an Iraqi city about a tenth the size of Kyiv.

The locals know every corner and intersection of their city, are increasingly well armed by the West, and are motivated to fight with their families behind them or evacuated to Poland. It promises to be a long and bloody battle.

Here is the caveat: Despite the failures of the Russian military thus far, it is adapting and learning as the battle unfolds. The Russians have held cyberattack technology in reserve for the moment, probably to preserve certain capabilities to use against the West as sanctions increasingly kick in. 

Moscow’s information warfare and decapitation strategies appear to be sharpening. At least two Ukrainian mayors have been kidnapped. Video of one being hauled off with a bag over his head was surely meant as an example to others. And the Russians have mass and sheer scale on their side, with more reserves upon which they can draw. This could be as many as several hundred thousand troops, depending on how much Putin is willing to move from elsewhere.

As of now, time is on the Russians’ side if they choose to simply grind down the Ukrainians and reduce the cities to rubble. But over a longer period, dissatisfaction at home, the coming of the spring mud and military failures will compound for Putin.

I do not detect an ounce of quit in the Ukrainians, particularly in their Churchillian leader, Volodymyr Zelenskiy. He will address the U.S. congress on Wednesday, and one of the topics upon which he will certainly touch are the tactical failures of the Russian military, coupled with fervent requests for more weapons and ammunition. 

Barring a peace agreement, this war is likely to be a long haul. I suspect we will learn more about both the tactical failures and underlying weaknesses of the Russian military before it is over.

19 de marzo de 2022

Elogio de san José

Hoy es san José y quiero empezar el día escribiendo un elogio a su persona, a su figura y a su santidad 

Pocas cosas han sido más dañinas para su figura que el que la iconografía cristiana, hasta hace bien poco, le haya representado como un hombre viejo y decrépito. Nada más alejado de la realidad. Por el contrario, José debió ser un hombre joven y fuerte, locamente enamorado de María. No sin las dificultades que nos narra el propio Evangelio de san Lucas, aceptó con alegría, aunque supongo que no sin sacrificio –no hay que olvidar que la palara sacrificio significa, etimológicamente, hacer sagrado– la misión que Dios le encomendó de protector de una joven e indefensa mujer y de un niño todavía nonato al que, además, por añadidura, tuvo que educar y transmitirle el ejemplo y la figura del padre que realmente era, aunque no lo fuese biológicamente. Porque Dios podría haber protegido Él directamente a su Hijo –que era Él mismo– y a la madre de su Hijo –que era madre de Dios–. Pero no, no lo hizo así. Prefirió hacerlo a través de un hombre bueno, justo, fuerte y protector. Y no fue una protección a través de una vida fácil. No, fue a través de una vida dura en la que hubo huidas precipitadas bajo peligro de muerte ante Herodes y enormes sufrimientos físicos y emocionales. Qué tormentos emocionales tuvieron que sufrir tras saber de la horrible matanza de niños inocentes que Herodes perpetró al ver que ellos se le escapaban de entre las manos. También hubo de proteger a su hijo de la durísima situación de emigrante perseguido en Egipto. Era pues, tenía que serlo, un hombre fuerte, valiente, pero en modo alguno violento. Debía de tener una fuerza tan serena como firme, para ser la roca en la que descansasen su mujer y su hijo, el brazo protector que les diese tranquilidad y seguridad en medio de su azarosa vida. Pero Jesús era demasiado pequeño para ser consciente de esa protección y esos problemas cuando estaba en Egipto, porque volvió de allí cuando murió Herodes y, según la cronología más plausible, debía tener unos cuatro años.

Muy poco nos dicen los evangelios sobre la vida cotidiana de Jesús María y José. Pero algunas cosas nos pueden dar pistas. Por ejemplo, nos hablan de los hermanos de Jesús. Los cuatro evangelios nos hablan de ellos. Incluso en el de san Marcos les ponen nombres: Santiago, José, Judas y Simón y añade que tenía también hermanas. Los evangelios, que han llegado a nosotros en griego, utilizan la palabra ἀδελφὸς hermano, que es una traducción del vocablo hebreo y arameo aj. Pero este vocablo aparece también en pasajes del antiguo testamento y si significase literalmente hermano, entonces Abraham y Lot serían hermanos porque el libro del Génesis les aplica la relación de aj. Pero sabemos que Lot era hijo de un hermano de Abraham, es decir, su relación era de tío y sobrino. Y lo mismo ocurriría con Isaac y Rebeca. En las culturas semíticas el concepto de familia es algo ampliado. Era una cultura patriarcal y los hermanos se criaban juntos en la casa paterna y tenían hijos que vivían todos juntos. Era como una especie de familia numerosa, un poco caótica, de patriarca e hijos y nietos de éste. A todos se les aplicaba el sustantivo relacional de aj. Así pues, Jesús, aunque tenía su núcleo familiar más íntimo con sus padres, José y María, vivía con todos sus tíos y primos en un ambiente multitudinario, con cuatro primos y otras primas y probablemente con sus tíos y tías. Posiblemente uno de sus tíos se llamase Cleofás/Alfeo porque su mujer, por nombre también María era madre de Santiago, el llamado “hermano del Señor”. La María que estaba al pie de la cruz en la muerte de Cristo, junto con su cuñada, también María, la Virgen. Es decir, una vida familiar rica, seguro que no exenta de problemas cotidianos más o menos serios. Es decir, una auténtica escuela de vida. Cuando el Evangelio de san Lucas nos narra el extravío de Jesús cuando, a los 12 años, va por primera vez de peregrinación a Jerusalén, nos hacemos una ligera idea de esto. A la vuelta, sus padres creían que iba en la caravana y no se dieron cuenta de su desaparición hasta el final de la primera jornada de marcha. Y –esto ya es imaginación mía– era esa familia la que tenía un pequeño negocio de carpintería para abastecer de muebles a la zona y para hacer trabajos de construcción en madera. Y me imagino a José como el líder de esa empresa familiar y a Jesús y sus hermanos aprendiendo el oficio y trabajando en ella. Jesús, como hombre, aprendió a ser un buen hombre bajo la tutela y el ejemplo de José.

Pero la muere sorprendió a José demasiado pronto. Sin embargo, no pudo tener una muerte más dulce. Me lo imagino entregando su alma a Dios en brazos de María y de Jesús –el mismo Dios– confortado por sus caricias, sus besos y las gracias que ambos le daban por esos años, los que fuesen, de aceptación alegre y de cumplimiento ejemplar de su misión de protector de Dios y de su madre.

Ojalá, querido san José, te hubiese tenido la devoción que hoy te tengo cuando estaba en la edad de padre joven con hijos niños. Pero nunca es tarde si la dicha es buena. Mi profunda devoción de hoy hacia ti –hoy no puedo pensar en María ni en Jesús sin pensar también en ti, a su lado, fuerte, protector– va más allá del tiempo. Tal vez, sin yo darme cuenta, me ayudó a ser un poco mejor padre de lo que hubiese sido sin mi devoción actual. Pero, sobre todo, mi labor como padre no ha terminado. Es una labor que dura hasta la muerte y más allá de ella, en la eternidad. No importa cuantos años tengan mis hijos o si estoy vivo en esta vida o en la otra. Siempre estarán bajo mi protección, aunque aparentemente no me necesiten o aunque no esté físicamente a su lado. Al igual que mis nietos o mis bisnietos –llegue o no a conocerlos– o tataranietos. Por eso hoy te pido, querido José, que me ayudes a ser mejor padre, abuelo –ahora y más allá de la muerte–

Y te pido también, si esa es la voluntad de Dios, una muerte como la tuya, en brazos de tu hijo Jesús, de María y de mi familia terrena.

Como ya he dicho que no puedo pensar en María sin pensar en ti, transcribo ahora, para terminar, una paráfrasis del Ave María que leí hace años no se donde y que guardé en mi ordenador y, sobre todo, en mi corazón.

“Ave, José, tú, a quien la gracia divina ha colmado; tus brazos han acunado al Salvador que ha crecido bajo tu mirada; eres bendito entre todos los hombres y bendito es el divino Niño de tu virginal Esposa, Jesús.

San José, dado por el Padre al Hijo de Dios, ruega por nosotros en nuestras preocupaciones familiares, de salud y de trabajo, hasta nuestros últimos días, y dígnate socorrernos en la hora de nuestra muerte. Amén”.

17 de marzo de 2022

In memoriam de nuestro más que sobrino Guzmán

Este jueves 10 de Marzo se nos ha muerto como el rayo, nuestro más que sobrino Guzmán, a quien tanto queríamos. Como el rayo, porque la muerte siempre golpea como el rayo, aunque venga precedida de ocho años de valerosa, heroica, lucha contra la terrible enfermedad y de unos meses de durísimo deterioro, llevados sin una sola queja. Pero la lucha de la naturaleza humana con la muerte, es siempre desigual y ésta acabó por ganar la batalla, aunque no la guerra. 

Desde hace apenas tres días, han sido tantos los recuerdos y tan intensas las vivencias que no se si seré capaz de expresarlos en el papel. Pero lo seguro es que no se consigue es lo que no se intenta, así que, ahí voy.

Ese “nuestro sobrino”, a la vez exclusivo e inclusivo, responde, en su exclusión, a que no voy a hablar de los sentimientos de su mujer y sus dos hijas. Eso es terreno sagrado e ignoto del que sólo se puede callar. Sólo expresaré la admiración que nos ha producido a todos su entereza y su valentía, parejas a las de su marido y padre, Guzmán. El “nuestro” inclusivo, se refiere a Blanca, sus hermanos y hermana y los consortes, entre ellos, yo. Porque Guzmán era mucho más que un simple sobrino. Era un poco, o un mucho, como un hijo. Sus padres, José y Adela, se mataron en accidente de coche el 10 de Septiembre de 1986, cuando él tenía 14 años. Yo quería con toda el alma a sus padres. Tras el duelo por su muerte, escribí una poesía:

A Jose y Adela (20-IX-86)

Corríais sin saberlo hacia la muerte

que en forma de camión os esperaba.

¡Qué fatídica cita habíais hecho!

¡Qué rito segundo a segundo consumado!

Un adiós menos y aún tendríamos la risa.

Una parada a causa de un mareo

y vuestra vida seguiría a nuestro lado

mezclada a la dulce ignorancia

de lo que podría haber pasado

con otro adiós o sin parada.

Pero todo se ha cumplido y no ha quedado nada

si no es el pálido recuerdo,

si no son las lágrimas saladas y calientes

que me inundan los ojos y la boca.

¿Aprenderemos a vivir tan solos?

¿Serán los años iguales sin vosotros?

¿Podré sin ti, José, seguir corriendo

o sin ti, Adela, seguir admirando la belleza?

¡Ay, triste muerte que nada respetas!

Te llevas los mejores de nosotros.

Nosotros nos haremos viejos.

Nuestras carnes se irán haciendo blandas,

frágiles nuestros huesos, flaca la memoria.

Vosotros no. Vosotros seguiréis iguales.

Tú, José, siempre fuerte,

bebedor de oxígeno, veloz en la carrera.

Tú, Adela, tan llena de belleza,

destilando suavidad y ternura en tu mirada.

Viejos nosotros, jóvenes vosotros para siempre.

 

Desde entonces, Blanca, mi mujer, hermana de Adela, y el resto de sus hermanos fuimos un poco padres para Guzmán y sus cuatro hermanos y, en reciprocidad ellos se convirtieron en un poco hijos. De ahí lo de nuestro “más que sobrino”.

Guzmán –Guz, Guzmi, Muman, Mi-man, Mi-man-mi-mancho, Mi-man-mi-mancho-tú-sí-que-sabes (con todos esos nombres le llamaba su padre desde pequeño, y algunos de ellos los seguimos repitiendo los que le queremos)– fue, todos y cada uno de los días de su vida, un hombre bueno, haciendo honor a su nombre. Un gran hombre bueno. Bueno, no sólo en el buen sentido de la palabra, como decía Antonio Machado. Guzmán era BUENO. La bondad era como un aura invisible que lo envolvía. Invisible, sí, pero que se te metía por los poros cuando estabas cerca de él o cuando hablabas con él por teléfono, con tan sólo su voz desde el otro lado.

Tres semanas antes de su muerte, el 15 de febrero, mi hijo Rodrigo y yo estuvimos en su casa, junto a su cama, viendo el partido de ida PSG-Real Madrí. Tomamos la tortilla de patata de Zoila, la mejor del mundo. Los tres éramos, somos –hay cosas que van más allá de la muerte– madridistas hasta los tuétanos. El no podía gritar con nosotros, pero nos miraba con sonrisa feliz y ojos exultantes, viéndonos gritar como posesos e insultar al árbitro cada vez que se comía una falta contra el Madrí o pitaba una en su contra. La tarjeta amarilla a Casemiro fue el colmo y así lo manifestamos con gran escándalo, contando con su mirada de aprobación. Rodrigo y yo le dijimos, con esas promesas que se sabe que no se podrán cumplir, que al partido de vuelta, en el Bernabéu, le llevaríamos en su silla de ruedas. Murió la noche siguiente a la remontada del Madrí en el partido de vuelta. Vivía al lado del Bernabéu, por lo que seguro que oyó los rugidos de la remontada –él había vivido muchas en vivo y en directo– que le iba narrando su fiel Zoila. La ovación que siguió al final del partido fue también para él, que estaba a punto de remontar en solitario su Tourmalet al más puro estilo Induráin.

El jueves por la mañana, nos enteramos de que esa madrugada había muerto. Todos nos congregamos en su casa como un solo cuerpo y espíritu, donde Rodrigo celebró una misa íntima para los que llenábamos la casa, que no éramos pocos. Por la tarde, en la capilla del tanatorio de la Paz hubo otra. En ella cantamos, de forma improvisada, el coro de tíos suyos y amigos que nos solemos reunir en mi casa los jueves. Ese jueves, suspendimos la reunión en casa y nos dimos cita en el tanatorio. Sin apenas ensayar, pero brotándonos el canto de lo más hondo de las tripas, convertidas en corazón, cantamos como nunca lo habíamos hecho. Y al día siguiente, todos, familia y amigos, nos fuimos a la casa familiar de Laredo a enterrarle allí y a cumplir con un rito que se repite, triste pero vigorosamente, en los entierros de la familia Uriarte, la de mi mujer. Yo formo parte de esa familia desde 1973 en que me casé con Blanca y he participado en todos esos rituales que, creo, aunque no puedo asegurar, empezaron con la muerte de mi suegro, José Luis Uriarte Rejo.

La puebla vieja de Laredo está adosada a una colina. A mitad de camino de su cima está la parroquia de Santa María. Una colegiata gótica del siglo XIII, con un retablo policromado, el retablo de Belén, flamenco, del maestro Pietrus Nicolai de Morauli. Laredo fue el puerto de arribada del Emperador Carlos V, en su camino a su retiro de Yuste, después de su abdicación. Al arribar allí, el 28 de Septiembre de1556, autodespojado de su título imperial, dijo: “¡Salve!, madre común de todos los mortales. A ti vuelvo, desnudo y pobre, del mismo modo que salí del vientre de mi madre. Ruégote que recibas este mortal despojo que te dedico para siempre, y permite descanse en tu seno hasta aquel día que pondrá fin a toda cosa humana”. Aquí, en Laredo, anticipaba en dos años su entrega a la muerte. Dos águilas imperiales de plata, con las alas desplegadas, fueron el regalo del Emperador a la villa de Laredo. Dos águilas que sirven de ambones, a uno y otro lado del altar mayor, para la lectura de la Palabra de Dios. La entrada por la nave derecha de la colegiata está precedida de una escalera ancha, de veinte peldaños. La salida por la nave contraria, conduce hacia el cementerio, que ocupa la parte alta de la colina. La familia Uriarte, oriunda de Laredo, tiene allí, en la parte más alta de la colina, cerca de su cima, con vistas a las suaves colinas que rodean Laredo y a la magnífica playa de Salvé, un panteón familiar. Está al final de una subida cada vez más empinada en la que alternan rampas y escaleras. Para enterrar a alguien en ese cementerio y, por tanto, en ese panteón, hay que llevar a hombros el féretro del muerto. Naturalmente, siempre hay sepultureros dispuestos al efecto y, recientemente, pequeños carricoches que se las ingenian para salvar escaleras. Pero, como he dicho, la tradición de la familia Uriarte, tradición a la que yo me incorporé, es subir a sus muertos queridos a sus propios hombros, como un último homenaje. Yo recuerdo haber subido a mi querido suegro José Luis, no recuerdo si sibí a mi cuñada Adela o a su marido José, sí a mi cuñado José Luis. Subí también a mi querida suegra Adela, Oma para todos desde que fue abuela. La costumbre de la incineración hizo que desde hace años la tradición se detuviese. Guzmán era el primer muerto de la siguiente generación familiar, que ya no la más joven. Era un hombre que respetaba y amaba las buenas tradiciones y dejó muy claro que él quería ser enterrado con el cuerpo íntegro, su cuerpazo, y ser llevado a hombros hasta la cima del cementerio. Y, por supuesto, respetamos su voluntad. El relevo generacional no se produjo sólo en la muerte, aunque en ésta el relevo no está terminado, sino también, y en esto creo que por completo, en los costaleros que suben el ataúd. Así que me he visto privado de este honor que, por otra parte, no hubiese podido asumir ya.

Así, al pie de las escaleras de la colegiata, esperaban a Guzmán su hermano Diego, su cuñado Rafa y varios de sus primos, entre los que había algún hijo mío. Así que, de alguna manera, seguí participando de ese honor. Cuando llegó el coche fúnebre, con cuatro hombres por banda, viento recio, a todo esfuerzo, alzaron el féretro y empezó el primer tramo de la subida, hasta la iglesia. Debo decir que Guzmán no era un gran hombre únicamente en lo moral y en lo humano. Lo era también físicamente y la enfermedad no había consumido su corpulencia. Por tanto, la subida iba a ser dura. Subir unas escaleras con un féretro de dos metros no es tarea fácil. Los de atrás tienen que izarlo más arriba de los hombros, a puro pulso, mientas que los de delante deben agacharse. Pero así subieron los veinte peldaños hacia la iglesia. Allí, le dimos el penúltimo adiós de corpore insepulto, junto a las penúltimas bendiciones. En la homilía de la misa, el sacerdote, mi hijo Rodrigo, nos leyó una poesía que había enviado a un chat de oración una prima. Decía:

Se me va poblando el cielo

de rostros y corazones,

se va volviendo mi hogar,

llenándoseme de nombres.

 

No es ya un extraño país

lejano en el horizonte,

es cita donde me aguardan

pupilas que me conocen,

labios que me dieron besos,

pieles que llevan mis roces.

 

Se me va poblando el cielo

de rostros y corazones,

de gestos ya conocidos

de amor, de abrazos que acogen,

 

en los que revivir puedo

amadas palpitaciones,

y tantos y tantos sueños

que aguardan consumaciones.

Se me va poblando el cielo

de rostros y corazones:

me gusta saber que Dios

prepara para los hombres

Paraísos que permiten

recuperar los adioses.

 

Allí se me van llegando

uno a uno mis amores,

con besos hoy silenciosos

que tendrán resurrecciones.

 

Se me va poblando el cielo

de rostros y corazones,

se va volviendo mi hogar,

llenándoseme de nombres.

 

De su autor sólo sé que era un cartujo llamado Pedro. ¡Qué dulce esperanza saber que eso es así! Ayudados por estas palabras nos unimos más con él en la Eucaristía y, terminada la misa, los costaleros volvieron a tomar el ataúd y empezaron la penosa y dura ascensión.

Una vez allí, esta vez sí, vinieron los últimos durísimos adioses y bendiciones a sus restos mortales y deshicimos el camino andado, cuesta abajo. Mi familia de adopción –que no política, yo la he adoptado a ella, sin dejar a la mía, claro, y ellos también me han adoptado a mí– tienen otra magnífica tradición, a la que yo también me he incorporado con entusiasmo. Tras los entierros, reciben en la casa familiar a cuantos han venido de fuera y, para sorpresa de muchos, en esa reunión reina una gran alegría y jolgorio. Sabemos que todos nos reencontraremos y sabemos también que la mejor manera de ahuyentar la tristeza y el vacío que indudablemente nos invadirá en unos días, es la celebración. Y así lo hacemos. Esta vez, tras un rato en la casa, fuimos unos cincuenta, entre familia –tres generaciones– y amigos, a cenar a un restaurante cercano. Tras la cena, la inevitable costumbre tan española de seguir hablando en corros y a voces en plena calle. En esos corros, hablé con uno de mis sobrinos que habían llevado en andas a Guzmán y yo refresqué mis recuerdos de esa subida, mientas él me contaba si vivencia. Y surgieron cosas de gran importancia. De las verdaderamente importantes. De las únicas importantes. Nos dijimos cómo esos momentos del ascenso se hacen eternos y piensas en mil cosas. En primer lugar, te abruma la responsabilidad. ¿Qué pasa si se le resbala el ataúd a cualquiera de los ocho que lo llevamos y se cae por tierra? Cuidado ahí, que hay verdín, te dice una voz que pretende ayudarte. ¿Aguantaré hasta el final si ya voy echando el bofe y no vamos ni por al mitad? Porque hay una regla no escrita que es que no se da ni se pide relevo. Sería demasiado peligroso. Oyes el resuello del que va detrás de ti, que parece que te va a escupir los pulmones en tu espalda. ¿Qué tal irán? ¿Estarán tan reventados como yo? Pero no vas pensando solamente en eso, en llegar al final. En esos momentos eternos te da tiempo a pensar en todo. En especial en eso, en el tiempo y la eternidad. ¿Quiénes somos realmente? ¿Qué es esta mezcla inextricablemente unida, a la que llamamos hombre, de alma inmortal y cuerpo que se pudrirá? ¿Es realmente corruptible la carne o ciertamente resucitará en el último día? ¿Cómo será esa resurrección? ¿Cómo serán nuestros seres queridos cuando los encontremos de nuevo? ¿Será verdad que nos esperan en el cielo y que allí los podremos abrazar, carne con carne, con palmadas sonoras en la espalda y besos apretados mejilla con mejilla, como dice el poema de Pedro, el cartujo? Mientras yo subía, ligero de equipaje, leía las lápidas de gente que había muerto en 1949, con cincuenta y cinco años y al que su familia decía que nunca le olvidarían. Pero –me decía–, seguramente, su familia, la que decía que nunca le olvidaría, habrá muerto ya también. ¿Le recordará la siguiente generación? ¿Y la siguiente a la siguiente? ¿Será verdad que nos encontraremos todos otra vez en cuerpo y alma? Y así pregunta va “cavilación que vienes como el mar de la playa a las arenas”.

Luego, cuando, ya en la cama, rezaba sobre los acontecimientos del día, me vino a la cabeza una cosa que dijo mi hijo Rodrigo, el sacerdote, en una de las misas de estos días, no se en cual de las tres. La victoria, mucho más allá de la de la remontada del Madrí que llegó a ver Guz, narrada por Zoila. La realidad es la épica de lo impensable. La victoria real es la de Cristo sobre la muerte. “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón? La muerte a quedado absorbida por la victoria”, nos dice san Pablo. No, la muerte sólo ha ganado una batalla. La guerra la ha ganado Cristo para nosotros. La muerte es sólo el día de la liberación, y ti ya has tenido la tuya.

Pero tus trabajos aún no hen tenminado. Ahora tú, Guzmán, Guz, Guzmi, Muman, Mi-man, Mi-man-mi-mancho, Mi-man-mi-mancho-tú-sí-que-sabes, sobre todo, tu-si-que-sabes, tú que estás en el cielo, que ya es tu hogar poblado de rostros y corazones, sobre todo los de tus padres, cuídanos desde allí. A nosotros, que estamos todavía subiendo la empinada cuesta de la vida con nuestra muerte a cuestas. Cuídanos. Cuida, sobre todo, a Almu y a tus hijas Almudenita y Solete. Pero como eres fuerte y tienes anchas espaldas y, además, participas de la fuerza y sabiduría de Dios –Él sabe de verdad, decías en tu enfermedad–, deja un poco para cuidarnos también a todos los demás que te queremos. Hasta pronto Guzmán –hombre BUENO– hasta que nos reencontremos en la resurrección. Amén

15 de marzo de 2022

El Evangelio escondido de Matajj 17; Capítulo XIV: En Nazareth

CAPÍTULO XIV

 EN NAZARETH

- En ese primer vagabundeo por Galilea, unos días antes de lo que te acabamos de contar del barranco de la muerte, Jesús nos llevó a Nazareth –hablaba Judas–, donde Jesús y yo habíamos vivido desde nuestra vuelta de Egipto y donde siguen viviendo Miriam y nuestros hermanos. Algunos días antes, en una de nuestras jornadas de sanación, vinieron mi tío Cleofás, mis dos tías y mi hermano Jacob con la intención de hacer volver a casa a Jesús y a mí, diciéndonos que estábamos trastornados. A Miriam se la veía muy triste, como si estuviese allí obligada. Aunque sólo estuvieron un rato, volvieron bastante impresionados. Cuando les dijeron a la gente quiénes eran, una mujer gritó a Jesús: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron”. Jesús miró a la mujer que había gritado. Luego miró a su madre, la sonrió y, mirándole a los ojos fijamente le dijo:

- Más bien dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica.

- ¿Conoces Nazareth, Mattaj? –me preguntó Judas. Ante mi negativa continuó:

Nazareth es un pueblo muy pequeño, pero desde un acantilado cerca del pueblo, la vista se pierde en el fértil valle de Jezrael y, los días claros, se divisa al fondo el monte Tabor, desde donde bajaron los ejércitos de Israel, al mando de Barac y Débora, para atacar y desbaratar al poderoso ejército cananeo al mando del general Sísara. Miles de veces, Jesús y yo habíamos estado sentados en el acantilado, imaginándonos la batalla final entre el bien y el mal, la batalla de la colina de Meguido, Har Meguido, que los griegos llaman Armagedón, que se desarrollará allí al fin de los tiempos. También allí, en Meguido, había muerto el rey Josías, el gran reformador de la idolatría de Judá, en una batalla innecesaria contra el faraón Necao. Ni Jesús ni yo entendíamos porqué Josías, un rey fiel a Elohim, había sido abandonado por YeHoVaH para morir a manos de un extranjero. Desde niños, allí sentados, imaginábamos cómo habríamos defendido al rey Josías en la batalla de Meguido, cómo hubiésemos luchado con el ejército de Barac y Débora y, sobre todo, como combatiríamos del lado del Ungido de Elohim, contra las fuerzas de Satán si YeHoVaH nos concediese vivir el fin de los tiempos y participásemos en el Armagedón. La última vez que estuvimos allí, justo antes de la partida de Jesús, me dijo: “Ya entiendo por qué tuvo que morir Josías. La batalla de Har Meguido no se ganará con espadas, ni con carros, ni con lanzas, sino con la misericordia”. Me quedé perplejo con esas palabras suyas, pero antes de que pudiera preguntarle se levantó y se fue a casa a toda prisa. Cuando llegué detrás de él me encontré con la noticia del accidente de José y nunca tuve ocasión de preguntarle sobre ellas. Ahora empiezo a entenderlas y no hago preguntas. Sé que algún día las entenderé del todo.

Llegamos a Nazareth al atardecer de un viernes –continuó Judas con el hilo de su histori, que había roto para ponerme en antecedentes sobre Nazareth–. Normalmente los viernes por la tarde no había mucha gente que nos siguiese, porque a partir de la puesta del sol empieza el Sabath. Entramos en el pueblo y, naturalmente, fuimos a nuestra casa. Nos cruzamos con algunas personas que se quedaban mirando a Jesús como si fuera una aparición. Evidentemente, hasta allí había llegado la fama de las curaciones de Jesús. Cuando llegamos a casa, mi padre, mis tíos y todos mis hermanos se quedaron asombrados. Se leía en su cara una mezcla de enfado por lo que ellos creían la huida de Jesús tras la muerte de José hacía unas lunas y mi desaparición tras él hacía unas semanas y, por otro, la extrañeza ante las cosas que oían contar, y que algunos de ellos habían visto, de las curaciones de Jesús. A esto se mezclaba la preocupación de ver que llegábamos una auténtica muchedumbre. Por supuesto, se impuso la hospitalidad. Mi tío Cleofás y mi padre salieron a recibirnos, nos trajeron agua en abundancia para las purificaciones y nos dieron a todos el beso de la paz. También vinieron mis hermanos Jacob y José. No parecían tan comprensivos como nuestros tíos. Mi hermano Simón no salió a recibirnos. Se asomó a una ventana, para dejar patente que nos había visto llegar, pero no bajó. El ver que traíamos provisiones que podían ayudar a la cena para tantos, les tranquilizó un poco. Inmediatamente después vinieron Miriam, la madre de Jesús y mi otra tía Miriam, la mujer de mi tío Cleofás y nuestras cinco hermanas. Miriam se abalanzó a abrazar a su hijo, mientras la otra Miriam, la de Cleofás, tras saludar cariñosamente a Jesús, salió rezongando con las cinco chicas para preparar todo para la cena. Jesús, tras el abrazo a su madre tomó varios sacos de provisiones, se los cargó al hombro y, antes de que ninguno de nosotros pudiésemos reaccionar, se fue detrás de su tía Miriam hacia la cocina, seguido por Noemí. Miriam nos saludó a todos efusivamente, pues nos conocía de Caná y, luego, hizo ademán de irse también a la cocina, pero al cruzarse con Jesús, que volvía de allí, éste la sujetó y, junto con mi padre y Cleofás, él, yo y los otros dos hermanos que estaban allí, entramos a la casa por otra puerta. Evidentemente, quería explicar a todos sus motivos en una especie de consejo de familia, como los que solíamos tener para hablar de la marcha de la carpintería.

- Nosotros nos quedamos en el patio un poco huérfanos –siguió Tomás–, sin nadie que nos hiciese caso, pero en seguida salieron dos de las hermanas de Jesús para atendernos con un ánfora de vino, varias copas y algunos higos y un poco de pescado seco y se fueron. De la casa salían las voces de una agria discusión. Las únicas voces que no se oían eran las de Miriam y Jesús, así que cuando las voces estaban calladas, suponíamos que estaba hablando suavemente alguno de los dos. Pero la discusión no amainaba. Distinguíamos cinco voces masculinas además de la de Tadeo, así que supusimos que Simón también se había incorporado a la discusión. De hecho, había tres voces muy airadas, una que transmitía cierto enfado, sin llegar al nivel de las otras y otra que pretendía ser conciliadora.

Pasó algo más de una hora de tenso silencio en el patio y discusión en el interior. Ninguno sabíamos que decirnos. El crepúsculo se acercaba. Por fin, oímos a Miriam la de Cleofás entrar en la sala del consejo familiar, dando palmadas y anunciando que la cena estaba lista y que había que empezar el Sabath. Luego vino al patio y nos invitó a pasar. En una mesa enorme había preparado una sobria y a la vez espléndida cena. Miriam la de Cleofás, por ser la esposa del mayor de los hermanos, procedió a encender las velas. Después, el propio Cleofás recitó el kidush, con el pan tapado, manteniendo en alto la copa de plata con el vino especiado con clavo. Después, Cleofás bebió de la copa y la pasó para que bebiésemos todos. Tras eso partió el pan, lo repartió y empezó la comida.

- Mi tío Cleofás –retomó Tadeo el relato–, que había procurado ser conciliador en la discusión, intentaba ahora que no se notase la tensión –continuó Judas–. Mi hermano Jacob estaba también bastante amable, aunque se le notaba un cierto malestar. A mi padre y a mi hermano José se les notaba muy disgustados, aunque intentaba disimularlo con educación. Pero mi hermano Simón tenía un ceño hosco y no dijo una sola palabra en toda la cena, apenas levantó los ojos del plato. Si se hubiese atrevido, a buen seguro no hubiese estado en la cena, pero el Sabath era inviolable. Miriam, la mujer de mi tío Cleofás, y el resto de mis hermanas intentaban también quitar hierro al ambiente, hablando mucho y recordando viejos tiempos. Miriam la madre de Jesús, sentada al lado de su hijo, apenas hablaba. Miraba muy frecuentemente a Simón, con una sonrisa en su rostro. En un momento, las miradas de tía y sobrino se cruzaron y Simón, a pesar de su enfado, no pudo evitar devolver la sonrisa a Miriam, aunque, inmediatamente, volvió a bajar la vista y a concentrarse en su plato. Al acabar la cena, Jesús y yo nos fuimos a dormir a la sala de los hermanos, Noemí fue a la habitación de Miriam, la madre de Jesús y el resto dormimos en la misma sala en la que habíamos comido, después de que las mujeres la despejasen de todos los preparativos de la cena. Jesús se quedó rezando mientras yo intentaba en vano dormir, presa de la excitación de la discusión. Solo horas más tarde me quedé dormido con un sueño inquieto y agitado. Jesús seguía rezando.

- Al día siguiente, casi al alba, nos despertó una especie de murmullo atronador –continuó Andrés–, casi un rugido. Fuera del portalón de entrada al patio de la casa se habían reunido como cincuenta o sesenta personas, que debían ser todos los enfermos de Nazareth más los acompañantes de aquellos que no podían valerse por sí mismos. Llamaban a voz en grito a Jesús.

- Jesús –gritaban–, cúranos, como has curado a otros fuera de Nazareth. Haz en tu tierra y a tu gente lo que has hecho en otros sitios.

No era una súplica, era una exigencia airadamente expresada. Pero Jesús no salía y el griterío iba en aumento hasta convertirse casi en un tumulto. Unos cuantos de ellos se curaron, aun sin que Jesús saliese. Sus gritos de agradecimiento se mezclaban con las exigencias del resto que los acallaban, furiosos de que estuviesen curados y ellos no. Todos, familia y huéspedes, estábamos en el patio mirándonos unos a otros en silencio. Pasaba el tiempo y la turba empezó a indignarse. Los que no se veían curados la emprendieron con los que sí lo habían sido, que tuvieron que huir. La turba empezó a golpear el portón.

- Mi hermano Simón –Tadeo continuaba con el relato– se encaró con Jesús diciéndole con acritud y tono retador:

- Vamos, sal ahí, si tienes valor, y demuestra a todos por qué te fuiste de casa.

- Simón –le dijo Jesús sin acritud– no tengo nada que demostrar a nadie. A algunos de ellos, su fe les ha curado ya. Los que no tienen fe y exigen su curación como si yo fuese el chico de los recados no se curarán aunque yo salga. Pero tu padre, Cleofás, ha quedado curado.

Mi tío Cleofás se puso pálido. Cuando se recuperó del asombro se acercó a Jesús se volvió hacia todos y nos dijo:

- Efectivamente, no os había dicho nada a nadie porque tenía miedo y vergüenza. Desde hace unas semanas he tenido una mancha en la tripa. Una mancha como las que el Levítico dice que es la lepra: reluciente y con una pequeña llaga en el medio, algo más hundida que el resto de la mancha. Los pelos de la zona se habían vuelto blancos. El Levítico dice que así es la lepra y que hay que ir al sacerdote para que declare impuro a quien la tenga. Yo tenía un miedo y una vergüenza espantosos y posponía siempre ir al sacerdote. Por eso estaba hosco y huraño contigo, Miriam –dijo dirigiéndose a su mujer–. Por eso has echado en falta algún paño. Me iba fuera del pueblo y quemaba a escondidas los paños que cogía para envolverme la pústula. Sé que he hecho mal, que debería habéroslo dicho, pero no me he atrevido. He vivido impuro junto a vosotros, he celebrado impuro varios Sabaths. Os pido perdón –y al decir esto su voz se quebró–. Pero –continuó levantando la cabeza y mirando a Jesús– esta mañana, al levantarme, estaba limpio, completamente limpio –y diciendo esto se quitó la ropa de medio cuerpo para arriba y nos mostró el lugar del abdomen donde había tenido la mancha. Efectivamente, la piel estaba sana y negros todos los pelos de su velludo abdomen–. Ayer –continuó– en la cena Sabath recé al Altísimo con toda mi alma, a pesar de mi impureza. Le dije a Jesús con toda la fuerza mental de que era capaz: “Jesús, si lo que dicen de ti y yo he visto es verdad. Si no condenas a los impuros. Si tienes alguna relación con el Altísimo, pídele que me cure”. Y esta mañana estaba curado. No sé cómo lo has sabido, Jesús. Nadie, ni siquiera Miriam, lo sabía. Lo guardaba en mi conciencia como una vergüenza.

Y diciendo esto, intentó arrodillarse delante de Jesús, que se lo impidió con energía diciéndole.

- Tío Cleofás. De ninguna manera te permito que te inclines ante mí. Ahora que mi padre ha muerto, tú eres mi padre y te debo todavía más respeto que antes. Soy yo el que imploro tu bendición y tu perdón –y diciendo esto, se arrodilló delante de mi tío que se quedó perplejo, sin saber lo que hacer.

Como un autómata, Cleofás bendijo a Jesús y después le abrazó larga y cariñosamente. Esto indignó a Simón y a José.

- No te creo padre –saltó Simón furibundo– es tu bondad natural, la que te lleva a inventarte esta historia de la curación para que aceptemos a este Jesús que nos ha dejado en la estacada.

- Esa bondad natural que tienes con todos menos con tus dos hijos pequeños, porque toda se la has dado a tu hijo mayor, Jacob, y a tu sobrino, Jesús, a quien siempre has querido más que a nosotros –concluyó José, casi tan indignado como Simón.

Efectivamente, mi tío Clofás, siempre ha tenido una marcada predilección por su hijo mayor, Jacob, y ha tenido para Jesús un cariño especial. Esto ha sido toda la vida una fuente de tensiones en la familia. Su madre, Miriam, intentó, desde que eran pequeños paliar esas evidentes predilecciones de Clofás, pero nunca consiguió expulsar el resentimiento del corazón de sus dos hijos menores. Sin embargo, nunca pensé que podría llegar a oír esto. Cleofás se quedó como petrificado, como si le hubiesen abofeteado. La madre de ambos, Miriam, saltó como una pantera.

- Sois un par de chacales. Toda vuestra vida os he dado un cariño especial para compensar la predilección de vuestro padre por Jacob y Jesús, pero siempre habéis rechazado mi cariño como si fuese un estorbo para vuestro resentimiento. Miriam también se ha volcado en cariño hacia vosotros. Pero ha tenido que ocurrir este milagro para que sacaseis definitivamente a flote toda vuestra envidia, rencor y mezquindad, insultando además a vuestro padre y llamándole mentiroso. Idos de esta casa. No quiero veros más. Fuera de esta casa –parecía como si les estuviese escupiendo estas palabras.

Ellos se dieron la vuelta. Clofás les llamó con voz suplicante, pero ellos abrieron el portón y se fueron. La gente que estaba fuera intentó entrar, pero Miriam, la de Cleofás, con Miriam, la madre de Jesús, estaban en el umbral de la puerta. Los ojos de furia de la primera y la actitud serena pero firme de la segunda les impidieron entrar. Ellas cerraron la puerta. Poco a poco, la muchedumbre se disolvió.

- ¿Qué voy a hacer ahora? –se lamentaba Cleofás– mis hijos se han ido. Nunca fui un buen padre para ellos, que Dios me perdone –y, luego, volviéndose a Jesús–. Hijo, tú no tienes la culpa de nada. Soy yo el que he alimentado ese odio en mis hijos. Tú siempre has sido como un hijo para mí, lo sigues siendo y lo serás hasta que me muera.

Mientras decía esto, su mujer se acercó a la otra Miriam y la abrazó con fuerza. Luego miró a Jesús y le dijo:

- También yo te considero mi hijo querido. ¿Cómo podrías tú tener la culpa de que estos hijos míos sean así de miserables? Lo han sido desde pequeños. Por una cosa u otra, esto tenía que llegar algún día. No importa que en unos días el taller se haya quedado sin manos. Entre tu madre, yo y mis cinco hijas podemos sacar adelante a la familia sin problemas.

Entonces, Jesús, tú y tu madre dijisteis unas misteriosas palabras –Tadeo se dirigía directamente a Jesús que le sonreía enigmáticamente:

- No he venido a traer la paz al mundo –dijiste tú–. Desgraciadamente, esto no es más que el principio y es voluntad del Padre –Abba, siempre Abba– que esta tragedia empiece por mi propia familia. Pero, desde ahora, en una misma familia los hijos estarán contra los padres, las nueras contra las suegras, dos hermanos estarán conmigo y dos contra mí. Incluso llegará un día en que unos denuncien a otros ante el Sanedrín por mi causa. Desgraciadamente, no puedo dejar de ser piedra de tropiezo. Pero ni un solo día dejaré de rezar al Padre del cielo por Simón y José y os pido a vosotros que también lo hagáis.

Y Miriam añadió:

- Cuando te llevamos a circuncidar al Templo –ya te lo conté la noche antes de que te fueses, pero ahora se lo cuento al resto–, un anciano, Simeón, me dijo: “Mira, este niño va a ser motivo de que muchos caigan o se levanten en Israel. Será signo de contradicción y, a ti misma, una espada te atravesará el corazón; así quedarán al descubierto las intenciones de todos”. Llevo treinta años meditando estas palabras en mi corazón. Toda tu niñez y tu juventud, tan apacibles y bondadosas, me habían hecho casi pensar que el bueno de Simeón chocheaba. Pero ahora sé que esto es sólo el principio.

Ninguno de los dos Jacobs, mi padre y mi hermano, decían nada. Parecían sometidos a una lucha interna. Todos nosotros estábamos perplejos, sin saber qué hacer. Nos hubiese gustado desaparecer. Entonces Jesús dijo:

- Vamos, me esperan en la sinagoga.

Todos cruzamos una mirada de aprensión, pero Jesús no nos dio tiempo a reaccionar. Antes de que pudiésemos decir nada había salido a la calle, que ahora estaba desierta y estaba caminando hacia la sinagoga. Todos fuimos detrás de él. Al llegar a la sinagoga se oyó el murmullo de toda la gente que susurraba. Jesús pasó por medio de un pasillo de caras hoscas, salvo alguna que esbozaba una tímida sonrisa. El rabino salió a saludarle y le ofreció hacer las lecturas. Le dijo con ironía:

- Pocas veces viene un profeta a visitarnos. Sería un honor para tu pueblo que un profeta nacido en él hiciese las lecturas y las comentase.

Jesús recibió el beso de la paz del rabino, le agradeció la deferencia, haciendo caso omiso de la ironía de su voz, subió al ambón, tomó el rollo del profeta Isaías y lo desenrolló hasta encontrar el pasaje que buscaba. La sinagoga estaba llena a reventar y el silencio se podía cortar. Jesús leyó:

- El Espíritu de Elohim está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados y anunciar la liberación a los cautivos, a los prisioneros la libertad. Me ha enviado para anunciar un año de gracia de Elohim –hizo una brevísima pausa, casi imperceptible, como si se estuviese saltando algún verso y siguió–; …; para consolar a todos los afligidos, para alegrar a los afligidos de Sión; para cambiar su ceniza por una corona, su traje de luto por perfumes de fiesta y su abatimiento por cánticos.

Enrolló otra vez los pergaminos y se sentó. Se hizo un denso silencio que duró casi un minuto, en el que Jesús paseó su mirada por todos. Después continuó:

- Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido este pasaje de la Escritura –y se calló.

El murmullo se convirtió en un sordo zumbido. Se decían unos a otros:

- ¿De dónde le vienen a éste esa sabiduría y esos poderes milagrosos que se cuentan? ¿No es este el hijo del carpintero José? ¿No se llama su madre Miriam y sus hermanos Jacob, José, Simón y Judas? ¿No están todas sus hermanas entre nosotros? ¿De dónde le viene entonces todo esto?

Jesús se levantó, alzó la mano y todos se callaron. Les dijo:

- Seguramente me recordaréis el proverbio: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Lo que hemos oído que has hecho fuera de aquí, hazlo también aquí, en tu pueblo.

Se oyeron murmullos de aprobación: “eso, eso, que cure a todos los que no ha curado antes y creeremos en él”. Él, levantando la mano otra vez les hizo callar de nuevo. Y les dijo con voz potente:

- La verdad es que ningún profeta es bien acogido en su tierra.  Os aseguro que muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis lunas y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en la región de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel cuando el profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino únicamente Naamán, el sirio. De la misma manera, no puedo curar a muchos de aquí por su falta de fe.

Un rugido de furia se levantó ante estas palabras. Todos se levantaron y, agarrándole, le arrastraron fuera del pueblo, hacia el acantilado desde el que se divisa el valle de Meguido. Mientras le llevaban, a rastras, le golpeaban y le daban patadas. A nosotros nos cogió desprevenidos, pero mi padre, mi tío Cleofás y mi hermano Jacob trataban en vano frenar a la chusma y se llevaron por ello bastantes golpes. Al llegar al borde, le pusieron de pie y le hicieron mirar hacia el valle dispuestos a empujarle. Entonces él, se dio la vuelta y empezó a mirar a los ojos a cada uno de ellos. Sangraba copiosamente por varios sitios. Echó a andar y la marea humana que le había llevado hasta el acantilado se abrió. Él los miraba a todos y ellos bajaban la vista cuando pasaba. No cojeaba. Andaba erguido y con una dignidad asombrosa para un hombre que acababa de ser brutalmente ultrajado. Cuando salió de entre la muchedumbre siguió andando hacia el camino de salida del pueblo. Todos se quedaron quietos, como petrificados. Nosotros le seguimos. Detrás de nosotros venían mi padre, mi tío Cleofás y hermano Jacob. Al doblar un recodo, fuera ya de la vista de los nazarenos, empezó a cojear y a dar tumbos. En uno de ellos trastabilló y cayó al suelo.

- Entonces yo me acerqué, me agaché hasta él, le tomé en mis brazos y le dije –hablaba Jacob, el hermano del rabbí.

- Jesús, hermano, perdóname. Déjame ir contigo, vayas donde vayas. A partir de ahora seré tu hermano menor, tu servidor. Viviré como tú vivas y moriré como tú mueras, pero déjame ir contigo. No sabría encontrarle sentido a la vida de otra manera.

- Querido hermano –me contestó– te he estado llamando en silencio desde que te vi el día que fuiste a buscarme. Desde que llegué a casa ayer he redoblado mi llamada y veo que me has escuchado. Bendito sea Dios. Ayúdame a levantarme.

Le ayudé, me miró a los ojos, me sonrió y me abrazó con fuerza. Me di cuenta de que, efectivamente yo era el menor de los hermanos, aunque fuese el mayor de todos. Menor que José y Simón, menor que Tadeo y, desde luego, mucho menor que Jesús, que me pareció un gigante, un profeta como Elías o Moisés. Por eso me hago llamar Jacob, el menor. Entonces Jesús miró a mi padre y al de Tadeo como disculpándose por llevarse a sus dos hijos tras haberse producido el lastimoso incidente con los otros dos, dejando sin brazos el taller de carpintería. Mi tío Jacob, se adelantó y le dijo:

- Me siento orgulloso de que mi hijo Judas se haya ido contigo y creo que hablo también por Cleofás. No somos dignos de ese privilegio. El taller ya iba mal y tenía poco trabajo. No creo que hubiese podido mantenernos a todos. En cambio, nuestras mujeres y nuestras hijas tienen cantidades de trabajo cosiendo en las casas de los pueblos vecinos y podrán mantener bien a estos dos viejos. Seguid vuestro camino, hijos.

De repente me di cuenta de lo avejentados que estaban mi padre y mi tío. Me acerqué a ellos y los abracé con toda el alma. Lo mismo hizo Judas y, después Jesús. Les dijo:

- Ya os he dicho que rezaré todos los días porque Simón y José vuelvan a vosotros. Todos nosotros rezaremos. Hacedlo vosotros también. No perdáis nunca la esperanza. Jamás. La misericordia de Dios es más fuerte que cualquier odio. Despedidme de mi madre y de tía Miriam.

Y diciendo esto les bendijo diciendo:

- Que Elohim, os bendiga y os guarde; Elohim haga brillar su rostro sobre vosotros y os conceda su favor; Elohim os muestre su rostro y os dé la paz.

Y, después de esto, se dio la vuelta y se alejó cojeando ostensiblemente y apoyado en Tadeo y en mí.