11 de diciembre de 2021

¿Qué es y por qué Chesterton ideó el distributismo?

La razón por la que escribo estas líneas es, en primer lugar, intentar entender cómo una persona que goza de toda mi admiración por su recta y aguda inteligencia y su perspicaz ingenio –me estoy refiriendo a mi admirado Chesterton– pudo caer en la simpleza de intentar diseñar un sistema económico –un experimento socio-económico– llamado distributismo, que, de haberse llevado a la práctica –cosa que afortunadamente no ha ocurrido nunca–, hubiese supuesto, miseria, hambre, violencia y horror. Y empiezo estas páginas por el porqué de la pregunta anterior, antes de entrar en el qué pueda ser este sistema. Pero, en segundo lugar, aunque más importante, el motivo es que muchas personas que hoy en día encuentran el capitalismo entre perverso y semiperverso, pero que saben que el comunismo no es el camino, buscan una tercera vía –un experimento social– entre ambos y creen que esa tercera vía podría ser el distributismo. Varias personas, algunas de ellas a las que admiro y respeto enormemente, así me lo han dicho en algunas ocasiones y de ahí estas páginas. Vamos a ello. 

Desde el inicio de la revolución industrial, a finales del siglo XVIII o principios del XIX, empezó un éxodo masivo de la gente que vivía en el campo hacia los centros fabriles de las ciudades. Esto supuso situaciones terribles de ver, como hacinamiento, sueldos muy bajos, jornadas laborales terribles, gente que erraba por las calles sin trabajo, niños trabajando, etc. Cualquier persona de buena voluntad con un mínimo de sensibilidad tenía que sentirse brutalmente interpelado por lo que veía. A mí me hubiera ocurrido los mismo. Pero un economista y parlamentario liberal francés de la primera parte del siglo XIX, Frédéric Bastiat (1801-1850), formuló y aplicó un tipo de análisis al juicio de las realidades sociales y de las actuaciones de los gobiernos. Lo denominó “lo que se ve y lo que no se ve”. Postulaba que, siempre que se analiza cualquier fenómeno económico hay que profundizar, además de en lo que se ve, en lo que no se ve de él. Bastiat se refería fundamentalmente a las consecuencias de cualquier medida gubernamental tendente a intentar mejorar la economía. Decía que no bastaba con ver los efectos beneficiosos de esa medida, sino que había que buscar también los efectos beneficiosos que se hubiesen producido sin esa medida y que no se producirían precisamente por ella, y sólo entonces, comparar qué hubiese sido mejor. Me parece un principio sabio e inteligente. Aplicado a la situación que analizamos habría que considerar también lo que no se veía y las razones por las que se producía ese éxodo. El Papa León XIII y Chesterton, podrían haber aplicado este principio, ya que ambos eran personas cultas, bastante posteriores a Bastiat y las ideas de éste tuvieron gran resonancia en su época en debates parlamentarios. Lo que no se veía era que esas personas que se iban del campo a la ciudad, vivían en el campo en condiciones muchísimo peores. La imagen bucólica que a menudo tenemos de la vida campestre nada tiene que ver con la vida de las personas que entonces vivían en ese supuestamente idílico campo. Estaban totalmente expuestos a las inclemencias del tiempo, tenían jornadas laborales que iban de sol a sol, en la que trabajaban hombres mujeres y niños. Eso en unas épocas del año y durante otra parte del año no había nada que hacer. Por supuesto, cuando había trabajo, cobraban salarios menores aún a los que cobraban los obreros fabriles (si los cobraban) y cuando no había trabajo, no cobraban absolutamente nada. Los años de mala cosecha morían de inanición a montones, también hombres mujeres y niños. Es precisamente por esas condiciones por lo que, de forma libre, se iban del campo a las fábricas de las ciudades. Nadie les obligaba. Nada que ver con los experimentos sociales de Stalin o Mao en el siglo XX que obligaban bajo pena de muerte a masas inmensas de población a abandonar sus lugares de vida para ir a un sitio que esos dictadores habían decidido que era donde tenían que vivir. Y los que, durante la revolución industrial, se iban a la ciudad creaban un efecto llamada sobre los que se quedaban en el campo. Si no fuese así, las migraciones hubiesen durado unos años y, después, se hubiesen parado. Pero no fue así. Cada vez se iba más gente del campo a la ciudad y se quedaba en ella. Iban en busca de una vida mejor con oportunidades de las que carecían en el campo. Era la misma razón que impulsaba a otros a irse a América o a otros sitios. La misma que impulsa hoy a los que vienen de África a venirse a Europa jugándose la vida en pateras. Todos ellos buscaban –y buscan– una vida mejor y, aunque lo que encontraban –y encuentran– era –y es– durísimo, ahí se quedaban –y se quedan–. Y les decían –y les dicen– a sus parientes y amigos que vinieran –o que vengan–. Juzgar la situación sin tener en cuenta esto, lo que no se veía, es no analizar bien la cuestión. De todas maneras, es totalmente razonable que, como he dicho antes, para cualquier persona, urbanita acomodada de buena voluntad con un mínimo de sensibilidad, ignorante de la dureza de la vida del campo –o aunque lo supiese– el espectáculo le pareciese horripilante. A mí, urbanita acomodado e ignorante, me hubiese pasado exactamente igual.

Por otro lado, esa concentración de gente, que antes era anónima, sin cara ni ojos y que estaba dispersa, estaban ahora juntos, eran visibles, tenían cara y ojos, sus fotos salían en los periódicos. Esto dio lugar a movimientos reivindicativos, perfectamente justificables, que les llevaba a asociarse para intentar paliar los efectos de esa durísima vida. Ventaja que antes tampoco tenían. Pero, a su vez, de ahí nació el campo de cultivo para la aparición del marxismo. Ya existían desde mucho antes que Marx, formas de un socialismo, que se conoce como utópico, propugnado por aristócratas y personas de la alta burguesía, como Saint Simon o Fourrier en Francia u Owen en Inglaterra. Estas formas de socialismo propugnaban experimentos sociales, con mayor o menor buena voluntad, con mayor o menor sentido común, pero que nunca se llevaron a la práctica más allá de pequeñísimas pruebas que acabaron espantosamente. Pero la nueva situación propició que las tesis de Marx tuvieran un éxito descomunal. Frente al socialismo utópico, Marx acuñó el término, ridículo, por supuesto, de socialismo científico. Ya en 1848, Marx y Engels escriben el panfleto incendiario de “El manifiesto comunista”. Y en 1867 Marx publica su obra cumbre, “El capital”. Durante todo el siglo XIX la Iglesia vio cómo una inmensa cantidad de obreros la abandonaban para enrolarse en estos movimientos comunistas-socialistas[1]. Por fin, el 1891, el Papa León XIII decide que debe tomar cartas en el asunto y escribe la primera encíclica de lo que hoy se conoce como Doctrina Social de la Iglesia[2], la “Rerum Novarum”.

De la lectura detallada de la Rerum Novarun entresaco algunas de mis conclusiones:


1ª El Papa León XIII sentía una encomiable y enorme compasión por los más pobres y por los obreros. Cierto que ignoraba (o por lo menos no se menciona en la encíclica) la situación de la que venían, pero eso no hacía menos sincera su compasión.

2ª Su percepción de los empresarios, o al menos la que percibe implícitamente de varios párrafos, era la de que eran unos desalmados que se aprovechaban de los que llegaban a las ciudades. Por supuesto que los habría, pero de ninguna manera es aceptable esa generalización.

3ª Su preocupación era también enorme por la huida de muchísimos obreros de la Iglesia para afiliarse a sindicatos gestionados por marxistas y ateos, con los que es muy duro. De hecho, recomienda a los cristianos que formen sindicatos obreros de inspiración cristiana para evitar esta huida.

4ª Hace una encendida defensa, magníficamente argumentada de forma racional, de la propiedad privada, en contra de las ideas marxistas. En esa defensa dice, entre otras cosas: “quitado el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos, necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas, y esa igualdad con que sueñan no sería ciertamente otra cosa que una general situación, por igual miserable y abyecta, de todos los hombres sin excepción alguna”. (nº 11)

5ª Distingue claramente entre lo que es exigible por la justicia y lo que lo es por la caridad: “Pero cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con lo que sobra. «Lo que sobra, dadlo de limosna». No son éstos, sin embargo, deberes de justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino de caridad cristiana, la cual, ciertamente, no hay derecho de exigirla por la ley”. (nº 11).

6ª Condena claramente la lucha de clases: Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Es esto tan ajeno a la razón y a la verdad, que, por el contrario, es lo más cierto que como en el cuerpo se ensamblan entre sí miembros diversos, de donde surge aquella proporcionada disposición que justamente podríase llamar armonía, así ha dispuesto la naturaleza que, en la sociedad humana, dichas clases gemelas concuerden armónicamente y se ajusten para lograr el equilibrio. Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo.

7ª Explícitamente, cuando en la Encíclica habla del estado dice: “entendemos aquí por Estado no el que de hecho tiene tal o cual pueblo, sino el que pide la recta razón de conformidad con la naturaleza, por un lado, y aprueban, por otro, las enseñanzas de la sabiduría divina”. (nº 23). Y, en consecuencia, en ese mismo nº 23 dice que el papel del estado es hacer unas leyes justas, acordes con la ley divina, de las que de forma “espontánea”, brotará “la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que éste es el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes. Ahora bien: lo que más contribuye a la prosperidad de las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las familias, la observancia de la religión y de la justicia, las moderadas cargas públicas y su equitativa distribución, los progresos de la industria y del comercio, la floreciente agricultura y otros factores de esta índole, si quedan, los cuales, cuanto con mayor afán son impulsados, tanto mejor y más felizmente permitirán vivir a los ciudadanos. A través de estas cosas queda al alcance de los gobernantes beneficiar a los demás órdenes sociales y aliviar grandemente la situación de los proletarios, y esto en virtud del mejor derecho y sin la más leve sospecha de injerencia, ya que el Estado debe velar por el bien común como propia misión suya. Y cuanto mayor fuere la abundancia de medios procedentes de esta general providencia, tanto menor será la necesidad de probar caminos nuevos para el bienestar de los obreros”. Sobre la moderación de las cargas públicas, dice en el nº 33: “Sin embargo, estas ventajas no podrán obtenerse sino con la condición de que la propiedad privada no se vea absorbida por la dureza de los tributos e impuestos. El derecho de poseer bienes en privado no ha sido dado por la ley, sino por la naturaleza, y, por tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y compaginarlo con el bien común. Procedería, por consigueinte, de una manera injusta e inhumana si exigiera de los bienes privados más de lo que es justo bajo razón de tributos”. (Subrayado y negrita son míos). Este es el principio general que la encíclica señala para un estado ideal en el logro del bien común. Es cierto que un estado así no existe. Pero que el estado real sea mucho más imperfecto que ese estado ideal, no debería llevar a una mayor preponderancia del mismo, sino más bien a una menor. Sin embargo, y éste es, a mi modo de ver, uno de los problemas que aqueja a la DSI en su conjunto, en ese intento de atraerse a los obreros que se alejaban de la Iglesia, se intenta mantener una falsa equidistancia entre lo que en la DSI se considera dos extremos: comunismo y capitalismo. Esta búsqueda de la equidistancia se traduce en contradicciones como la siguiente: “Y para la obtención de estos bienes es sumamente eficaz y necesario el trabajo de los proletarios, ya ejerzan sus habilidades y destreza en el cultivo del campo, ya en los talleres e industrias. Más aún: llega a tanto la eficacia y poder de los mismos en este orden de cosas, que es verdad incuestionable que la riqueza nacional proviene no de otra cosa que del trabajo de los obreros. (nº 25). ¿Realmente es así? ¿Sólo los obreros producen riqueza? ¿El dinero aportado por los empresarios, el riesgo que corren, el ingenio que despliegan para producir bienes útiles, no aportan ningún valor? Me imagino a Marx, que en esa fecha ya había muerto, regocijándose de que nada menos que un Papa suscribiese su, a todas luces errónea, teoría del valor. Y los marxistas vivos también celebrarían esta frase. ¡Ay, a qué errores lleva esta equidistancia!

Pido disculpas al lector por este largo y, sin duda, incompleto análisis de la Rerum Novarum, que creo, sin embargo, conveniente para sustentar de una forma general el objetivo de estas líneas que es el análisis y las causas del distributismo. Pero hay en la Encíclica unos párrafos que son los que están, de forma directa y específica, en las causas del distributismo, que cito ahora, por separado del análisis general. Efectivamente, en el nº 33 de la encíclica, al Papa León XIII expresa un deseo con el que me identifico plenamente:

33. […] Por ello, las leyes deben favorecer este derecho y proveer, en la medida de lo posible, a que la mayor parte de la masa obrera tenga algo en propiedad. Con ello se obtendrían notables ventajas, y en primer lugar, sin duda alguna, una más equitativa distribución de las riquezas. […]  Mas, si se llegara prudentemente a despertar el interés de las masas con la esperanza de adquirir algo vinculado con el suelo, poco a poco se iría aproximando una clase a la otra al ir cegándose el abismo entre las extremadas riquezas y la extremada indigencia.

Chesterton sentía también, como el Papa y como yo lo hubiese sentido si hubiese vivido en esos años, esa lástima por esas masas a las que se veía alrededor de las fábricas en busca de trabajo. Pero, también como el Papa, y como me hubiera pasado a mí, no veía de dónde venían esas masas y cuál era su condición de vida anterior. Y esta última frase citada de la Encíclica hizo que él y su amigo Hilaire Belloc se pusiesen manos a la obra a diseñar un sistema económico –un experimento social– que pudiese aliviar el sufrimiento que veían y distribuir la propiedad de acuerdo con ese deseo del Papa. Así nació el distributismo (cuyo nombre no pretende evocar el concepto de justicia distrinutiva). Pretendía que fuese una organización espontánea de la sociedad que estuviese, no entre, sino por encima de los dos sistemas, capitalismo y socialismo. Pero resulta que no es así. Porque el distributismo es, él mismo, un sistema, un experimento socio económico utópico, como el comunismo. En cambio, el capitalismo no lo es. Nadie ha inventado el capitalismo en un laboratorio ideológico. El capitalismo es la etapa actual de un proceso coevolutivo, que viene desarrollándose desde que el hombre es hombre, conjugando su libertad, su creatividad, ingenio e inteligencia, su afán de superación y su voluntad de perseguir metas que le parece que merecen la pena. Proceso evolutivo que está tristemente, como lo está roda actividad humana, manchado por el pecado original. Proceso que no se parará mientras exista el ser humano. Por tanto, el distributismo es, como el socialismo, un experimento socioeconómico.

Ahora, con estas bases sentadas, ya puedo pasar a la otra pregunta que da título a estas páginas: ¿Qué es el distributismo? Una vez llegados aquí, es casi evidente qué es. Es un sistema, favorable a la propiedad privada y, por tanto, contraria al comunismo, pero contraria también a la supuesta concentración en muy pocas manos de los bienes de producción. Digo supuesta, porque entonces, como ahora, es fácil creer que el tejido de la economía lo forman las grandes empresas. Pero ni entonces era así. ni lo es ahora. Y otra vez tengo que acudir al principio de “lo que se ve y lo que no se ve”. Las grandes empresas, las grandes fábricas, se veían ostensiblemente a finales del siglo XIX. Pero, aunque no se viesen, también había entonces, como ahora, una enorme cantidad de pequeños negocios, comercios, miniempresarios y autónomos que formaban un tejido económico subyacente a las grandes fábricas y que crecía a su sombra como las setas debajo de un pinar. Quizá ese tejido fuese menos tupido que hoy, pero existía. Pero ni el Papa ni Chesterton lo percibieron. Una frase famosa de Chesterton al idear el distributismo era: “Demasiado capitalismo no significa muchos capitalistas”, y el lema del distributismo era: “Tres acres y una vaca”. Esta visión bucólica fue lo que inspiró a Tolkien a imaginar la idílica sociedad de los hobbits en su magnífica obra de “El señor de los anillos”.

Evidentemente, no tengo nada en contra, y sí mucho a favor, de que la distribución de los bienes de producción sea lo más amplia posible. Pero hay dos cuestiones que merecen un momento de reflexión. La primera es: ¿Quiere todo el mundo ser propietario de medios de producción y no depender de un salario, sino correr riesgos de que esos medios de producción no produzcan nada? Y la segunda: ¿Quién o qué institución se encargaría de llevar a la realidad esa redistribución, más allá del grado que ya tenía y que Chesterton no vio?

La primera pregunta tiene una respuesta categórica: No. No todo el mundo quiere, ni entonces ni ahora, ser dueño de su destino y asumir los riesgos de equivocarse, léase arruinarse. El miedo a la libertad y a ser responsable de uno mismo sin poder victimizarse es algo que está, por desgracia, demasiado imbuido en la naturaleza humana. “Más vale un salario que arriesgar mi dinero en pos de algo que puede hacer que el tiro me salga por la culata” es algo que piensa demasiada gente. Y, ¿qué se hace con ellos en un sistema distributista? ¿Se les obliga a poseer bienes de capital con el riesgo que conlleva? Lo que me lleva a la segunda pregunta:

¿Quién o que institución se encargaría de llevar a la realidad esa redistribución? Si la respuesta es que las leyes lo favorezcan, como decía el Papa y como pensaba Chesterton, me parece estupendo, pero me pregunto si las leyes inglesas lo habían impedido, al menos a partir de la llamada Revolución Gloriosa de 1688, trescientos años anterior a la Rerum Novarum. Y la respuesta es no. Y es seguro que esa idea no estaba ni de lejos en la cabeza de Chesterton y Belloc. La cosa se quedó en que las leyes favorecieran lo que ya permitían desde hacía tres siglos. Por eso el distributismo se quedó también, afortunadamente (luego diré por qué afortunadamente), en una utópica e idílica idea. Ahora bien, si la respuesta hubiese sido: “que el estado tome cartas para hacer que sea así, obligando a esa propiedad a los que no la quieren y quitándoles a otros la suya, que sí la quieren, para dársela a los primeros”, entonces, que Dios nos coja confesados. Porque siempre que una idea salida de un experimento socio económico mental ha sido asumida por el estado para hacer que se lleve a la realidad, la historia ha acabado, siempre, en hambre, miseria y sangre. El comunismo es el ejemplo más paradigmático, pero no el único.

Pero, supongamos por un momento que, de una forma espontánea, el distributismo hubiese aparecido de la noche a la mañana como un hecho. No cabe duda de que hay una cantidad de productos que no se pueden hacer en base a una pequeña propiedad familiar. Piénsese en el acero, los automóviles o los ordenadores o los fármacos que salvan vidas, por poner sólo unos simples ejemplos. ¿Se pueden hacer en una economía familiar de pequeños propietarios? Evidentemente, no. Hay cosas que para ser producidas necesitan una economía de escala. Y, si a principios del siglo XX el distributismo hubiese sido una realidad, como estamos imaginando, siempre habría quien pensase en asociarse libremente para poder hacer ese tipo de productos. Pero es que eso es exactamente lo que pasó y lo que dio lugar a la aparición de los centros fabriles de la revolución industrial. ¿Se debería impedir ese proceso? ¿Incluso por la fuerza del estado? ¿deberíamos, en nombre de la idílica visión distributista, renunciar a esos bienes? ¿A partir de qué número de tiendas debería haberse prohibido a Amancio Ortega que continuase creciendo? ¿Tal vez en 1983, cuando tenía ocho tiendas y una fábrica en Arteixo ya era demasiado grande? No creo que merezca la pena responder a estas preguntas. Así que, afortunadamente, la idílica idea del distributismo se quedó en donde siempre ha debido estar, en el lugar de las utopías no llevadas a la práctica.

Aquí podrían acabar estas páginas. Pero voy a continuar con un tema en el que tengo la ventaja, que no tuvieron ni el Papa León XIII ni Chesterton y Belloc, de poder ver las cosas a toro pasado. Y luego jugaré un poco al oficio de profeta, para vislumbrar un posible futuro de esa coevolución que es el capitalismo, en la que, gracias tecnologías nacidas de él, pudiera ser, sólo pudiera ser, que el distributismo se hiciese, al menos parcialmente, realidad.

Lo que ni León XIII ni Chesterton ni Belloc podían ver es que, de alguna forma, esa distribución de la propiedad se iba a producir de forma espontánea en el capitalismo. Efectivamente, además del hecho de que el tejido empresarial de lo que hoy llamamos PYME`s no ha parado de crecer y de ganar en preponderancia, ocurre que las grandes corporaciones ya cuentan entre sus propietarios a miles de millones de pequeños propietarios que, en muchos casos, tienen la mayoría del capital de esas corporaciones. Hoy en día, cualquier persona que tenga capacidad de ahorrar 1.000€ puede invertir, las que quieran, a través de un Fondo de Inversión en acciones de cualquier país del mundo, asesorado por los mejores profesionales del mundo. ¿Cuántos cientos de millones podrían hacer eso si quisieran? No lo sé a ciencia cierta, pero seguro que unos cuantos. En España, se puede estimar que unos 10 millones de personas tienen, de forma directa, acciones de empresas cotizadas. Y, a través de Fondos de Inversión, este número es, a buen seguro, mucho mayor. Ciertamente, no es lo mismo tener un capital propio en acciones que tener “tres acres y una vaca”, por usar una expresión de Chesterton, pero tampoco es cierto que “mucho capitalismo no signifique muchos capitalistas”. En los países capitalistas actuales, todo el mundo, si quisiera, podría ser capitalista.

Lo que tampoco ni el Papa ni Chesterton podían prever es que, gracias al capitalismo, iba a ser posible hacer realidad uno de los deseos más vivos que León XIII expresa en su Encíclica:

34. Finalmente, los mismos patronos y obreros pueden hacer mucho en esta cuestión, esto es, con esas instituciones mediante las cuales atender convenientemente a los necesitados y acercar más una clase a la otra. Entre las de su género deben citarse las sociedades de socorros mutuos; entidades diversas instituidas por la previsión de los particulares para proteger a los obreros, amparar a sus viudas e hijos en los imprevistos, enfermedades y cualquier accidente propio de las cosas humanas; los patronatos fundados para cuidar de los niños, niñas, jóvenes y ancianos.

38. […] Finalmente, no faltan católicos de copiosas fortunas (muy probablemente fueran empresarios) que, uniéndose voluntariamente a los asalariados, se esfuerzan en fundar y propagar estas asociaciones con su generosa aportación económica, y con ayuda de las cuales pueden los obreros fácilmente procurarse no sólo los bienes presentes, sino también asegurarse con su trabajo un honesto descanso futuro.

El entramado de Seguridad Social y florecimiento de todo tipo de ONG’s, posible únicamente gracias al capitalismo, hubieran causado, a buen seguro una inmensa alegría al Papa y a Chesterton si lo hubiesen podido ver. León XIII, en particular, hubiese disfrutado viendo cómo se cumplía, con la aparición de una ingente clase media, su sueño “al ir cegándose el abismo entre las extremadas riquezas y la extremada indigencia”.

Otra cosa que ni Chesterton ni el Papa podrían haber previsto es que, gracias al capitalismo, la pobreza en el mundo retrocede a marchas forzadas. Por primera vez en la historia de la humanidad, la pobreza extrema ha caído por debajo del 10%. Y el proceso es imparable, si los populismos de izquierdas, con sus abusos impositivos, que sí denuncia León XIII, no colapsan la evolución que hoy se llama capitalismo y si los tiranos de los países más pobres permiten que se desarrolle la seguridad jurídica que propicia la aparición del capitalismo.

Y, ahora, la profecía. Caben pocas dudas de que en un futuro próximo, se acelerará el desarrollo de impresoras 3D con capacidad de hacer todo tipo de productos con materiales extraordinarios, así como de microordenadores, todos ellos al alcance de cualquier persona. Si esto es así, y caben pocas dudas de que será es probable que esto produzca una deslocalización total y una atomización de lo que se llama en el mundo de los negocios el “suply chain”, la cadena de suministros. Seguirá habiendo cosas que haya que hacer de forma centralizada en fábricas. Pero una parte muy importante de la producción de todo tipo de piezas necesarias para hacer, por ejemplo, un automóvil, las podrán hacer pequeñas unidades familiares desde sus casas. Sólo es necesario que tengan un conjunto de impresoras 3D y microordenadores con el software adecuado, que les permitan llevar a cabo encargos específicos. Se acabaría así, para quien libremente eligiese esa vía, el trabajo asalariado en un lugar de trabajo externo y las jornadas laborales fijadas por alguien externo. Cada familia sería su propia empresa que sería subcontratada por otras más grandes que coordinarían todo el proceso. Se fijarían libremente su propio horario en función de sus objetivos y preferencias. En vez de “tres acres y una vaca” sería “Tres aparatos y un garaje” y muchos millones de capitalistas. Pero sería puro distributismo. Ahora bien, ese distributismo sería voluntario. Quien prefiera el trabajo asalariado como hoy lo conocemos (mucho me temo que serían mayoría), podrá seguir con él. Pero el que prefiera un mundo parecido al de los hobbits en versión mecánica, no agraria (y también agraria, ¿por qué no?), también podrá tenerlo. Puedo adivinar quiénes serían los peores enemigos de esta transformación: Los sindicatos y los políticos de izquierdas.

Así pues, es posible que mi admirado Chesterton pueda ver, desde el cielo, con dos siglos de retraso, cumplidos su sueño y su desidarata. Así, León XIII y él, aunque estando en presencia de Dios esto les importase poco, serían, si cabe, un poquito más felices. A veces pretender lo que puede llegar a ser, antes de que pueda ser, el desastroso. Alguien dijo que la paciencia es la virtud de los fuertes.



[1] Hoy día diferenciamos claramente entre el comunismo y el socialismo, que generalmente se asocia con la socialdemocracia. Esta distinción no existía en el siglo XIX. De hecho, la Encíclica Rerum Novarum no utiliza ni una sola vez la palabra comunismo. Comunistas y socialistas eran una misma cosa. Los partidos comunistas surgen como una rama diferente de una misma corriente, que era el socialismo. De ahí se desgaja pronto el anarquismo.

[2] No conviene identificar la DSI con los documentos pontificios o de otras jerarquías que aparecen a partir de entonces. La Iglesia siempre había tenido una doctrina social. De hecho, la Escuela de Salamanca, del siglo XV y XVI era Doctrina Social de la Iglesia. Y nunca ha dejado de haber miembros de la jerarquía eclesiástica, de diferentes niveles, que hayan escrito sobre esto. Lo que era novedad es que un Papa lo hiciera en un documento con el rango de encíclica y que lo hiciese bajo la presión del comunismo y de la fuga de los obreros de la Iglesia.

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