8 de noviembre de 2018

Mi puente de Todos los Santos


Debo, tal vez, empezar por justificarme por escribir lo que viene a continuación. Necesito esta justificación porque siento bastante pudor al escribirlo. Las causas de este pudor no nacen sobre todo, aunque también, de la revelación de cosas de la intimidad. Provienen fundamentalmente de una sensación de malestar –y hasta de cierta culpabilidad– que me produce el sentimiento de ser un privilegiado, como se desprende de lo que voy a contar. Dicho en palabras coloquiales pudiera parecer que me presento en estas líneas como un poco “la mamá de Tarzán” y a mi familia también un poco como la “familia cebolleta”. Es, por tanto, totalmente aplicable a este caso lo de “excusatio non petita, accusatio manifesta”. Así es. Que cada uno, después de leerlo, piense de qué me puedo acusar. ¿Por qué lo escribo entonces? ¿Qué me justifica? Me justifica una frase de Jean Guitton que cité en el envío del 26 de Octubre. Decía Guitton:

“Cada uno de nosotros en la vida privada, en la vida familiar, en la vida nacional y en la vida internacional, no habla nunca de lo que es esencial. Dicho de otra manera; lo que es esencial queda escondido para siempre en nuestro corazón. Sin embargo, en mi opinión, no deberíamos guardar silencio sobre lo esencial”.

No voy a hablar de nada esencial en la vida nacional ni internacional, pero sí de algo esencial en la vida personal y familiar.

Este largo (para mí) puente de Todos los Santos, he ido, con casi toda mi familia a Sanary sur mer, un pequeño pueblo francés próximo a Toulon, en la costa mediterránea francesa. La razón del viaje ha sido doble: Por un lado, mi hijo Rodrigo, que es sacerdote y está como tal en la Diócesis de Toulon, en la parroquia de Sanary, celebraba el décimo aniversario de su ordenación sacerdotal. Realmente su décimo aniversario será el próximo 22 de Diciembre de 2008, pero dado que ese día no íbamos a poder estar con él, pasamos la celebración a el día de Todos los Santos. Pero es que, además, se daba la circunstancia de que el lunes 5 de Noviembre se cumplían el 45º aniversario de mi boda con Blanca, mi mujer. Así que decidimos matar dos pájaros de un tiro. Desde hace meses, cada uno de la familia nos las hemos apañado para sacar billetes baratos y buscar días de vacaciones extras para poder ajustarlo. Lo hicimos cada familia por su lado y así, unos se fueron a Sanary el martes y volvieron el sábado, otros fuimos el miércoles y volvimos el lunes y, entre estas fechas, hubo diferentes combinaciones. Pero entre el miércoles y el sábado, nos juntamos 25 de la familia. 14 adultos, 9 niños y 2 no natos. Únicamente no pudieron venir una nieta que sus padres juzgaron que era demasiado pequeña para venir, un nieto casi recién nacido y su madre, mi nuera, que se tuvo que quedar a cuidar a su hijo. Y, claro, tampoco vino mi hija Marta, monja de clausura del Instituto Iesu Communio. Pero ambas estuvieron muy presentes tanto emocional como espiritualmente. Mi hijo Rodrigo organizó que todos pudiésemos vivir, invitados por sus feligreses, en casas de alquiler que, por ser temporada baja, pusieron a nuestra disposición gratis et amore. Además, se “picaban” para ver cuáles de ellos nos invitaban a comer o a tomar una copa a sus casas. Amore a mi hijo Rodrigo que es su vicario (el párroco es un sacerdote chileno excepcional). Ya de por sí, sólo eso, indica el cariño que le tienen a Rodrigo sus feligreses que, además de dejar sus casas para la familia de su vicario, le ayudan de mil maneras diferentes. Una parroquia viva, con una feligresía impresionante. En Francia, los católicos son una muy pequeña minoría, pero los que lo son, se vuelcan en ayudar de mil maneras en sus parroquias, diócesis y otras instituciones de la Iglesia. Han pasado históricamente por la prueba de fuego de una revolución francesa y un laicismo agresivo –aunque no el de hoy día. Tanto Macron como en su día Sarkozy han pronunciado discursos en los que señalaban la importancia de la religión católica y los católicos para la vida civil de la República Francesa. Tampoco nos vendrían mal unos políticos así–. Por tanto, el que ha seguido fiel a su catolicismo lo ha hecho consciente y aguerridamente. Ni que decir tiene que tanto a Blanca como a mí, más a Blanca que a mí, por ser madre, eso –que sus feligreses le quieran tanto y le cuidan– nos da una satisfacción impresionante.

Rodrigo organiza el día 31 de Octubre, desde los seis años que hace que está en esa parroquia, lo que llama a Cité des Saints. Los niños de la parroquia se disfrazan del santo que quieran y tienen que explicar muy brevemente la vida de su santo al resto de los niños y a los adultos que asisten. Cada año hay más niños que se disfrazan y muchos de ellos prefieren vestirse de santos que de las brujas o demonios de Haloween que están tan de moda. Y los niños arrastran a los padres. La representación tiene lugar en pleno paseo del puerto de Sanary y cuenta con la entusiasta colaboración del Alcalde que, aunque no es creyente, apoya estas y otras actividades de la parroquia. Cada vez que ha habido en Francia un atentado terrorista, le ha pedido a la parroquia que haga un funeral por las víctimas, al que él asiste, como lo hace a la misa del día de Todos los Santos y otras grandes festividades. Es un republicano laico francés, inmensamente respetuoso y activo promotor del culto católico. Ya lo he dicho antes, ¡ojalá tuviéramos en España unos cuantos políticos así! Por supuesto, mis nietos fueron disfrazados y explicaron, en español y en francés –los que por ir al Liceo Frances hablan con cierta soltura esta lengua– la vida de sus santos.

Podría seguir contando cosas de este fin de semana, pero podría ser tan aburrido para vosotros como cuando los recién casados, de vuelta del viaje de novios, te intentan dar una sesión de fotos de la boda y del viaje. Y os juro que no es ese mi propósito. No puedo, sin embargo, dejar de recordar un par de párrafos de una novela que publiqué en 2001, con el título de “La victoria del sol”. Es una historia, muy inspirada en mi familia –en esa fecha todavía no tenía ningún hijo casado–. Es un relato escrito en flash back por un español que va a recibir el premio nobel de física y recuerda cómo, cuando era un chico más bien tirando a vago, le preguntó a su padre, un ser un tanto peculiar, cómo llegó a saberse que el sol estaba en el centro y no la Tierra. El padre va contando a los miembros de la familia que quieren oírle, a salto de mata y con todo tipo de comentarios, la historia de la astronomía, que se mezcla con las vivencias familiares. No puedo dejar de recordar el pasaje en el que se cuenta el momento de la comida familiar, porque en este viaje lo he recordado, aunque lo vivo casi todos los fines de semana multiplicando por tres el tumulto del libro.

“Por fin, nos sentamos a la mesa. La situación de cada uno en la mesa de comedor era un indicio inequívoco de la estructura jerárquica doméstica. Mi madre presidiendo. A su derecha, mi padre, que hacía mucho que sabía quién mandaba en casa. Su autoridad se había mantenido únicamente en salvaguardar el principio de que no hubiera perro en casa. Ya hay suficientes seres vivos bajo mi responsabilidad – decía. Después, hacia la derecha, cada uno de los hermanos por orden riguroso de edad. Carlos, Luisa, Pepe, yo, Pablo y Lucía. La rigurosidad del orden no residía en ningún protocolo ni código. Era simplemente el orden en que nos íbamos sirviendo.

Dicen que todos tenemos un sexto sentido que nos alerta si alguien nos está mirando fijamente, aunque se encuentre a nuestra espalda. No sé si esto será cierto para el resto de los mortales, pero es una realidad indiscutible en la familia Atienza. Cada uno sentía clavados sobre él los ojos de los que iban detrás en el turno de servirse. Sobre todo cuando lo que circulaba era la fuente de las patatas fritas. Estaba terminantemente prohibido expresar en voz alta ningún tipo de disconformidad sobre la cantidad que se servía cada uno. Sin embargo, ningún poder de este mundo hubiese podido evitar el tumulto de carraspeos incontenibles que se producía si, a juicio de “la mesa”, alguno se extralimitaba en lo que se servía. “La mesa” era una inteligencia independiente de los comensales, especialmente dotada para calcular a velocidades vertiginosas la ración justa que le correspondía a cada uno. Ni mi padre se libraba del implacable control de “la mesa”. La conversación, generalmente animada y, a veces, hasta divertida, quedaba bruscamente interrumpida al hacer su aparición Julius, el marido de Violeta, con la fuente. La tensión podía palparse en el ambiente. Era como ese silencio tenso que siempre precede al ataque de los indios en los “westerns”. A veces, mi madre, que era extremadamente parca en lo que se servía, cometía el horrible crimen de servir a Lucía, que por ser la pequeña y, por tanto, la última, estaba situada a su izquierda. El estrépito era entonces ensordecedor y solía terminar con el llanto desconsolado de Lucía que por aquel entonces tenía siete años y era especialista en llorar ruidosamente con razón o sin ella. No me gustaría que se me entendiese mal. No era que las cantidades fueran escasas. No. Podía haber comida para un regimiento. Sin embargo, nunca en mi recuerdo ha existido el día en que sobrase algo.

Otra batalla librada implacablemente era la del pan. El hecho más deshonroso que podía ocurrirte durante la comida era que alguien que se había terminado el suyo, se adueñase del tuyo. Era un asunto absurdo, porque el pan no estaba tasado. Si se te acababa, en seguida Julius te traía más. Pero quitárselo al de al lado era como si fuese una aventura cinegética. A ningún cazador le haría gracia que una empresa especializada en conseguir cuernas de venado le trajese un medalla de oro para colgar encima de la chimenea. La gracia estaba en cazarlo. Lo mismo ocurría con el pan. Lo suyo era cogérselo al de al lado y que fuera éste el que tuviera que pedirlo. Todos desarrollamos técnicas depuradísimas para evitar semejante oprobio. Mi hermano Carlos, que tenía unas manos enormes era capaz de usar con enorme destreza los cubiertos para sacar un suculento bocado de, digamos una perdiz, mientras con el dedo meñique de la mano izquierda sujetaba firmemente el pan. Esto llegó a ser en él un reflejo condicionado. Recuerdo, muchos años más tarde, una comida importante del Círculo de Empresarios del que él era miembro activo. Estaba invitado el Presidente de la Comisión Europea y la televisión dedicó unos minutos a informar de ese almuerzo. No pude reprimir una sonrisa al ver en las noticias de la noche como, durante tan importante comida, Carlos usaba el dedo meñique para la función en la que lo había entrenado durante tantos años. Si Paulov levantara la cabeza se sentiría satisfecho.

Pero fuera del crítico momento de servirse, y de la lucha por la propiedad del pan, la hora de la comida era un momento agradable. No sólo por los guisos de Violeta, que era una excelente cocinera, sino por el ambiente. El tema era lo de menos. Podía hablarse del programa del concierto del viernes o de la broma que le habían gastado a un profesor en el colegio, del estilo del pórtico de la catedral de Santiago o de la tajada que se agarró un amigo la noche anterior, de la mar y de sus peces, de lo humano y lo divino. Podía ser una conversación profunda o frívola, humorística o didáctica, pero siempre era acalorada y casi siempre entretenida. Ya se hablase de la muda del caparazón del cangrejo del ártico o del cultivo de la zanahoria en la Patagonia occidental, cada uno expresaba su opinión como si la vida le fuese en el hecho de que sus puntos de vista prevaleciesen. Rara vez, sin embargo, la discusión llegaba a la virulencia. Mi madre solía participar más activamente en las discusiones. Mi padre se mantenía un poco más al margen. Visto ahora, con la perspectiva de los años, me parece que disfrutaba del espectáculo. Creo que se veía un poco como un patriarca. Apostaría a que en ese momento le invadía un sentimiento de satisfacción que compensaba los momentos de desasosiego que frecuentemente le producía la responsabilidad de la familia. Sin ser pesimista, sentía una cierta angustia, compensada por el optimismo desbordante de mi madre. El recuerdo de aquellas comidas de los sábados me produce siempre una cálida y grata nostalgia. Una buena parte de las pilas que he necesitado para funcionar por la vida se han cargado en momentos como esos”.

Tampoco puedo dejar de transcribir el párrafo final del libro, cuando el que recuerda está a punto de salir de su habitación del hotel de Estocolmo para ir a recoger el premio Nobel de física. Mientras se arreglaba, pensaba que, aunque ese debería ser el día más feliz de su vida, no tenía la sensación de que lo fuese.

“En ese momento tocaron a la puerta de la habitación del hotel. Una barahunda de personas entró como una tromba. Eran mis hijos con todos mis hermanos, sus mujeres o maridos y algunos de sus hijos. Me quité la pajarita, me eché un abrigo por encima del frac y decidí que no iba a recoger el premio Nobel. No resultaría nuevo. Una larga lista de excéntricos escritores o científicos lo había hecho antes. ¿Por qué no lo iba a hacer yo? Salimos todos de la habitación. Tras dudarlo un instante, Ana nos siguió. Un enorme autobús con conductor nos estaba esperando en la puerta del hotel. Diluviaba. Dentro del autobús, como si de un arca de Noé se tratara estaba el resto de los hijos de mis hermanos. Una vez todos dentro zarpamos con rumbo al mejor restaurante de Estocolmo que habían cerrado para nosotros. Tuvimos una cena familiar para más de sesenta personas y tres generaciones. En un momento me sentí como parte de un frondoso árbol que extendía sus ramas protectoras hacia el cielo. Yo era una de esas ramas. Había muchas más, grandes y pequeñas. Y muchas hojas. Hacia abajo, las raíces, enterradas, pero no muertas, sorbían la savia del suelo y la bombeaban hacia arriba. Paralelamente era también tronco de otro árbol, hojas de otros muchos y percibí, fuera del espacio y el tiempo, que sería raíz enterrada de otros. Un entramado inextricable de árboles, de los que yo era en cada uno algo distinto, rama, tronco, hojas o raíz se tejió ante mí. Todos tendían sus ramas hacia la inmortalidad. Entonces sí que noté que ese era el día más feliz de mi vida”.

Sí, algo parecido a estas cosas he sentido este fin de semana. Y, sí, me he sentido como un privilegiado, como un patriarca. No como un patriarca autoritario. De los textos anteriores se desprende que mi familia es más un matriarcado que un patriarcado y que, en cualquier caso, los matri-patriarcas no son respetuosamente venerados como figuras hieráticas, sino partícipes de la vorágine familiar. Así hemos educado a nuestros hijos, en la libertad de criterio y de expresión del mismo de forma desinhibida. Y, a pesar de que a veces me exaspera esta falta de “respeto patriarcal”, me compensa con creces el respeto de la libertad y la confianza.

Al principio de estas líneas decía: “Que cada uno, después de leerlo, piense de qué me puedo acusar”. Tal vez la palabra acusar sea demasiado fuerte, pero me siento un poco “culpable”. Pongo “culpable” entre comillas porque sé que no soy culpable de nada, pero no puedo evitar cierto sentimiento de “culpa” de tanto privilegio inmerecido. Como creo en Dios, le pregunto: ¿Por qué a mí, Dios mío? ¿Por qué tanta gente mucho mejor que yo no tiene ese privilegio que me has concedido? ¿Por qué tantos matrimonios, mejores que nosotros, ven su vida conyugal destruida por cuestiones de las que no tienen la culpa? ¿Por qué tantos padres mejores que nosotros ven como algunos de sus hijos se pierden en el laberinto de la vida? Y no encuentro respuesta. No tengo demasiado pudor en expresar este sentimiento en mi círculo de amigos. Les digo que el artífice de ese privilegio no soy yo. Qué incluso ha sido a pesar de mí. Que sigo siendo, a mis 67 años ese joven, un poco idealista, pero que no se fija mucho en la vida que le rodea y, por tanto, un tanto egoísta. Un buen chico egoistón, aunque sin pasarse. Y me dicen, “algo habrás hecho bien”. Y sí, no he matado nunca a nadie y hasta he hecho algunas cosas que merecen la pena. Pero muchos que tampoco han matado a nadie y han hecho muchas cosas que merecen mucho más la pena que las que yo he hecho, no tienen ese privilegio. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí, Dios mío? ¿Qué pasa con tantos y tantos? Y sigo sin encontrar respuesta. Pero entonces surgen de mí dos sentimientos.

El primero, el agradecimiento. No entiendo, Dios mío, pero sí puedo darte gracias. Y en esos momentos me acuerdo del salmo 115 cuando dice:

¿Cómo podré pagar al Señor
todo el bien que me ha hecho?

Y me respondo. No podré. Nunca podré. No existe nada en el mundo que yo pueda dar a Dios para pagar ese bien. Es impagable. Pero si puedo agradecer. ¿Cómo? El salmo sigue:

Alzaré la copa de la salvación
invocando su nombre.
Cumpliré mis votos
En presencia de todo el pueblo.

Alzar la copa de la salvación. La mejor manera de agradecer al Señor es alzando la copa de la salvación, que Él ha puesto gratis en mis manos, brindando por la salvación de toda la humanidad, de todo este mundo doliente. Y, luego, cumplir los votos. ¿Qué votos? No he hecho ninguno. Cumplir los votos es apurar hasta el fondo el licor de esa copa de la salvación. Algunos tragos serán dulces y aromáticos, llenarán nuestras papilas y su aroma se extenderá por nuestras fosas nasales, pasarán por nuestra garganta y bajarán por nuestro esófago para acabar dándonos una grata sensación de calor en nuestro estómago. Otros tragos puede que sean amargos, como lo fue el cáliz que Cristo bebió en el huerto de los olivos. Esa amargura fue la nuestra, la de cada uno de los seres humanos que han sido, son y serán en el mundo. Él la bebió y en esa amargura fuimos curados. Tal vez, si algún trago de mi copa de la salvación es amargo, sirva para aliviar la amargura de alguien que no tiene mi privilegio y debiera tenerlo. Tal vez.

Y acaba el salmo:

Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
invocando tu nombre, Señor.
[…]
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.

El segundo sentimiento no es tal. Es una acción. Es rezar, aunque mi copa sea dulce –o precisamente por serlo–, por los que tienen mucha amargura en la suya. Rezar. Estoy firmemente convencido de que rezar es lo único verdaderamente importante que puede hacer un ser humano. Establecer ese lazo de unión eterna con su Dios, estando todavía en el tiempo, y con toda la humanidad a través de Cristo. Pero me temo que los cistianos hemos perdido la fe en el valor y poder de la oración y la hemos relegado al baúl de las cosas inútiles.

Edith Stein, que en la primera guerra mundial, siendo atea, estuvo en un hospital de soldados con graves infecciones, cuenta en sus memorias, “estrellas amarillas”, cómo, a pesar de todo, su ayuda le dejaba una sensación de vacío por la inutilidad de su acción, como una gota de agua en un océano de sufrimiento. En la segunda guerra mundial, veinte años más tarde, siendo ya carmelita, antes de que la sacasen de su convento para llevarla a morir a Auschwitz, escribió:

“Los brazos del crucificado están extendidos para arrastrarte hasta su corazón. Él quiere tu vida para regalarte la suya.

El mundo está en llamas. Pero en lo alto, por encima de todas las llamas se eleva la Cruz para extender la Resurrección. El mundo está en llamas. ¿Deseas apagarlas? Abrázate a Cristo crucificado. Desde el corazón abierto brota la Sangre del Redentor. Ella apaga las llamas de todo infierno.

Deja libre tu corazón a Dios; en él se derramará el Amor redentor hasta inundar y hacer fecundos todos los rincones de la tierra.

Oyes el gemir de los heridos, oyes la llamada agónica de los moribundos... oyes el gemir de cada hombre en el corazón de Cristo. Te conmueve el dolor de la humanidad y deseas aliviar, abrazar y curar sus heridas más hondas.

Abraza al Crucificado.  Si estás esponsalmente unida a Él, en ti está su Sangre. Unida a Él estás omnipresente como Él.

En el poder de la Cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción y esperanza. A todas partes llevas su amor misericordioso, en todas partes derramas su preciosísima Sangre que alivia, redime, santifica y salva.

¿Quieres sellar para siempre esta alianza con Él?

¿Cuál es tu respuesta?

Señor, ¿a quién vamos a seguir? Sólo Tú tienes palabras de Vida Eterna”.

Acabo recordando la frase de Guitton que citaba al principio y que cité en un envío anterior:

“Cada uno de nosotros en la vida privada, en la vida familiar, en la vida nacional y en la vida internacional, no habla nunca de lo que es esencial. Dicho de otra manera; lo que es esencial queda escondido para siempre en nuestro corazón. Sin embargo, en mi opinión, no deberíamos guardar silencio sobre lo esencial”.

Yo he procurado hablar de lo esencial de mi vida privada y familiar, no dejarlo escondido en mi corazón, no guardar silencio.

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