Debo,
tal vez, empezar por justificarme por escribir lo que viene a continuación.
Necesito esta justificación porque siento bastante pudor al escribirlo. Las
causas de este pudor no nacen sobre todo, aunque también, de la revelación de
cosas de la intimidad. Provienen fundamentalmente de una sensación de malestar
–y hasta de cierta culpabilidad– que me produce el sentimiento de ser un
privilegiado, como se desprende de lo que voy a contar. Dicho en palabras
coloquiales pudiera parecer que me presento en estas líneas como un poco “la
mamá de Tarzán” y a mi familia también un poco como la “familia cebolleta”. Es,
por tanto, totalmente aplicable a este caso lo de “excusatio non petita,
accusatio manifesta”. Así es. Que cada uno, después de leerlo, piense de qué me
puedo acusar. ¿Por qué lo escribo entonces? ¿Qué me justifica? Me justifica una
frase de Jean Guitton que cité en el envío del 26 de Octubre. Decía Guitton:
“Cada uno de
nosotros en la vida privada, en la vida familiar, en la vida nacional y en la
vida internacional, no habla nunca de lo que es esencial. Dicho de otra manera;
lo que es esencial queda escondido para siempre en nuestro corazón. Sin
embargo, en mi opinión, no deberíamos guardar silencio sobre lo esencial”.
No
voy a hablar de nada esencial en la vida nacional ni internacional, pero sí de
algo esencial en la vida personal y familiar.
Este
largo (para mí) puente de Todos los Santos, he ido, con casi toda mi familia a
Sanary sur mer, un pequeño pueblo francés próximo a Toulon, en la costa mediterránea
francesa. La razón del viaje ha sido doble: Por un lado, mi hijo Rodrigo, que
es sacerdote y está como tal en la Diócesis de Toulon, en la parroquia de
Sanary, celebraba el décimo aniversario de su ordenación sacerdotal. Realmente
su décimo aniversario será el próximo 22 de Diciembre de 2008, pero dado que
ese día no íbamos a poder estar con él, pasamos la celebración a el día de
Todos los Santos. Pero es que, además, se daba la circunstancia de que el lunes
5 de Noviembre se cumplían el 45º aniversario de mi boda con Blanca, mi mujer.
Así que decidimos matar dos pájaros de un tiro. Desde hace meses, cada uno de
la familia nos las hemos apañado para sacar billetes baratos y buscar días de
vacaciones extras para poder ajustarlo. Lo hicimos cada familia por su lado y
así, unos se fueron a Sanary el martes y volvieron el sábado, otros fuimos el
miércoles y volvimos el lunes y, entre estas fechas, hubo diferentes
combinaciones. Pero entre el miércoles y el sábado, nos juntamos 25 de la
familia. 14 adultos, 9 niños y 2 no natos. Únicamente no pudieron venir una
nieta que sus padres juzgaron que era demasiado pequeña para venir, un nieto
casi recién nacido y su madre, mi nuera, que se tuvo que quedar a cuidar a su
hijo. Y, claro, tampoco vino mi hija Marta, monja de clausura del Instituto
Iesu Communio. Pero ambas estuvieron muy presentes tanto emocional como
espiritualmente. Mi hijo Rodrigo organizó que todos pudiésemos vivir, invitados
por sus feligreses, en casas de alquiler que, por ser temporada baja, pusieron
a nuestra disposición gratis et amore. Además, se “picaban” para ver cuáles de
ellos nos invitaban a comer o a tomar una copa a sus casas. Amore a mi hijo
Rodrigo que es su vicario (el párroco es un sacerdote chileno excepcional). Ya
de por sí, sólo eso, indica el cariño que le tienen a Rodrigo sus feligreses
que, además de dejar sus casas para la familia de su vicario, le ayudan de mil
maneras diferentes. Una parroquia viva, con una feligresía impresionante. En
Francia, los católicos son una muy pequeña minoría, pero los que lo son, se
vuelcan en ayudar de mil maneras en sus parroquias, diócesis y otras
instituciones de la Iglesia. Han pasado históricamente por la prueba de fuego
de una revolución francesa y un laicismo agresivo –aunque no el de hoy día.
Tanto Macron como en su día Sarkozy han pronunciado discursos en los que señalaban
la importancia de la religión católica y los católicos para la vida civil de la
República Francesa. Tampoco nos vendrían mal unos políticos así–. Por tanto, el
que ha seguido fiel a su catolicismo lo ha hecho consciente y aguerridamente. Ni
que decir tiene que tanto a Blanca como a mí, más a Blanca que a mí, por ser
madre, eso –que sus feligreses le quieran tanto y le cuidan– nos da una
satisfacción impresionante.
Rodrigo
organiza el día 31 de Octubre, desde los seis años que hace que está en esa
parroquia, lo que llama a Cité des Saints. Los niños de la parroquia se
disfrazan del santo que quieran y tienen que explicar muy brevemente la vida de
su santo al resto de los niños y a los adultos que asisten. Cada año hay más
niños que se disfrazan y muchos de ellos prefieren vestirse de santos que de
las brujas o demonios de Haloween que están tan de moda. Y los niños arrastran
a los padres. La representación tiene lugar en pleno paseo del puerto de Sanary
y cuenta con la entusiasta colaboración del Alcalde que, aunque no es creyente,
apoya estas y otras actividades de la parroquia. Cada vez que ha habido en
Francia un atentado terrorista, le ha pedido a la parroquia que haga un funeral
por las víctimas, al que él asiste, como lo hace a la misa del día de Todos los
Santos y otras grandes festividades. Es un republicano laico francés,
inmensamente respetuoso y activo promotor del culto católico. Ya lo he dicho
antes, ¡ojalá tuviéramos en España unos cuantos políticos así! Por supuesto,
mis nietos fueron disfrazados y explicaron, en español y en francés –los que
por ir al Liceo Frances hablan con cierta soltura esta lengua– la vida de sus
santos.
Podría
seguir contando cosas de este fin de semana, pero podría ser tan aburrido para
vosotros como cuando los recién casados, de vuelta del viaje de novios, te
intentan dar una sesión de fotos de la boda y del viaje. Y os juro que no es
ese mi propósito. No puedo, sin embargo, dejar de recordar un par de párrafos
de una novela que publiqué en 2001, con el título de “La victoria del sol”. Es
una historia, muy inspirada en mi familia –en esa fecha todavía no tenía ningún
hijo casado–. Es un relato escrito en flash back por un español que va a
recibir el premio nobel de física y recuerda cómo, cuando era un chico más bien
tirando a vago, le preguntó a su padre, un ser un tanto peculiar, cómo llegó a
saberse que el sol estaba en el centro y no la Tierra. El padre va contando a
los miembros de la familia que quieren oírle, a salto de mata y con todo tipo
de comentarios, la historia de la astronomía, que se mezcla con las vivencias
familiares. No puedo dejar de recordar el pasaje en el que se cuenta el momento
de la comida familiar, porque en este viaje lo he recordado, aunque lo vivo
casi todos los fines de semana multiplicando por tres el tumulto del libro.
“Por fin, nos sentamos a
la mesa. La situación de cada uno en la mesa de comedor era un indicio
inequívoco de la estructura jerárquica doméstica. Mi madre presidiendo. A su
derecha, mi padre, que hacía mucho que sabía quién mandaba en casa. Su
autoridad se había mantenido únicamente en salvaguardar el principio de que no
hubiera perro en casa. Ya hay suficientes seres vivos bajo mi responsabilidad –
decía. Después, hacia la derecha, cada uno de los hermanos por orden riguroso
de edad. Carlos, Luisa, Pepe, yo, Pablo y Lucía. La rigurosidad del orden no
residía en ningún protocolo ni código. Era simplemente el orden en que nos
íbamos sirviendo.
Dicen que todos tenemos
un sexto sentido que nos alerta si alguien nos está mirando fijamente, aunque
se encuentre a nuestra espalda. No sé si esto será cierto para el resto de los
mortales, pero es una realidad indiscutible en la familia Atienza. Cada uno
sentía clavados sobre él los ojos de los que iban detrás en el turno de
servirse. Sobre todo cuando lo que circulaba era la fuente de las patatas
fritas. Estaba terminantemente prohibido expresar en voz alta ningún tipo de
disconformidad sobre la cantidad que se servía cada uno. Sin embargo, ningún
poder de este mundo hubiese podido evitar el tumulto de carraspeos
incontenibles que se producía si, a juicio de “la mesa”, alguno se
extralimitaba en lo que se servía. “La mesa” era una inteligencia independiente
de los comensales, especialmente dotada para calcular a velocidades
vertiginosas la ración justa que le correspondía a cada uno. Ni mi padre se
libraba del implacable control de “la mesa”. La conversación, generalmente
animada y, a veces, hasta divertida, quedaba bruscamente interrumpida al hacer
su aparición Julius, el marido de Violeta, con la fuente. La tensión podía
palparse en el ambiente. Era como ese silencio tenso que siempre precede al
ataque de los indios en los “westerns”. A veces, mi madre, que era
extremadamente parca en lo que se servía, cometía el horrible crimen de servir
a Lucía, que por ser la pequeña y, por tanto, la última, estaba situada a su
izquierda. El estrépito era entonces ensordecedor y solía terminar con el
llanto desconsolado de Lucía que por aquel entonces tenía siete años y era
especialista en llorar ruidosamente con razón o sin ella. No me gustaría que se
me entendiese mal. No era que las cantidades fueran escasas. No. Podía haber
comida para un regimiento. Sin embargo, nunca en mi recuerdo ha existido el día
en que sobrase algo.
Otra batalla librada
implacablemente era la del pan. El hecho más deshonroso que podía ocurrirte
durante la comida era que alguien que se había terminado el suyo, se adueñase
del tuyo. Era un asunto absurdo, porque el pan no estaba tasado. Si se te
acababa, en seguida Julius te traía más. Pero quitárselo al de al lado era como
si fuese una aventura cinegética. A ningún cazador le haría gracia que una
empresa especializada en conseguir cuernas de venado le trajese un medalla de
oro para colgar encima de la chimenea. La gracia estaba en cazarlo. Lo mismo
ocurría con el pan. Lo suyo era cogérselo al de al lado y que fuera éste el que
tuviera que pedirlo. Todos desarrollamos técnicas depuradísimas para evitar
semejante oprobio. Mi hermano Carlos, que tenía unas manos enormes era capaz de
usar con enorme destreza los cubiertos para sacar un suculento bocado de,
digamos una perdiz, mientras con el dedo meñique de la mano izquierda sujetaba
firmemente el pan. Esto llegó a ser en él un reflejo condicionado. Recuerdo,
muchos años más tarde, una comida importante del Círculo de Empresarios del que
él era miembro activo. Estaba invitado el Presidente de la Comisión Europea y
la televisión dedicó unos minutos a informar de ese almuerzo. No pude reprimir
una sonrisa al ver en las noticias de la noche como, durante tan importante
comida, Carlos usaba el dedo meñique para la función en la que lo había
entrenado durante tantos años. Si Paulov levantara la cabeza se sentiría
satisfecho.
Pero fuera del crítico
momento de servirse, y de la lucha por la propiedad del pan, la hora de la
comida era un momento agradable. No sólo por los guisos de Violeta, que era una
excelente cocinera, sino por el ambiente. El tema era lo de menos. Podía
hablarse del programa del concierto del viernes o de la broma que le habían
gastado a un profesor en el colegio, del estilo del pórtico de la catedral de
Santiago o de la tajada que se agarró un amigo la noche anterior, de la mar y
de sus peces, de lo humano y lo divino. Podía ser una conversación profunda o frívola,
humorística o didáctica, pero siempre era acalorada y casi siempre entretenida.
Ya se hablase de la muda del caparazón del cangrejo del ártico o del cultivo de
la zanahoria en la Patagonia occidental, cada uno expresaba su opinión como si
la vida le fuese en el hecho de que sus puntos de vista prevaleciesen. Rara
vez, sin embargo, la discusión llegaba a la virulencia. Mi madre solía
participar más activamente en las discusiones. Mi padre se mantenía un poco más
al margen. Visto ahora, con la perspectiva de los años, me parece que
disfrutaba del espectáculo. Creo que se veía un poco como un patriarca.
Apostaría a que en ese momento le invadía un sentimiento de satisfacción que
compensaba los momentos de desasosiego que frecuentemente le producía la responsabilidad
de la familia. Sin ser pesimista, sentía una cierta angustia, compensada por el
optimismo desbordante de mi madre. El recuerdo de aquellas comidas de los
sábados me produce siempre una cálida y grata nostalgia. Una buena parte de las
pilas que he necesitado para funcionar por la vida se han cargado en momentos
como esos”.
Tampoco
puedo dejar de transcribir el párrafo final del libro, cuando el que recuerda
está a punto de salir de su habitación del hotel de Estocolmo para ir a recoger
el premio Nobel de física. Mientras se arreglaba, pensaba que, aunque ese
debería ser el día más feliz de su vida, no tenía la sensación de que lo fuese.
“En ese momento tocaron a la puerta de la habitación
del hotel. Una barahunda de personas entró como una tromba. Eran mis hijos con
todos mis hermanos, sus mujeres o maridos y algunos de sus hijos. Me quité la
pajarita, me eché un abrigo por encima del frac y decidí que no iba a recoger
el premio Nobel. No resultaría nuevo. Una larga lista de excéntricos escritores
o científicos lo había hecho antes. ¿Por qué no lo iba a hacer yo? Salimos
todos de la habitación. Tras dudarlo un instante, Ana nos siguió. Un enorme
autobús con conductor nos estaba esperando en la puerta del hotel. Diluviaba.
Dentro del autobús, como si de un arca de Noé se tratara estaba el resto de los
hijos de mis hermanos. Una vez todos dentro zarpamos con rumbo al mejor
restaurante de Estocolmo que habían cerrado para nosotros. Tuvimos una cena
familiar para más de sesenta personas y tres generaciones. En un momento me
sentí como parte de un frondoso árbol que extendía sus ramas protectoras hacia
el cielo. Yo era una de esas ramas. Había muchas más, grandes y pequeñas. Y
muchas hojas. Hacia abajo, las raíces, enterradas, pero no muertas, sorbían la
savia del suelo y la bombeaban hacia arriba. Paralelamente era también tronco
de otro árbol, hojas de otros muchos y percibí, fuera del espacio y el tiempo,
que sería raíz enterrada de otros. Un entramado inextricable de árboles, de los
que yo era en cada uno algo distinto, rama, tronco, hojas o raíz se tejió ante
mí. Todos tendían sus ramas hacia la inmortalidad. Entonces sí que noté que ese
era el día más feliz de mi vida”.
Sí,
algo parecido a estas cosas he sentido este fin de semana. Y, sí, me he sentido
como un privilegiado, como un patriarca. No como un patriarca autoritario. De
los textos anteriores se desprende que mi familia es más un matriarcado que un
patriarcado y que, en cualquier caso, los matri-patriarcas no son
respetuosamente venerados como figuras hieráticas, sino partícipes de la
vorágine familiar. Así hemos educado a nuestros hijos, en la libertad de
criterio y de expresión del mismo de forma desinhibida. Y, a pesar de que a
veces me exaspera esta falta de “respeto patriarcal”, me compensa con creces el
respeto de la libertad y la confianza.
Al
principio de estas líneas decía: “Que
cada uno, después de leerlo, piense de qué me puedo acusar”. Tal vez la
palabra acusar sea demasiado fuerte, pero me siento un poco “culpable”. Pongo
“culpable” entre comillas porque sé que no soy culpable de nada, pero no puedo
evitar cierto sentimiento de “culpa” de tanto privilegio inmerecido. Como creo
en Dios, le pregunto: ¿Por qué a mí, Dios mío? ¿Por qué tanta gente mucho mejor
que yo no tiene ese privilegio que me has concedido? ¿Por qué tantos
matrimonios, mejores que nosotros, ven su vida conyugal destruida por
cuestiones de las que no tienen la culpa? ¿Por qué tantos padres mejores que
nosotros ven como algunos de sus hijos se pierden en el laberinto de la vida? Y
no encuentro respuesta. No tengo demasiado pudor en expresar este sentimiento
en mi círculo de amigos. Les digo que el artífice de ese privilegio no soy yo.
Qué incluso ha sido a pesar de mí. Que sigo siendo, a mis 67 años ese joven, un
poco idealista, pero que no se fija mucho en la vida que le rodea y, por tanto,
un tanto egoísta. Un buen chico egoistón, aunque sin pasarse. Y me dicen, “algo
habrás hecho bien”. Y sí, no he matado nunca a nadie y hasta he hecho algunas
cosas que merecen la pena. Pero muchos que tampoco han matado a nadie y han
hecho muchas cosas que merecen mucho más la pena que las que yo he hecho, no
tienen ese privilegio. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí, Dios mío? ¿Qué pasa con
tantos y tantos? Y sigo sin encontrar respuesta. Pero entonces surgen de mí dos
sentimientos.
El
primero, el agradecimiento. No entiendo, Dios mío, pero sí puedo darte gracias.
Y en esos momentos me acuerdo del salmo 115 cuando dice:
¿Cómo podré pagar
al Señor
todo el bien que
me ha hecho?
Y
me respondo. No podré. Nunca podré. No existe nada en el mundo que yo pueda dar
a Dios para pagar ese bien. Es impagable. Pero si puedo agradecer. ¿Cómo? El
salmo sigue:
Alzaré la copa de
la salvación
invocando su
nombre.
Cumpliré mis votos
En presencia de
todo el pueblo.
Alzar
la copa de la salvación. La mejor manera de agradecer al Señor es alzando la
copa de la salvación, que Él ha puesto gratis en mis manos, brindando por la
salvación de toda la humanidad, de todo este mundo doliente. Y, luego, cumplir
los votos. ¿Qué votos? No he hecho ninguno. Cumplir los votos es apurar hasta
el fondo el licor de esa copa de la salvación. Algunos tragos serán dulces y
aromáticos, llenarán nuestras papilas y su aroma se extenderá por nuestras
fosas nasales, pasarán por nuestra garganta y bajarán por nuestro esófago para
acabar dándonos una grata sensación de calor en nuestro estómago. Otros tragos
puede que sean amargos, como lo fue el cáliz que Cristo bebió en el huerto de
los olivos. Esa amargura fue la nuestra, la de cada uno de los seres humanos
que han sido, son y serán en el mundo. Él la bebió y en esa amargura fuimos
curados. Tal vez, si algún trago de mi copa de la salvación es amargo, sirva
para aliviar la amargura de alguien que no tiene mi privilegio y debiera
tenerlo. Tal vez.
Y
acaba el salmo:
Te ofreceré un sacrificio de
alabanza,
invocando tu nombre, Señor.
[…]
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.
invocando tu nombre, Señor.
[…]
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.
El
segundo sentimiento no es tal. Es una acción. Es rezar, aunque mi copa sea
dulce –o precisamente por serlo–, por los que tienen mucha amargura en la suya.
Rezar. Estoy firmemente convencido de que rezar es lo único verdaderamente
importante que puede hacer un ser humano. Establecer ese lazo de unión eterna
con su Dios, estando todavía en el tiempo, y con toda la humanidad a través de
Cristo. Pero me temo que los cistianos hemos perdido la fe en el valor y poder
de la oración y la hemos relegado al baúl de las cosas inútiles.
Edith
Stein, que en la primera guerra mundial, siendo atea, estuvo en un hospital de
soldados con graves infecciones, cuenta en sus memorias, “estrellas amarillas”,
cómo, a pesar de todo, su ayuda le dejaba una sensación de vacío por la
inutilidad de su acción, como una gota de agua en un océano de sufrimiento. En
la segunda guerra mundial, veinte años más tarde, siendo ya carmelita, antes de
que la sacasen de su convento para llevarla a morir a Auschwitz, escribió:
“Los brazos del
crucificado están extendidos para arrastrarte hasta su corazón. Él quiere tu
vida para regalarte la suya.
El mundo está en
llamas. Pero en lo alto, por encima de todas las llamas se eleva la Cruz para
extender la Resurrección. El mundo está en llamas. ¿Deseas apagarlas? Abrázate
a Cristo crucificado. Desde el corazón abierto brota la Sangre del Redentor.
Ella apaga las llamas de todo infierno.
Deja libre tu
corazón a Dios; en él se derramará el Amor redentor hasta inundar y hacer
fecundos todos los rincones de la tierra.
Oyes el gemir de
los heridos, oyes la llamada agónica de los moribundos... oyes el gemir de cada
hombre en el corazón de Cristo. Te conmueve el dolor de la humanidad y deseas
aliviar, abrazar y curar sus heridas más hondas.
Abraza al
Crucificado. Si estás esponsalmente
unida a Él, en ti está su Sangre. Unida a Él estás omnipresente como Él.
En el poder de la
Cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción y
esperanza. A todas partes llevas su amor misericordioso, en todas partes
derramas su preciosísima Sangre que alivia, redime, santifica y salva.
¿Quieres sellar
para siempre esta alianza con Él?
¿Cuál es tu
respuesta?
Señor, ¿a quién
vamos a seguir? Sólo Tú tienes palabras de Vida Eterna”.
Acabo
recordando la frase de Guitton que citaba al principio y que cité en un envío
anterior:
“Cada uno de
nosotros en la vida privada, en la vida familiar, en la vida nacional y en la
vida internacional, no habla nunca de lo que es esencial. Dicho de otra manera;
lo que es esencial queda escondido para siempre en nuestro corazón. Sin
embargo, en mi opinión, no deberíamos guardar silencio sobre lo esencial”.
Yo
he procurado hablar de lo esencial de mi vida privada y familiar, no dejarlo
escondido en mi corazón, no guardar silencio.
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