Ya sabéis por el nombre de mi
blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su
nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda
idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el
espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de
Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las
brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que
merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un
paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la
consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del
olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este
efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a
partir del 13 de Enero del 2010.
Eva es también anima,
el alma, desposada con el señor cuerpo. El señor cuerpo, animus, se hace
el astuto, cree en las grandezas temporales, lleva a su esposa de calle en
calle, de ciudad en ciudad, a fin de presentarla a su “buena familia y a la
gente importante”, a los nobles y a los ministros, a los tíos heredables. La
joven mujer, la esposa, Eva, es el alma, que se deja llevar. Deja que hable el
señor cuerpo. Deja que la lleve por los caminos. Pero, entre tanto, ella sueña
con “la primera mañana”. [...] el sueño de Eva exiliada es también el
ensueño de nuestra alma, que se acuerda de la “primera mañana”, en que
descendió hacia este “primer atardecer”, de la “reciente primavera” en que descendió
hacia este “sol de invierno”. Eva simboliza la parte “femenina” de todo ser
humano, que espera ser visitada, ser devuelta al paraíso, a la infancia del
mundo. Es, en la humanidad, la parte mística, la que “se acuerda” de la
“heredad perdida”, y busca el camino a lo largo de los viejos callejones. La
humanidad hija de Eva es la de todos los hombres, y también la del
Jesús-hombre, que es también el Jesús-Dios que nos redime.
Charles Moeller,
Tomo IV, La esperanza en Dios nuestro Padre, capítulo dedicado a Charles Péguy.
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