Sé que el título
de estas páginas puede sonar a “herejía” y a contrasentido. ¿Yo, miserable ser
humano, sujeto a dolor, enfermedad y muerte, menos que una mota de polvo en el
universo que Él ha creado, me voy a compadecer de Dios? ¿No será al revés? Es
Dios quien se puede compadecer -y se compadece- de la débil naturaleza humana y
no al revés. Ciertamente es así. Pero Dios no sólo se compadece de los pobres
seres humanos, sino que esa compasión le hace sufrir o, más bien podría decirse,
tiene compasión porque sufre al vernos sufrir. ¿Qué cómo puede Dios sufrir? Por
supuesto, no en su naturaleza divina, pero sí en su naturaleza humana, en
Cristo. Porque Cristo, ya existía desde toda la eternidad. Nos lo dice san
Pedro en su primera carta: “Cristo estaba
presente en la mente de Dios antes de que el mundo fuese creado” (1 Pe
1,20). Cristo, Dios y hombre. No sólo el Hijo, segunda persona de la Trinidad,
sino Cristo, con sus dos naturalezas, humana y divina. También lo dice san Juan
en su Evangelio y san Pablo en su carta a los romanos: “Antes de que Abraham naciera, yo soy”. (Jn 8, 58); “Padre […] tú me amaste antes de la creación
del mundo”. (Jn, 17, 24); “[…] al
Dios que ha revelado el misterio mantenido en secreto desde la eternidad”.
(Romanos 16, 25). Ese misterioso secreto era la encarnación de Cristo que,
existente en la mente de Dios, esperaba el momento de manifestarse. Y es
indudable, que Cristo sufre. Así se ve en dos pasajes del Evangelio en los que
llora de pena por Jerusalén y por la muerte de su amigo Lázaro.
Me imagino a Dios,
circuito de amor desbordante de las tres Personas, desbordando su amor para
crear criaturas que pudiesen ser felices amándole. Y amando especialmente a la
más pequeña que había imaginado en su mente. Esa mínima criatura sería, sin
embargo, la imagen de ese Cristo que existía desde toda la eternidad unido en
una persona con dos naturalezas al Hijo. Una criatura tan pequeña que viviese
en un mundo de tan sólo tres dimensiones, el mínimo posible. El más pequeño y
al que más tiernamente amaría, porque era un “capricho” del Hijo. Un “capricho”
pensado desde toda la eternidad. Para ello empezó la más impresionante obra de
ingeniería imaginable. Para hacer realidad el regalo al Hijo, crearía el
universo. Lo creó en germen, metiendo en un espacio inferior a la punta de una
aguja todo lo que en potencia podría llegar a ser. Ideó unas leyes
impresionantes que harían que ese germen se desplegase en una evolución
inaudita. Esa punta de alfiler empezó a extenderse y a enfriarse. Los cuarks se
unieron y aparecieron los primeros átomos de hidrógeno. Al hacerlo, el universo
se hizo transparente y la luz, quedó liberada para viajar. La sopa de hidrógeno
tenía grumos y, alrededor de ellos, por una de sus leyes, la de la gravedad,
empezaron a formarse estructuras complejas. En un momento dado, en el centro de
una nube de hidrógeno, de acuerdo con otras de sus leyes, saltó la chispa y se
encendió la primera estrella. Y después otra, y otra, y otra… Pero estas
estrellas, como los granos de una uva están agrupados dentro de la misma,
estaban agrupados en cúmulos estelares. Y como las uvas se agrupan en racimos,
éstos estaban agrupados en galaxias. Y éstas, a su vez, como los racimos se
encuentran dentro de la vid, se se hacinan en cúmulos de galaxias que, como las
vides se agrupan en viñedos, forman super cúmulos de galaxias y… Algunas
estrellas explotaban y mandaban al cosmos las semillas de elementos nuevos,
combinaciones de Protones, neutrones y electrones en mezclas geniales creadas
por sabias leyes. Con estos nuevos elelemtos vagando por el cosmos, ya podía
aparecer una cosa llamada vida. Otras estrellas que se seguían formando a
partir de ese magma enriquecido, lo hacían, además, con unos anillos que, en su
momento, siempre siguiendo el diseño marcado por las sabias leyes pensadas por
Dios, se transformaron en pequeños granos que orbitaban a su alrededor. Al
tiempo, al menos uno de esos granos, reunía las condiciones para que esa
extraña e improbabilísima cosa llamada vida apareciese. Y, al menos en uno de
esos granos, apareció. Y no sólo apareció, sino que, siempre siguiendo las
leyes creadas desde el principio, evolucionó hacia formas cada vez más
complejas. Una de ellas desarrolló un improbable órgano que sería el soporte
físico, el hardware, necesario para soportar un software de una naturaleza
distinta que la quincalla del hardware. Había llegado el momento. Todo el
universo, en su magnífica ingeniería, en su impresionante grandeza, no era otra
cosa que el soporte para que a unos seres insignificantes a escala cósmica se
les regalase un software capaz de entender, eventualmente, esa imponente obra
de ingeniería. Es decir, insignificantes en su hardware pero del tamaño del
universo en su inteligencia.
Pero ese software
era mucho más que la inteligencia. Era capaz de acceder a la verdad, la bondad
y la belleza. Era capaz de amor. Dios había soñado que esos seres tan
peculiares, le amasen, como Él los amaba a ellos. Y que, amándole a Él, se
amasen entre ellos, creando una sociedad de amor a la que nunca le faltaría de
nada. Su software no sólo estaría a la altura del cosmos, sino que lo
trascendería. Estaría también fuera, más allá de él, con Él. Así, desde ese más
allá, podrían conseguir que su software mandase al universo. Tendrían siempre,
al alcance de la mano todo lo que necesitasen para construir ese mundo de
felicidad plena. Jamás habría escasez. Sólo tendrían que pedírselo a Él. No, ni
siquiera tendrían que pedírselo, les bastaría desearlo en su Nombre y lo
tendrían instantáneamente. Por amor. No habría pena, ni muerte, ni dolor, ni
mal, ni lágrimas. Pero había un “pequeño” problema. Esos seres, para poder
amarle y lograr todas esas cosas por amor, deberían ser libres. El cosmos
entero giraba en un vals lleno de armonía bajo la batuta de Dios. Pero, el
cosmos no era libre. No podía amar. Y por eso Dios, en su amor por esos seres,
en su deseo de hacerles felices amándole, les concedió la libertad. Cuanto más
pienso en lo que representa para Dios habernos hecho libres, más me asombro,
porque para hacer al hombre libre, Dios tuvo que autolimitarse. Y lo hizo por
amor.
Tuvo que renunciar
por amor a una parte de su omnipotencia, para no poder obligarnos a hacer nada
contra nuestra libre voluntad. Y tuvo que renunciar también a una parte de su
omnisciencia, porque si supiese lo que íbamos a hacer, como el conocimiento de
Dios es perfecto, lo que conoce, ES y, entonces, nuestra libertad sería tan
sólo una ficción. Pues bien, Dios renunció a ambas cosas. Como dice Gustave
Thibon: “Dios ha consentido por amor en no ser todo, para que
nosotros pudiéramos ser algo”. Pero, aún sin
saber lo que los hombres iban a hacer, podía soñar lo que esperaba que hiciesen
para que su plan de felicidad plena se realizase. Imagino a Dios en el momento
en que concedió a los hombres su software conteniendo la respiración en espera
de que el uso de nuestra libertad permitiese hacer realidad su sueño de amor.
Cristo estaba preparado para encarnarse y, uniendo su naturaleza humana a la
nuestra, dar el estatus de definitivo al sueño del Padre. Pero no, el hombre,
cuando se vio manejando en Nombre de Dios todas las fuerzas del universo, decidió
que no quería hacerlo en Su Nombre, sino en el suyo propio. Y todo se hundió.
El vergel se convirtió en desierto, en tierra quemada y asolada. El sueño de
Dios, que llevaba miles de millones de años materializándose, se derrumbó
estrepitosamente, ardió como un montón de paja. Y, por supuesto, el software de
los hombres, se deterioró. Y Dios… lloró.
No quiero fijarme
aquí en el hombre. He oído muchas veces la queja: ¿Por qué yo tengo que padecer
lo que hicieron los primeros seres humanos? Es mirarse el ombligo. Quiero
fijarme en la tristeza del Cristo preexistente. En sus lágrimas, que se repetirían
a lo largo de la historia: “¡Jerusalén,
Jerusalén! ¡Cuántas veces he querido reunirte debajo de mis alas como la
gallina reúne a sus polluelos u tú no has querido!” Así lloró Cristo, una
vez más, ni la primera ni la última, ante el sufrimiento de la humanidad por su
rebeldía. ¿Dónde estaba Dios en Auschwitz? Estaba en la fila de los priaioneros
que iban a ser gaseados. Era ese niño que lloraba. Al lado de ese sufrimiento
infinito, ¿qué es mi sufrimiento, qué mi dolor, qué mis lágrimas? No son un
castigo. Dios no castiga. Son tan sólo un pálido reflejo de su sufrimiento, de
su dolor, se sus lágrimas, una consecuencia de esta tierra quemada al que hemos
reducido su sueño. Por eso me da pena mi Dios, porque su sufrimiento es
infinito. Tan infinito como Él mismo. Pero, ¿tal vez Dios, decepcionado del
hombre porque no había estado a la altura de su sueño, decidió abandonarlo? De
ninguna manera. Cierto que Dios había renunciado a parte de su omnisciencia y
no sabía lo que íbamos a hacer. Pero sí había previsto que eso podría ocurrir. Y
desde el día siguiente a la catástrofe puso en marcha su plan B, el que también
tenía previsto y pactado con Jesucristo, con el Hijo, desde toda la eternidad.
Habría que reavivar el jardín, el vergel que Él había soñado. Pero su
omnipotencia, a la que había en parte renunciado ante nuestra libertad, no
podía hacerlo sola. Necesitaba de nosotros, de nuestra libertad, de nuestro
amor, para que el sueño se hiciese realidad desde las cenizas a las que había
quedado reducido. Eso sí, no estaríamos solos. En ese plan B, desde el día D+1
empezó un proceso educativo sustentado en una promesa. Cristo se encarnaría,
pero no para que nuestra naturaleza humana se uniese a la suya sin solución de
continuidad, sino para sufrir exactamente los mismos sufrimientos que nosotros,
además de los que sufría como Dios. Y para que, a través de ese sufrimiento y
con su ayuda, pero no sin nuestra aportación, fuésemos capaces de restaurar
nuestro software y recrear con Él el vergel que habíamos calcinado. Pero había
que pasar por una nueva prueba de libertad. Está la pasó una pequeña jovencita
judía: María. La soñada por Dios. Así dejé escrito este momento en mi libro “El Señor del azar”:
Así pues, llegado el momento adecuado de la historia, fue concebida una niña en un pequeño rincón del mundo […]. La niña creció, se hizo mujer, y llegó el momento de plantearle la gran cuestión. ¿Querría participar en el Plan de Dios y concebir milagrosamente al Salvador anunciado por el Antiguo Testamento? Desde luego, María, como buena judía que era, debía conocer de memoria, por imperativos de su propia religión, todos los libros de la Ley judía, que son, salvo algunas excepciones, que los que forman lo que llamamos el Antiguo Testamento. Por lo tanto, cuando le fue planteada la cuestión, ella sabía lo que se le estaba proponiendo. El Evangelio de san Lucas nos dice que fue el Arcángel Gabriel el que se la planteó. Veinte siglos de repetición de la historia, de arte y de sensiblería, nos ocultan la crudeza del tema. Imagínese el lector a una pobre jovencita aldeana, que ha decidido llevar una vida sencilla dedicada a la contemplación y a la oración, desposada, pero todavía no casada, con un hombre con el que había llegado al acuerdo de no tener ninguna relación sexual. En un instante, una aparición que no debía tener nada de tranquilizadora le pregunta, de un solo golpe, si quiere ser madre del Rey Mesías, del Hijo del Hombre, del Siervo Sufriente y del mismo Dios. Todos los profetas del Antiguo Testamento, Moisés, Jeremías o Jonás, por poner algunos ejemplos, aceptan su elección como una pesada carga de la que en repetidas ocasiones se lamentan amargamente. Y debían ser hombres curtidos. Qué losa debió caer sobre esa pobre muchacha. Y sin embargo, a ella solo se le ocurre una pregunta. "¿Cómo ha de ser eso si no conozco varón?" A lo que se le responde que no es necesario, que su desposado, y cualquier otro hombre, será ajeno a todo. Supongo que por mucha que fuese la ingenuidad de esa pobre chica, no se le ocultarían los enormes problemas que podría tener. Aunque la lapidación de las adúlteras era una ley que había caído en desuso hacía tiempo, el panorama no debía ser nada tranquilizador. Y sin embargo, sin preguntar más, con una sencillez que causa más asombro cuanto más se reflexiona, ella no responde nada más ni nada menos que: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí segun tu palabra". Compárese esta sencilla respuesta con la opinión que le merece a Jeremías la responsabilidad de haber sido elegido por Yavé como su heraldo. "Maldito el día enque nací; el día en que mi madre me parió no sea bendito. Maldito el hombre que alegre anunció a mi padre: << Te ha nacido un hijo varón>>, llenandole de gozo. Sea ese hombre como las ciudades que Yavé destruyó sin compasión, donde por la mañana se oyen gritos, y al mediodía alaridos. ¿Por qué no me mató en el seno materno, y hubiera sido mi madre mi sepulcro, y yo preñez eterna de sus entrañas? ¿Por qué salí del seno materno para no ver sino trabajo y dolor y acabar mis días en la afrenta?" Jeremías(20, 14-18). ¿Pudo haberse negado María? A mí no me cabe la menor duda. Dios necesita de nuestra libertad para nuestra salvación. Imagino a todos los seres conscientes de la Creación, que conocían el Plan de Dios y deseaban la restauración de Humanidad, con la respiración contenida, esperando la respuesta. Imagino a la propia Humanidad, si fuese consciente de su suerte, esperando, como un reo sometido a juicio, la lectura de su veredicto de condena a muerte o de amnistía. Puedo oír el suspiro de alivio y hasta el sollozo de alegría, después de la tensión contenida, de todos los seres creados. "Hagase en mí según tu palabra". Luz verde, vía libre, adelante. Una pequeña mujer ha abierto el camino de la Salvación. "¡Bendita tú entre las mujeres!" le dirá inspirada por Dios su prima Isabel. "Una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones" le dirá, también inspirado por Dios, el anciano Simeón anticipando la visión del Siervo Sufriente. Por su parte, Jesús sancionó todas estas alabanzas cuando en medio de la muchedumbre, alguien gritó: "Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron", a lo que Él respondió: "Más bien dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan", frase que, lejos de disminuir el mérito de María, lo traslada de una razón biológica a otra espiritual.
Por supuesto, el
proceso de restauración llevaría tiempo pero, ¿qué era eso comparado con los
quince mil millones de años que había llevado la preparación del terreno?
Y, entonces, Dios,
apretó los ojos y los puños y se puso a soñar con mayor intensidad. Para
reconstruir su sueño tuvo que fragmentarlo en centenares de miles de millones
de nini-sueños. Tantos como seres humanos iban a pasar por este mundo a lo
largo de su existencia. Pero sus mini-sueños no podían alterar la libertad de
cada uno de esos seres humanos. Cada uno de ellos tenía que dejarse soñar por
Dios. La continuación de la frase de Gustave Thibon citada anteriormente nos da
la clave. La primera parte, decía: “Dios ha consentido por amor en no
ser todo, para que nosotros pudiéramos ser algo…”.
La frase continua: “…; es necesario que
nosotros consintamos por amor en no ser nada, para que Él vuelva a serlo todo.
Se trata, por tanto de abolir en nosotros el yo. [...] Fuera de esta humildad
total, de este consentimiento incondicional a no ser nada, todas las formas de
heroísmo y de inmolación, siguen sometidas a la gravidez y a la mentira. No se
puede ofrecer más que el yo. Si no, todo lo que llamamos ofrenda no es otra
cosa que una etiqueta puesta sobre una revancha del yo”. ¡Humildad total!
¡Quien la pudiera conseguir! Está completamente fuera de nuestro alcance. Sólo
podemos hacer una cosa: exponernos a su amor, como a una radiación que viene de
fuera y que nos transforma. Me voy a permitir una comparación osada.
El
otro día vi en televisión un reportaje sobre niños y adultos autistas o con
síndrome de Asperger. Me pareció que querían a toda costa ser amados por sus
padres pero que, al mismo tiempo, se resistían de forma dolorosísima a recibir
ese amor. Sólo algunos padres que perseveraban hasta un grado heroico lograban
hacer la barrera algo más permeable, en mayor o menor medida. El otro día, sin
embargo, vi en misa, en un banco varias filas delante de la mía a un niño con
síndrome de Down que estaba con sus abuelos. ¡Era todo lo contrario! Se
deshacía en ternura, cariños y mimo hacia sus abuelos. Pedía cariño y lo
recibía. Me emocioné profundamente. Recé: “Dios mío, permíteme ser ante ti un
niño con síndrome de Down. Transforma mi autismo, que a menudo se resiste a tu
amor aunque lo necesita en síndrome de Down o, si no, persevera para hacer
permeable mi barrera. ¡Quiero con toda mi alma dejarme soñar por ti!”
Y
creo firmemente, aunque no por experiencia, porque sigo en mi autismo ante
Dios, que en el momento en que uno permite a Dios que le sueñe, las cosas
empiezan a ser distintas. Nada se te hace más fácil en la vida. Nada se
resuelve automáticamente. Pero nuestra vida fluye entre las dificultades como
el agua baja por el cauce de un torrente sin estancarse. Se golpea con las
piedras, se roza con el fondo, pero no se estanca. Las obras de quien se deja
soñar por Dios puede que sean las mismas, pero son distintas. Porque no salen
del yo, sino que salen directamente del sueño de Dios. Fluyen. Eso no evita el
esfuerzo y el sacrificio, pero esa fluencia hace que se vivan desde la alegría,
desde la aceptación feliz. Dejan de ser “una
etiqueta puesta sobre una revancha del yo”.
Como
soy persona más de imágenes que de razonamiento abstracto, me voy a atrever a
proponer otro recuerdo mío. Allá por mis 16 o 17 años, me dio por hacer puzles
de forma compulsiva. Compraba los más grandes y dedicaba una enorme cantidad de
tiempo, que robaba de otras actividades más productivas, a construirlos. En el
afán del “más difícil todavía”, los compraba sin echar siquiera un vistazo a la
imagen que se trataba de formar con el puzle. Y los intentaba construir sin
poner debajo esa imagen, completamente a ciegas. Era una labor ardua. De
repente encontrabas dos piezas que encajaban, pero no sabías dónde ponerlas.
Las dejabas aparte y poco a poco esa isla empezaba a crecer al tiempo que
aparecían otras islas de piezas. Todas flotaban en el vacío pero, poco a poco,
cada isla iba dejando intuir una figura con sentido, aunque parcelaria. De
repente, dos islas se unían en un ¡eureka! Imperceptiblemente, se empezaba a
adivinar el plan global de la imagen. En todo ese proceso, la velocidad de
ensamblaje aumentaba exponencialmente. Al final, cada minuto se encontraba una
ficha para ponerla en su sitio. Parecerá una tontería decir que a medida que
avanzaba ese proceso, sentía una especie de euforia, como si un gas hilarante
me saliese del fondo de mis tripas. Y la sensación de colocar la última ficha
me hacía correr a comprar otro puzle.
Pues
creo que algo así pasa cuando nos dejamos soñar por Dios. Uno se convierte en
una ficha colocada por Él en su sitio exacto. Pero no sólo eso. Además, de ese
sueño brotan señales, como las feromonas que emiten las hormigas o las abejas
para cohesionar el hormiguero o la colmena. Y esas señales atraen a las fichas
que deben estar alrededor formando una isla e indican su sitio a fichas lejanas
que pueden así iniciar una nueva isla. Y esto no lo hacemos por nuestra
sabiduría ni por nuestra fuerza. ¿Qué sabemos nosotros de la imagen que se está
dibujando ‘sub espetie aeternitatis’? ¿Qué fuerza nuestra podría mantenernos
firmes en nuestro sitio frente a la tempestad de la vida? La sabiduría inconsciente
y la fuerza que surge de nuestra debilidad fluyen del sueño con que nuestro
Dios nos sueña si le dejamos. No importa qué hayamos hecho de nuestra vida
hasta ahora. No importa lo insignificantes que creamos ser. No importan las
heridas y traumas que podamos tener. No importa nada. NADA. Porque la sabiduría
para encontrar nuestro sitio y las señales de orientación que emitamos desde él
surgen de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado para reconciliar al
universo con el Padre. En un texto del Papa Juan Pablo II leí que cada vez que
celebraba la Eucaristía pensaba que, a través de esa Eucaristía, el universo
entero, redimido por la sangre de Jesucristo, era presentado, de nuevo puro, al
Creador. Así lo explica también san Pablo en su carta a los Romanos: “La creación entera está en anhelante espera
de la manifestación de los hijos de Dios. Ya que fue sometida al fracaso, no por su propia
voluntad, sino por el que la sometió, con la esperanza de que será liberada de
la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los
hijos de Dios. [...] La creación
entera gime y siente dolores de parto [...] y nosotros mismos gemimos,
suspirando por que Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo”. (Romanos 8,
19-23)
Y
así, poco a poco, las personas que quieren dejarse soñar por Dios, van creando
un tapiz de humus del que la tierra calcinada podrá volver a florecer y la
estepa árida convertirse en el vergel que siempre debió ser. Y se irá formando
la imagen de un mundo redimido, el mundo inicialmente soñado por nuestro Dios.
Me permito un último recuerdo. Mi padre era un amante de la jardinería. Cuando
yo era pequeño, teníamos una casa en Vitoria con un jardín bastante grande
diseñado por él. La casa estaba en el extremo más alto del jardín que bajaba en
una suave pendiente. El balcón de la habitación de mi padre daba al jardín.
Cada mañana, desde temprano, se pasaba horas en el balcón, con las manos en la
barandilla, quieto, moviendo sólo ligeramente la cabeza y los ojos, mirando
cada detalle. El paseo flanqueado de tilos y de rosales trepadores encaramados
sobre sus estacas, el estanque, lleno de nenúfares y rodeado de una rocalla que
explotaba de flores, la inmensa pajarera con pájaros de los más vistosos
colores, los sauces llorones, los abetos, las magnolias, los manzanos
rebosantes de manzanas en su estación, los prunos que daban una flor rosada al
llegar la primavera para cuajarse luego de ciruelas… Luego bajaba y se paseaba
por el jardín mirando de cerca cada cosa. Después llamaba al jardinero y le
explicaba los trabajos del día, qué tenía que podar, dónde convenía abonar, que
había que plantar, qué fruta había que recoger, etc. Yo solía ir a su lado y le
miraba. A menudo su mirada se cruzaba con la mía y me sonreía feliz. Y yo le
devolvía la sonrisa también feliz. Así me imagino a Dios soñando el mundo que
va a volver a restaurar a través de los que se dejen soñar por Él. Feliz viendo
más allá del erial que puede parecer.
Pero Dios no sólo
tiene capacidad de entristecerse. También la tiene de alegrarse. Nos lo dice el
profeta Sofonías: “… el Señor tu Dios en
medio de ti es un salvador poderoso. Dará saltos de alegría por ti, su amor te
renovará, por tu causa danzará y se regocijará como en los días de fiesta”.
(Sofonías 3, 17). Eso le pasa a nuestro Dios cuando nos dejamos soñar por Él. Y
por eso me alegro yo también, porque en su alegría nos dice: “¡Da gritos de alegría Sión, exulta de
júbilo Israel, alégrate de todo corazón Jerusalén! El Señor ha anulado la
sentencia que pesaba sobre ti, […] El Señor es Rey de Israel en medio de ti, no
tendrás que temer ya ningún mal”. Por eso, no, no es verdad el título de
este escrito, no me da pena mi Dios y la pena que me da la humanidad doliente
está llena de esperanza.
muy bonito el texto!
ResponderEliminarme recordo a uno que usamos en mi grupo de pastoral en epoca navideña, se llama 'Al principio Navidad', una historia muy tierna de Dios planeando un gran belen todo dispuesto para el dia en que naciera su hijo :-) Lo voy a buscar y te lo mando, google no me ayudo mucho ahora...
solo, permiteme preguntar, me entra la duda de esta parte "Imagínese el lector a una pobre jovencita aldeana, que ha decidido llevar una vida sencilla dedicada a la contemplación y a la oración, desposada, pero todavía no casada, con un hombre con el que había llegado al acuerdo de no tener ninguna relación sexual." La verdad, no me imagino a María así, dedicada así y habiendo llegado a un acuerdo así :-o
Hola Javier. Me alegro de que te haya gustado. Me encantaría leer el que me dices, si lo encuentras.
ResponderEliminarLo del acuerdo de María y José? Por supuesto, no creo que fuese un acuerdo explícito, escrito y firmado. Pero me caben pocas dudas de que había un acuerdo tácito de virginidad. De otra manera José hubiera estado engañado, en vez de aceptar libre y conscientemente el plan de Dios. Pero, claro, eso solo lo sabremos cuando lo veamos en el cielo, donde espero que nos lleve la misericordia de Dios.
Un abrazo
Tomas