28 de abril de 2021

La oración de todas las cosas 22: Y empezaron a hablar

 XXII ET COEPERUNT LOQUI

Y empezaron a hablar

Pierre Charles S.J. 

Has puesto en nuestras manos poderes inauditos y no comprendo muy bien, Señor, por qué los hombres van repitiendo sin cesar que son seres débiles y gusanillos. Me parece que hay algo de picardía en estas quejas, como la de los falsos ciegos que piden limosna y que distinguen muy bien una moneda chica de una grande. Si una muralla pudiera pensar cuando se calienta al sol y los lagartos se le montan encima, no cambiara nada al equilibrio del mundo; esta muralla pensaría tal vez cosas sublimes, pero nadie sabría nunca nada. Sin la palabra, toda su ciencia no removería un grano de arena. Pero que se ponga a hablar y podrá revolucionar al mundo.

Me has dado esta misteriosa facultad; las palabras que pronuncio pueden ser mentiras y soy capaz de hacer la guerra a la verdad. Puedo, con palabras, bombardear los espíritus, sembrar dudas, destruir el equilibrio moral de una persona y hasta de un pueblo. Mi palabra da libertad y poder formidable al pensamiento, para el bien o para el mal. Es el espíritu actuando sobre todo. Comienzo a comprender todo el alcance de esta frase singular por la cual nos adviertes de que tendremos que dar cuenta de toda palabra inútil. Porque a pesar del proverbio que sólo expresa el cuidado burgués de la seguridad y el horror del riesgo, la palabra es de oro, y el silencio no es más que de plata. Las peores formas de cobardía son los mutismos, como todas las deserciones.

Ya no me acuerdo de los esfuerzos que tuve que desplegar un tiempo para aprender a hablar; y los que pacientemente me enseñaron este extraño oficio se imaginaban, sin duda, que se trataba de una pobre ciencia elemental, vulgar, por ser común a todos. Pero, en realidad, es una responsabilidad bien pesada que se echa con ella a la cabeza de los hijos de los hombres; mucho más grave que si se les confiaran cuchillos afilados o armas de fuego.

Tú nos has dado muestra de confianza al dotarnos de la palabra. Bien sabías que la volveríamos contra Ti. Sabíais que después de los “aleluya” te abrumarían bajo el Crucifige. Sabíais que Pilato te enviaría al Calvario con palabras griegas y que también con palabras Pedro te negaría. Tú has previsto todas las blasfemias salidas de la boca de los hombres, y sus mentiras insidiosas y sus violencias verbales y hasta sus malos chismes. Y, con todo, no quisiste que tus criaturas fueran un rebaño mudo; y Tú devolviste la palabra a aquellos cuya lengua impotente no conseguía articular nada. Quisiste poder conversar con nosotros, y dijiste que cuando dos hombres hablaban entre sí Tú terciarías siempre en su coloquio. Tu buena nueva debía anunciarse en alta voz; lo que oyéramos en secreto había que predicarlo por las azoteas. Por el agua y por unas palabras recibiríamos el bautismo; y por unas palabras podríamos conceder tu perdón; y hasta al sonido de nuestras palabras Tú ibas a descender al altar. Toda la magnificencia de nuestros credos, de nuestros salmos, de nuestros cánticos; la alegría de Navidad y la gloria de Pascua, todo será como una guirnalda aérea, tejida de palabras humanas.

No quiero considerar este don divino solamente como una actividad sospechosa que hay que apresurarse a poner en sólidas peanas y regular a golpes de imperativo. Quisiera más bien que, por respeto al prodigio que significa mi palabra, ésta fuera siempre digna de Aquél que me la ha confiado. La mentira es un ultraje a la verdad, porque es una profanación de la santidad de la palabra. A sí mismo se envilece el mentiroso, porque la verdad no se altera jamás por la mentira. Es tan verdadera después como antes. Si cambiara porque yo la traiciono, no la traicionaría. Sería conforme a mi capricho. La Revelación es tu palabra, Señor, y para expresar en nuestro lenguaje tu naturaleza eterna, decimos que eres el Verbo, la Palabra del Padre; encargándose de definir esta palabra tan simple el misterio más alto.

Se han compuesto bellas teorías sobre la palabra de honor; quisiera que se pusiera un poco más en práctica el honor de la palabra. Sé que las hay cómicas y hasta indecorosas; pero yo pienso en Ti, Señor, al recordar las palabras definitivas que sellan las fidelidades: palabras de las promesas, de los empeños, de los votos religiosos; en esta palabra diminuta “perpetuo” que fija la orientación de toda una vida. Y me acuerdo también de las palabras de arrepentimiento en el confesionario. Tú has querido que se expresara la confesión y que se oyera la absolución. Tu gracia sigue el conducto de nuestras frases y por no haberse dicho una palabra queda inválido el sacramento. Pienso en las palabras últimas de los moribundos, en todo el fulgor desgarrador de las últimas recomendaciones y de los adioses supremos; en las “gracias” que sube todavía de sus labios antes del gran silencio, en las palabras que cayeron de lo alto de la Cruz y en las que la Virgen María conservaba en su corazón, como tesoros, para meditarlas en secreto.

Nosotros hemos hecho vulgares todas estas cosas. Hemos hecho laicas las cosas santas. No vemos nada sagrado en las palabras que pronunciamos: cosa de fonética, decimos, y de filología. Repetimos inconscientemente que los escritos permanecen y que las palabras vuelan. Nos hemos aburrido tanto con sermones y conferencias, que las habilidades de los retóricos nos parecen pobres trucos y todos los preceptos de la oratoria antiguallas indigentes. Como el jurado del Areópago, diríamos al mismo san Pablo que abreviase.

No quiero que estas vulgaridades me invadan. Y Te doy gracias de rodillas, Señor, por haberme dado el don de la palabra, y que, por Ti, yo pueda ejercitar lo que los Apóstoles llamaban: ministerium verbi, el ministerio de la palabra. Desde que le Espíritu les visitó, empezaron a hablar, y de sus palabras vive todavía la fe de todos tus fieles; porque Tú los inspiraste, Tú de quien decían: Maestro, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabra de vida eterna.

Me juzgarás por mis obras, y la primera de mis obras, la que más se me asemeja, son las palabras que escojo y que pronuncio. No puedo añadir un codo a mi talla, ni cambiar las condiciones de mi nacimiento; no puedo nada ni contra la forma de la tierra ni contra la sucesión de las estaciones; pero soy yo quien hablo, como y cuando quiero. Haz, Señor, por tu gracia, que mis palabras sean sin artificio, como el rostro de la verdad, y que sean fecundas para el bien, como tu Verbo creador; y que su mensaje sea, en su sencillez, un Evangelio.

Añadido mío:

Otra oración profana de otro gran poeta.

 

Si he perdido la vida, el tiempo, todo

lo que tiré, como un anillo, al agua,

si he perdido la voz en la maleza,

me queda la palabra.

 

Si he sufrido la sed, el hambre, todo

lo que era mío y resultó ser nada,

si he segado las sombras del silencio,

me queda la palabra.

 

Si abrí los labios para ver el rostro

puro y terrible de mi patria,

si abrí los labios hasta desgarrármelos,

me queda la palabra.

 

Blas de Otero.

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