Acabo
de leer el documento elaborado por la Congregación para la Doctrina de la Fe
con el título Oeconomicus et Pecuniarie Quaestions, publicado el 6 de Enero de
2018. Es evidente, por el título, que se trata de un documento que podría
catalogarse dentro de la Doctrina Social de la Iglesia. Al no ser un documento
pontificio ha pasado un tanto desapercibido, pero está, no obstante, publicado
por una de las Congregaciones más relevantes de la Iglesia a su máximo nivel.
No
voy a llevar a cabo un análisis párrafo a párrafo de este documento porque
sería demasiado trabajoso para mí y, probablemente, insoportable para la
mayoría de los que tratasen de leer lo que pudiera escribir. En realidad, no
hablaré del documento en cuestión. Éste ha sido sólo un disparador que me lleva
a hablar sobre mi visión de la DSI y, lo que diga de ella, será aplicable, como
caso particular, al documento en cuestión. Lo que voy a escribir es muy duro,
por lo que, como católico respetuoso con el magisterio de la Iglesia, creo que
es necesario que haga alguna aclaración.
En
primer lugar, dentro del Magisterio de la Iglesia hay cuestiones en las que
ésta habla como máxima autoridad para todos los católicos. Sin embargo, hay
otras en las que ese Magisterio no goza de una autoridad similar. La DSI, al
menos en alguno de sus aspectos, que intentaré separar más adelante, es el
campo en el que la Iglesia goza de menor autoridad. Por eso los hijos de la Iglesia
estamos, no sólo autorizados, sino obligados en conciencia, a corregir aquellas
aseveraciones en las que nuestros conocimientos humanos sobre el tema nos
permitan hacerlo. En segundo lugar, esta corrección, siempre que se trate de un
documento público, tiene todo el derecho a ser hecha también en público. Por
estos dos motivos me siento moralmente autorizado y obligado a decir lo que voy
a decir.
Empiezo
por decir algo positivo, que repetiré, textualmente y a propósito, al final de
este escrito. No me cabe duda de que, a lo largo de los últimos ciento
diecisiete años en los que se viene desarrollando la DSI –si se toma la Rerum
Novarum como punto de arranque– habrá habido muchas personas de distintos tipos
y distintos agentes económicos que habrán reflexionado sobre su conducta
personal al leer muchos pasajes de la DSI. Y esto es, sin duda, muy positivo.
Pero,
dicho esto, toda la DSI respira una tremenda ambigüedad. Y de esa ambigüedad,
se desprende, de forma ubicua y generalizada, un aroma de animadversión hacia
el sistema de libre mercado, léase capitalismo. En muchos pasajes, el lenguaje
esta trufado de frases tópicas y a menudo demagógicas que podrían oírse en
cualquier discurso de un partido populista o anticapitalista como Podemos o la
CUP, por poner dos partidos españoles. Lenguaje a menudo usado sin la
imprescindible aclaración de los términos que en él se utilizan, lo que los
convierte en apoyo al discurso de estos partidos.
Como
pretendo ser lo más sistemático posible en la crítica que voy a hacer, intentaré
transmitir desde el principio un esbozo del guión que voy a seguir.
En
primer lugar, daré mi opinión sobre lo que considero la causa de origen de esa
animadversión ambigua hacia el sistema de libre mercado/capitalismo.
En
segundo lugar, describiré tres graves confusiones que recorren toda la DSI
En
tercer lugar, mostraré un grave equívoco que subyace en ella y que supone,
además, una contradicción intrínseca con uno de sus principios fundamentales.
Para
acabar, en cuarto lugar, hablaré del clamoroso silencio de la DSI sobre la
principal causa de la pobreza en el mundo.
Como
las ideas hay que expresarlas de forma secuencial, es fácil que en algún
momento, quien lea estas páginas, se pregunte cosas que surgirán más adelante.
Por eso pido una lectura de conjunto de este texto. A pesar de todo, seguro que
habrá innumerables lagunas, pero no se trata de hacer una tesis doctoral.
Primer punto: Causa de origen de la animadversión
ambigua de la DSI hacia el sistema de libre mercado/capitalismo.
Ya en el siglo
XVI, mucho antes de que existiese un cuerpo de magisterio que pudiese llamarse
DSI, la Escuela de Salamanca fue, sin meterse en juicios globales sobre el
sistema de libre mercado, la primera defensora de este sistema[1]. No voy a meterme a fondo
en esto, pero tengo unas páginas al respecto a las que pondré un link al final
para el que quiera. Pero sí debo decir que esa posición de la Escuela de
Salamanca fue anterior a Adam Smith y a otros que son considerados como padres
del sistema de libre mercado.
Pero, tras la aparición
del marxismo, la Iglesia empezó a ver que la clase obrera se le escapaba y
empezó, con mucho retraso[2], a crear la DSI como un
cuerpo del Magisterio. El inicio del capitalismo fabril ha sido bautizado como
“capitalismo salvaje” y fue lo que dio lugar al marxismo. Sin embargo, y a
pesar de las terribles condiciones de la vida en las fábricas de los comienzos
de la revolución industrial, se olvida que, antes de este “capitalismo
salvaje”, también la gente vivía en condiciones terribles. Vivían sometidos a
las inclemencias del tiempo. Trabajaban, niños incluidos, de sol a sol en el
campo y los años de mala cosecha la gente moría de hambrunas terribles. La
situación anterior a la revolución industrial no era mejor, sino peor. La
diferencia es que antes, la gente vivía desperdigada y el problema era
socialmente invisible. Con la revolución industrial, el problema se hizo visible
y las grandes concentraciones fabriles eran caldo de cultivo para el
surgimiento y difusión de la ideología marxista. Es muy comprensible que la
Iglesia, en ese momento, no fuese consciente de la mejora que supuso ese
“capitalismo salvaje” sobre la situación precedente, pero han pasado más de 150
años desde el Manifiesto Comunista y el capitalismo ha sacado, y sigue sacando,
a miles de millones de personas de la pobreza. Y con ello, las condiciones del
peor de los trabajos de hoy es infinitamente mejor que la que tenía toda la
humanidad antes de la revolución industrial. Pero en la mentalidad de la DSI
sigue planeando esa la preterida imagen del “capitalismo salvaje”. Por
supuesto, jamás diré que no haya situaciones terribles, pero no se deben confundir
esas situaciones con la supuesta perversidad del sistema de libre
mercado/capitalismo. Es cierto, como no podría ser de otra manera, que en la
DSI hay reconocimientos a la inmensa creación de riqueza para todos del
capitalismo, pero son reconocimientos hechos con la boca pequeña y siempre como
si eso fuese un subproducto del capitalismo en vez de su fruto principal. La
DSI siempre ha condenado, sin paliativos, de forma clara y contundente el
marxismo, pero, sin embargo, se ha impregnado de una buena parte de su
discurso, que aflora por aquí y por allá en toda la DSI. Hay párrafos en la
Quadragesimo anno, de Pío XI, escrita en 1931, en la que describe una especie
de desiderata de lo que debería ser el mundo de la empresa. Cuando uno los lee,
no puede dejar de sonreírse pensando que ese desiderata está sobrepasado por
todas partes por el capitalismo actual. Creo que si Pío XI levantase la cabeza
y viese la situación actual, se llevaría una gran alegría. ¿Cuándo se quitará
esa sombra de los ojos la DSI? Todavía no lo ha hecho. De forma recurrente, en
casi todas las encíclicas sociales hay una referencia peyorativa hacia ese
capitalismo que se carga en el debe del capitalismo actual.
Segundo punto: Tres graves confusiones que recorren la
DSI.
Cuando no se
separan, mediante líneas nítidas, determinadas cuestiones, se produce una
mezcla que genera confusión. Esto es lo que ocurre, a mi entender, con la DSI.
A continuación describiré tres pares de cuestiones, que debían estar separadas,
cada par, por una nítida línea y no lo están.
Primera confusión. Confundir el sistema de libre
mercado/capitalismo con las prácticas corruptas e inmorales individuales.
La primera
confusión es entre el sistema económico de libre mercado por un lado y ciertas
prácticas inadmisibles de las personas que lo integran por otro. Hay
instituciones y/o sistemas de convivencia o funcionamiento social, político y
económico que son malos de por sí y otros que son buenos. Pero, por muy buena
que sea una institución o un sistema, está formado por hombres. Y los hombres,
todos los hombres, tenemos en nosotros el germen de la maldad. Los cristianos
llamamos a ese germen pecado original, pero se le llame como se le llame, su
existencia es innegable. La más benéfica de las instituciones o sistemas jamás
se verá libre de las corrupciones que le contagian las personas que la forman.
La Iglesia católica, en lo que tiene de institución humana, no está, ni mucho
menos, libre de este contagio. La familia es otra institución magnífica, aunque
no está libre de casos de familias que son un horror. Pero cargar sobre una
institución o sistema las faltas de las personas que lo forman es una clara
confusión que puede llegar a ser muy grave. Antes de formular la pregunta
clave, debo decir que todos, absolutamente todos los seres humanos que vivimos
en lo que pudiéramos llamar occidente, formamos parte del sistema de libre
mercado/capitalista, seamos o no partidarios del mismo. Por tanto, si nuestro
comportamiento no es ético, todos colaboramos en su corrupción aunque,
evidentemente, no todos con la misma responsabilidad. La pregunta pertinente
es: El sistema de economía de libre mercado/capitalismo, ¿es un sistema
intrínsecamente sano o no? Si la respuesta es sí, las críticas y condenas, de
la DSI o de cualquier otra fuente, no deberían ir dirigidas contra él, sino
sobre las personas que lo deforman y debería dejarse clara la distinción.
Para responder a
esta pregunta debemos analizar el grado de concordancia entre el sistema de
libre mercado/capitalismo y una sana visión antropológica del hombre. Dado que
las críticas al sistema que estamos analizando provienen de la DSI, parece
lógico que esta comparación la hagamos con la antropología cristiana. ¿Podemos
dar algunas notas definitorias de esta antropología? Por supuesto que sí. Sin
ánimo de hacer un tratado al respecto, ahí van algunas notas sobre la
antropología cristiana. Inevitablemente, tengo que remontarme al principio.
El ser humano es
una criatura contingente, creada por Dios, gratuitamente y por amor, a su
imagen y semejanza. Lo ha creado como un binomio esencialmente unitario
cuerpo-alma. Dios podría no haberlo creado, pero lo ha creado para que pueda
ser feliz respondiendo a su amor. Pero no se puede amar sin libertad y, por lo
tanto, Dios ha hecho al hombre libre. Al ser todos los hombres criaturas de
Dios, con la misma dignidad esencial, la respuesta de amor a Dios no puede
desligarse del amor al resto de los hombres y del respeto a su dignidad. Ese
amor a todos los hombres, como consecuencia del amor a Dios, es la caridad. La
caridad, que es el mandato más importante del cristianismo, debe ejercerse,
como amor que es, desde la libertad. Esto hace al hombre sociable por
naturaleza y que, para ser feliz, tenga que amar desde la libertad. Como
herramientas de esa libertad, Dios ha dado a los hombres otros dones. En primer
lugar, y a nivel sobrenatural, su gracia. Pero, además, y en el plano natural,
la inteligencia –con sus derivadas, la creatividad y el ingenio– y la voluntad.
El hombre debe poner esta inteligencia y voluntad al servicio de los demás y
crear las condiciones para que la sociedad que cree se rija por unas leyes
acordes con esa naturaleza humana. Debe, además, hacer lo necesario para
cumplir el mandato de “creced y multiplicaos, llenad la tierra, pastoreadla[3]”. Y debe hacerlo, de forma
que el pastoreo de esa tierra le permita, al mismo tiempo que la respeta, que
todos puedan vivir de ella con dignidad material y espiritual. Pero el ser
humano, en el mal uso de su libertad, siempre respetada por Dios, cayó en el
pecado original que trastocó por completo su escala de medios y fines y le
cerró el camino a la gracia. Sin embargo, Dios no se desentendió de la suerte
de esas criaturas y las rescató Él mismo. Pero este rescate no fue tal que nos
liberase de la responsabilidad de usar para hacerlo efectivo nuestra
inteligencia y voluntad. Es un rescate de donación de la gracia sobreabundante.
Por tanto, sigue siendo necesario que el ser humano siga esforzándose, en los
aspectos humanos, por su superación ética y de caridad y, también, en la
superación de la miseria material, necesaria para el cuerpo, indivisible del
alma, creando la riqueza necesaria para toda la humanidad. La parábola de los
talentos y la multiplicación de los panes son explícitos al respecto. No se
trata de repartir lo que hay, el hombre tiene que lograr crear riqueza, a
imagen y semejanza del milagro hecho por Cristo y de su mandato en la parábola
citada. Y crearla al mismo tiempo que obedece el mandato del Génesis de “creced
y multiplicaos”. Al mismo tiempo, pero más deprisa, porque se trata de que cada
vez más gente viva mejor, material y espiritualmente. Pero, desgraciadamente, el
ser humano no lo puede hacer con un milagro. Sólo puede hacerlo usando los
dones de la inteligencia, la creatividad y la voluntad, y trabajando duro. No
tomando el trabajo como una maldición bíblica, sino superando ésta, volviendo a
lo que era el trabajo antes de ella, viendo en el trabajo, a pesar del “sudor
de su frente”, la forma de ser co-creador con Dios.
Y esto es lo que
hace el capitalismo. Todos tenemos afán de superación y de mejorar nuestras
condiciones de vida. Y, entonces, una persona, se da cuenta de que hay millones
de otras personas que, para mejorar también su vida, necesitan algo que no
existe. Entonces, usando su libertad, su ingenio, y asumiendo un riesgo
importante, descubre una forma de organizar una asociación de personas libres
–que a partir de ahora llamaré empresa– en la que cada uno aporta sus
capacidades, dotarla de unos medios para ello y producir –crear– algo que antes
no existía. Gracias a él, los que trabajan libremente en la empresa viven mejor
y los que compran libremente lo que ésta hace y ellos necesitan, también viven
mejor y él, naturalmente, vive también mejor. Y, por otro lado, la competencia,
que si hay libertad aparece inmediatamente, hace que lo que ganen las empresas
por hacer lo que hacen sea lo justo.
El empresario tiene
afán de mejora, como todo el mundo. Si se quiere, se puede llamar a esto afán
de lucro. Por supuesto, el primer móvil para actuar así es su propio interés,
pero el propio interés no es nada de lo que haya que avergonzarse si para lograrlo
no se hace mal a nadie. Y es algo muy positivo si al buscarlo se hace bien a
otros, como es el caso. Hay quien ve en esto egoísmo, avaricia y codicia. Ciertamente,
puede haber –y hay– gente egoísta, avariciosa y codiciosa que se comporta sin
la más mínima ética en este asunto, pero eso ya no pertenece a la esencia del
sistema, sino a los vicios de las personas que actúan en él, que es el objeto
de esta distinción.
Toda empresa da
lugar a la necesidad de fijar unos precios de intercambio de trabajo y
determinados productos. La fijación de esos precios por el libre mercado es el
precio justo. Esto lo reconocían claramente y sin ambages los moralistas del
siglo XV y XVI de la Escuela de Salamanca. Pero, además de ese respaldo moral,
si se conoce un poco el mecanismo del libre mercado, se sabe que la fijación de
precios por éste es la única forma de asegurar que la cantidad ofertada y
demandada de cualquier bien se equilibren. Casi sin excepción, cualquier
intervención, por bienintencionada que sea, altera este equilibrio y crea un
mal que es mayor del que se quería remediar con la intervención. Ni qué decir
tiene lo que pasa cuando la intervención no es bienintencionada o, más aún,
cuando la intención subyacente es inconfesable. Por supuesto, la premisa para
que lo dicho anteriormente sea cierta está en la palabra “libre” antes de la
palabra mercado. Una vez más, puede haber –y hay– personas, empresas o
instituciones, que atenten contra la palabra “libre”. Más adelante hablaré de
la regulación. Pero anticipo que una regulación que esté dirigida a salvaguardar
la palabra “libre”, es una regulación muy bienvenida, precisamente porque hace
que los mercados funcionen como deben hacerlo. Si es así, los precios que
emerjan de él serán justos. Si se lee lo que viene al final de la Escuela de
Salamanca, se podrá ver con qué contundencia sus componentes abogan por la
justicia de los precios emergentes de un mercado libre.
A menudo se acusa
al libre mercado/capitalismo de crear desigualdades. ¡Claro que las crea! Pero
si esas desigualdades son por meritocracia o por que los más ricos son los que
crean más riqueza para todos, bendita sea la desigualdad. Y eso es exactamente
lo que pasa en un sistema de libre mercado/capitalista no adulterado por
privilegios creados por el poder político. Lo verdaderamente importante es que
el capitalismo disminuye la pobreza de los más pobres. Esto es algo que
cualquier estadística confirma sin el menor lugar a dudas. ¿Qué daño hace a
nadie un Bill Gates o un Amancio Ortega, por poner dos ejemplos si él gana
justamente mucho dinero creando riqueza para todos, los más pobres incluidos?
Ninguno. No hace ningún mal. Al contrario, está haciendo un bien a la
humanidad. Más adelante hablaré de la obligación que puedan tener los Bill
Gates o los Amancios Ortegas de ayudar con su riqueza a los que estén más abajo
en la escala de la riqueza. La causa de la pobreza de los más pobres es otra.
De ella hablaré más adelante cuando lo haga del silencio clamoroso del que he
hablado más arriba. Esta capacidad del sistema capitalista para disminuir la
pobreza de los más pobres es la que llevó al Papa Juan Pablo II a escribir en
su encíclica “Centesimus Annus”:
“Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá
que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo,
y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de
reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es
necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del
verdadero progreso económico y civil?
La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo»
se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo
de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente
responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad
humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva,
aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de
mercado», o simplemente de «economía libre».
Pues
llamémosle como queramos, pero esa es, probablemente, la mejor definición del
capitalismo que haya leído nunca. No obstante, debo decir que me molesta
profundamente que la propaganda izquierdista acumulada durante siglos me robe
la noble palabra de capitalismo. Pero Juan Pablo II continua:
Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual
la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto
jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere
como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso,
entonces la respuesta es absolutamente negativa”.
Otra vez, totalmente
de acuerdo. Pero es que esto no es ni liberalismo ni capitalismo. Es lo que se
llama libertarianismo, que hace bien el Papa en condenar, pero que también
haría bien en diferenciar. Ésta será una de las confusiones que abordaré más
adelante y que la Iglesia, como Maestra, debería clarificar en su DSI en vez de
contribuir a ella. Como toda regla, existen sus excepciones. Pero la excepción
es algo que emerge de todo sistema humano y no lo hace intrínsecamente malo.
Pero volvamos a la
desigualdad. Es bueno y necesario que laa desigualdad extrema excepciones sea
remediada por la obligación grave del ejercicio de la caridad, para el
cristiano, o de la mera filantropía humana para el no cristiano. Pero la
caridad y la filantropía tienen que nacer de la libertad, en modo alguno de un
estado cuyos funcionarios decidan burdamente, equivocándose casi siempre y
creando incentivos adversos, con dinero que no es suyo, quien debe ganar más y
quien menos. O cuánto hay que quitarles a unos que ellos deciden para dárselo a
otros que también deciden ellos. Quitarle a alguien, más allá de un mínimo para
el mantenimiento de un estado delgado, el dinero que ha ganado justamente no
puede llamarse justicia. Nunca, jamás, en la historia de la humanidad, ha
habido tantas instituciones que dediquen tantos medios para ayudar a los más
necesitados. Y más que habría si no existiesen los asfixiantes impuestos a los
que lleva esta llamada redistribución de la renta. Y, por los motivos que ellos
puedan tener y que nadie puede juzgar, muchos Bill Gates y Amancios Ortegas, así
como muchos “ricos” anónimos, son extraordinariamente generosos con su riqueza.
Así pues, si el
libre mercado/capitalismo, está basado en una antropología que parece que es,
no sólo compatible, sino concomitante con la antropología cristiana, la DSI debería
aceptar abiertamente como bueno este sistema económico y centrarse en los
comportamientos personales y/o institucionales que lo ensucian. Vienen aquí
como anillo al dedo las palabras de Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in
Veritate”, cuando dice:
“Es verdad que el mercado puede
orientarse en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza, sino por una
cierta ideología que lo guía en ese sentido. No se debe olvidar que el mercado
no existe en estado puro, se adapta a las configuraciones culturales que lo
concretan y condicionan. En efecto, la economía y las finanzas, al ser
instrumentos, pueden ser mal utilizadas cuando quien las gestiona tiene sólo
referencias egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios de
por sí buenos en perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón
oscurecida del hombre, no el medio en cuanto a tal. Por eso, no se deben hacer
reproches al medio o instrumento, sino al hombre, a su conciencia moral y a su
responsabilidad personal y social”.
Creo que la
Iglesia, como maestra, debería delimitar claramente estas diferencias en toda
la DSI y no sólo en algunos párrafos que hay que buscar con lupa.
Segunda confusión. Confundir sistema de libre
mercado/capitalismo con las desviaciones filosóficas que han llevado a la
posmodernidad y sus secuelas: posverdad, relativismo moral, etc.
A menudo se achaca
al sistema de libre mercado/capitalista la acusación de que fomenta
determinados vicios morales entre los que se suele citar el individualismo, el
egoísmo, la avaricia o el consumismo, por citar algunos. Es cierto que cuando
uno mira al mundo ve en él estas lacras y otras muchas más. Aunque ciertamente
estas lacras morales existen, no soy pesimista, y mucho menos catastrofista al
respecto. No creo que esas lacras sean patrimonio de nuestro tiempo y estoy
casi absolutamente convencido que casi todas ellas han existido desde que el
hombre es hombre y, en casi todos los casos, de una manera más grave y profunda
que hoy en día. Por supuesto que hay algunas nuevas y otras que han empeorado
en los últimos siglos, pero me atrevo a decir que son la excepción. Posiblemente
estas cosas que son peores ahora que hace siglos se puedan englobar en lo que
ha dado en llamarse relativismo moral que, sin lugar a dudas, es una lacra muy
de nuestros días. Ahora bien, lo que afirmo categoricamnte es que, en cualquier
caso, el culpable de esas lacras morales y de su común denominador, el
relativismo, no es el sistema económico de libre mercado/capitalismo. Más bien
habría que buscar ese culpable en la deriva filosófica que ha venido
produciéndose desde, por citar un poco arbitrariamente un personaje y un
sistema filosófico, el racionalismo cartesiano, hasta culminar, tras la
Ilustración, en la posmodernidad. Esto no es un escrito de filosofía y, además,
hace poco colgué una serie de post sobre esto bajo el título “El camino hacia
la posmodernidad y el nuevo renacimiento”, así que no me voy a detener en
describir el proceso de ese deterioro. Pero es ahí donde hay que buscar el
origen de esas lacras y no en el sistema económico. Otra vez, la Iglesia,
Maestra, debería aclarar esta confusión a través de la DSI en vez de dejarla en
el limbo o, incluso, colaborar con ella.
Pero, antes de
acabar con esta confusión, quiero decir algo sobre el individualismo, sobre el
consumismo y sobre la avaricia.
Sobre el
individualismo. Si hay algo que no puede desarrollarse en el mundo de la
empresa, es el individualismo. Al principio de este escrito, definí la empresa
como una asociación de personas en la que todos aportaban algo y todos vivían
mejor. Y como asociación que es, cada uno aporta sus especiales habilidades,
capacidades o conocimientos al conjunto para lograr el éxito de la empresa. El
término “trabajo en equipo”, que tan buena prensa tiene merecidamente, se ha
acuñado en el mundo empresarial. Ningún genio aislado, por muy listo que fuese,
tendría la menor oportunidad de prosperar en la empresa. La empresa que es
capaz de generar más y mejores equipos es la que tiene más éxito y en la que
todos sus componentes vivirán mejor. Y esto es lo que está ocurriendo en las
empresas inteligentes. Por supuesto, hay empresas estúpidas que fomentan la
envidia, el oportunismo y la zancadilla en lugar del sano trabajo en equipo.
Pero son empresas perdedoras en el largo plazo. Porque el sistema premia con el
éxito a las que fomentan la colaboración. Expresiones como “círculos de
calidad”, “empowerment”, “metodología agile”, “evaluación 360 grados”,
“atracción, desarrollo y retención del talento” y un largo etc., han nacido en
el mundo de la empresa. El taylorismo industrial, con su alienante división del
trabajo, que tanto juego dio al lenguaje marxista, está en total y absoluto
retroceso. ¿Dónde está el individualismo? Por supuesto que hay gente asocial o
insocial, pero será una lacra personal que tenga, no por causa del sistema de
libre mercado/capitalista. Por otro lado, un sano individualismo es muy
deseable, además de estar acorde con una sana antropología como la cristiana.
La persona, base de la antropología sana es superior a la sociedad. O, dicho de
otra manera, es la sociedad para la persona, no la persona para la sociedad. Este
último orden de prioridades nos introduciría en el espantoso mundo del
comunismo o de la novela de George Orwel 1984. Hay algo que es la antítesis del
individualismo y que es más nocivo que éste: el gregarismo. Creo firmemente que
la empresa de éxito es la que sabe encontrar un punto en el que se fomente el
trabajo en equipo, aprovechando lo mejor de cada persona y sin caer en el
gregarismo. Jamás he leído nada en la DSI que ponga esto de manifiesto.
Consumismo es otra
palabra tabú, muy utilizada en la DSI para poner en el debe del libre
mercado/capitalismo. Es evidente que a las empresas para vender más les
interesa que la gente compre más su producto. Pero cualquier persona que sepa
un mínimo de marketing sabe que le forma en que las empresas buscan estas
compras de sus clientes a través de hacer productos mejores que los de sus
competidores o que resuelvan problemas que antes no había ningún producto que
lo resolviese. En modo alguno a base de incitarles a que compren productos
malos o innecesarios. A menudo es la publicidad la que carga con la peor parte
de la acusación de incitación al consumismo de las empresas. Pero, una vez más,
las empresas que tienen éxito usan la publicidad para hacer que los clientes se
hagan conscientes de las ventajas del producto, de su utilidad o de los
problemas que resuelve. A esto se le llama en la terminología del marketing, propuesta
de valor para el cliente. Por supuesto que hay empresas que llevan a cabo un
marketing oportunista y torticero. Pero a la larga, esas empresas acaban
fracasando, precisamente porque el sistema de libre mercado/capitalista, premia
con el éxito a las empresas inteligentes del primer tipo.
Quiero decir unas
palabras sobre el consumismo generado por los bajísimos tipos de interés que
hemos tenido en Europa y EEUU en las últimas décadas. Consumismo desbocado que
está, en gran medida, en el origen de la terrible crisis de la que estamos
ahora saliendo. Pero la culpa de estos bajos tipos no hay que cargarla, como se
hace a menudo, en los bancos, sino sobre los bancos centrales, BCE y FED,
fundamentalmente, cuya demencial política monetaria ha creado esos tipos de
interés irresponsablemente bajos. La capacidad de los bancos para determinar
los tipos de interés es prácticamente nula. Pero de esto hablaré más adelante,
cuando veamos el trato de la DSI da a la intervención y la regulación del
estado en la economía.
No voy a decir que
no haya personas con una tendencia obsesiva al consumo y a la acumulación de
cosas. Pero son una clara minoría y, de ellos, muy pocos, si alguno, lo son
porque les haya enfermado el sistema. Si miramos a nuestro alrededor, a las
personas concretas a las que conocemos, habremos de reconocer que la mayoría
son personas que ajustan de una forma bastante razonable su consumo a lo que su
economía doméstica les permite. La figura del consumista compulsivo, fruto de
la manipulación del sistema capitalista no es más que un mito o una leyenda
urbana. Pero nunca he leído en la DSI ni una palabra que analice esto de forma
objetiva. Y la Iglesia, como Maestra, debería hacerlo así, en vez de contribuir
a la creación de ese mito.
Sobre la avaricia,
debo decir que es algo muy diferente al sanísimo ánimo de lucro que tiene el
empresario. Más bien es al revés. El avaricioso acumula su dinero sin ponerlo
nunca en juego, sentado encima de él, evitando que ese dinero sea productivo.
El empresario, con su ánimo de lucro, hace exactamente lo contrario. Lo pone en
juego continuamente, asumiendo riesgos calculados, perpetuamente en busca de
nuevos problemas que resolver o mejores formas de hacerlo para sus clientes
actuales o para otros nuevos. Esto es lo contrario de la avaricia. Más aún, el
sistema bancario hace que, salvo que el avaricioso quiera tener su dinero
debajo del colchón, éste acabe entrando en el sistema productivo a través de
préstamos. Es raro que la DSI haga esta distinción entre la avaricia y el sano
emprendimiento. Sin embargo, debo citar una excepción notable de la encíclica
“Quadragesimo anno” de Pío XI, escrita en 1931. En ella se lee:
“... los ricos
están obligados por el precepto gravísimo de practicar la limosna, la
beneficencia y la liberalidad. –cosa que, como
se ha visto más arriba hacen muchos super ricos o no tan ricos, a través de
fundaciones u ONG’s–. Ahora bien [...] colegimos que el empleo de grades
capitales para dar más amplias facilidades al trabajo asalariado, siempre que
este trabajo se destine a la producción de bienes verdaderamente útiles, debe
considerarse como la obra más digna de virtud de la liberalidad y sumamente
apropiada a las necesidades de los tiempos”.
Pero, por
desgracia, esta actitud es excepcional en la DSI, en la que más bien se asocia,
de modo más o menos explícito, el ánimo de lucro con la avaricia.
Tercera confusión. Confundir liberalismo económico con
liberalismo ideológico y liberalismo con libertarianismo[4].
Como se ve en el
título de este apartado, he unido dos confusiones distintas, aunque
semánticamente parecidas, en una. Empecemos con la primera: liberalismo
económico e ideológico. En el siglo XIX se produjo una erupción de
cientificismo. Europa, deslumbrada por el desarrollo científico y ayudada por
las filosofías de la Ilustración, llegó a creer que todos los fenómenos, tanto
físicos como morales y espirituales, eran reductibles a las leyes de la física
o de la química. En un acto de fe sin fundamento, se afirmaba que todo aquello
que no era, de momento, reductible a ellas, lo sería sin duda en el futuro,
cuando la ciencia avanzase lo suficiente. Como consecuencia, intentó mandar, en
nombre de la libertad, al baúl de las cosas inútiles a todo lo que tuviese que
ver con la religión y con la metafísica. No sólo al baúl de las cosas inútiles,
sino al de las contrarias al progreso. El conocimiento científico produciría,
según ese dogma de fe, de forma inexorable, no sólo un progreso material, sino
moral y espiritual, sin necesidad de ninguna religión ni código ético. La
Iglesia, como es natural, reaccionó contra algo que la historia se ha ocupado
de demostrar como falso y nocivo. Y puso a ese algo el nombre de liberalismo. Esas
ilusiones se vieron drástica y trágicamente truncadas por la Primera Guerra
Mundial. No voy a entrar aquí en la cuestión, importante, de si la reacción de
la Iglesia, en 1864, con la encíclica “Quanta Cura” y su anexo, el “Syllabus”
de Pío IX, a ese liberalismo fue o no excesiva. No es fácil juzgar eso desde la
óptica del siglo XXI, en la que ese radicalismo del liberalismo, que podemos
llamar ideológico, se ha visto tremendamente atemperado por la realidad de las
cosas. Pero, lo cierto es que esta reacción que tal vez pudiera estar
justificada en su momento, subsiste hoy en día, desgraciadamente, en numerosos
ambientes católicos. En muchos de ellos se percibe una desconfianza, más o
menos explícita, hacia la ciencia. Afortunadamente, en este tema, el Magisterio
respeta escrupulosamente los logros y descubrimientos científicos en el campo
de la explicación del mundo material. Ahora bien, el liberalismo económico
actual nada tiene que ver con ese liberalismo ideológico generalizado y
furibundo del siglo XIX. Todavía hoy, muchos de las descalificaciones contra el
liberalismo económico, están teñidos de las secuelas de aquella situación.
Nunca he leído una sola línea en la DSI que deshiciese esta confusión. Y la
Iglesia, como Maestra, debiera haberlo hecho.
La segunda versión
de esta confusión, que en cierta medida está relacionada con la primera, mezcla
liberalismo con libertarianismo. Creo que la mejor definición del libertarianismo
la da Juan pablo II en lo que hemos visto más arriba planteaba como una posible
definición del capitalismo:
Pero si por «capitalismo» se entiende un
sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en
un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana
integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro
es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa”.
Esto, exactamente esto,
es el libertarianismo. Pero ninguno de los padres del liberalismo económico era
libertariano. Ninguno. Ni la Escuela de Salamanca que, recordémoslo, defendía
el libre mercado como sistema de fijación de precios desde la moral cristiana,
ni Locke, ni Adam Smith ni, dando un salto en el tiempo, Hayek. Ninguno. La
inmensa mayoría de los partidarios de la economía de libre mercado/capitalismo,
defienden que este sistema económico debe moverse dentro de un conjunto de
leyes, pocas, justas, predecibles e iguales para todos. Y que es sujeto a ese entorno
como se tiene que mover el sistema de libre mercado/capitalismo. Entorno que no
es creado por el sistema, sino que es superior a él y le es dado desde fuera
por la sociedad. En la terminología anglosajona este conjunto de leyes y el
sometimiento del sistema al mismo, se conoce con el nombre de “rule of law” y
se tiene como uno de los pilares fundamentales de la economía de libre
mercado/capitalismo. Evidentemente que ese conjunto de leyes pueden no cumplir
con las cualidades antedichas, pero si es así, la culpa no es del sistema
económico, sino de la sociedad que crea ese marco, ese entorno. Y la Iglesia
debería ser capaz de distinguir el sistema económico del marco jurídico y, si
este está mal, echar la culpa sobre la sociedad y las filosofías que lo han
desarrollado, no sobre el sistema económico. Esto nos remite de nuevo a la
confusión anterior entre la moral y la economía. La inmensa mayoría de los
liberales de hoy, ven en el libetarianismo, no un aliado, sino como una
peligrosa contaminación. Hace poco se ha publicado un libro, bajo el título de
“En defensa del liberalismo conservador”, escrito por Francisco José Contreras,
catedrático de Filosofía del Derecho y que me honro haber prologado. Ese libro
marca magistralmente las fronteras entre el liberalismo clásico, que pudiera
llamarse conservador y el libertarianismo, una desviación de ese liberalismo
clásico.
Por poner un
ejemplo de la doctrina libertarianista, ésta llevaría a decir que se debería
dejar a la libertad de los mercados la producción y distribución de cualquier
tipo de droga, o para el tráfico clandestino de armas a guerrillas y grupos
terroristas, si hay una demanda de estas mercancías. Que el sistema de leyes
marco prohíba este tipo de actividades no significa, desde luego, que deba
haber una autoridad censora que prohíba determinados productos porque no los
considera buenos para sus criterios. Caeríamos entonces en un puritanismo que
prohibiese cosas que tal vez no sean buenas, pero tampoco deben prohibirse a
priori. Si fuese así podríamos acabar prohibiendo o poniendo claras trabas a
productos como el alcohol, la prostitución o, llevados de ese puritanismo,
hasta el azúcar. ¿Boutade? Ahí está el impuesto especial a las bebidas azucaradas.
Por supuesto, hay una frontera muy difícil de definir entre las cosas cuya
producción y venta debería estar prohibida por esas leyes que forman el marco
en el que se mueva el libre mercado, y cuáles no, aunque no nos gusten en
absoluto. Quizá pudiera ser un criterio general el de que estuviesen prohibidos
los productos que atentasen directa e indudablemente contra la libertad de
elección, de forma que pudiesen dar al traste con el propio sistema de
libertades que sustenta la convivencia humana. Por ejemplo, la droga atacaría
directamente a la libertad de consumirla o no de quien cayera en sus garras y
el armamento en manos de guerrillas incontroladas acabar con la libertad y el
patrimonio de cientos de millones de personas. Pero, en la práctica, este sutil
criterio debería aplicarse de forma que toda actividad económica que no sea
evidente que es claramente nociva para la libertad, estuviese permitida.
Tercer punto: Contradicción intrínseca de la DSI en uno
de sus principios fundamentales.
Uno de los pilares
básicos de la DSI es el principio de subsidiariedad. En ella se admite
explícitamente que las intervenciones del estado deben siempre responder a algo
que no pueda hacer la iniciativa privada u otro estamento de rango inferior.
Esto nos lleva de cabeza al espinoso tema del intervencionismo estatal. Ese
intervencionismo tiene múltiples facetas de las que sólo analizaré dos por su
importancia económica. La primera sería la intervención en la fijación de
precios de los mercados de manera directa o indirecta, y la segunda, regulación/supervisión
de las actividades empresariales. De la mayoría de los documentos de la DSI se
extrae la conclusión de que ésta defiende ambas facetas mucho más allá de lo
que un sano principio de subsidiariedad aconsejaría.
De una manera
incontrovertible se puede demostrar que todo lo que sea que el estado intervenga
en los mercados fijando por ley unos precios distintos de los que emergen
naturalmente de él, crea un desequilibrio que impide que la cantidad de bienes
ofertados y demandados coincida, haciendo así que se produzca un exceso o
defecto de oferta o demanda. Como paradigma de la intervención directa en los
precios por parte del estado cabe citar el auge del salario mínimo
interprofesional. Si este se fija demasiado alto, crea, indefectiblemente, paro
y perjudica a los trabajadores que sufren ese paro al tiempo que beneficia a
los que cobran un sueldo mayor del precio justo de mercado. La gente que no
puede encontrar trabajo a ese precio artificiosamente establecido, como
necesita trabajar, se ve empujada a hacerlo en mercados negros en los que son
dramáticamente explotados. En casos límites se puede llegar, como ocurre en los
países dominados por la izquierda populista, a fijar un tope máximo al precio
de determinados productos. La consecuencia ineludible de esto es la
desaparición de esos productos y la aparición de un mercado negro al que sólo
tienen acceso los más privilegiados. Pero el estado puede intervenir en los
precios indirectamente, de una forma más sutil, también con efectos negativos.
Puede, por ejemplo, limitar la oferta, a través de la obligación de tener una
licencia restrictiva para producir un producto o prestar un servicio o, en
casos límites, creando un monopolio estatal, para ejercer determinadas
actividades. Esto ocurre ahora en España en una parte del transporte público o
en la educación, con efectos perniciosos sobre ambas actividades. O, más grave
todavía, puede generar una oferta sobreabundante y ficticia de la cantidad de
dinero en el sistema, provocando una caída políticamente inducida de los tipos
de interés, que está en la base de casi todas las burbujas que puedan
producirse y, claro está, de sus nefastas consecuencias. No he visto en la DSI
ni una sola línea señalando la inconsecuencia de estas intervenciones públicas
con su principio básico de subsidiariedad. Más bien, de su lectura se desprende
un apoyo más o menos tácito a estas prácticas.
En cuanto a la regulación/supervisión.
Ningún liberal sensato, empezando por Hayek, está en contra de una sana regulación.
La cuestión está en la palabra sana. Empiezo por decir que la primera y
absolutamente necesaria regulación es el cumplimiento del marco legal –“rule of
law”– en el que se mueve la economía que, como se ha dicho anteriormente es
previo y superior a ella. Si esta legislación es sana, deberá tipificar como
delitos todo tipo de estafas, fraudes y demás conductas que atenten contra los
derechos de los demás. Y el estado deberá actuar con la dureza que esas leyes
estipulen contra los que las incumplan. Pero más allá de este marco, existe una
sana regulación que ningún liberal pone en cuestión. Se trata de la regulación
que haga, precisamente, que los mercados libres funcionen como tales. Para
funcionar como tal, un mercado tiene que cumplir al menos tres premisas. La
primera, veracidad, transparencia y suficiencia de la información. La segunda,
igualdad de oportunidades de acceso a la misma de todos los agentes que
participan en el mercado. La tercera evitar que determinadas personas o grupos
creen escasez ficticia en el mercado debido a una situación de privilegio o
fuerza. Es obvio que si estas condiciones no se dan en una medida razonable
–que se den de forma perfecta es una utopía imposible–, no existe un mercado
que pueda llamarse libre y, por lo tanto, no es posible el desarrollo de una
economía de libre mercado. Sin embargo, hay agentes del mercado que, de
diversas maneras, pueden atentar contra estos principios en su propio
beneficio. Yo le llamo a esto enfermedades autoinmunes del mercado, que lo
acaban matando desde dentro. Por tanto, es necesaria y sana una regulación/supervisión
que evite las enfermedades autoinmunes del mercado.
La vigilancia de
la veracidad de la información emitida por los agentes económicos no tiene por
qué ser motivo de regulación, sino que forma parte del cumplimiento del marco
legal. La transparencia y la suficiencia sí. Qué y cuánta información debe
darse, cómo debe elaborarse, de forma que sea comparable la emitida por
distintos agentes así como su forma de difusión para que todo el mundo pueda
tener el mismo acceso a ella y al mismo tiempo, son cuestiones que sí deben ser
reguladas. Pero aún así, en la cantidad de información es importante poner
límites, de forma que la información que se obligue a difundir no perjudique la
ventaja competitiva que pueda tener una empresa por su actuación inteligente.
Hay personas que, por el desempeño de su cargo, tienen una ventaja de acceso a
la información que lleva a la fijación de precios. Es muy importante que esas
personas tengan restringida su capacidad de actuar en el mercado mientras
tengan esa ventaja. Pero todo marco legal que se precie tiene tipificado el
delito de uso de información privilegiada, por lo que este asunto no cae dentro
del ámbito de la regulación. Por supuesto, el marco legal –y no la regulación–
debe evitar que cualquier persona o grupo, desde una situación de privilegio,
pueda crear una escasez ficticia en un mercado durante un periodo de tiempo, de
forma que aproveche esta escasez para su lucro particular. Pero, una vez más,
cualquier legislación que se precie debe incorporar la tipificación de estas
prácticas como delito. De hecho, este delito, en el código penal español tiene
el pomposo título de “maquinación para alterar el precio de las cosas”.
Donde de ninguna
manera debe llegar la regulación es a usurpar a las empresas y agentes del
mercado su libertad de toma de decisiones sobre lo que es su propia actividad.
Hoy en día, sin embargo, en muchos sectores, desde la educación hasta la banca,
por decir algunos, se produce una clarísima intromisión, a todas luces
excesiva, de la regulación en la toma de decisiones de la dirección de muchas
empresas.
Como se puede
apreciar, el tema de la regulación es enormemente amplio y sutil. Jamás he
visto en la DSI una clara disección sobre la naturaleza y los límites de una
sana regulación/supervisión. Más bien lo que se respira cuando se lee es un
posicionamiento muy claro a favor de formas intrusivas de
regulación/supervisión y muy pocas veces, si alguna, se denuncia la
intervención directa o indirecta de los poderes públicos en los mercados. Y
esto, como he dicho al principio de este apartado, está en clara contradicción
con uno de los principios básicos de la DSI: el principio de subsidiariedad.
Cuarto punto: Clamoroso silencia de la DSI sobre la
principal causa de la pobreza en el mundo.
Uno esperaría que
un conjunto de documentos tan extensos sobre aspectos sociales hiciese un
riguroso análisis sobre cuál pueda ser la causa principal de la lacra de la
pobreza en el mundo. Pues bien, semejante análisis no existe en la DSI. Hay
acusaciones tan duras como ciertas contra el egoísmo, la codicia y otros vicios
humanos. Estoy de acuerdo con esto y me parece evidente que la Iglesia debe
denunciar estos vicios o pecados, tan destructivos para la humanidad. La
denuncia de esos vicios forma parte del núcleo duro del Magisterio, no de sus
capas externas. No cabe duda de que estos vicios hacen que exista la pobreza,
pero uno echa en falta un análisis más concreto y riguroso de los caminos a
través de los cuales esos vicios generan esa pobreza. No hay tal análisis. Hay,
eso sí, veladas –o no tan veladas– acusaciones al sistema económico de libre
mercado como generador o potenciador de esos vicios. Es un lugar común en la
DSI la más o menos velada acusación de que la riqueza de unos es la causante de
la pobreza de otros. Parece como si se diese por bueno que la economía es un
juego suma 0 en la que si alguien gana más es a base de hacer que otros ganen
menos. Como si la economía se rigiese por un principio similar al de la
conservación de la energía, que ni se crea ni se destruye. Parece ignorarse el
hecho evidente de que la actividad empresarial crea riqueza nueva y que los
empresarios que se enriquecen crean una cantidad de riqueza de la que a ellos
sólo les queda una parte, creando un exceso que va a toda la sociedad. Ya he
hablado de eso a lo largo de estas páginas, por lo que no insistiré. Pero no he
visto ninguna llamada de atención sobre el que, a mi modo de ver, es el
principal camino a través del cual, esos vicios del egoísmo, y la codicia
conducen a la creación de pobreza.
A mi entender, la
principal causa de la pobreza en el mundo y, en especial en los países en los
que esta pobreza alcanza clamorosos tintes de miseria, son los tiranos de esos
países. Éstos niegan a sus súbditos –no les llamo ciudadanos, porque esos
tiranos les niegan esa condición. Incluso la palabra súbditos me parece excesivamente
suave– la más mínima posibilidad de ejercer en libertad las cualidades humanas
de creatividad, ingenio, laboriosidad para crear bienes y servicios que generen
riqueza para ellos y toda la población. Estos tiranos, armados con un poder
omnímodo, definen quiénes pueden ganar dinero en su país. Ellos, y después
ellos, y más tarde ellos y, después de decir ellos un gran número de veces,
vendrían sus familiares, sus amigos, sus secuaces y, en última instancia,
quienes les paguen a ellos para obtener ese permiso. Pero nunca, bajo ningún
concepto, su pueblo. Y no permiten que su pueblo gane dinero y cree así riqueza,
no solo por la avaricia de querer adueñarse de lo que puedan ganar sus
súbditos, sino porque saben muy bien que si éstos empezasen a tener un cierto
bienestar económico generalizado, su poder omnímodo correría peligro. Y eso es
algo que de ninguna manera pueden tolerar. Pueden tolerar que una pequeña
minoría gane dinero. A estos pocos los pueden tener “agradecidos” a quien les
da ese permiso y, por si no lo están, controlados, y eliminarlos si sacan los
pies del plato. Pero saben que un pueblo que empieza a tener una cierta
autonomía económica es incontrolable. Por eso, en cuanto alguno de sus súbditos
empieza a salir de la pobreza, van contra él. Y sin la más mínima seguridad
jurídica de que uno podrá disfrutar del fruto de su trabajo, ingenio y
esfuerzo, ¿quién tiene el menor incentivo para hacerlo? Una forma espacial de
tiranía es la de los países comunistas en los que la respuesta a la pregunta de
quién puede ganar dinero es aún más simple: NADIE. A esta tiranía sí la condena
contundentemente el Papa Juan Pablo II, que la conocía bien, en el capítulo con
el escueto título de “1989” de su encíclica “Centesimus Anus”. Aunque, al
final, los tiranos comunistas acaban dando la misma respuesta que el resto de
los tiranos a esa pregunta: Ellos, sus familiares, sus amigos, sus
correligionarios y sus secuaces. Los tiranos son muy poco imaginativos.
Responden siempre de la misma manera a esa pregunta, aunque algunos se crean que
ser tiranos ideológicos les hace éticamente superiores. Antes he dicho que la
riqueza no se rige, como la energía, por una ley de conservación, sino que se
puede crear y se destruir. Este comportamiento tiránico la destruye. Pero creo en
el ser humano, y estoy absolutamente convencido de que mediante su capacidad de
esfuerzo, trabajo, ingenio y creatividad que son inherentes a su naturaleza,
puede crear riqueza. Los pobres de los países pobres no lo son porque sean
menos listos que los ciudadanos de los países prósperos. Son pobres porque les
castran en sus capacidades humanas para dejar de serlo. Y caen así en la mayor
de las pobrezas: la pobreza antropológica, que no sólo les hace pobres, sino
que les quita cualquier incentivo para intentar salir de su pobreza. La
historia demuestra hasta la saciedad que cuando en una sociedad ve liberada esa
inmensa fuerza de los seres humanos que la forman, ésta sale rápidamente de la
pobreza. Es como la reacción en cadena de una explosión nuclear. Así han salido
de la pobreza todos los países que lo han hecho, desde Inglaterra y los EEUU
hasta Taiwán o Corea del Sur, pasando por España, Irlanda o Portugal. Si uno
mira la España, Irlanda o Portugal de hace no más de ochenta años verá unos
países pobres. Y lo mismo pasa si mira a Taiwan o Corea del Sur de hace treinta
años. El milagro de la recuperación de Japón tras la II Guerra Mundial, aunque
con sus peculiaridades, tiene la misma base. El milagro Chino se ha producido
en la medida que un régimen comunista ha permitido ciertos espacios de libertad
económica. Y la frontera del paralelo 38 entre las dos Coreas o la que separaba
hasta hace poco menos de treinta años las dos Alemanias, son testigos
clamorosos de esto. Y, sin la más mínima duda, ese mismo fenómeno se produciría
en los países africanos y centro-sud americanos más pobres si existiese un
mínimo de seguridad jurídica en ellos. El economista peruano Hernando de Soto
estima que los pobres de los países en vías de desarrollo “poseen” diferentes
tipos de activos por valor de 9,3 billones europeos (millones de millones, casi
9 veces el PIB de España) de dólares. Pongo “poseen” entre comillas porque,
aunque los usan, no tienen la más mínima garantía ni registro de su propiedad,
lo que impide que desarrollen sobre ellos ninguna actividad económica que no
esté sometida a la más terrible precariedad. Con tan sólo la seguridad de la propiedad
de estos activos se produciría una explosión de riqueza impresionante. Si
existiese un mínimo de seguridad jurídica en los países pobres, veríamos cómo
en poco más de una generación la lacra de la pobreza quedaría reducida a un
fenómeno marginal. Pero mientras esto no se produzca, toda la ayuda que los
países ricos puedan dar a los países pobres será, con muy honrosas excepciones,
casi totalmente inútil o, incluso, contraproducente. No dudo de que la ayuda
canalizada a través de conductos ajenos a los gobiernos puedan aliviar
situaciones trágicas, lo que me parece encomiable. Pero, salvo las excepciones
antes aludidas, no servirán para eliminar la pobreza. Y las ayudas que sigan
caminos gubernamentales, acabarán, casi con seguridad, en las cuentas
corrientes secretas de los tiranos de esos países. Más aún: a menudo, estas
ayudas, tanto las gubernamentales como las extragubernamentales, matan tímidas
iniciativas particulares para empezar a crear una mínima red empresarial que
pueda, realmente, generar riqueza.
De todo esto, que
creo que está más allá de cualquier duda razonable, no he leído ni una sola
línea en la DSI.
Es
evidente que, a pesar de todo lo dicho anteriormente, hay cosas positivas en la
DSI. En primer lugar –y repito textualemtne lo dicho al principio de estas
páginas–, “no me cabe duda de que, a lo
largo de los últimos ciento diecisiete años en los que se viene desarrollando
la DSI –si se toma la Rerum Novarum como punto de arranque– habrá habido muchas
personas de distintos tipos y distintos agentes económicos que habrán
reflexionado sobre su conducta personal al leer muchos pasajes de la DSI. Y
esto es muy positivo”. Por otro lado, he señalado en estas páginas tres
citas de la DSI que me parecen magníficas. Y con esto no quiero decir que no
haya más. Las hay, y muchas. Pero con todo lo anterior, no es eso lo que cabría
esperar de inmenso cuerpo documental con el que la Iglesia, como Maestra,
pretende orientar a su pueblo en un tema tan importante para la humanidad como
la cuestión social y las vías del progreso y del desarrollo económicos. De una
buena Maestra cabría esperar una nítida distinción de los temas, una disección
de los juicios y de las realidades juzgadas y una claridad y coherencia en su
exposición. Nada de eso se encuentra en la DSI. O, en el mejor de los casos,
estas distinciones, claridad y coherencia están tan ocultos en el conjunto por
lo que se ha dicho más arriba, que lo más suave que se me ocurre pensar es que la
DSI es una magnífica oportunidad perdida. Oportunidad perdida para evangelizar
a muchos que, habiendo sido inmensos benefactores de la humanidad, ayudándola a
salir de la miseria, se sientan ninguneados o, más aún, injustamente tratados
por esta doctrina. Oportunidad perdida para poner a los católicos en primera
línea de ese desarrollo y creación de riqueza y desarrollo tecnológico
–proponiéndoles esto como una forma de santificación necesaria–, perfectamente
compatible con la primera línea, en la que ya están, de ayuda desinteresada al
prójimo para paliar sus miserias y sus necesidades más acuciantes de todo tipo.
Crear riqueza de todo tipo –material también– es, al menos, tan importante y
está tan de acuerdo con el espíritu cristiano, como paliar los efectos de la
miseria. Y si no, basta con dar un repaso a la parábola de los talentos.
Pero,
al contrario, este mensaje confuso y ambiguamente peyorativo ha calado en la
inmensa mayoría del clero que, con honrosas excepciones, lo ha decantado hacia la
animadversión por el sistema. No es raro, al contrario, es bastante frecuente,
oír homilías en las que se despotrica contra los ricos, sin distinciones, como
causantes de la miseria de los pobres. Hace poco, en la liturgia, se leyó el
evangelio de la multiplicación de los panes y los peces. La lectura que el
párroco hizo de este pasaje en la homilía era que en el mundo había suficientes
bienes para que, si se repartiesen, no hubiese pobreza. Pero un sistema
económico perverso evitaba este reparto. Así, como suena. Y no era una
parroquia obrera, no. Era una parroquia de un pueblo de veraneo con una iglesia
atestada de veraneantes de clase media-alta. Ni una palabra a la acción de
creación de riqueza a través de la actividad empresarial, mensaje mucho más
acorde con el texto evangélico que pone el énfasis y el asombro en la
multiplicación más que en el reparto. El pasaje no se conoce como el reparto de
los panes y los peces, sino la multiplicación de los mismos. ¡Qué oportunidad
perdida para señalar y poner de ejemplo a los buenos empresarios como
co-agentes de ese milagro en nuestros días, que es lo que son! Y esto que
cuento no es la excepción, sino lo normal. En las peticiones se oye rezar por
todo tipo de personas, por trabajadores de todos los sectores, por inmigrantes,
por turistas, por agentes de tráfico (hay un día que la Iglesia dedica al
tráfico, lo que me parece estupendo), etc. Todas esas preces me parecen
fenomenal. Pero puedo contar con los dedos de una mano, y creo que me sobran al
menos tres, las veces que he oído rezar en toda mi vida por los empresarios,
para que con su iniciativa puedan aliviar la pobreza del mundo y crear
bienestar y riqueza para muchos. Ni creo que haya un día de los empresarios.
Por no tener, no sé que tengan ni siquiera un santo patrón. Las facultades de
económicas y empresariales tienen como patrón a san Vicente Ferrer. Y lo tienen
porque este santo tuvo un importantísimo papel político en el siglo XV en el
logro del compromiso de Caspe y económicas y empresariales son carreras desgajadas
de Ciencias Políticas. Están, por lo tanto, huérfanos de patrón.
Y
esto no se queda en el clero parroquial. Desgraciadamente, hace un par de años
más o menos tuve oportunidad de asistir a una charla en petit comité que daba el entonces Prefecto de la Congregación para
la Doctrina de la Fe, Cardenal Müller, a un grupo pequeño de profesores de una
universidad católica. No contaré, para no hacer este escrito más largo, cómo la
conversación llevó al Cardenal a decir lo que dijo. Sólo contaré aquí lo que
dijo. Afirmó categóricamente, refiriéndose, en concreto, a Bill Gates, que el
que gana más de una cierta cantidad de dinero es porque roba. Así, como suena. Supuestamente
para apoyar esta tesis, afirmó que su padre, que había sido durante toda su
vida un probo trabajador de la Opel, a duras penas ganó lo suficiente para
sacar adelante a su familia numerosa. Mi incredulidad sobre si había oído lo
que creía haber oído fue tal, que al acabar el acto, pregunté a varios profesores
si había oído bien. Me dijeron, con la misma estupefacción que la mía, que sí,
que eso era lo que realmente había dicho el Cardenal. Como es natural, entre la
audiencia había también sacerdotes. Uno de ellos, amigo mío, es un profesor de
la Universidad de San Dámaso, en la que se forman los futuros sacerdotes de la
Diócesis de Madrid. Es un hombre inteligente y sensato, libre de esos
prejuicios contra la economía de mercado/capitalismo. A los pocos días le vi y
le pregunté si él también había oído lo que yo. Me dijo que sí, pero que el
Cardenal Müller era así. ¡Ah, pues muy bien! El Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe se puede considerar, tras el Papa y el Secretario de
Estado, como el número tres de la Iglesia. Desolador.
Por
otro lado, ¿alguien duda que el lamentable fenómeno que tuvo lugar en la
Iglesia de la llamada teología de la liberación se desprendía de la
interpretación negativa que del capitalismo hace la DSI? Es difícil poner en
duda esto.
Y,
¿cómo salir de este embrollo? No lo sé. Cuando parecía que dos Papas escribían
dos encíclicas llenas de buen sentido, como Centesimus Annus de Juan Pablo II o
Caritas in Veritate de Benedicto XVI, aparece Francisco, muy influido por el
populismo de América Latina y abiertamente contrario a la economía de libre
mercado/capitalismo. No estaría de más que en el currículo formativo de los
seminaristas se diesen algunas sanas nociones de economía de libre mercado.
Pero…
En
definitiva, la DSI podría haber sido un excelente medio de atraer a la Iglesia
a grandes empresarios de la última centuria y para ser el germen de la
aparición de miles o millones de empresarios justos, honestos y creadores de
riqueza. Pero me temo que ha servido más bien para alejarlos y para hacer que
los cristianos estemos más bien a la zaga en este cometido. Y, sin embargo, no
creo que haya tenido mucho éxito en atraer a la clase obrera, si es que hoy en
día existe algo que se pueda llamar clase obrera. Una pena.
¿Es
duro lo que he dicho en estas páginas? Sin duda. Pero, por eso mismo hice al
principio de estas líneas una puntualización presentándome como hijo de la
Iglesia a la que amo. Y quienes me conocen saben que es cierto. Que no es algo
que digo para dar más peso a mis opiniones, sino que lo digo desde la pena.
Si
alguno está interesado en conocer un poco mejor el germen de la DSI del siglo
XVI de la Escuela de Salamanca, más abajo tiene el link que he prometido en el
texto.
Llegados
a este punto, y como resumen de todo lo anterior, me voy a permitir lo que, sin
duda, es una osadía, no sé si imperdonable. Consiste este atrevimiento en describir
lo que a mi modo de ver debería ser el decálogo, compuesto de sólo ocho
“mandamientos”, de la DSI. Con una formulación así de sencilla y clara, creo
que la DSI prestaría un inmenso servicio a la humanidad.
1º
Todos los cristianos y hombres de buena voluntad deben colaborar, con sus
mejores talentos, al desarrollo de un marco jurídico acorde con la naturaleza
humana, justo, ético, conciso, estable e igual para todos, que garantice las
libertades individuales en todo aquello que no vaya contra él. Si ese marco
legal fuese contrario a la naturaleza humana, injusto o contrario a la ética,
los cristianos y hombres de buena voluntad deben oponerse a él por métodos
pacíficos para intentar modificarlo. Los cristianos y hombres de buena voluntad
no estarán éticamente obligados en conciencia al cumplimiento de este tipo de
leyes.
2º
Todos los cristianos y hombres de buena voluntad deben aportar lo mejor de sí
mismos, a través del ejercicio libre de sus talentos de trabajo, inteligencia,
creatividad, iniciativa y espíritu emprendedor, de múltiples formas, para
colaborar en la creación de riqueza para todos. Esto incluye la posibilidad de
creación de empresas con ánimo de lucro, bajo figuras jurídicas diversas, que
hagan productos y servicios y desarrollen actividades que satisfagan
necesidades de la gente creando bienestar, y que no estén expresamente
prohibidas por el marco legislativo anterior, así como de entidades sin ánimo
de lucro socialmente beneficiosas. Estas libertades deberían estar garantizadas
por el marco legal antes apuntado.
3º
Los gobernantes estarán gravemente obligados en conciencia a promover el
respeto a estas libertades, garantizando la seguridad jurídica de todos los
ciudadanos, utilizando el poder ejecutivo para ese fin y jamás para sus privilegios
personales. Esto deberá exigirse a todos los gobernantes, pero están
especialmente obligados a ello los de los países pobres, para permitir que sus ciudadanos
puedan poner en juego todos sus talentos que les permitan desarrollar la
creación de riqueza y favorecer que salgan de la pobreza. El incumplimiento
casi generalizado de esta obligación por la mayoría de los gobernantes de los
países pobres es, sin duda, una de las mayores causas de la pobreza extrema en
el mundo.
4º
En el caso de que el ejercicio de las libertades del punto 2º llevasen a
algunas personas a alcanzar un alto nivel de riqueza, todos los cristianos y
hombres de buena voluntad están moral y gravemente obligados, no por las leyes anteriores,
sino por caridad o la filantropía, a ejercer la virtud de la liberalidad hacia
los más desfavorecidos, en la medida y a través de los cauces que les dicte su
conciencia y estimen oportunos. Para ello será de gran utilidad la creación de
entidades que puedan canalizar las donaciones de las personas hacia las
necesidades de los más necesitados. Aunque, la sola creación de riqueza es ya
un ejercicio de esa virtud, puede que, siendo una condición necesaria, no sea
suficiente[5]. No se debe confundir el
ejercicio libre de esta virtud con la llamada “redistribución de la renta”
llevada a cabo por la mayoría los gobiernos de los países ricos. Un sistema
fiscal excesivo puede llegar a convertirse, y a menudo se convierte, en una
carga que limite la iniciativa para la creación de riqueza, por un lado y desincentive
el uso de los talentos por parte de otros.
5º
Todos los cristianos y hombres de buena voluntad, deberán respetar los
compromisos libremente adquiridos en cualquier tipo de contrato entre partes
libres. Se deberá promover y proteger el respeto a las condiciones de libertad,
transparencia e igualdad de acceso a la información que hacen justos esos
contratos.
6º
En el caso de que el ejercicio de las libertades del punto 2º llevasen a
algunas personas a alcanzar un alto nivel de poder de cualquier tipo, no les
estará permitido utilizar ese poder para mermar las oportunidades y las
libertades de otras personas, vulnerando el punto 5º. Esa limitación al
ejercicio ilícito del poder, podría estar garantizada por el marco legal del
punto 1º o, en casos particulares, por una regulación que garantizase que no se
utilicen medios ilícitos para limitar esas oportunidades ajenas. Esta
regulación en ningún caso podrá suplir ni ser intrusiva con la libertad de
gestión de las actividades libres de las personas.
7º
El conjunto de estas libertades, leyes y obligaciones morales dará lugar a “un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado,
de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los
medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la
economía […], encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al
servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular
dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso”. Hacia un sistema así deberán estar
dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y
su sociedad, ya que éste es el modelo que es necesario proponer a los países
del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil[6]. Y,
por descontado, en este sistema se deberá profundizar también en los países del
llamado primer mundo.
8º En un sistema así, el estado deberá limitase a hacer cumplir
ese marco legal. Tendrá que ser, por tanto, un estado fuerte, pero pequeño en
sus gastos y, siempre, sujeto al principio de subsidiariedad.
Si la osadía anterior es realmente imperdonable, ruego a quien la
lea que, a pesar de ello, haga un esfuerzo y me perdone.
[1] Es evidente que en el siglo XVI no
existía el capitalismo como hoy lo conocemos, pero sí el sistema económico de
libre mercado, aunque también éste tuviera fuertes restricciones.
[2] El manifiesto comunista es de 1848
y la encíclica considerada como fundacional de la DSI, la Rerum Novarum es de
1891, es decir, 43 años más tarde.
[3] El génesis usa la palabra
sometedla, pero la palabra hebrea que se traduce por sometedla puede
perfectamente, según los conocedores de esa lengua, por pastoreadla.
[4] El concepto nace en Estados Unidos
bajo el nombre de libertarianism. No está claro si la traducción española debe
ser libertarismo o libertarianismo. Me inclino por esta segunda, aunque menos
eufónica, por ser más precisa. Libertarismo podría ser más bien la doctrina
sostenida por los libertarios y esta palabra, en español parece que asemeja más
a los anarquistas tradicionales que a los liberales a ultranza. La palabra
libertarianismo aunque, como se ha dicho, es menos eufónica, parece libre de
esta confusión semántica.
[5] Cfr la cita de la encíclica
“Quadragésimo anno” de Pío XI citada más arriba.
[6] Este punto se basa en las frases
de la encíclica “Centesimus annus” de Juan Pablo II. Las frases en cursiva son
literales de este texto. La que está en tipo de letra calibrí, es la
conclusión, al dejar claro con todo lo anterior que ese es el sistema, con las
dos partes de la cita en cursiva, por el que aboga Juan Pablo II, se llame como
se llame a ese sistema.
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