Lo
que viene a continuación no pretende, en modo alguno, ser un resumen de la
exhortación apóstolica “Amoris Laetitia”, sino algunas de mis impresiones.
Ha
sido para mí imposible hacer ningún tipo de resumen de la exhortación. El
documento, aunque dividido en capítulos, cada uno con un tema específico, es,
dentro de cada uno de ellos, una acumulación tan exhaustiva y prolija de puntos
que su resumen es poco menos que imposible, o así me lo ha parecido a mí. Lo
cual no significa, de ninguna manera, que su lectura sea árida. Recomiendo encarecidamente
su una lectura hecha con calma, lentamente, sin prisas, y meditativamente,
deteniéndose en cada epígrafe.
No
era mi intención ir directamente a los temas que se han convertido en el nudo
gordiano de esta exhortación, tanto por la trascendencia de los mismos como por
que han sido sobre los que han incidido los medios, a saber: 1) el problema del
acceso a los sacramentos de los divorciados que han vuelto a constituir una
nueva relación, 2) el problema de las parejas y familias no basadas en el
matrimonio y 3) la cuestión de la homosexualidad y, más en concreto, del
matrimonio entre personas del mismo sexo.
Pero,
al final, no he podido resistir la tentación de ir a esos temas tras la lectura
de unos dos tercios del documento. Pero debo decir que, aunque hay lugares en
el documento en los que se trata específicamente de estos temas, hay
referencias más o menos directas a los mismos todo a lo largo y ancho de la
exhortación. Dentro de unas líneas me centraré, pues en lo que se dice sobre
esos temas. Pero no puedo, antes, de hacer un comentario general.
El
Papa presenta desde el principio el matrimonio y la familia como un maravilloso
sueño de Dios para que su criatura más amada, el ser humano, sea feliz. El matrimonio
y la familia son una necesidad de la humanidad y encarnan sus más hondos
anhelos y aspiraciones. No son por tanto, ni una carga ni unas instituciones de
conveniencia. Son consustanciales a la felicidad y realización del ser humano
en este mundo. Dice la exhortación: “La pareja que ama y genera la vida es la verdadera
«escultura» viviente —no aquella de piedra u oro que el Decálogo prohíbe—,
capaz de manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el amor fecundo llega a
ser el símbolo de las realidades íntimas de Dios”. […] “El Dios Trinidad es
comunión de amor, y la familia es su reflejo viviente” […] “De este
encuentro, que sana la soledad, surgen la generación y la familia”. Esa
belleza intrínseca de la familia no obsta para que el Papa vea, como cualquiera
que tenga ojos para ver el mundo, que los seres humanos la hemos convertido a
menudo, como hemos hecho con nosotros mismos, en una caricatura a veces
grotesca de lo que Dios había soñado para nosotros. Y la Iglesia debe velar por
mantener el ideal del matrimonio y de la familia soñadas por Dios pero sin por
ello cerrar los ojos al sufrimiento que causa en tantos seres humanos la
caricatura en que nos hemos convertido y en la que, en consecuencia hemos
convertido a veces el matrimonio y la familia. La pastoral de la Iglesia debe,
por tanto estar en los dos frentes. Si se olvida el ideal del sueño de Dios sobre
el hombre a través del matrimonio y la familias, se pierde la perspectiva. Pero
la contemplación de ese ideal no debe evitar que veamos las heridas y el
sufrimiento de tantos seres humanos que han perdido o no han encontrado el
camino. Ni el ideal debe ser adulterado por los casos de sufrimiento
particular, ni éstos deben ser olvidados en nombre del ideal. Si es verdad que
Dios ha dado un instrumento al ser humano para su felicidad y la Iglesia debe
cuidar del brillo de ese ideal, no lo es menos que debe también acompañar,
consolar, ayudar y acoger a las personas que, al romperse ese ideal, por las
causas que sean, viven situaciones de intenso sufrimiento. Recomiendo pues una
lectura desde una doble óptica. El asombro por la bondad y belleza del plan de
Dios y la misericordia hacia una humanidad doliente de la que formamos parte
todos y cada uno de nosotros.
Dicho
esto, vamos a las tres cuestiones planteadas al principio:
1ª)
El problema del acceso a los sacramentos de los divorciados que han vuelto a
constituir una nueva relación.
Aunque lo que digo
en este párrafo no se corresponde directamente con la cuestión planteada, creo
que conviene resaltar que la exhortación afirma que hay situaciones en las que
la defensa de la propia dignidad no solo aconseja, sino que exige que uno de
los cónyuges se separe con la custodia de los hijos. Por ejemplo esto puede
darse en casos de violencia física o psíquica sufrida por uno de los cónyuges e
infligida por el otro.
Centrándonos ya en
el punto en cuestión, hay en la exhortación una aclaración, que no es ninguna
novedad, pero que lo es en la forma en que se dice y en la forma en que sale al
paso de un malentendido y una desinformación muy vigente: Los divorciados que
han iniciado una nueva relación, sean cuales sean las causas que han llevado a
ello, NO ESTÁN EXCOMULGADOS. Que no
puedan recibir el sacramento de la Eucaristía y de la Reconciliación es algo
muy diferente a estar excomulgados. El Papa insiste en que forman parte de la
comunidad de la Iglesia de la que son hijos muy queridos.
Para entender la
postura de la exhortación sobre la posibilidad de que puedan recibir el sacramento
de la Eucaristía y acercarse al de la Reconciliación hay que remontarse a los
dos anteriores sínodos extraordinarios sobre la familia que tuvieron lugar
recientemente. Si alguien quiere que le mande la relatio final de ambos sínodos
y las opiniones que expresé en su día, no tiene más que pedírmelo. Pero explico
brevemente las dos posturas que había. Sin embargo, antes de exponerlas
sucintamente, quiero dejar constancia de que ninguna de las dos posturas pone
en tela de juicio, ni tampoco, por supuesto, lo hace la exhortación, la
indisolubilidad del matrimonio ni ninguna otra doctrina aceptada por la Iglesia
hoy. Copio a continuación el nº 62 de la exhortación:
“62. Los Padres sinodales recordaron que
Jesús «refiriéndose al designio primigenio sobre el hombre y la mujer, reafirma
la unión indisoluble entre ellos, si bien diciendo que “por la dureza de
vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al
principio, no era así” (Mt 19,8). La indisolubilidad del
matrimonio —“lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt19,6)— no hay que entenderla ante
todo como un “yugo” impuesto a los hombres sino como un “don” hecho a las
personas unidas en matrimonio [...] La condescendencia divina acompaña siempre
el camino humano, sana y transforma el corazón endurecido con su gracia,
orientándolo hacia su principio, a través del camino de la cruz. De los
Evangelios emerge claramente el ejemplo de Jesús, que [...] anunció el mensaje
concerniente al significado del matrimonio como plenitud de la revelación que
recupera el proyecto originario de Dios (cf. Mt 19,3)»”
Lo
que se planteó en el sínodo fueron dos posturas no antagónicas, puesto que
están de acuerdo en lo fundamental, que podrían expresarse así: ¿Debería la
Iglesia seguir negando, sin discernir casos particulares, el acceso a los
sacramentos a todos los divorciados vueltos a casar o debería considerar caso
por caso y considerar algún caso excepcional? En la relación final del sínodo
no aparecía por ningún lado el “barra libre para todos”, con perdón por la
frivolidad de la expresión. Los que eran partidarios de discernir casos
particulares lo eran en la atención de que podía haber casos en los que una
persona divorciada y vuelta a casar podía no estar en situación de pecado
mortal y, en ese caso, no había razón alguna para decir que no podía acceder a
la Eucaristía y a la Reconciliación para que pudiese reconocer y obtener el
perdón de otros pecados que, como todo ser humano pudiera tener. Los que
defendían esto se apoyaban en una vieja tradición de la Iglesia, reflejada en
el Catecismo de la misma, que afirma que para que se de la situación de pecado
mortal tendrían de darse tres condiciones. A) Materia grave, B) plena
advertencia de esta materia grave y C) perfecto consentimiento en la comisión
del pecado. Los Padres que defendían en el sínodo la excepcionalidad, lo hacían
en la perspectiva de que podía haber casos en los que la condición C) no se
diese y que si el discernimiento de quien correspondiese en la Iglesia llegaba
a la conclusión de que no se daba, se le podía permitir al acceso pleno a los
sacramentos.
Pues
bien, es evidente que el Papa se identifica con ella. Dice:
“La
Iglesia posee una sólida reflexión acerca de los condicionamientos y
circunstancias atenuantes. Por eso, ya no es posible decir que todos los que se
encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación
de pecado mortal, privados de la gracia santificante. Los límites no tienen que
ver solamente con un eventual desconocimiento de la norma. Un sujeto, aun
conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender «los
valores inherentes a la norma» o
puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera
diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa. Como bien expresaron
los Padres sinodales, «puede haber factores que limitan la capacidad de
decisión»”.
Pero
ojo, en ningún momento dice que “adelante con los faroles” ni establece los
métodos y procesos a seguir para determinar esas excepciones. Más bien lo que
hace es prevenir contra la ligereza en este asunto. Cito de forma textual y
completa el nº 300 de la exhortación.
“300. Si se tiene en
cuenta la innumerable diversidad de situaciones concretas, como las que
mencionamos antes, puede comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de
esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónica, aplicable a
todos los casos. Sólo cabe un nuevo aliento a un responsable discernimiento
personal y pastoral de los casos particulares, que debería reconocer que,
puesto que «el grado de responsabilidad no es igual en todos los casos», las
consecuencias o efectos de una norma no necesariamente deben ser siempre las
mismas. Los presbíteros tienen la tarea de «acompañar a las personas
interesadas en el camino del discernimiento de acuerdo a la enseñanza de la
Iglesia y las orientaciones del Obispo. En este proceso será útil hacer un
examen de conciencia, a través de momentos de reflexión y arrepentimiento. Los
divorciados vueltos a casar deberían preguntarse cómo se han comportado con sus
hijos cuando la unión conyugal entró en crisis; si hubo intentos de
reconciliación; cómo es la situación del cónyuge abandonado; qué consecuencias
tiene la nueva relación sobre el resto de la familia y la comunidad de los
fieles; qué ejemplo ofrece esa relación a los jóvenes que deben prepararse al
matrimonio. Una reflexión sincera puede fortalecer la confianza en la
misericordia de Dios, que no es negada a nadie». Se trata de un itinerario de
acompañamiento y de discernimiento que «orienta a estos fieles a la toma de
conciencia de su situación ante Dios. La conversación con el sacerdote, en el
fuero interno, contribuye a la formación de un juicio correcto sobre aquello
que obstaculiza la posibilidad de una participación más plena en la vida de la
Iglesia y sobre los pasos que pueden favorecerla y hacerla crecer. Dado que en la misma ley no hay gradualidad
(cf. Familiaris
consortio,34), este discernimiento no podrá jamás prescindir de las
exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia. Para que esto
suceda, deben garantizarse las condiciones necesarias de humildad, reserva,
amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la búsqueda sincera de la voluntad de
Dios y con el deseo de alcanzar una respuesta a ella más perfecta». Estas actitudes son fundamentales para
evitar el grave riesgo de mensajes equivocados, como la idea de que algún
sacerdote puede conceder rápidamente «excepciones», o de que existen personas
que pueden obtener privilegios sacramentales a cambio de favores. Cuando se
encuentra una persona responsable y discreta, que no pretende poner sus deseos
por encima del bien común de la Iglesia, con un pastor que sabe reconocer la
seriedad del asunto que tiene entre manos, se evita el riesgo de que un determinado
discernimiento lleve a pensar que la Iglesia sostiene una doble moral”.
Por tanto, el Papa, aún tomado postura a favor de la
apertura discernida, no ha abierto ninguna puerta a los sacramentos. ¿Lo hará
en el futuro? Sólo él lo sabe. Pero a mí no me extrañaría, y me alegraría, que
pronto saque un documento de rango más reglamentario y de derecho canónico
para, como hizo con el tema de las nulidades matrimoniales, definir ese camino.
Qué esto se produzca o no, es algo que hoy por hoy es mera especulación. Por lo
tanto, dejemos, y pidamos, al Espíritu Santo que actúe sobre el Papa para
iluminarle sobre lo que es bueno para la familia, la Iglesia y la humanidad.
2ª)
El problema de las parejas y familias no basadas en el matrimonio.
En lo que se refiere a este tema, la exhortación pretende,
con un equilibrio a mi modo de ver exquisito transformar los peligros en
oportunidades. En ese sentido procura ver, con prudencia, todas las formas de
convivencia entre un hombre y una mujer no basada en el matrimonio como un
avance positivo, en distintos grados según los casos, hacia el matrimonio. No
creo que pueda hacer nada mejor sobre este punto que copiar íntegramente todo
un epígrafe de la exhortación.
293. Los Padres también han puesto la mirada en la situación
particular de un matrimonio sólo civil o, salvadas las distancias, aun de una
mera convivencia en la que, «cuando la unión alcanza una estabilidad notable
mediante un vínculo público, está connotada de afecto profundo, de
responsabilidad por la prole, de capacidad de superar las pruebas, puede ser
vista como una ocasión de acompañamiento en la evolución hacia el sacramento
del matrimonio». Por otra parte, es preocupante que muchos jóvenes hoy desconfíen
del matrimonio y convivan, postergando indefinidamente el compromiso conyugal,
mientras otros ponen fin al compromiso asumido y de inmediato instauran uno
nuevo. Ellos, «que forman parte de la Iglesia, necesitan una atención pastoral
misericordiosa y alentadora». Porque a los pastores compete no sólo la
promoción del matrimonio cristiano, sino también «el discernimiento pastoral de
las situaciones de tantas personas que ya no viven esta realidad», para «entrar
en diálogo pastoral con ellas a fin de poner de relieve los elementos de su
vida que puedan llevar a una mayor apertura al Evangelio del matrimonio en su
plenitud». En el discernimiento pastoral conviene «identificar elementos que
favorezcan la evangelización y el crecimiento humano y espiritual».
294. «La elección del matrimonio civil o, en otros casos, de
la simple convivencia, frecuentemente no está motivada por prejuicios o
resistencias a la unión sacramental, sino por situaciones culturales o
contingentes». En estas situaciones podrán ser valorados aquellos signos de
amor que de algún modo reflejan el amor de Dios. Sabemos que «crece
continuamente el número de quienes después de haber vivido juntos durante largo
tiempo piden la celebración del matrimonio en la Iglesia. La simple convivencia
a menudo se elige a causa de la mentalidad general contraria a las
instituciones y a los compromisos definitivos, pero también porque se espera
adquirir una mayor seguridad existencial (trabajo y salario fijo). En otros
países, por último, las uniones de hecho son muy numerosas, no sólo por el
rechazo de los valores de la familia y del matrimonio, sino sobre todo por el
hecho de que casarse se considera un lujo, por las condiciones sociales, de
modo que la miseria material impulsa a vivir uniones de hecho». Pero «es
preciso afrontar todas estas situaciones de manera constructiva, tratando de
transformarlas en oportunidad de camino hacia la plenitud del matrimonio y de
la familia a la luz del Evangelio. Se trata de acogerlas y acompañarlas con
paciencia y delicadeza». Es lo que hizo Jesús con la samaritana (cf. Jn 4,1-26): dirigió una palabra a su
deseo de amor verdadero, para liberarla de todo lo que oscurecía su vida y
conducirla a la alegría plena del Evangelio.
295. En esta línea, san Juan Pablo II proponía la llamada «ley
de gradualidad» con la conciencia de que el ser humano «conoce, ama y realiza
el bien moral según diversas etapas de crecimiento». No es una «gradualidad de la ley», sino una gradualidad en el ejercicio
prudencial de los actos libres en sujetos que no están en condiciones sea de
comprender, de valorar o de practicar plenamente las exigencias objetivas de la
ley. Porque la ley es también don de Dios que indica el camino, don para
todos sin excepción que se puede vivir con la fuerza de la gracia, aunque cada
ser humano «avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de
Dios y de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la vida
personal y social»”.
Creo
no haber leído en la exhortación, a pesar de su exhaustividad nada acerca de
las uniones que tienen el deseo explícito de no tener nunca hijos. Los llamados
DINKis (Double Income No Kids) ni de las personas, parejas o individuos
aislados que tras decenios de huir de tener hijos como si fuese una terrible
enfermedad, y tras haber hecho todo, aborto incluido, para evitarlos, deciden
que el tener un hijo pase de ser una enfermedad a ser un derecho inalienable.
Imagino que estas actitudes no encajan estas cosas en esa ley de la
progresividad, aunque, por supuesto, también demandan misericordia y
comprensión.
3ª) La cuestión de la homosexualidad y, en concreto,
del matrimonio entre personas del mismo sexo.
El
Papa afirma categóricamete: “deseamos ante todo reiterar que toda persona,
independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada en su dignidad y
acogida con respeto, procurando evitar «todo signo de discriminación injusta» y
particularmente cualquier forma de agresión y violencia”. Por supuesto, esto no es ninguna novedad, pero
está muy bien que se repita de forma reiterada porque no pocas veces algunos
cristianos (y no cristianos) han despreciado a los homosexuales. El Papa afirma
sin ambages que las personas con tendencias homosexuales son amados por Dios,
pertenecen a la comunión de la Iglesia que debe cuidarles y acompañarles en sus
dificultades que, se diga lo que se diga, son duras y difíciles. Pide a las
familias en las que hay una persona con esas tendencias que las ayuden y las
acompañen con todo el amor del mundo. Pide para ellos “un respetuoso acompañamiento, con el fin de
que aquellos que manifiestan una tendencia homosexual puedan contar con la
ayuda necesaria para comprender y realizar plenamente la voluntad de Dios en su
vida”. Lo que es una forma de decir que
están también llamados a la santidad, pues la santidad no es otra cosa que la
realización plena de la voluntad de Dios en la vida de una persona.
Ahora
bien, en lo que se refiere a la unión matrimonial entre personas del mismo sexo,
la exhortación es tajante. Afirma:
“…los
proyectos de equiparación de las uniones entre personas homosexuales con el
matrimonio, «no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías,
ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre
el matrimonio y la familia [...] Es inaceptable que las iglesias locales sufran
presiones en esta materia y que los organismos internacionales condicionen la
ayuda financiera a los países pobres a la introducción de leyes que instituyan
el ‘matrimonio’, entre personas del mismo sexo»”.
Como
he dicho al principio, no es mi propósito con lo dicho anteriormente sustituir
la lectura sosegada, atenta, profunda y abierta de esta exhortación que es, a
mi entender, un auténtico tratado del matrimonio y la familia dentro del plan
de Dios y de la forma de abordar desde la misericordia y el amor las sombras
que la naturaleza caída del hombre arroja sobre este luminoso instrumento
divino.
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