Hace
unos días, un buen amigo, lector de vasta cultura, me vino a ver y me tendió un
libro suyo, muy personal. Se trataba de un libro desvencijado, lleno de señales
entre las páginas, hechas con fichas y post-its. Era una novela del escritor
argentino Ernesto Sábato –“Sobre héroes y tumbas”–, al que mi amigo, bastante
mayor que yo, había conocido personalmente con cierta amistad. El libro es una
edición muy especial, pues responde, según me dijo, a una corrección, de la que
se imprimieron muy pocos ejemplares, llevada a cabo por el propio Sábato
después de editada la novela. Es decir, casi un incunable. Normalmente, cuando
alguien me deja un libro me incomoda bastante, porque tengo una densa lista de
lecturas que sé que jamás podré completar y cualquier intromisión en ella me
produce desazón. Pero, ante semejante préstamo, decidí poner esa novela como la
primera lectura en la cola. Además, nunca había leído nada de Sábato y,
vagamente, lo tenía entre algo que debía-ser-leído. Así que lo empecé a leer el
mismo día que terminé lo que tenía entre manos. Lo hice con una cierta
aprensión, porque he tenido experiencias divergentes al leer novelas que se
consideran como obras maestras de la literatura contemporánea. Mientras “En
busca del tiempo perdido” me apasionó, “El cuarteto de Alejandría” o el
“Ulises” se me cayeron de las manos sin poder terminarlas. Y yo sabía que
“Sobre héroes y tumbas” era una de esas novelas. La empecé a leer y me está
pasando –todavía no he acabado su lectura– como me pasó con “En busca del
tiempo perdido” o como me pasa con las óperas de Wagner. Pasajes largos y un
tanto tediosos, aunque magníficamente escritos o compuestos, dan paso a páginas
o pasajes de las que uno no puede dejar de leer u oír cuatro o cinco veces para
saborearlos. En esas estaba el otro día cuando di con uno de estos. El pasaje
consta de dos partes unidas por una frase de transición. Cada una de las partes,
por separado, despertó en mí ecos y recuerdos que me remitían a otras cosas
leídas que tengo atesoradas para releer de cuando en cuando. Por eso voy a
presentar cada parte del pasaje por separado, cada una de ellas precedida de
los textos a los que me remiten.
El
contexto del pasaje de Sábato nos sitúa en una conversación, hilvanada con
pensamientos internos, entre un joven –Martín– desconsolado por unos amores
difíciles y un tanto truculentos, y un hombre ya mayor, escritor frustrado,
misántropo, que nunca en su vida ha escrito nada, por abandono y desidia pero,
sobre todo, por cinismo y escepticismo. Pero en este hombre escéptico y que se
sabe fracasado, ha surgido una como especie de sentimiento paternal hacia ese
joven desamparado.
La
primera parte del pasaje me ha hecho rememorar una frase de C. S. Lewis en una
carta a su amigo más joven, Sheldon Vanauken que, en ese momento, estaba
luchando por encontrar la fe perdida y se carteaba con Lewis para expresarle
sus inquietudes. Vanauken le había contado a Lewis sus miedos a que el afán de
creer algo que le parecía bonito, le llevase a autoengañarse para creerlo. A lo
que Lewis le contesta:
“Y ahora, otra
cosa sobre los deseos. Un deseo puede llevar a falsas creencias, te lo
concedo... Pero ¿qué sugiere la existencia del deseo? Una vez me impresionó una
frase de Arnold: “Tener hambre no prueba que tengamos pan”. Pero lo que es
seguro, aunque no prueba que un hombre concreto tenga “comida”, sí prueba que
existe la comida. Por ejemplo, si fuéramos una especie que no comiera
normalmente, que no estuviera diseñada para comer, ¿sentiríamos hambre? Dices
que el mundo del materialismo es “feo”. Me pregunto cómo has descubierto eso.
Si tú realmente eres fruto de un mundo materialista, ¿cómo es que no te
encuentras a gusto en él? ¿Se quejan los peces del mar por estar mojados? Y si
lo hicieren, ¿no sugeriría fuertemente este mismo hecho que no hubieran sido
siempre criaturas acuáticas? Date cuenta de cómo continuamente nos sorprendemos
del paso del Tiempo. (“¡Cómo vuela el tiempo! ¡Parece mentira que fulanito ya
sea tan mayor y se case! ¡Casi no puedo creerlo!”). En nombre del cielo, ¿por
qué? A menos que, en realidad, haya algo en nosotros que no sea temporal...”.
La
parte del pasaje de Sábato que me hizo rememorar lo anterior, decía:
“Se quitó los
anteojos y los limpió, con aquella manía de mantenerlos perfectos, o quizá en
virtud de un simple tic. Sus ojos se
agrandaron repentinamente al ser vistos sin aquellos gruesos cristales, y le
conferían al rostro una curiosa sensación de desnudez que a Martín casi lo
avergonzaba. Por lo demás, la mirada de Bruno se volvía más abstracta y como
desamparada frente a un universo minucioso y rico.
Le habló del libro
que estaba leyendo, sobre el tiempo, y le explicó la diferencia que existe
entre el tiempo de los astrónomos y del hombre. Mientras, reflexionaba que nada
de aquello podía serle útil a Martín, sino como una distracción. Toda
consideración abstracta, en definitiva, aunque se refiriese a problemas
humanos, no servía para consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las
tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de carne y hueso, un
pobre ser con ojos que miran ansiosamente (¿hacia qué o hacia quién?), una
criatura que sólo sobrevive por la esperanza. Porque felizmente (pensaba) el
hombre no está sólo hecho de desesperación, sino de fe y de esperanza; no sólo
de muerte, sino también de anhelo de vida; tampoco únicamente de soledad sino
de momentos de comunión y de amor. Porque si prevaleciese la desesperación,
todos nos dejaríamos morir o nos mataríamos, y eso no es de ninguna manera lo
que sucede. Lo que demostraba, a su juicio, la poca importancia de la razón, ya
que no es razonable mantener esperanzas en este mundo en que vivimos. Nuestra
razón, nuestra inteligencia, constantemente nos están probando que ese mundo es
atroz, motivo por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo,
al cinismo y finalmente a la aniquilación. Pero, por suerte, el hombre no es
casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en
medio de las calamidades. Y este mismo renacer de algo tan descabellado, tan
sutil y entrañablemente descabellado, tan desprovisto de todo fundamento es la
prueba de que el hombre no es un ser racional. Y así, apenas los terremotos arrasan
una vasta región de Japón o de Chile, apenas una gigantesca inundación liquida
a centenares de miles de chinos en la región del Yang Tse; apenas una guerra
cruel y, para la inmensa mayoría de sus víctimas sin sentido, como la Guerra de
los Treinta Años, ha mutilado y torturado, asesinado y violado, incendiado y
arrasado a mujeres, niños y pueblos, ya los supervivientes, los que sin embargo
asistieron, espantados e impotentes, a esas calamidades de la naturaleza o de
los hombres, esos mismos seres que en aquellos momentos de desesperación
pensaron que nunca más querrían vivir y que jamás reconstruirían sus vidas ni
podrían reconstruirlas aunque lo quisieran, esos mismos hombres y mujeres
(sobre todo mujeres, porque la mujer es la vida misma y la tierra madre, la que
jamás pierde un último resto de esperanza), esos precarios seres humanos ya
empiezan de nuevo, como hormiguitas tontas pero heroicas, a levantar su pequeño
mundo de todos los días: mundo pequeño, es cierto, pero por eso mismo más
conmovedor[1]. De modo que no eran las ideas las que salvaban al
mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario: aquellas
insensatas y desprovistas de fundamento lógico de los hombres, su furia
persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su
pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio.
Y si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba
ontológica de la Nada ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de
la Existencia, algo por lo cual vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más
poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque si no todos
nos suicidaríamos) ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por
decirlo así, que la famosa Nada?”
La
segunda frase que me hizo rememorar el pasaje de Sábato es una breve frase de
un discurso que dio en 1995, en Madrid, ya con 96 años, pero con una lucidez
impresionante, el filósofo francés Jean Guitton, con el título de “El héroe, el
genio y el santo”.
“Cada uno de
nosotros en la vida privada, en la vida familiar, en la vida nacional y en la
vida internacional, no habla nunca de lo que es esencial. Dicho de otra manera;
lo que es esencial queda escondido para siempre en nuestro corazón. Sin
embargo, en mi opinión, no deberíamos guardar silencio sobre lo esencial”.
La
frase que enlaza las dos partes del pasaje de Sábato es una transición entre lo
que estaba pensando Bruno y lo que le decía a Martín:
“Mientras, en un plano
más superficial, le decía a Martín algo aparentemente sin conexión con sus
reflexiones profundas, pero en realidad conectadas a ella por vínculos
irregulares pero vitales”.
Y,
tras esta transición, el pasaje de Sábato nos lleva a lo que Bruno le dice a
Martín:
“- Siempre pensé
que me gustaría ser algo así como bombero. Otras veces he soñado con ser
artesano o ser músico de una pequeña orquesta de jazz.
Y como Martín lo
mirara sorprendido, comentó: pensando que este tipo de reflexiones sí podían
ser útiles a su desdicha, pero con una sonrisa que atenuaba su pretensión.
- Sí, bombero.
Quizá cabo de bomberos. Porque entonces uno sentiría que está entregado a algo
comunitario, a algo en que uno realiza un esfuerzo por los demás, y además en
medio del peligro, cerca de la muerte. Y, siendo cabo, porque se sentiría,
supongo, la responsabilidad de un pequeño grupo. Ser para ellos la ley y la
esperanza. Un pequeño mundo en el que el alma de uno esté transfundida en una
pequeña alma colectiva, que mientras uno duerme el otro vela y cuida. De modo
que las penas son las penas de todos y las alegrías también, y el peligro es el
peligro de todos. Saber además que uno puede y debe confiar en sus camaradas,
que en esos momentos límites de la vida, en esas zonas inciertas y vertiginosas
en que la muerte nos enfrenta repentina y furiosamente, ellos, los camaradas,
lucharán contra ella, nos defenderán y sufrirán y esperarán por nosotros. Y
luego el destino pequeño y modesto de mantener el equipo limpio, los bronces
relucientes, el limpiar y afilar las hachas, el vivir con sencillez esos
momentos que sin embargo preceden al peligro y acaso a la muerte.
Se quitó los
anteojos y los limpió.
- Muchas veces lo
he imaginado a Saint-Exupéry allá arriba, con su pequeño avión, luchando contra
la tempestad, en pleno Atlántico, heroico y taciturno, con su telegrafista
atrás, unidos por el silencio y la amistad, por el peligro común pero también
por la común esperanza; escuchando el rugido del motor, vigilando con ansiedad,
la reserva de combustible, mirándose entre sí. La camaradería frente a la
muerte.
Se colocó los
anteojos y sonrió, mirando a lo lejos.
- Tuve la suerte
de conocerlo, uno de los hombres que más he admirado en mi vida. Lo recuerdo
inclinado sobre un mapa, nervioso, esperando noticias de su camarada perdido
entre las nieves de los Andes, corriendo al teléfono, pegado a la radio.
Volvió de su
recuerdo y sonriendo miró a Martín:
- Bueno, acaso uno
admire más lo que no es capaz de hacer. No sé si sería capaz de hacer la
centésima parte de cualquiera de los actos de Saint-Exupéry. Claro, esto es lo
grande. Pero quería decir que aún en lo pequeño… cabo de bomberos… o todavía
algo más modesto: tocar un instrumento en una pequeña orquestita de jazz.
Esperar que el clarinete termine su frase, mirándolo, esperándolo con afecto y
comprensión, para luego proseguir con su idea, ampliándola y dándole nuestro
matiz personal. Como en una conversación entre verdaderos amigos… En fin… eso
que sólo da el trabajo en equipo, ese refugio frente a la tristeza y la
incomunicación… En cambio yo… ¿qué soy yo? Una especie de contemplativo
solitario, un inútil. Ni siquiera sé si algún día lograré escribir una novela o
un drama. Y aunque lo escribiera… no sé si nada de eso puede ser equiparable a
formar parte de un pelotón y guardar el sueño y la vida de los camaradas con su
fusil… No importa que la guerra sea hecha por sinvergüenzas, por bandoleros de
las finanzas o el petróleo: aquel pelotón, aquel sueño guardado, aquella fe de
nuestros camaradas, esos serán siempre valores absolutos.
Martín lo miraba
con los ojos empañados, extáticamente. Y Bruno pensó para sí: “Bueno, al fin
¿no estamos todos en una especie de guerra?, ¿y no pertenezco a un pequeño
pelotón?; ¿y no es Martín, en cierto modo, alguien cuyo sueño yo velo y cuyas
angustias intento suavizar y cuyas esperanzas cuido como una llamita en medio
de una furiosa tormenta?
Y en seguida se
avergonzó.
Entonces contó un
chiste”.
¡La
vergüenza de hablar de lo esencial! ¡Qué tragedia!
Pero,
dando un salto más allá todavía de esas rememoranzas, la frase “no sé si nada de eso puede ser equiparable a
formar parte de un pelotón y guardar el sueño y la vida de los camaradas con su
fusil… […] aquel pelotón, aquel sueño guardado, aquella fe de nuestros
camaradas, esos serán siempre valores absolutos” me trajo a la memoria un
pasaje del drama de Shakespeare Enrique V. Pongamos las cosas en contexto.
En
la guerra de los Cien Años, en el otoño del año 1415, los ingleses, al mando de
su rey, Enrique V, estaban en territorio francés. Habían obtenido varias
victorias pírricas y, agotados, diezmados, enfermos, intentaban alcanzar Calais
para volver a Inglaterra. Pero cerca ya de Calais, junto al castillo de
Agincourt, la víspera del día de san Crispín, los estúpidos nobles franceses,
ávidos de una gloriosa victoria, les cerraban el paso de la huida. El ejercito
inglés se sentía derrotado de antemano. El rey Harry, así le llamaban sus
hombres, pasó la noche en vela paseándose de incógnito por el campamento,
hablando con los soldados, dándose cuenta de la bajísima moral de sus tropas.
Al amanecer, una mañana húmeda, fría y brumosa, esperó la oportunidad de arengar
a su ejército. La encontró ante un comentario de su primo Westmoreland
anhelando con desesperación más hombres de Inglaterra. Esta fue su
conversación, según nos la cuenta Shakespeare en su drama “La vida del rey
Enrique V”:
Westmoreland:
¡Oh, si tuviéramos
aquí siquiera diez mil ingleses como éstos, de los que hoy permanecen inactivos
en Inglaterra!
Rey Enrique V:
¿Quién expresa
ese deseo? ¿Mi primo Westmoreland? No, mi simpático primo; si estamos destinados a
morir, nuestro país no tiene necesidad de perder más hombres de los que somos;
y si debemos vivir, cuantos menos seamos, más grande será para cada uno la
parte de honor, ¡Voluntad de Dios! No desees un hombre más, te lo ruego. ¡Por
Júpiter! No soy avaro de oro y me inquieta poco que se viva a mis expensas;
siento poco que otros usen mis vestuarios; estas cosas externas no se
encuentran entre mis anhelos; pero si codiciar el honor es un pecado, soy el
alma más pecadora que existe. No, a fe, primo mío, no deseéis un hombre más de
Inglaterra. ¡Paz de Dios! No querría, por la mejor de las esperanzas, exponerme
a perder un honor tan grande, que un hombre más podría quizá compartir conmigo.
¡Oh, no ansíes un hombre más! Proclama antes, a través de mi ejército,
Westmoreland, que puede retirarse el que no vaya con corazón a esta lucha; se
le dará su pasaporte y se le pondrán en su bolsa unos escudos para el viaje; no
querríamos morir en compañía de un hombre que temiera morir como compañero
nuestro. Este día es el de la fiesta de san Crispín; el que sobreviva a este
día volverá sano y salvo a sus lares, se izará sobre las puntas de los pies
cuando se mencione está fecha, y se crecerá por encima de sí mismo ante el
nombre de san Crispín. El que sobreviva a este día y llegue a la vejez, cada
año, en la víspera de la fiesta, invitará a sus amigos y les dirá: “Mañana es
san Crispín”. Entonces se subirá las mangas, y al mostrar sus cicatrices, dirá:
“He recibido estas heridas el día de san Crispín”. Los ancianos olvidan;
empero, el que lo haya olvidado todo, se acordará todavía con satisfacción de
las proezas que llevó a cabo en aquel día. Y entonces nuestros nombres serán
tan familiares en sus bocas como los nombres de sus parientes: el rey Harry,
Bedford, Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester serán resucitados por
su recuerdo viviente y saludados con copas rebosantes. Esta historia la
enseñará el buen hombre a su hijo, y desde este día hasta el fin del mundo la
fiesta de san Crispín Crispiniano nunca llegará sin que a ella vaya asociado
nuestro recuerdo, el recuerdo de nuestro pequeño ejército, de nuestro feliz
ejército, de nuestra banda de hermanos; porque el que vierte hoy su sangre
conmigo será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada ennoblecerá su
condición, y los caballeros que permanecen ahora en el lecho en Inglaterra se
considerarán como malditos por no haberse hallado aquí, y tendrán su nobleza en
bajo precio cuando escuchen hablar a uno de los que hayan combatido con
nosotros el día de san Crispín. (La vida del rey Enrique V, Acto IV, Escena III).
Un
momento después empezaba la batalla que más tarde se llamó de Agincourt por el
castillo que había en las proximidades. Los franceses cosecharon una de las más
amargas derrotas de su historia y los ingleses una de las más deslumbrantes
victorias. Acabo con dos links a dos escenas de la película Enrique V,
protagonizada por Kenneth Branagh.
El
primer link es la arenga del rey, en el drama de Shakespeare
El
segundo es la acción de gracias después de la victoria. La banda sonora y la
escena inmortalizan esa victoria. La letra esta basada en el salmo 115 (113B)
que empieza: “Non nobis, Domine, non nobis; sed nomine tuo da gloriam, super
misericordia tua et veritate”. “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu
nombre da gloria, por tu misericordia y tu fidelidad”.
Tal
vez lo más esencial que podamos decir en nuestra vida sea que, en nuestras
luchas por el bien, Dios combate a
nuestro lado, con nosotros, y que únicamente en su nombre, por su misericordia
y su fidelidad alcanzaremos la victoria final.
P. D.
A poco de mandar este mismo post a un grupo muy grande de amigos, uno de ellos me responde y me dice que
ayer, 25 de octubre, fue el día de san Crispín y san Crispiniano, dos hermanos
mártires, decapitados en el año 290, en Soissons, donde predicaban a los galos
tras huir de la persecución de Maximiano en Roma. Habiendo sido de una noble
familia romana, en Soissons vivían de hacer zapatos.
Este envío está hecho, como bien se ve, a base de
corta-pegas. El miércoles 24 creía que lo tenía acabado, pero ayer, día 25, se me
ocurrió que también venía a cuento lo da la “band of brothers” de la arenga de
Enrique V y la añadí, sin tener ni la más remota idea de que era el día de san Crispín y
san Crispiniano. No creo demasiado en las casualidades, aunque me cuesta creer
que ésta pueda tener algún sentido como para no serlo, aunque… ¿quién sabe? Al
fin y al cabo, hasta un reloj parado da bien la hora dos veces al día. No
obstante, me parece suficientemente curioso como para comentarlo.
[1] No puedo por menos que señalar la
frase de más arriba. Tengo una marcada tendencia a escribir frases muy largas.
Luego, cuando corrijo lo escrito, las corto para tratar de usar un lenguaje más
directo y contundente. Por eso me ha llamado la atención esta larguísima frase,
tan larga como magnífica y bien escrita, que me lleva a preguntarme si debo
dejar de preocuparme por ese aspecto de mi estilo de escritura. No lo sé.
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