Vivimos en un mundo que se rige por
leyendas urbanas. Son lugares comunes, generalmente falsos, pero que a base de
repetidos y aceptados acríticamente, generalmente apoyados en el pensamiento
débil de lo políticamente correcto, inhiben la búsqueda objetiva de la verdad.
Las hay a cientos y dirigen las decisiones de la gente en innumerables
aspectos. Y no sólo de la gente corriente, que ya sería grave, sino de los
políticos –lo cual no debería chocarnos porque al final, hacen lo que la gente,
basándose en esas leyendas urbanas, les pide–, de los jueces e, incluso, de los
intelectuales que, en teoría, debieran ser sus destructores mediante un
pensamiento racional. Pero resulta, como expondré más adelante, que son
precisamente los intelectuales los que han puesto las bases de ese pensamiento
basado en leyendas urbanas. Hace como un par de años leí en la revista Harvard
Deusto Business Review un artículo escrito por Eduardo Arbizu Lostao, y de cuyo
título no me acuerdo, que decía la siguiente frase: “… se tiene la impresión de estar asistiendo a una de esos procesos
sesgados y erróneos de decisión pública en democracia que Sunsdtein, C.R. y
Kuran, T. (2007) han calificado como "availability cascades". Estos procesos se
caracterizan porque las autoridades, entendidas en sentido amplio como quieres
han de decidir sobre una cuestión, bien sea en el Parlamento, en un tribunal o
en un órgano de regulación, adoptan sus decisiones con fundamento no, como es
de esperar y desear, en una observación objetiva y contrastada de la realidad,
sino en la opinión pública generalmente extendida e inmediatamente disponible.
En estos procesos se sustituye la averiguación de la verdad por la disposición
del juicio o prejuicio de valor comúnmente extendido. Cuanto más difundida esté
una opinión, en el sentido de que sean muchos los que la tienen y sea muy
profunda su convicción, y cuanto mayor sea el coste social de disentir
públicamente de la misma, menor es la probabilidad de que una autoridad se
resista a la corriente” (la negrita es mía). Se puede decir más alto, pero no más claro. Sólo le
falta añadir a los intelectuales entre las autoridades que enumera.
Con estas cosas en la cabeza, leí, en El
Mundo del lunes 19 de Diciembre pasado, el artículo de la sección Tribuna
titulado “Posverdad, la fuerza de la superstición” y escrito por Irene Lozano.
Un entresacado del artículo expresaba: “Como
dice Shapiro, los hechos se acabarán cobrando venganza, pero ¿con cuánto
sufrimiento?”. Me pareció sumamente interesante pero como no tenía tiempo
para leerlo, lo guardé para mejor ocasión. Y esta vez la ocasión, en vez de
esfumarse, se hizo realidad y el siguiente fin de semana lo leí. En ese
artículo se definía el término posverdad según el Diccionario Oxford como “la circunstancia en la que los hechos
objetivos tienen menos importancia en formar la opinión pública que las
apelaciones a la emoción y las creencias personales”. Como puede verse, muy
parecido a la frase de Eduardo Arbizu. He buscado la palabra en el diccionario
de la RAE y la da por inexistente. ¡Lástima!
El artículo me produjo sensaciones
encontradas, porque junto a cosas en las que estoy totalmente de acuerdo hay
otras que creo que participan también de leyendas urbanas construidas
precisamente por intelectuales. Haré justicia al artículo dando mi punto de
vista sobre lo que considero acertado como lo que no. Y para dejar buen sabor
de boca empiezo por lo que no para acabar con el acuerdo. Pero, sobre todo,
recomiendo a los interesados que vayan a las fuentes. Ya les he dado el periódico,
la fecha y la sección del artículo.
La autora se deja llevar por una leyenda
urbana que sitúa a la Ilustración como el inicio de la era de la razón, que
identifica con la modernidad, y habla de una época anterior, oscura e
irracional, a la que llama premodernidad. Y en esa época premoderna sitúa a la
Iglesia –y en cierta medida, aunque con actitud indulgente, la fe– como
paladina de la irracionalidad sacando a relucir, como no, el asunto de Galileo[1]. Esta leyenda urbana de la
frontera entre los tiempos oscuros anteriores a la Ilustración y el
enlightenment posterior no resiste el más mínimo análisis histórico y está
creada única y exclusivamente por intelectuales. La filosofía helénica, que
desde luego no se puede tachar de irracional ni oscurantista, fue asumida,
desde el primer momento por el cristianismo naciente. La adoptó para defender
con ella sus creencias, que de ninguna manera se pueden llamar irracionales
sino, en palabras de Arnold J. Toynbee, transracionales, es decir, no van
contra la razón, sino que hablan de cosas que están más allá del alcance de la
razón. Y con esa filosofía griega defendió esas creencias hasta lo que la razón
es capaz de alcanzar. Y la “oscura” Edada Media, invento de la modernidad, nos
dio a una innumerable cantidad de personas, entre las que destaca con luz
brillante santo Tomás, que usaron magníficamente la razón lógica para defender
la doctrina cristiana desde la razón, hasta donde esta puede llegar. En ella,
la Iglesia fundó las Universidades, amén del arte gótico que hoy aún nos
asombra con su belleza. Nadie duda con seriedad que sin esas cosas que
ocurrieron en esa “edad oscura”, la Ilustración no hubiera existido jamás.
Es, sin embargo, un hecho de razón que el
intelecto humano, en el uso de un instrumento que se llama cerebro, de unos cuantos
centímetros cúbicos, no parece capaz de llegar a conocer toda la realidad en
toda su amplitud. Y cuando digo que lo anterior es un hecho de razón, aparte de
por lo apuntado en las líneas anteriores, me puedo apoyar en el teorema de la
incompletitud que Kurt Gödel demostró con la pura razón de la más estricta
lógica matemática en 1931: “En todo
sistema lógico formal hay proposiciones que no pueden demostrarse ni como
verdaderas ni como falsas con las reglas de ese sistema”. Precisamente, la
desconfianza de Descartes hacia la fiabilidad de los sentidos para servir como
base del razonamiento, fue la que le indujo a buscar su supuesto axioma, una
primera premisa mayor indiscutible, según él, en el “pienso, luego existo”. Es difícil negar que ess premisa mayor es a
todas luces menos fiable que “me palpo, me duele cuando me golpeo, veo un
árbol, oigo el trino de los pájaros, huelo una flor, saboreo un buen guiso,
luego existo y, porque existo, puedo tener la posibilidad de pensar”. Pero por
razones que no alcanzo a comprender, esa premisa prendió. Primer paso hacia la
posverdad. Esto creó una brecha dualista en la filosofía entre el racionalismo
que cree que SÓLO la razón puede alcanzar la verdad y el empirismo inglés que afirma
que SÓLO la experiencia de los sentidos puede hacerlo. Roto este sano realismo,
esta simbiosis entre la razón y los sentidos que venía desde los griegos, Kant,
segundo paso hacia la posverdad, abrió una puerta por la que entraron sus
continuadores idealistas, hasta llegar a negar, en una carrera loca hacia la
posverdad, la existencia de una realidad cognoscible y a afirmar de que el mundo
exterior tal y como lo conocemos no es sino una mera construcción de ideas en
nuestra cabeza sin ninguna correspondencia con la realidad. Y si la realidad es
incognoscible, ¿qué sentido tiene el concepto de verdad, que no es sino la
adecuación de nuestros juicios a la realidad? Así pues, son la Ilustración y la
modernidad las que están en la base de la irracionalidad de la posverdad que
escandaliza, con razón, a la autora del artículo. Antes de la Ilustración, y
desde los griegos, se había creído siempre que la razón humana era capaz de
conocer la verdad. No toda la verdad, pero sí una parte de la verdad que le
permitiese emitir juicios certeros, acordes con la realidad y con los que poder
trazar un camino de transformación de la realidad dentro de la racionalidad y
con una ética basada en la razón. Pero fueron los filósofos posilustrados los
que dieron al traste con ello[2].
También cae la autora en otro tópico
posmoderno. A saber, la creencia de que la ciencia es la única fuente de
conocimiento de la realidad. La ciencia es, sin duda, una poderosísima fuente
de conocimiento de la realidad. Soy un auténtico entusiasta de ella. Mi
formación de ingeniero me ha dado una sólida base sobre la que construir un
conocimiento autodidacta del estado actual de la ciencia. Esta formación
autodidacta empezó en el año 1983 en el que, por casualidad, compré una revista
que se llama “Investigación y Ciencia”. Es una revista escrita por científicos
–algunos de ellos premios Nobel– para no científicos. Es la traducción al
español de la prestigiosa revista “Scientific American”. Pues bien, leí la
revista y no entendí ni el 10%. Pero me propuse llegar a entenderla y así, me
suscribí a ella y, poco a poco, ayudado por otras lecturas, en los 33 años
transcurridos y los casi 400 números leídos, he llegado a formarme un mapa
bastante preciso del “state of the art” de la ciencia de hoy. Y, además, con
una amplia visión, puesto que los temas de la revista son muy amplios, yendo
desde la astrofísica hasta la biología, pasando por innumerables campos como la
física de partículas, las teorías de la relatividad y cuántica, los mecanismos
evolutivos, etc. Puedo decir por tanto, sin temor a equivocarme, que tengo una
cultura científica mucho mayor que la media y también mayor, en cuanto a
amplitud del abanico, que la de muchos científicos que sólo saben de su parcela
e ignoran casi todo del resto. Y, sobre todo, puedo decir que mi respeto por
ella es inmenso. La ciencia hizo en su base un trade off entre la seguridad del
conocimiento de una parte de la realidad –la que se puede conocer mediante
medidas de peso, longitud, tiempo, etc. tratadas matemáticamente– y el desconocimiento
absoluto de la parte de la realidad que quedaba fuera de sus fronteras. Jamás,
en sus principios, creyó que la realidad era únicamente la que cabía dentro sus
fronteras. Hubo de llegar el positivismo de Auguste Comte para que se produjese
la aberración intelectual de que todo lo que hay fuera de las fronteras de la
ciencia es mítico e irracional. Ni Eisntein ni la inmensa mayoría de los
grandes científicos que descubrieron la física cuántica, ni muchísimos
científicos, aceptan ese ridículo reduccionismo positivista. Pero, el
mainstream posmoderno lo ha aceptado de forma acrítica.
Dicho esto, si cualquier razonamiento
filosófico o teológico contradice lo que la ciencia dice dentro de sus fronteras, más vale ponerlo en cuarentena. Esto
pasaba en el siglo XIX con muchas cuestiones de fe. A sensu contrrio, si la
ciencia hace afirmaciones fuera de
esas fronteras, dichas afirmaciones no tienen ninguna validez científica. Sólo
tienen la validez que filosóficamente se pueda extraer de ellas. Sin embargo, las
leyes de la física han ido evolucionando con los nuevos métodos de medida y el
desarrollo de las matemáticas. Cada cincuenta años, más o menos, hay algunos
descubrimientos que cambian sustancialmente el paradigma científico. Como
consecuencia de ello, muchas cuestiones de fe que en un momento de su
desarrollo parecían contradecirla, han resultado compatibles con ella tras
algunos cambios de paradigma. El descubrimiento del Big Bang, la teoría de la
relatividad general y la física cuántica, por ejemplo, han dado la vuelta como
un calcetín a lo que antes de ellos podía o no podía considerarse compatible
con la ciencia. Y, generalmente, han ido admitiendo muchas verdades de fe como
compatibles con esos nuevos paradigmas. Pero, lamentablemente, la historia ha
hecho que indebidamente, la filosofía y la teología invadiesen indebidamente el
espacio de la ciencia y viceversa. Y esto ha sido fuente de conflictos que no
se deberían haber producido. Pero, hoy en día, es lo que la posverdad cree que
es la ciencia, lo que invade, con soberbia ignorante y basándose en el
prestigio obtenido dentro de sus fronteras, terrenos en los que debería guardar
silencio. O peor aún, afirmando con prepotencia insensata que lo que cae fuera
de sus fronteras no existe. Y, sin embargo, las cosas que verdaderamente
importan al ser humano, no están dentro de las fronteras de la ciencia. ¿Quién
es el ser humano que conoce un universo que le es inaccesible? ¿Tiene algún
sentido que exista un ser así? ¿Tiene alguna finalidad este cosmos? ¿Y mi vida
dentro de él? ¿Qué va a ser de mí? Las respuestas a estas preguntas son las que
dan sentido a la vida humana. Y no las puede responder la ciencia. Sin embargo,
el cientifismo, que es a la ciencia lo que el racionalismo es a la razón,
afirma que todo es fruto del azar, que nada tiene sentido y que todo el
universo –y la vida del hombre dentro de él– es, como decía Macbeth en la
tragedia de Shakespeare, “un cuento sin
sentido contado con gran aparato por un idiota”. Yo prefiero lo que le dice
Hamlet a Horacio en otra tragedia del gran dramaturgo: “Hay, Horacio, más cosas entre el cielo y la tierra de cuanto pueda
soñar nuestra filosofía”.
Hasta aquí mis desacuerdos con el
artículo. Ahora mis acuerdos. Pero los acuerdos, precisamente por serlo, dan
para escribir menos. Por tanto lo que haré para resaltarlos será citar
textualmente algunos párrafos del artículo de Irene Lozano.
“El
problema es que después de la verdad no hay nada. Después de la guerra viene la
posguerra, pero tras la verdad y la razón, sólo queda la superstición. Y dado
que ninguna sociedad puede avanzar –como ha señalado Harry Frankfurt– sin
grandes cantidades de información fáctica fiable, el espíritu de la posverdad
no resulta peligroso porque la emoción pueda imponerse a la razón, sino porque
la superstición ha derribado el paradigma que nos hacía progresar”.
¿Qué puedo añadir? Tal vez sólo lo que decía Chesterton de que “cuando se deja
de creer en Dios, que es el armazón de la realidad, se llega en seguida a creer
cualquier cosa”.
“Quizá
lo peor esté aún por venir. La superstición obtiene su mayor fuerza de un poder
autoritario que la necesita como sustento de su propia legitimidad”.
Añadiría que también la obtiene de un pensamiento único y políticamente
correcto que, bajo el disfraz de tolerancia, tolera todo menos la verdad basada
en la razón. ¿Qué otra cosa sustenta el totalitarismo y la intolerancia a la
verdad de la ideología de género, por ejemplo?
“El
mismo vínculo, sensu contrario, liga la mentira y el totalitarismo, como sabía
Orwell. En él, la denuncia de la mentira va de la mano de su combate contra el
totalitarismo: ‘Los Hitler y los Stalin de este mundo encuentran que el
asesinato es necesario, pero no anuncian su insensibilidad y ni siquiera lo
llaman asesinato. Hablan de ‘liquidar’, ‘eliminar’ o cualquier otra expresión
edulcorada’”. O, ¿tal vez de interrupción voluntaria del embarazo
en el totalitarismo del pensamiento único y políticamente correcto basado en la
posverdad? En su discurso de Ratisbona, Benedicto XVI dijo alto y claro que la
irracionalidad llevaba a la violencia. No era, más que en su superficie, un
discurso contra la irracionalidad y la violencia del Islam. Era un discurso
contra toda irracionalidad que engendra violencia. Era una defensa de la vuelta
a la filosofía realista que la Ilustración y la modernidad abandonaron y una
reivindicación de cómo el cristianismo había hecho suya esa filosofía hasta
hacerse difícilmente separable de ella. Poca gente supo leer esto tras la
cortina de humo del lío que montaron los musulmanes.
“Los
dementes han trabajado mucho contra la verdad, pero como enemigos de ella, sus
ataques entran dentro de la lógica. Lo realmente alarmante es que muchos
periodistas, científicos, académicos, parecen haber abandonado la idea de que
exista una realidad que es posible contar o conocer. Por eso es urgente
volcarse en el empeño, también enunciado por Orwell de ‘restaurar lo obvio’.
Esta restauración, para tener éxito, habrá de empezar no en el ámbito político,
sino en el intelectual. Tiene razón mi querido Jeremy Shapiro –el tipo de
experto sobrante en la época de la posverdad–cuando asegura que ‘los hechos se
acabarán cobrando su venganza’. También la realidad acabó vengando a Galileo,
pero ¿con cuánto sufrimiento de por medio?”. Efectivamente,
la historia de la verdad ha vengado a Galileo de la soberbia de Urbano VIII. La
historia de la posverdad le ha vengado del oscurantismo de la Iglesia. Pero
pelillos a la mar. Lo que sí es muy cierto es que esa restauración de lo obvio
empezó mucho antes de que Jeremy Shapiro dijese esa frase con la que estoy
totslmente de acuerdo. Empezó en el primer tercio del siglo XX con Edmund
Husserl cuando, harto de la posverdad que ya campaba en los conventículos de
los filósofos posilustrados, gritó: “Vuelta
a las cosas mismas” denunciando la tiranía del idealismo poskantiano. Luego
se asustó y volvió al redil. Pero ya había lanzado a un grupo de discípulos
jóvenes, Edith Stein entre ellos, que iniciaron esa corriente que pide Irene
Lozano[3]. La autora tiene toda la
razón. Pero creo que no ha identificado bien el origen de la posverdad ni
conoce las filosofías que, luchando contra el mainstream del pensamiento
posmoderno y de la posverdad intentan restaurar la realidad de ahí fuera,
cognoscible, al menos en muy buena parte, por la razón. Un buen ejercicio
práctico que recomiendo a Irene Lozano para ayudar al éxito de esta
restauración en su condición de intelectual, sería posicionarse abierta y
claramente contra el aborto y la ideología de género, dos de las mayores
posverdades de nuestro tiempo. Pero podría citar otras: El sistema de pensiones
de transferencias, el Estado del Bienestar tal y como está concebido hoy en
casi toda Europa, la redistribución de la renta por el Estado, la
socialdemocracia, etc., etc., etc. No quiero acabar sin glosar la primera frase
de la encíclica de Juan Pablo II, Fides
et Ratio, Fe y Razón. Dice: “La fe y
la razón son como las dos alas con las que el espíritu humano se eleva hacia la
contemplación de la verdad”. Porque la verdad nunca es nuestra. Nosotros
sólo podemos servirla y contemplarla, jamás apoderarnos de ella. Por tanto,
toda verdad usada como arma arrojadiza de forma violenta por quien se cree que
la posee, no es tal verdad, es sólo un ídolo de la misma. No nos cortemos una
de las alas. Usemos las dos y contemplaremos el mundo en 3D, encontrándole su
sentido.
[1] La Iglesia condenó a Galileo a arresto domiciliario vitalicio, no
por creer en el sistema heliocémtrico, sino por presenterlo como un hecho
probado en vez de como una hipótsis que es lo que era entonces, hasta que
Newton decubrió la ley de la gravitación universal unos 50 años más tarde. El
sistema heliocéntrico ya se enseñaba como una hipótesis plausible en la
Universidad de Salamanca, ya que Nicolás Copérnico, monje católico, lo había
planteado anteriormente como hipótesis. Lo hizo en un libro llamado
abreviadamente “De revolutionibus”, que dedicó al Papa León X. Nadie le dijo
nada ni le molestó. Evidentemente, la Iglesia actuó mal en el caso Galileo porque,
en cualquier caso, ¿por qué demonios debería condenarse a nadie a arresto
domiciliario por creer eso? Tampoco se quemó a Giordano Bruno por eso, como se
hace creer, sino por un conjunto de herejías que nadan tenían que ver con el
heliocentrismo. Evidentemente, también terrible y espantoso quemar a nadie por ninguna
razón. Pero en ninguno de estos casos su actitud fue de oscurantista en cuanto
a la verdad, aunque sí, y mucho, de proceder terrible e inaceptable. Proceder
inaceptable que, en el caso Galileo, vino causado por la soberbia de un Papa,
Urbano VIII, anteriormente cardenal Maffeo Barberini, amigo de Galileo y
convencido de la teoría heliocéntrica, pero que se sintió insultado por éste cuando
creyó ser identificado con el estúpido personaje de Simplicio en la obra “Diálogo
sobre los dos grandes sistemas del mundo”. Recomiendo la lectura de mi libro
“La victoia del sol”, editado en Ediciones Palabra, para conocer a fondo este
complejo y espinoso asunto.
[2] Si alguien quiere una
descripción más a fondo de este proceso, que me pida mi escrito “El camino
hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento”, mandándome un comentario con su mail que no publicaré. Aunque también puede encontrar ese escrito, por partes, en este blog.
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