14 de abril de 2021

La oración de todas las cosas 20. El que tien la llave

 

XX. QUI HABET CLAVEM

 El que tiene la llave

 Pierre Charles S.J.

Las llaves, Señor, juegan un papel invasor en nuestras controversias religiosas. Desde que prometiste a San Pedro, en el camino, confiarle las llaves del reino, hemos repetido sin cesar el Tu es Petrus, hemos puesto en todas partes las grandes llaves en aspa bajo la tiara pontificia; hemos probado contra todos los reformados, los regalistas, los galicanos, que estas llaves significan la autoridad suprema, la primacía, la jurisdicción mediata e inmediata, y todas las prerrogativas de la Sede de Roma.

Pero hay llaves menos visibles y mucho más ordinarias que este manojo simbólico; y al esforzarme en orar, no me gusta mucho oír a mi alrededor el ruido de los argumentos y los golpes de maza de la polémica. Prefiero considerar la humilde llave de mi cuarto, y dejarla hablar, sin interrumpir su monólogo discreto.

Antes de ser un símbolo de poder, la llave es un utensilio de seguridad. Ponemos nuestros tesoros bajo llave para que haya una barrera entre ellos y los buenos de nuestros ladrones; y ponemos a los ladrones mismos bajo llave para que haya una barrera entre ellos y nuestros queridos tesoros. 

Pero cuando se mira algo más de cerca, la llave es extraña. Es casi contradictoria, porque puede a la vez abrir y cerrar. Una espada pincha de estoque y corta de filo, pero no cierra los agujeros que hace en la piel y no puede recoser lo que ha cortado. Una lámpara pone claridad en la noche, pero es incapaz de crear tinieblas en la luz. No hay ninguna agua que pueda mojarme o secarme a voluntad. Un violín puede hacer sonido con el silencio, pero es incapaz de hacer silencio con el sonido. Y esta pequeña llave ejerce, sin dificultad ninguna, su actividad bicéfala: una vuelta a la derecha, todo queda cerrado; una vuelta a la izquierda, todo abierto. Es raro. Con todo, por poco que lo piense, advierto que esto no es mucho más gracioso que mi libertad: este poder singular que hay en mí y que me permite decirte sí o no, únicamente porque yo lo decido así. Para mí, basta también una media vuelta de llave, y tus mejores inspiraciones no tendrán acceso a mis consentimientos. Y para ponerme de acuerdo contigo, no debo emprender grandes trabajos. No hay más que dar, con la misma voluntad, el mismo yo, una vueltecita a la llave, y ya estoy en la conformidad del alma abierta a tu gracia. Como mis párpados, que son la llave de mis miradas y que yo sólo tengo que cerrar para abolir en mí toda la hechicería de las formas y los colores.

Es muy grave, Señor, llevar siempre en sí esta llave de mis quereres que es mi libertad; y yo conozco una serie de buena gente, timorata, que, bajo pretexto de educación, intenta retirarla de tus criaturas. No tienen confianza en la libertad, como garantía de la virtud. Querrían llaves que sólo pudieran cerrar, sin jamás abrir; nada de estos instrumentos ambiguos, siempre capaces de deshacer lo hecho y de dar un mentís. Prefieren la gruesa severidad maciza de la sujeción antes que las garantías que nacen de una elección libre. Creo que se equivocan, Señor, porque no están de acuerdo con tu sabiduría. Tú fundaste tu Iglesia eterna sobre el libre consentimiento de los creyentes. Tú has querido un pueblo de fieles, que tiene a cada momento el poder de dejarte, y no una plebe servil, encadenada a pesar suyo a cargas obligatorias. El sacerdocio impuesto, como el matrimonio forzado será nulo; y antes de conferir estos sacramentos que empeñan toda una vida es necesario expresar los libres consentimientos. Tú has querido, no que se Te obedezca, sino que se Te escoja; has puesto tu confianza divina no en el despliegue de la omnipotencia, sino en la seducción de tu amor, y has construido toda tu obra sobre el sí voluntario de tus frágiles criaturas. No has querido nunca cautivos atados a tu carro de triunfo. Has puesto en nuestras manos la llave de nuestros destinos; y cuando quedamos contigo es porque nuestros deseos están acordes con los tuyos. Has aceptado los riesgos de esta estrategia divina. Muchos pródigos han tomado la llave y se han salido de la casa paterna. A veces nos preguntamos por qué Tú no has preferido un mundo sin libertad y sin pecado a este mundo abigarrado donde la virtud se codea con el vicio, donde el hombre no es siempre muy presentable, donde hasta a menudo es criminal: el mundo de los mentirosos y de los cobardes, de los egoístas y los crueles. Nos decimos nosotros que, en tu lugar, lo habríamos hecho mejor, y que no te habría costado mucho fabricar inocentes perfectos en serie.

No quiero examinar hasta el fin estos grandes problemas, Señor; me acuerdo solamente de lo que dice a este propósito Santo Tomás en su Teología. Él declara muy tranquilamente que un mundo tal, en el que todos estuvieran sin falta, no sería con todo absolutamente más perfecto que el nuestro, porque la imposibilidad en que nos veríamos de serte infieles quitaría a nuestra fidelidad su carácter de triunfo sobre nosotros mismos y de opción amorosa. En mundo semejante no habrías tenido jamás partidarios. Todos habrían ido siempre en el mismo sentido, como los planetas, que ignoran las encrucijadas, los cruces de caminos, y las decisiones que persuaden de la virtud habrían sido la música grabada o como un discurso escrito antes. Su corrección misma hubiera sido fría. Nunca habría pasado por la prueba real. En ningún momento tu gloria hubiera estado en nuestras manos, dependiendo de nuestro corazón y de nuestro gesto.

Te prefiero mil veces tal como Tú has querido ser, libre también Tú; dando crédito a nuestro querer que tu gracia solicita sin obligar. Estoy encantado de esta llave que has puesto en mis manos y que puede abrir y cerrar. Yo te quiero como a mi Señor, pero también como a mi Elegido. Con esta condición puedo esperar ser yo mismo tu elegido. No buscaré mis seguridades en las mutilaciones; no Te pediré que me quites la libertad para que pueda servirte mejor. No, mi seguridad es la unanimidad de todo mi deseo; es mi libertad de tal forma entregada a tu persona que encuentre en ella todo lo que busca; es la imposibilidad de serte infiel, no porque alguien viene a sujetarme a pesar mío y me arranca violentamente mi capacidad de escoger, sino porque mi elección es total, como la de los esposos que aman verdaderamente y que no pueden desear otra cosa. Y si mi libertad queda siempre frágil, si la llave es siempre ambigua, pensaré en estas palabras de tu Escritura, en esta alabanza del justo “que habría podido hacer el mal y que no lo hizo”. Fecit emim mirabilia in vita sua, hizo milagros en su vida.




Añadido mío

 

24-I-2006

La libertad es el don más impresionante y misterioso que Dios ha dado al hombre. Pero es también una pesada carga. Lo es para mí, lo es para la humanidad, que haciendo mal uso de ella ha cometido las mayores atrocidades y creo que lo es para todo ser humano. ¿Quién, en algunos momentos en que ha tenido que tomar decisiones vitales, no ha sentido la soledad, el desamparo, hasta la angustia de pensar si estaba tomando la decisión correcta? El solo hecho de que la libertad sea esa carga en las decisiones importantes de nuestra vida, indica que es libertad para algo. Si no fuese así, no habría angustia. Elegiríamos hacer esto o aquello a cara o cruz, o por simple apetencia momentánea. Pero no. Nos angustiamos porque queremos que nuestra decisión nos lleve a un fin y dudamos que sea la decisión adecuada. Y somos libres también de elegir un fin inadecuado, lo que es todavía más grave.

¿Seríamos más libres si la libertad en vez de ser una libertad para algo fuese sólo una libertad de hacer lo que me diese la gana? Soy persona que piensa mejor en imágenes que mediante la concatenación de silogismos. ¿Sería más libre el juego del ajedrez si cada uno pudiese hacer con las fichas y el tablero lo que quisiera? No. Simplemente, no habría juego. Acabaríamos tirándonos las fichas unos a otros en un juego de puntería. ¿Sería más libre si, moviendo las fichas sobre el tablero, cada uno decidiese desplazar cada pieza como le viniese en gana, el alfil tres casillas hacia delante y dos a la derecha ahora, para trasladarlo en zigzag en la siguiente jugada? Tampoco habría juego. ¿Sería más libre si, aceptando el movimiento de cada ficha, yo moviese a mi antojo, sin una estrategia, el alfil ahora, la reina después, un peón en el siguiente movimiento y luego me enroco? Perdería en cinco jugadas con el más idiota de los principiantes. Uno se somete a unas limitaciones formales para que haya juego y a otras de estrategia para ganar. Y entonces hay juego y hay disfrute. Y hay libertad.

La vida es nuestro habilísimo contrincante en una gran partida de ajedrez. Nos puede dar jaque mate en tres jugadas en cuanto nos descuidemos y, a veces, sin que nos descuidemos. En muchas ocasiones nos gustaría una “voz en off” de alguien que pueda ver la partida con más jugadas de antelación que la vida y nos diga, alto y claro, el siguiente movimiento. Pero yo jamás he oído una “voz en off” semejante, ni creo que la oiga nunca. Sin embargo, a base de entrenar un misterioso sentido interno noto cada día una presencia que, sin hablarme, sin forzarme lo más mínimo, me sugiere qué hacer en la siguiente jugada. Sólo en la siguiente.

Vuelvo a mis imágenes en las que me siento más a gusto que en los razonamientos abstractos. Un amigo mío me invitó un día a un aguardo de jabalís en su finca. Yo, que nunca me había visto en esta situación, decidí tomármelo con el máximo interés. Era una noche helada de luna llena del mes de febrero en una finca de los montes de Ávila. Yo estaba quieto, congelado, atento a todo ruido para oír entrar al jabalí al ir a beber a la charca. El campo nocturno hervía de pequeños ruidos, pero ninguno especial. De pronto mi amigo, tocándome en el hombro, me hizo ostentosos gestos con la boca. AHÍ ESTÁ EL JABALÍ –me decía sin emitir un solo sonido mientras señalaba con el dedo hacia un lugar próximo a mí. Escuché con más atención. NO OIGO NADA –dije con similares movimientos de la boca. Yo no oía nada, pero el jabalí sí oyó nuestros “silenciosos” movimientos. Con un bufido, a menos de tres metros de mí, el jabalí echó a correr rompiendo monte. Lo había tenido a mi lado sin siquiera enterarme. Mi amigo, que estaba entrenado, lo había oído. Yo no. Me dijo más tarde que al jabalí no se le oye nunca. Se oye su silencio. Se descubren sus signos. El campo se calla por donde pasa. Un grillo deja de cantar. Un pájaro sale volando.

Así es la sensibilidad para apreciar esa presencia de la que hablaba antes. Uno, cuando sabe leerla, la siente. Sabe que está ahí. No puede demostrar que está ahí, ni siquiera puede demostrárselo a uno mismo. No hace ruido, pero ahí está. Simplemente, se sabe. Y esa presencia es Cristo, caminando con nosotros en el claroscuro, en la penumbra, hablándonos en silencio en medio del ruido ensordecedor de la vida. ¿Y cómo nos entrenamos para detectar su presencia y oír su voz silenciosa? Sólo hay dos métodos, que son uno. La oración, haciendo el silencio en nuestra alma para meditar sobre la Palabra que nos ha sido revelada, y la Eucaristía, donde nuestra fe nos dice que está Él.

Entonces, poco a poco, muy poco a poco, si uno empieza por el principio, a medida que uno se entrena, la presencia es cada vez más clara y precisa. No es siempre igual de clara. A veces se desvanece y parece que no está. Otras veces la siente uno con una fuerza sobrecogedora. Nítida, precisa. A veces, en esos momentos, le entran a uno ganas de cantar, o de llorar, o de reír, o de bailar. Luego durante semanas o meses desaparece. A veces uno pierde la esperanza y le embarga una tristeza sin límites, como si hubiese perdido a un ser muy querido. Pero siempre acaba por reaparecer. Y con más fuerza que antes de esconderse. Siempre que uno persevere en la oración y la Eucaristía en medio de la soledad y de la sequedad. Una oración árida y una Eucaristía que parece no tener ningún significado. Los momentos de luz son el faro que nos guía en la noche oscura. La tentación está en creer que la luz del faro no va a volver. Pero siempre vuelve, si se sabe esperar como debe hacerse. Entonces, poco a poco, con la compañía perpetua, evidente u oculta, de esa presencia, la carga de la libertad, sin dejar nunca de ser carga, se va haciendo más ligera y su yugo más suave. Así nos fue prometido por quien tiene autoridad para hacerlo.

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