Cuando se habla del capitalismo, del beneficio
de las empresas y de su maximización, etc., siempre sale a relucir que esto no
debe chocar con el bien común o se discute si el capitalismo contribuye al bien
común o a su deterioro. Y, claro está, no puedo más que estar de acuerdo con
esa primera afirmación y encuentro serias dificultades en esa discusión. Pero
conozco a poca gente, y yo no me incluyo entre ellos, que tengan claro qué es
el bien común. La gente, en general, se mueve un una nebulosa de buenos sentimientos
difíciles de definir. Porque el concepto de bien común es tan elusivo como
importante. Al menos en las cosas que he leído intentando buscar una idea clara
de lo que es y en las preguntas que he hecho a gente que decía saber lo que es,
no he encontrado ninguna expresión clara del mismo, sino vaguedades
contradictorias. Lo que viene a continuación es un somero repaso de algunas
respuestas que he encontrado y la presentación de una que me parece LA
respuesta a qué es el bien común.
Hay quien considera el bien común como el
conjunto de los bienes públicos. Ni que decir tiene que me parece una
definición paupérrima de algo tan importante. No le dedicaré por tanto ni una
palabra más. Hay quien considera el bien común como la suma de los bienes
particulares de los habitantes del ámbito en que se quiera establecer. Entre
estos los hay puramente cuantitativos que consideran únicamente los bienes
medibles económicamente, es decir, algo parecido al PIB. Otros dicen que en esa
suma habría que incluir también otros bienes no directamente traducibles a
dinero, si bien entre estos bienes no económicos habría que considerar una
enorme disparidad de opiniones sobre cuáles son y cómo se miden. Para algunos, esta
suma de bienes, sean estos sólo económicos o de otra índole, no sería el bien
común, sino un nuevo concepto que llaman el bien total, que no debería
confundirse, afirman, con el bien común. Los que así piensan opinan que en la “ecuación”
que llevase al bien común deberían entrar, además del bien total –cuando creen
que éste es una parte del bien común, cosa que no siempre ocurre–, cosas como
la distribución de la renta, el acceso a sanidad, educación, la mortandad
infantil, la esperanza de vida, etc., etc., etc., o, más ampliamente, la
justicia distributiva o, todavía más ampliamente y mucho más elusiva, la
justicia social. Existe un índice llamado Índice de Desarrollo Humano (IDH),
que pretende medir, al menos en parte, estas cosas. Sin embargo, nadie sabe decir
en qué medida una mejor distribución de la renta compensaría una menor cantidad
de bien total. ¿Cuánta mayor equidad distributiva justificaría un PIB, digamos,
un 10% menor. Por ejemplo, ¿compensaría una bajada del índice de Gini[1] de 40 a 35 el que hubiese un
descenso del PIB un 10% menor? Ni siquiera los más cuantitativistas pueden
responder a esto. Cuánto menos los que buscan en la “ecuación” cuestiones no
cuantitativas.
En dos intentos loables de aclarar esto, sendas
personas me pusieron dos ejemplos, uno imaginario muy poco cuantificable y otro
muy cuantitativo. El primero me habló de una comunidad de vecinos en un
edificio de cuatro plantas en la que vivía una anciana en la 4ª planta. El
resto de los inquilinos eran personas jóvenes. La casa tenía un ascensor viejo que
era necesario sustituir por las normas de seguridad del ayuntamiento. En caso
de no sustituirlo, no podría ser usado. La comunidad de vecinos se reunió para
considerar el tema y decidió por tres votos contra uno, el de la anciana, que
no era económicamente interesante sustituir el ascensor, por lo que lo que se
decidió quitarlo. Es evidente, decía quien me ponía este ejemplo, que con esa
decisión puede que haya aumentado el bien total, al ahorrarse el oneroso coste
del nuevo ascensor, inútil para los jóvenes vecinos del 1º, 2º y 3er
pisos, pero se había deteriorado el bien común. Ciertamente, coincido en que
así es, pero me pareció un argumento demasiado casuístico y muy poco válido
para orientar la acción. El otro argumento, el cuantitativo, comparaba el bien
total con la media aritmética de los bienes particulares, se definiesen éstos
como se definiesen, mientras que el bien común sería más bien la media
geométrica. Para quien no esté familiarizado con estos términos pondré dos
ejemplos: La media aritmética de cuatro números 2, 7, 5 y 8, por ejemplo, sería
(2+7+5+8)/4=5,5, mientras que la media geométrica sería la raíz cuarta de (2x7x5x8)
que sería 4,86. Si bajásemos al de 8 a 6 y subiésemos el de 2 a 3, la media
aritmética bajaría a 5,25 y la geométrica subiría a 5,01. ¿Compensaría? ¡Vaya
usted a saber! El sencillo mundo de estos cuatro individuos, aunque fuese menos
rico, sería más igualitario y, por tanto, podría decir alguien, más justo. Que
sería más igualitario es indiscutible, pero no es evidente que fuese más justo.
Habría una infinidad de cosas que matizar antes de poder asegurar semejante
cosa. Por otra parte, y en un planteamiento puramente utilitarista, es evidente
que si la desigualdad supera un cierto umbral, el problema sería que los que
están más abajo rompiesen la baraja y, al final, tanto el bien total como el
común así definido se fuesen al garete. Por otro lado, y también desde un
planteamiento utilitarista, si la renta de los que más ganan se redujese para
transferirla a los que menos, tal vez aquéllos no tuviesen incentivo para hacer
cosas que pudieran repercutir en que todos los individuos ganasen más, con lo
que, también, tanto el bien total como el común se deteriorarían.
Con los párrafos anteriores lo que quiero decir
es que, asumiendo que creo que el bien común es un objetivo importantísimo para
una sociedad, me encontraba en una situación de notable perplejidad con
respecto a este concepto. Me parecía, además, que, bajo cualquiera de las perspectivas
del mismo planteadas, mucha gente llegaba a una disyuntiva un poco
esquizofrénica. A saber: El bien común era, en gran medida, como una
restricción al bien total. Algo así como: “Si queremos aumentar el bien común,
no queda más remedio que disminuir el bien total”. Este tipo de planteamientos
simplistas que, repito, late en el fondo de muchas personas preocupadas por el
bien común, me exasperan bastante. ¿Por qué hay que plantear estas dicotomías?
Supongo que con lo dicho hasta aquí habré
logrado transmitiros mi confusión y perplejidad ante algo tan importante como
el bien común. Pero hace uno o dos años tuve que preparar una charla sobre el cincuentenario
del Concilio Vaticano II. Y me leí, cosa que no había hecho en 50 años, todos
los documentos del Concilio. En la Gaudium et Spes encontré una definición del
bien común que me gustó. Pero como estaba pensando en otra cosa, se quedó en la
parte de atrás de mi memoria. Sin embargo, el otro día, lo rescaté de allí y lo
busqué en la Gaudium et Spes. La definición era la siguiente:
“El bien común es el
conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones
y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia
perfección”.
¡Bingo! ¡Ahí estaba! Por supuesto, esta
definición no gustará a los cuantitativistas pero, ¿quién ha dicho que todo lo
importante tiene que ser cuantificable? Al refrescar esta definición se me vino
a la cabeza la tesis del libro “¿Por qué fracasan los países?” de James
Robinson y Daren Acemoglu que leí este verano. En el envío del 3 de Setiembre de
2015, os incluí una síntesis del libro mezclada con mis impresiones personales
(si alguien quiere que se la vuelva a enviar, no tiene más que pedírmelo). Muy,
muy, muy sucintamente, la tesis es que los países que han triunfado
económicamente –y los que puedan triunfar en el futuro– lo han hecho –o lo
harán– si han creado –o saben, pueden y
quieren crear– instituciones políticas y económicas inclusivas. Mientras que
los que han fracasado –o seguirán sumidos en el fracaso– son los que se han
quedado anclados en instituciones políticas y económicas que los autores llaman
extractivas. En la síntesis que hice, intenté explicar lo mejor que pude qué
eran las instituciones políticas y económicas inclusivas o extractivas. Ahora
me doy cuenta de que la frase ce Gaudium et Spes sobre el bien común es la más
breve, precisa y esclarecedora definición de las instituciones de uno u otro
signo. Sencillamente, los países que han desarrollado el bien común, tal y como
se expresa en esa definición, son países que han creado instituciones
inclusivas y han triunfado. Los que no han sabido, podido o querido hacerlo, son
los que han fracasado.
Cuando os mandé esa síntesis, alguno me reprochó
que identificase éxito o fracaso de los países (por supuesto no hablo de las
personas) con éxito o fracaso económico. Y sí, lo hice. Y ahora veo que estaba
bien hecho. No porque el éxito económico de los países sea igual al éxito en
general. Creo que el éxito es algo que está íntimamente relacionado, si no
identificado, con esa definición de bien común y, por tanto, según la tesis del
libro, el éxito económico es una consecuencia del bien común. Los países que
han conseguido el éxito económico, lo han hecho de la mano del logro del bien
común. Y digo de la mano porque el proceso histórico no ha sido el logro previo
del bien común y, después, conseguido el primero, el éxito económico. No. Ha
sido un proceso evolutivo impulsado por una relación simbiótica y de
realimentación positiva entre una cosa y la otra. Aquí no hay huevo y gallina.
Lo primero fue un pequeño paso en la dirección del bien común. Este pequeño
paso generó un paso, también mínimo en el éxito económico. Gracias a éste, se
pudo dar un nuevo pasito en el bien común que, a su vez, hizo posible un paso
más, siempre mínimo, en el éxito económico. Y esta pequeña bola de nieve que
echó a rodar, generó el alud de bien común y éxito económico que viven algunos
países. Nada de dicotomías esquizoides entre bien común y éxito económico.
Simbiosis. Aquellos países que no han empezado a dar el primer paso en el bien
común, todavía están anclados en el fracaso general. Los que lo han empezado
más tarde, llevan retraso, pero están en la senda. El proceso lo empezaron
Inglaterra. EEUU tras su independencia, continuó en la misma senda. Otros
países se han ido adhiriendo. Los últimos podrían llamarse Corea del Sur,
Taiwan, Chile y, también España e Irlanda. El “milagro” económico de estos
países no es tal. Es el hecho de que han avanzado en esa senda. Y el producto,
en vías de producción –no estará acabado nunca– siempre imperfecto, siempre con
lacras que no gustan –¿hay alguna actividad humana que no las tenga?–, se llama
capitalismo, pese a quien pese y moleste a quien moleste.
¿Pueden los países que están avanzados en ese
proceso ayudar a los que están estancados? Sí y no. Empiezo por el no. El
inicio de esa senda es algo que tiene que empezar, dado el derecho de los
Estados soberanos a definir sus instituciones, desde dentro de cada país. No es
posible –ni, por supuesto, deseable– que países avanzados –en el sentido de
este proceso– obliguen a los que están estancados a iniciarlo. El primer paso
lo tienen que dar ellos. Sin embargo, aunque sólo sea por mimetismo, ese primer
paso puede que se de por seguir lo que se ve. El problema es que los que en
esos países tienen el poder omnímodo pueden pensar, y de hecho a menudo piensan,
aquello de “ande yo caliente, muérase la gente” (versión adaptada de TA). Y, en
estos casos la cosa puede acabar en represión sangrienta. Pero sí es posible –y
altamente deseable– que los países avanzados apoyen cualquier paso dado en la
dirección correcta por los estancados. ¿Cómo debe ser ese apoyo? Por supuesto,
no un apoyo de ayudas de Estado a Estado que se han demostrado no sólo inútiles,
sino contraproducentes, sino un apoyo de inversión en esos países por parte de
la iniciativa privada de los avanzados. Y para eso no es necesaria ninguna
orden ministerial, ningún 0,7%, ninguna ONU, ni nada por el estilo. A poco que
se perciba por parte de las empresas privadas de los países avanzados un
progreso en el bien común –que conlleva seguridad jurídica– en los estancados,
la inversión de aquéllos fluirá hacia éstos. Es lo que ha pasado en los
“milagros” citados anteriormente. Las “perversas” multinacionales irán como han
venido a España, Irlanda, Taiwan, Corea del Sur, etc. y como está pasando en
Cuba e Irán[2].
Por supuesto, ya sé que hay multinacionales que no son ni mucho menos
ejemplares. Pero yo he trabajado en y con un buen puñado de multinacionales y
sí lo han sido. Inicié mi segunda vida profesional en Johnson Wax y no puedo
decir más que cosas magníficas de su comportamiento. He hecho consultas a
empresas españolas y multinacionales durante muchos años y, si tuviera que
decir cuáles tenían un comportamiento más responsable, en todos los ámbitos,
diría que las multinacionales. Tengo amigos que han trabajado en
multinacionales de muy diverso tipo y, todos, casi sin excepción, coinciden con
mi apreciación. El resto, es demagogia, aunque ciertamente, para que la
demagogia sea creíble, tiene que haber casos de abusos impotables, que los hay,
para que sean elevarlos a la generalidad. Y las multinacionales, en espacial
las americanas, son más responsables porque vienen de un país más avanzado en
ese proceso, es decir, más capitalista. Repito, sé, no hace falta que nadie me
lo recuerde, que no es oro todo lo que reluce, pero en el proceso de inversión
extranjera en los países que inauguran una era de seguridad jurídica hay
enormemente más oro que mierda pintada de purpurina. Además, la irrupción de la
inversión de las multinacionales en los países estancados genera un proceso de
cascada de creación de empresas locales. Esto, en la parte alta de la pirámide
empresarial. En la parte baja, si existe la suficiente seguridad jurídica como
para que aparezcan microempresas locales, los países avanzados pueden ayudar a
través de actividades de microfinanzas. Así pues, claro que los países
avanzados pueden, en gran medida, apoyar a los estancados si ellos inician el
camino. Pero no a través de las ayudas al desarrollo como se dan ahora que han
demostrado sistemáticamente su ineficacia.
Estas reflexiones, compartidas con mi colega en
la UFV y compañero de despacho, Rafael Alé, hicieron que éste me sugiriera un
nuevo concepto: el de riqueza antropológica. Es una excelente manera de
comprender el producto emergente del proceso de desarrollo económico y de bien
común que se puede definir como capitalismo. Aunque la encarnación de ese
proceso en el capitalismo presenta, como todo aquello en lo que participa la
actividad humana, importantes e indiscutibles lacras y no pocos errores, no
cabe duda de que este proceso tiene un signo positivo que genera riqueza
antropológica. Es propio de la naturaleza humana fijar más la atención en lo
malo que en lo bueno, pero creo que esa es una mala receta para hacer buenos
diagnósticos que permitan actuar de forma que los países más pobres y
estancados entren en el único camino que existe para que puedan salir de su
miseria y recuperar la esperanza en su futuro. Hacer que las personas se
sientan en la mayor medida posible dueñas de su futuro es algo que confiere una
enorme dignidad, es la esencia del bien común y crea este tipo de riqueza que
Rafael Alé ha definido como antropológica. Y creo que si se compara la
situación de hace doscientos años con la actual en los países avanzados, no es
posible negar que se ha creado, además de una inmensa riqueza económica, una
enorme riqueza antropológica. Y aunque en menor medida creo que eso también se
puede decir de los países que han entrado, aunque sea tarde, en la senda del
bien común, en la evolución simbiótica del capitalismo.
[1] El índice de Gini es un
parámetro que mide la distribución de la renta (o del patrimonio) en un
determinado país o área geográfica. Es un numero del 0 al 100. Cuanto más bajo
sea el índice de Gini, más equitativa es la distribución de la renta (o del
patrimonio). Un índice 0 significaría igualdad total. Un índice 100
significaría que una sola persona tiene toda la renta (o patrimonio) de esa
región.
[2] No me quiero meter en aguas
demasiado profundas, pero en todos los “milagros” reseñados, a los que podría
añadirse Singapur y, tal vez prematuramente, China, el primer paso lo han dado
“buenos” dictadores que han dicho: “Empresas del mundo entero, vengan a
invertir aquí y les aseguro que, si ganan dinero, no se lo voy a quitar” Y
vinieron. Esto no es, ni de lejos, un alegato a favor de la dictadura. En todos
estos países, de una u otra forma, la dictadura que lo propició dio paso a
sociedades en gran medida democráticas, es decir, inclusivas, es decir, con un
mayor bien común. Singapur y China son una incógnita. Si son capaces de dar los
pasos necesarios hacia la democracia, su progreso será sostenible. Si no, me
temo que no.
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