En
la entrada con título “El populismo triunfará”, del 27 de mayo pasado, decía: “A pesar de no saber cómo pueda ser está
evolución del sistema democrático, en un futuro escrito me atreveré a dar unos
cuantos palos a ciegas y, por tanto, sin confiar demasiado en lo que pueda
decir. Pero tal vez mis ideas puedan ayudar a otros a alumbrar unas mejores, de
ahí mi atrevimiento”. En la entrada del sábado pasado, 17 de Junio, “El
irresistible ascenso de la mediocridad”, me reafirmé en ese intento. Me pasé tres
pueblos de atrevimiento y ahora lo lamento, porque el tema se las trae. Pero,
para no incumplir lo dicho, he escrito algo que, una vez terminado, me parece
bastante inútil. No porque lo que diga sea una chorrada superlativa, que puede
que lo sea, pero no en ese grado, sino porque son ideas impracticables. Es como
el cardiólogo que le dice a su paciente: “Usted
lo que tiene que hacer es no tener preocupaciones”. ¡Bravo! ¡Es usted un
genio! Pero ya que el esfuerzo está hecho y tras ponerme la venda antes que la
herida,… allá voy. Pero antes, un disclaimer: de ninguna manera se desprende de
lo que viene a continuación que la solución sea volver a sistemas políticos de
tiempos pasados que, desde luego, no fueron mejores. Quien haga esa lectura de
estas líneas es que no ha entendido nada. Se trata de la evolución y mejora de
la democracia, de ninguna manera de su disolución.
Lo
primero un asunto más operativo que “filosófico”, pero no por ello menos
importante. Creo que el sistema electoral debería ser de circunscripción unipersonal.
Es decir, con un solo candidato en cada circunscripción por cada partido –con
cabida para independientes, por supuesto. De esta forma, los electores les pueden
conocer y recurrir a ellos durante la legislatura. Y él tiene la obligación de
responderles y puede, incluso, reunirse con ellos periódicamente. El que más
votos obtenga, es mi representante y, aunque no le haya votado, y puedo
dirigirme a él para pedirle explicaciones y hacerle sugerencias y tiene que
responderme. Por supuesto, todas las circunscripciones tendrían que tener el
mismo número de electores para que no haya votos que pesen más que otros. El
número de votantes por circunscripción tiene que ser lo suficientemente bajo
para que pueda ser atendido por el candidato electo, pero lo suficientemente
grande para que no de lugar a un número demasiado grande de diputados. En
Francia, por ejemplo, hay alrededor de 100.000 habitantes por circunscripción
lo que supone 577 diputados. En el Reino Unido hay 600 miembros de la cámara de
los comunes lo que nos lleva también a unos 100.000 habitantes por
circunscripción. Para esta elección de circunscripción unipersonal creo que es
mejor el sistema de dos vueltas. Y ello por dos motivos. El primero porque si
hay dos candidaturas de corte similar, podrían canibalizarse el voto una a la
otra y que ocurra que, representando en conjunto la tendencia ideológica
preferida, no saliese elegida. Esto no me parecería razonable. Con una segunda
vuelta, eso no pasaría. El segundo motivo radica en que la primera vuelta daría
una información relevante para la actuación del partido porque en ella podrían
leerse votos de castigo u otras cuestiones muy relevantes para indicar al
partido que piensan sus electores y permitirle adaptarse mejor a ellos.
Pero
para saber quién debe ser en el representante del partido al que yo voy a votar
mi circunscripción, hay que contar conmigo. Es decir, debe de haber un proceso
de primarias al que se pueda presentar libremente cualquier miembro del
partido, sin que tenga que ser presentado por la dirección. Por tanto, el
candidato electo lo es por méritos propios y no tiene que someterse a ninguna
disciplina de voto del partido. Tiene que someterse al control de sus
representados. Un sistema así tiene una consecuencia importantísima: permite
que salgan líderes en los partidos. Con los sistemas de asignación desde
arriba, el candidato es tributario de su partido en vez de serlo de los
ciudadanos que le eligen. Y, por lo tanto, lo que le hace ascender en el
escalafón es, como pasa hoy día, la sumisión. Y ese no suele ser el rasgo
distintivo de un líder. Al contrario, genera paniaguados que sólo saben balar
de consentimiento. En las primarias para elegir al candidato del partido, los
electores no deben ser sólo los militantes del partido, sino todos sus votantes
porque, al final, el candidato me va a representar a mí, sea o no militante. Sería
bueno que los que participen en la elección del candidato del partido sean,
efectivamente, votantes del mismo. Sería bueno, pero no imprescindible. A mí,
si pudiese votar en primarias quién iba a ser el candidato del PSOE en mi
circunscripción, aunque no sea votante del PSOE, no se me ocurriría votar al
peor o al más botarate o al más inútil. Lo haría por el que me pareciese más
capaz, aunque no fuese del partido al que yo vote. Por si acaba ganando. Así
son los algunos de los caucus en las primarias de los EEUU. Pero si esto parece
demasiado abierto, entonces se puede recurrir a que el que quiera votar en las
primarias de un partido, deba acreditar que ha votado a ese partido en las
últimas dos o tres elecciones. Seguro que hay muchas maneras técnicas de poder
hacer eso respetando la confidencialidad, mediante sistemas de determinación de
identidad de forma encriptada. Pero si este anonimato no fuese posible, que
cada quien decida, si quiere que se sepa a quien ha votado y poder así
participar en las primarias o si prefiere el anonimato y no votar. A fin de
cuentas, los militantes que hoy en día que votan en las primarias, se
identifican, no sólo como votantes, sino como militantes. En cualquier caso, y
como he dicho antes, creo que las primarias no deben ser sólo cuestión de los
militantes, porque los sufridores de los candidatos serán los ciudadanos, sean
o no militantes y, además, porque la ciudadanía suele ser más moderada y menos
ideologizada que la militancia.
Tampoco
me parece que los bandazos y cambios de rumbo bruscos sean buenos para la
democracia. Por este motivo, creo que en cada periodo electoral únicamente
deberían elegirse una parte de los representantes del parlamento, de forma que
los cambios fuesen paulatinos. Por ejemplo, podría haber elecciones cada año
para una quinta parte de las circunscripciones, de forma que cada cinco años se
renovase el parlamento completo, pero poco a poco. Esto no llevaría a una
aglomeración de elecciones, porque cada ciudadano sólo votaría cada cinco años
en elecciones generales. El presidente del gobierno podría ser elegido por el
Parlamento en cualquier momento, sin esperar al momento de elecciones que, de
ninguna manera podrían adelantarse a gusto del presidente del gobierno de turno.
De esta forma, los parlamentarios, que como se ha dicho, responden a sus
electores, pueden retirar a una persona que haya perdido su confianza.
Otra
cosa es, en cambio, la elección de la dirección del partido, Secretario General
o Presidente. Dirigir una organización es una cosa que requiere determinadas
capacidades de gestión que es muy probable que no tenga el que salga elegido en
una votación. Tendrá que ser elegido por el aparato de acuerdo con esas
capacidades, aunque posteriormente deba contar con la aprobación de al menos el
50% de los últimos candidatos elegidos en primarias, hayan o no obtenido escaño.
También un 50% de los que le dieron el refrendo pueden quitarle de su cargo de
gestor del partido. De esta forma, es la dirección del partido la que depende,
en última instancia, de los electores, y no al revés. Es importante ver que el
poder del Secretario General, con un sistema electoral así, está muy limitado
en cuanto a su poder sobre los candidatos, porque estos no le deben nada sino
que, al contrario, son sus “jefes”. El Secretario general queda reducido a un
mero gestor del aparato que tiene que contar con aquellos que hayan obtenido la
nominación en las últimas primarias. Por supuesto, el aparato del partido puede
expulsar a un miembro del mismo. Eso haría que no se pudiese presentar como
candidato del partido, pero nada le impediría hacerlo como independiente.
Esto,
en cuanto al sistema electoral y la organización del partido. Ya se empieza a
ver la imposibilidad de un sistema así. Apostaría a que los aparatos de los
partidos se negarían aun sistema electoral y de elección de cargos así,
precisamente porque perderían el control de la sumisión de los candidatos.
Hasta
aquí la parte operativa. Vamos ahora con la “filosófica”. Más allá del sistema
electoral y de la forma de elección de los candidatos y cargos del partido,
creo que hay cuestiones que deben estar estrictamente limitadas en cuanto a lo
que puede hacer y no puede hacer un gobierno, sea del signo que sea y tenga la
representación que tenga. Si lo primero parece casi imposible, esto es
prácticamente irrealizable. Para hablar de ello, es preciso que haga un
circunloquio para hablar de los derechos de 1ª, 2ª y 3ª generación.
Los
derechos de 1ª generación son derechos naturales, inherentes a cualquier ser
humano. Son pocos. El derecho a la vida (de TODOS, no natos incluidos), a la
libertad de conciencia y expresión de las propias ideas, a la propiedad –lo que
incluye la libertad de emprender, la seguridad jurídica de que el fruto del
emprendimiento es también de la propiedad del emprendedor y el derecho al libre
comercio sin proteccionismos de ningún tipo– y pocos más. No son derechos
políticos, sino humanos. Cualquier estado que se precie tiene que ser capaz de
garantizar estos derechos, lo que conlleva que tenga que haber un poder
legislativo, judicial, ejecutivo, una policía que haga cumplir las leyes, un
ejército que defienda esos derechos frente a otros países y poco más.
Los
derechos de 2ª generación son fundamentalmente políticos. Son los que definen
los cauces por los que los anteriores se van a defender y los que definen cómo
los ciudadanos van a elegir a sus gobernantes con libertad. También estos
derechos deben ser garantizados por la estructura del estado. Con cierta
amplitud de miras, se podría incluir entre estos derechos de primera o segunda
generación el de que nadie, por no tener los mínimos medios necesarios, quede excluido de la sanidad o de la
educación, de un techo que le cobije o de algunos otros servicios que son
indispensables para la dignidad humana. Es importante lo que he resaltado en
negrita más arriba. Se trataría de garantizar este derecho exclusivamente a éstos
y habría que ser muy estricto en cuál es ese mínimo. No se trata de crear
paniaguados. Esto es algo muy diferente de la sanidad o la educación públicas y
universales que forman, junto con otros, los supuestos derechos de 3ª
generación de los que hablaré más adelante. Esto se puede lograr haciendo que
el estado pague un seguro de enfermedad o dando un cheque educación para esas
personas sin los mínimos recursos, etc. y haciendo obligatoria, para el
conjunto de los ciudadanos, la suscripción, de su bolsillo, de pólizas de
seguros de salud o de otros servicios, tal como ahora es obligatorio un seguro
de automóvil. Y de ninguna manera debe ser el estado el que preste directamente
estos servicios. Eso genera siempre ineficiencias, despilfarro y corrupción. Evidentemente,
los derechos de 1ª y 2ª generación requieren gastos. Pero son gastos bastante
restringidos a los que el estado puede y debe hacer frente con un sistema
fiscal muy moderado.
Los
supuestos derechos de 3ª generación, en cambio, son derechos económicos, del
estilo: todo el mundo tiene derecho sanidad o educación gratuitas, a una
vivienda digna o a un trabajo digno, o a un salario vital digno. Este tipo de
derechos son, en primer lugar, ambiguos. ¿Cómo tiene que ser una vivienda, o un
trabajo o un salario vital para que sean dignos? ¿Quién lo define? Pero,
además, y más importante, son derechos caros de garantizar. ¿Quién los va a
pagar? ¿El estado? Y, ¿quién es el estado? Los contribuyentes. Es decir que
tienen que salir de los impuestos. Y generalmente, cuando se ha llegado a un
límite de la carga impositiva se empieza a recurrir a cargar esos impuestos excesivos
a los “ricos”. Categoría esta de “ricos” que los que gobiernan se cuidan de
definir muy finamente con el objetivo de mantenerse en el poder. No pueden ser
los muy, pero que muy, ricos, porque son muy pocos y, aunque ganen mucho, su
renta acumulada no da para una exacción que recaude mucho dinero y, por si
fuera poco, tienen una amplia posibilidad de situar sus rentas –e incluso su
residencia y nacionalidad– en países que les convengan. Hay, por lo tanto, que
bajar el listón de “ricos”. Esta categoría tiene que mantener un delicado
equilibrio en los criterios de los gobernantes que prometen derechos de 3ª
generación. Suficientes para que se pueda obtener de ellos una sustanciosa
recaudación, pero suficientemente pocos para que sean una minoría que tenga
relativamente poca incidencia en los resultados electorales. Es decir que en la
definición de “ricos” no hay ni sombra de un criterio de supuesta justicia,
sino un frío cálculo recaudatorio y electoralista. Esto de cargar impuestos
sobre los definidos como “ricos” para dar derechos de 3ª generación a toda la
población es lo que ha dado en llamarse la redistribución de la renta. La
redistribución de la renta es un derecho que el estado se ha arrogado
sigilosamente, apoyado por una mayoría cada vez mayor y más exigente con la
minoría de los “ricos”. Pero este grupo de ciudadanos “ricos” es, en general,
el más productivo de cada país y por muy minoría que sean, pueden decidir ser
menos productivos porque, ¿para qué? Y nadie les puede obligar a ser más
productivos para poder cobrarles más. Lo que nos lleva al tema de la justicia.
¿Tienen
estos ciudadanos un deber de justicia de participar en esta llamada
redistribución de la renta? Estoy convencido de que no. Si alguien, bien sea a
través de un sueldo o de su participación en una empresa, gana de forma honrada
lo que gane, sometido a la libertad y transparencia del mercado, ese dinero es
suyo en justicia. Y si es suyo en justicia, no se le puede exigir, en nombre de
la justicia –que es la virtud de dar a cada uno lo suyo– que redistribuya lo
que es suyo. Obligarle a ello va contra la justicia, por mucho que un estado
decida por mayoría que puede hacerlo. Estos ciudadanos “ricos” puede que tengan
el deber ético –impuesto por la propia conciencia, sea por filantropía o, si se
es cristiano, por la obligación grave de practicar la caridad– de compartir sus
bienes. Pero es una obligación que les atañe en lo más íntimo de su conciencia
y que, de ninguna manera puede venirles impuesta por el estado sin vulnerar esa
libertad de conciencia que es uno de los derechos de 1ª generación. Ahí está el
caso de las donaciones de Amancio Ortega –que son la punta del iceberg de
tantísimas donaciones anónimas a través de la multitud de ONG´s y fundaciones
que proliferan para los fines más dispares. Es para caerse de espaldas la
estupidez de los que rechazan las donaciones de Amancio Ortega porque afirman
no querer depender de la caridad. No, claro, quieren depender de que los
“ricos” paguen todo, sometidos a una tiranía de una mayoría creciente y cada
vez más ávida. El clarividente Alexis de Tocqueville ya avisó, en “La
democracia en América” (1835) y otras obras suyas, del peligro de la tiranía de
la mayoría que acechaba a la democracia.
Pero,
además de las razones de justicia –que son de lejos las más importantes– hay
otras de eficiencia. Los servicios prestados por el estado en estos campos
llevan a enormes ineficiencias y son, por si fuera poco, un incentivo para la
corrupción de los políticos que administran los fondos para prestarlos. Además,
muy a menudo llevan, a través de una situación de cuasimonopolio estatal, a
rebajar la calidad de los servicios y a hacer que muchos ciudadanos tengan
gastos redundantes, pagando la educación o la sanidad por partida doble.
Por
si esto fuera poco, la imposición por parte del estado de la carga de los
derechos de 3ª generación sobre unos ciudadanos para favorecer a otros, crea
enormes ineficiencias en la marcha de la economía y de la creación de un estado
de auténtico progreso y prosperidad. Además de desincentivar a los ciudadanos
más productivos, el dinero que se les quita a todos los ciudadanos con una
carga fiscal excesiva, limita los ingresos de las empresas y la disponibilidad
de fondos para que inviertan. Cierto que ese dinero que se detrae a las
empresas de los ingresos o la inversión vuelve a inyectarse por el lado del
gasto público. Pero lo hace en menor cantidad, ya que una buena parte de él se
ha dilapidado en burocracia, ineficiencias y corrupción. Además, vuelve a
actividades que los que lo administran piensan que son convenientes para los
administrados, cosa que casi nunca responde a la realidad. Los caminos de
reasignación de esos recursos que quedan, suelen ser equivocados porque sus
criterios son irrealistas. Mal podrían ser realistas cuando quien los asigna
está en la torre de marfil de su poltrona si no es que se basan en el
clientelismo y corrupción más puros y aberrantes. Son, por tanto, un freno a la
creación de auténtico bienestar, riqueza y prosperidad, lo que, a fin de
cuentas, se traduce en injusticia global. Además, como reza el castizo refrán
español que dice que en el comer y en el rascar, todo es empezar, el estado –y
sus administradores– se acostumbran, más pronto que tarde, a incrementar
compulsivamente estos gastos en derechos de 3ª generación cada vez más
exagerados pero que producen votos. Y así empieza la carrera del déficit
público y la acumulación enfermiza de la deuda pública, con sus efectos
deletéreos en la economía de la prosperidad. Y cuando el déficit y la deuda
pública se han disparado, aparece la tentación de echar mano de un tercer
recurso, la creación de dinero, generalmente acompañada de inflación, de forma
disparatada e irracional. Y, como ya definieron hace siglos los escolásticos de
la escuela de Salamanca, la inflación es una de las peores formas de robo
generalizado. Y no hay mayor injusticia que repartir muy bien la miseria.
Por
tanto, si estos razonamientos son correctos, los supuestos derechos de 3ª
generación no deberían poder ser impuestos por el estado, ni por motivos de
justicia, ni por motivos de eficiencia, ni por motivos económicos. Y, en
consecuencia, las normas políticas que rigen el comportamiento del estado
deberían prohibir expresamente que el estado los prestase, como deberían también
prohibirse las conductas que vayan contra los derechos de 1ª y 2ª generación
correctamente definidos. También deberían imponerse límites estrictos, o con
muy restringida discrecionalidad, al déficit y la deuda públicos, así como a la
creación disparatada de dinero, verdaderos cánceres de la economía de la
prosperidad.
Así
pues, cierro el circunloquio de los tres tipos de derecho y concluyo sus
consecuencias.
1ª
La constitución política debería asegurar el respeto a los derechos de 1ª y 2ª
generación.
2ª
La constitución política debería excluir explícitamente la prestación de
servicios para que el estado proporcionase los derechos de 3ª generación.
3ª
La constitución política debería prever explícitamente limitaciones estrictas
al déficit y deuda públicos, así como a la creación de dinero en los que
pudiera incurrir el estado. Quizá con una adecuada aplicación de esta 3ª
cuestión, no fuese necesaria la 2ª.
Estas
tres premisas no se basan en un a priori ideológico, sino que surgen de un
razonamiento que me parece difícilmente discutible desde la razón y desde la
experiencia empírica de lo que está pasando en el mundo con los estados
megalómanos con gastos, déficits y deudas que no preconizan nada bueno. La
ausencia de estas premisas sólo genera descontento cuando, por imposibilidad de
seguir por esa línea, el estado tiene que frenar su frenética huida hacia
delante. Y ese descontento es el caldo de cultivo de movimientos populistas
profundamente antidemocráticos que pueden llegar a ser la puntilla de la
democracia. Pero, ¡ay del que tenga que tomar estas medidas! ¡Será fusilado al
amanecer! Parafraseando a Bertrand Russell diría que todo esto, si no está más allá de cualquier discusión, está sin embargo
tan cerca de ser cierto que ninguna democracia que lo rechace podrá sobrevivir.
Sólo con los andamios de estas verdades, sólo con los cimientos firmes de esta
convicción inconmovible, podrá construirse de manera segura una democracia
sostenible.
Es
evidente, sin embargo, que hay posicionamientos ideológicos que rechazan estos
razonamientos. Y aunque esos posicionamientos han demostrado ser ineficientes e
incapaces de razonar que sean más justos, siguen ganado posiciones debido al
planteamiento apriorístico e ideológico del igualitarismo. Pero hace tiempo que
la visión filosófica dominante de la posmodernidad rechaza que la mente humana
pueda conocer ninguna verdad. Y esta visión ha hecho imposible que se apliquen principios
razonables. Tal vez, sólo tal vez –y creo que ni así–, hubiesen sido posibles
si desde el principio se hubiesen expresado así. Pero una vez alcanzada la mentalidad
actual se han sacralizado cada vez más derechos de 3ª generación. Como se ha
acabado por sacralizar el papel del estado para decidir en qué gastarse dinero
en cualquier ámbito de actividad sin apenas rendición de cuentas. O como se ha
sacralizado el “derecho” del estado de redistribuidor de la renta, sin límite
alguno, decidiendo quién, a su juicio gana demasiado. Porque se ha implantado
en la el imaginario colectivo la disparatada falacia del juego suma 0 que dice:
“Si alguien gana mucho es a costa de que
otros ganen poco” cuando en realidad es al revés. A mí, y a todos los
ciudadanos, los Amancio Ortega, con nombres y anónimos, no nos hacen más
pobres, sino más ricos. Y llegados a este punto es prácticamente imposible que
estas condiciones de la democracia se apliquen.
Pero
quiero decir que el hecho de que haya unos principios que sería razonable, más
allá de toda duda razonable (incurro a propósito en la redundancia), que la
constitución política de un país los consagre, no es algo que vaya contra la
esencia de la democracia. Al contrario, la preserva de la enfermedad autoinmune
que la lleva a su autodestrucción. Hay un inmenso campo de juego dentro de esos
principios. La democracia, o se basa en esos principios, o está abocada, como
ya está empezando a ocurrir, a generar populismos que la llevarán a su auto
aniquilamiento. Hace un tiempo leí un libro de Daron Acemoglu y James A.
Robinson con título “¿Por qué fracasan
los países?”[1].
Su tesis es que las libertades civiles y políticas y el desarrollo económico
acelerado nacieron en Inglaterra y se realimentaron mutuamente de forma
positiva. Una tímida libertad política inicial permitió que muchas personas que
antes no tenían posibilidad de emprender y ganar dinero, la tuviesen, mejorando
su situación económica. Esa situación económica mejor se traducía en que más
personas podían exigir mayores cuotas de participación política. A su vez
mejoraban su situación económica ampliando otra vez las cuotas de participación
en un bucle de espiral virtuosa. Así, Inglaterra primero y luego, poco a poco,
otros países de Europa y América del Norte, fueron desarrollando mayores
índices de participación política y desarrollo económico. En la terminología
del libro, esos países pasaban de tener unas instituciones políticas y
económicas extractivas –es decir en
las que una minoría con el poder político total eran los únicos que podían
ganar dinero, extrayendo la riqueza de la mayoría sometida– a tener unas
instituciones inclusivas en las que
cada vez más personas gozaban de un nivel mayor de participación que les
permitía tener la suficiente seguridad jurídica para invertir y ganar dinero.
Y, de esta forma, se inició la época, sin parangón, con mayor crecimiento de
riqueza, bienestar y prosperidad de la historia de la humanidad. Los países
que, por diferentes causas, han mantenido instituciones extractivas, sin iniciar esa evolución, se han quedado atrapadas en
un bucle de pobreza del que es muy difícil que salgan. Son economías fallidas. Pues
bien –y la idea y terminología que viene a continuación son una extrapolación
mía de las ideas de los autores citados– creo que las instituciones económicas
y políticas inclusivas están dando
paso a otra fase de instituciones económicas y políticas que podríamos llamar disipativas. Éstas están haciendo que
aparezcan masas cada vez más numerosas que creen que les asiste un derecho de
vivir a costa de la gente que crea riqueza con su trabajo, del tipo que sea, e
inversión. Y el estado fomenta cada vez más esa creencia y va haciendo, poco a
poco, que el grupo de los que van a remolque sea cada vez mayor y exijan más. Hasta
que se cree una amplia mayoría que, apoyada por partidos populistas, imponga
sus supuestos “derechos” a una minoría que cada vez puede hacer menos para
evitarlo. ¿Hemos pasado ya el punto de no retorno? Creo que no. Pero si no lo
hemos traspasado, vamos a ritmo acelerado hacia esa frontera irreversible.
Estas líneas pretenden esbozar un modelo que pueda evitarlo. “Sí –diréis los que lo hayáis leído– pero esto es imposible”. No puedo estar
más de acuerdo. Y me remito al principio de estas páginas. Así que pido
disculpas a los que hayan llegado hasta aquí. Como decía un novillero que a
punto de tomar la alternativa recibió una cornada que le hizo tener que dejar
el torei. “¡Tanto esfuerzo… pa ná!”.
Pa ná. Pero, ¡hala!, que otro dé el siguiente paso.
[1] El 3 de septiembre de 2015 hice un
envío con un extenso resumen de las tesis del libro. Si alguien quiere que se
lo envíe, no tiene más que pedírmelo.
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