“La fe y la
razón son las dos alas con las que el espíritu humano puede elevarse al
conocimiento de la verdad”. Esta es la frase con la que empieza la encíclica
“Fides et ratio” de Juan Pablo II. Ahora, si nos fijamos en el ala de la razón,
ésta tiene también dos partes: la filosofía y la ciencia. Desgraciadamente
vivimos en una época en la que estas dos partes del ala de la razón se miran
una a otra con una mezcla de desconfianza y desprecio. Sin embargo, creo que un
sabio respeto entre ambas y una adecuada utilización de ambas sirven para que
el ala de la razón sea más potente y colabore mejor con la de la fe. Ese sabio
respeto pasa porque cada una de ellas sepa aceptar lo que forma parte del área
de competencia de la otra. La ciencia, cuando sabe qué es y para qué sirve,
entiende que, desde sus inicios, ha renunciado a conocer una parte inmensa de
la realidad –aquella que no se puede medir, contar o pesar–. Pero sabe también que
en la parte de la realidad con la que sí se pueden hacer esas operaciones, su
conocimiento, siendo siempre provisional, es un terreno firme sobre el que se
puede pisar con fuerza. La filosofía, por su parte, sabe que está explorando un
terreno ignoto, pantanoso, resbaladizo, pero que es ahí donde están las
respuestas a los grandes interrogantes humanos que no admiten respuestas que
vengan de la ciencia empírica. Y debería saber que en ese terreno resbaladizo,
puede pisar con confianza y firmeza, sin complejos el suelo firme que la
ciencia le pone por debajo. La tentación de la ciencia es decir que eso que cae
fuera de sus fronteras no existe. La de la filosofía es la de no tener en
cuenta el terreno firme de la ciencia o, peor aún, construir en el trozo de
terreno firme que le corresponde a ésta con pilares falsos. Y es aquí donde
quiero hablar de Einstein y Kant.
Este pasado mes
de Noviembre se ha celebrado el centenario de la proposición, por parte de
Albert Einstein, de la teoría general de la relatividad. La esencia de esta
teoría descansa en que las masas de todos los cuerpos materiales, deforman una “cosa”
que Einstein llama el espacio-tiempo –que no es el espacio por un lado y el
tiempo por otro, sino un entrelazamiento esencial entre ambos que lo hacen una
sola “cosa”–. Y es la deformación de esa “cosa” llamada espacio-tiempo la que
provoca a gravitación universal y el hecho de que el transcurso del tiempo no
sea algo regido por un único reloj cósmico, sino que sea relativo (de ahí el
nombre de la teoría) al movimiento de quien lo mide y que lo mismo ocurra con
las dimensiones espaciales de cualquier cuerpo. Las conclusiones de la ciencia,
como bien sabe todo científico y mostró magistralmente Karl Popper, son siempre
provisionales. No obstante, a medida que una teoría es refrendada de forma
repetitiva y sistemática por comprobaciones empíricas de sus predicciones,
hechas por miles de científicos, esa teoría va ganando peso y su
provisionalidad, sin llegar nunca de desaparecer, se va adquiriendo un estatus
de cada vez mayor “definitivez”.
En Noviembre de
1915, la teoría general de la relatividad no era más que un elegante artilugio
matemático formal que unos aceptaban y otros no. Pero adquirió su mayoría de
edad cuando en 1919, Arthur Eddington realizó, desde la isla de Trinidad,
aprovechando un eclipse solar, la medición de la posición aparente de una
estrella próxima al sol para ver si se producía un desplazamiento de esa
posición que se correspondiese con las predicciones de la teoría de Einstein.
Y, efectivamente, así fue. Desde entonces, miles de experimentos, diseñados
para comprobar empíricamente muchas de las consecuencias de la relatividad
general, han probado que la teoría tiene un altísimo grado de “definitivez” y
que no es sensato ponerla en duda. Ahora bien, una de las cosas más básicas de
esa teoría, aparentemente casi estúpida de enunciar, es que el espacio-tiempo
existe, que es algo, una “cosa” que está “ahí fuera”.
Muchos años
antes de esta mayoría de edad de la relatividad general, entre 1724 y 1804, vivió
el filósofo Inmanuel Kant, que sigue siendo hoy día una de las vacas sagradas
de la filosofía y que muchos científicos consideran también como uno de los
soportes de la ciencia. En algún momento de su vida y por razones que
desconozco, Kant decidió que el espacio y el tiempo no existían “ahí fuera”.
Eran una especie de condicionamientos de nuestra mente, una especie de
herramientas internas de la misma –unos a priori, les llamó él– que nos
permitían ordenar, dentro de nuestra cabeza, una realidad caótica y, por ende,
incognoscible, que había “ahí fuera”. Es decir, nuestra representación de la
realidad no era algo más o menos fiel a algo que existiese fuera de nuestra
cabeza, sino una representación radicalmente falsa y, por lo tanto, inútil, de
algo irrepresentable. Así nació la corriente filosófica que se conoce con el
nombre de idealismo.
No tengo ni idea
del soporte lógico que había detrás de la postulación de esos a priori, pero me
parece evidente que, a partir de que la teoría general de la relatividad
obtuviese la mayoría de edad, alguien debió darle una patada a esa peregrina
idea, puesto que era evidente que el espacio y el tiempo no eran unos a priori
de nuestra mente, sino algo real y que, por tanto, daba consistencia y orden a
la realidad de la que formaba parte y que, también por tanto, esa realidad de
ahí fuera podía ser conocida por el ser humano, aunque fuese imperfectamente.
Todo esto no
pasaría de ser una discusión académica ociosa si el disparate kantiano no
hubiese tenido muy importantes –y terribles– implicaciones para el mundo que
vivismos. Porque, si la realidad era incognoscible y lo que creíamos conocer
era una mera idea nuestra, no era posible utilizar esa realidad como la base de
una escalera para llegar a realidades últimas, es decir para construir una
metafísica que fuese la base de una teología y una moral naturales, basadas en
el conocimiento, aún imperfecto de esa realidad. El inmenso edificio de Tomás
de Aquino empezó a ser desguazado. Ese desguace hubiese, tal vez, merecido aplauso
si hubiese partido de algo razonable pero, partiendo de una premisa demostrada
como falsa, es un auténtico disparate. Se puede discutir hasta qué punto la
teología y la moral natural del de Aquino tienen una base lógica o no, y no sé
que saldría de una discusión así. Pero lo que no se puede es, a partir de la
mayoría de edad de la relatividad general, aceptar la demolición llevada a cabo
por Kant.
El mismo Kant se
asustó de sus conclusiones porque, sin esa realidad en la que apoyar la
escalera para llegar a las verdades últimas, no era posible fundamentar en la
razón ninguna norma moral. Y eso, como es lógico, le preocupaba, porque Kant
era un hombre con un fuerte sentimiento moral. Bueno, pues como no hay dos sin
tres, pensó que, si ya había dos a priori, por qué no un tercero (aunque él no
le llamó así, pero es lo que es). Ese a priori era un código de conducta que se
basaba en una ley moral inscrita en el corazón de los hombres. Decía: “Hay dos cosas que me llenan el espíritu de
admiración y espanto: el cielo estrellado sobre mí, (que no era como él lo
veía, según su filosofía) y la ley moral
dentro de mí mismo”. Como buen razonador, Kant quería apoyar esta ley moral
en algo racional e innegable. Pensó en buscar algo que fuese indiscutible a la
hora de cimentar esta ley moral, un mandamiento
autónomo, no dependiente de ninguna religión ni ideología, autosuficiente y
capaz de regir el comportamiento humano en todas sus manifestaciones. Y
creyó encontrarlo el imperativo categórico, que en una de sus formulaciones
dice: “Obra de tal modo que uses la
humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un
fin, y nunca sólo como un medio”.
Por supuesto, estoy de acuerdo con el imperativo categórico,
pero no en sus causas. Porque, una vez que este imperativo no está basado en
una realidad última, ya que el acceso a esa realidad última ha sido cerrado,
dejó de tener una base que pudiese aducirse como universal. Sin esa base la
ciencia, o una parte de ella, devino, con la ayuda de Kant, en el idealismo. Hoy
día, muchos científicos creen que lo que explica la ciencia es tan sólo una
serie de representaciones matemáticas de algo sin existencia externa que no
representa un mundo “ahí fuera”. Y, aunque parezca paradójico a primera vista,
este idealismo la ha llevado a hacerse materialista, es decir a negar toda
realidad y otorgar una utilidad funcional tan sólo a lo que no pueda expresarse
mediante esas expresiones matemáticas. Es decir, ha invadido el terreno de la
filosofía negando toda realidad más allá de lo que se puede medir, contar o
pesar. Es en una ciencia materialista en la que se sustenta la creencia
expresada por Bertrand Russell, en algún momento de su larga vida, entre 1872 y
1970, diciendo que “el hombre es el producto de causas
que no previeron el fin que estaban alcanzando; que su origen, su crecimiento,
sus esperanzas y sus temores, sus amores y sus creencias, no son sino el
resultado de una disposición accidental de átomos: que ningún ardor, ningún
heroísmo, ninguna intensidad de pensamiento o sentimiento, puede preservar una
vida más allá de la tumba; que todos los trabajos, toda la devoción, toda la
inspiración, todo el brillo del genio humano, están destinados a la extinción
en la vasta muerte del sistema solar; y que el templo entero de la culminación
del Hombre debe quedar enterrado inevitablemente bajo los restos de un universo
en ruinas. Todas esas cosas, si no están totalmente fuera de discusión, son
casi tan seguras que ninguna filosofía que las rechace puede esperar mantenerse
en pie. Sólo dentro del andamiaje de estas verdades, sólo sobre la base firme
de una desesperación inquebrantable, puede construirse una segura morada del
alma”.
¡Joder!
(Perdón). A alguien que me dijese eso a primera hora de la mañana le diría: “¡Que tenga usted un buen día!, pero si lo
que me dice no está fuera de toda discusión –y me parece que lo que está fuera
de toda discusión es, precisamente, todo lo contrario–, quédese con su
innecesaria desesperación inquebrantable”. Pero, desde luego, a alguien que
cree que sólo somos la colocación accidental de los átomos, no le hables del
imperativo categórico kantiano. Sin embargo, Russell no era un desalmado y en
otro momento de esa larga vida dijo: “Tres pasiones simples pero irresistibles han
gobernado mi vida: El ansia de amor, la búsqueda de conocimiento y una
insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad”. Firmo esas
tres pasiones, como firmo el imperativo categórico de Kant. Parece que Russell
también tenía dentro de sí la ley moral de Kant[1].
Todos tenemos nuestras contradicciones e incoherencias y es humano tenerlas. Por
supuesto, yo también las tengo y el saber eso me hace ser comprensivo con las
ajenas. Pero me aterra la gente que dice una cosa por una pose intelectual que
le parece más elegante y que luego, en lo más profundo de su fuero interno,
piensa otra.
Por supuesto,
los seguidores del idealismo kantiano se preguntaron casi inmediatamente por
qué demonios los a priori tenían que ser sólo dos –espacio y tiempo– y llegaron
a la conclusión, lógica a partir de la premisa kantiana, de que toda la
realidad era un inmenso a priori. Y así aparece Hegel que sanciona que toda la
realidad y por supuesto la historia no era sino una Idea. LA IDEA. Y si tenía
que haber un código moral ese era que la historia se dirigiese hacia LA IDEA.
Es absolutamente cierto que tanto el nazismo como el comunismo son nietos de
Hegel y, por tanto tataranietos de Kant. Para el nazismo, LA IDEA era la raza
germánica. Para el comunismo, la clase proletaria. ¡Magnífica descendencia! Yo
me sentiría orgulloso de tener unos tataranietos así. Parece que esos dos
tataranietos de Kant han sido desenmascarados, no sin antes haber sumido a la
humanidad en los mayores horrores que haya podido conocer. Pero hay otro
tataranieto de Kant que goza de buena salud: el relativismo moral. En esa rama
de la familia, LA IDEA se ha transformado en MI IDEA. La de cada uno. Y eso
hace que lo que a MI IDEA le parezca bien, está bien. Terrible conclusión que
está en absoluta vigencia y que es el germen de muchos de los males que aquejan
a nuestra sociedad.
Por supuesto,
que este relativismo me parezca aberrante no significa que sea un
fundamentalista o que apoye ningún fundamentalismo. Esa realidad que hay ahí
fuera, –la parte que es objeto de la ciencia y la que lo es de la filosofía–
aun siendo cognoscible en potencia, nunca llegará a ser conocida por completo
en acto. Por tanto, las normas morales que puedan salir de la moral natural que
en ella se apoye serán siempre motivo de discusión y jamás podrán ser
impuestas. En vez de discusión preferiría usar la expresión de búsqueda
conjunta. Pero esa búsqueda deberá tener tres pilares. El primero que SÍ hay
unas normas morales, que SÍ existen el bien y el mal objetivos, aunque a menudo
sea difícil trazar la frontera en determinados aspectos particulares y concretos.
El segundo que el objetivo de la búsqueda moral es la felicidad del hombre.
Pero no una felicidad cortoplacista de pan para hoy y hambre para mañana, no
una felicidad basada en un pensamiento políticamente correcto que se va
imponiendo porque da renta política y votos, pero que tiene poco de real, sino
una felicidad basada en lo que el ser humano ES. Lo cual nos lleva al pensamiento
metafísico, barrido de la escena por Kant. El hombre sólo será realmente feliz
si llega a ser lo que ES. El tercero es que si lo que debe mover esa búsqueda
conjunta es la felicidad del hombre, es inevitable meter en la ecuación unas
variables prohibidas por Kant: El amor. Y, junto con él, sus hermanas, la
compasión y la misericordia. Es decir, ese código moral no podrá ser el árido
deber por el deber kantiano, sino la búsqueda conjunta de la felicidad del ser
humano por amor. Lo cual nos lleva a la indagación de qué es el amor y cómo ha
podido ser generado por un mundo material que ignora semejante variable. Pero,
desde luego, no me meteré en ese apasionante tema en este momento.
Vuelvo
a Einstein, porque él nos da la respuesta: “... como un niño que entra en una
biblioteca inmensa cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas
lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni
quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su
clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha
vagamente. Esa es, en mi opinión, la actitud de la mente humana frente a Dios,
incluso la de las personas más inteligentes”. O: “Las leyes
de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior
a los hombres... frente al cual debemos sentirnos humildes”. No sólo
Einstein, sino todos los grandes hombres de ciencia, desde Galileo o Kepler,
pasando por Newton o Maxwell, hasta los descubridores de la física cuántica como
Plank, Bohr, Pauli, Schrödiger, Heisemberg, etc., han
sentido el influjo de este misterio del sentido en un mundo que no tendría por
qué tenerlo y qué, en el fondo de todo, es lo que busca todo ser humano,
incluso los que, como Bertrand Russell, niegan que exista ese sentido,
creyéndose héroes por negarlo, pero luego, buscando el amor y la compasión para
que haya algún sentido.
Seguro
que puede pensarse que el hecho de encontrar un fundamento a la moral en la
realidad objetiva no hubiese evitado que Hitler cometiese las atrocidades que cometió.
Estoy de acuerdo. Creo que ningún razonamiento podría haberle frenado. Pero me
pregunto si, tal vez, en un mundo basado en unas normas morales ancladas en una
sólida realidad no habría muchas menos probabilidades de que apareciese un Hitler.
Y me respondo que sí. Siempre pueden aparecer hitleres en la humanidad pero
creo que hay culturas que los producen en más medida que otras. Porque, como he
leído alguna vez, no sabría decir dónde, no hay un solo hecho en la historia
que no haya sido antes una idea. Y me caben pocas dudas de que en un mundo en
el que un Kant no hubiese iniciado el camino de destrucción del edificio de la
teología y la moral natural, que continuaron otros, entre ellos Hegel, hubiese
sido mucho menos probable que apareciesen un Rosenberg y un Marx, padres ideológicos de Hitler
y Lenin/Stalin, respectivamente. Y lo mismo me atrevo a decir de otras lacras
morales que nos consumen entre la que señalo el horror del aborto.
Afortunadamente,
casi al mismo tiempo que Einstein demostraba en el terreno de la ciencia que el
espacio y el tiempo SÍ tenían una existencia real, el filósofo alemán Edmund
Husserl, harto del callejón sin salida del idealismo, lanzó el grito que se
convertiría en el de rebelión contra el idealismo: “Vuelta a las cosas mismas”. En su libro “La crisis de la humanidad europea y
la filosofía”, puede leerse:
“La crisis
de la existencia europea tiene solamente dos salidas: o la decadencia de Europa
debido a su distanciamiento respecto a su propio sentido racional de la vida,
lo que implica la caída en una actitud de barbarie y de hostilidad al espíritu,
o el renacimiento de Europa merced a la fuerza del espíritu de la filosofía y
mediante un esfuerzo heroico de la razón que venza definitivamente al
naturalismo. El peligro más grande de Europa es el cansancio. Si luchamos
contra este peligro de peligros como “buenos europeos”, con una valentía que no
se arredra ni ante una lucha infinita, conseguiremos que del incendio
destructor de la incredulidad, del fuego en el que se consume toda esperanza en
la misión de Occidente para con la Humanidad, de las cenizas del gran cansancio
resucitará el ave fénix de una nueva vida interior y espiritual, como prenda de
un futuro humano grande y lejano: Pues sólo el espíritu es inmortal”.
Husserl volvió
al idealismo en un momento de su vida. No es fácil para alguien que vive de la
filosofía rebelarse contra la vaca sagrada kantiana y su descendencia y menos
si ese alguien es judío y vive en la Alemania de entreguerras. Tampoco lo es,
en todo caso, para cualquier filósofo, incluso hoy en día. El pensamiento
posmoderno ha encumbrado de tal forma a Kant, lo ha puesto de tal forma en el “mainstream”
de la filosofía que es prácticamente incriticable para quien quiera vivir de la
filosofía académica. Una anécdota reveladora. El filósofo francés Jean Guitton,
hijo filosófico de Henri Bergson, cuenta en su libro “Un siglo, una vida”, los
problemas que tuvo con su cátedra de filosofía en la Universidad de La Sorbona
por algo tan tonto como lo siguiente. Tenía un burro al que puso el nombre de
Kant. Cuando alguien le preguntó por qué le había puesto ese nombre él dijo que
un día le había preparado a su burro un cesto de tiernos brotes de trébol
recién cortados y el animal se lo comió por obligación. De ahí su nombre de
Kant. Bueno, pues la broma trascendió y casi le cuesta su cátedra a Guitton.
Pero la escuela
fenomenológica que formó Husserl, no dio ese paso atrás y de ella salieron
grandes nombres como Adolf Reinach, Max Scheler, Edith Stein y otros, que luego
dieron paso a la filosofía del encuentro y a la personalista. Si es cierto,
como he dicho antes, que todo hecho histórico ha sido antes una idea, estas
corrientes filosóficas recientes fructificarán en su día en hechos históricos.
Y creo que para bien.
A la vista de todo esto, yo, que nada debo de mis ingresos a
la filosofía académica, me pregunto: ¿No habrá llegado el momento, en el
centenario de que Einstein probase como falsas las premisas filosóficas de
Kant, de dar una soberana patada en el culo a esas premisas y a sus secuelas?
Estoy seguro que si Kant, que era un hombre sensato, levantase la cabeza y
viese los lodos que ha traído la lluvia de sus ideas, se quedaría espantado y,
tal vez, colaboraría en patear el culo de sus ideas. Aunque es muy posible que eso
le hiciese perder su cátedra.
[1] Aunque Kant rechazaba
categóricamente que su imperativo pudiese estar alimentado por algo como el
amor o la piedad por el sufrimiento de la humanidad. Para ser puro, debía estar
alimentado por el sentido del deber por el deber.
Muchísimas gracias por este texo. Maravilloso. Y feliz Navidad.
ResponderEliminarGracias Otro Víctor: Yo también te deseo una muy feliz Octava de Navidad y lo mejor para el 2016.
ResponderEliminarUn abrazo.
Tomás