Si mi tío fuese un
coche, tendría cuatro ruedas.
Ya, pero como no
es un coche, no tiene cuatro ruedas.
El título de
estas líneas podría parecer humorístico, pero no lo es. Es la base del
razonamiento erróneo de mucha gente para muchas cosas. Se parte de una premisa
condicional errónea y, al final, se aceptan las conclusiones, por supuesto
también erróneas, a las que se llega. Y, lo peor, a veces se piden a mi tío
cosas que podría hacer si fuese coche y tuviese cuatro ruedas, pero que es
imposible que haga siendo un ser humano con cuatro extremidades. Hasta puede
ocurrir que alguien abogue por que se le aten las piernas y los brazos y se le
siente en una silla de ruedas para que haga lo que podría hacer si fuese un
coche. Y claro, ya no puede hacer ni lo que hace un coche ni lo que hace un ser
humano. Porque mi tío, como ser humano, puede hacer cosas estupendas. No lo que
haría si tuviese cuatro ruedas, pero cosas estupendas. Con toda seguridad,
mejores que las que haría si en vez de un ser humano, fuese un coche. En
cualquier caso, tras ser atado y sentado en una silla de ruedas, no puede ni manejar
siquiera la silla de ruedas, ni hacer lo que haría si fuese un coche ni siendo
un ser humano. No puede hacer nada.
Esta chusca
comparación es perfectamente aplicable a un asunto muy serio y que tiene
implicaciones inmensas en el funcionamiento del mundo. Los mercados. Y a ello
me voy a dedicar en lo que sigue. Los mercados son mecanismos de una
extraordinaria eficiencia para que un sistema productivo haga lo que la gente
quiera que haga. Todos, absolutamente todos, cuando decidimos si compramos un
coche, o una casa, o un abrigo, o un chupa-chup, o en qué empresa trabajamos, o
si nos hacemos socios de un equipo de fútbol, o… intentamos maximizar una cosa
que se llama nuestra función de utilidad. Antes de que nadie empiece a hablar de
mí como defensor del Homo Economicus quiero decir dos cosas sobre la función de
utilidad.
1ª La función de utilidad de cada
persona, la mía y la de todo aquél que lea estas líneas, no es sólo, ni
siquiera principalmente, una función monetaria. Por supuesto que también lo es.
El precio de un coche o el sueldo que me pagan en una empresa, por tomar dos de
las cosas enumeradas más arriba, son importantes para la decisión que cada uno
tome. Pero si ese fuese el único componente de la decisión todos compraríamos
el coche más barato o iríamos a trabajar a la empresa que más nos pagase. Y la
realidad es que no actuamos así. Buscamos otras muchas cosas. Su fiabilidad y
seguridad, el tamaño del maletero, las emisiones de CO2 o de NO que
produce, etc., etc., etc., si nos referimos al coche. O el ambiente de trabajo,
las posibilidades de conciliación con la vida personal, las oportunidades de
desarrollo personal y profesional que nos brinda, etc., etc., etc., si nos
referimos al trabajo que elegiríamos. Pero mientras que el aspecto monetario de
la función de utilidad es fácilmente traducible a un número, los otros aspectos
no lo son. Por supuesto, cada persona pondera en su función de utilidad estas y
otras muchísimas cosas, para cada decisión, de forma diferente. Está claro que
nadie piensa en su función de utilidad cuando toma una decisión de compra o de
trabajo –si lo hiciésemos acabaríamos en la parálisis por el análisis–, de la
misma manera que nadie piensa en la pepsina y el ácido clorhídrico cuando hace
la digestión, pero tenemos una función de utilidad subyacente de la misma
manera que la pepsina y el ácido clorhídrico están ahí cuando digerimos. Lo que
pasa es que mientras todos los seres humanos, por nuestros condicionantes
genéticos, segregamos pepsina y ácido clorhídrico más o menos de la misma
manera (y el que lo haga de diferente manera tiene que ir al médico), en lo que
se refiere a nuestra función de utilidad, nuestra libertad nos permite
construirla, aún siendo inconscientes de ella, de muy diferentes maneras. Pero
esa misma libertad lleva aparejada una carga de responsabilidad. Nuestra
función de utilidad está cargada de cuestiones éticas que reflejan lo que
somos.
2ª Como se ha dicho antes, excepto el
componente monetario, el resto de los componentes de nuestra función de
utilidad, así como la ponderación que les damos, no son cuantificables. Además
varían de circunstancia en circunstancia, de producto a producto y de un momento
vital a otro. Esto hace los mercados muy difícilmente matematizables. Sin
embargo, en el siglo XVII y XVIII el mundo quedó epatado por la sencillez de la
mecánica newtoniana que, con muy pocas ecuaciones, permitía determinar, con una
precisión extraordinaria, los movimientos de los astros y predecir eclipses y
otros fenómenos celestes.
Este
epatamiento hizo que los economistas de esos siglos intentasen diseñar un
modelo económico con una precisión similar. Pero, para ello, había que hacer un
hombre que fuese muy similar a un pedazo de roca. Un hombre toscamente
simplificado. Un hombre que respondiese al siguiente modelo antropológico:
a)
El
hombre es un ser que no hace planes a largo plazo. Su devenir es la simple
acumulación en el tiempo de decisiones puntuales que toma en cada momento.
b)
La
función de utilidad del ser humano que le lleva a tomar esas decisiones sólo
tiene un componente: el monetizable, es decir, la maximización, sin ninguna
consideración de otro tipo, de su patrimonio en dinero.
Esta caricatura
de ser humano, que nunca ha existido ni existirá es la que ha dado lugar al
nombre de homo economicus. Y el sistema que ha salido de ahí es la llamada
economía neoclásica. Uno podría pensar que una economía basada en tan
caricaturesca simplificación no puede tener éxito. Sin embargo es la que forma
el mainstream de la academia económica, la que se enseña, casi sin excepción,
en la inmensa mayoría de las universidades y escuelas de negocios. Y, lo que es
peor, es el modelo que la gente tiene en la cabeza cuando piensa en el libre mercado.
Pero los mercados no son eso, ni el libre mercado se basa en el homo económicus.
El libre mercado se basa en la libertad, y la ética que ésta lleva aparejada,
del hombre real, de carne y hueso, el que nos encontramos en la cola del
autobús. Los mercados son una casi ilimitada cantidad de eficientísimos puntos
de encuentro de gente que va, cada uno con su función de utilidad, a ofrecer y
demandar todo tipo de bienes y servicios que, eso sí, se puedan intercambiar
por un precio[1].
Pero en ese precio influyen TODOS los aspectos de TODAS las funciones de
utilidad de TODAS las personas. Si, por ejemplo, mañana las funciones de
utilidad de todos los seres humanos diesen un enorme peso, a la hora de
trabajar en una empresa, a la conciliación trabajo-vida familiar, todas las
empresas del mundo conciliarían ambas esferas, porque no hacerlo así las
llevaría a ser incapaces de contratar profesionales o tendrían que pagar por
ellos precios astronómicos. Si el peso de la ecología fuese enorme en la
función de utilidad de la inmensa mayoría de los seres humanos, nadie querría
comprar productos de una empresa altamente contaminante, todas las empresas se
esforzarían por reducir su contaminación y aparecerían empresas especializadas
en medir la huella contaminante de otras empresas para informar al consumidor.
Y así podría poner miles y miles de ejemplos. No es difícil ver que los
mercados se encargarían de que sólo las empresas que supiesen conciliar o que
fuesen ecológicamente limpias subsistiesen. Y si la función de utilidad de la
inmensa mayoría de los seres humanos fuese éticamente correcta en su
composición, el eficiente mecanismo del libre mercado llevaría a la realidad inmediatamente
esa salud ética y el mundo sería poco menos que el paraíso. Pero el punto de
arranque está en la función de utilidad de los seres humanos con sus valores éticos incorporados.
A estas alturas,
muchos se estarán preguntando qué tiene esto que ver todo esto con mi tío, los
coches y las sillas de ruedas. Pues mucho. Porque si la gente fuese así, como
acabamos de ver, el mundo sería maravilloso. Si mi tío fuese un coche, tendría
cuatro ruedas. Pero mi tío no es un coche y, ¡ay!, la gente no es así. La gente
es como es, porque es libre, y los mercados responden muy eficientemente a lo
que la gente es y, por eso, su output, a menudo, deja mucho que desear. Y ahora
viene la silla de ruedas. Dado que el output de los mercados está muy lejos de
lo que nos gustaría y dado que la gente es como es, se puede pensar: “cambiemos
el funcionamiento de los mercados”. Es decir, atemos las piernas y los brazos a
mi tío y sentémosle en una silla de ruedas que, al final, tiene cuatro y se
parece a un coche. “Vamos a cambiar cosas aquí y allá en los mercados para que,
sin dejar de ser mercados, den un output que nos guste aunque la función de
utilidad de la gente deje mucho que desear”. Y, ¿cómo las cambiamos? Muy fácil,
lo podemos hacer de dos maneras: la primera interviniendo directamente en su
output, es decir fijando los precios –de una manera u otra, hay muchas– por
sistemas distintos de los del mercado. La segunda, regulando el mercado, que es
un mecanismo mucho más sutil. Nada más razonable. Así nos ahorramos tener que
esperar a que la gente cambie, que es un proceso demasiado lento, para obtener el
output del mercado que nos gustaría. ¡We want it all and we want it now! ¿Razonable? ¡Una mierda!
Si hablamos de
intervenir en los precios puedo asegurar que en la inmensa mayoría de los
casos, siempre que se ha intentado intervenir en ellos, aún con buena voluntad,
se ha conseguido lo contrario de lo que se pretendía. Si se pretende mantener
bajo el precio de un producto básico, aparece escasez y, al final, los que se
quedan sin él, a ningún precio, son aquellos a los que se quería proteger. Si
se trata de fijar un salario mínimo, si este es superior al de mercado, se crea
paro para los que se quería proteger y, si es inferior, es absolutamente inútil.
Se podrían poner muchos ejemplos más desde la electricidad hasta los tipos de
interés. Siempre se acaba en graves disfunciones que estropean más de lo que arreglan.
Ya en el siglo XVI, la Escuela de Salamanca prevenía contra esto.
Si en vez de
intervención directa hablamos de regular el mercado, la cuestión es quién fija
las normas por las que se va a regular. Vamos a analizar un poco el tema.
Normalmente, quien se arroga el derecho a intervenir o a regular suelen ser los
Estados u organismos supraestatales. Es decir, en última instancia,
funcionarios que, con gran probabilidad, se transformarán en disfuncionarios.
Veamos por qué esto acaba no funcionando y haciendo que el remedio sea peor que
la enfermedad.
En primer lugar,
suponer la buena voluntad de quien interviene o regula, es mucho suponer. Los
funcionarios son seres humanos, con sus intereses y su corazoncito y, al final,
es bastante corriente que acaben buscando intereses personales. Además, están
sujetos al aparato de un Leviatán llamado Estado del que es mucho suponer si
suponemos su buena voluntad. Más capacidad de intervención es más poder y más
poder es más tentación de obtener algo –desde dinero hasta votos y más poder–
si se orienta la regulación en uno u otro sentido. Resultado: Un tipo u otro de
puertas giratorias perversas. Pero, olvidemos esta incómoda posibilidad y
presumamos la buena voluntad.
Aún con buena
voluntad, el entramado de los millones de mercados existentes, todos entrelazados
con todos, es de una complejidad terrible y no conviene menospreciar los
sistemas extremadamente complejos. Quien intenta intervenir en ellos, por muy
sabio que sea, acaba organizando el caos. Los sistemas complejos, como sabe
cualquiera que los haya estudiado tienen comportamientos emergentes que
producen reacciones prácticamente imposibles de predecir ante cualquier
manipulación externa. Tienen una ecología interna cuya alteración trae
consecuencias inesperadas y, generalmente, negativas. Los mecanismos ecológicos
internos de los mercados actúan a nivel local. Si un agente se equivoca, es una
equivocación puntual y quien se equivoca lo paga en sus propias carnes,
rectifica inmediatamente y manda señales de ese error a otros agentes. Pero si
una supuesta superinteligencia externa se equivoca, lo hace a lo grande, de
forma sistémica. Además, posiblemente no se entere hasta muy tarde porque no lo
sufre en sus carnes y, además, cuando se entera, no quiere sacar la pata sino,
antes bien, regular todavía más, haciendo crecer exponencialmente los efectos
de la regulación. Pero, además, ¿quién ha dicho que los funcionarios que
regulan sean sabios? Más bien tienden a no tener ideas claras sobre cómo
funciona el mecanismo que regulan. Por si todo esto fuera poco, muy a menudo,
el objetivo fundamental del regulador es cubrirse las espaldas. Si un día pasa
algo incómodo, que nadie pueda decir que él no ha puesto las medidas adecuadas
y le vayan a echar la culpa. Y, claro, siempre regula por exceso del exceso.
Además, casi siempre se dan regulaciones cruzadas de distintos organismos o de
distintos países, frecuentemente contradictorias. Para colmo, a menudo la
regulación se orienta por prejuicios ideológicos. Y es sabido que la ideología
es un filtro que distorsiona la visión de la realidad tal cual es. Todo esto
acaba por crear parálisis y, en definitiva, paro, pobreza. Y el camino hacia el
totalitarismo es una pendiente resbaladiza. Si avanzamos inocentemente por
ella, es muy posible llegar a un punto de no retorno. Así se inician caminos
hacia formas de totalitarismo, tal vez suaves al principio pero que pueden
desembocar en horrores. Un vistazo a la realidad nos puede ilustrar bastante. Ya
tenemos a mi tío, atado de pies y manos y la silla de ruedas fabricada. Pero no
tenemos un coche.
Queríamos un
mercado que diese el output que nos gusta (habría que preguntarse, qué le gusta
a quién. Porque el output que le gusta a Pablo Iglesias dista mucho del que le
gusta a Rajoy, por poner dos ejemplos. Pero esto nos llevaría a otro punto
demasiado largo, la imposición a la mayoría de un output deseado por una
minoría dominante), sin esperar a que cambie el corazón de la gente, es decir,
su función de utilidad, y, ¿qué tenemos? Un engendro que funciona mal y que, en
última instancia crea pobreza y conduce al sometimiento a la autoridad
política. Friedrich Heyek describió magistralmente este proceso en su libro “Camino
de servidumbre”. Pero no es necesario leerlo para ver lo que ha pasado en
países como Argentina o Venezuela. Lo malo de todo esto es que no ocurre de
golpe. Si así fuese, se establecería una inmediata relación causa efecto entre
la intervención o la supervisión errada y el indeseado final. Pero como los
resultados se ven después de bastantes años, a menudo decenios, mucha gente no
sabe establecer la relación causa efecto entre lo uno y lo otro.
Tan sólo hay dos
tipos de regulación que son no sólo deseables, sino absolutamente necesarias.
La primera no sé si merece que la degrademos al rango de regulación, porque
está por encima de esa categoría. Me refiero a la legislación ordinaria, tanto
civil como penal. Por supuesto que hay personas en cuya función de utilidad
entra, y con un peso notable, el aprovecharse de los demás mediante muy
diversos mecanismos de los que no está excluido el robo bajo distintas
apariencias. No cabe duda de que es imprescindible que haya una legislación que
evite estos abusos y que se aplique con la máxima contundencia. Libre mercado
no es sinónimo de jungla. Más bien al contrario. En muchos países,
especialmente en muchos países pobres, lo que falta es una legislación que haga
que todos sean iguales ante la ley. Hay unos pocos tiranos con todos los
derechos, incluido el de negar derechos a una inmensa mayoría de gente sobre la
que gobiernan tiránicamente. Y entre los derechos de los que privan a sus
sojuzgados suele estar el de la seguridad jurídica de la propiedad. Y así, el
inmenso potencial humano de desarrollo que tienen esos seres humanos sojuzgados
se pierde y acaba sumiendo a esos países en una pobreza crónica y muy
difícilmente superable. Por supuesto, esto no es ni libre mercado ni nada que
se le parezca y el capitalismo que surge en estos países podría llamarse
capitalismo de compinches. Pero confundir esto con el libre mercado o ese
capitalismo con el capitalismo que, con defectos, naturalmente, hay en los
países desarrollados, es un error muy burdo. Tan burdo como corriente. Es el
error en e que, creo, cae el Papa Francisco cuando dice que “este sistema mata”, tomando la parte
enferma que él ha experimentado por el todo bastante sano. Por tanto, primera
regulación. Una sana legislación ordinaria.
La segunda
regulación imprescindible es una que vele, precísamente, por que los mercados
funcionen como mercados. Entre las formas pervertidas de la función de utilidad
de determinadas personas está la de crear disfunciones en los mercados para que
éstos no funcionen como tales, sino que esas imperfecciones, no intrínsecas al
mercado, sino creadas por ellos, les beneficien. Son las que yo llamo
enfermedades autoinmunes del mercado, porque como en este tipo de enfermedades,
es el propio organismo el que se rebela contra sí mismo impidiendo su buen
funcionamiento. Estas enfermedades autoinmunes del mercado son tres y sólo
tres.
La primera, la
desigualdad en la información o dicho de otra manera, la información
privilegiada. Si alguien, en su condición de directivo de una empresa conoce
algo que va a pasar mañana en la empresa y que hará que la empresa valga más y
compra barata parte de esa empresa a quien no tiene ninguna posibilidad de
saberlo, está usando información privilegiada e, por tanto, adulterando el
funcionamiento del mercado. Esto, hoy en día, en todos los países desarrollados
del mundo, está tipificado como delito y penado con cárcel y cuanto más
desarrollado es un país, más severamente se pena este delito y más
contundentemente se aplica la ley para evitarlo. Por supuesto, la información
privilegiada no incluye a quien, mediante el uso de su capacidad de observación
y de análisis de la realidad, sin gozar de una situación de privilegio por su
cargo, descubre que una empresa va a ir mejor y compra acciones de la misma.
¡Estaría bueno que se penalizase el ingenio y la inteligencia sanos! No
obstante, y volviendo a la intervención o regulación estatal en los mercados,
la capacidad de actuar sobre ellos mediante el poder político, crea incentivos
perversos para lucrarse creando situaciones para aprovecharse de ellas.
La segunda
enfermedad autoinmune de los mercados, relacionada con la primera, es la
opacidad. Los poderes públicos sí deben intervenir para que la información
sobre las condiciones de oferta y demanda de un bien sean lo más transparentes
y claras posible. Cuanto más veraz, clara y accesible sea la información, mejor
funcionarán los mercados. Por supuesto, siempre habrá gente que para manipular
los mercados a su favor intente crear confusión, opacidad y desinformación. La
regulación que trate de impedir esta enfermedad autoinmune es una regulación
sensata.
La tercera
enfermedad autoinmune sería la creación artificial de escasez. Alguien con
suficiente poder adquisitivo podría llevar intentar acaparar una mercancía, el
trigo, por ejemplo, para, de esta manera hacer subir artificialmente su precio
y, cuando este fuese alto, venderlo a un precio muy alto. Esto es también un
delito tipificado en los códigos penales de todos los países desarrollados. No
obstante, es muy difícil, si no imposible hacer esto y ganar dinero. El propio
funcionamiento del mercado lo impide en gran medida. Porque si alguien, para
crear escasez de trigo, empieza a comprarlo en enormes cantidades, el precio
subirá automáticamente, por lo que lo acabará comprando muy caro y, por otra
parte, cuando lo intente vender para realizar el beneficio, el precio empezará
a bajar, por lo que al final, no podrá venderlo caro. Al final, lo normal es
que acabe perdiendo dinero. No obstante, el mero hecho de intentarlo –y ha
habido intentos de hacer esto con determinadas materias primas–, aunque no se
tenga éxito en la operación, crea una disfuncionalidad muy perjudicial en el
mercado por lo que, en previsión de que alguien lo intente, se ha tipificado
como delito, que se comete tanto si el que lo intenta gana dinero como si lo
pierde. Quien quiera leer un curioso relato de una aventura de este tipo con la
plata, puede hacerlo en el siguiente link.
Para acabar con
estas páginas quiero comentar lo que dije más arriba en una nota a pie de
página sobre la creación de mercados ad hoc para evitar disfuncionalidades. El
típico ejemplo es el de las emisiones de CO2. Para una empresa,
emitir CO2 a la atmósfera no tiene coste. Al contrario, el coste
está en evitar esas emisiones. Pero para la sociedad esas emisiones son
perjudiciales. Esto es lo que se llama el problema de las economías externas.
El coste de emisión de CO2 es un coste que la empresa externaliza y
lo paga la sociedad. Para evitar esto, basta con crear un mercado de emisiones
de CO2. Se trata de crear unos derechos de emisión de CO2.
Una empresa no puede emitir más CO2 a la atmósfera que los derechos
de emisión que posea. La cantidad total de derechos representa el CO2
que se considera admisible que sea emitido. Si una empresa quiere emitir más de
los que le corresponden, tiene que comprarlos en el mercado. Naturalmente, se
los tiene que comprar a otra empresa que no los necesite. Esto internaliza los
costes. Si una empresa hace un esfuerzo económico inteligente para disminuir
las emisiones de CO2, puede vender los derechos de emisión que
libera con este esfuerzo, obteniendo un ingreso que, si es mayor que lo que le
ha costado reducir las emisiones, se traduce en un beneficio. Por el contrario,
una empresa que quiera emitir más CO2 del que le corresponda, tendrá
que comprar esos derechos. Si éstos son caros, le compensará disminuir sus
emisiones antes que comprar los derechos. Si la mayoría de las empresas optase
por seguir emitiendo CO2 a espuertas comprando derechos a las pocas
que ahorran emisiones, el funcionamiento del mercado haría que los derechos
fuesen muy caros, lo que supondría un incentivo para muchas empresas para
evitar emitir CO2 y, así, no tener que comprar esos caros derechos.
Si paulatinamente se va reduciendo el volumen de derechos disponibles, estos se
iran encareciendo y las empresas decidirán libremente reducir las emisiones, aunque
esto tenga un coste para ellas, porque este coste será menos que el de comprar
derechos. He ahí un mercado en acción resolviendo una disfunción importante.
Lo dicho:
Si mi tío fuese
un coche, tendría cuatro ruedas.
Ya, pero como no
es un coche, no tiene cuatro ruedas.
Así que, mejor
deja a tu tío que sea tu tío, que tampoco hace las cosas tan mal. En la medida
que puedas, edúcale, sin ir contra su libertad –educar no es adoctrinar– para
que sea mejor persona, pero no intentes convertirle en coche, que acabará atado
y sentado en una silla de ruedas, que es peor.
[1] Hay cosas, como la amistad o el
amor, que, por su propia naturaleza, no están sujetas a precio. En estos casos,
sencillamente, los mercados no tienen nada que decir. Pero hay otras, de las
que hablaré más adelante, que sí podrían tener un precio pero, al no haber un
mercado un mercado para ellas, se crean graves disfunciones que sólo se pueden
resolver si se crea un mercado ad hoc.
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