26 de julio de 2021

Ser abuelo

Aunque técnicamente ya estamos en el día 26 de Julio, psicológicamente no lo será (al menos para mí) hasta que amanezca el 27. Que vosotros lo leáis el 27 es otro asunto. Yo lo escribo el día 26 que es el día de san Joaquín y santa Ana, abuelos de Jesús y patronos de todos los abuelos. Y me he acordado de algo que escribí hace ya más de 14 años, poco después de ser abuelo por primera vez. Y no puedo por menos que enviarlo, hoy, que todavía es día 26.

Felicidades a los Joaquines y las Anas pero, sobre todo, a todos los abuelos que, como verá el que lea el adjunto, no necesariamente tiene que coincidir con la abuelez fisiológica. 


3-II-2007 

Ya hace casi un mes que fui abuelo por primera vez. Nunca me había parado a considerar si era algo que me haría ilusión, hasta hace poco. Hace unos años lo empecé a considerar y me dije a mí mismo, vagamente, que creía que sí, que me haría ilusión. Jamás tuve ningún tipo de impaciencia por ser abuelo, pero cuando hace unos meses, mi hijo y su mujer me dijeron que estaban esperando, me llevé una gran alegría. Desde ese día mi ilusión por ser abuelo empezó a crecer exponencialmente. Vi el embarazo de mi nuera avanzar y contaba los días. No sé qué tipo de sentimiento esperaba cuando naciese mi nieto, pero sé cuál no esperaba. No esperaba la sorpresa. A fin de cuentas, con unos días o unas semanas de incertidumbre, sabía cuando iba a nacer mi nieto. Se adelantó un par de semanas, es verdad, pero cuando me llamaron por teléfono para decirme que había nacido, no me sorprendió. Simplemente, había pasado lo que se esperaba que pasase. Sentí una gran alegría y arreglé los asuntos del día para poder ir a verle lo antes posible. A las dos horas de la llamada, me presenté en la clínica. Vi al niño y me lo pusieron en los brazos. Y experimenté muchos sentimientos, todos ellos mezclados, precisamente, con el único que no esperaba: la sorpresa.

He tenido ocho hijos y todos me han producido una gran alegría, pero lo que experimenté al tener a mi nieto en mis brazos fue muy distinto y, precisamente por eso, sorprendente. Voy a tratar de explicarlo. En una primera derivada creí que era un sentimiento de alegría sin responsabilidad. Cuando tienes un hijo, justo al lado de la alegría está el peso de la responsabilidad. Una vida que depende de ti para desarrollarse, para educarse, para formarse. Cargas emocionales, económicas. Sin que esto empañe la alegría, la matiza. Cuando tienes un nieto esa carga es mucho menor. No nula, pero sí mucho menor. Se dice que los abuelos pueden maleducar a los nietos. No estoy de acuerdo. Yo procuraré, con una responsabilidad subsidiaria a la de sus padres, colaborar en la formación de mis nietos. Espero ser un abuelo cariñoso y divertido, pero en ninguna forma maleducador. Pero, ciertamente, la responsabilidad es menor. Y a eso atribuí, en primera instancia, la diferencia de sentimientos entre mi recuerdo ya lejano de la paternidad y la recién estrenada “abuelidad”.

Pero enseguida me di cuenta de que no era eso. Al menos no era sólo eso. Ni siquiera era principalmente eso. Había algo más. Algo mucho más importante que no supe definir en primera instancia. Pero unas horas más tarde, de repente, me di cuenta de lo que era ese algo.

Mi primer hijo lo tuve con 23 años. Es cierto que era inmaduro, cómo iba a no serlo, pero también es cierto que, ciertas inmadureces aparte, era más maduro que la inmensa mayoría de los jóvenes de 23 años de esa época y mucho más maduro que los de 23 años de ahora. Pero no era la mayor o menor madurez lo que marcaba la diferencia. A fin de cuentas, nunca se es, afortunadamente, completamente maduro, por lo que la diferencia de madurez entre los 23 años y los 55 es cuantitativa. La diferencia realmente cualitativa la marca la perspectiva. Cuando tienes 23 años, tengas la madurez que tengas, ves la vida desde la altura de los 23 años. Cuando tienes 55, la ves desde un atalaya mucho más alta. La diferencia de la altura del atalaya de los 23 y la de los 55 es también cuantitativa. Pero esa diferencia cuantitativa te permite una perspectiva cualitativamente distinta. Ves valles que estaban ocultos a tu vista desde la altura de los 23 años. Ves caminos que antes estaban escondidos por los matorrales. Ves dentro de tu horizonte relaciones que antes se establecían fuera, etc.

En particular, tienes la perspectiva de la tradición. No me refiero a la tradición como repetición de cosas que has aprendido desde pequeño sin criticarlas. En ese sentido soy muy poco tradicionalista. Me refiero a la tradición en su sentido etimológico: tradere, entregar. Te das cuenta de que tu hijo está entregando un testigo que ha recibido de ti, que a tu vez lo has recibido de tus padres y que eres parte de una cadena que se remonta hacia atrás en una serie que se pierde en la noche de los tiempos y que se lanza hacia delante para proseguir la entrega hasta su fin. La tradición no es una trasmisión pasiva del testigo. Cada generación debe completarla, modificarla, añadir, tal vez quitar con respeto. Cambiar algo sin cambiar lo esencial. Adaptar lo esencial al signo de los tiempos. Esto de adaptar sin cambiar es sutil, pero fácil de entender con un ejemplo. Las dos leyes de la termodinámica son absolutamente inmutables. Nada que exista en este mundo las puede vulnerar. Sin embargo, el hombre no ha dejado de diseñar motores, de tracción orgánica o mecánica, que las utilicen cada vez mejor.

Como todos los símiles, éste tiene sus limitaciones. Las leyes de la termodinámica son inviolables en este mundo, pero las leyes que deben regir la evolución de una tradición sana sí pueden ser violadas y, desgraciadamente, lo son con frecuencia. ¿Cuáles son esas leyes? A mi entender son tres. La Verdad, la Bondad y la Belleza. Cuando nosotros recibimos el testigo al nacer, recibimos con él todo un mundo. Muchos mundos, en realidad. Desde el más próximo de nuestra familia, hasta el más alejado, en la India o en la Patagonia, pasando por una enorme cantidad de mundos concéntricos cada vez menos inmediatos. Y con el testigo recibimos una responsabilidad. Quizá la mayor sea la de educar y formar a nuestros hijos cuando nos llegue el turno, pero no la única. Tenemos también que transformar todos esos mundos, cada uno en la medida que podamos, mejorándolos, con las tres leyes de esa transformación, Verdad, Bondad y Belleza. Desgraciadamente, también podemos deteriorarlos con la falsedad, la maldad y la vulgaridad. Además, mientras que la herencia genética se entrega de una sola vez, la herencia de la tradición se entrega en cada minuto de nuestra vida, y no sólo a nuestros hijos o nietos, sino en cada contacto con cada persona. O sea que, en realidad, ser abuelo es independiente de tener o no nietos. Depende tan sólo de la perspectiva de la vida. Tampoco depende de la edad, pues hay personas que adquieren relativamente pronto una cierta perspectiva de sabiduría, otras que tardamos mucho y otras que no la adquieren nunca –en realidad nadie la adquiere nunca del todo, sólo la tendremos plenamente cuando veamos a Dios–. Sin embargo, el tener un nieto puede ser una experiencia desencadenante. Por eso, cuando tenía en mis brazos a mi nieto le pedía a Dios que me iluminase para ser un buen edificador y trasmisor de esa tradición basada en la Verdad, la Bondad y la Belleza y no en sus adulteraciones. Ojalá sea capaz de entregarles a mis hijos, a mis nietos y al mayor número posible de personas, en el tiempo que Dios me conceda de vida, mundos con mayores espacios abiertos a la Verdad, donde la Bondad tenga más protagonismo y más impregnados del esplendor de la Belleza.

16 de julio de 2021

El Evangelio escondido de Matajj 4. Capçitulo I; El encuentro

 CAPÍTULO I

EL ENCUENTRO

Desde hacía unas semanas, Cafarnaum estaba revuelto. Había aparecido un nuevo profeta. Parece que era un carpintero de Nazareth que se llamaba Yeshuah, Jesús. Los que le habían oído decían que no era como Juan. Contaban que no rugía como él. La verdad es que a mí, Juan, me asustó. Me acerqué un día a Betania del otro lado del Jordán a oírle y escuché amenazas. Su aspecto era aterrador, enorme, tonante, vestido de piel de camello, con su pelo recogido en varias inmensas trenzas alrededor de su cuerpo y su barba también trenzada y que llegaba hasta el suelo. Me marché sin bautizarme. ¡De qué me iba a servir a mí! Un día, hacía unos cuantos años, empujado un poco por el hambre y algo más por la avaricia, decidí hacerme recaudador de impuestos. Yo no era ningún dechado de virtudes, pero tampoco era lo que llegué a ser. Había intentado, en mi adolescencia, prepararme para ser escriba. Me aprendí de memoria casi toda la Torah, pero fui rechazado por un turbio asunto familiar. Era uno de tantos seres humanos que luchan por sacar la cabeza del agua con la menor ignominia de que son capaces. Pensé que ganar un poco de dinero con los romanos, ayudándoles a recaudar impuestos podría ayudarme. Uno o dos años, para ahorrar un poco, y luego, con un poco más de desahogo, ya veríamos. Pero no hay nada peor que que te pongan la tentación al alcance de la mano. Un día me di cuenta de que lo que me pagaban los romanos tampoco me permitía ahorrar. Pero también entendí que se hacían la vista gorda para que te buscases la vida. Buscarte la vida quería decir recargar los impuestos con un poco para ti. Pero cuando ves que abusas un poco y no pasa nada, te dices: “por un poco más tampoco se va a hundir el mundo”. Y no se hunde. Y das otra vuelta de tuerca, y otra y otra y... el mundo no se hunde. Pero se te hace muy duro el primer día que alguien te escupe en la cara. Ese día lloras. Pero después el corazón se te endurece todavía más y empiezas a apretar las clavijas de verdad. Con eso te pagas unos matones que te libren de los escupitajos en la cara y hagan el trabajo más sucio de la extorsión. Pero nadie en el mundo puede evitarte esas miradas de odio mezcladas con desprecio. Ni que escupan en el suelo por donde tú acabas de pasar. Entonces te das cuenta de que eres un deshecho. Te dices: “Me desprecian, pues ahora se van a enterar”. Y entonces no hay bajeza que no cometas. Te prostituyes en público sin más ánimo que el de provocar. Entras el sábado en la sinagoga con mirada retadora, acompañado de tus matones y tus prostitutas, y levantas a la fuerza de sus bancos a los más señalados ciudadanos. Te ríes en mitad de la enseñanza del rabino. Ese era yo. Así que, para qué me iba a bautizar con Juan.

Pero este nuevo profeta, Jesús, parecía ser distinto. Bien es cierto que había reclutado en el grupo que le seguía a los que más odio demostraban hacia mí de todo Cafarnaum. A ese animal de Simón, a su extraño hermano Andrés, que hacía unos años se había ido de Cafarnaum pero había vuelto en mala hora, y a dos de los hijos del socio de Simón, el que llamaban el Zebedeo. El tercero de ellos, Jacob, era un hombre violento donde los haya al que más de una vez tuve que dar un escarmiento, y el noveno, Juan, que por aquel entonces era todavía un adolescente, idolatraba a su hermano e intentaba no quedarse a la zaga en violencia. Parece que el nuevo maestro le dijo a Simón, nada más verlo:

- Tú eres Simón, bar Joná –hijo de Juan–; en adelante te llamarás Cefas –es decir, Roca.

Nadie supo en ese momento el significado de semejante acción. Parece que les había dicho que les iba a hacer pescadores de hombres. Nadie sabía lo que quería decir con eso, pero a mí, cuando lo oí, me hizo acordarme de cuando yo me veía a mí mismo intentando sacar la cabeza del agua de la vida. Tal vez, si un pescador de hombres me hubiese ayudado entonces... Pero eso son estupideces, pensaba. Sin embargo, junto a eso, se rumoreaba que decía cosas extrañas. Parece que decía que los humildes iban a poseer la tierra, y que llorar era bueno, y que había que ser misericordioso y otras cosas por el estilo. Parece ser, decían, que en un montículo cerca de Cafarnaum había dado un discurso lleno de cosas extrañas como que había que amar a los enemigos y perdonarles, que había que poner la otra mejilla cuando te diesen una bofetada, que no había que juzgar a nadie, que sólo con mirar a una mujer con malos deseos ya estabas cometiendo adulterio, que no había que preocuparse por el dinero ni amar las riquezas, sino confiar en un Dios que era como un padre... También decía palabras duras, pero iban dirigidas a los fariseos, más que a los que éstos consideraban la hez de la sociedad. Y las obras. Se decía que hacía milagros extraordinarios. ¿Quién podría creer semejantes historias? Todo era una mezcla extraña de palabras suaves, exigencias desorbitadas y hechos increíbles. ¡Hasta dónde podía llegar la idiotez de la gente! Los del grupo de recaudadores de impuestos, putas y proxenetas que nos solíamos reunir a cenar, emborracharnos y promover todo tipo de escándalos los Sabath y los días en que los demás ayunaban, comentábamos entre risotadas todas estas palabras, ridiculizándolas. Pero a mí, esas risas me ponían triste. Había algo en ellas que hacía que me dejasen un sabor amargo.

Así me encontraba el día que cambió mi vida. Serían las ocho de la mañana. Yo acababa de desplegar mi mesa de recaudación y me disponía a empezar un nuevo día de chantajes y extorsiones. Poco a poco, la casa de enfrente del sitio donde yo estaba sentado empezó a llenarse de gente. ¡Ahí está el rabbí! –decían– y se arremolinaban en la entrada. Incluso entraron algunos fariseos, con aire digno, acariciando sus filacterias. Entraban más como severos jueces que como quien va a escuchar a un rabbí. Así no hay manera de hacer el trabajo –pensé con fastidio–. Tenía una cierta curiosidad por acercarme, pero, ¿cómo iba a hacerlo? Mis hombres lo interpretarían como una señal de debilidad y, al margen de lo que les pagases, necesitaban sentir tu firmeza para estar a tu servicio. En vez de eso, lancé unos cuantos improperios en voz muy alta para asegurarme de que se oían desde dentro. A mis oídos, a través del silencio, llegaban unas palabras pronunciadas en voz baja, suaves, ininteligibles. Volví a alzar mi voz, esta vez para increpar al rabbí. Pero su tono de voz no cambió, ni sus palabras se interrumpieron, como si no hubiese oído. Le increpé todavía más, pero tampoco hubo respuesta. Cuando provocaba a alguien de esta manera, solía callarse e irse con el rabo entre piernas, dejándome continuar con mi tarea. No ocurrió nada de eso. La voz seguía, suave, inconmovible, como si nada estuviera ocurriendo. Por un momento pensé en mandar a los matones que entrasen, disolviesen el grupo a palos, diesen una paliza al profeta, para que pusiese la otra mejilla, golpearle también en ella, destrozar la casa y seguir con mi trabajo. En circunstancias normales es lo que hubiera hecho. Pero algo, como una fuerza interior e invisible, me contuvo. Decidí levantar la mesa e irme a otro sitio a trabajar. Los que sabían que tenían que verme ese día se ocuparían de encontrarme, por la cuenta que les traía.

Lo iba a hacer cuando llegó la camilla. Cuatro hombres la llevaban, mientras otros seis parecían proteger de la chusma al que iba en ella, que gritaba a todo pulmón que le dejasen morir. Cuando se acercaron, vi que el de la camilla era Alcimo. Alcimo había sido hasta hace poco más o menos una luna el recaudador de impuestos de Betsaida. Un día, se cayó de una manera estúpida, se rompió el cuello y se quedó paralítico de brazos y piernas. Más le hubiera valido haber muerto. Sus guardaespaldas le abandonaron inmediatamente y la gente, ávida de venganza, se cebó con él y le dio una paliza que casi lo matan. Seguramente hubiera muerto de hambre, sin ayuda de nadie, como un perro, si no hubiese sido por sus primos. Tenía unos primos que se habían trasladado hacía poco a Cafarnaum, fueron a buscarle y le cuidaron en Betsaida. Nadie se explicaba ese comportamiento, pues llevaba mucho tiempo sin verlos y, además, parece que hacía unos años les había jugado una mala pasada. Algo muy feo que acabó en la flagelación de uno de sus primos, un tal Zacarías. Alcimo quería dejarse morir. De nada sirvió el cariño y consuelo que intentaban transmitirle sus primos, él se deseaba la muerte sin descanso. Ahora resultaba que algunos de sus primos eran de los seguidores del nuevo profeta. Los hombres intentaban hacer llegar la camilla de Alcimo hasta dentro de la casa donde estaba su rabbí. Inútil. La entrada y la calle, hasta mi puesto, estaban abarrotadas y, además, nadie estaba deseoso de hacer sitio a un vendido a los romanos, por muy paralítico que fuese. Él no paraba de gritar que le quitasen la vida. Pero sus primos, ni cortos ni perezosos, subieron camilla y enfermo hasta la azotea por la escalera adosada a la pared por el exterior y, desde allí, con unos picos que traían con ellos, hicieron un butrón en el techo. Los gritos de protesta del dueño de la casa, que no era otro que Simón, el pescador, se mezclaban con los del infortunado Alcimo. Los que le traían, calmaron a Simón prometiéndole que arreglarían el tejado y, sorprendentemente, Simón les dejó proseguir. Desde allí, con unas cuerdas, descolgaron a Alcimo. Durante la operación, la voz del profeta que antes llegaba a mí pausada, queda, susurrante e ininteligible, se calló. Cuando Alcimo se encontró delante de Jesús, también sus gritos se acallaron, dando lugar, primero a un ligero sollozo y luego a un largo silencio. El propio Alcimo me contó, más tarde, cuando fuimos amigos, la larga e intensa mirada que Jesús clavó en su alma. Parecía como si esa mirada escrutase toda su vida. Pero no le juzgaba, sólo preguntaba, buscaba. Parecía una mirada anhelante, de alguien que espera una respuesta en la que se juega mucho. Me contó cómo se le saltaron las lágrimas. Cómo esa mirada despertó en él ecos lejanísimos que le recordaron los tiempos, casi olvidados, en que alguien le amaba de verdad. Cómo su alma gritaba en silencio implorando perdón. Después de un tiempo que pareció una eternidad, sonó la voz del maestro, fuerte, atronadora y aterciopelada al mismo tiempo. Había en ella una profunda nota de ternura y como de alivio del que ha encontrado lo que buscaba ansiosamente:

- Hijo –así le llamó, hijo–, tus pecados te son perdonados.

Ese torrente de voz sí que llegó a mis oídos. De hecho, algo en el fondo de mi alma creyó que esas palabras iban dirigidas también a mí. No, más bien algo en mí creyó que habían sido pronunciadas expresamente para mí. Luego, otra vez un largo silencio. Los que estaban allí, me contaron que la mirada de Jesús se fue posando, de uno en uno, en todos los fariseos que estaban en la sala. Era, decían, una mirada expectante, casi una pregunta, casi una súplica expresada con los ojos. Parecía buscar otra mirada limpia en la que la suya se reflejase y volviese a él. Pero los ojos de todos los que recibieron esa mirada se desviaron al suelo, huidizos, mientras sus labios se afinaban y apretaban en una mueca de rabia contenida. Entonces la voz volvió a tronar:

- ¿Por qué pensáis mal? –su voz tenía esta vez un deje de cansancio y tristeza, más que de reproche–. ¿Qué es más fácil decir: Tus pecados están perdonados; o decir: Levántate y anda?

Silencio. Otra vez su mirada –cuentan los que lo vieron– se paseó, esta vez buscando los ojos de todos los presentes, pero nadie dijo nada.

- Pues vais a ver que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados.­­­

Esta vez, la tensión y el silencio podían cortarse. ¿Se atrevería a lanzar la orden imposible que todos esperábamos? No se oía ni una respiración. Parecía como si todo Cafarnaum se hubiese callado, como si los corazones hubiesen dejado de latir, como si el tiempo se hubiese detenido. Pero mi corazón latía a galope tendido, con una fuerza que me golpeaba en las sienes. Al cabo de una eternidad, la voz volvió a alzarse.

- Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

Poderosa, inmensa voz de mando. Parecía como si lanzase una orden a todo el universo, a la más lejana de las estrellas invisibles en el cielo claro de la mañana. Creo que la voz de Josué ordenando al sol que se detuviese, no habría sido más poderosa. Pero yo sabía que se dirigía a mí. A algún sitio de mí tan lejano como la estrella más lejana, tan oscuro como la más negra de las noches. ¿Qué iba a pasar en el segundo siguiente?

Lo supe cuando oí salir, de todas las gargantas al mismo tiempo, una exclamación de asombro lanzada al aire con el aliento contenido de los cientos de personas que debían estar allí. Luego, silencio de nuevo. La gente se movía dentro de la casa y, al cabo de un rato, la muchedumbre se abrió, como debieron abrirse las fauces del monstruo marino cuando vomitó a Jonás, y apareció Alcimo. Andaba con un paso liviano, como si apenas rozase el suelo con sus pies. Y noté que no sólo era ligero de cuerpo, sino que de él salía una ingravidez de espíritu, como la de alguien que acaba de ser liberado de una pesada carga que estaba obligado a llevar siempre sobre su alma, como la de alguien que ha visto disolverse un tumor que le oprimía el corazón. La gente, que antes le miraba con hostilidad, procuraba ahora tocarlo, como para asegurarse de que no era una alucinación lo que estaba viendo. Se paró frente a mí un segundo, lo justo para que su mirada se posase en la mía y para dedicarme una sonrisa franca, abierta, amistosa. Casi me atrevería a decir que llena de amor. Después, siguió su camino.

Poco a poco, la gente se fue recuperando de su asombro y empezó a irse. Se les notaba, sin embargo, como aturdidos, como si no pudiesen encajar en sus esquemas mentales lo que acababan de ver, como si necesitasen un rato de soledad consigo mismos para decidir si creerían o no con su cabeza y su corazón lo que acababan de ver con sus ojos. Unos lo creyeron. Más tarde, algunos de ellos, fueron discípulos de Jesús y amigos míos. Otros lo rechazaron. Así es la libertad humana. Los fariseos salieron todos juntos. Llevaban la cabeza más alta que cuando entraron. Se miraban unos a otros con una mirada en la que se leía la incredulidad y la determinación de acabar con Jesús. Sólo sus dedos, que jugaban nerviosamente con las filacterias, les delataban. Todo ha sido un truco, se decían entre dientes.

Yo, mientras la gente iba saliendo, pensaba. Recordaba a Alcimo. Había sido un implacable y brutal servidor de los romanos. Hasta éstos, en alguna ocasión le habían recriminado, medio en broma medio en serio, sus métodos. Y ahora... esa mirada... esa sensación de liberación, de paz... esa sonrisa... ¿Qué le había pasado? Se había curado de la parálisis, es cierto, pero había algo más. Era un hombre nuevo, distinto. Se notaba con sólo mirarle. ¡Si a mí pudiera pasarme algo parecido! Daría por ello todo lo que tengo –pensé. Estaba tan absorto en mis meditaciones que casi no me di cuenta de que la casa se había vaciado del todo. Entonces salió él. Venía directo hacia mí. Le rodeaban sus amigos, el tal Simón y su hermano, los Zebedeos, los primos de Alcimo. Ellos, sus amigos, pasaron al lado de mí. Unos ni me miraron, otros lo hicieron con desprecio. Él se paró y me miró. Fue sólo un momento, una fracción de segundo, pero fue en momento más intenso de mi vida. Luego, siguió de largo. Yo me quede quieto, como paralizado. El mundo a mi alrededor era como algo fantasmagórico, irreal, distante. Mis hombres me hablaban, me agitaban por los hombros, pero yo estaba ido, en otra realidad. Entonces rompí a llorar. Más tarde Pedro me dijo que él recibió esa misma mirada cuando, después de negarle, se cruzó con Jesús en el palacio de Anás. Miriam de Magdala también me dijo haber sentido la misma mirada cuando él le levantó la cara, sujetándola suavemente por la barbilla mientras ella le enjugaba con sus cabellos los pies, mojados con sus lágrimas. Me pregunto si Judas recibió también esa mirada. Si fue así, cosa de la que estoy seguro, tal vez en el último instante, mientras se tensaba la cuerda que lo mató, pudo su alma llorar también. Nunca lo sabremos en esta vida. Sólo la misericordia de Dios lo sabe. No sé cuánto tiempo estuve llorando. Posiblemente muy poco, pero perdí completamente la noción de la realidad. Tenía el dorso de las manos apoyado en el borde de la mesa y la cara entre mis palmas. El cuerpo me temblaba ahogado por los sollozos. Entonces oí una palabra llena de ternura y suavidad, casi una súplica, que estaba, al mismo tiempo, llena de energía.

- Sígueme.

Levanté la vista. Él estaba allí. Me miraba y me sonreía. Yo debía parecer idiota, con la boca abierta, los ojos rojos y las mejillas surcadas por lágrimas, sin acabar de creer que hubiese vuelto a por mí, que estuviese allí, delante de mí, llamándome. No era duda lo que sentía, era incredulidad. ¿Yo? ¿Me estaba realmente pidiendo a mí, Leví, el recaudador, que le siguiese? Ni se me ocurría pensar a dónde tenía que seguirle, ni para qué, ni cuánto tiempo, ni ninguna de las preguntas que una persona sensata hubiese hecho. Simplemente pensaba: ¿yo?

Como si estuviese leyendo mis pensamientos, repitió:

- Sí, tú, Leví, sígueme.

Su voz era todavía más tierna, más suplicante, más persuasiva y algo menos enérgica que hacía un segundo.

Entonces me levanté y, sin un solo momento de vacilación, le dije:

- Rabbí –le dije, con una osadía de la que me asombré inmediatamente–, ¿me harías el inmenso honor de venir esta noche a cenar a mi casa? –Me miró sin decirme nada, pero supe que vendría.

15 de julio de 2021

La oración de todas las cosas 30. Le presentaron un denario

 

XXX. OBTULERUNT EI DENARIUM

Le presentaron un denario

Pierre Charles S.J.

Hemos discutido demasiado sobre las virtudes, Señor. Las hemos descrito, clasificado, catalogado como plantas de herbario. A las dificultades de practicarlas hemos añadido el trabajo de definirlas, sin que siempre hayamos conseguido ponernos de acuerdo. La humildad, dicen grandes doctores como san Bernardo, consiste en no tener de sí más que una idea mezquina, en gozarse animosamente en el pensamiento de que se es vil, y en alegrarse de ser tratado en consecuencia. Otros, estimando que nada es superior a la verdad, concluyen que para ser humilde basta ser sincero, no falsear las balanzas y vigilar esta propensión que tenemos a favorecernos con un ligero toque al platillo de nuestros méritos. Hasta hay algunos, muchos menos ortodoxos, que llegan a decirnos que la humildad no es, en el fondo, más que el orgullo y que consiste en darnos crédito, en no dudar de nosotros y en menospreciar las pequeñas prudencias, siempre enemigas de las grandes iniciativas. 

No me atrevo a escoger entre todas esas doctrinas, Señor. Me contento con mirar esta moneda, que pediste a los judíos que te enseñaran, bien acuñada con la imagen de César. Sea Augusto o Tiberio, poco importa. Yo mismo he tenido en las manos estos denarios, hoy bien vetustos, y que los numismáticos alinean con cuidado en los casilleros de su colección. He visto en ellos el perfil de Octavio, con la cabeza coronada de hojas de encina; o el cabello mal peinado de Tiberio, padre de la patria y soberano pontífice: pontifex maximus. ¡Monedas! Hace siglos que circulan entre los hombres. Los Papas mismos continúan acuñándolas, y muy bellas. Hoy, el papel las reemplaza casi en todas partes, pero pueden enseñarme una lección todavía. La humildad, Señor, en vez de consistir en tener de mi una opinión baja, alta o mediana, ¿no me pediría, sencillamente, renunciar a cualquier opinión? Los filósofos griegos afirmaron que la perfección del hombre es conocerse. ¿Es seguro? Tus Apóstoles no repitieron por su cuenta este viejo axioma socrático. Nos dijeron que la perfección era conocerte a Ti y, en Ti, ver al Padre: ut cognoscan te. De lo que yo valgo no sé nada y, en el fondo, nunca sabré nada aquí abajo. Inútil pedir sobre este punto la opinión de los demás. Son tan ignorantes como yo. Me felicitan a menudo por cosas que yo me reprocho; y les parecen fastidiosas maneras de obrar que yo tomaba por virtudes.

¿Por qué ha de ser necesario que tenga una opinión de mí? Todas las piezas de moneda entran en el mismo saco; y están cerca unas de otras guardando cada una el valor que posee, ignorándolo totalmente. Lo que ellas piensen de sí mismas no cambiará nada, sea lo que fuere, en su favor. La moneda de oro que san Pedro encontró en la boca de un pez que Tú le dijiste que pescara, no se había recogido en este refugio insólito porque rehusase mezclarse al vellón y tuviera de sí misma una alta idea. Y el dinero vulgar es tan necesario como las piezas grandes para realizar los pagos correctos. Si fuera necesario tratar la moneda según la opinión que ella tenga de su valor, no acabaríamos nunca. Todas las piezas son igualmente redondas, llanas, manejables y dóciles. No se enorgullece el oro ni se deprime el bronce. No se juzgan. Se les juzga, y los economistas nos dicen que esta estimación común es la definición misma del valor.

Entonces, Señor, ¿se me permite renunciar alegremente a fijar mi precio? ¿Puedo abandonar sin remordimiento el cuidado de formar sobre mí una opinión? Después de todo, san Ignacio, cuando habla de los tres grados de humildad no dice que sean según la idea que yo tenga de mí, sino únicamente según la docilidad de mi querer. Se puede tener de sí una opinión muy mediana o muy alta y no hacer nada bueno. He conocido estas gentes tan empeñadas en arruinar en sí mismos la propia estima, que es preciso que otros les arrastren a lo largo de toda su existencia, como a perpetuos inválidos. Y otros, tan preocupados en justificar la alta idea que tienen de su mérito, que su virtud, aún real, resulta repugnante.

¡Mi valor! Las piezas de moneda lo indican muy claramente: un gran golpe de volante sobre el metal aún caliente y quedan marcadas para siempre. Basta una mirada. Nadie confundirá una moneda de cobre con una moneda de oro. Y el que intenta, a toques de lima o de buril, modificar las indicaciones oficiales, es un falseador de moneda, un criminal al que se encarcelará. Yo quisiera ser como todo este metal acuñado. La fe me dice que tengo un valor a tus ojos, porque Tú me has marcado a tu imagen al hacerme nacer y porque tengo sobre mi el sello misterioso de la Trinidad después del bautismo. Esto es lo que me permite circular sin vacilación. Tengo curso legal en tu obra. No soy una ficha cualquiera que sólo se acepta por convención. Y mi gran tarea no es valuarme, devaluarme, valorizarme, sino guardar de buena fe la gracia bautismal, sirviéndote lo mejor que pueda.

Amo la humildad que me desprende del exceso que tango de mí, este exceso que me fatiga sin provecho. Desconfío de esa humildad que me paraliza imponiéndome ocuparme sin cesar de mi valor. ¿No son liberaciones todas las virtudes, y, por tanto, engrandecimientos? No quiero tener que tratarme como una banca, como un grande establecimiento de crédito, con cuentas, balances, fondos de reserva, garantías y especulaciones. No soy más que moneda. Mi balance es muy simple: Tú y yo, en una columna, y yo y Tú, en otra. Nos equilibramos y todas nuestras operaciones consisten en restar o sumar a la vez. Esta simplicidad desconcierta a veces mis deseos. Como todos los hombres, ambiciono embolsar más de lo que me viene, y procuro siempre reemplazar el consentimiento de la fe con pruebas de mi propia cosecha. Busco apoyarme en mi más que en Ti; y en mis méritos más que en tu gracia; como si pudiera tener yo un solo mérito del que la gracia no fuera el origen y respuesta de conformidad a tu amor gratuito, a este amor que, muy misteriosamente, me ha dado un valor que yo no tenía y que es el principio mismo de los servicios que te rindo.

12 de julio de 2021

Los versos de Miguel Hernández y el Ayuntamiento de Madrid. ¿Cómo funciona la máquina manipuladora de la izquierda?

Recientemente me ha llegado por varios sitios una “noticia” que viene a decir que “el Ayuntamiento de Madrid ha borrado del cementerio de la Almudena de Madrid unos versos de Miguel Hernández y una lista con casi 3.000 asesinados por la dictadura franquista”. Como casi todas las “noticias” difundidas a bombo y platillo por la izquierda, ésta es, siendo indulgentes, una burda manipulación y siendo realistas, una insidiosa mentira. Porque la verdad es que nadie ha retirado nada. Los hechos son:

El consistorio de Carmena decidió, sin discusión previa en el pleno, instalar en el cementerio de la Almudena unas lápidas de mármol, formando un tríptico, con esos casi 3.000 nombres y tres placas de bronce con diferentes inscripciones, una de ellas con versos de Miguel Hernandez. A tal efecto, encargó a un equipo de historiadores que elaborara esa lista. Se determinaron 2.937 nombres de ejecutados entre 1939 y 1944, como si el horror de muertes en Madrid hubiese empezado en 1939 y nunca hubiesen ocurrido las atrocidades que se cometieron en esta ciudad durante la guerra civil bajo el terror comunista y anarquista.

Aparte de esas listas, se decidió colocar tres placas de bronce con las siguientes inscripciones en cada una de ellas:


Placa 1:

 

Para la libertad me desprendo a balazos

de los que han revolcado su estatua por el lodo.

Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,

de mi casa, de todo.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,

ella pondrá dos piedras de futura mirada

y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan

en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño

reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.

Porque soy como el árbol talado, que retoño:

porque aún tengo la vida.

 

Miguel Hernández

 

Placa 2:

 

El pueblo de Madrid,

en memoria y reconocimiento a las cerca de 3.000 personas ejecutadas e inhumadas en esta necrópolis entre abril de 1939 y febrero de 1944. 

Que mi nombre no se borre en la historia.

 

Julia Conesa

(Julia Conesa fue una de las 13 mujeres (las trece rosas) fusiladas entre esos casi 3.000 ejecutados. Fue delatada por sus propios compañeros de las ‘juventudes socialistas unificadas’ –unificadas con los comunistas y fagocitadas por éstos– y acusada de participar en el asesinato el 27 de Julio de 1939, del comandante de la guardia civil Isaac Gabaldón, junto con su hija y su chófer. Su nombre no se borrará de la historia porque, con o sin esa lápida de 3.000 nombres, en el cementerio de la Almudena hay una lápida para las trece rosas allí donde están enterradas).

 

Placa 3:

 

Finalizada la Guerra Civil, la dictadura del general Franco reprimió ferozmente a sus enemigos políticos. Consejos de guerra carentes de cualquier garantía procesal dieron lugar a numerosas ejecuciones por fusilamiento o garrote vil.

 

Cuando en las elecciones municipales ganó José Luis Martínez-Almeida, parece que las lápidas de mármol con los 2.937 nombres, ya estaban grabadas, pero no colocadas. Las placas de bronce no estaban ni siquiera grabadas. En el consistorio se decidió revocar el acuerdo tomado y no ejecutado por el anterior gobierno municipal. Determinadas personas pidieron que se les entregasen esas lápidas, a lo que el Ayuntamiento, como es lógico, se negó. Las placas de bronce se colocaron en su lugar sin ninguna inscripción, como un simple elemento decorativo y, en el tríptico de mármol se grabaron las siguientes palabras:

“El pueblo de Madrid a todos los madrileños que, entre 1936 y 1944, sufrieron la violencia por razones políticas, ideológicas o por sus creencias religiosas. Paz, piedad y perdón”.

Tal vez convenga señalar que esas últimas tres palabras del texto finalmente grabado, fueron pronunciadas por Manuel Azaña, a la sazón presidente de la república, el 18 de Julio 1838, al final de un discurso en el Ayuntamiento de Barcelona. El párrafo final de ese discurso era:

“... y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción,  que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla [...] y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad, Perdón”.

El desprecio de la izquierda por la verdad histórica es patente en toda esta manipulación. Es cierto que, a partir de 1939, tuvieron lugar muchos juicios que acabaron en condenas a muerte. No me cabe duda de que algunos, o muchos, de esos juicios fueron terriblemente injustos y carecieron de muchas garantías procesales. Y me parece terrible y lamentable. Pero tampoco me cabe la más mínima duda de que otras muchas condenas –desde luego, no voy a aventurar el porcentaje de unas y otras– lo fueron por terribles crímenes de guerra cometidos entre 1936 y 1939, sin juicio de ningún tipo, en tapias o taludes de las afueras de Madrid, de un tiro en la nuca o en checas clandestinas, precedidos de torturas inhumanas. Condenar a estos asesinos fue, sin duda, un acto de justicia, por muy injustas que pudieran ser otras condenas. Y hay dos enormes diferencias entre los asesinatos de 1936 a 1939 y las condenas, injustas o justas, de la posguerra. De los primeros no existe ni la más remota documentación, ni se sabe dónde están enterrados los cuerpos de los asesinados, mientras que las segundas, injustas o justas, sin o con garantías jurídicas, están totalmente documentadas y los ejecutados están enterrados en en cementerio de la Almudena, como “reza” la segunda placa. Fue sin duda de esas fuentes jurídicas documentadas de dónde sacaron esos precisos 2.937 nombres que forman la lista. Quien pueda decir con esa precisión los asesinados en Madrid entre 1936 y 1939, que levante la mano.

Así pues, basta de las burdas manipulaciones –o insidiosas mentiras– de la izquierda mentirosa. Y, desde luego, mi aplauso a la iniciativa del nuevo gobierno del Ayuntamiento de Madrid. Creo que entre las palabras que finalmente se han puesto en las lápidas y la lista que se quería poner y el texto de las placas hay un contraste como el del día con la noche o el de la verdad histórica con la burda manipulación. Y sé de lo que hablo porque mi abuelo y varios de mis tíos fueron asesinados sin ningún juicio, ni con pocas ni muchas garantías jurídicas, sin ninguna, en alguna tapia de un pueblo situado en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. Y fui educado en “paz, piedad, perdón”. Así que, eso: “Paz, piedad, perdón”.

 

Tomás Alfaro Drake

11 de julio de 2021

El Evangelio escondidio de Matajj 3. Proemio

 PROEMIO

Yo, Mattaj, que un día ya lejano me llamé Leví, creo que me queda poco de vida. Eso querría decir que he soportado la prueba y que muero mártir por Jesucristo. Si no abjuro de lo que me pide la fe, si aguanto, el rey ilegítimo de los etíopes, Hitarco, me matará pronto. Pero me espera un duro camino, porque el tirano quiere quebrantar mi voluntad.

Hace unos cinco años llegué a Etiopía acompañado de Felipe, el diácono, el compañero de Esteban, no el apóstol. Hace años, Felipe bautizó, en el camino de Gaza a un hombre importante. Un etíope, ministro de la reina de Etiopía, Candace, encargado de sus tesoros. El etíope, por nombre Owena, era un temeroso de YeHoVaH que había ido a Ierushalom en busca de la verdad. En el camino de vuelta, desanimado, sin haber encontrado lo que buscaba, se encontró con Felipe. Tras una conversación, que narró Lucas, el griego, en su escrito que circula por todas las asambleas, Owena encontró el objeto de su búsqueda, se convirtió y pidió el bautismo. Luego regresó a su país. Los años siguientes yo prediqué mucho junto con Felipe en Samaría. Por su celo y su elocuencia, Felipe se ganó el sobrenombre de “el portador de la Buena Noticia”. Cuando Pedro inició el camino de predicación fuera de las provincias de Palestina y Siria y se fue a Roma, Felipe y yo decidimos ir a llevar la Palabra de Dios a Etiopía. Teníamos la esperanza de que Owena viviese y se acordase de él. Felipe había enviudado y sus cuatro hijas profetisas ya se habían marchado a profetizar a Asia, de forma que ningún compromiso le retenía. Cedió su casa en usufructo a la comunidad de Cesarea y nos fuimos. Fue un viaje durísimo. Viajamos aguas arriba del Neylós con una caravana de mercaderes egipcios. Pasamos por Licópolis, la ciudad cercana al pueblo donde vivió Jesús en su destierro en Egipto. Al remontar este río, encontramos varias cataratas que debimos superar arrastrando las embarcaciones por tierra. Atravesamos Nubia y justo después de las dos inmensas curvas que hace el río para dirigirse al norte y luego, otra vez, al sur, remontamos el primer afluente, el río que los nubios llaman Atbarah, hacia el sudeste. Por fin, tuvimos que dejar el curso del río y caminar por terrenos terribles durante muchas jornadas. Tras varias lunas de duro viaje, llegamos a Aksum, la capital del imperio etíope.

Allí nos encontramos con Owena. A su regreso, Owena había bautizado a Candace y a su hijo Eggipo que, cuando murió la reina, se convirtió en rey de Etiopía. Muchos nobles se bautizaron, pero otros rechazaron de plano la nueva religión y pronto crearon una facción que quería hacerse con el poder. Sin embargo, Owena no había podido ni predicar la Palabra, que sólo conocía a través de su breve conversación con Felipe, ni imponer las manos para la venida del Espíritu, ni, mucho menos, celebrar la Cena del Señor. Por eso procedí a imponer las manos a los que lo pidieron, para que recibieran el Espíritu y a celebrar regularmente la Cena. Además, Felipe y yo anunciábamos la Palabra, que era totalmente desconocida. Esta efusión, la recepción del cuerpo y la sangre de Jesús y el anuncio de la Palabra hicieron que otros muchos quisieran recibir el bautismo de Adonai Jesús y el Espíritu. Así, los frutos de nuestro viaje fueron inmensos.

La hija del rey Eggipo, Efigenia, no sólo recibió de mis manos el bautismo y el Espíritu, sino que decidió consagrar por entero su vida como virgen a Adonai Jesús. Pretendió partir para vivir en soledad y en entrega total a Adonai Jesús en una inhóspita región, cruzada por el llamado río de los huesos. El nombre provenía de que había enterrados allí fragmentos de esqueletos. La leyenda decía que eran de unos hombres que, en tiempos inmemoriales, habían pretendido también vivir aislados del mundo entregados a la meditación en presencia de un misterioso dios. Pero el rey Eggipo no permitió a su hija partir hacia el río de los huesos. Le dejó, eso sí, que se instalara en una zona a las afueras de Aksum, pero suficientemente cerca como para poder tener protección.

Así transcurrieron cinco años. Pero, hace unas semanas, la facción que rechazaba la religión de Cristo, capitaneada por un antiguo general de Eggipo, Hitarco, consiguió dar un golpe de mano y hacerse con el poder, asesinando al rey y a casi toda su familia. Dejó con vida a Efigenia, y un nieto del rey, Tiggist –que significa paciencia–, consiguió escapar ayudado por unos cuantos nobles. También asesinó a Owena y a muchos nobles que habían abrazado el nuevo camino. Otros muchos de éstos se refugiaron en las montañas. Tras el golpe, Hitarco se hizo coronar rey. Pero era consciente de su inestabilidad y, en un intento por legitimar y afianzar su poder, decidió casarse con Efigenia a la que no había matado precisamente por eso. Naturalmente, ella se negó, diciendo que había hecho la promesa ante Adonai Jesús de consagrarse por completo a Él. Entonces Hitarco decidió ganarme para su causa, debido a que mi prestigio entre los habitantes de Aksum era muy grande. Esperaba conseguir mi apoyo para gobernar y, además, que liberase a Efigenia de su compromiso con Dios y poder así tomarla como esposa con la aprobación del pueblo y los nobles rebeldes que me siguiesen. Me ofreció toda clase de prebendas y privilegios, amén de inmensas riquezas, si aceptaba. No lo hice y, entonces, todas sus ofertas se trocaron en amenazas. Ante mi negativa también por esa vía, hace una semana decidió encarcelarme, con la idea de quebrar mi voluntad. Me dejó claro que si me retractaba, todas sus promesas anteriores seguirían en pie y que, en cualquier caso, mi sacrificio sería inútil, pues acabaría casándose con Efigenia tanto si yo aceptaba su oferta como si no. Pero los motivos políticos que he contado le retenían para celebrar su boda con Efigenia sin mi aprobación.

Desde hace una semana estoy en una mazmorra por la que sólo entra un rayo de luz a través de una estrecha y alta tronera que únicamente me deja ver un retazo de cielo y alguna nube que lo surca. La ración de comida es realmente miserable. Tengo miedo. Mucho miedo. Sin la fuerza de Dios no creo que pueda aguantar mucho antes de que mi voluntad se doblegue. Pero si Dios me concede la gracia inmerecida de aguantar, dentro de poco recibiré el martirio. No sé de qué muerte moriré, pero sí sé que Adonai Jesús no dejará que el miedo me haga dar marcha atrás en mi determinación. El dulce Jesús será el valor de mi miedo, la fuerza de mi debilidad. Para pedirle esa fuerza, nada mejor que recordar el día en que me dijo: “Sígueme” y el poco más de un año que estuve con él. Aunque hace ya de eso mucho tiempo y he recorrido medio mundo desde entonces, no necesito hacer ningún esfuerzo de memoria. Es el recuerdo más nítido que tengo en mi mente. Límpido, cristalino. Lo conté brevemente en el recuento que escribí de la buena noticia de su amor. Entonces lo conté concisamente, para no dar pie a la mitificación de la más pura realidad. Ahora, sin embargo, necesito recrearme en mi recuerdo, buscando mantener viva la llama de mi confianza en Adonai Jesús, precisamente porque es sólo para mí y porque necesito alimentarme con su fuerza.

Y parece que Dios ha empezado a concederme su gracia a través de la persona de mi carcelero. Domba, así se llama mi guardián, es uno de aquellos a los que Owena había bautizado antes de mi llegada. Cuando llegué, yo mismo le administré el bautismo de Adonai Jesús y derramé sobre él el Espíritu. A riesgo de su vida, y a pesar de que yo le insisto en que no lo haga, me trae una parte de la comida de su familia. Pero ha empezado a hacer algo mucho más importante que eso. Ayer me trajo un trozo de pergamino y un pequeño punzón con el que, a base de arañazos, he empezado a escribir mis recuerdos. Pero lo más importante de lo que hace por mí, ¡Dios le pague con creces esto!, es traerme cada día, desde que llegué a esta prisión, un dedal de vino, que en Etiopía es extraordinariamente caro. Así, con este vino y un poco del pan de la ración, puedo celebrar cada día la fracción del pan. El día del Adonai Jesús lo compartí con él y su familia. El bueno de Domba, su mujer y sus hijos, lloraban de la emoción. He empezado a dedicar cada día un cierto tiempo, al caer la noche, a andar a paso rápido, ida y vuelta, los escasos diez codos de mi mazmorra para no hundirme físicamente, y, el resto, a escribir a la luz de la tronera. Es un esfuerzo ímprobo. Es difícil ver los arañazos que hago en el pergamino a la escasa luz de la celda. Tengo que seguir el rayo de luz que pasa por la estrecha y alta ventana y, para ello, debo estar de pie la mayor parte del tiempo, sin ningún sitio firme en el que apoyarme. Desde ayer noche, después de celebrar la Cena de Adonai Jesús, Domba saca el trozo de pergamino arañado de ese día y se lo da a mis presbíteros, que viven en Aksum, escondidos, para que lo transcriban en rollos de buen pergamino y tinta. En los cinco años que llevo en Etiopía he ordenado a ocho presbíteros. A uno de ellos, Suraniba, le he ordenado obispo antes de ser encarcelado, para que me suceda si llego al martirio, ya que hace un año dejé marchar a Felipe, que quería ir a reunirse con sus hijas en Asia para continuar allí su predicación.

En realidad, no sé por qué os pido que transcribáis lo que escribo –estas líneas van para vosotros hijos míos queridos en Adonai Jesús–, porque no quiero que se difunda. Pero tampoco quiero que mis recuerdos se pierdan para siempre. No quiero su difusión, porque para ello ya están escritos los tres relatos de la Buena Noticia redactados, uno por Pedro que, como sabéis, se lo dictó a Juan Marcos, el segundo por mí y el tercero por Lucas, el griego. Os he enseñado a predicar con estos escritos, que son los que usan todas las asambleas de Asia, Europa y África. Esto lo escribo sólo para mí, para darme fuerza en mi cautiverio, que se presenta largo y duro, y lo hago con un estilo demasiado íntimo para que sea difundido. Os dejo a vuestro criterio lo que hagáis con esto. Ni destruirlo ni copiarlo. Buscad la manera de dejar a la Providencia de Dios que haga lo que quiera con estos recuerdos, hasta donde me dé tiempo de escribir.

Confío en la fortaleza de Adonai Jesús, el único que puede confortar mi alma en este amargo momento. Rezo por Hitarco, para que Dios le haga ver la luz, y por mi pobre Efigenia, que también debe vivir en angustia mortal. Rezo por la paz y la prosperidad de ésta, mi segunda patria, que es Etiopía.

6 de julio de 2021

El Evangelio escondido de Matajj 1 y 2: A modo de justificación y un hallazgo extraordinario

 A modo de justificación

Empecé a escribir este libro por casualidad. Siempre me ha impresionado la escena de la llamada de Jesús a Leví, el publicano, que después llegaría a ser san Mateo –Matajj–, uno de los evangelistas. La he visualizado muchas veces con la imaginación, intentando ponerla en su contexto. Los Evangelios son tan escuetos que me gusta intentar “verlos” como si fuese director de cine y fuese a hacer una película sobre ellos. Si fuese así, tendría que rellenar todo lo que les “falta”. La idea me vino hace muchos años, viendo la película “Jesús de Nazareth” de Franco Zeffirelli, en particular, con la escena de Simón Pedro negándose a entrar en casa de Leví, una vez convertido éste, y Jesús empezando a contar la parábola del hijo pródigo: “Un hombre tenía dos hijos…” Quien llegue al capítulo II de este libro, encontrará en él claras reminiscencias de esa escena que un día me animé a poner por escrito.

Cuando se la leí a Blanca, mi mujer, me sugirió que siguiese escribiendo sobre la llamada a otros discípulos. Así, me planteé la posibilidad de escribir una parte de la vida de Jesús. Pero inmediatamente me asaltó la pregunta: ¿Tiene algún sentido hoy, en el siglo XXI, después de que se hayan escrito tantas vidas de todo tipo de Jesús, escritas por impresionantes escritores o eruditos, de que se hayan hecho tantas películas sobre él desde las más variadas perspectivas, dirigidas por eminentes directores, Zeffirelli entre ellos, escribir algún tipo de novela biográfica sobre Él? Mi primera respuesta fue que no. Pero después pensé que tal vez sí.

Soy cristiano. Y lo soy, no porque mi razón me muestre, que me lo muestra, que Cristo existió, ni porque me diga, que me lo dice, que los Evangelios fueron escritos poco después de su muerte y que reflejan lo que los ojos de sus discípulos vieron y sus oídos oyeron, ni siquiera porque me convenza, que me convence, de que, siendo Jesús un hombre cuerdo y santo, se presentó a sí mismo como hijo de Dios[1]. No soy cristiano por ninguna de esas razones. Soy cristiano porque me he encontrado con Jesús, vivo y resucitado. Por supuesto, no he tenido ninguna aparición extraordinaria. Le he encontrado y gozo de su amistad porque se ha ido metiendo poco a poco en mi vida a través de la lectura reiterada de las Escrituras en general y de los Evangelios en particular, y de imaginar escenas sobre ellos. Tal vez esa imaginación se haya transformado en meditación. Pero no soy, ni de lejos, un erudito en las escrituras. Por eso, en esta imaginación/meditación seguro que habrá inexactitudes. Me digo que si, poniendo por escrito algunos de esos puntos de encuentro con Él, a través del encuentro con cientos de personajes de los Evangelios, logro que una sola persona más, aunque sea sólo una, también se encuentre con Él, habrá merecido la pena y tendrá sentido. Aunque muchos escritores hayan escrito más y mejor que yo de Él. Aunque los mejores directores de cine nos lo hayan presentado magistralmente en la pantalla. Aunque los eruditos encuentren muchas inexactitudes. Esta narración es, un poco, la narración de mi encuentro personal con Él. Es, por lo tanto, distinta a cualquier otra narración. Ni mejor ni peor. No es sólo una narración, es un testimonio, un anuncio, un kerigma. Anuncio lo que he visto, aunque no lo haya visto con los ojos de la carne. Como dijo Pascal, “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. O como afirmó el Pequeño Príncipe, “no se ve bien más con el corazón. Lo esencial es invisible para los ojos”. Este libro está escrito por y desde el corazón. Por eso me merece la pena escribirlo. Por eso tiene sentido. Por eso me he embarcado en algo inmensamente más grande que yo. Llegaré hasta donde llegue mi amigo Mattaj. Y llegaré, como él, ayudado por la gracia de Dios.

 

UN HALLAZGO INESPERADO

Campus de Saint Paul, Universidad Twin Cities, Minnesota, 21 de Abril de 2019.

Me llamo Amgaso Tamás. Soy un paleoantropólogo de nacionalidad estadounidense aunque nacido en Hungría. En 1992 participé, con treinta y cinco años, en una expedición de la universidad de California en Berkeley dirigida por Tim White. Fuimos a excavar a la depresión de Afar, en Etiopía, junto al río Awash, en busca de fósiles de homínidos. En esta expedición hicimos un hallazgo espectacular. Encontramos un maxilar que podía ser de una nueva especie de homínido bípedo, con 4,4 millones de años de antigüedad. Estábamos muy excitados porque si realmente fuese una nueva especie, sería un millón de años más antiguo que Lucy. Lucy era el nombre dado al esqueleto de una hembra de Australopitecus Afarensis encontrado en 1974, también en Etiopía. Había vivido hace unos 3,3 millones de años. Como científicos, no nos bastaba un maxilar para poder justificar que hubiésemos descubierto una nueva especie. Por eso, desde entonces, no ha dejado de haber expediciones al río Awash en búsqueda de más fósiles de esta hipotética especie de prehumanos. Yo he estado en todas ellas, por lo que soy el occidental que mejor conoce esos parajes. Sólo los que viven allí los conocen mejor que yo. Pequeñas poblaciones nómadas que llevan sus rebaños de una a otra de las zonas verdes que salpican aquí y allá, como islas fértiles, la cuenca del Awash, en medio de la árida y desértica depresión de Afar. Sin embargo, nunca he llegado a dirigir ninguna de esas expediciones, porque mis habilidades para politiquear en los ambientes universitarios y para encontrar fondos son prácticamente nulas. Nuestros esfuerzos en las sucesivas expediciones se vieron coronados por una cadena de éxitos que nos permitieron asegurar que, efectivamente, habíamos descubierto la especie de homínidos erguidos más antigua del mundo. Dimos a esta especie el nombre de Ardipitecus Ramidus, que significa “monos del suelo; las raíces”. En el último hallazgo, en 2009, encontramos 235 restos de, al menos, 36 individuos y el esqueleto casi completo de una hembra a la que llamamos Ardi.

Pero desde 2009, no habíamos vuelto a encontrar nada. Quizá porque estábamos volcados en la tediosa y necesaria labor de excavar milímetro a milímetro cúbico en busca de nuevos pequeños restos, clasificar los encontrados, armar el puzle de los que teníamos, atribuyéndolos a cada individuo, y otras muchas y necesarias cosas más. Pero a mí esto me aburría. En estos veintisiete años, la búsqueda de nuevos fósiles prehumanos se había convertido para mí en una obsesión. Por eso, a menudo dejaba el campamento principal y exploraba en solitario en busca de nuevos posibles yacimientos. Sabía lo que buscaba: ligeras depresiones en el terreno, cercanas a algún talud del río, que pudiesen indicar que debajo había una cueva que se hubiese hundido. La erosión y deposición de estratos hacía que estas depresiones fuesen tan ligeras que eran, a menudo, indetectables. Pero mi agudo instinto y mi experiencia me ayudaban. Recorrí ambas riberas del Awash muchos kilómetros aguas arriba y abajo del yacimiento principal. Nada. Pero un día que me alejé más de la cuenta –el 21 de Abril del 2010, lo recuerdo–, percibí una depresión, bastante notable, que despertó mi interés. Volví al campamento y convencí al director de la expedición de que me dejase varios excavadores para ir allí. Me los dejó de mala gana.

Pasamos varias semanas excavando y nuestro esfuerzo pareció verse coronado por el éxito. Encontramos un esqueleto casi completo. Pero enseguida me di cuenta que mi ilusión era vana. En cuanto miré los huesos con un cierto detenimiento, supe que eran de un humano moderno, un Homo Sapiens Sapiens como yo. El esqueleto estaba tumbado de lado, en postura fetal (los ardipitecus no hacían enterramientos rituales), rodeando con su cuerpo una especie de bulto apergaminado. Estaba dentro de un nicho a su medida que se notaba había sido excavado en el terreno.

A pesar de mi decepción, decidí investigar qué podía ser el hallazgo que acababa de hacer. A duras penas conseguí el permiso del director de la expedición para hacerme cargo de los restos encontrados. Protegiendo adecuadamente el conjunto, lo llevé a Addis Abeba. Las autoridades etíopes no me autorizaron a disponer de los restos hasta que fue evidente que el enterramiento era lo suficientemente antiguo para que no constituyese un hecho investigable policialmente y lo suficientemente moderno como para no representar unos restos paleoantropológicos. Aún así, después de confirmarse que los restos no tenían interés ni policial ni antropológico, no me dejaron sacarlos de Etiopía, por lo que tuve que organizar allí todas las investigaciones, por mi cuenta y con los escasísimos medios de los que podía disponer. De pronto descubrí que había dentro de mí alguien que sabía apañárselas para conseguir dinero aquí y allá. Al poco tiempo averigüe que el esqueleto era el de una mujer etíope, muerta hace unos dos mil años. Al principio no presté demasiada atención al bulto que abrazaba con su cuerpo. Pero, poco a poco, éste fue despertando mi interés. Era un cilindro con forma de tambor, de unos 80 cm. de diámetro y unos 30 de altura. Estaba envuelto por varias capas de lienzo de lino impregnado de miel, jalea real, aloe, mirra y otras sustancias que no se han podido identificar. Debajo de esta envoltura había otra que era, indiscutiblemente, de piel humana. En el análisis del ADN, se vio que era la piel de un varón. Esta última envoltura de piel humana contenía catorce rollos de pergamino de unos 25 cm de anchura. Los rollos estaban puestos unos junto a otros, en una formación circular que era la que daba su forma de tambor al bulto completo. El estado de conservación de los pergaminos era casi perfecto, con algunos agujeros de pequeño tamaño o bordes desaparecidos aquí y allá. Estas pérdidas no afectaban en nada ni remotamente sustancial al sentido del texto. Estaban escritos en ge’ez, lengua semítica arcaica de la que se deriva el tigriña actual. El ge’ez era el idioma que se hablaba en Aksum, la capital del imperio etíope de hace 2000 años. La datación por carbono 14, tanto de los compuestos que embalsamaban los lienzos, como de los propios lienzos, la piel humana y los pergaminos coincidía con la del esqueleto de la mujer en unos 2000 años de antigüedad.

Mi primera decepción, cuando descubrí los restos, fue dejando paso a un interés creciente. Ese interés pronto se transformó en obsesión que sustituyó a la de mi búsqueda de restos de ardipitecus. Por supuesto, busqué quién pudiese traducir los textos de los pergaminos. No fue fácil, pero encontré a un profesor de lenguas muertas de una universidad de África, que se prestó a traducírmelos. Cuando fue descubriendo el contenido del texto, decidió, por motivos religiosos, permanecer en el anonimato. Vaya aquí mi inmenso agradecimiento por su labor. El relato con que me encontré era lo último que pensaba encontrar. Lo leí a trozos, a medida que iba teniendo la traducción, pues no tenía paciencia para esperar a que el traductor terminase para leerlo yo. Leía ansiosamente cada entrega traducida. Después lo releí entero de un tirón muchas veces. Supongo que, tras su lectura, cada uno experimentará sensaciones muy diferentes. Yo todavía estoy perplejo por lo que he leído y por la cadena de casualidades que se han tenido que dar para que este texto viese la luz y para que haya sido precisamente yo quien lo encontrase.

Un día, sin mediar ninguna razón, sin poder hacer nada por evitarlo, vino la policía etíope a mi estudio y destruyó todo. El esqueleto de Efigenia –así se identificaba en el texto a la mujer enterrada–, los pergaminos, todo. Afortunadamente ya tenía el texto con la traducción de los mismos en varias copias de seguridad distribuidas en varios ordenadores y en la nube.

Toda esta investigación la he llevado a título privado, sin el apoyo institucional de ninguna universidad ni de ningún otro organismo del tipo que sea. Esto, unido a que mi especialidad nada tiene que ver con el hallazgo realizado y, sobre todo, al hecho de que no dispongo de ninguna prueba física de la veracidad de lo que digo, ha hecho que ninguna revista científica haya querido publicarlo. Por eso lo hago a través de un libro publicado por una editorial comercial. Que cada uno juzgue sobre su veracidad y se deje inundar por las impresiones que le produzca.


[1] En mi libro “¿Existió realmente Jesucristo?” doy cumplidos argumentos de por qué me parece de razón creer estas cosas.

3 de julio de 2021

La oración de todas las cosas 29. Sobre una piedra firme

 

XXIX. SUPER FIRMAM PETRAM

Sobre una piedra firme

 

Pierre Charles S.J.

 

Donde nuestra sabiduría miope corre el riesgo de no ver otra cosa que un juego de palabras y casi un retruécano, Tú has dispuesto, Señor, un tesoro de verdades inesperadas y siempre oportunas. Un día, cuando san Pedro acababa de llamarte por tu verdadero nombre, Hijo de Dios vivo, le replicaste que, porque él era Pedro, desempeñaría el papel de una piedra. Ni le cambiaste siquiera el nombre. Bien sabemos que el Cephas arameo significaba una piedra. Sobre esta piedra decidiste edificar tu Iglesia, y la controversia ha intentado construir, también ella, muchos andamiajes. Déjame, Señor, contemplar buenamente la piedra, en su simplicidad natural. Debe tener, sin duda, algunas lecciones para mis negligencias.

 

A pesar de lo que se diga, no siempre es difícil obedecer. Hasta es a veces demasiado fácil para no ser algo sospechoso. Puede buscarse en la obediencia una especie de descanso: la comodidad muy sospechosa de una abdicación. ¡Danos órdenes que ejecutar tan sólo, sin necesidad de razonarlas! Permítenos, en nombre de la disciplina, suprimir en nosotros todo este parlamento inquieto y confuso que es la facultad crítica. Nos estorba. Descárganos el deber de pensar y déjanos gozar de la beatitud de todos los automatismos. Hasta en nuestras virtudes más altas se infiltra la pereza, y son tal vez unas formas de desidia lo que tomamos por desprendimiento. Alguna vez nuestra obediencia se parece extrañamente al cansancio. Queremos hacer llevar a los que nos mandan todo el bagaje de nuestras perplejidades y la pesadez de nuestros insomnios. La obediencia, pensamos, nos libra de responsabilidades. Alguien, un superior, se encargará de ver claro por nosotros, de resolver nuestros problemas y de fijar las orientaciones en todas las encrucijadas. Corremos a menudo el riesgo de buscar en la obediencia más una tranquilidad que un servicio. He encontrado Señor, ese género de derrotismo en muchas aquiescencias, como el sí de contienda cansada que damos, por fin, después de discusiones interminables. Decimos que sí, no porque estemos convencidos, sino para acabar. Hasta en los restaurantes he llegado a ahorrarme el trabajo de escoger entre todos los platos de la carta y a entregarme ciegamente al precio fijo; sin haber mirado siquiera el menú, execrable tal vez. Los pueblos cansados se echan también en las manos brutales de un dictador, renunciando a preocuparse por más tiempo de su destino. Entre dos males, pensamos alguna vez, hay que escoger el menor; y la obediencia, librándonos de muchos cuidados, bien vale el sacrificio de nuestras iniciativas.

 

Y, con todo, Señor, ninguna virtud puede ser un mal menor. Es siempre un bien absoluto. Debe ser el término de un amor, no el objeto de un cálculo. Quisiera entenderlo plenamente. Esta piedra de la que Tú hablaste en un lenguaje tan solemne será capaz de enseñármelo.

 

Es raro que hayas tomado una piedra como símbolo de la autoridad. Yo hubiera pensado más bien que era la imagen de la obediencia. ¡La piedra de fundación! Toda la construcción se edifica encima. Sólo tiene que hacer una cosa: quedarse en su sitio, recibir el impulso, absorberlo sin moverse y mantener el equilibrio. Me parece bien justo lo que se me pide que haga cuando se me dan órdenes. También esta piedra ha recibido una consigna. No puede cambiar de sitio a su gusto. Es un ministerio, mucho más que un magisterio, lo que ejerce. No está su gloria en quedar bien a la vista, sino más bien dentro de tierra; y para hacerla útil se la ha apartado, lejos de los ojos, como en una sepultura. Está allí en una situación inferior. ¿De esta forma debo yo considerar a todos aquellos que se llaman mis superiores? Ayúdame, Señor, a desembrollar toda esta madeja contradictoria. Sé, adivino, lo que vas a decirme. O, mejor, Tú no dirás absolutamente nada. Tu ejemplo vale por todos los discursos. Yo veo en Ti que toda autoridad sobre la tierra es una carga y que toda obediencia es una colaboración. Veo que todos, sea el que sea nuestro papel, tenemos que servir, cada uno en su sitio y de todo corazón. Si la última palabra de la naturaleza es una armonía, es preciso que la primera palabra de la gracia sea un acorde. Y siendo mi obediencia una lealtad, no puede consistir solamente en una sumisión. Debe ser una cooperación. Por mi parte, debo sostener toda la obra común. La piedra angular, la roca de fundación, no puede impedir el hundimiento de los materiales que se separan. Les toca a ellos mantenerse bien unidos. Conviene que todos se interesen por el bien común: todo equilibrio es una forma de consentimiento. Los abandonos y las deserciones hacen las ruinas porque son maneras cobardes de aislamiento.

 

Yo no quiero que mi obediencia sea una deserción. Ni siquiera deseo que me quite un cuidado. Debe ser una concentración de todo mi querer. Ninguna disciplina verdadera puede mutilarme. Tú no tienes necesidad de sumisiones inertes. La verdadera obediencia es ardiente y apasionada. No consiste desde luego, en amar la persona de mis jefes, sino lo que representan como tales; su oficio, que, en el fondo, es también el mío, el de todas las piedras de la construcción, el sostén y el progreso en el esplendor de la justicia y del amor: lo que Tú llamaste tu Reino.

 

La esclavitud no es la obediencia. Es sólo su caricatura indigente, a la medida de los hombres que la inventaron. Y las dictaduras son en todas partes profanaciones, porque empiezan por violar el santuario de nuestro libre querer.

 

La piedra sólida, echada en los fundamentos, no acabará nunca de contarme su inagotable misterio. Impusiste una carga bien pesada a Cephas, al anunciarle que edificarías sobre él tu Iglesia. Siempre muy pueriles, sólo pensamos en el honor al tratar de todas estas cosas y felicitamos a Pedro por su promoción. Adondequiera llevamos el cuidado de saber quién de nosotros es el mayor –quis eorum... major. Y, con todo, Tú has cortado de raíz esta vieja idea pagana. Podemos dejarla para Plutarco o Cicerón. Tú dijiste que entre nosotros el mayor debe ser como el más pequeño y el que manda como el que obedece. Ya que la autoridad es esencialmente una manera de servir, toda autoridad digna de este nombre será modesta y toda obediencia estará penetrada de gratitud. Si las piedras de la construcción pudieran hablar, sólo oiríamos de arriba abajo y de abajo a arriba de la edificación un mutuo “gracias”; este gracias que Tú mismo dirigías a tus discípulos la víspera de tu Pasión –vos estis qui permansistis mecum. Sin Ti no eran ellos nada; pero sin ellos Tú quedabas solo. Su obediencia, al atarles a tus pasos y a tu luz, te ha permitido ser su Salvador.

 

Añadido mío:

 

Hace ya tiempo leí, en el libro de Luis Suárez (el historiador, no el delantero del Aleti, por si alguno anda despistado), “La Europa de las cinco naciones” (Que tampoco tiene que ver con el conocido torneo de rugby) la diferencia entre fidelidad y lealtad, referida al gobernante, que en el lenguaje clásico se le llama el príncipe. Decía: La lealtad es superior a la fidelidad, porque ésta lleva a servir al príncipe sin preguntarse por la justicia de su causa, en tanto que la lealtad busca evitar que el príncipe sirva a causas injustas. Verdaderamente, cuan superior es la lealtad a la fidelidad, pero cuan inmensamente más difícil es y, sobre todo, cuanto más peligrosa. La fidelidad puede llevar a la banalidad del mal que da título a un magnífico libro de Hanna Arendt. La lealtad puede llevar al martirio, como le ocurrió a Tomás Moro. Un estúpido puede ser fiel, pero para ser leal, hay que ejercitarse en la vitud de la prudencia, que es la virtud de la razón, no del miedo y del apocamiento. Hay una oración que dice: Señor, dame la paciencia para soportar lo que no pueda ser cambiado y la fuerza para cambiar lo que deba serlo. Pero, sobre todo, dame la prudencia para distinguir lo uno de lo otro. Yo la parafrasearía diciendo: Señor dame humildad para obedecer aquello que sea bueno y dame valentía para oponerme a lo que sea malo. Pero, sobre todo, dame prudencia para distinguir lo uno de lo otro.

 

2 de julio de 2021

La reforma de las pensiones, la política monetaria y la inflación. ¡Vamos a toda vela hacia los arrecifes!

Hoy quiero comentar algunas noticias relacionadas con los disparates económicos que están llevando a cabo casi todos los países con una fiscalidad disparatada y una política monetaria al servicio de ese disparate. Este miércoles 30 de Junio leo en Expansión tres noticias que tienen entre sí una estrecha relación.

La primera es que la inflación interanual a Junio de 2021 es del 2,6%. Llevamos años de política monetaria expansiva mientras vivíamos en la ciudad alegre y confiada: “Creamos dinero a espuertas, bajamos los tipos de interés artificialmente y la inflación sigue bajísima. ¡Más madera!”. Bueno, pues la inflación embalsada durante esos años empieza a enseñar la patita por debajo de la puerta y es más que posible que eche la puerta abajo.

La segunda es que se ha llegado a un consenso sobre el problemón de las pensiones. Pero, claro, hay consensos que matan porque son un mal consenso. Y en este se sigue haciendo que las pensiones suban de acuerdo con el IPC, es decir, la inflación. Y, claro, con esta inflación eso supondría un gasto de 1.700 millones más. Lo que significa de que, en fraterna y santa unión, vamos a toda vela hacia los arrecifes. Y el sistema de pensiones es cada vez menos sostenible. A mí, que tengo 70 años, me parece muy bien que suban las pensiones según el IPC. Y, si pudiera ser, el IPC más 3% o, ya puestos, más 5%. Total, con un poco de mala suerte, cuando el sistema quiebre, yo ya estaré criando malvas. Pero, claro, los que ahora tienen entre cuarenta y cincuenta años, si tienen dos dedos de frente, deberían estar temblando, porque es más que probable que no puedan ver un euro cuando se jubilen y ya no les da tiempo a hacerse un buen plan de pensiones personal, cosa que se debería estar recomendando con altavoces a los más jóvenes y enseñándoselo desde el colegio. Pero, nada de eso, ¡silencio! Eso sí, como si me hubiese oído (no necesita oírme porque lo sabe perfectamentr) José Luis Escrivá, ministro de pensiones, avisó ayer de que los que nacieron en el baby boom tendrán que elegir “entre el ajuste moderado de sus pensiones o podrían tener que trabajar un poco más”.  El que tenga oídos para oír que oiga y a buen entendedor… Pero sigamos ciegos nuestro camino.

La tercera noticia es de los EEUU. Micael J. Boskin, Profesor de Economía en la Universidad de Stanford y asesor del Presidente George H. W. Bush entre 1989 y 1993, nos avisa en titulares: "¡Atención con la creciente deuda pública de EEUU!" Y, en un entresacado dice, de forma timorata: “Si los pronósticos de crecimiento mediocre a largo plazo aciertan, todos podríamos llegar a lamentarlo”. Digo que es timorato, porque me parece que sobra el condicional.

Pero, bueno, hagamos como los tres monitos. Ni ver, ni oír, ni hablar.

1 de julio de 2021

El Bien Común y el caballo percherón

 Si quisiese argumentar todas y cada una de las afirmaciones que hago en estas páginas, en vez de ser tres, serían trescientas treinta y tres y me mandaríais, con razón, a escardar cebollinos. Por eso, por mor de la brevedad, seré un poco tajante y no justificaré mediante argumentos colaterales las afirmaciones que haga, pero estoy absolutamente disponible para comentar o discutir mis argumentos sobre cualquier tópico de los que van a continuación. De muchos de ellos, tengo cosas escritas que los argumentan. De otros tendría que escribirlos, pero si me pedís razón de lo que digo y no tengo nada escrito sobre ello, lo escribiré encantado para llenar el hueco. Así que no os cortéis un pelo.

Como no puede ser de otra manera, el Bien Común, así, con mayúsculas, me parece un desiderata en cualquier aspecto de la conducta humana y, en particular, en la Economía. No creo que haya una sola persona de buena voluntad que no admita esto.

Mi problema estriba en que soy incapaz de definir el Bien Común mediante una definición operativa que permita poner los medios para lograrlo. Además, he hablado con muchas personas sobre su concepto de Bien Común y siempre me he encontrado con ideas vagas, siempre cargadas de buena voluntad, a menudo contradictorias entre sí y nunca operativas. Lo más acertado que he encontrado es la definición que de él hace el documento Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II. Dice:

El bien común es el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección.

Me parece muy buena definición, pero no sé cómo aplicarla al caso de la Economía, aunque, tal vez, al final de este escrito, sí pueda encontrar una forma de hacerlo.

El inmenso riesgo que se corre cuando se habla del Bien Común –en todos los campos, pero tal vez en Economía más que en cualquier otro– es caer en lo que podríamos llamar el buenismo común. A continuación, me embarco en un razonamiento (incompleto, como he dicho más arriba) acerca de adónde nos lleva ese buenismo común si lo tomamos por el Bien Común.

Un primer aspecto de este buenismo común se podría llamar denuncia de la desigualdad. No hablo de pobreza[1], sino de desigualdad. La desigualdad no es mala en sí misma si no tiene la injusticia como base. Digo como base y hablo de justicia de forma cualitativa. Me parece falaz e inútil discutir cuantitativamente sobre la medida de la desigualdad que la hace injusta de por sí, aunque su causa no sea injusta. Aquí habría una larga argumentación que omito.

Luego viene el término pobreza relativa, que es una falacia fácilmente desenmascarable y a la que el buenismo –o los que utilizan el sentimiento buenista para su ideología– quita inmediatamente el adjetivo relativa y dice, por ejemplo, que en España hay un 30% de pobres.

Inmediatamente viene la redistribución de la renta o de la riqueza, naturalmente, a cargo del estado. (Argumentación omitida)

El siguiente paso es el sacralizado estado del bienestar, muy distinto de hacer que los realmente más necesitados no se queden sin una sanidad, una educación u otros posibles servicios básicos de calidad por el hecho de ser pobres. Por supuesto, el estado del bienestar se realimenta positivamente a sí mismo y sigue una dinámica que le lleva a la elefanteasis, lo que, a su vez, conduce a unos presupuestos del estado megalómanos. (Argumentación omitida).

Para financiar estos gastos, siempre crecientes. del estado del bienestar hay que crear un sistema impositivo asfixiante que se salta a la torera cualquier principio de justicia fiscal, amén de ralentizar cada vez más la economía desincentivando las inversiones y contrataciones. (Argumentación omitida).

Pero como ni así se llegan a cubrir los gastos siempre crecientes, se empieza un proceso de déficits presupuestarios en aumento, financiados con un endeudamiento disparatado y enormemente injusto generacionalmente. Si Keynes levantase la cabeza, se volvería a morir del susto al ver lo que se está haciendo en nombre del keynesianismo, pero le estaría bien empleado el volverse a morir por haber abierto una pueta por la que los buenistas manipulados han entrado en manada (Argumentación omitida).

Y, claro, para financiar este endeudamiento disparatado, los Bancos Centrales, en teoría independientes, se lanzan a la ingente creación de dinero para mantener artificialmente bajos los tipos de interés y mandando a TODOS los agentes económicos (porque los tipos de interés afectan a TODOS), señales falsas que les llevan a decisiones equivocadas. Eso, además de sacar el dinero del bolsillo de unos (ahorradores) para meterlo en el de otros (endeudados), además de alimentar la burbuja del estado, alimenta diferentes burbujas que, cuando estallan, producen crisis que se achacan al capitalismo (Argumentación omitida).

Y ya, lanzados a intervenir los precios del dinero, el estado se lanza a intervenir los precios otros muchos bienes, como los carburantes, la electricidad, los salarios, etc., creando nuevas distorsiones graves en las señales a los agentes económicos, que llevan, otra vez más, a decisiones equivocadas, que crearán nuevas crisis de las que, naturalmente, también se culpará al capitalismo. Y como Bancos Centrales y gobiernos salen limpios de responsabilidad por estas actuaciones, están siempre dispuestos a aplicar una y otra vez las mismas medidas sin sentido. (Argumentación omitida).

Pero ahora le llega el turno a los impuestos que, en palabras inauditas de la inefable ministra de Hacienda, María Jesús Montero, no son recaudatorios, sino educativos. Es decir, el gobierno va a decir a los ciudadanos que fumar, beber alcohol o bebidas edulcoradas, tener un coche diesel y otras muchas cosas están mal. Y para que sean buenos, esos productos que consumen como niños malos, les saldrán más caros. (Argumentación omitida y, espacialmente una muy importante sobre por qué los liberales, no los libertarians, están en contra de la liberalización de las drogas).

Y ya, puestos a educar en el consumo, ¿por qué no se va a meter el estado en educar a los ciudadanos en los valores que él considera buenos? Y, claro, estos valores son los valores posmodernos, fruto de otra deriva, ésta filosófica, empezada hace unos ocho siglos con Guillermo de Occam (por citar a un “primer culpable”) seguido por Descartes, Kant, Hegel, Marx, Rossemberg et alter. Ahí tenemos los nacionalismos, el comunismo, el nazismo, el relativismo moral y la posverdad, de los que también mucha gente culpa al capitalismo, que es siempre un cómodo chivo expiatorio de todo (Argumentación omitida).

Esto, naturalmente, no es Bien Común, sino mal común, porque lleva al desastre y, en medio del desastre es imposible que se den el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección. (Argumentación omitida)

Visto lo que es el mal común al que lleva el buenismo común, tal vez a sensu contrario podamos ver cómo se puede obtener el Bien Común en la Economía. La solución no es difícil técnicamente, pero es imposible cultural y sociológicamente, ya que el marxismo, que ha perdido estrepitosamente la batalla económica, va ganando por goleada la guerra ideológica. Se trata de quitarle al caballo percherón[2] todo, o la mayor parte del lastre que se le ha ido poniendo en el último siglo, si tomamos el New Deal de Roosevelt como punto de arranque, o el último siglo y medio, si tomamos la Alemania de Bismarck. Sin duda, el caballo percherón, liberado de la mayoría de su carga nos acercaría, sin llegar nunca, al conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección, en lo que a condiciones económicas se refiere, que es lo que se puede pedir a la Economía (Argumentación omitida).

Por supuesto, el capitalismo, que no es un sistema económico sino una evolución simbiótica de la naturaleza humana con el lícito anhelo humano de satisfacer cada vez más necesidades materiales y espirituales, no está libre de lacras. Pero son lacras de la naturaleza humana caída. Lacras de las que no se libra ni una sola institución humana, empezando por la parte humana de la Iglesia. No es el sistema capitalista el que hay que cambiar adicionándole experimentos sociales mejor o peor intencionados, sino que, lenta y laboriosamente, sin atajos, es el corazón del hombre lo que hay que cambiar. (Argumentación omitida).

[1] El otro día leí una frase del Papa Francisco que, a mi vez, cito de memoria y que tal vez no lo haga textualmente. Decía: “La Iglesia a cedido al comunismo el protagonismo de la lucha contra la pobreza”. Es difícil encontrar una frase tan buenista, propia de un Papa buenista como Francisco. El comunismo jamás a tenido ningún protagonismo en la lucha contra la pobreza, sino que ha sido maestro y protagonista en crear miseria económica, física y antropológica. Es el capitalismo el que ha hecho, sigue haciendo y seguirá haciendo retroceder la pobreza. Larga argumentación que omito.

[2] Frase atribuida a Churchill: “Muchos ven al empresario como un lobo al que hay que matar. Muchos más como una vaca a la que hay que esquilmar. Pero muy pocos lo ven como el caballo percherón que tira del carro”. Yo uso “el caballo percherón” como el sistema de libre empresa o capitalismo.