1 de diciembre de 2007

La picadora de carne humana

Esta semana ha estado marcada, para mí, por el horror de la noticia de la clínica abortista en la que se trituraba a los fetos para deshacerse de ellos por el desagüe. ¿Hasta dónde puede llegar la barbarie? ¿Cuáles son los límites cuando la ética se reduce al más vil utilitarismo? No lo sé, pero me da náusea pensarlo.

Recupero para este blog un artículo que escribí y me publicaron hace unos años -cuando se aprobó la actual ley española de investigación con embriones- (con alguna pequeña modificación para adaptarle al día de hoy), reproduzco uno muy reciente, pero anterior a la espeluznante noticia de esta semana, de Juan Manuel de Prada y añado uno de 1995, escrito por el historiador y periodista católico inglés Paul Jhonson justo después de la publicación de la encíclica Evangelium Vitae de Juan Pablo II.

¿Qué son los embriones?
Tomás Alfaro Drake (el texto en negrita es añadido recientemente)

¿Quién es un ser humano? Es una pregunta muy fácil o muy difícil de contestar, según se quieran retorcer las cosas. Desde luego, yo, y cada persona que está leyendo estas líneas, somos seres humanos. Si no lo fuésemos, ni yo podría escribirlas ni vosotros leerlas. Sin embargo, no hace mucho yo no era capaz de escribir, ni vosotros de leer. ¿No éramos seres humanos? Sí. Si nos daban educación, comida, cuidaban nuestra salud y un largo etc, teníamos el potencial de llegar a leer y escribir con normalidad. Si echamos atrás en el tiempo, vemos que no hay ninguna frontera nítida que marque un antes y un después. Mis miembros se han ido formando poco a poco, mis circuitos neuronales también, de hecho todavía no están totalmente formados, me queda mucho por aprender. Hubo un día en que no tenía neuronas, era sólo una célula, pero todo en esa célula estaba preparado para tener neuronas, brazos, estómago. Tenía toda la información para desarrollarlos, si me daban la oportunidad de ello, por supuesto. Era yo, tenía toda la información que me diferenciaba de cualquier otro ser humano, desarrollado o no. Si un científico analizase mi carga genética, se daría cuenta que no era ni un orangután ni un elefante. Si un biólogo analizase esa célula que era yo, diría que estaba viva. Se dividía, se alimentaba, se movía. Si era vida, si no era un orangután, si tenía toda la información que necesitaba para desarrollar mi yo, el ser humano que creo ser ahora, ¿qué era? No un ser humano, sólo un preembrión, dicen los ciegos que no quieren ver. Pero si les pregunto cuanto tiempo tardé en dejar de ser un preembrión para ser un embrión y un ser humano y las razones de ese cambio, seguro que les pongo en un aprieto. Días, dirán unos, hasta que estuviste implantado en el útero de tu madre. Como si fuese una posición en el espacio la que definiese la humanidad. Unas semanas, dirán otros, hasta que tuviste unas cuantas células. ¿Cuántas células hacen un ser humano? Un poco más, asegurarán unos terceros, hasta que hubieses fabricado unas pocas neuronas. ¿Qué altura de pensamiento tienen que alcanzar unas neuronas para que sean un ser humano? Más tarde aún, afirmará otro grupo, hasta que midieses más de unos cuantos centímetros. ¿Cuánto debe medir un ser humano? ¡Yo qué sé!

Lo más sorprendente es que la ley española contesta. Depende. Si el embrión es fruto de una violación, es un ser humano a las 12 semanas y no se le puede matar. Si tiene malformaciones, entonces no empieza a ser ser humano hasta las 22 semanas. Pero si peligra la salud física o psíquica de la madre, entonces no es un ser humano, o por lo menos se le puede matar, hasta justo antes del parto. Al menos la ley no fija un límite. ¿Se puede ser más utilitarista? Conviene aclarar que el aborto por violación es menos de un 0,1%. Se me ocurre una pregunta. Si yo he sido concebido por una violación y a las 12 semanas ya no se me puede matar, pero a las 20 me detectan una malformación, ¿dejo de ser un ser humano para que se me pueda matar? También conviene aclarar que los partes médicos de grave riesgo para la salud física o psíquica de la madre, están firmados en clínicas abortistas en serie, para que sólo haya que poner el nombre cuando llegue el momento.

Hay sólo dos respuestas sinceras a la pregunta de cuándo aparece la vida humana. La primera es verdad y la segunda una cínica pero sincera monstruosidad. La primera dice: La vida humana aparece desde el mismo momento en que un espermatozoide y un óvulo se unieron para darme todo lo necesario para desarrollar mi yo, aunque no tuviese consciencia de identidad. La segunda dice: La vida humana aparece cuando nos dé vergüenza negar la evidencia de que estamos ante un ser humano. Diremos que no hay vida humana hasta que nuestra hipocresía no sea capaz de no sonrojarse ante la monstruosidad de negar la humanidad. Cuando se nos suban los colores al negarlo, diremos que hay un ser humano. Pero la inmunidad al sonrojo de la hipocresía es enorme. En Holanda no se sonrojan de que el plazo para abortar supere la fase en que se pueda saber el sexo del niño para, así, tomar decisiones “sensatas”. Ahora parece que se venden billetes todo incluido para que de cualquier parte del mundo se pueda venir a España a abortar. No cabe duda que estamos ante una floreciente industria. Es una pena que el Ministerio de Sanidad venga a encarecer los costes con remilgos de que no se pueda echar carne de feto picada por el desagüe. ¿Suena bestial? Es bestial, en el sentido etimológico de la palabra. Pero no lo es porque yo lo ponga en un papel. Lo es porque se hace. Yo sólo soy el mensajero. ¿Matamos al mensajero?

Por si a alguien, honestamente, le surgiesen dudas sobre dónde puede estar ese difuso límite en el que un embrión empieza a ser un ser humano, me permito invocar dos principios importantes de cualquier sociedad civilizada. El primero es la presunción de inocencia. Desde luego, nadie puede achacar culpabilidad de nada al embrión, pero enunciemos la base ética sobre la que se apoya este principio civilizador: Es mejor que un culpable quede libre que que un inocente sea privado de la libertad. Ahora expresémoslo de una manera más contundente. Es mejor respetar la vida de algo que tal vez sea un ser humano a quitársela siéndolo. “In dubio pro reo”, dice el adagio del derecho romano. “In dubio pro embrión”, debería decir el hombre civilizado que duda honestamente sobre dónde se debe poner el límite. El segundo principio que invoco es la protección al débil. ¿Y qué hay más débil que un embrión?

Una vez establecido que el embrión es un ser humano o, al menos como tal debe ser considerado si somos civilizados, una ley que atente contra él es una ley injusta, la vote quien la vote y tenga la mayoría que tenga. Es injusta, incluso si matando al embrión podemos, tal vez, paliar enfermedades. No es lícito matar para curar. Y es aún menos justo, si cabe, cuando hay otras alternativas éticamente aceptables y técnicamente iguales, si no mejores que la creación de embriones. Las células madre adultas podrán no reproducirse con una eficacia similar a las embrionarias, pero tienen menos riesgo de degenerar en cancerígenas. Es injusta aunque el feto tenga malformaciones, porque no somos nosotros quién para decidir cuál debe ser la longitud de un brazo para permitir a alguien vivir. ¿O se nos ocurriría matar a nuestro hijo de 3 meses si perdiese un brazo? Es injusta aunque a la madre le produzca un riesgo para su salud. ¿O creeríamos lícito matar al vecino de arriba porque su comportamiento nos hace enfermar psíquicamente o porque tiene una enfermedad contagiosa?

Como decía san Agustín; “un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones”. Y una sociedad que ve sin espanto la producción e inmolación injusta de embriones –seres humanos–, o fetos de cualquier edad –también seres humanos– mientras protesta por que se investigue con animales, es una sociedad moralmente enferma. Y los ciudadanos de una sociedad moralmente enferma están expuestos al atropello de sus más elementales derechos, al horror y al genocidio. El aborto o la investigación con embriones, establece que el derecho a la salud o a la comodidad de unos está por encima del derecho a la vida de otros.

Ante esto, no queda más que la postura expresada por J.R.R. Tolkien en una carta a su hijo: “no nos corresponde a nosotros elegir la época en que nacemos, sino hacer lo que esté de nuestra parte para mejorarla; pero el espíritu de la maldad en los sitios encumbrados es ahora tan poderoso, y sus encarnaciones tienen tantas cabezas, que no parece haber nada más que hacer que negarnos personalmente a venerar cualquiera de las cabezas de la hidra”. Yo, con la ayuda de Dios, me negaré.

Pelotas de células
JUAN MANUEL DE PRADA
EL otro día leía en un periódico que los embriones utilizados en investigaciones científicas son «pelotas de células que ni sienten ni padecen». Siempre que me tropiezo con afirmaciones tan sumarias me acuerdo de una de las secuencias más célebres de «El tercer hombre». Holly Martins, el escritor de noveluchas ínfimas interpretado por Joseph Cotten, ha logrado al fin reunirse con su amigo Harry Lime (Orson Welles), un cínico asesino que se ha enriquecido vendiendo fármacos adulterados. El encuentro entre los dos protagonistas acontece en el Prater vienés; montan juntos en la noria y, cuando se hallan en lo más alto, Martins pregunta, horrorizado: «¿Has visto a alguna de tus víctimas?». Harry Lime esboza una sonrisa cínica y dirige con desapego la mirada a la gente que pasea por el descampado, allá a lo lejos: «¿Víctimas? -se mofa-. No seas melodramático. Mira ahí abajo. ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? Si te ofreciera veinte mil dólares por cada puntito que se parara, ¿me dirías que me guardase mi dinero o empezarías a calcular los puntitos que serías capaz de parar? ¡Y libre de impuestos, amigo, libre de impuestos! Hoy es la única manera de ganar dinero».
Basta subirse a una noria para que los hombres se conviertan en puntitos negros; basta encaramarse en la atalaya progre para que los embriones se conviertan en pelotas de células que ni sienten ni padecen. Siempre me ha provocado estupor que una época como la nuestra, que se declara compasiva y ha querido extender los frutos de esa compasión hacia ámbitos más allá de lo puramente humano (pensemos, por ejemplo, en la defensa de los animales), se muestre en cambio tan impiadosa cuando se trata de proteger la vida embrionaria. Lo cual me hace pensar que tales muestras de pretendida humanidad no son sino aspavientos de una época que ha dejado de ser humana. No una época de hombres malvados, sino una época en que los hombres han dejado de serlo; y que, para fingir que lo siguen siendo, urden coartadas, cuanto más rimbombantes mejor, que anestesien lo que antaño llamábamos conciencia.
Y cuando los hombres dejan de serlo, la vida deja de tener una dignidad intrínseca; se puede seguir defendiendo con argumentos meramente utilitarios, pero ya nunca más como una verdad indestructible que nos interpela y demanda una defensa obstinada. Se entroniza así una concepción puramente «funcional» de la vida: su dignidad ya no es algo inscrito en su propia naturaleza, sino un reconocimiento que se le otorga o se le deniega a discreción, por razones de pura conveniencia, según la perspectiva desde la que la miremos (y ya se sabe que, contemplada desde una noria o atalaya progre, toda vida se convierte en un puntito negro). Incluso se maquinan coartadas de apariencia humanitaria que maquillen esta consideración puramente funcional de la vida: y así, por ejemplo, se justifica la destrucción de esas pelotas de células que ni sienten ni padecen porque de este modo se puede ayudar a sanar otras vidas. Por supuesto, cualquiera que se atreva a poner en cuestión tal aserto se convierte ipso facto en fundamentalista; título honrosísimo, pues, en efecto, la vida es el fundamento de quienes aún queremos ser humanos. Pero, puesto que estas coartadas pretendidamente humanitarias no pueden en realidad serlo, por haberlas urdido quienes ya han dejado de ser hombres, hemos de esforzarnos por penetrar la verdad que se esconde detrás de la cortina de las justificaciones. Y la verdad, descarnada y pestilente, la formulaba Harry Lime en el parlamento que iniciaba este artículo: se llama dinero, dinero obtenido disparando sobre diminutos puntitos negros.
Los últimos avances científicos nos revelan que se pueden sanar vidas sin destruir embriones. Pero, mientras consideremos a esos embriones pelotas de células que ni sienten ni padecen, seguiremos encontrando coartadas que justifiquen su destrucción. Y es que, cuando la vida es despojada de su dignidad intrínseca, deja de ser vida: será respetada mientras nos resulte útil o rentable; cuando sea más útil o rentable destruirla, lo haremos sin vacilación. No sin antes urdir, por supuesto, una coartada humanitaria.
www.juanmanueldeprada.com

Un trompetazo papal contra la muerte[1]
Paul Johnson 8 de Abril de 1995
El mundo moderno comenzó a principios del siglo XIX, cuando la gran tríada de la tecnología, la democracia y el liberalismo penetraron en Occidente. El resto de ese siglo brillante presenció su triunfo aparente: sociedades libres, el fin de la esclavitud, mejoras milagrosas en la salud pública, el analfabetismo, la velocidad y seguridad en los viajes, progresos que se fueron acumulando hasta 1914.

Después el siglo XX mostró el lado oscuro de la modernidad, el modo en que la demolición de las antiguas y, sin duda, ineficientes y oscurantistas estructuras políticas y sociales podía abrir las puertas de algo infinitamente más horrible: el totalitarismo, las dos tiranías rivales y progresistas del comunismo y del nazismo, lo que Evelyn Waugh llamó “el mundo moderno en armas, inmenso y aborrecible”. Desde 1917, cuando el totalitarismo dominó por primera vez un gran Estado, hasta el hundimiento del comunismo soviético a finales de los 80, han transcurrido tres cuartos de siglo de maldad y barbarie.

En esas décadas se cometieron más tropelías, a mayor escala y con mayor refinamiento demoníaco que nunca en la triste historia de la humanidad. Fue una aterradora experiencia de los riesgos que supone la modernidad. Creo que hemos aprendido algunas lecciones, aunque todavía no hemos terminado de despejar la sordidez moral. China es todavía un Estado totalitario, y su gulag contiene veinte millones de personas, más que el de Stalin en sus tiempos.

Aún así, el siglo totalitario ha quedado atrás y hemos aprendido a ver el Estado tal como es: útil, incluso amigable cuando es pequeño y limitado, un enemigo mortal cuando rompe sus vínculos constitucionales. Ese no será el problema del siglo XXI. Pero ya es evidente lo que tendremos que temer. En nuestro propio siglo, hemos permitido que hombres perversos jugaran con el Estado, y pagamos el precio de ciento cincuenta millones de ejecuciones por violencia estatal. Está por verse si en el siglo XXI correremos el riesgo de permitir que hombres y mujeres jueguen con la vida misma. Y por juego me refiero al uso y al abuso, a la alteración de las fuerzas vitales como si no hubiera más leyes que las que nosotros determinamos.

En Septiembre pasado me asombró una conversación que se entabló durante una conferencia sobre ética médica que mi esposa organizó en el St Anne´s College de Oxford. Una oradora, Melanie Phillips utilizó la expresión “la santidad de la vida humana”. Un audaz e inteligente filósofo interrumpió: “Un momento, analicemos esa expresión... la santidad de la vida. Quizá usted tenga razón, quizá la vida humana sea sagrada para nosotros. Pero no lo sé con certeza. ¿Por qué la vida humana debería ser sagrada?”

Fue para mí un momento escalofriante, y muchos a quienes les describí el episodio también tuvieron esa sensación. Yo siempre había pensado que la santidad de la vida era una de esas verdades que los hombres y mujeres consideraban axiomáticas. No necesitaba demostración. Simplemente era así. Demostrarlo no es fácil. Dudo que yo pudiera demostrarlo. Pero no necesito demostrarlo porque sé que es verdad, así como sé que soy un ser humano. Creo que la mayoría de nosotros pensamos así. Hay varias creencias relacionadas con la conducta, la moralidad y la civilización que son tan manifiestas que la solicitud de demostrarlas resulta perturbadora.

Y el siglo XXI nos depara este tipo de perturbación. Todas las certidumbres axiomáticas acerca de la vida humana serán cuestionadas por los innovadores que planean usar nueva tecnología para mejorar la condición humana, tal como los nazis y los comunistas planeaban usar el Estado con el mismo propósito. Hay continuidades entre las dos formas de ingeniaría humana y social. El plan nazi era purificar la raza humana por medio de una forma de eugenesia que implicaba la eliminación de gitanos, judíos, eslavos y otros tipos de Untermenschen. La eugenesia comunista suponía la eliminación de la burguesía explotadora y la introducción de un ser humano nuevo y purificado, sin instinto de adquisición. Mirando hacia atrás, cuesta decidir cual era el disparate más peligroso. Ambos suponían el asesinato a gran escala, y ambos partían del supuesto de que los que poseen autoridad tienen derecho a establecer las reglas morales mientras proceden. Los innovadores que intentarán tomar el poder y cambiar las reglas de la vida humana en el siglo XXI también sienten desprecio por la moralidad absoluta, y creen que la moral y el derecho deberían ser relativos, y modificarse en ocasiones para adecuarse a la conveniencia de hombres y mujeres.

Ya están cumpliendo su voluntad. El año pasado, tan solo en Gran Bretaña, 168 mil niños nonatos fueron destruidos legalmente, y la cantidad de abortos realizada legalmente en todo el mundo supera la cantidad de muertos por las tiranías nazi y comunista. En el otro extremo de la vida, la eutanasia ya es legal en Holanda, o al menos queda impune, y se realizan campañas para introducirla aquí y en todas partes. El aborto y la eutanasia son sólo el pedestal sobre el cual los innovadores se proponen, durante el siglo XXI, erigir un sistema donde se les deje hacer con la vida humana cualquier cosa que permita la tecnología.

El Papa Juan Pablo II ha escogido este momento para publicar su nueva encíclica El Evangelio de la vida. Reafirma enérgicamente la santidad de la vida humana como absoluto; defiende la vida humana en todas sus manifestaciones de una manera que está robustamente arraigada en la ley natural y divina, inexpugnable, inalterable y eterna, y –a despecho de especiosos argumentos de tribunales y parlamentos, de filósofos y aún de clérigos– identifica todos los actos que ponen fin a la vida humana inocente como formas de asesinato. La enseñanza del Papa sobre la vida humana es internamente coherente, valerosa y ajena a la moda, una doctrina difícil de seguir, como lo es toda buena enseñanza, y será resistida, ridiculizada y maldecida por todas las fuerzas malignas del mundo moderno.

Que este maravilloso anciano viva para ver el año 2000, de forma que su voz frágil, pero firme y clara, pueda dar el trompetazo de la verdad absoluta en la alborada del siglo XXI, antes de que los agentes de la muerte se pongan a trabajar en ello.

[1] Es copia de un artículo de Paul Johnson, periodista británico católico, del 8 de Abril de 1995. El libro, “Al diablo con Picasso” Javier Vergara Editor, SA. Buenos Aires 1997, lo recoge junto con otros muchos

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