Pido
disculpas a los no versados en filosofía por este escrito tal vez demasiado
filosófico. Como decía Jorge Cafrune en sus coplas del payador perseguido, “no
se si mi canto es lindo o me saldrá medio triste”. Lo que es seguro es que para
quien no esté un poco metido en filosofía, le puede resultar un poco abstruso.
Pero aun así, me atrevo a pedirle que siga leyendo. También debo pedir
disculpas a los filósofos y, a estos, por doble motivo: Primero por mi
atrevimiento de ignorante de meterme en terrenos para mí pantanosos. Alguien
dijo con mucha razón: “¡Qué atrevida es la ignorancia!” Segundo por ser, además
de ignorante –o tel vez precisamente por eso– un tanto iconoclasta. A estos les
pido, no indugencia sino, al contrario, crítica a las posibles barbaridades que
pueda decir. Y dicho esto, que suena a lo de “excusatio non petita…”, voy al
grano.
No
soy más que un ingeniero metido a profesor de finanzas e ignorante de las cosas
verdaderamente importantes como la filosofía y, más aún, de la metafísica.
Seguramente por eso se me pueda disculpar haber tomado la parte por el todo y,
partiendo de mi desacuerdo con la parte, haber menospreciado el todo. Estoy en profundo
desacuerdo con la teoría hilemórfica que no es sino una parte de la metafísica
a la que he menospreciado en su conjunto por ese craso error de tomar el rábano
por las hojas. Pero como nunca es tarde para rectificar, quiero hacerlo en este
escrito al que no estoy seguro de saber dar una forma adecuada. Empezaré por
expresar mi respeto por la metafísica a la que prefiero llamar ontología porque
me parece que es un nombre más de acuerdo con su contenido. A fin de cuentas el
término metafísica fue acuñado por Andrónico de Alejandría en el siglo I,
simplemente porque los libros que hablaban del ser, por el mero hecho de estar
después de los libros de física. En cambio la palabra ontología significa,
literalmente, estudio del ser. Efectivamente, la ontología pretende, al menos
así lo creo en mi ignorancia, entender el misterio profundo del ser. Responder
a la pregunta última de qué SON las cosas. Más aún plantearse el porqué existe algo,
por qué existe el ser. ¿Por qué el ser y no la nada? Aguas profundas por las
que confieso un respeto reverencial pero en las que me siento incapaz de bucear.
En ese sentido, y limitándome al mundo material –no porque crea que no hay un
mundo inmaterial tan real como el material, sino porque es sólo a ese mundo material
al que quiero referir mi desacuerdo con el hilemorfismo–, reconozco mi
ignorancia de lo que sea la materia. Y creo que ni el científico más avezado
puede aventurar siquiera una respuesta medio seria de lo que ES. Puede medirla,
pesarla, contarla, describirla matemáticamente, descubrir las leyes por las que
se rige, que no es poca cosa, pero no es capaz de decir qué es la materia. Por
ello, estoy dispuesto a admitir, sin discusión, que los distintos componentes
básicos de la materia que conocemos sean una unión de lo que la teoría
hilemórfica llama materia prima y forma sustancial. Un electrón, por ejemplo,
puede considerarse, según la teoría hilemórfica como la unión de la materia
prima común que subyace a todo de manera indetectable con una forma sustancial
que hace que esa materia prima adquiera la esencia de un electrón y no de otra
cosa. Y exactamente igual podría decirse de un fotón o de un quark. La actual
teoría estándar de partículas reconoce un puñado de partículas distintas que
considera básicas e indivisibles. Concretamente seis quarks –up y down, charm y
strange, y top y bottom (o beauty como lo llaman algunos)–, con sus antiquarks,
más tres tipos de leptones –electrón, muón y partícula tau–, con sus
correspondientes antipartículas –van dieciocho–, tres neutrinos y sus
antineutrinos, catorce bosones, a saber, el fotón, el gravitón (todavía no
descubierto), los bosones W+, W- y Z0, ocho
gluones[1] y, por último, el
recientemente descubierto bosón de Higgs. En total treinta y ocho partículas. Parafraseando
a Lope de Vega, “contad si son treinta y ocho y está hecho” (casi me rima). Así
pues, toda la materia que conocemos, absolutamente toda, desde un trozo de
hierro hasta mi cuerpo, no es sino una combinación de esas treinta y ocho
partículas. Aunque hoy en día esas partículas se consideran simples, es decir
sin partes, es, por supuesto posible, que mañana se descubra que esas treinta y
ocho partículas son, en realidad compuestas y se forman mediante la combinación
de unas pocas más simples. Tal vez un día la ciencia descubra que, a fin de
cuentas, tenían razón los griegos cuando decían que todo era la combinación de
cinco elementos, aire, tierra, fuego y agua más la llamada quintaesencia,
aunque su nombre no se corresponda con lo que hoy conocemos con esas
denominaciones. Sea como sea, haya al final treinta y ocho o cinco componentes
básicos, estoy dispuesto a admitir que cada uno de ellos es, como dice la
teoría hilemórfica, la unión de una misteriosa materia prima común y una forma
sustancial que hace que una partícula sea un electrón y otra un antiquark
beauty, por ejemplo. De hecho, la moderna teoría de cuerdas –que de momento no
tiene el carácter de científica por no ser empíricamente comprobable– afirma
que todas las partículas son un ente indefinido al que llaman cuerda que según
su forma de vibración se presenta y actúa como cada una de las partículas
antedichas. Tal vez la cuerda, sea la misteriosa materia prima –que no es menos
misteriosa por llamarse cuerda– y la forma de vibración sea la forma sustancial
que confiere la esencia a cada partícula.
Pero
a partir de aquí, la teoría hilemórfica, si la entiendo bien, es absurda a la
luz de lo anteriormente dicho de la materia. Un caballo no es la unión de la
ubicua materia prima con la forma caballo. Un trozo de hierro no es sino la combinación
de determinada manera de esas treinta y ocho partículas repetidas millones de
billones de veces, según una configuración determinada por las leyes de la
física. De ninguna manera es la unión de materia prima con una forma sustancial
llamada hierro. Mi cuerpo tampoco es materia prima más forma sustancial llamada
cuerpo humano. Más adelante llegaré a una frontera en la que sí admitiré que
yo, ser humano, sí soy una unión de una cosa llamada cuerpo humano con otra
cosa que no es reductible a las treinta y ocho partículas, pero eso será más
adelante. Mi cuerpo es una disposición de esas treinta y ocho partículas
reguladas por leyes de la física que en su complejización han llegado a la
biología. Porque la vida no es materia química más otro principio activo que le
confiere vida, a la que los griegos llamaban ánima y que atribuían a todo ser
vivo. La vida no es sino química organizada, aunque más adelante veremos que el
hecho de adquirir esa organización requiere ciertas condiciones. Un cenicero no
es tampoco la unión de la materia prima más la forma cenicero. Es también una
combinación de las treinta y ocho partículas de marras organizadas por las
leyes de la física a las que los seres humanos –que no por los cuerpos humanos–
han dado una finalidad, para que tenga una función que ellos quieren darle.
Quienes
defienden el ánima como principio de la vida recurren a decir que cuando un
organismo, digamos un caballo, muere, es porque ese principio del ánima se ha
separado del caballo como pura materia. No hay tal. Cuando el caballo muere es
porque las leyes de la biología han llevado a un mal funcionamiento de las células
y órganos, formados por partículas, y esa malfunción ha hecho que el organismo no
funcione y muera. Ninguna ánima se ha separado de él en ese momento. Un puñado
de barro no se desprende de la forma sustancial barro para tomar la de vasija
sin cocer cuando un alfarero le da una forma física determinada. Simplemente,
sus partículas se organizan de otra manera. Ni ninguna forma sustancial
sustituye a otra cuando se cuece y adquiere su plena funcionalidad de vasija.
Ni tampoco ocurre ninguna sustitución de formas cuando se cae y se rompe y deja
de ser una vasija o cuando sus pedazos se transforman en polvo para servir para
otra cosa. Ese cambio de “disfraz” de un cuerpo cada vez que sufre una
transformación no requiere de ninguna manera una sucesión de formas sustanciales
que van revistiéndolo por turnos a la materia prima según tienen lugar esas
transformaciones. No hay ningún cambio de “pegatinas” sobre la materia prima. Es,
simplemente la disposición de las partículas lo que cambia. Reconozco y respeto
el inmenso mérito de Aristóteles al imaginar su teoría hilemórfica antes de que
se conociese la estructura de la materia pero, hoy en día, aunque lo que
realmente sea la materia sigue siendo un misterio para la ciencia, la
explicación hilemórfica, más allá de las partículas elementales, suena a
tremendamente infantil. Los seres humanos del siglo XXI no podemos seguir
aceptando esa explicación a la luz de los conocimientos actuales. Y creo que
esto deja obsoleta la famosa discusión sobre los universales. No hay tales
universales cuando se trata de hablar de la disposición de las partículas, más
allá de los que hacen que el electrón sea electrón y no quark. Por tanto, la
discusión de Platón y Aristóteles –o de los filósofos posteriores– sobre si las
esencias estaban realmente en un mundo aparte o si sólo podían encontrarse
unidas a la materia prima en entes materiales, que siempre ha sido estéril, se
convierte en innecesaria.
Así
pues, aún desde mi ignorancia, veo que la ontología es un intento válido, ahora
y creo que atemporalmente, para llegar a comprender qué es el ser. Y una parte
de ella pretende saber qué es ese articular tipo de ser que llamamos materia.
La ciencia es muda y ciega para aclarar esto. Pero, llegados al cuerpo humano,
hay otro punto en el que la superposición de formas distintas vuelve a ser
imprescindible para entender la esencia del hombre. No el cuerpo del hombre
que, como hemos visto anteriormente, es perfectamente reductible a la
combinatoria de las partículas, sino al hombre en cuanto a tal. En el hombre
hay algo que no es reductible a partículas. No hay más que mirar a la realidad
sin prejuicios para ver que hay algo cualitativamente distinto en un ser humano
y un chimpancé. Las diferencias anatómicas son cuantitativas de simple grado.
Pero hay otras, llámesen como se llamen, que suponen un salto cualitativo.
Ningún chimpancé se extasiará jamás ante la belleza de un cielo estrellado, ni
se preguntará sobre la licitud moral de sus acciones ni se planteará si es
verdad o mentira que sea el sol el que gire alrededor de la tierra o viceversa.
Hay algo distinto, radicalmente distinto entre un ser humano y un chimpancé.
Cualitativamente distinto. En la terminología en boga, aunque inexacta, hay un
salto cuántico entre el chimpancé y el hombre. Basta no estar cegado por una
ideología para verlo. Y ese algo irreductible a partículas necesita una
explicación. Podemos llamarla forma sustancial hombre, o alma –no en el sentido
del ánima como elemento vital– o como queramos, pero algo distinto no material.
Si se quiere decir de alguna manera pobremente inteligible la diferencia entre
esa materia y ese algo no material podríamos referirnos –y aquí me sale en
ingeniero que todavía llevo dentro– a la diferencia que existe entre el hardware
y el software. El hardware de un circuito electrónico no es otra cosa que la
combinación de transistores, resistencias, bobinas y condensadores. Y hay
hardwares que sólo sirven para hacer aquello que les permite esa específica
combinación de sus componentes. Hay también un hardware que no está
precableado, sino preparado para recibir un software. El software, es eso que,
superpuesto a ese hardware especial, no predeterminado, le habilita para hacer
cosas distintas según la parte del programa que se esté ejecutando. También mi
formación empresarial sabe distinguir estas dos cosas. En lenguaje contable, al
hardware del ordenador lo catalogaríamos como activo inmovilizado material,
mientras que el software sería activo inmovilizado inmaterial o intangible. El software
no es reductible a hardware. Y aquí vuelve a reinar la ontología. ¿Qué es ese
algo irreductible a materia? ¿De dónde ha salido? Otra vez, aguas profundas.
Los
que creen en la teoría hilemórfica opinan que hay algo en la mente humana capaz
de percibir las formas sustanciales. Vemos un caballo y nuestra mente, dicen,
capta la esencia, la forma, el universal, caballo. No creo que sea así.
Solamente tras ver varios caballos, combinaciones muy parecidas de
combinaciones de partículas, extraemos el factor común de todos los ejemplares
de los que alguien nos ha dicho que es un caballo. Sólo entonces tenemos el
concepto caballo, prescindiendo de si es de tal o cual color, de una talla un
poco mayor o menor o si tiene las patas más o menos finas. Seguramente si un
niño que ha aprendido a reconocer un caballo ve por primera vez un burro, le
llamará caballo, hasta que alguien le haga ver que no, que esas orejas
demasiado largas, esa talla demasiado baja y otras diferencias apreciables
distinguen lo que es un burro de un caballo. No ocurre que el niño, al ver un
burro reconozca el universal burro. Lo aprende por máximo factor común y mínimo
común múltiplo. Y cuando vea un mulo, no le será fácil saber si es un caballo o
un burro, hasta que adquiera cierta destreza en ello. Y lo mismo le pasará
cuando vea una cebra. Adquiere así, también el concepto équido, que engloba a
esos animales que son distintos entre sí, pero que tienen más parecidos que con
un tigre que, en cambio, aprenden a distinguir de un león y un gato aunque a
los tres los unan en la categoría de felinos. Sin embargo, sí que cualquier
niño se da cuenta que el chimpancé del zoológico no es un ser humano, aunque se
le parezca. Hay que comerle mucho el coco e ideologizarle para convencerle de
que no hay nada cualitativamente distinto entre un chimpancé y un ser humano. Creo,
por tanto, que hay que prescindir del conocimiento espontaneo de las esencias,
excepto cuando las hay, como es el caso del ser humano a cuyo cuerpo se le une
la forma hombre que sí es directamente apreciable.
Si
extrapolase mi escepticismo de la teoría hilemórfica a toda la ontología, sería
incapaz de ascender por la escala ontológica de ese algo no reductible a
material en el hombre hasta la idea de Dios. Pero, aunque a menudo no he sido
capaz de ver que al no aceptar la teoría hilemórfica no estaba negando la
ontología, nunca he dado ese salto. Y no lo he dado porque siempre he visto,
sin ser consciente de ellos, los dos saltos ontológicos: el de la naturaleza de
la materia como una forma particular y misteriosa de ser y el de la forma ser
humano que nos hace ser una cosa radicalmente diferente de los animales, del
más evolucionado de ellos. No es este el lugar en el que viene a cuento
explicar racionalmente por qué creo que la inteligencia no ha salido del
sombrero de la evolución. Si alguien quiere, le puedo mandar algo que tengo
escrito al respecto. Pero sí me voy a permitir profundizar un poco en el símil
del hardware y el software, avisando de antemano que ninguna analogía es perfecta
ni puede llevarse a sus últimos extremos. El cerebro animal es puro hardware.
Un hardware precableado, diseñado para realizar unas determinadas funciones y
sólo esas. Funciones instintivas, que a veces pueden ser inmensamente
complejas, pero que son sólo instintivas, de puro hardware precableado. Las
ballenas roncuales llevan a cabo métodos de caza masiva de arenques que pueden
dar la impresión de estrategias inteligentes[2], pero no lo son. Son
instintos precableados en el hardware de la especie. Pero el cerebro de ciertos
homínidos inició el camino hacia una arquitectura distinta. De un circuito
precableado se fue transformando en un hardware capaz de soportar un software.
Pero es de notar que un hardware de ordenador sin software es perfectamente
inútil y, además, ese software es de una naturaleza no genética, no
precableada, modificable culturalmente. Por tanto esa transformación del
hardware precableado en hardware capaz de soportar un software era una pesada carga,
ya que consumía una enorme cantidad de energía, antes de que existiese su
software. Soportar cargas inútiles es algo que JAMÁS hace la evolución. Cuando
el hardware de tipo ordenador tuvo la capacidad de soportar un software,
apareció este. ¿De dónde? ¿Qué o quién lo programó? Y entonces, sólo entonces,
nos convertimos en la especie más capaz de sobrevivir que jamás haya poblado la
faz de la Tierra y todos los homínidos equipados con semiordenadores que fueron
apareciendo en el proceso, se extinguieron. Sencillamente porque no eran viables.
Como no lo es un toro Hereford evolucionado genética y artificialmente para
producir carne. Sin el cuidado del hombre, semejante animal no sobreviviría ni
una generación. ¿Qué o quién guió la evolución de nuestro cerebro natural hacia
la capacidad de soportar software sin tenerlo? ¿De dónde salió ese software
inmaterial que hoy tenemos? ¿De la materia? ¿De las treinta y ocho partículas?
Lo dudo. La respuesta hay que buscarla en la ontología, no en física ni en la química
ni biología reductible a las dos anteriores.
Y,
siguiendo con el símil, dentro del software hay distintas capas. Estoy
escribiendo sirviéndome de un programa, el Word. Aunque no sé cómo funciona, sé
que existe, lo “palpo”, lo manejo, lo abro, lo cierro, guardo los cambios que
voy haciendo con él en la memoria, etc. También puedo usar Excell o Power Point
u otros programas, a voluntad, de la misma manera. Todos ellos están agrupados
en un programa llamado Office cuya existencia también conozco, aunque me
resulte menos familiar que los anteriores. Pero no sería capaz de usar ninguno
de esos programas si no hubiese por debajo, oculto, invisible para mí, sin saber
ni siquiera como se llama, un sistema operativo que es la base de todo. Creo
que también en nuestro algo que se une a lo meramente material hay capas más y
más profundas. La inteligencia, la memoria y la voluntad podrían ser las capas
conscientes, el Word, el Excell o el Power Point. La libertad sería como el
Office, en una capa más profunda, soportando lo anterior y, aún más profunda,
el alma –no el ánima que los griegos atribuían a la vida–, el invisible sistema
operativo sobre el que operan los otros más programas. Y, ¿por debajo del alma,
por debajo del sistema operativo? Estamos en un sándwich con una tapa de debajo
que soporta la materia y otra por encima que es el software. Y, ¿más arriba y
más abajo? Tal vez no sea más arriba o más abajo, tal vez sea envolviéndonos,
abrazándonos. No sé. Ahí tiene la palabra la ontología. Entre las dos tapas no
es necesaria la teoría hilemórfica. Pero tal vez el empeño en mantener esa
forma de ver el jamón del sándwich, cierre la puerta para que alguien entre en la
casa de la ontología. ¿Será bueno abrir la puerta desechando la teoría
hilemórfica en el jamón del sandwich? Creo que sí. Pero mientras tanto, termino
con un grito: ¡¡¡Viva la ontología!!!
[1] Los bosones, a excepción del de
Higgs, son fuerzas de interacción entre el resto de partículas, por lo que
cuando en adelante hable de combinación de partículas estoy hablando también de
las fuerzas que las cohesionan.
[2] Una ballena jamás podría alcanzar
un banco de arenques, ya que éstos nadan más deprisa y más en zigzag de lo que
ellas puedan seguir. Pero varias ballenas se sumergen a gran profundidad y
suben a la superficie siguiendo caminos espirales mientras expulsan el aire de
sus pulmones, creando un cilindro vertical de burbujas, una red cilíndrica de
burbujas que los arenques no pueden atravesar. Mientras tanto, otras ballenas
ascienden en vertical por dentro de la red de burbujas con la boca abierta de
par en par, tragándose a todos los arenques atrapados en la red. En el
siguiente banco de arenques que encuentran, las ballenas cambian sus roles.
¿Estrategia inteligentemente diseñada? No, instinto precableado. Mientras las
ballenas roncuales sean ballenas roncuales lo harán siempre así, sin introducir
la más mínima variante en su comportamiento de caza. Ese comportamiento nace y
muere con la especie, porque está inscrito en su hardware genético.
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