Me acabo de enterar de que hoy se cumplen 73 años de la liberación de Auschwitz. Y también me he acordado de algo que publiqué en este blog en octubre del 2008, y que dio lugar a un intercambio de comentarios con un indignado interlocutor. No me resisto a publicar todo ello otra vez.
El otro día, un amigo, me hizo
esta pregunta. Una pregunta lícita que todos nos hemos hecho alguna vez con
escándalo. Somos seres humanos y, como tales, cuando vemos en el mundo tanta
injusticia, tanta maldad, tanto dolor gratuito, no podemos dejar de
preguntarnos: ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está ese Dios que nos han pintado como
bueno y amante de sus criaturas? Si no nos hiciésemos estas preguntas seríamos
piedras o peces, pero no hombres. Si tomamos Auschwitz como paradigma del
horror, nos tendremos que preguntar, como lo hizo Benedicto XVI en su visita a
este horrible lugar: “¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo
esto?”[1] Ahora bien, si hay
algo que hace al hombre hombre es buscar respuestas racionales a sus preguntas.
Pero también respuestas que hablen al corazón, que nos reconforten cuando las
encontramos, que nos llenen, que no nos dejen en el vacío. Necesitamos ese tipo
de respuestas para todos nuestros interrogantes, desde los más triviales hasta
los más existenciales. Y la cuestión sobre el mal y el sufrimiento es,
probablemente, la más existencial, porque no hay un sólo ser humano en el mundo
que no haya sentido en sus carnes, en mayor o menor medida, la maldad y del
dolor.
Hoy en día, desgraciadamente, la
respuesta más frecuente a esta cuestión es, simple y llanamente, la negación de
Dios, la muerte de Dios. Dios no existe y si alguna vez ha existido, está muerto,
y si no está muerto, nosotros, estos pobres seres sujetos al dolor, a la maldad
y a la muerte, le importamos tres pimientos o, tal vez incluso le divierta
vernos sufrir.
Es una respuesta, no cabe duda,
pero, ¿es racional? Y, sobre todo, ¿nos satisface, llena nuestra necesidad de
consuelo, de plenitud? ¿Llena nuestra ansia de bondad, de felicidad? Esa
respuesta se puede dar cuando uno piensa, en abstracto, desde la lejanía del
tiempo y del espacio. Se puede decir, ante el horror del campo de concentración
de Auschwitz, Dios no existe, y después cerrar capítulo y seguir con nuestra
vida. Intelectualmente es tan “elegante” como superficial. Se puede decir, como
Teodoro Adorno: “Después de Auschwitz no puede haber poesía” y, dando un
paso más allá, afirmar: Después de Auschwitz no puede haber Dios. Y se puede,
incluso, después de esa respuesta, sentirse satisfecho con ella. Pero si nos
enfrentamos a una tragedia personal, a nuestro propio Auschwitz, pequeño, pero
nuestro, a la muerte de un hijo, por ejemplo, entonces es seguro que esa
respuesta no nos satisface. Puede que llevados por nuestro dolor y nuestra
frustración la demos, pero pasados los años, cuando el dolor, si no menor, sí
sea más frío, esa respuesta seguirá sin darnos la más mínima paz.
¿Hay otras respuestas? Sí, las
hay. A la frase de Teodoro Adorno, Imre Kertesz, premio nobel de literatura y
superviviente de Auschwitz y Buchenwald, replica: “Después de Auschwitz sólo
queda la poesía, sólo queda resistir con palabras ciertas”. ¿Existen
palabras ciertas? ¿Cuáles son esas palabras ciertas con las que resistir? Es
cierto que, si somos capaces de mirar al mundo por encima de nuestro dolor
personal, hondo, existencial –y no digo por encima de la indignación de las
grandes tragedias que no nos han tocado–
veremos que hay también en el mundo, mezclada con la maldad, humilde
pero no anónima, pequeña pero no despreciable, sencilla pero no estúpida, mucha
bondad, cantidades ingentes de bondad. Crece junto con la maldad como el trigo
entre la cizaña, pero no muere ahogada por ésta. Negar este hecho es cerrar los
ojos a la realidad. Y
es, al menos, tan lícito como preguntarse el por qué de la maldad del mundo,
intentar saber de donde viene esa bondad. Es más, creo que es imposible
responder a una de las dos cuestiones sin responder a la otra, ya que maldad y
bondad, dolor y alegría son dos caras de una misma moneda. La ausencia del bien
nos habla del bien como el vacío de una huella nos habla del objeto que la ha
impreso.
Quiero hablar de dos películas y
un libro. Las películas son “Magnolia” y “Babel”, la primera muy poco conocida,
pero no tanto que no se pueda encontrar en cualquier video club y la segunda un
éxito de taquilla de Brad Pitt y Kate Blanchet. El libro es un clásico. Me
refiero a “El fondo del problema” (“The Herat of de matter”) de Graham Greene. El
común denominador que me hace traer estas tres obras juntas es que en las tres
se respira una ausencia casi total de bien. “Magnolia” es una película
despiadada, donde se cruzan muchas pequeñas historias personales en las que
todos los personajes parecen peleles de un mundo implacable que atropella a los
seres humanos como una apisonadora. En “Babel”, tres historias, la de un
matrimonio americano, una familia marroquí y un padre y una hija japoneses, van
formando un tejido que aprisiona a todos los personajes en una trágica tela de
araña. En la novela de Greene, el personaje central, Scobie, llevado de un
concepto erróneo de la misericordia que le induce a intentar hacer el bien
transigiendo con el mal, se ve inexorablemente acorralando por las
consecuencias de sus acciones en un mundo perverso y despiadado, hasta llegar
al suicidio. En todas ellas, el alma se va encogiendo frente al vacío que se
abre ante ella, hasta llegar a un estado de añoranza de algo que nos libere de
tanta opresión. “Es lo que hay –podría decirnos un cínico– la nada, el vacío”,
pero esa repuesta no nos vale, añoramos algo, una luz en tanta oscuridad. Y en
las tres obras está esa luz, en forma de un personaje en una película, tres en
la otra y una acción de Scobie perdida en las tinieblas de la novela.
En “Magnolia” hay un pobre
policía, al que todo le sale mal, torpe, “maladroit”, pero que siente una
auténtica compasión ante la miseria que ve por todas partes. En “Babel”,
también un policía japonés, siente una ternura pura y sincera hacia una pobre
adolescente que tiene de todo, menos amor. Una pobre mujer, chicana, al cuidado
de los hijos del matrimonio americano que comete un error, sufre la expulsión
ignominiosa de USA, pero sigue queriendo a los niños ricos americanos de sus
empleadores a los que ha cuidado durante años. Un marroquí de un pueblo del
Atlas, atiende con solicitud amorosa a la mujer americana gravemente herida por
una bala perdida disparada, en un juego tan inocente como insensato, por un
niño pastor. En “El fondo del problema”, entre tanta obra de misericordia mal
entendida de Scobie, que en el fondo son tan sólo intentos de librarse del
malestar que le causa a él mismo el sufrimiento ajeno y que deshacen con la otra
mano el bien hecho con la primera, hay una acción aislada de compasión
gratuita, de ternura sin segunda lectura. Una niña de seis años moribunda de un
naufragio causado por el torpedo de un submarino, en la confusión de la agonía,
confunde a Scobie con su padre, muerto en el naufragio. Scobie, horrorizado,
recuerda a su propia hija muerta. Su niña murió cuando él estaba lejos. Siempre
había pensado que Dios le había liberado de presenciar su muerte. Pero ahora se
detiene junto a esta niña agonizante y produce con sus manos la sombra de un
conejito en la almohada de la niña mientras le habla con dulzura, como hacía
con su propia hija para que se durmiese. La niña muere con una sonrisa
creyéndose consolada por su padre.
A pesar del vacío que inunda
estas obras, para mí, esos personajes y esa acción valen más que todo ese vacío
y al final, mezclada con la amargura del conjunto, queda una brasa de ternura
que me hace esbozar una sonrisa de simpatía en el sentido etimológico de la palabra. Hace tiempo
oí llamar a este tipo de personajes, ángeles de misericordia[2]. Y me
parece que es un nombre bien puesto, porque son ángeles de luz que iluminan lo
que tocan. Y no se me diga que esto son cosas del cine o la novela. ¿Quién no
ha tenido al menos una vez en su vida la experiencia de encontrarse con un
ángel de misericordia, aunque sea en una situación aparentemente trivial? Más
aún, ¿quién no ha sido, al menos en un momento fugaz de su vida, un pequeño
ángel de misericordia? ¿Quién no ha sentido en esos momentos una sensación de alegría,
endulzando otra, mucho más fuerte, de impotencia por lo que no ha podido hacer?
¿No ha habido en Auschwitz ángeles de misericordia? A buen seguro, quien ha
pasado por la experiencia de ese infierno, los ha conocido. Así nos lo cuenta
Víctor Frankl en su obra autobiográfica, que no de ficción, “El hombre en busca
de sentido”. Así lo atestiguan las muertes de Edith Stein y el Padre Maximilian
Kolbe. Estoy convencido de que en algún momento de la vida del monstruo más
aberrante de la historia –y me atrevo a poner nombres; Hitler, Stalin, Pol Pot,
por citar algunos– ha habido algún momento fugaz en el que han sido ángeles de
misericordia. Tal vez esos actos y esas personas puedan ser como agujas en un
pajar, pero existen, y son esas agujas las que dan valor al pajar. Y también es
cierto que siempre han existido personas que son ángeles de misericordia a
tiempo completo. También me atrevo a citar algún nombre –Teresa de Calcuta, san
Francisco de Asís, Mahatma Gandhi y un largo etcétera de hombres y mujeres,
ángeles de misericordia anónimos, que gastan su vida entera en ser esa luz.
Estas personas, estos momentos fugaces, son las palabras ciertas de que nos
habla Imre Kertesz. Y creo que, antes de negar a Dios o su bondad como
respuesta a Auschwitz, conviene que nos adentremos en las profundidades de
estas palabras ciertas.
Ante un fenómeno así, ante el
hecho de vidas que están en primera línea de la lucha contra la maldad, contra
la pobreza, contra el sufrimiento, sólo caben tres posturas.
La primera es ignorarlos. Dejar
que sus palabras se pierdan entre lo mediocre de la vida como quien ha oído
llover. Tal vez después de un momento de respeto, pensamos en otra cosa. Tal
actitud no es la de una persona que realmente busca saber dónde estaba Dios
cuando ocurría la barbarie de Auschwitz. A la persona que tenga esa actitud tanto
le da la respuesta de Adorno como la de Kertesz. En el fondo, a una persona así no le
importa Auschwitz y si dice sentir horror ante el holocausto, es más bien por
una actitud social. Esa persona no se ha parado a reflexionar nunca seriamente
ni a imaginarse lo que esa barbarie debió representar para los que la sufrieron. Probablemente
nunca ha sentido la verdadera empatía de quien, al menos, haya tenido la
imposible actitud de intentar ponerse en la piel de las víctimas.
La segunda postura es pensar que
la vida de estos ángeles de misericordia a tiempo completo es un completo
error. Pueden estar equivocados o ser unos locos o, incluso, estar mintiendo,
pero todas sus vidas son un absurdo espejismo. Esto sería, seguramente, lo que
diría Freud. Creo que pensar eso es de una ceguera escandalosa y, generalmente,
voluntaria. Sobre todo por parte de quien no ha ejercido en su vida, o lo ha
hecho sólo esporádicamente, de ángel de misericordia. No se me entienda mal. Ya
he dicho que una sola acción de ángel de misericordia en la vida, como la de Scobie , puede
rescatar una vida. Pero eso no da derecho a juzgar frívolamente, desde esa vida
que tal vez sea un día rescatada por esa acción, a quien ejerce ese “oficio” en
el día a día. Esa actitud va contra la razón más elemental y suele estar
causada por una cerrazón visceral para aceptar la tercera actitud.
Esta tercera actitud es
preguntarse honestamente: ¿Qué impulsa a esas personas a dedicar su vida
completa al “oficio” de ángeles de misericordia? O, ¿de dónde surge ese acto
aislado que convierte a un ser mediocre, incluso cruel, durante unos minutos,
en un ángel de misericordia? Y me parece que lo primero y lo más normal es
preguntárselo a ellos. Antes he citado tres nombres de ángeles de misericordia
a tiempo completo sobradamente conocidos por el mundo, pero a los que yo no he
tenido el honor de conocer personalmente y por lo tanto no se lo he podido
preguntar. Sin embargo, lo han dejado en sus escritos. Pero creo que puedo
permitirme citar a algunos, anónimos para el mundo, pero a los que conozco
personalmente. Tengo el honor de conocer a un grupo de sacerdotes españoles que
gastan su vida en Kenia, junto al lago Turkana, llevando algo de luz y ayuda.
Por otro lado, mi mujer, que estudió en el colegio de la Asunción, se
reencontró, tras casi cuarenta años de acabar el colegio, con motivo de la
canonización reciente de su fundadora, con algunas de las monjas que la educaron. Preguntándole
a una de ellas dónde había estado a lo largo de su vida, le dijo varios sitios
y, entre ellos, citó Ronda. Como quiera que Ronda parecía un poco fuera de
lugar en la lista de sitios citados, mi mujer le pregunto extrañada: “¿Ronda?”.
“No, Ronda no –le respondió la vieja monjita–, Ruanda”. Unos días antes
habíamos visto en televisión la película de “Hotel Ruanda” –que también podría
haber añadido a la lista de este escrito–. “¿Estuvo usted en la época de las
matanzas entre hutus y tutsies?” –le preguntó–. “Sí –respondió con una
naturalidad como a quién han preguntado si estuvo ayer en el cine– mataron
también a cinco hermanas de la comunidad”. Bueno, pues a estos y a otros muchos
ángeles de misericordia que no cito pero a los que conozco, les pregunto
siempre, por qué lo hacen. La respuesta es siempre, invariablemente, la misma y
coincide con los escritos de muchos de los ángeles de misericordia famosos: “Lo
hacemos por Cristo, porque en las personas que sufren vemos a Cristo, porque la
mayor riqueza que les podemos llevar es el amor de Dios, manifestado en
Cristo”. Y después les pregunto de dónde sacan la fuerza. Su respuesta
es, invariablemente: “De Cristo, de la Eucaristía, de los sacramentos que cada
día me acerca esa Iglesia santa y pecadora fundada por el mismo Cristo”. No
digo que todos los ángeles de misericordia sean católicos. Antes he citado a
Gandhi entre los mundialmente reconocidos. Más adelante diré dos palabras sobre
estos. Ahora hablo de los que conozco con cara y ojos.
Ante estas respuestas, la actitud
honesta es, cuanto menos, preguntarse con respeto. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si
ese fuera realmente el sentido profundo de las palabras ciertas de Kertesz con
las que podemos resistir el horror de la maldad y el sufrimiento? No digo, ni
remotamente, que la honestidad intelectual nos obligue a creerlo a pies
juntillas. Es muy difícil creer semejante cosa de forma inmediata. Incluso
muchos de los que decimos creerlo, está por ver que lo creamos más allá de
nuestras palabras. Pero lo maduro, lo racional, lo honesto, si nos tomamos
Auschwitz en serio y si respetamos a esas personas, sería preguntarse eso. Y si
pensamos que eso podría, tal vez, ser verdad, dudo que haya algo más importante
en la vida que descubrir si lo es.
Hay una piedra de toque para
investigar si esas respuestas son ciertas. Nos lo dice san Pablo: “Si Cristo
no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido […] Si nuestra esperanza en
Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de los hombres”[3]. Este es el formidable reto que formula san
Pablo. Pero san Pablo no deja la pregunta abierta, sino que responde
inmediatamente: “Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos…”[4]. Es evidente que supera ampliamente el objeto
y la extensión admisible de este escrito argumentar sobre la veracidad, por
otra parte indemostrable, de la pretensión de san Pablo. Es una pretensión
inaudita y escandalosa, además de indemostrable. Pero no es una pretensión
sobre la que no se pueda investigar. ¿Existió realmente Jesús de Nazaret? ¿Se
presentó a sí mismo como Dios encarnado? ¿Realmente murió en Jerusalén bajo el
poder de Poncio Pilato? ¿Hay escritos no cristianos que nos puedan ayudar a
contestar a esto? ¿Son documentos fiables los evangelios o son un invento
posterior de los seguidores de ese Jesús? ¿Era ese Jesús un demente que buscó
su propia muerte? ¿Hay una respuesta verosímil alternativa a la resurrección?
En las siguientes líneas voy a dar por supuesto, sólo como hipótesis de
trabajo, que la respuesta afirmativa de san Pablo es cierta y voy a intentar
ver si, en ese caso, esas palabras “ciertas” podrían ser las que nos
permitiesen resistir el horror de la maldad y el sufrimiento. Sólo trabajaré
sobre esa hipótesis, porque la otra, la de que sean falsas, nos convierten a
los que creemos en ellas en “los más miserables de los hombres”. El que
después de leer estas líneas crea que no merece la pena investigar sobre la
veracidad de mi hipótesis, ya sabe cómo considerarme. El que, a pesar de lo
inaudito de la afirmación de san Pablo, crea que merece la pena indagar con la
mente abierta que lo haga y que vea a dónde le lleva su búsqueda. No le va a
llevar, téngalo por seguro a una certidumbre positivista, pero puede, sólo
puede, que le lleve a un encuentro tan real como espiritual con ese hombre
resucitado que afirmaba ser Dios. Así les ha ocurrido a millones de personas en
el mundo que han atestiguado haber tenido ese encuentro y que ese encuentro les
ha convertido en personas que intentan con todas sus fuerzas y limitaciones ser
ángeles de misericordia a tiempo completo.
Lo primero que ocurre si esas
palabras son ciertas es que tenemos la respuesta inmediata a la pregunta de dónde
estaba Dios mientras ocurría la barbarie de Auschwitz: En las filas de los que
iban a la cámara de gas. Era ese niño que lloraba, esa mujer que gritaba el
nombre de su hijo, ese hombre escuálido de los ojos espantados llenos de
terror. Porque ese hombre resucitado que decía ser el mismo Dios, estando entre
nosotros dijo: “Os aseguro que lo que
hicisteis [o dejasteis de hacer] con
uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”[5]. Y estas
palabras las dijo en el contexto de un juicio durísimo para los que se
comportaban mal con él, encarnado en cada uno de ésos, sus hermanos pequeños. Si
esas palabras son veraces, Dios no dice únicamente de boquilla aquello de que
lo que le hacemos a uno de ésos, sus hermanos pequeños, a él se lo hacemos,
porque él mismo ha padecido horrores, sufrimientos, vejaciones y sufrimientos
de tanta o más envergadura como el que más los haya sufrido, en Auschwitz o en
cualquier otro momento de la trágica historia humana. Porque, dejando su
condición de Dios, se encarnó para morir por nosotros, y una muerte de cruz[6]
precedida de toda suerte de vejaciones. Paro no es sólo eso. Cristo,
Dios-hombre, no sólo ha sufrido más que cualquier ser humano. Ha sufrido con
cada uno de nosotros, en sus carnes y en su espíritu, nuestros mismos
sufrimientos. Él ha sufrido en Auschwitz lo mismo que sufrían ese niño, esa
mujer y ese hombre. El ha sufrido con nosotros todos nuestros Auschwitz’s
personales.
En segundo lugar, si esas palabras
son ciertas, todas esas víctimas, todas esas personas atropelladas, ultrajadas,
pisoteadas, torturadas y, finalmente asesinadas, no han terminado su vida en la muerte. Si Cristo
ha resucitado, todos ellos están con él. En los corchetes que aparecen en la
cita que he hecho más arriba de la primera carta de san Pablo a los corintios,
dice: “Y, por supuesto [si Cristo no ha resucitado] también habremos
de dar por perdidos a los que han muerto en Cristo”[7]. Y
después de su tajante afirmación, también citada, de que Cristo sí ha
resucitado de entre los muertos, añade: “…, como anticipo de quienes duermen
el sueño de la muere”[8]. Ya
en el Antiguo Testamento, que no es sino una crónica de una muerte y
resurrección anunciadas, habla de la suerte de los muertos:
“Pero las almas de los justos
están en las manos de Dios y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos
piensan que están muertos, su tránsito les parece una desgracia y su salida
entre nosotros un desastre, pero ellos están en paz. Aunque a juicio de los
hombres han sufrido un castigo, su esperanza estaba llena de inmortalidad y por
una leve corrección recibirán grandes bienes. Porque Dios los puso a prueba y
los halló dignos de él. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto”[9].
Si esas palabras son veraces,
esos millones de judíos descansan, como el pobre Lázaro de la parábola de
Epulón, para toda la eternidad, en el seno de Abraham. El humo de su cremación
ha llegado hasta Dios como una ofrenda, como un holocausto y él los tiene en
sus brazos.
Si, pero, ¿dónde está la
justicia? Nos preguntamos. Si las palabras anteriores no son veraces sólo hay
una respuesta: En ningún sitio. No hay justicia. Nadie, nunca, hará justicia a
esas víctimas ni a ninguna víctima de ninguno de los atropellos que el hombre
ha infligido al hombre a lo largo de su sangrienta historia. Y es que hay algo
muy profundamente anclado en nosotros que clama justicia, que la pide a gritos.
Nadie de este mundo admitiría que no tiene sed de justicia. Einstein, es una buena ilustración de esto. “No puedo concebir un Dios que premia y
castiga a sus criaturas”, decía.
“Estoy más cerca de Spinoza
que de los profetas. Por eso no creo en el pecado”, continuaba. Pero tras los horrores del holocausto
proclamaba: “los alemanes, todo
ese pueblo entero, son responsables de esos crímenes en masa y deben ser
castigados si hay justicia en el mundo”. Porque es fácil la postura
intelectual de un mundo sin justicia, hasta que se le ve la cara a la maldad. Pero si esas
palabras, las de la resurrección de Cristo, no las de Einstein, no son ciertas,
para saciar esa sed de justicia sólo queda la venganza, con su dosis de
violencia que engendra nueva violencia en una espiral demasiado conocida e
inmensamente trágica que tan bien recorremos los humanos. Sin embargo, Dios nos
dice, por boca de san Pablo, que a su vez recita la Torah: “No os toméis la justicia por vuestra mano, queridos míos, sino dejad
que Dios castigue, pues dice la escritura: ‘a mí me corresponde hacer justicia; yo daré su merecido a
cada uno’[10]. Esto es lo que dice el Señor. Por tanto, ‘si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed,
dale de beber. Actuando así, harás que enrojezca de vergüenza’[11]. No te dejes vencer por el mal; antes bien,
vence el mal en el bien”[12]. Así
pues, sólo si esas palabras son veraces podemos tener una esperanza de
justicia, y sólo con esa esperanza la Historia, con mayúscula, tiene sentido.
Esas palabras vendrían a rescatar, no sólo a las víctimas de los holocaustos de
la historia, sino a la propia Historia. Porque ese es el juicio que
esperamos del hombre que resucitó, según esas palabras ciertas.
Pero ¿sería entonces este juicio
a la Historia hecho por el resucitado una venganza al más puro estilo humano?
¿Sería la respuesta a la barbarie del holocausto otro holocausto? Si es cierto
que es un escándalo que la Historia se quede sin justicia, ¿no lo sería aún
mayor que la justicia sea más sangrienta que los hechos que la hacen necesaria?
¿Qué Dios sería ese? ¿Dónde estaría la misericordia de ese Dios en el que
creemos los que damos esas palabras por ciertas? Pero ese supuesto Dios veraz
no puede desdecirse de la libertad y de la responsabilidad aparejada que nos
dio al crearnos. En ese imposible filo de la navaja se tienen que mover la
justicia y la misericordia de ese Dios de las palabras supuestamente veraces.
Pero ese filo de la navaja tiene un nombre, Jesucristo. Él es, en uno, los dos
chivos expiatorios de los que nos habla el libro del Levítico: “… tomará dos
chivos, los presentará delante del Señor a la entrada de la tienda del
encuentro y echará sobre ellos las suertes; uno será para el Señor y el otro
será para Azazel. Aarón tomará el chivo que le haya caído en suerte al Señor y
lo ofrecerá en sacrificio de expiación. En cuanto al chivo que haya caído en
suerte a Azazel, lo presentará vivo delante del Señor para hacer sobre él el
rito de expiación y enviarlo al desierto para Azazel”[13], para ser devorado por las fieras. Su
sangre es la del cordero con la que untaron los dinteles de sus puertas los
judíos el día de la
primera Pascua , la de la salida de Egipto, para que el ángel
exterminador respetase sus vidas. Él es aquél de quien Isaías, en su poema del
Siervo Sufriente de Yavé, dice: “Sin embargo, él llevaba nuestros dolores,
soportaba nuestros sufrimientos. […] Sufrió el castigo para nuestro bien y en
sus llagas hemos sido curados [..] El Señor cargó sobre él todas nuestras
culpas. […] Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá
descendencia, prolongará sus días y por medio de él tendrán éxito los planes
del Señor. […] Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas.
[…] Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores”[14]. De
alguna manera, no sólo el sufrimiento de los hombres causado por el pecado de
otros hombres ha caído sobre ese Siervo Sufriente, sino también la maldad de la
venganza que solemos necesitar los hombres para sentir que se ha hecho
justicia, ha caído sobre él. Las bofetadas, las torturas, los horrores que los
que han padecido eso mismo quisieran hacer caer sobre sus verdugos, han caído
sobre él siglos antes –o siglos después, según a qué holocausto nos refiramos–,
porque su holocausto personal está más allá del tiempo y el espacio. Hitler ya
ha sido vengado en Cristo. ¿Podrá haber sido también perdonado? Veremos, porque
algo en nuestro interior nos dice que la justicia no es completa si no paga el
que tiene que pagar y si no hay arrepentimiento sincero. ¿Qué nos dicen las
palabras ciertas de ese “chivo expiatorio”, de esa sangre protectora, de ese
Siervo Sufriente? En la misma escena del juicio en la que unas líneas arriba
nos decía que lo que hiciésemos a uno de ésos, sus hermanos menores, se lo
hacíamos a él, nos hablaba del fuego eterno preparado para los que viéndole
hambriento, sediento, desnudo o prisionero, no le socorrieron. Y ahí está ese
fuego. Pero antes habrá otro fuego: “El día del Señor […] despuntará con fuego”[15], nos dice san Pablo. Antes del fuego rojo del ocaso,
vendrá el fuego límpido del amanecer. No el fuego del castigo, sino el fuego de
la purificación, el fuego del crisol, el fuego que, después de abrasar la paja
del pajar de cada uno haga brillar, como una obra maestra, nuestra aguja de
oro, esa pequeña y olvidada obra nuestra de ángel de misericordia. Porque a lo
largo de nuestra vida hemos acumulado paja y oro, cizaña y trigo dentro de
nosotros mismos, hemos construido con materiales buenos o malos. La anterior cita
completa de san Pablo dice: “… pero que
cada uno mire cómo construye. Desde luego, nadie puede poner un cimiento
distinto del que ya está puesto, y este cimiento es Jesucristo. Sin embargo se puede construir sobre él con
oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno o paja. El día del Señor
pondrá de manifiesto la obra de cada cual, porque ese día despuntará con fuego
y el fuego pondrá a prueba la calidad de la construcción de cada uno. Aquel,
cuyo edificio, construido sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa,
mientras que aquel cuyo edificio sucumba bajo las llamas, sufrirá daño. Sin
embargo, él se salvará, pero como quien ha pasado a través del fuego”[16].
Si ante el fuego purificador de la mirada de amor del insultado, del ultrajado,
del torturado, del asesinado y del finalmente resucitado, tenemos una sola
pequeña obra de ángel de misericordia, una única sombra chinesca hecha a uno de
nuestros hermanos para arrancarle una sonrisa, si por esa obra, que la mirada
de Cristo rescatará del olvido, le decimos humildemente que olvide todas las
demás, nos salvaremos, como quien ha
pasado a través del fuego. Sólo si no hay una sola de esas obras en nuestra
vida –en qué vida no la hay– y sólo si en el uso de nuestra libertad, que Dios
no nos quitará ni siquiera en ese momento, renunciamos a presentar a Cristo esa
obra como humilde ofrenda expiatoria, sólo si bajo el fuego de esa mirada, que
no admite la doblez, nos negamos a un auténtico dolor por el mal causado a
nuestros hermanos y, a través de ellos, a ese Siervo Sufriente, sólo entonces
el otro fuego, el del castigo, cerrará sobre nosotros sus fauces. Y esa mirada
de misericordia la necesitamos todos, las víctimas para perdonar y verdugos
para ser perdonados. Porque, lo mismo que –estoy convencido de ello– en toda
vida humana hay una obra de ángel de misericordia que puede servir para nuestro
perdón, hay también muchas de verdugos que necesitan ser perdonadas. “El que esté libre de pecado, que tire la
primera piedra”[17],
dijo el único que, si hay palabras veraces para rescatar el mal del mundo, las
ha podido decir. ¿Es esto justicia suficiente? ¿Es esto venganza? ¿Es esto
misericordia? ¿Pasa Cristo por la puerta estrecha, por el filo imposible
de la navaja entre la justicia y la misericordia? ¿Tiene ese filo el nombre de
Jesucristo? Por eso, si estas palabras son verdaderas, todo ángel de misericordia,
por pequeño que sea, aunque no lo sepa, aunque no sea cristiano, aunque no
proclame con sus labios la divinidad de Cristo, está poniendo su cimiento en él.
Porque sólo él, sólo su Espíritu, nos capacita para ser, aunque sea en un
instante de nuestra vida, ángeles de misericordia. Si no fuese de él, ¿de dónde
podrían venir esos momentos?
Pero además, si esas palabras son
veraces, después de ese juicio, aparecerán un nuevo cielo y una nueva tierra.
El espacio-tiempo volverá a desplegarse ante nosotros, la Historia será
reescrita con nuevos renglones, esta vez todos derechos, y nuestra memoria será
purificada de esa vieja y macabra Historia y quedará inundada de la nueva. Jesucristo
“enjugará las lágrimas de todo rostro y
no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo se ha
desvanecido” cuando el que está sentado en el trono dijo: “He aquí que hago nuevas todas las cosas”[18].
Vuelvo a la gran cuestión: ¿Son
realmente verdaderas estas palabras? Si lo son, son las únicas que de verdad
nos pueden permitir resistir al mal. Si no lo son, estamos perdidos. Ni la
Historia, ni la vida, ni, por supuesto, la poesía, tienen el más mínimo sentido
después del primer Auschwitz de la historia humana, después de todos los
Auschwitz’s de cada ser humano, enfermedad, muerte, pobreza, soledad, etc.
Entonces Adorno tiene razón frente a Kertesz. Y no son palabras fáciles de
creer. Son “escándalo para los judíos y
necedad para los paganos”[19]. Escándalo
y necedad para nosotros, judeo-paganos. ¿Cómo? ¿Que el Señor de los Ejércitos,
Yavé, el innombrable, el Dios terrible de la Torah, es un hombre maldito que
muere en la infamia de la cruz? “Maldito el que cuelga de un madero”[20],
les dice la escritura a los judíos. Escándalo, desgarro de vestiduras. Sí, pero
ese hombre maldito e indefenso le dice a Caifás, cuando está a su merced,
recordando el anuncio del profeta Daniel: “veréis
al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Todopoderoso, y que viene sobre las
nubes del cielo”[21].
¿Qué el cielo será para los pobres, los humildes, los misericordiosos? ¡Qué
estupidez! Bueno, mientras nos dejen la tierra para los poderosos. Sí, pero ese
“ecce homo” destruido le dice a Pilato, estando también a su merced. “No tendrías ningún poder sobre mí si no te
lo hubieran dado de lo alto”[22]. Sí,
son palabras difíciles de creer. Pero, precisamente por eso, ¿quién podría
haberse inventado una doctrina tan disparatada y tan llena de poesía al mismo
tiempo? Y, ¿quién se hubiese dejado matar por una mentira así?
Sigmund Freud, uno de los llamados
filósofos de la sospecha, argumentaba que una mentira así nace, precisamente,
de nuestro anhelo de que la vida, el mundo, nuestra relación con nuestros
semejantes y la Historia tengan un sentido. Afirma que Dios es una invención
del hombre. Asegura que no fue un Dios inexistente el que creó al hombre, sino
que fue el hombre el que creó a un Dios inexistente. Puede, pero entonces, ¿de
dónde nos viene ese anhelo que nos hace inventarnos semejante “ridícula”
historia?, ¿con qué otro ser de la naturaleza compartimos semejante añoranza?,
¿cómo se produjo semejante salto cualitativo en un universo biológico donde
toda evolución es lenta y paulatina? Algo no cuadra en la sospecha de Freud,
que, por otra parte, no es otra cosa que una opinión indemostrada. Y, por otro
lado, ¿de dónde ha salido este cosmos inmenso y lleno de un orden que ha asombrado
a las mentes que mejor han llegado a conocerlo? ¿No es inmensamente razonable
pensar que una inteligencia superior y todopoderosa lo ha creado? Y, ¿por qué
lo hizo? ¿Pudo ser por amor? Y, ¿si ese ser infinitamente inteligente y
todopoderoso lo creó por amor, no pudo idear un plan de rescate para nuestros
pecados? ¿No sería lógico que nos revelase su plan? ¿No pudo ser él mismo parte
de ese plan y entrar a formar parte de la creación y enseñarnos con su
sufrimiento que nos quería a pesar de su aparente silencio? Ese mismo Dios encarnado sintió ese espantoso
silencio: “Dios mío, Dios mío, por qué me
has abandonado[23]”, gritó a ese terrible silencio desde la cruz. Pero , si
resucitó, encontró la
respuesta. Así , “la
cruz es el testigo mudo del sufrimiento de los hombres”[24].
Demasiadas preguntas a las que no
voy a responder. Ya lo he hecho para mí mismo, pero mis respuestas no valen más
que para mí. En este tema, cada uno tiene que contestarse a sí mismo. Pero si
somos maduros, si nos tomamos Auschwitz en serio y no como un simple ejercicio
intelectual, nos va la vida en encontrar respuestas. Sugiero para buscarlas una
lectura de los evangelios, el Nuevo Testamento y toda la Biblia en clave de
estas preguntas y con la mente abierta (de aquí que haya puesto en todas las
citas su ubicación en la Biblia).
Incluso los que decimos creer en las
palabras veraces esbozadas en estas líneas, me parece que hemos aprendido a
creerlas por rutina, como algo que nos ha sido contado desde pequeños y nos
suena a algo tópico. También para nosotros deberían estas palabras golpearnos
con su escándalo y necedad en una primera instancia. También nosotros
deberíamos hacernos cada día, asombrados, estas preguntas y reconocer que nos
superan, que son más grandes que lo más grande que hay en nosotros, pero que
nacen de un lugar más íntimo que lo más íntimo que hay en nosotros y que
necesitamos entender esas palabras ciertas para responder a esas preguntas.
Palabras que no pueden provenir de nosotros mismos. Palabras que nos conviertan
cada día. Palabras que nos hagan un poco más ángeles de misericordia para traer
un poco de luz a este viejo mundo enfermo. Palabras que nos permitan ver en
ellas a “un Cristo que es fuerza y
sabiduría de Dios. Pues lo que en Dios parece locura, es más sabio que los
hombres; y lo que en Dios parece debilidad, es más fuerte que los hombres”[25].
Anónimo ha dejado
un nuevo comentario en su entrada "¿Dónde estaba Dios en Auschwitz?": por
que hablas de lo que no conoces?ALGUNA VEZ ESTUVISTES EN AUSCHWITZ?TU PROPIA
NECESIDAD DE CREER TE IMPIDE PONERTE EN LOS PANTALONES DE TU PROJIMO.
ENCONTRARTE EN UNA SITUACION DONDE TE HAN QUITADO TODO, TE APARTAN DE TU
HUMANIDAD, NO TIENES NI LO MAS MINIMO PARA SOBREVIVIR Y TE TRATAN PEOR A UN
ANIMAL.DIME DESPUES DE PASAR POR EL SUFRIMIENTO DE UN CAMPO DE CONCENTRACION;
ESPERANDO EL MOMENTO; UN MILAGRO, UN INSTANTE EN EL CUAL TE PUEDAS DESPERTAR
DEL HORROR DE UNA PESADILLA Y POR EL CONTRARIO DESPIERTAS EN EL LODO RODEADO DE
CADAVERES PUDRIENDOSE, DE PERSONAS QUE ALGUNA QUE CON ALGUNA VES TUVISTE
CONTACTO HABLASTE EN MEDIO DE UN SISTEMA DE EXTERMINIO. PREGUNTANDOTE. DONDE
ESTA DIOS?CUAL SERIA TU RESPUESTA?ESTE ESCRITO NO ES PARA EL AUTOR. ES ´PARA
TODO EL QUE QUIERA LEERLO Y MEDITAR Y PONERSE EN LOS ZAPATOS DEL OTRO.
Respondo:Querido
Anónimo:No, no he estado nunca en Auschwitz. ¿Has estado tú? Teodoro Adorno, al
que cito en mi post, tampoco estuvo. En cambio sí estuvieron otros a los que
también cito. Viktor Frankl, cuyo libro “el hombre en busca de sentido” te
recomiendo, Imre Kertesz y Edith Stein. Por otro lado no creo haber dicho en mi
escrito nada que pueda ofender a quien haya estado allí, por lo que no entiendo
muy bien que me hables a gritos (en el lenguaje de mail el uso sistemático de
las mayúsculas indica indignación, si no era ese el sentido que tu quieres dar
a tu post, créeme que lo siento). Si no he ofendido a nadie, sospecho que lo
que te indigna es que hable de Dios y me espetas que es mi propia necesidad de
creer lo que me impide ponerme en los pantalones de mi prójimo. Me parece que
no hay nada en mi escrito que pueda hacer pensar que no me pongo en los
pantalones de mi prójimo. Si lo hay, por favor, cítamelo. En todo caso tu
argumento es totalmente ad hominem y, por tanto, poco riguroso. Lo de que el
deseo de creer como una excusa para creer en Dios es un argumento demasiado
viejo y demasiado ilógico. El deseo de creer en algo no es ninguna prueba de
que ese algo no exista. Yo deseo muchas cosas que, afortunadamente, existen.
¿te pasa a ti lo mismo? La existencia de las cosas es independiente de nuestros
deseos, por tanto, si quieres negar la existencia de Dios con lógica, tendrás
que buscar argumentos más sólidos. Porque, además, el propio hecho de que en el
hombre exista ese deseo de creer es más bien un sólido indicio de que alguien
ha puesto ahí ese deseo. ¿De dónde ha salido? ¿Con qué otro ser de este mundo
compartimos ese deseo? Desde luego, es sólo es un indicio, no una prueba, pero
un indicio a favor, no en contra. No tengo ni idea de cuál sería mi respuesta
si hubiese estado en Auschwitz, pero sí sé, por lo que cuenta magistralmente,
Frankl que los que consiguieron encontrar un sentido a la vida en medio de la
barbarie (y digo un sentido a la vida, no un sentido a la barbarie que, desde
luego no lo tiene), sobrevivieron mejor que los que no. Siento mucho que la
posibilidad de ver a Dios a pesar de Auschwitz te cabree tanto… creo que debes leer a Frankl, superviviente
de Auschwitz.
Siempre hay que agradecer a los que nos contradicen, porque nos hacen pensar. Hace unos meses, el 26 de Octubre del 2008 para ser exactos, publiqué en este blog una entrada titulada: “¿Dónde estaba Dios en Auschwitz?” que levantó las iras de un lector, al que contesté una entrada de respuesta a un anónimo el 1 de Diciembre. Pero su comentario me ha hecho acudir a las fuentes de dos escritores cuyo nombre sólo mencioné: Viktor Frankl e Imre Kertész, ambos judíos supervivientes de campos de exterminio Nazis y el segundo premio Nóbel de literatura. Copio aquí sendos extractos de sus libros “El hombre en busca de sentido” y “Sin destino”, respectivamente:
Sentido de la vida y
sufrimiento en Viktor Frankl; “El hombre en busca de sentido”.
“El modo en que un hombre acepta su destino y todo el sufrimiento que
éste conlleva, la forma en que carga con su cruz, le da muchas oportunidades
–incluso bajo las condiciones más difíciles– para añadir a su vida un sentido
más profundo. Puede conservar su valor, su dignidad, su generosidad. O bien, en
la dura lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad humana y ser poco
más que un animal, tal como nos ha recordado la psicología del prisionero en un
campo de concentración. Aquí reside la oportunidad que el hombre tiene de
aprovechar o de dejar pasar las ocasiones de alcanzar los méritos que una situación
difícil puede proporcionarle. Y lo que decide si es merecedor de sus
sufrimientos o no lo es.
No piensen que estas consideraciones son vanas o están muy alejadas de
la vida real. Es verdad que sólo unas cuantas personas son capaces de alcanzar
metas tan altas. De los prisioneros, solamente unos pocos conservaron su
libertad sin menoscabo y consiguieron los méritos que les brindaba su
sufrimiento, pero aunque sea sólo uno el ejemplo, es prueba suficiente de que
la fortaleza íntima del hombre puede elevarle por encima de su adverso sino. Y
estos hombres no están únicamente en los campos de concentración. Por doquier
el hombre se enfrenta a su destino y tiene siempre oportunidad de conseguir
algo por vía del sufrimiento. Piénsese en el destino de los enfermos,
especialmente de los enfermos incurables. En una ocasión, leí la carta escrita
por un joven inválido, en la que a un amigo le decía que acababa de saber que
no viviría mucho tiempo y que ni siquiera una operación podría aliviarle su
sufrimiento. Continuaba su carta diciendo que se acordaba de haber visto una
película sobre un hombre que esperaba su muerte con valor y dignidad. Aquel
muchacho pensó entonces que era una gran victoria enfrentarse de este modo a la
muerte y ahora –escribía– el destino le brindaba a él una oportunidad similar.
Los que hace unos años vimos la película Resurrección, según la novela de Tolstoi, no hubiéramos pensado
nunca en un primer momento que en ella se daban cita grandes destinos y grandes
hombres. En nuestro mundo no se daban tales situaciones por lo que no había
nunca oportunidad de alcanzar tamaña grandeza... Al salir del cine fuimos al
café más próximo, y junto a una taza le café y un bocadillo, nos olvidamos de
los extraños pensamientos metafísicos que por un momento habían cruzado por
nuestras mentes. Pero cuando también nosotros nos vimos confrontados con un
destino más grande e hicimos frente a la decisión de superarlo con igual
grandeza espiritual, habíamos olvidado ya nuestras resoluciones juveniles, tan
lejanas, y no dimos la talla.
Quizás para algunos de nosotros llegue un día en que veamos otra vez
aquella película u otra análoga. Pero para entonces otras muchas películas
habrán pasado simultáneamente ante nuestros ojos del alma; visiones de gentes
que alcanzaron en sus vidas metas más altas de las que puede mostrar una
película sentimental. Algunos detalles, de una muy especial e íntima grandeza
humana, acuden a mi mente; como la muerte de aquella joven de la que yo fui
testigo en un campo de concentración. Es una historia sencilla; tiene poco que
contar, y tal vez pueda parecer invención, pero a mí me suena como un poema.
Esta joven sabía que iba a morir a los pocos días; a pesar de ello,
cuando yo hablé con ella estaba muy animada.
«Estoy muy satisfecha de que el destino se haya cebado en mí con tanta
fuerza», me dijo. «En mi vida anterior yo era una niña malcriada y no cumplía
en serio con mis deberes espirituales». Señalando la ventana del barracón me
dijo: «Aquel árbol es el único amigo que tengo en esta soledad». A través de la
ventana podía ver justamente la rama de un castaño y en aquella rama había dos
brotes de capullos. «Muchas veces hablo con el árbol», me dijo.
Yo estaba atónito y no sabía cómo tomar sus palabras. ¿Deliraba?
¿Sufría alucinaciones? Ansiosamente le pregunté si el árbol le contestaba. «Sí»
¿Y qué le decía? Respondió: «Me dice: “Estoy aquí, estoy aquí, yo soy la vida,
la vida eterna”».
[...]
Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud
hacia la vida. Tenemos que aprender por nosotros mismos y, después, enseñar a
los desesperados que en realidad no
importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de
nosotros. Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado
de la vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la
vida les inquiriera continua e incesantemente. Nuestra contestación tiene que
estar hecha no de palabras ni tampoco de meditación, sino de una conducta y una
actuación rectas. En última instancia, vivir significa asumir la
responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello
plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo.
Dichas tareas y, consecuentemente, el significado de la vida, difieren
de un hombre a otro, de un momento a otro, de modo que resulta completamente
imposible definir el significado de la vida en términos generales. Nunca se
podrá dar respuesta a las preguntas relativas al sentido de la vida con
argumentos especiosos. «Vida» no significa algo vago, sino algo muy real y
concreto, que configura el destino de cada hombre, distinto y único en cada
caso. Ningún hombre ni ningún destino pueden compararse a otro hombre o a otro
destino. Ninguna situación se repite y cada una exige una respuesta distinta;
unas veces la situación en que un hombre se encuentra puede exigirle que
emprenda algún tipo de acción; otras, puede resultar más ventajoso aprovecharla
para meditar y sacar las consecuencias pertinentes. Y a veces lo que se exige
al hombre puede ser simplemente aceptar su destino y cargar con su cruz. Cada
situación se diferencia por su unicidad y en todo momento no hay más que una
única respuesta correcta al problema que la situación plantea.
Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de aceptar dicho
sufrimiento, pues esa es su sola y única tarea. Ha de reconocer el hecho de
que, incluso sufriendo, él es único y está solo en el universo. Nadie puede
redimirle de su sufrimiento ni sufrir en su lugar[26]. Su única oportunidad
reside en la actitud que adopte al soportar su carga.
En cuanto a nosotros, como prisioneros, tales pensamientos no eran
especulaciones muy alejadas de la realidad; eran los únicos pensamientos
capaces de ayudarnos, de liberarnos de la desesperación aun cuando no se
vislumbrara ninguna oportunidad de salir con vida. Ya hacía tiempo que habíamos
pasado por la etapa de pedir a la vida un sentido, tal como el de alcanzar
alguna meta mediante la creación activa de algo valioso. Para nosotros el
significado de la vida abarcaba círculos más amplios, como son los de la vida y
la muerte y por este sentido es por el que luchábamos.
Una vez que nos fue revelado el significado del sufrimiento, nos
negamos a minimizar o aliviar las torturas del campo a base de ignorarlas o de
abrigar falsas ilusiones o de alimentar un optimismo artificial. El sufrimiento
se había convertido en una tarea a realizar y no queríamos volverle la espalda.
Habíamos aprehendido las oportunidades de logro que se ocultaban en él,
oportunidades que habían llevado al poeta Rilke a decir: «Wie viel ist aufzuleiden. ¡Por cuánto
sufrimiento hay que pasar!» Rilke habló de «conseguir mediante el sufrimiento»
donde otros hablan de «conseguir por medio del trabajo». Ante nosotros teníamos
una buena cantidad de sufrimiento que debíamos soportar, así que era preciso
hacerle frente procurando que los momentos de debilidad y de lágrimas se
redujeran al mínimo. Pero no había ninguna necesidad de avergonzarse de las
lágrimas, pues ellas testificaban que el hombre era verdaderamente valiente;
que tenía el valor de sufrir. No obstante, muy pocos lo entendían así. Algunas
veces, alguien confesó avergonzado haber llorado, como aquel compañero que
respondió a mi pregunta sobre cómo había vencido el edema, confesando: «Lo he
expulsado de mi cuerpo a base de lágrimas»”.
Viktor Frankl, El hombre en busca
de sentido.
La segunda frase, mucho más
breve, de Imre Kertész, me da sonrojo casi pegarla textualmente, pero es lo que
dice él mismo, que siendo todavía casi un niño de unos 16 años estuvo varios en
distintos campos de exterminio nazis. El libro “Sin destino” es verdaderamente
sobrecogedor, pero cuando termina la guerra y vuelve a Budapest, esto es lo que
piensa y lo que recuerda y escribe muchos años después en su libro.
Imre Kertész frase final de su obra “Sin destino”.
“… puesto que no existía ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir
de manera natural, y en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una
inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las chimeneas (de
Auschwitz) había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas,
algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades,
por los horrores, cuando para mí ésa había sido la experiencia que más recordaba.
Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles
la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo”.
Sin comentarios, pero con la viva
recomendación de la lectura de este libro en el que no se ahorra la narración
de uno sólo de esos horrores.
[1] Discurso de Benedicto XVI
en Auschwitz el domingo 18 de Junio del 2006.
[2] “Literatura del siglo XX y
cristianismo” de Charles Moeller, en el capítulo dedicado a Graham Greene cuya
lectura, como la de toda la obra (son siete tomos) recomiendo encarecidamente.
[3] 1ª carta de san Pablo a
los corintios 15, 17-19.
[4] 1ª carta de san Pablo a
los corintios 15, 20.
[5] Cfr. Evangelio según
Mateo, 25, 31-46.
[6] Cfr. Carta a los
filipenses 2, 6-8
[7] 1ª carta de san Pablo a
los corintios 15, 18.
[8] 1ª carta de san Pablo a
los corintios 15, 20.
[9] Libro de la Sabiduría 3,
1-6
[10] Deuteronomio 32, 35
[11] Proverbios 25, 21-22
[12] Carta de san Pablo a los
romanos 12, 19-21
[13] Levítico 16, 7-10.
[14] Cfr. Isaías, 53, 1-12.
Cuarto poema del Siervo de Yavé.
[15] Cfr. 1ª carta a los
corintios 3, 13
[16] 1ª carta a los corintios
3, 12-15
[17] Evangelio según san Juan
8, 7.
[18] Libro del Apocalipsis 21,
4-5
[19] 1ª carta de san Pablo a
los corintios, 1, 23.
[20] Libro del Deuteronomio
21, 23.
[21] Evangelio según san
Mateo, 26, 64.
[22] Evangelio según san Juan
19, 11.
[23] Evangelio según san
Marcos, 15, 35.
[24] Benedicto XVI París 12 de septiembre del 2008,
Discurso del Papa a los jóvenes en los alrededores de Nôtre Dame.
[25] 1ª carta de san Pablo a
los corintios, 1, 24-25.
[26]
Realmente, no es así. Si fuera así, la aceptación de el sufrimiento sería el
más inteligente de los autoengaños del hombre, pero, al final tampoco tendría
sentido. Sin embargo, cuando sufrimos no estamos solos en el universo. Junto a
nosotros está Cristo. Es cierto que Cristo no sufre en nuestro lugar, en vez de
nosotros. Pero, en Getsemaní, ha sufrido, está sufriendo, nuestro mismo
sufrimiento. No uno parecido, más o menos duro, no. El mismo que estamos
sufriendo ahora. No lo sufrió hace 2000 años, no. Lo sufre ahora. Porque
Getsemaní es el “truco” del Señor del espacio-tiempo para sufrir con
nosotros, al mismo tiempo que nosotros, nuestro mismo sufrimiento, el de todos
y cada uno de los seres humanos, individualizado. Pero si Cristo no nos
sustituye, sino que nos acompaña en nuestro sufrimiento, sí que nos redime de
él. Le da un sentido, el único sentido trascendente que puede tener, y lo hace,
a su vez, redentor de otros sufrimientos. Nos permite poner en nuestra carne lo
que le falta a la pasión de Cristo (Cfr s. Pablo). A través del Cuerpo Místico
de Cristo, hace que nuestro sufrimiento sirva de compañía, consuelo y alivio al
de millones de seres humanos de todos los tiempos y lugares. (Esta nota es
mía).
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