22 de marzo de 2008

Una experiencia personal en la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén

Tomás Alfaro Drake

Hoy, al rayar el alba me ha despertado el estruendo de la buena noticia. La luz del día lo proclamaba y los pájaros lo anunciaban en mi ventana. Me he levantado y se lo he oído gritar a la naturaleza. No puedo por menos que comunicárosla lleno de alegría. Y lo hago con un breve texto que escribí hace poco más de un año. Es una parte de la narración de mis experiencias en mi primera peregrinación a Tierra Santa en Diciembre del 2006. Lo publico en el blog hoy, día Pascua, porque tiene mucho que ver con la pasión y resurrección de Cristo.

[...] Así llegamos al Gólgota y el Santo Sepulcro. Por una serie de coincidencias puede quedarme, junto con un pequeño número de personas, “encerrado” dentro de la iglesia del Santo Sepulcro desde las 7 de la tarde en que la cerraron hasta las 11 de la noche en que la volvieron a abrir. Cuatro largas horas para meditar en el mismísimo sitio en que hace poco menos de 2000 años Cristo, Nuestro Señor, murió y fue sepultado para resucitar. Cuatro horas con el Evangelio como único compañero. Sabía, por las explicaciones arqueológicas que nos había dado Tony que Cristo había muerto exactamente allí, en el Gólgota. Tony era enormemente cauto al explicar qué era cierto y qué sólo conjetura de los sitios venerados en Tierra Santa. El monte de las Bienaventuranzas, pudo ser allí o en otra colina de las muchas que hay cerca del lago, La transfiguración debió ser en el Tabor porque es el único monte muy alto que hay en los contornos, pero no hay más constancia que esa. Pero fue muy explícito al decir que el Gólgota y el Sepulcro estaban, exactamente, ahí.

Quizá merezca la pena hacer un breve recorrido histórico para explicar algo que me parece importante. ¿Por qué se sabe que el Gólgota y el Santo Sepulcro estuvieron, exactamente donde hoy se veneran? En el año 313, el emperador Constantino proclama el edicto de tolerancia hacia los cristianos. Su madre, Elena –más tarde santa Elena–, llena de celo religioso, va a Tierra Santa. Allí, hace restituir a Jerusalén su nombre, que el emperador Adriano intentó borrar de la historia construyendo encima de la arrasada ciudad otra romana con el nombre de Elia Capitolina. Como es lógico, lo primero que pregunta es dónde fue crucificado y sepultado el Señor. Inmediatamente, los cristianos que habían resistido allí todas las persecuciones, le llevan sin un titubeo a un lugar preciso. Era una antigua cantera, situada a las afueras de Jerusalén, a occidente, junto a la puerta del camino que llevaba hacia la costa. La cantera estaba fuera de uso desde unos siglos antes de Cristo. Se podía seguir su frente, retrocediendo a medida que se extraía de ella la piedra para construir. En la cantera, cuando estaba en uso, se había encontrado una gran roca de calidad inadecuada para la construcción, tal vez demasiado dura, y se la había dejado atrás, aislada, avanzando alrededor suyo. Tiempo después, tras dejar unos veinte metros atrás la roca, la cantera se abandonó. Los romanos aprovecharon esa roca aislada, a las afueras de la ciudad, junto a una puerta muy transitada, para llevar en ella a cabo, pública y exhibicionistamente, para que sirviesen de escarmiento, las crucifixiones de los reos. Los judíos le dieron el macabro nómbre de Gólgota, Calavera. El frente de la cantera se aprovechó para excavar en ella sepulcros para los judíos ricos. Una antecámara donde apenas cabían varias personas de pie y uno o varios nichos en los que se introducía el cadáver, la cabeza al fondo, los pies cerca de la abertura. Los nichos eran lo suficientemente anchos como para que hubiese una repisa donde se depositaba el cuerpo muerto y un pequeño pasillo al lado para poder proceder al embalsamamiento in situ. José de Arimatea había comprado uno de esos sepulcros para su propia sepultura y se lo había cedido a Jesús. Pues bien, a ese sepulcro llevan sin la menor duda los cristianos del lugar a santa Elena. Tanto en el Gólgota como en la entrada de ese sepulcro hay, grabados en la piedra, innumerables graffities con peces –el pez en griego es el acrónimo de Jesús Nazareno, Rey de los Judíos y el primer signo distintivo usado por los cristianos– señalados con la fecha en la que fueron grabados. Las fechas más antiguas datan de mediados del siglo I. Es decir, los primeros cristianos, a pesar de todas las persecuciones, jugándose la vida, no dejaron ni un momento de venerar esos lugares. Por una vez, benditos sean los graffities. Después, Elena hizo construir allí una basílica. Para ello, desgraciadamente, destruyó la cantera, dejando únicamente el trozo de roca necesario para albergar el Santo Sepulcro. Dejó el Gólgota al aire libre, en un atrio, y construyó un mausoleo alrededor del Sepulcro. Cuando en el año 636 los musulmanes conquistan Tierra Santa, respetan la basílica, cambiándole el culto, pues para ellos Jesús es un importante profeta, aunque no crean en su divinidad, ni en su muerte en cruz y resurrección. Sin embargo, en el 1009, Al Hakem, un sultán de Egipto, fanático chiíta de la secta de los fatimíes, conquista Jerusalén y arrasa la basílica del Santo Sepulcro destruyendo también la roca que albergaba el Sepulcro original. La historia le conoce como el Nerón egipcio. Pero ya la arqueología puede dar cuenta del lugar exacto en el que el sepulcro se encontraba y su huella es imborrable. No puede, sin embargo destruir el Gólgota. Una nueva invasión de Tierra Santa por los turcos selyucidas, poseídos del furor del nuevo converso a la fe musulmana, hace que la peregrinación cristiana a Tierra Santa sea sinónimo de muerte con tortura. Esto da lugar a la primera cruzada que conquista Jerusalén en 1099. Los cruzados construyen la actual iglesia del Santo Sepulcro, dando en ella un lugar de preferencia al Gólgota y al Sepulcro, que reconstruyen de la forma más parecida posible a como era antes de que Al Hakem lo destruyera. Sobre el Calvario construyeron una plataforma y un altar justo encima. El Gólgota no se ve, pero debajo del altar, si uno entra a gatas, hay un agujero por el que se puede meter el brazo y tocar el hueco cuadrado en donde se encajaba la cruz del ajusticiado.

Estábamos en las cuatro horas que pasé “encerrado” en la iglesia del Santo Sepulcro. Las dos primeras horas las pasé en el Gólgota. Conseguí concentrarme en una oración bastante profunda. Leí, meditándola, la pasión en los cuatro evangelios. Los cuatro hablan de cómo condujeron a Jesús a un lugar llamado Gólgota. He leído muchas veces esos pasajes pero ese día una idea nítida me asaltó al leerlos. No le llevaron a un lugar llamado Gólgota, le trajeron a este lugar. Exactamente aquí, hace casi 2000 años, Dios fue crucificado para mi salvación. Si me agachaba y metía el brazo por el agujero, podía tocar el sitio exacto en el que estuvo encajada la cruz de mi Salvador. Con seguridad esa misma roca que tocaba, había estado algún día bañada con su sangre. Luego, cuando los evangelios hablan de cómo se repartieron sus vestiduras mi atención fue atraída por el pasaje de san Juan en el que se habla de esto. Dice:

“Los soldados, después de crucificar a Jesús, se apropiaron de sus vestidos e hicieron con ellos cuatro lotes, uno para cada uno. Dejaron aparte la túnica. Era una túnica sin costuras, tejida de una sola pieza de arriba abajo. Los soldados llegaron a este acuerdo:

-No debemos dividirla; vamos a sortearla para ver a quién le toca
[1]”.

Cuando leía esto levanté la vista y, justo enfrente de mí, vi la imagen de un mosaico que representaba a María, en pie, mientras clavaban en la cruz, todavía en el suelo, a su hijo. María Magdalena, tirada en el suelo, besaba las rodillas de Cristo, mientras la túnica sin costura yacía en tierra, detrás de la Virgen. La tradición cristiana ha visto siempre en esa túnica inconsútil a la Iglesia de Cristo. Me asaltó una punzada de dolor al pensar cómo los cristianos habíamos rasgado la túnica que los soldados no se atrevieron a repartirse. Quizá Tierra Santa sea un sitio donde se siente ese desgarro más escandalosamente. No están allí apenas representados los protestantes, porque su escisión se produjo tardíamente, en el siglo XVI, pero católicos, ortodoxos griegos, monofisitas armenios, y otras confesiones cristianas escindidas antes de la primera cruzada, se reparten la posesión de altares, lugares sagrados y derechos rituales, a veces sin demasiada caridad, como si cada uno fuese propietario de su trozo de túnica. Pero, aunque no estuviesen allí, también me representé la túnica rasgada una vez más por el cisma protestante. No sólo eso. Vi los bordes de la túnica deshilachándose, como si alguien estuviese tirando de hebras sueltas y desprendiéndolas del tejido. Vi millones de hilos sueltos, que nunca habían formado parte de ninguna túnica, mezclados con los arrancados, arrastrados por el viento hacia ningún sitio y otras túnicas que no eran de Cristo, que no le consideran Dios. Y vi, detrás de María, a la humanidad entera deshecha en túnicas, jirones deshilachados y hebras desamparadas. Y se me vino a la cabeza una invocación para la Virgen: María tejedora. Le supliqué por la humanidad doliente y perdida que seguía sin querer acogerse a las alas protectoras de Cristo, representadas por su Iglesia. Le pedí que tejiese la túnica de esa humanidad.

Después medité las Siete Palabras de Cristo en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23, 34). “Te aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43) –gran don que llevó a Eneas Silvius Piccolomini, poeta del siglo XV y más tarde Pío II, Papa no especialmente piadoso, a escribir, viendo cercana su muerte: “No te pido que me concedas la gracia que le concediste a san Pablo; Tampoco te pido el arrepentimiento que hiciste sentir a Pedro; Sólo te pido fervientemente el perdón; El perdón que concediste al buen ladrón en la cruz”. “Mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre” (Juan 19, 26-27). “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Marcos 15, 34). “Tengo sed” (Juan 19, 28). “Todo está cumplido” (Juan 19, 30). “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23, 46). Me parecía como si se estuviesen pronunciando en ese momento, justo encima de mi cabeza.

Así pasaron dos horas de oración. Me encontraba mentalmente exhausto y me quedaban otras dos. Me empecé a agobiar. Bajé del Gólgota. Antes de bajar me fijé una vez más en una monja que estaba cerca de mí, justo delante, de rodillas, con las dos rodillas directamente en el suelo, sin nada que amortiguase el duro contacto, y la espalda erguida. Llevaba así, sin un movimiento, las dos horas en las que yo había estado sentado, levantándome de cuando en cuando para estirar las piernas y aliviarme del frío y la dureza del asiento o tocar el Gólgota. Bajé y pasé ante la losa del embalsamamiento. Es una losa rectangular y rosácea del siglo XIX. La pusieron ahí como pudieron haberla puesto un poco más allá o más acá. No se sabe en que lugar entre la cima del Gólgota y el Sepulcro dejaron por un momento el cuerpo de Cristo en el suelo para embalsamarle rápidamente. Las tinieblas que sobrevinieron tras la muerte de Jesús se habrían disipado ya, pero las de la noche empezaban a caer. Estaba a punto de empezar el Sabbath y no podían embalsamarle a conciencia. Sólo una pequeña preparación, una somera unción. Pasado el Sabbath, las mujeres irían para hacer a conciencia su trabajo con el resto del perfume que les había dado Nicodemo. La tradición dice que en ese momento, en el lugar que fuese, pero sólo un poco más allá o más acá, María tomó en sus brazos a su hijo destrozado. Yo recordé otro momento fuerte, en el jubileo del 2000, en Roma, ante la Pietá de Miguel Ángel. Otro momento de conversión. Entonces, en Roma, vi a la pobre Iglesia, a toda la pobre humanidad, herida, sucia y ensangrentada en los brazos de la Virgen. Pero en ese momento, en Jerusalén, no podía ver nada. Era como esos niños que en mitad de un viaje largo en coche, ya cansados, sólo saben decir: “¿falta muchoooo?” cada minuto. Vagamente recordé un soneto que ahora transcribo literalmente:

Todavía caliente entre tus brazos
el cuerpo muerto de tu Hijo amado,
te deshaces en llanto inconsolado.
Tus lágrimas, rodando, dejan trazos

que cruzan tumefactos latigazos
marcados en el cuerpo magullado
de un Dios que por amor fue en ti encarnado.
Pero siguen en ti vivos los lazos

que mantienen intacta la esperanza
en promesas remotas y lejanas
que anuncian que jamás ninguna lanza

concederá a la muerte la victoria.
Tus ojos, libres de ilusiones vanas,
ven, más allá de las llagas, sólo Gloria.

Pero el recuerdo vago de estos versos me dejó tan frío como antes.

Me fui al Sepulcro, que estaba vacío de gente. Entré con la esperanza de sentir algo. Nada. La misma sequedad del agotamiento psíquico que hacía un momento. Pero la conexión de ideas hizo que, con la misma vaguedad que antes, me acordase de otro soneto:

Ya estás, Señor, amortajado. Yerto
te dejan en el sepulcro tenebroso.
Mis ojos anhelantes, sin reposo,
ven tu cuerpo irremediablemente muerto.

Sólo mi esperanza me mantiene cierto
de verte de la muerte victorioso.
Tu cuerpo, resurrecto y glorioso,
será la luz que me dirija al puerto

de salvación. Mientras, en la impaciencia

de ver aparecer el sol eterno
en el amanecer de la conciencia,

mi vida se hiela en el invierno.
Como un niño, espero en la inocencia,
más allá de la muerte, tu Amor tierno.

Nada. Sólo impaciencia y hastío. Estaba inquieto. salí del Sepulcro, pasee sin rumbo, con apatía. Intenté pensar en la resurrección. Inútil. Fue vano que intentase revivir uno de los pasajes del Evangelio que más me conmueven. Me refiero al momento en el que María Magdalena, deshecha en llanto, se encuentra con Cristo resucitado sin reconocerlo. Él le dice: “María”. Debió ser un “María” tan lleno de ternura que hizo que inmediatamente ella le reconociese y le dijese: “Rabboni”. No le dijo rabbí, no, le dijo Rabboni, y ahí radica, para mí, la emotividad del pasaje. En una nota a pie de página de una Biblia que tuve hace tiempo –no lo he vuelto a ver en ninguna, a veces pienso si lo habré soñado– decía que rabboni era lo que se llama un posesivo enfático, difícil de traducir del arameo. No debe traducirse el enfatismo por “mi maestro” sino por “maestro mío”. Ese cruce de dos palabras entre Cristo y María Magdalena que siempre me conmueve, no me produjo más que frialdad. Las galerías de la iglesia me parecían lóbregas, tenebrosas. Paseaba nervioso, entraba y salía del Sepulcro una y otra vez con impaciencia creciente, como una fiera enjaulada. En este estado pasé algo así como una hora. Entré por enésima vez en el Sepulcro, me arrodillé y recordé las palabras de Cristo a las mujeres que iban a embalsamarle. Las leí en mi Evangelio:

“¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado
[2].

Las mujeres iban en la mañana del domingo, al rayar el alba, a terminar la labor hecha mal y con prisas unas horas antes. El viernes habían visto la enorme piedra que habían rodado para cerrar el sepulcro y su preocupación era cómo iban a moverla. Pero Cristo se les adelantó y superó todas sus expectativas. No sólo había movido la piedra, sino que había resucitado[3]. Entonces el Señor, tras haber jugado conmigo al escondite, se dejó encontrar. Entonces lo oí.

No oí nada, no estoy loco. Era sólo una idea pero, no sabría decir por qué, supe que no era una idea mía. Era como una frase susurrada por otro directamente en mi cerebro, sin pasar por el oído. Decía: “No me busques aquí, búscame en la Eucaristía”. Entonces, como el discípulo, creí en la resurrección. Salí del Sepulcro y me paseé lleno de paz por toda la iglesia. Caminaba despacio, pausadamente, deleitándome en cada paso. Me sentía relajado, muelle. Notaba cómo una presencia viva y cierta caminaba a mi lado. Añoré un sagrario. Lo busqué, pero no lo encontré. Más tarde supe que en una capilla de los franciscanos que hay al lado del Sepulcro lo había. Pero debía estar tras una puerta cerrada y no me atreví a abrir ninguna. Creo que si hubiese encontrado uno, me hubiese pasado la casi una hora que faltaba de rodillas delante de él. Pero no lo encontré. Tampoco me importaba demasiado. La presencia me acompañaba en mis paseos por las casi completamente desiertas galerías del Santo Sepulcro que ya no me parecían tenebrosas sino cálidas a pesar del frío que hacía y de lo poco abrigado que iba, pues no contaba con pasar allí esas cuatro horas. Había como un foco de calor dentro de mí. Cuando empezaron a abrir la puerta, subí un momento al Gólgota. Allí seguía la monja, en la misma postura en que la había dejado dos horas antes, en la misma postura en la que había estado otras dos horas más, mientras yo estuve a su lado. Eso es rezar. Un alma que es capaz de rezar así debe estar muy cerca de Dios. Cuando se puso de pie me acerqué a ella y le dije en inglés, esperando que me entendiese. “¿Where are you from?” “Eslovenia” –me contestó como sí me hubiese entendido. “Quiero agradecerle –le dije en inglés como pude– su devoción en la oración. Si hubiese mucha gente que rezase como usted, el mundo sería un lugar maravilloso”. No me entendió. “Only eslovenian” –me dijo con las únicas palabras que debía saber en inglés, acompañadas de una amplia y tímida sonrisa. Me tendió sus manos y se las apreté, sonriéndole a mi vez. Me sentí muy unido a ella. Sentí una comunión especial. ¿Tal vez sea esa la comunión a través del Cuerpo Místico de Cristo? Seguramente.

Abrieron las puertas. Los del grupo de Nôtre Dame que me habían invitado a quedarme, me preguntaron si me volvía con ellos. En ese momento no podía romper el silencio y equilibrio anteriores. Les dije que fuesen por delante, que yo los alcanzaría. Me di unos minutos de aclimatación y después los alcancé.

[...]

Hoy, Pascua de resurrección, quiero compartir esta buena noticia con todo aquél que lea mi blog. ¡Cristo vive! Yo lo sentí vivo a mi lado ese día a mi lado en el Santo Sepulcro y muchos días más en la Eucaristía. Y, creedme los que no me conocéis, no estoy loco, soy una persona equilibrada.
[1] Juan 19, 23-24
[2] Lucas 24, 5
[3] Cfr. Marcos 15, 46 – 16, 7

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