26 de octubre de 2018

Ernesto Sábato corrobora, a su manera a C. S. Lewis, Jean Guitton y Shakespeare


Hace unos días, un buen amigo, lector de vasta cultura, me vino a ver y me tendió un libro suyo, muy personal. Se trataba de un libro desvencijado, lleno de señales entre las páginas, hechas con fichas y post-its. Era una novela del escritor argentino Ernesto Sábato –“Sobre héroes y tumbas”–, al que mi amigo, bastante mayor que yo, había conocido personalmente con cierta amistad. El libro es una edición muy especial, pues responde, según me dijo, a una corrección, de la que se imprimieron muy pocos ejemplares, llevada a cabo por el propio Sábato después de editada la novela. Es decir, casi un incunable. Normalmente, cuando alguien me deja un libro me incomoda bastante, porque tengo una densa lista de lecturas que sé que jamás podré completar y cualquier intromisión en ella me produce desazón. Pero, ante semejante préstamo, decidí poner esa novela como la primera lectura en la cola. Además, nunca había leído nada de Sábato y, vagamente, lo tenía entre algo que debía-ser-leído. Así que lo empecé a leer el mismo día que terminé lo que tenía entre manos. Lo hice con una cierta aprensión, porque he tenido experiencias divergentes al leer novelas que se consideran como obras maestras de la literatura contemporánea. Mientras “En busca del tiempo perdido” me apasionó, “El cuarteto de Alejandría” o el “Ulises” se me cayeron de las manos sin poder terminarlas. Y yo sabía que “Sobre héroes y tumbas” era una de esas novelas. La empecé a leer y me está pasando –todavía no he acabado su lectura– como me pasó con “En busca del tiempo perdido” o como me pasa con las óperas de Wagner. Pasajes largos y un tanto tediosos, aunque magníficamente escritos o compuestos, dan paso a páginas o pasajes de las que uno no puede dejar de leer u oír cuatro o cinco veces para saborearlos. En esas estaba el otro día cuando di con uno de estos. El pasaje consta de dos partes unidas por una frase de transición. Cada una de las partes, por separado, despertó en mí ecos y recuerdos que me remitían a otras cosas leídas que tengo atesoradas para releer de cuando en cuando. Por eso voy a presentar cada parte del pasaje por separado, cada una de ellas precedida de los textos a los que me remiten.

El contexto del pasaje de Sábato nos sitúa en una conversación, hilvanada con pensamientos internos, entre un joven –Martín– desconsolado por unos amores difíciles y un tanto truculentos, y un hombre ya mayor, escritor frustrado, misántropo, que nunca en su vida ha escrito nada, por abandono y desidia pero, sobre todo, por cinismo y escepticismo. Pero en este hombre escéptico y que se sabe fracasado, ha surgido una como especie de sentimiento paternal hacia ese joven desamparado.

La primera parte del pasaje me ha hecho rememorar una frase de C. S. Lewis en una carta a su amigo más joven, Sheldon Vanauken que, en ese momento, estaba luchando por encontrar la fe perdida y se carteaba con Lewis para expresarle sus inquietudes. Vanauken le había contado a Lewis sus miedos a que el afán de creer algo que le parecía bonito, le llevase a autoengañarse para creerlo. A lo que Lewis le contesta:

“Y ahora, otra cosa sobre los deseos. Un deseo puede llevar a falsas creencias, te lo concedo... Pero ¿qué sugiere la existencia del deseo? Una vez me impresionó una frase de Arnold: “Tener hambre no prueba que tengamos pan”. Pero lo que es seguro, aunque no prueba que un hombre concreto tenga “comida”, sí prueba que existe la comida. Por ejemplo, si fuéramos una especie que no comiera normalmente, que no estuviera diseñada para comer, ¿sentiríamos hambre? Dices que el mundo del materialismo es “feo”. Me pregunto cómo has descubierto eso. Si tú realmente eres fruto de un mundo materialista, ¿cómo es que no te encuentras a gusto en él? ¿Se quejan los peces del mar por estar mojados? Y si lo hicieren, ¿no sugeriría fuertemente este mismo hecho que no hubieran sido siempre criaturas acuáticas? Date cuenta de cómo continuamente nos sorprendemos del paso del Tiempo. (“¡Cómo vuela el tiempo! ¡Parece mentira que fulanito ya sea tan mayor y se case! ¡Casi no puedo creerlo!”). En nombre del cielo, ¿por qué? A menos que, en realidad, haya algo en nosotros que no sea temporal...”.

La parte del pasaje de Sábato que me hizo rememorar lo anterior, decía:

“Se quitó los anteojos y los limpió, con aquella manía de mantenerlos perfectos, o quizá en virtud de un simple tic.  Sus ojos se agrandaron repentinamente al ser vistos sin aquellos gruesos cristales, y le conferían al rostro una curiosa sensación de desnudez que a Martín casi lo avergonzaba. Por lo demás, la mirada de Bruno se volvía más abstracta y como desamparada frente a un universo minucioso y rico.

Le habló del libro que estaba leyendo, sobre el tiempo, y le explicó la diferencia que existe entre el tiempo de los astrónomos y del hombre. Mientras, reflexionaba que nada de aquello podía serle útil a Martín, sino como una distracción. Toda consideración abstracta, en definitiva, aunque se refiriese a problemas humanos, no servía para consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de carne y hueso, un pobre ser con ojos que miran ansiosamente (¿hacia qué o hacia quién?), una criatura que sólo sobrevive por la esperanza. Porque felizmente (pensaba) el hombre no está sólo hecho de desesperación, sino de fe y de esperanza; no sólo de muerte, sino también de anhelo de vida; tampoco únicamente de soledad sino de momentos de comunión y de amor. Porque si prevaleciese la desesperación, todos nos dejaríamos morir o nos mataríamos, y eso no es de ninguna manera lo que sucede. Lo que demostraba, a su juicio, la poca importancia de la razón, ya que no es razonable mantener esperanzas en este mundo en que vivimos. Nuestra razón, nuestra inteligencia, constantemente nos están probando que ese mundo es atroz, motivo por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación. Pero, por suerte, el hombre no es casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las calamidades. Y este mismo renacer de algo tan descabellado, tan sutil y entrañablemente descabellado, tan desprovisto de todo fundamento es la prueba de que el hombre no es un ser racional. Y así, apenas los terremotos arrasan una vasta región de Japón o de Chile, apenas una gigantesca inundación liquida a centenares de miles de chinos en la región del Yang Tse; apenas una guerra cruel y, para la inmensa mayoría de sus víctimas sin sentido, como la Guerra de los Treinta Años, ha mutilado y torturado, asesinado y violado, incendiado y arrasado a mujeres, niños y pueblos, ya los supervivientes, los que sin embargo asistieron, espantados e impotentes, a esas calamidades de la naturaleza o de los hombres, esos mismos seres que en aquellos momentos de desesperación pensaron que nunca más querrían vivir y que jamás reconstruirían sus vidas ni podrían reconstruirlas aunque lo quisieran, esos mismos hombres y mujeres (sobre todo mujeres, porque la mujer es la vida misma y la tierra madre, la que jamás pierde un último resto de esperanza), esos precarios seres humanos ya empiezan de nuevo, como hormiguitas tontas pero heroicas, a levantar su pequeño mundo de todos los días: mundo pequeño, es cierto, pero por eso mismo más conmovedor[1]. De modo que no eran las ideas las que salvaban al mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario: aquellas insensatas y desprovistas de fundamento lógico de los hombres, su furia persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio. Y si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica de la Nada ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la Existencia, algo por lo cual vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque si no todos nos suicidaríamos) ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por decirlo así, que la famosa Nada?”

La segunda frase que me hizo rememorar el pasaje de Sábato es una breve frase de un discurso que dio en 1995, en Madrid, ya con 96 años, pero con una lucidez impresionante, el filósofo francés Jean Guitton, con el título de “El héroe, el genio y el santo”.

“Cada uno de nosotros en la vida privada, en la vida familiar, en la vida nacional y en la vida internacional, no habla nunca de lo que es esencial. Dicho de otra manera; lo que es esencial queda escondido para siempre en nuestro corazón. Sin embargo, en mi opinión, no deberíamos guardar silencio sobre lo esencial”.

La frase que enlaza las dos partes del pasaje de Sábato es una transición entre lo que estaba pensando Bruno y lo que le decía a Martín:

“Mientras, en un plano más superficial, le decía a Martín algo aparentemente sin conexión con sus reflexiones profundas, pero en realidad conectadas a ella por vínculos irregulares pero vitales”.

Y, tras esta transición, el pasaje de Sábato nos lleva a lo que Bruno le dice a Martín:

“- Siempre pensé que me gustaría ser algo así como bombero. Otras veces he soñado con ser artesano o ser músico de una pequeña orquesta de jazz.

Y como Martín lo mirara sorprendido, comentó: pensando que este tipo de reflexiones sí podían ser útiles a su desdicha, pero con una sonrisa que atenuaba su pretensión.

- Sí, bombero. Quizá cabo de bomberos. Porque entonces uno sentiría que está entregado a algo comunitario, a algo en que uno realiza un esfuerzo por los demás, y además en medio del peligro, cerca de la muerte. Y, siendo cabo, porque se sentiría, supongo, la responsabilidad de un pequeño grupo. Ser para ellos la ley y la esperanza. Un pequeño mundo en el que el alma de uno esté transfundida en una pequeña alma colectiva, que mientras uno duerme el otro vela y cuida. De modo que las penas son las penas de todos y las alegrías también, y el peligro es el peligro de todos. Saber además que uno puede y debe confiar en sus camaradas, que en esos momentos límites de la vida, en esas zonas inciertas y vertiginosas en que la muerte nos enfrenta repentina y furiosamente, ellos, los camaradas, lucharán contra ella, nos defenderán y sufrirán y esperarán por nosotros. Y luego el destino pequeño y modesto de mantener el equipo limpio, los bronces relucientes, el limpiar y afilar las hachas, el vivir con sencillez esos momentos que sin embargo preceden al peligro y acaso a la muerte.

Se quitó los anteojos y los limpió.

- Muchas veces lo he imaginado a Saint-Exupéry allá arriba, con su pequeño avión, luchando contra la tempestad, en pleno Atlántico, heroico y taciturno, con su telegrafista atrás, unidos por el silencio y la amistad, por el peligro común pero también por la común esperanza; escuchando el rugido del motor, vigilando con ansiedad, la reserva de combustible, mirándose entre sí. La camaradería frente a la muerte.

Se colocó los anteojos y sonrió, mirando a lo lejos.

- Tuve la suerte de conocerlo, uno de los hombres que más he admirado en mi vida. Lo recuerdo inclinado sobre un mapa, nervioso, esperando noticias de su camarada perdido entre las nieves de los Andes, corriendo al teléfono, pegado a la radio.

Volvió de su recuerdo y sonriendo miró a Martín:

- Bueno, acaso uno admire más lo que no es capaz de hacer. No sé si sería capaz de hacer la centésima parte de cualquiera de los actos de Saint-Exupéry. Claro, esto es lo grande. Pero quería decir que aún en lo pequeño… cabo de bomberos… o todavía algo más modesto: tocar un instrumento en una pequeña orquestita de jazz. Esperar que el clarinete termine su frase, mirándolo, esperándolo con afecto y comprensión, para luego proseguir con su idea, ampliándola y dándole nuestro matiz personal. Como en una conversación entre verdaderos amigos… En fin… eso que sólo da el trabajo en equipo, ese refugio frente a la tristeza y la incomunicación… En cambio yo… ¿qué soy yo? Una especie de contemplativo solitario, un inútil. Ni siquiera sé si algún día lograré escribir una novela o un drama. Y aunque lo escribiera… no sé si nada de eso puede ser equiparable a formar parte de un pelotón y guardar el sueño y la vida de los camaradas con su fusil… No importa que la guerra sea hecha por sinvergüenzas, por bandoleros de las finanzas o el petróleo: aquel pelotón, aquel sueño guardado, aquella fe de nuestros camaradas, esos serán siempre valores absolutos.

Martín lo miraba con los ojos empañados, extáticamente. Y Bruno pensó para sí: “Bueno, al fin ¿no estamos todos en una especie de guerra?, ¿y no pertenezco a un pequeño pelotón?; ¿y no es Martín, en cierto modo, alguien cuyo sueño yo velo y cuyas angustias intento suavizar y cuyas esperanzas cuido como una llamita en medio de una furiosa tormenta?

Y en seguida se avergonzó.

Entonces contó un chiste”.

¡La vergüenza de hablar de lo esencial! ¡Qué tragedia!

Pero, dando un salto más allá todavía de esas rememoranzas, la frase “no sé si nada de eso puede ser equiparable a formar parte de un pelotón y guardar el sueño y la vida de los camaradas con su fusil… […] aquel pelotón, aquel sueño guardado, aquella fe de nuestros camaradas, esos serán siempre valores absolutos” me trajo a la memoria un pasaje del drama de Shakespeare Enrique V. Pongamos las cosas en contexto.

En la guerra de los Cien Años, en el otoño del año 1415, los ingleses, al mando de su rey, Enrique V, estaban en territorio francés. Habían obtenido varias victorias pírricas y, agotados, diezmados, enfermos, intentaban alcanzar Calais para volver a Inglaterra. Pero cerca ya de Calais, junto al castillo de Agincourt, la víspera del día de san Crispín, los estúpidos nobles franceses, ávidos de una gloriosa victoria, les cerraban el paso de la huida. El ejercito inglés se sentía derrotado de antemano. El rey Harry, así le llamaban sus hombres, pasó la noche en vela paseándose de incógnito por el campamento, hablando con los soldados, dándose cuenta de la bajísima moral de sus tropas. Al amanecer, una mañana húmeda, fría y brumosa, esperó la oportunidad de arengar a su ejército. La encontró ante un comentario de su primo Westmoreland anhelando con desesperación más hombres de Inglaterra. Esta fue su conversación, según nos la cuenta Shakespeare en su drama “La vida del rey Enrique V”:

Westmoreland:

¡Oh, si tuviéramos aquí siquiera diez mil ingleses como éstos, de los que hoy permanecen inactivos en Inglaterra!

Rey Enrique V:

¿Quién expresa ese deseo? ¿Mi primo Westmoreland? No, mi simpático primo; si estamos destinados a morir, nuestro país no tiene necesidad de perder más hombres de los que somos; y si debemos vivir, cuantos menos seamos, más grande será para cada uno la parte de honor, ¡Voluntad de Dios! No desees un hombre más, te lo ruego. ¡Por Júpiter! No soy avaro de oro y me inquieta poco que se viva a mis expensas; siento poco que otros usen mis vestuarios; estas cosas externas no se encuentran entre mis anhelos; pero si codiciar el honor es un pecado, soy el alma más pecadora que existe. No, a fe, primo mío, no deseéis un hombre más de Inglaterra. ¡Paz de Dios! No querría, por la mejor de las esperanzas, exponerme a perder un honor tan grande, que un hombre más podría quizá compartir conmigo. ¡Oh, no ansíes un hombre más! Proclama antes, a través de mi ejército, Westmoreland, que puede retirarse el que no vaya con corazón a esta lucha; se le dará su pasaporte y se le pondrán en su bolsa unos escudos para el viaje; no querríamos morir en compañía de un hombre que temiera morir como compañero nuestro. Este día es el de la fiesta de san Crispín; el que sobreviva a este día volverá sano y salvo a sus lares, se izará sobre las puntas de los pies cuando se mencione está fecha, y se crecerá por encima de sí mismo ante el nombre de san Crispín. El que sobreviva a este día y llegue a la vejez, cada año, en la víspera de la fiesta, invitará a sus amigos y les dirá: “Mañana es san Crispín”. Entonces se subirá las mangas, y al mostrar sus cicatrices, dirá: “He recibido estas heridas el día de san Crispín”. Los ancianos olvidan; empero, el que lo haya olvidado todo, se acordará todavía con satisfacción de las proezas que llevó a cabo en aquel día. Y entonces nuestros nombres serán tan familiares en sus bocas como los nombres de sus parientes: el rey Harry, Bedford, Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester serán resucitados por su recuerdo viviente y saludados con copas rebosantes. Esta historia la enseñará el buen hombre a su hijo, y desde este día hasta el fin del mundo la fiesta de san Crispín Crispiniano nunca llegará sin que a ella vaya asociado nuestro recuerdo, el recuerdo de nuestro pequeño ejército, de nuestro feliz ejército, de nuestra banda de hermanos; porque el que vierte hoy su sangre conmigo será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada ennoblecerá su condición, y los caballeros que permanecen ahora en el lecho en Inglaterra se considerarán como malditos por no haberse hallado aquí, y tendrán su nobleza en bajo precio cuando escuchen hablar a uno de los que hayan combatido con nosotros el día de san Crispín. (La vida del rey Enrique V, Acto IV, Escena III).

Un momento después empezaba la batalla que más tarde se llamó de Agincourt por el castillo que había en las proximidades. Los franceses cosecharon una de las más amargas derrotas de su historia y los ingleses una de las más deslumbrantes victorias. Acabo con dos links a dos escenas de la película Enrique V, protagonizada por Kenneth Branagh.

El primer link es la arenga del rey, en el drama de Shakespeare


El segundo es la acción de gracias después de la victoria. La banda sonora y la escena inmortalizan esa victoria. La letra esta basada en el salmo 115 (113B) que empieza: “Non nobis, Domine, non nobis; sed nomine tuo da gloriam, super misericordia tua et veritate”. “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia y tu fidelidad”.


Tal vez lo más esencial que podamos decir en nuestra vida sea que, en nuestras luchas  por el bien, Dios combate a nuestro lado, con nosotros, y que únicamente en su nombre, por su misericordia y su fidelidad alcanzaremos la victoria final.



P. D.

A poco de mandar este mismo post a un grupo muy grande de amigos, uno de ellos me responde y me dice que ayer, 25 de octubre, fue el día de san Crispín y san Crispiniano, dos hermanos mártires, decapitados en el año 290, en Soissons, donde predicaban a los galos tras huir de la persecución de Maximiano en Roma. Habiendo sido de una noble familia romana, en Soissons vivían de hacer zapatos.


Este envío está hecho, como bien se ve, a base de corta-pegas. El miércoles 24 creía que lo tenía acabado, pero ayer, día 25, se me ocurrió que también venía a cuento lo da la “band of brothers” de la arenga de Enrique V y la añadí, sin tener ni la más remota idea de que era el día de san Crispín y san Crispiniano. No creo demasiado en las casualidades, aunque me cuesta creer que ésta pueda tener algún sentido como para no serlo, aunque… ¿quién sabe? Al fin y al cabo, hasta un reloj parado da bien la hora dos veces al día. No obstante, me parece suficientemente curioso como para comentarlo.



[1] No puedo por menos que señalar la frase de más arriba. Tengo una marcada tendencia a escribir frases muy largas. Luego, cuando corrijo lo escrito, las corto para tratar de usar un lenguaje más directo y contundente. Por eso me ha llamado la atención esta larguísima frase, tan larga como magnífica y bien escrita, que me lleva a preguntarme si debo dejar de preocuparme por ese aspecto de mi estilo de escritura. No lo sé.

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