El aprendiz de
zapatero
León Tolstoi
I
Hace
mucho tiempo vivía en una aldea un zapatero con su mujer y sus hijos. Vivían en
una habitación alquilada a un campesino, porque el zapatero no tenía casa ni
tierras y a duras penas ganaba para mantener a su familia. El pan era caro y el
trabajo mal pagado; se comía todo lo que ganaba y sólo tenía, para sí mismo y
para su mujer un abrigo de piel de oveja ya raído. Hacía tiempo que el zapatero
intentaba conseguir dinero para comprar pieles de carnero y hacerse un nuevo
abrigo.
Un
otoño había conseguido ahorrar algo y en un cofre de la “mamma” guardaba tres
rublos en billetes. En la aldea de al lado le debían cinco rublos y veinte
céntimos.
Una
mañana decidió ir a comprar las pieles. Se puso la bata acolchada de boatiné de
la “mamma”, se cubrió con su sayo de paño, se echó al bolsillo los tres rublos,
cogió su bastón y, después de desayunar, se fue.
“Cobraré
los cinco rublos –pensaba–. Les añadiré estos tres y compraré pieles para un
abrigo”.
Al
llegar a la aldea fue a casa de un campesino, pero éste estaba fuera; su mujer le
prometió que su marido le llevaría el dinero en esa misma semana, pero no le
dio ni un céntimo.
En
otra casa le juraron que no tenían para pagarle todo; le dieron sólo veinte
céntimos por unas suelas. El zapatero intentó comprar fiadas las pieles, pero
el vendedor no quiso fiarle.
-
Dame dinero –le dijo–, y elegirás tú mismo el género, porque sé lo mucho que
cuesta cobrar.
El
zapatero no logró lo que quería; sólo consiguió, junto con los veinte céntimos
del arreglo, un viejo para de botas de fieltro que le dieron para remendar.
Entristecido,
fue a la taberna, se bebió los veinte céntimos y se fue andando sin las pieles.
Por la mañana había tenido frío por el camino, pero después de beber entró en calor
sin necesidad del abrigo. Andaba alegre golpeando con el bastón el suelo
helado; se reía y mascullaba entre dientes:
“Tengo
calor sin abrigo porque he bebido un poco; mi tripa está llena de vino. ¿Para
qué querría un abrigo nuevo? Me he olvidado de mi miseria, soy todo un hombre.
¿Qué me importa nada? Puedo vivir perfectamente sin abrigo. Paso de él para
siempre. Pero la “mamma” lo sentirá mucho, y tendrá razón. Trabajamos para los
campesinos que nos explotan. ‘¡Espera! ¿Quieres dinero? ¡Pues vete a la
porra!...’ Y le pagan a uno dándole sólo veinte céntimos. ¿Qué puede uno hacer
con veinte céntimos? Bebérselos en la taberna y santas pascuas. Entonces te
dicen: ‘¡La miseria!’ ‘¡Claro, claro! Pero, ¿y mi miseria, qué? Tienes una
casa, ganado y todo lo que necesitas y yo no tengo nada. Comes el pan que te produce tu campo y yo
tengo que comprar el mío; necesito tres rublos por semana; al llegar a mi casa
ya se han comido el pan y tengo que gastar otro rublo y medio… Págame lo que me
debes”.
Así
llegó cerca de la ermita, en una vuelta del camino, y vio detrás de ella algo
blanco. Atardecía y el zapatero no veía bien.
“¿Qué
es eso de ahí? No era una piedra blanca. ¿Será una vaca? No, no parece una
vaca. Por la cabeza, yo diría que es un hombre; pero, ¿por qué lo veo blanco?
¿Y por qué hay un hombre aquí?”
Semel,
que ese era el nombre del zapatero, se acerca, le mira y lo ve todo claro.
¡Prodigioso! Es un hombre. ¿Está vivo o muerto? Está sentado, completamente
desnudo, apoyado en la pared de la ermita y sin moverse. El zapatero se asusta
y se dice:
“Seguro
que le han matado, le han robado sus vestidos y lo han dejado aquí; si me acerco
me meteré en líos, porque creerán que soy el asesino y el ladrón”.
El
zapatero pasa de largo, deja atrás la ermita y ya no mira al hombre. Pero luego
vuelve la cabeza y ve que el hombre está separado de la pared y se mueve y
parece que le mira fijamente. Cada vez con más miedo, el zapatero se santigua y
se pregunta si debe volver o huir.
“Si
me acerco a él –piensa–, puede que me ocurra una desgracia. ¿Qué clase de
hombre será? Me parece sospechoso. Se abalanzará contra mí y no podré
escaparme. Si no me estrangula, al menos me veré en un serio apuro. ¿Qué podré
hacer con un hombre desnudo? No puedo desnudarme y darle mi única ropa para
vestirle. Me largaré a toda prisa”.
Y
apresura el paso. De pronto, se para en el camino.
“¿Qué
vas a hacer Semel? –se dijo–. ¿Qué vas a hacer? ¿Un hombre se está muriendo y a
ti te da miedo y huyes de él? ¿Tal vez eres ya rico? ¿Tienes ya miedo de que te
quiten tus tesoros? Vamos, Semel, eso no está bien”.
II
Cuando
reflexionó así Semel volvió hacia la ermita y se acercó derecho al encuentro
del hombre. Cuando llegó a su lado empezó a observarle. Era joven y fuerte. No
tenía señales de golpes ni heridas en su cuerpo desnudo, pero estaba aterido de
frío y parecía asustado. Estaba pegado a la pared, sin mirar a Semel. Era como
si estuviese exhausto, sin poder ni siquiera levantar los párpados. Semel se
inclinó sobre él. El hombre se reanimó súbitamente, abrió los ojos, volvió la
cabeza hacia él y le miró.
Al
ver aquella mirada, el zapatero sintió aprecio por el desconocido. Dejo caer
sus botas de fieltro, soltó su cinturón y se quitó el sayo.
¡Venga
–le dice–, nada de charla inútil! ¡Vístete! De prisa, venga, de prisa… Te vas a
congelar.
Coge
al pobre hombre entre sus brazos, le ayuda a levantarse, le pone de pie y se
fija en su cuerpo, muy fino y muy blanco, y en su dulce rostro.
Semel
le pone el sayo sobre los hombros, pero el desconocido no sabe como meter los
brazos en las mangas. Semel se las mete, cierra el sayo, le pune el cinturón,
se quita su gorra raída y quiere ponérsela, pero siente frío en la cabeza y piensa:
“Estoy
completamente calvo y el tiene el pelo largo y rizado. Me hace más falta a mí”.
Y
se vuelve a poner la gorra.
“Será
mejor ponerle las botas”.
Y,
poniéndose de rodillas a los pies del desconocido, le pone las botas de
fieltro. Luego le pone de pie y le dice:
-
¡Bueno, hermano! Venga, muévete un poco. Caliéntate. Aquí ya no hay nada que
hacer. Podemos irnos.
Pero
el desconocido sigue de pie, en silencio, mirando dulcemente a Semel. No es
capaz de articular ni una palabra.
-
¿Qué te pasa? ¿Por qué no dices nada? No podemos pasarnos aquí todo el
invierno. Tenemos que volver a casa. Coge mi bastón y apóyate en él si te
faltan fuerzas. ¡Vamos, en marcha!
El
hombre empieza a andar sin quedarse atrás.
Andan
el uno junto al otro y Semel le pregunta:
-
¿De dónde eres?
-
No soy de aquí
-
Conozco a las personas de por aquí. ¿Por qué estabas detrás de la ermita?
Y
el otro respondió:
-
No puedo decírtelo.
-
¿Te han atacado tal vez?
-
No, no me a maltratado nadie. Me ha castigado Dios.
-
Ya sé que todo viene de Dios, pero de algún lugar vienes, ¿no? ¿A dónde vas?
-
A cualquier parte, me da igual.
Semel
se queda asombrado. “Este hombre no tiene cara de malo, tiene una voz dulce,
pero no cuenta nada de sí mismo”. Semel piensa que el asunto es misterioso y le
dice al desconocido:
-
Ven a mi casa a calentarte un poco.
Samel
echa a andar y el otro le sigue. El viento sopla con fuerza y atraviesa la bata
de Semel. Pasado el efecto del vino, ya sereno, empieza a sentir frío. Anda
deprisa sin resuello y piensa:
“¡La
he hecho buena! ¡Vaya abrigo traigo! He salido para comprar un abrigo y vuelvo
sin sayo siquiera y con un hombre desnudo. No creo que Matryona me lo
agradezca”.
Matryona
es la “mamma”. Al pensar en ella, Semel se siente incómodo, pero cuando mira al
desconocido recuerda su mirada en la ermita y siente que el corazón le salta de
alegría en el pecho.
III
Matryona,
la mujer de Semel, se ha levantado muy pronto para hacer la casa. Ha cortado
leña, ha ido a por agua, ha dado de comer a los niños y ella también ha comido.
Luego se ha puesto a pensar. Piensa en el pan. Tiene que hornearlo hoy o
mañana. Todavía tiene en la despensa una hogaza. Si Semel ha comido en la aldea
y esta noche no cena, tendrán bastante para mañana. Mira una y otra vez la
hogaza.
“No voy a amasar hoy –se dice–. Además, tengo poca
harina. A ver si así tenemos hasta el Viernes”.
Tras
guardar el pan, Matryona se sienta a la mesa para remendar la camisa de su
marido. Mientras cose piensa en Semel, que se ha ido para comprar pieles.
“¡Con
tal de que no le hayan engañado! Es tan tonto… Él no ha engañado nunca a nadie
y un niño podría engañarle. Con ocho rublos podrá comprar un buen abrigo que
abrigue bastante, aunque no sea de buena calidad. Hemos sufrido mucho el último
invierno con un solo abrigo. No se podía ir a lavar al río sin ponérselo y
ahora, al irse, se ha puesto mi bata acolchada… Así no puedo salir de casa…
¡Cuánto tarda! ¿No se habrá ido a la taberna “mi pájaro?”
Nada
más pensar estas palabras oye los pasos de Semel en el zaguán. Matryona deja la
labor y va al vestíbulo. Ve entrar en él a dos hombres, Semel y otro campesino,
con la cabeza descubierta y con botas de fieltro. El aliento revela a Matryona
que su marido ha bebido.
“Lo
que me temía” –pensó.
Al
verle sin sayo, con las modas vacías, en silencio y avergonzado, el corazón le
empeza a latir con fuerza a la “mamma”.
“Se
ha bebido el dinero –pensó–. Se ha ido a la taberna con algún paria y luego lo
trae aquí. Es lo que nos faltaba”.
Les
deja entrar en la cabaña y les sigue sin decir nada.
Ve
que el desconocido es un joven, delgado y pálido, vestido con el sayo, sin
camisa debajo y sin gorra. Cuando entró, se quedó callado, con la mirada baja. Matryona
piensa:
“Es
un sinvergüenza, tiene miedo”.
Se
va junto a la estufa, molesta, esperando a ver qué pasaba.
Semel
se quita la gorra y se sienta en el banco, como un buen chico.
-
Oye –Matryona murmura entre dientes mientras se para junto a la estufa mirando
a uno y a otro moviendo sólo la cabeza.
Semel
se da cuenta de que su mujer está indignada pero, ¿qué puede hacer? Como quien
no quiere la cosa, coge de la mano al desconocido y le dice:
-
Siéntate hermano. Vamos a cenar.
El
hombre se sienta silencioso.
-
Di, mujer, ¿no has hecho la cena?
-
¡Sí, la he hecho! ¡Pero no para ti! ¡Ya has cenado bastante con lo que has
bebido…! ¡Te vas a buscar un abrigo nuevo y vuelves sin sayo! ¡Y para colmo de
males te traes a un vagabundo desnudo! ¡No he hecho cena para borrachos!
-
Basta ya, mujer. No hace falta hablar tanto sin decir nada. Sería mejor que me
preguntases quién es este hombre.
-
Empieza por decirme dónde te has dejado el dinero– terció la “mamma”. Semel se
mete la mano en el bolsillo y saca de él los tres rublos.
-
Aquí tienes el dinero. Trofimov no me ha pagado. Me ha prometido pagarme
mañana.
Matryona
se pone más y más furiosa. Se acabó lo del abrigo nuevo y el sayo lo tiene un
vagabundo desnudo que trae su marido a casa para colmo de males. Coge el dinero
y lo guarda, diciendo:
-
No hay cena. No quiero alimentar a todos los vagabundos borrachos.
-
Escucha Matryona, calla y escucha lo que te digo.
-
¡Escuchar yo las idioteces de un imbécil borracho! ¡Tenía razón en no querer
casarme contigo! Mi madre te dio para una tela y tú te la bebiste. Vas a
comprar un abrigo y te lo bebes.
Semel
intenta explicar sin éxito que sólo se ha bebido veinte céntimos y quiere
contarle cómo encontró al desconocido. Pero Matryena no le deja ni abrir la
boca porque ella habla por los dos a la vez. Le echa en cara hasta lo que
ocurrió hace diez años. Habla y habla y después agarra a Semel por una manga.
-
Dame mi bata. Sólo tengo esa y me la has quitado y te cubres con ella, perro
sarnoso. ¡Que te lleve el diablo!
Semel
quiere quitarse la bata, pero su mujer tira y se rompen las costuras. Al final,
Matryona coge la bata, se la pone sobre la cabeza y va hacia la puerta para
irse… Pero, de repente, se para con un acceso de furia. Quisiera reñir a
alguien y saber quién es ese hombre.
IV
Matryona,
le lanza estas palabras desde el umbral de la puerta:
-
Si fuese un buen hombre no iría desnudo. Tendría, por lo menos, una camisa. Si
hubieras hecho una buena acción, me habrías dicho de donde viene este tío.
-
Llevo tres horas diciéndotelo, pero no me quieres escuchar. Pasaba junto a la
ermita y vi a este chico desnudo y casi helado. Ya no estamos en verano ni cosa
parecida. Dios me ha llevado a él, si no, esta noche hubiera muerto. ¿Qué otra
cosa podía hacer? Le he abrigado, le he vestido y me lo he traído. Serénate
Matryona, es un pecado ponerte así y todos vamos a morir.
Matryona
abre la boca para contestar. De pronto, mira al desconocido y se queda callada.
Sentado en el banco, sigue inmóvil. Su pecho se levanta, se está ahogando, con
las manos sobre las rodillas, cruzadas, la cabeza baja, los ojos cerrados, como
hundido. Matryona calla. Semel le dice dulcemente:
-
Matryona, ¿es que no está Dios en tu corazón?
Al
oír esto, la mujer mira al extraño, que también la mira, y su corazón se
enternece. Vuelve a entrar y se acerca a la estufa para preparar la cena. Posa
la cazuela en la mesa y trae el último pan y la cerveza.
-
¡Venga!, come –le dice.
Semel
pone al joven a la mesa.
-
Acércate, hermano.
Parte
el pan, lo unta y empieza a comer.
Matryona
se sienta en una esquina de la mesa, apoya los codos en ella y apoyando la
barbilla en las manos, mira al extranjero.
Siente
cómo le invade una gran compasión. Siente que quiere a ese pobre hombre. El
desconocido se pone alegre de repente. Y levantando la cabeza mira sonriendo a
la mujer. Al terminar de cenar, la “mamma” recoge los platos y dice:
-
¿De dónde vienes?
-
No soy de aquí
-
¿Por qué estabas junto a la ermita?
-
No puedo decírtelo.
-
¿Quién te ha desnudado?
-
Me ha castigado Dios
-
¿Y estabas así, desnudo?
-
Así estaba allí, desnudo. Me estaba helando. Semel me vió, sintió pena por mí,
me puso su sayo y me dijo que fuese tras él. Tú te has compadecido de mi
miseria y me has dado de comer y de beber. ¡Que Dios te bendiga!
Matryona
se pone en pie, abre el arcón, saca de él la camisa vieja de Semel, que había
remendado para el día siguiente, coge unos calzones, se los da al desconocido y
le dice con cariño:
-
Toma. Veo que ni siquiera tienes camisa. Póntela y túmbate donde quieras, en el
banco o junto a la estufa.
El
desconocido se quita el sayo, se pone la camisa y se tumba en el banco.
Matryona apaga la luz, toma el sayo y se acuesta junto a la estufa, al lado de
Semel. Se tapa con el sayo, pero no puede pegar ojo. Le preocupa el extranjero
y, además, piensa en que se han comido todo el pan que quedaba y que al día
siguiente no tendrán nada, que le ha dado la camisa y los calzones de Semel.
Esta triste e inquieta. Pero al recordar la sonrisa del extranjero siente un
estremecimiento de alegría. Durante mucho tiempo Matryona no puede dormir.
Semel tampoco duerme y tira del sayo.
-
¡Semel!
-
¡Qué!
-
Nos hemos comido todo el pan y hoy no he amasado. ¿Qué vamos a hacer mañana? Le
tendré que pedir a Melania que nos preste.
-
Ya nos apañaremos. No nos faltará para comer.
Tras
un instante de silencio.
-
Parece un hombre bueno. ¿Por qué no se explica?
-
Lo tiene prohibido, sin duda.
-
¡Semel!
-
¿Qué?
-
Nosotros damos y a nosotros nadie nos da.
Semel
no sabe que responder.
-
Basta de cháchara –dice dándose la vuelta.
Y
se queda dormido.
V
El
zapatero se despertó muy temprano. Los niños todavía dormían. La “mamma” había
salido para pedir pan a la vecina. El extranjero estaba sentado en el banco con
la mirada fija en el techo. Su rostro estaba más tranquilo que la víspera.
Semel
dijo:
-
Bueno hermano, el vientre pide pan y el cuerpo vestido. Hay que alimentarse y
valerse por uno mismo. ¿Sabes trabajar?
-
No sé hacer nada
Semel
se espabila y dice:
-
Cuando hay buena voluntad se aprende lo que se quiere.
-
Si todos trabajan, yo haré como todos.
-
¿Cómo te llamas?
-
Mijail
-
Muy bien, Mijail. Si no quieres decirme nada de tu vida, me parece bien. Pero
hay que comer. Si haces lo que te diga, yo me encargaré de tu sustento.
-
¡Qué Dios te proteja! Enséñame y hazme aprender todo lo que ignoro.
Semel
toma cáñamo y lo retuerce.
-
No es nada del otro mundo. Mira.
Mijail
mira, toma el cáñamo lo retuerce y en poco tiempo Semel le enseña a cortar, a
coser, a usar el punzón, a poner las suelas y a marcar las costuras. A los tres
días Mijail hace sin dificultad cualquier tipo de trabajo. Tiene tal habilidad
que podría pensarse que llevaba cien años haciendo zapatos. No pierde un minuto
y come poco. Al terminar su trabajo se queda en su rincón, con la mirada fija,
en silencio. Habla poco y no ríe nunca. No sale nunca de casa y nadie le ha
visto sonreir más que una sola vez, la primera noche, cuando la “mamma” le dio
la cena.
VI
Día
a día, semana a semana, pasó un año. Mijail seguía trabajando con Semel. Ganó
fama de ser un buen aprendiz. Nadie hacía mejores botas ni más resistentes que
Mijail, el ayudante de Semel. Era conocido en veinte leguas a la redonda y
Semel empezó a ganar dinero.
Un
día de invierno jefe y ayudante trabajaban juntos cuando un trineo tirado por
tres espléndidos caballos, con unos arreos que sonaban alegremente, se paró en
la puerta de la cabaña. Bajó del pescante un criado que abrió la portezuela de
la calesa. Envuelto en un abrigo bajó del carruaje un hombre con aspecto de ser
un terrateniente. Subió los peldaños del zaguán. Matryiona abrió la puerta de
par en par. El terrateniente se inclinó para entrar en la cabaña y enderezó su
enorme cuerpo. La cabeza casi tocaba el techo y ella sola ocupaba toda una
esquina de la sala. Semel saludó asombrado al terrateniente. Nunca había visto
un hombre como aquél. Semel era rechoncho, Mijail enjuto y Matryona parecía un
viejo tronco seco. Diríase que aquel hombre venía de otro mundo. Su cara,
mofletuda y colorada y su cuello de toro le daban un aspecto de enorme
robustez.
Tras
lanzar un bufido, el terrateniente se quita el abrigo, se arrellana en el banco
y dice:
-
¿Quién es el maestro zapatero?
Semel
avanza:
-
Soy yo, excelencia.
El
señor llama a su criado
-
Fedka, dame el cuero.
El
criado saca un paquete que pone encima de la mesa.
-
Abre el paquete.
El
criado obedece.
El
terrateniente señala el cuero a Semel.
-
¿Lo ves bien, zapatero?
-
Sí excelencia
-
¿Comprendes de qué género se trata?
Semel
palpa el cuero y dice:
-
La mercancía es de primera calidad
-
¡Claro que es buena, imbécil! En tu vida has visto otra igual. Es cuero de
Alemania, ¿comprendes? Ese cuero vale veinte rublos.
Semel
contesta asustado:
-
¿Cómo queréis que lo reconozca?
-
Muy bien. ¿Puedes hacerme unas botas con ese cuero?
-
Por supuesto, excelencia.
El
terrateniente truena:
-
¡Por supuesto! Fíjate en quién te encarga este trabajo y en la calidad de la
mercancía. Hazme unas botas que duren un año, que las pueda llevar todo un año
sin romperlas ni torcerlas. Si de verdad puedes hacerlo, coge ese cuero y
córtalo; si no, déjalo. Te aviso de antemano: si las botas se rompen antes de
un año, te meteré en la cárcel. Si me duran ese tiempo, te pagaré diez rublos.
Aterrado,
Semel duda sin saber qué responder. Mira a Mijail, le da un codazo y le
pregunta si debe aceptar o no el encargo.
Mijail
asiente con un gesto y Semel acepta y se compromete a hacer unas botas que no
se tuerzan ni se rompan en todo un año.
El
terrateniente llama al criado que le descalza, muestra su pie y dice:
-
Pues entonces, tómame la medida.
El
pie del terrateniente es tan grande que hay que cortar otra hoja de papel, a
pesar de que la primera es muy grande. Semel toma la medida de la planta, del
empeine y empieza a medir la pantorrilla, pero el papel no da la vuelta entera.
La pantorrilla es tan gorda como una viga. Mientras Semel toma las medidas, el terrateniente
mira a todas partes. Entonces se fija en Mijail.
-
Y este, ¿quién es?
-
Es mi ayudante, él os hará las botas –dijo Semel.
-
¡Mucho ojo! Tienen que durar un año.
Semel
se fija en Mijail y se da cuenta de que éste no mira al terrateniente, sino más
arriba, por encima de él.
-
Aplícate en que las botas estén terminadas en el plazo acordado.
Mijail
contestó:
-
Estarán listas como hemos convenido.
-
Por supuesto –exclama el terrateniente poniéndose el abrigo.
Se
fue hacia la puerta y como se olvidó de inclinarse se dio con la cabeza en la
viga y empezó a lanzar improperios de cólera. Luego se irguió, se frotó la
frente y subió al carruaje.
Una
que el terrateniente estuvo fuera Semel dice:
-
Aquí tenemos a uno que es fuerte como un roble. Ha roto la viga y apenas siente
nada.
Y
Martyona replica:
-
Viviendo como vive, ¿no va a ser grande? Está fundido en bronce y la muerte no
le llegará pronto.
VII
Semel
se dirige a Mijail:
-
A ver si nos va a traer algún disgusto este encargo que hemos aceptado –le dice–.
El cuero es caro, el terrateniente, iracundo. Esperemos no equivocarnos… Tu
vista es mejor que la mía y tu mano más segura. Aquí tienes las medidas, corta
el cuero y, mientras tanto, yo haré tu trabajo.
Mijail
obedece y cogiendo el cuero lo extiende y empieza a cortarlo.
Matryona
le mira. Acostumbrada al oficio, se extraña de que Mijail corte el cuero de una
forma tal que va a ser imposible hacer unas botas. Quiere decir algo, pero piensa:
“A
lo mejor no he entendido qué tipo de botas necesita el terrateniente. Mijail
sabe lo que hace, no voy a meterme en sus asuntos.”.
Mijail
hace un calzado y lo cose como unas sandalias. Matryona está extrañada, pero
prefiere no interrumpirle y Mijail sigue cosiendo. Llega la hora de comer.
Semel se levanta y se da cuenta de que Mijail ha usado el cuero para hacer unas
sandalias en vez de unas botas. Le parece raro en una persona que nunca se
había equivocado. Semel exclama asombrado:
-
Hemos estropeado el género. ¿Qué podré decirle al terrateniente? ¿Dónde podré
encontrar un material igual?
Y
le dice a Mijail:
-
¿Qué has hecho? Me has hundido amigo mío. El terrateniente me ha pedido unas
botas. ¿Dónde están?
En
ese mismo momento llaman a la puerta. Se ve por la ventana al criado del terrateniente atando su caballo a la
argolla de la puerta. Semel abre. El criado esta muerto de cansancio.
-
Buenas noches jefe.
-
Buenas noches, ¿qué pasa?
-
La señora me envía a buscar las botas.
-
¿Las botas?
-
Sí. El señor ya no las necesita, nunca más llevará botas. La señora os desea
una larga vida.
-
¿Cómo?
-
Ha muerto antes de llegar a casa. Ha muerto en el camino. Llegamos, abro la
calesa y le veo quieto, tumbado en el fondo. Me ha costado mucho trabajo
sacarle del coche. La señora me ha mandado que viniera diciéndome: “Dile al
zapatero que haga unas sandalias para un muerto en vez de las botas que el
señor le encargó cuando le dio el cuero. Dile que se de prisa, espera allí y
ven con las sandalias”.
Mijail
coge las sandalias y los retazos de cuero, lo envuelve todo y le da el paquete
al criado que está esperando.
-
Adiós hermanos. ¡Que Él os ayude!
VIII
Transcurrió
un año, luego dos y he aquí que ya hace seis años que Mijail llegó a casa de
Semel. Todo sigue igual. No sale jamás. Habla poco y sólo ha sonreído en dos
ocasiones. La primera cuando la “mamma” le dio de comer y la segunda cuando les
visitó el terrateniente. Semel está contento con su oficial y no le pregunta ya
de dónde viene. Sólo tiene miedo de una cosa: de que Mijail se vaya.
Un
día, estando todos reunidos, los niños jugaban y trepaban a los bancos para
mirar por la ventana, Matryona calentaba las tenazas de hacer rizos, Semel
manejaba el punzón y Mijail remataba un tacón. Uno de los niños se apoyó en el
hombro de Mijail, que estaba sentado al lado de la ventana, y le dijo:
-
Mira, tío Mijail. Mira, por ahí viene una comerciante con dos niñas. Me parece
que vienen a casa. Una de las niñas cojea.
Al
oír las palabras del niño, Mijail deja su trabajo y mira al exterior. Semel se
queda asombrado; Mijail nunca ha mirado fuera y ahora está como pegado al
cristal. Semel mira también por la ventana. Efectivamente, ve a una mujer bien
vestida que se acerca llevando dos niñas abrigadas con abrigos de piel y con
pañuelos de lana en la cabeza. Las niñas son tan iguales que es imposible
distinguirlas, pero una de ellas cojea arrasando una pierna.
La
mujer se para ante la puerta, levanta el pestillo y entra en la cabaña detrás
de las dos niñas.
-
Buenos días maestros.
-
Bienvenida. ¿Qué deseáis?
La
mujer se sienta. Las niñas no se apartan de su lado.
-
Quiero unos zapatos para las niñas.
-
Nunca hemos hecho unos zapatos tan pequeños, pero hacemos lo que se nos pide.
Vamos a probar. Podemos hacerlas forradas de tela o de cuero. Decid cómo las
queréis. Mijail, mi oficial, es muy habilidoso.
Semel
está cada vez más asombrado. Ciertamente, las pequeñas son guapas, graciosas,
con las mejillas sonrosadas y los ojos negros. Los abrigos y los pañuelos son
muy bonitos, pero no puede entender por qué Mijail las mira tan fijamente como
si las conociera de antes. Semel habla con la mujer y toma las medidas a las
niñas.
La
mujer sienta a la niña cojita en su regazo, diciendo:
-
Toma las medidas a ésta. Haz un zapato para el pie defectuoso y tres para los
normales. Como son gemelas los tienen iguales.
Después
de tomar medidas, Semel señala a la cojita y dice:
-
¿De qué le viene la cojera? ¿Es de nacimiento?
-
No, su madre le aplastó el pie.
Matryona,
picada por la curiosidad, se entremete en la conversación.
-
¿Quién eres? –le dice a la mujer– ¿Y quién son estas niñas? ¿Eres su madre?
-
No soy su madre ni tengo ningún parentesco con ellas. Son mis hijas adoptivas.
-
¿No son de tu sangre y las quieres tanto?
-
¿Cómo no voy a quererlas? Las he amamantado a mis pechos. Tuve un hijo. Dios me
lo arrebató, pero no le quería tanto como a éstas.
-
¿De quién son hijas?
IX
Matryona
empezó a charlar con la mujer que les contó esta historia:
-
Hace seis años que se quedaron huérfanas. El padre murió un martes, la madre un
viernes. Huérfanas de padre antes de nacer y su madre no sobrevivió ni un día a
su nacimiento. Yo vivía por aquél entonces en la misma aldea con mi marido.
Éramos vecinos. El padre era leñador y trabajaba en el bosque. Un árbol le
aplastó y quedó tan malherido que al volver a su casa le entregó a Dios su
alma. Tres días después, su mujer parió estas dos niñas. Pobre y sola, no hubo
alrededor de su cama ni comadrona ni criada. Parió sola. Yo fui por la mañana a
verla. Entré y me encontré muerta a la pobre mujer. Al morir cayó sobre una de
las niñas y le aplastó el pie. Llegó la gente, amortajaron el cadáver, la
pusieron en el ataúd y a éste en la tierra. Los vecinos eran buena gente, pero
las pequeñas quedaron huérfanas y nadie se ocupaba de ellas. Entonces yo era la
única mujer que estaba criando en la aldea. Amamantaba a mi hijo y se quedaron
algunos días a mi lado. Los campesinos se reunieron, discutieron, se
preguntaron lo que debería hacerse con ellas y me dijeron: “Por favor, cuida a
estas pequeñitas, amamántalas y danos un poco de tiempo para decidir algo”. Le
di el pecho a una, paro a la otra, a la pobre cojita no. No creía que pudiese
sobrevivir, pero luego me avergoncé de mi inhumanidad. La niña gemía y me dio
lástima. ¿Por qué tenía que sufrir esa alma de ángel? Le di el pecho y los crie
a los tres, al mío y a las huérfanas. Yo era joven y fuerte. Comí bien y tuve
leche en abundancia. El Señor me colmó de bendiciones. Daba el pecho a dos de
los niños mientras el tercero esperaba. Cuando los dos estaban saciados, cogía
al tercero. Dios me concedió la misericordia de conservármelos. El mío murió
dos años después y Dios no me dio más hijos. En ese tiempo, conseguimos algunos
bienes. Ahora vivimos en el molino de la casa de un tendero. Tenemos una buena
paga y la vida asegurada, pero no tengo otros hijos. ¿De quién cuidaría si no
estuvieran estas niñas? Son las niñas de mis ojos.
La
mujer estrecha a la niña contra su corazón, besa a la cojita y se enjuga las lágrimas
de sus ojos.
“Se
vive sin padre y sin madre, pero no se vive sin Dios”, dice el proverbio.
Así
hablaron y la mujer se dispuso a marcharse. Mientras la acompañaban, se
volvieron hacia Mijail que estaba con las manos sobre las rodillas, con los
ojos mirando al cielo y sonriendo.
X
Semel
se acerca a él y le dice:
-
¿Qué haces Mijail?
Mijail
se pone en pie, deja el trabajo se quita el delantal, saluda al patrón y la
patrona y les dice:
-
Perdonadme patrón. Dios me ha perdonado, perdonadme también vosotros.
Los
patrones ven que Mijail desprende un vivo resplandor. Semel se levanta, le
saluda y le dice:
-
Ya veo Mijail que no eres un hombre como los demás y que yo no puedo mantenerte
conmigo ni interrogarte. Sólo dime una cosa: ¿Por qué estabas tan huraño, tan
asustado cuando te encontré y te traje a mi casa? ¿Por qué te tranquilizaste
cuando mi mujer te ofreció comida? En ese momento sonreíste y te serenaste. Más
tarde, cuando llegó el terrateniente a encargar las botas sonreíste de nuevo y
te serenaste aún más. Y ahora, cuando esta mujer ha venido con las niñas, has
sonreído por tercera vez y has resplandecido. Dime Mijail: ¿Por qué irradias
esa luz purísima y por qué has sonreído esas tres veces?
Y
Mijail responde:
-
Irradio luz porque estaba castigado. Dios me había desterrado y ahora me
perdona. Y he sonreído esas tres veces porque tenía que oír tres palabras
divinas y las he oído. La primera la oí cuando tu mujer se compadeció de mi
desgracia. Entonces sonreí por vez primera. Sonreí otra vez cuando vino el
terrateniente, porque se me reveló la segunda palabra y, ahora, al ver a estas
niñas he escuchado la tercera palabra divina y he sonreído por tercera vez.
Semel
le preguntó:
-
Dime Mijail: ¿Por qué te había castigado Dios y qué palabras son ésas, para que
yo también pueda saberlas?
Respondió
Mijail:
-
Dios me castigó por mi desobediencia. Yo era uno de los ángeles del cielo y el
Señor me envió a la tierra para buscar un alma, el alma de una mujer. Bajé a la
tierra y vi a una mujer enferma acostada en una cama, que había dado a luz dos
niñas en ese momento. Gemían al lado de su madre que estaba demasiado débil
para amamantarlas. Cuando me vio, comprendió que Dios reclamaba su alma y me
dijo con voz suplicante: “Ángel de Dios, mi marido se ha matado hace tres días
aplastado por un árbol en el bosque. No tengo ni madre, ni hermana, ni parientes
y mis pequeñas huérfanas no tienen más auxilio que el mío. No tomes mi pobre
alma, déjame criar a mis hijas, deja que crezcan porque los niños no pueden
vivir sin padre ni madre”. Hice caso a la mujer. Le puse una niña en el regazo,
la otra en sus brazos y subí de nuevo al cielo. Cuando estuve en la presencia
del Señor le dije: “No he sido capaz de llevarme el alma de la mujer recién
parida. El padre ha muerto y ella tiene dos gemelas. Me ha suplicado que le
conceda el tiempo necesario para criar a sus niñas. No podrían vivir sin padre
ni madre. Y, así, no he podido llevarme su alma”. Dios me contestó: “Ve y
tráeme al alma de esa madre. Un día te serán reveladas tres palabras divinas:
sabrás lo que hay en el interior de los hombres, lo que no le es dado al hombre
y lo que les vivifica. Cuando conozcas esas tres palabras, volverás al cielo”.
Volví a bajar a la tierra y me llevé el alma de esa pobre madre. Las niñas se
desprendieron del seno materno y el cadáver, al caer sobre el lado izquierdo
aplastó el pie de una de ellas. Cuando me elevaba sobre la aldea para entregar
el alma al Creador, me envolvió un torbellino, sentí gravidez en las alas que
se me doblaron. El alma se remontó sola al cielo y yo quedé caído en el suelo,
en el borde de un camino”.
XI
Semel
y Matryona comprendieron entonces quién era aquél a quien habían vestido,
alimentado y que vivía con ellos. Lloraban de júbilo y emoción. El ángel siguió
hablando:
-
Permanecí solo, completamente solo y desnudo al borde del camino Hasta entonces
no había sentido ninguna de las miserias de los hombres; ni el frío ni el
hambre. Me convertí en hombre y sentí hambre, y sentí frío y no supe qué hacer.
Vi una ermita consagrada al Eterno y quise resguardarme en ella, pero la puerta
estaba cerrada a cal y canto. No pude entrar y me quedé sentado en el umbral y
traté d abrigarme del cierzo. Anocheció. Sentí más frío. Sentí más hambre,
padecí, temblé. Y el dolor hizo presa en mí. De pronto, oí pasos por el camino.
Venía un hombre. Llevaba unas botas y mascullaba entre dientes. Por primera vez
vi una cara mortal de hombre siendo yo mismo hombre y esa cara me produjo
miedo. Volví la cabeza y le oí que hablaba consigo mismo: “¿Cómo podré
alimentar a mi mujer y a mis hijos? ¿Cómo podré proteger del frío del invierno
nuestros miembros ateridos?” Pensé: “Me estoy muriendo de frío y de hambre y
por aquí pasa un hombre que sólo piensa en sus necesidades y que no se acercará
a socorrerme”. El caminante me vio, frunció el ceño, y mirándome con aire
amenazador, pasó de largo. Me sentí desesperado. De repente, le vi dar la
vuelta. Le miré y me pareció otro. En su cara, que antes parecía muerta, vi
brillar el resplandor de la imagen de Dios. El resucitado se acercó hasta mí,
me vistió, me cogió de la mano y me llevó hasta su casa. Su mujer estaba en el
umbral de la cabaña y habló. Era todavía más terrible que el hombre. Salía de
sus labios un aliento de muerte. El hálito mortal de sus palabras me sobrecogía
y me angustiaba. Quiso arrojarme otra vez al frío, al desamparo, a la muerte.
Comprendí que ella también moriría al abandonarme. Inopinadamente, su marido le
habló de Dios. Entonces la mujer se transformó, me sirvió comida y cuando me
miró, fijé en ella mis ojos. La muerta de había transformado en una persona
viva y reconocí en su rostro el rostro de Dios, y me acordé de la palabra de
Dios: ‘Sabrás lo que hay dentro de los hombres’. Así supe que el amor existe
dentro de los hombres. Entonces sonreí por primera vez, feliz por la revelación
de la primera de las palabras divinas. Pero no supe todo en ese momento.
Todavía no sabía ‘lo que no le es dado al hombre ni lo que les vivifica’.
Así
viví un año con vosotros. Entonces el terrateniente vino a encargar unas botas que
debían durar un año sin romperse ni torcerse. Al mirarle vi a su lado a uno de
mis compañeros, al ángel de la muerte. Sólo le vi yo. Le conocía y supe que
antes de que se pusiese el sol el terrateniente se vería separado de su alma y
pensé: “Este hombre atesora para un año, pero no sabe que morirá con el día”.
Entonces recordé la segunda palabra de Dios: ‘Sabrás lo que no le es dado al
hombre’.
Sabía
‘lo que hay dentro de los hombres’, Entonces supe ‘lo que no le es dado al
hombre’. No le es dado saber lo que le hace falta a su cuerpo, y sonreí por
segunda vez.
Pero
aún ignoraba y no comprendía ‘lo que vivifica a los hombres’. Desde ese día
viví en espera de que el Creador me revelase la última palabra divina. En el
sexto año vino la mujer con las gemelas, las reconocí al instante y supe que
habían sobrevivido. Entonces lo supe todo y pensé: “La madre suplicaba por sus
hijos y yo la había escuchado. Había creído que esas huerfanitas estaban
condenadas a morir y he aquí que una mujer, una desconocida, las ha alimentado
y adoptado”. Y cuando esa mujer lloró con ternura al hablar de esas pequeñas
desconocidas a las que mimaba y compadecía, vi en ella la imagen divina de Dios
y comprendí ‘lo que vivifica a los hombres’. Supe que Dios me había revelado la
última palabra y que me daba su perdón. Y sonreí por tercera vez.
XII
Entonces
el ángel se liberó de su envoltura terrestre y se revistió de luz. Los ojos de
los hombres no podían soportar ese resplandor. Alzó la voz, que parecía que
viniese del cielo, y dijo:
-
Así supe que el hombre no vive para sus propias necesidades sino que vive por
el amor.
-
La madre no sabía lo que daría vida a sus hijos. El terrateniente no sabía lo
que necesitaba. Ningún hombre sabe si por la noche, estando vivo, le resultarán
inútiles las botas o, si estará muerto y necesitará unas sandalias.
-
Pude vivir siendo hombre no porque yo cuidara de mí mismo, sino porque encontré
amor en un caminante y su mujer. Tuvieron misericordia de mí y me amaron. Las huérfanas
sobrevivieron no porque los campesinos pensasen en ellas, sino porque una mujer
sintió cómo ardía en su corazón la llama del amor. Los hombres viven, no porque
piensen en sí mismos, sino porque el amor alienta en el su corazón.
-
Antes sabía que Dios creó a los hombres y quiso que vivieran. Ahora he
comprendido que Dios no quiere que el hombre viva solo, por eso oculta a cada
uno lo que necesita. Quiere que cada cual viva para los demás. Por eso le
revela a cada uno lo que es útil para uno mismo y para los demás.
-
Entonces comprendí que los hombres que creen vivir sólo para sus propios
cuidados, en realidad no viven sino por amor. El que vive en el amor, vive en
Dios y Dios vive en él, porque Dios es amor.
Después,
el ángel cantó alabanzas al Señor. La cabaña se sacudió con el sonido de su voz,
se abrió el techo y una columna de fuego se elevó a lo alto. Semel, su mujer y
sus hijos se postraron rostro a tierra. El ángel desplegó sus alas inmensas y
subió al cielo.
Cuando
Semel volvió en sí, la cabaña había recobrado su aspecto normal y en ella sólo
estaban él y su familia.
Esforzaos y acobrad ánimo; no temáis ni tengáis miedo de ellos, porque Jehová tu Dios es el que va contigo; no te dejará ni te desamparará.
ResponderEliminarEste versículo de Deteuronomio nos define perfectamente lo que es el valor del amor y como mueve el mundo. Poned las cosas de Dios (amor) por delante y los demás vendrá por añadidura.
Hermosa reflexión de cómo es el amor el percusor de todas las cosas buenas. De cómo no es necesario lo material cuando entre todos nos amamos y cuidamos de nosotros mismos y los demás.
Es excelente.
Hola Anónimo, soy Tomás
ResponderEliminarGracias por tu comentario.
Sólo puntualizar a lo que dices que lo material sí es necesario y que crear los bienes materiales que necesit la humanidad es también una obra de misericordia.
Un saludo muy cordial.
Tomás