Creo
sinceramente que nos estamos volviendo locos como sociedad. Locos de una
especie de doble personalidad esquizoide que nace de la prohibición que nos
hemos hecho de llamar a las cosas por su nombre y de proscribir algunos sanos
conceptos.
Nos
espantamos, con toda razón, ante actos tan deleznables como los de la manada. Y
queremos, también razonablemente, que haya leyes duras que condenen esas
conductas con penas proporcionadas al daño que hacen. Hasta aquí, nada que
reprochar a la sociedad en que vivimos. Pero a partir de aquí empiezan los
disparates. Y el primero, aunque de ninguna manera el mayor, es el del
establecimiento de fronteras entre lo que es una sana relación sexual y lo que
es un abuso o violencia. Evidentemente, no es no, y así debe ser. Pero en el
juego erótico que precede al sano cortejo sexual y al mismo acto sexual hay una
inmensa cantidad de matices, de ambigüedades, de sobreentendidos, de
acercamientos y alejamientos, de cambio de actitudes y pareceres. Y esto forma
parte de lo normal. Es parte del juego erótico que es un ingrediente básico de
una sana sexualidad. Y lo es en todas las relaciones eróticas y sexuales, en
las circunstanciales y en las estables. Pretender convertir todo esto en una
línea nítida, recta e inamovible es ir contra una de las conductas que pueden
ser de las más humanas, dulces, sanas y deseables que se pueden tener. Cierto
que esas conductas también pueden derivar en algo abyecto y miserable. Pero
matar lo primero para evitar lo segundo se me antoja como matar a un ruiseñor
para poder echar la siesta o como talar un árbol centenario para poder tomar el
sol.
La
solución no está, desde luego, en el trazado de toscas líneas que maten la
sutileza. Está en remontarse a algo más básico, profundo e importante de las
reglas que rigen la conducta humana. La distinción entre el bien y el mal,
entre lo bueno y lo malo, entre lo virtuoso y lo vicioso, entre la gracia y el
pecado. Pero, claro, aquí tocamos sacrosantos principios que esta sociedad ha
condenado al ostracismo. Porque esa distinción atañe a la conciencia del ser
humano y, la conciencia es algo que debe ser formado desde la infancia. Y, lo
primero que hay que hacer es empezar por formar en que existe el bien y el mal,
lo que implica decir que existe la verdad y la falsedad y que no todo da igual.
Hay que empezar por decir que existe la virtud y el vicio y la gracia y el
pecado. Pero todos estos conceptos han sido desterrados por la sociedad en que
vivimos, como si fuesen estupideces, cosas de retrógrados o conceptos de
casposa sacristía que estorban a un concepto erróneo de libertad.
Las
ideas que sobre estos temas forman la conciencia individual y colectiva se van
cociendo a fuego lento en las generaciones a través de la educación. Y, la
verdad es que la educación sexual imperante que se da ahora a los niños es, en
general, la de que todo vale si te apetece. Como esta cocción es lenta, merece
la pena que me remonte hacia a atrás a determinadas vivencias y recuerdos
personales en lo que a educación se refiere. Y uno de mis recuerdos se remonta
a la famosa campaña de publicidad del “Póntelo, pónselo”. ¡Qué divertido! El
sexo no era más que un divertimento con dos pequeños inconvenientes; que la
mujer se podía quedar embarazada y que a través de él, sobre todo si las
relaciones eran promiscuas, se podían transmitir enfermedades sexuales y, en
especial, el SIDA. Pero, ¡no pasa nada! Con el condón, todo solucionado.
Diviértete con el sexo irresponsable, convertido en “responsable” sólo con el
“póntelo, pónselo”. Recuerdo que en la misma época del “póntelo, pónselo”, en
todo el mundo había publicidad para combatir el contagio del SIDA. Pero no
puedo dejar de comparar la española con la que se hizo en ese mismo momento en
Alemania. Allí aparecía una secuencia de escenas en el que el mismo hombre se
llevaba a la cama, con gran alegría, a diferentes mujeres. El audio decía: “Éste
es Klaus con Erika. Éste es Klaus con Brigitte. Éste es Klaus con Kristine…”.
Entonces cambiaba el cuadro y se veía al mismo hombre enfermo y demacrado, al
tiempo que el audio decía: “… y éste es Klaus con SIDA”. Sólo al final se
recomendaba no tener relaciones promiscuas y, si se tenían, usar preservativo.
Es decir, ni más ni menos que la única receta de éxito, la llamada ABC[1]. Abstinencia, fidelidad,
condón. Por ese orden. En España sólo quedó la C.
Por
aquella época, hablo de hace 25-30 años, mis hijos eran adolescentes e iban al
Liceo Francés. Un buen día llegaron a casa diciendo que en el patio del Liceo
iban a poner una máquina de preservativos. Nos creímos que era la típica broma
de adolescentes, el típico bulo “gracioso”. No. Fue verdad. La pusieron. Mi
mujer y yo, nos lanzamos a una campaña de recogida de firmas para pedir que se
quitaran. Fuimos calificados de “la caverna”. Otro amigo mío y yo conseguimos
entrar a formar parte del “Conseil d’Etablissement” como dos de los cuatro
representantes de los padres. Inútil. En el Conseil estaban los sindicatos, la
dirección, los profesores y los alumnos. Los profesores, con alguna honrosa
excepción seguían a la dirección. Los sindicatos eran progres. Los alumnos y
los padres estábamos divididos. Conclusión. Todo llegaba amañado antes de cada
reunión y lo único que podíamos hacer mi amigo y yo era darnos el gustazo inútil
de decir lo que nos parecía. ¿Qué cosas se decidían allí? Por ejemplo, una
clase de educación sexual para evitar el contagio del SIDA, o que se diese a
las niñas la píldora del día después en la enfermería del Liceo sin
conocimiento de los padres. Las sesiones de educación sexual anti SIDA las daba
la doctora del Liceo. Tras una ardua lucha conseguimos que mi mujer pudiese
asistir a las charlas. Éstas se podían resumir en lo siguiente: Toda conducta
sexual que no contagiaba el SIDA era buena. Por supuesto, hacer el acto sexual
con condón era bueno. No puedo estar más de acuerdo en que se le diga a un
adolescente que, si va a hacer el acto sexual indebidamente, por lo menos, no haga
la tontería de hacerlo sin preservativo. Así educaba yo a mis hijos. “Hacer el amor –les decía– es eso, un acto de amor. Y el amor no es
sólo un sentimiento, es, sobre todo, un compromiso serio y profundo que,
deseablemente, debe ir acompañado de un sentimiento que, si es auténtico, no es
pasajero. Por tanto, hasta que no se tenga madurez para ese amor, ese
compromiso, es sano abstenerse del acto sexual. Peeeeero, si hacéis lo indebido
y echáis un polvo, que no es lo mismo que hacer el amor, no pongáis una
estupidez encima de lo indebido. Poneros el preservativo”. A menudo les
contaba la frase leída en la novela “El plan infinito” de Isabel Allende, que
decía: “El amor es la música y el sexo es
el instrumento”. Yo la completaba diciendo que hacer el acto sexual sin
auténtico amor era como jugar al tenis con un Stradivarius: se perdía el
partido y se destrozaba el violín. Un hijo mío de 16 años protestó un día en
clase de francés, ¡de francés!, porque la profesora les dijo que un chico que
no había tenido relaciones sexuales a los 17 años era bicho raro. Mi hijo le
respondió con la frase de Isabel Allende y mi comentario y la profesora se
quedó de piedra. Pero no era ese el mensaje de las charlas de educación sexual.
¡No! El mensaje era: si no da SIDA, es bueno. La masturbación mutua, es buena,
porque no da SIDA. La felatio y el cunilingüis, son buenos, porque no dan SIDA.
¡Como suena! A niños y niñas de 14 años en adelante. Mi mujer se plantaba y les
explicaba a los chicos y chicas que las cosas no eran así. La doctora tenía que
dejarla, porque esas eran las reglas del juego. Entre los chicos y chicas se
producía discusión y división de opiniones. Esta división estaba sesgada. La
mayoría de los que estaban de acuerdo con mi mujer eran chicas. Así mantuvimos
esa lucha mi mujer y yo, hasta que nos hartamos y sacamos del Liceo a nuestros
hijos que todavía no habían acabado el Bachillerato. Dos cosas debo decir a
favor del Liceo Francés. La primera que la formación intelectual que daban era
magnífica, enseñando a los jóvenes a razonar en vez de memorizar. Por eso me
dio pena sacarles. La segunda que, a pesar de la lucha que mantuvimos mi mujer
y yo, nunca, jamás, mis hijos se vieron perjudicados en sus notas ni en ninguna
actividad escolar ni extraescolar por esa batalla nuestra. Tal vez pueda pensarse
que esas son cosas que sólo pasaban en el Liceo Francés. Es posible que eso
fuese así en aquella época, pero mucho me temo que, años después, en España,
con la educación para la ciudadanía y otras cosas, en los colegios públicos –y
en cierta medida en los concertados– se han superado con creces esas
barbaridades. En cambio, tengo la impresión de que en la educación pública
francesa –el Liceo Francés es público– se está ya un poco de vuelta de
semejantes dislates.
¿A
dónde quiero llegar con estos recuerdos y experiencias? A que si esa ha sido la
educación que se ha dado en los institutos y colegios, ¿por qué nos extraña que
haya manadas? Quien siembra vientos, cosecha tempestades. Tal vez sean leyendas
urbanas, no lo sé, pero he oído historias de juegos sexuales practicados en
grupo entre chicos y chicas, historias que el pudor me impide contar, que indican
que las manadas o los lobos sexuales solitarios, no son otra cosa que el
producto de esa educación.
Estoy
convencido de que otro gallo cantaría si la educación hubiese hecho énfasis en
lo que decía al principio, el bien y el mal, la verdad, la virtud y el vicio,
la gracia y el pecado. Indudablemente en el pasado –y ahora hablo de mi
infancia– el énfasis en el pecado y en la gravedad del sexto mandamiento y en
el anatema del sexo fueron excesivos. Pero me atrevería a decir que lo que
aquello no producía eran manadas. Y que para el impacto en la salud mental era
mucho mejor aquello que esto. Lo cual no me hace añorar la educación de mi
infancia. Pero sí un correcto equilibrio. La ley del péndulo nunca ha sido una
buena ley. Y para ello, hay que educar en distinguir la virtud y el vicio. No
usemos, si se considera inoportuno –aunque no veo por qué ha de serlo– la idea
de pecado, pero hablemos a los niños y jóvenes del vicio de la lujuria –y de la
avaricia y de la soberbia, etc.– así como de sus virtudes sanadoras de la
castidad –y de la generosidad y de la humildad, etc.– que compensan los vicios
anteriores. Y no tiñamos en la educación el vicio de aureola de libertad y la
virtud de sometimiento y represión. Volvamos a los clásicos. Virtud viene de
virtus, que es fuerza en latín. El hábito de la virtud es un hábito de fuertes.
El hábito del vicio es un signo de debilidad. En la puerta de bronce, llamada
de las virtudes, del antiguo seminario de los Jesuitas en Comillas, una obra de
arte –la puerta– del arquitecto-escultor Lluis Domenech i Muntaner, aparecen
representadas las siete virtudes que se oponen a los siete[2] pecados capitales. Las
virtudes son mujeres que están de pie sobre plataformas debajo de las cuales
están representados, como aplastados, los vicios. La segunda por la derecha es
la castidad, una bella joven con un lirio en la mano. Aplastado por ella
aparece un rijoso mono, símbolo de la lujuria. No me parece mal símil. En una
educación así, deberíamos decirles a nuestros jóvenes lo que en 1906 le decía
Paul Claudel a su discípulo Jaques Rivière cuando éste tenía 20 años:
“No crea usted a quien le diga que la juventud está
hecha para divertirse: la juventud no está hecha para el placer; está hecha
para el heroísmo. Es verdad, un hombre joven necesita heroísmo para resistir a
las tentaciones que le rodean, para creer él solo en una doctrina
despreciada... para estar solo contra todos, para ser fiel contra todos. Pero,
“tened valor, que yo he vencido al mundo...”. La virtud es la que nos hace hombres. La castidad le hará a usted
vigoroso, ágil, alerta, penetrante, claro como un toque de clarín y
esplendoroso como el sol de la mañana. La vida le parecerá a usted llena de
sabor y gravedad, y el mudo, lleno de sentido y de belleza”.
No soy ningún
ingenuo. No creo que exista ninguna receta infalible en la educación que
erradique los vicios y generalice la virtud. La virtud, como fuerza y heroísmo que
supone, será siempre menos frecuente que el vicio que es un dejarse llevar
corriente abajo. Pero sin creer en una panacea, sí estoy convencido de que una
sana educación, basada en la verdad, la virtud y la gracia, daría, sin duda, un
mundo con una mayor proporción de virtud y, por consiguiente, con menos manadas
o lobos sexuales solitarios. No me resisto a citar una frase que Gustav
Janouche pone en Franz Kafka en sus “Conversaciones con Kafka”
“... es difícil imaginar hoy, verdaderamente, una
juventud libre y ligera. La espantosa marea de estos últimos años lo sumerge
todo. […]. Es cierto que la impureza y la juventud se excluyen mutuamente.
Pero, ¿dónde está la juventud de los hombres de hoy? Vive en la mayor
familiaridad y en la más íntima confianza con la impureza. Los hombres conocen
la fuerza de la impureza, pero han olvidado la fuerza de la juventud. Por eso
dudan de la juventud misma. [...] La presión exterior es terriblemente fuerte:
defenderse y abandonarse al mismo tiempo... De aquí nace una crispación”.
Realmente, con
la educación que se ha dado en los últimos, al menos, treinta años, es muy
difícil que surja una juventud de virtud heroica más allá de algunas
excepciones. Sería raro que no viviesen “en
la mayor familiaridad y en la más íntima confianza con la impureza” y que
no tuviesen “una profunda crispación”. Y, así, no es raro que
salgan manadas o lobos sexuales solitarios.
Lo sorprendente
es la hipocresía de esta sociedad que se asombra de que tras la inoculación de
esos desviados principios, se produzcan estos resultados y no se dé cuenta de
que aquellas lluvias trajeron estos lodos. Y, lejos de rectificar errores, se
mantiene la contumacia en ellos, se profundiza en la errada educación y se buscan
unas triquiñuelas legales disparatadas, que desnaturalizan cualquier tipo de
relación sexual admisible, para reprimir conductas perversas que esa educación
ha producido. Por supuesto, estoy a favor de que el código penal castigue con
dureza las execrables conductas de la manada y similares. Pero no a costa de
disparates jurídicos de notarialización de las relaciones sexuales. Últimamente
circulan muchos chistes al respecto. No voy a abundar en ellos porque
seguramente todos los que lean estas líneas los habrán visto. Podrán parecer
boutades, pero tienen un profundo fondo de razón. Y, mucho me temo que, con
estas ridículas propuestas legales, acaben en la cárcel personas cuya conducta
no es merecedora de ella. Podemos llegar al extremo de que decirle a una chica,
por ejemplo, que tiene un pelo muy bonito, sea considerado una agresión sexual.
¿Exagero? Veremos, tiempo al tiempo.
[1] ABC son las siglas de Abstinence, Be
faithful, Condon. Be faithful era la manera de decir fidelidad de forma que el
acrónimo fuese ABC.
[2] En realidad aparecen sólo seis. La
soberbia no aparece. Los guías que lo enseñan dicen que la soberbia está
representada por la propia puerta. No sé si lo veo muy claro.
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