9 de junio de 2016

¿Democracia sin ciudadanos?

Creo en la democracia. Y creo en ella no como mal menor, sino como bien mayor en lo que hasta ahora ha podido encontrar la humanidad en su caminar por la historia intentando entenderse sin el uso de la violencia. Es decir, no estoy de acuerdo con la frase de Churchill que dice: “La democracia es el mejor sistema político… después de haber descartado todos los demás”. Pero, la democracia implica que haya ciudadanos. Y eso de ser ciudadanos es algo que debe ganarse. Es una dura tarea. Porque implica dos cosas: Capacidad de juicio y responsabilidad. Capacidad de juicio para entender las consecuencias de las decisiones que se tomen y responsabilidad para responder ante esas consecuencias. Sin embargo, creo que la democracia de hoy carece de ciudadanos. No sé si alguna vez los ha tenido, pero ahora, desde luego, no. O, si los hay, son una pequeña minoría diluida en el caos de la ignorancia deseada y de la irresponsabilidad exigida. El “no-ciudadano” exige el derecho de elegir, pero tiene un interés inmenso en no querer entender los mecanismos de aquello sobre lo que decide y, sobre todo, quiere que haya siempre un papá, el papá Estado, al que cree omnisciente, omnipotente y bondadoso, que haga que las decisiones irresponsables no causen ningún efecto pernicioso. Es decir, estamos haciendo una democracia con niños de papá consentidos. Y eso, me temo, no es posible.

¿Cuáles son las raíces de esta situación? Seguro que muchas, muy variadas, ninguna determinante en sí misma y todas realimentándose unas a otras. Es decir, son raíces de una complejidad inmensa. Los seres humanos somos muy malos manejando la complejidad de una manera centralizada. Por eso, me parece presuntuoso avanzar un análisis de esas raíces. Pero, aún sabiendo que mi análisis será muy incompleto y no tendrá en cuenta más que una pequeña parte de las interrelaciones entre las raíces que sepa mencionar, no puedo dejar de decir algunas cosas al respecto tras este ejercicio de benevolencia captatio. Ahí van.

Nuestra civilización occidental nace de una convicción profunda heredada de los griegos: la fe en que la razón era capaz de encontrar soluciones a los problemas a los que nos enfrentamos. O, si no de encontrarlos sí, al menos de aventurarlos, darles seguimiento, evaluar el éxito que conseguían y corregir el tiro si las cosas no funcionaban como se esperaba.

A lo largo de un extenso proceso cuya trayectoria es demasiado larga para trazarla aquí (tengo un escrito bajo el título de “El camino ha posmodernidad y el nuevo renacimiento” en el que hago este recorrido. Si alguien lo quiere, que me lo pida), la mentalidad occidental ha perdido esa fe en la razón, aparentemente –¡oh paradoja!– buscando la razón pura. Y al perder esta fe, ha dado la primacía de nuestros juicios a los sentimientos. Esto, naturalmente, ha degenerado en un emocionalismo que, al final,ha desembocado en ignorancia voluntaria e irresponsabilidad ciega. Y este emocionalismo no trae el bien, sino el mal.

Esa desvinculación paradójica de la razón por la sola razón no era posible en épocas anteriores a la fase de opulencia en la que se encuentra occidente. Cuando la miseria era la norma y liberarse del hambre era la actividad cotidiana del 99% de los habitantes de Europa durante el 99% de su tiempo, ese emocionalismo no era posible. Para buscar el alimento cotidiano no quedaba más remedio que usar la razón. Por eso, durante siglos, determinadas filosofías disparatadas que hoy dominan el sentir general –que no el pensar– eran algo que se quedaban en el conventículo de ciertas minorías que, o bien porque su poder omnímodo les permitía librarse de la lucha cotidiana por la supervivencia, o bien porque vivían a la sombra de esos poderes omnímodos, podían permitirse el lujo de la elucubración paradójica en el vacío.

Pero, poco a poco, esos poderes omnímodos que reservaban para sí los privilegios de la riqueza, vieron cómo se iba mermando su capacidad para limitar la riqueza para ellos y a los que obtenían privilegios de ellos. Poco a poco, sólo en occidente, se fue ampliando el círculo de los que podían acceder a la creación de riqueza. Esto, eventualmente, dio lugar a un increíble desarrollo de la iniciativa humana en la búsqueda –y el logro– de medios enormemente eficaces para hacer retroceder la pobreza y generar riqueza para capas cada vez más amplias de la población. La revolución industrial llevó a un desarrollo sin parangón de la capacidad de más y más gente de liberarse del fantasma del hambre y de la lucha por la supervivencia primaria. ¡Qué bendición! Pero, como dice Walt Whitman, “está en la naturaleza de las cosas que de todo fruto del éxito, cualquiera que sea, surgirá algo para hacer necesaria una lucha mayor”. Este éxito empezó a crear Estados “ricos” y, poco a poco, la gente fue depositando en estos Estados una confianza y unas atribuciones cada vez mayores basadas en esa confianza. Y, paulatinamente, se empezó a pergeñar un contrato tácito entre los ciudadanos y esos Estados. De una manera casi imperceptible, los gobernantes se dieron cuenta de que la única manera de asegurarse el logro del poder era incrementar las promesas de ese contrato tácito y de irlo haciendo cada vez más explícito. Quien no lo hiciese, quien se quedase atrás en la carrera de la formulación de esas promesas, podía darse por desplazado del poder. Y esto, por supuesto, es algo que ningún grupo político está dispuesto a aceptar. De esta forma las promesas empezaron a incrementarse y, como contrapartida, para poder cumplir con ellas, los Estados administrados por estos políticos tenían que obtener más y más dinero de los agentes que creaban riqueza con su capital o con su trabajo. Y así, los impuestos empezaron a crecer al ritmo de las promesas para responder a la voracidad de los ciudadanos. Ciudadanos que, a medida que veían su contrato tácito respaldado, dejaban poco a poco de ser ciudadanos para convertirse en niños de papá consentidos: “¿A quién quieres más a papá o a mamá? –Al que más me dé”.

Pero hasta el administrador más necio se daba cuenta de que esto de cobrar impuestos tenía un límite, porque la vaca lechera de la que se sacaba el dinero no tenía unas ubres infinitas. Pero para entonces había aparecido un economista llamado Keynes que empezó a defender que el Estado podía gastar más de lo que ingresaba financiando ese déficit con deuda. Quiero pensar que Keynes creía que este déficit y este endeudamiento eran coyunturales. Pero como en el comer y en el rascar todo es empezar, los gobernantes, que seguían plegandose a las voraces exigencias de los niños malcriados y echando más leña al fuego para hacerse con el poder, convirtieron lo coyuntural en habitual y empezaron a endeudarse de forma crónica y sistemática. Esta deuda venía a cubrir el exceso del coste de las promesas frente a lo que se pensaba que podía obtenerse mediante impuestos “razonables”. Sin embargo, en su ingenio sin límites echaron mano de un viejo recurso. Crear dinero de la nada. Los reyes de siglos anteriores, hacían esto disminuyendo la ley o el peso de monedas sin quitarles su valor facial y creando de esta manera, de forma inevitable, inflación. Pero esta forma de hacerlo, naturalmente tenía un límite, porque la cosa cantaba demasiado. Sin embargo pronto se descubrió la manera de crear dinero ilimitadamente de una forma soterrada a través de los bancos centrales. Y, ¡ancha es Castilla! La teoría económica clásica prevé que cuando esto ocurre, se crea inflación y esta inflación tiene consecuencias nefastas. El aumento general del nivel de precios es medible y, por tanto, hace el fenómeno observable y, por tanto, cuando se produce, saltan las alarmas. Pero por causas que no vienen a cuento, lo que ocurrió en la última crisis es que el exceso de dinero se concentro en determinados activos, el inmobiliario principalmente, creando en vez de inflación general, una burbuja específica. En la medida en que el precio del activo que crea la burbuja no esté suficientemente reflejado en el IPC, las burbujas no se dejan sentir en la inflación, lo que manda la señal falsa de que no pasa nada y alienta la perpetuación de la creación de dinero sin límites. ¡Hasta que estalla la burbuja!

En esto de la hiperprotección pasa con los ciudadanos como con los hijos malcriados; que si crecen en esa situación, con la edad, se vuelven intratables. Cualquier contrariedad les exaspera y nada les parece suficiente. Por parte de los gobernantes, lo que parecía tal vez como algo coyuntural y esporádico al principio, va tomando carta de naturaleza y se convierte en hábito. Además, el temor que se tenía al principio de ejercer una determinada práctica, se va perdiendo y con él, los límites razonables se difuminan. Al aumentar los impuestos más allá de lo “razonable”, los ciudadanos empiezan a darse cuante de una realidad que antes no se les hacía evidente. A saber,que el dinero, en definitiva, sale de sus bolsillos o, si el gasto del Estado se financia con deuda, del bolsillo de la siguiente generación o, si le crea dinero, lo pagan los pensionistas que tienen unos ingresos fijos. Naturalmente, los gobernantes no quieren de ninguna manera que los “no-ciudadanos” despierten de su sueño. Aparecen entonces los chivos expiatorios: Los “ricos”. ¡Que lo paguen los “ricos”! En la categoría de “ricos” entran, por supuesto, las empresas que ganan demasiado, a juicio de algún gobernante.Y el umbral para ser considerado “rico” entre los ciudadanos se va haciendo cada vez más bajo, siempre que los que entren en esa categoría no pasen de ser suficientemente pocos como para poder influir demasiado en los rsultados electorales. Con lo cual, al final, a todos los partidos les acaba pasando, tarde o temprano, que lo que no se atreven a negar a los niños malcriados lo paguen los chivos expiatorios. Los impuestos progresivos que, con una razonable moderación podrían ser aceptables, se vuelven asfixiantes y, cuando ya da vergüenza subirlos más se les llama “tributos especiales de solidaridad” o algún otro pomposo nombre que oculte lo que realmente son: un expolio.A este proceso se le ha dado el nombre de socialdemocracia. Lo que a menudo se olvida es que, en general, los “ricos”, empresas incluidas, son los que más riqueza crean con su actividad y que con esta presión se incentiva que lleven sus actividades generadoras de riqueza a otro lugar. Y no me estoy refiriendo a paraísos fiscales ni cosas por el estilo. Simplemente a que lleven su negocio a un país donde no les maltraten.

Todo esto es terrible incluso cuando los partidos que forman el espectro político son partidos que, aunque irresponsables en mayor o menor grado, al menos creen, también en mayor o menor grado, en el sistema económico de libre mercado o capitalista, aunque sólo sea para abusar de él. Pero el problema se agrava cuando entran en liza partidos que, de una u otra forma, tienen como objetivo, precísamente, acabar con un sistema al que odian porque ha dejado en evidencia que aquél en el que ellos creen, el socialismo real o comunismo, es un fracaso estrepitoso. Y eso es algo que no perdonan. La llegada de estos partidos antisistema a la política sigue una estrategia perfectamente diseñada en el primer tercio del siglo XX por el ideólogo comunista italiano Antonio Gramsci. Por una parte está la infiltración, parcial y soterrada, por debajo del umbral de detección, de instituciones como la prensa, la judicatura, la educación, etc. La habilidad estriba en que muchos de los abducidos por esa infiltración ni se dan cuenta de que lo están. Son víctimas de un buenismo irracional y sentimentaliode que, a falta de la razón, penetra el ideario popular. Por otra parte se trata de azuzar cualquier movimiento de descontento, instrumentalizándolo con astucia para acabar en un movimiento social que dé apoyo a su estrategia política. Este descontento a veces tiene una base justa, pero más a menudo está causado cuando  el sentido común de algún gobernante o la presión internacional hace que se replanteen las bases del gasto publico, los impuestos o ambos. En cualquier caso, con base justa o sin ella, siempre acaban instrumentalizados para los fines gramscianos. Cuando esto ocurre, el pacífico ciudadano puede convertirse fácilmente en un ser iracundo que ha llegado a considerar un derecho sacrosanto algo que sólo estaba consagrado por el mal uso consuetudinario del gasto público.

El cambio generacional ayuda a esta estrategia. Porque los que ahora tenemos más de, digamos, 50 años, sabemos que el bienestar no es algo que se pueda dar por garantizado. Sabemos, porque hemos visto o vivido u oído de primera mano, lo que es la falta de medios económicos. Pero muchos de las generaciones que han nacido ya en una sociedad próspera, no son conscientes de que nada se puede dar por garantizado, que todo debe ser construido cada día y que el país que no es competitivo puede encaminarse de nuevo hacia la penuria o, incluso, hacia la pobreza. Para ellos, éste no es un elemento de la ecuación. Consideran que la sociedad les debe ese bienestar a costa de nada. Piensan que el Estado tiene el deber, por encima de todo, de prometerles, siempre, cada vez más. Y creen en su capacidad para mantener todas las promesas, sean cuales sean. Y como todo niño malcriado, exige más por menos. Y si no, se indigna hasta la violencia.

Esto, en mayor o menor medida, está pasando en prácticamente todos los países democráticos y a un ritmo acelerado.¿Hacia dónde lleva todo esto? Sin duda hacia nada bueno. Un día, tanta irresponsabilidad nos estallará entre las manos. Si en vez de crear riqueza y cuidar a quienes la crean lo que se hace es repartirse una riqueza que todavía no se tiene, a base de freír a impuestos a quienes más la crean, de endeudarse en la espera de esa riqueza prometida y de crear dinero para pagar lo que no se puede pagar ni con lo anterior, eso sólo puede llevar al colapso económico. Es como pisar a fondo el acelerador de un Ferrari mientras nos dirigimos a un muro de hormigón. Y el que así lo ve, usando la razón, es tachado, como lo seré yo por determinadas personas que lean estas líneas, de paranoico antisocial, de liberal insolidario o de capitalista sin escrúpulos. De vez en cuando, sale un político lúcido que se da cuenta de esto. Por ejemplo, Manuel Valls en Francia, aún siendo socialista, saca una reforma laboral, en la línea de la que sacó Mariano Rajoy en España, y Francia arde.En España, los recortes pueden ser una de las causas de la tumba del PP. Y si gobierna el PSOE, se liquidará la reforma laboral que tenemos y se volverá al comportamieto irresponsable de la socialdemocracia. Y los partidos que abogan por pisar el acelerador hacia el desastre, se autodenominan, sin apenas voces en contra en ningún medio de comunicación, partidos de progreso. Y, los partidos de los indignados antisistema desprecian la socialdemocracia, aunque lo oculten[1].  Pero saben que les viene muy bien para llegar a ese muro de hormigón a una velocidad que haga que todo salte por los aires para, sobre los escombros, edificar su tan fracasado como añorado sistema económico estatalista. Como en Venezuela. En cambio, los partidos que opinan que hay que seguir fomentando la creación de riqueza mediante la economía de libre mercado antes de vender la piel del oso, son etiquetados con el nombre de conservadores que ha llegado a ser sinónimo en el ideario popular, de retrógrados. El cambio se ha constituido en una palabra talismán. Está prohibido preguntarse si el cambio es a mejor o a peor. El cambio es, siempre y por definición, un bien.

Es corriente oír a los “no-ciudadanos” quejarse de los políticos y de su falta de liderazgo. No debieran hacerlo, ya que éstos no son más que su propio reflejo. Si se entra en el círculo vicioso de la democracia sin ciudadanos, es imposible que la política genere líderes. Únicamente generará políticos que sepan interpretar el capricho más importante de los niños consentidos, pero no el mejor camino para el país. Se llegará, ineludiblemente, a lo que Polibio llamaba la oclocracia, que era el gobierno de los peores, de aquellos que más y mejor hacen la pelota a los “no-ciudadanos” para conseguir su favor. Es imposible que así se produzcan líderes.

Arnold J. Toynbee, en su magna obra “El estudio de la historia” en la que analiza el nacimiento, ascenso, colapso y eventual caída de veinte de las veintiuna civilizaciones que censa, afirma que la causa del colapso es siempre la misma. Que la civilización se vuelve contra los valores y las fuerzas que la hicieron nacer. La única a la que él concedía, antes de morir, en 1975, el beneficio de la dudade no haber todavía colapsado era la civilización occidental. Pero me temo que se está acercando peligrosamente a ese punto de casi imposible retorno. Las soluciones, siempre según Toynbee, están en lo que él llama minorías creativas. Éstas buscan nuevos caminos, nuevas formas, el cambio, sí, pero no acelerando la negación de los principios que dieron vida a la civilización, no lanzándose ciega e irracionalmente contra el muro, sino reforzándo esos principios en contra de la corriente que los disuelve. Lo que ocurre es que, siempre según la lógica de Toynbee, puede que esas minoríassean incapaces de revertir el camino hacia el colapso si la corriente disolutiva se ha hecho demasiado potente, y se vean arrolladas por ella. Me temo que eso es lo que está pasando hoy.

¿Pesimismo? Creo que no. Diría que realismo. ¿Desesperanza? A nivel humano, me atreveróa a decir que sí. Aunque siempre se ha demostrado que la capacidad del ser humano para prever el futuro más allá de sus narices es muy, muy limitada. A nivel sobrenatural, jamás. Porque sé que Dios es el Señor de la Historia. Sin embargo, veinte de las veintena civilizaciones han caído. La civilización Helénica, convertida al cristianismo, cayó. Yo confío en Dios pero, al msmo tiempo, sé que sus caminos son muy suyos, que Él tiene una perspectiva muy distinta de la mía, minúsculo ser humano. Él ve la Historia mientras yo sólo veo la historia. Sé que la Historia nos llevará a Él. Pero me gustaría que esto ocurriese en la pequeña historia de la civilización occidental. Por eso espero con toda mi alma equivocarme. Y para equivocarme, escribo.

No sé si escribir estas cosas sirve para algo. Caen fuera del mainstream y, además, son más complejas de lo que la cultura generalizada hoy en día está dispuesta a soportar: 140 caracteres, espacios incluidos. Pero, como decía el poeta Blas de Otero, “me queda la palabra”. Si no la uso, ¿qué me queda? Así que, sirva o no sirva para algo, no me callaré. Con dos personas que me lean, basta. Una progresión geométrica de razón 2 puede llegar muy lejos. Ojalá estas líneas que leerán 2n personas como máximo, sean un grano de arena para construir una montaña que haga que me equivoque.

Quiero acabar con una cita de Alexis de Tocqueville en “La democracia en América”:

“Las sociedades polícas son, no lo que hacen de ella las leyes, sino aquello para lo que las preparan de ser de antemano los sentimientos, las creencias, las ideas, los hábitos de corazón y de mente de los hombres que las componen, lo que el temperamento y la educación han hecho de ellos. Si esta verdad no sale de todas las partes de mi libro, si no lleva a los lectores a examinarse continuamente a sí mismos, si no les muestra a cada instante [...] cuáles son los sentimientos, las ideas, las costumbres que únicamente pueden conducir a la prosperidad y a la libertad pública, cuáles son los vicios y los errores que, por contra, les apartan irrefutablemente de ellas, no habré alcanzado el principal y [...] el único objetivo que tengo en vista”.

Pues eso, creo que la democracia en Europa, desde luego en España, y puede que por contagio, también en EEUU, está adquiriendo todos los vicios y los errores que la apartan irefutablemente de la prosperidad y de la libertad pública.




[1] Nada se puede ocultar del todo y por ahí circula, un artículo, de hace cosa de un año, de Pablo Iglesias a la revista de ultraizquierda inglesa “New leftreview” en el que ese desprecio e instrumentalización no se puede expresar con mayor claridad. Quien lo quiera, que me mende un comentario con su mail y, sin publicarlo, se lo mandaré.

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