Por
esos recovecos que tiene la memoria, hoy me ha venido a la cabeza el recuerdo
de una serie de televisión de los años 60´s que a mis 14 o 15 años veía sin
perderme un solo episodio.
Se
trataba de la serie Mister Ed. Un día, un ejecutivo agresivo americano, por
nombre Wilbur al que le van más las cosas en los negocios, en su matrimonio y
en su familia, tiene que vender su loft en Manhattan y comprar una casa vieja
en el campo, relativamente lejos de Nueva York. El que le vende la casa le hace
una rebaja para que se quede con un viejo penco inútil que se llama Mister Ed
con el que no sabe qué hacer. Wilbur, tras regatear la rebaja, acepta. El
primer día que va a vivir a la casa, huyendo de su mujer, que le da la brasa
por haberse tenido que ir a vivir al quinto infierno, va a la cuadra y le
empieza a contar sus penas familiares y profesionales al viejo caballo. En un
momento dado, el animal le habla y le da tres buenos consejos, uno para su
trabajo, otro para su matrimonio y otro para sus hijos. Por supuesto, Wilbur
cree haberse vuelto loco y sale corriendo. Pero, al cabo de un rato, intrigado,
vuelve y Mister Ed le vuelve a dar los consejos. Él no está convencido de no
estar majara, pero, los consejos le parecen sensatos y –por probar no pasa
nada– decide ponerlos en práctica. Efectivamente, en su trabajo le empieza a ir
bien y también empiezan a mejorar las relaciones con su mujer y sus hijos. Como
mera curiosidad, pongo un link a la cabecera de la serie. (San Google lo
encuentra todo).
A
partir de ese momento, gracias a los consejos de Mister Ed, a Wilbur le
empiezan a ir las cosas de bien en mejor. En su trabajo le suben el sueldo y le
ascienden, con su mujer y sus hijos va teniendo un ascendiente y un cariño cada
vez mayor, sus amigos, que antes le tenían por un pringao le empiezan a admirar
por su sensatez y buen juicio. Gracias al entrenamiento que Mister Ed supervisa
y a su autoconfianza su juego de golf mejora espectacularmente. Los que antes
no querían ni oír hablar de jugar al golf con él ahora se lo rifan… y así en
muchas cosas.
Pero
él no da ninguna importancia a nada de eso. Lo único que le importa es
demostrar al mundo que tiene un caballo que habla, con el fin de venderlo por
un pastón y forrarse. Intenta tender a Mister Ed todo tipo de trampas, cada vez
más sofisticadas para que alguien le vea y le oiga hablar. Pero, el caballo no
quiere que nadie lo sepa y, naturalmente, es mucho más astuto que el idiota de
Wilbur que, sin la ayuda de Mister Ed la caga una y otra vez. Naturalmente,
para su frustración nunca consigue que nadie oiga hablar a su caballo y se
desespera. Al final de cada episodio, cuando a Wilbur le fallan estrepitosamente
sus estrategias para desenmascarar a Mister Ed, siempre acaba con que el
caballo mira a su dueño con cara socarrona mientras le dice con voz de
cachondeo: ¡Wilbuuuuuuur! En el matrimonio de Wilbur hay, sin embargo, un punto
negro. Su mujer le da continuamente la tabarra para que se deshaga del caballo,
“ese viejo penco”. Y el pobre Wilbur se las ve y se las desea para no complacer
a su mujer que intenta vender a Mister Ed de mil formas distintas. Sin embargo,
al caballo no le importa el empeño de su dueño por deshacerse de él por dinero
cuando consiga demostrar que habla. Sigue ayudando a Wilbur cada vez con más
tino y sensatez y el matrimonio, la familia, el sueldo y el prestigio de Wilbur
crecen como la espuma.
Bueno
–estaréis pensando–, ¿a qué demonios viene que Tomás nos cuente esta historia
de un caballo que habla y de un tío un tanto gilipollas? O, puesto en palabras
de Don Mendo en una escena de su famosa venganza:
“¿Y
a qué viene, ¡vive el cielo!
cuando
tan grande es mi duelo
esta
conseja endiablada
del
cencerro y de la espada
y
del farol y del celo?”
Aún
a riesgo de que muchos de vosotros conozcáis de sobra la obra de Don Pedro
Muñoz Seca, no puedo dejaros en la incógnita del porqué de la indignación de Don
Mendo. Por una serie de motivos, Don Mendo está en una lóbrega mazmorra y un
amigo suyo, el marqués de la Moncada, le va a ver para proponerle un plan de
fuga. Están acosados por el tiempo que tarde en volver el siniestro carcelero.
Pero, a pesar de ese agobio, Moncada le suelta a Don Mendo el siguiente rollo:
Moncada:
Ha
de antiguo la costumbre
mi
padre, el Barón de Mies,
de
descender de su cumbre
y
cazar aves con lumbre,
ya
sabéis vos cómo es.
Don
Mendo:
No.
Moncada:
En
la noche más cerrada,
se
toma un farol de hierro
que
tenga la luz tapada,
se
coge una vieja espada
y
una esquila o un cencerro
a
fin de que al avanzar
el
cazador importuno
las
aves oigan sonar
la
esquila y puedan pensar
que
es un animal vacuno.
Y
en medio de la penumbra,
cuando
al cabo se columbra
que
está cerca el verderol,
se
alumbra, se le deslumbra
con
la lumbre del farol.
Queda
el ave temblorosa,
recelosa,
cautelosa,
y
entonces, sin embarazo,
se
le atiza un estacazo,
se
la mata, y a otra cosa.
Don
Mendo:
No
es torpe, no la invención
mas
un cazador de ley
no
debe hacer tal acción,
pues
oyendo el esquilón
toman
las aves por buey
a
vuestro padre, el Barón.
Moncada:
Es
verdad, no había caído,
vuestra
advertencia es muy justa
y
os agradezco el cumplido.
¡El
Barón por buey tenido!
No
me gusta… no me gusta.
Es
entonces cuando a Don Mendo le sobreviene el ataque de cólera, al ver que se
esfuma el tiempo para planear su fuga.
Seguiréis
diciéndoos: ¿Y por qué Tomás nos transcribe un párrafo tan largo de “La
venganza de Don Mendo”? Hay varias buenas razones para ello. La primera, que
este año se cumple el centenario del estreno de dicha obra y, para celebrarlo, el
grupo de teatro del Colegio del Recuerdo de los jesuitas, va a representar esta
obra varias veces los dos próximos fines de semana. Os añado un link con el
cartel donde se dan días y horas de las funciones.
La
segunda, porque estoy seguro de que si vais, pasaréis un rato muy divertido de
humor inteligente y saldréis con una sonrisa, cosa que, dados los tiempos que
corren, siempre es de agradecer. Si no podéis ir, os recomiendo la lectura. No
es lo mismo, pero… Por supuesto, podéis encontrarlo en Amazon. Yo iré este
domingo 25, así que si os veo, nos reiremos juntos.
Don
Pedro era muy capaz de despertar la carcajada con las cosas que escribía. Como
muestra un botón, ahí va algo verdaderamente genial:
“Don Pedro vivía,
desde sus tiempos de estudiante, en una casa de Madrid donde atendía la
portería un encantador matrimonio al que profesaba auténtico afecto[1]. Falleció la mujer y, a los pocos días el marido, más
de pena que de enfermedad, pues era un matrimonio profundamente enamorado. El
hijo de los porteros se dirigió a don Pedro, muy afectado por la muerte de sus
padres, y le pidió que redactara un epitafio para honrar su memoria. Del
corazón de Muñoz Seca salieron estos versos:
FUE TAN GRANDE SU BONDAD,
TAL SU GENEROSIDAD
Y LA VIRTUD DE LOS DOS
QUE ESTÁN CON SEGURIDAD
EN EL CIELO, JUNTO A DIOS.
TAL SU GENEROSIDAD
Y LA VIRTUD DE LOS DOS
QUE ESTÁN CON SEGURIDAD
EN EL CIELO, JUNTO A DIOS.
Corría mil novecientos veintitantos y, en la época,
era preceptivo que la Curia diocesana aprobara el texto de los epitafios que
habían de adornar los enterramientos. Así que don Pedro recibió una carta del
Obispado de Madrid reconviniéndole a modificar el verso, puesto que nadie, ni
siquiera el propio Obispo de la diócesis, o el Santo Padre, incluso, podían
afirmar de un modo tan categórico que unos fieles hubieran ascendido al cielo
sin más. Don Pedro rehízo el verso y lo remitió a la Curia del modo siguiente:
FUERON MUY JUNTOS LOS DOS,
EL UNO DEL OTRO EN POS,
DONDE VA SIEMPRE EL QUE MUERE
PERO NO ESTÁN JUNTO A DIOS
PORQUE EL OBISPO NO QUIERE.
EL UNO DEL OTRO EN POS,
DONDE VA SIEMPRE EL QUE MUERE
PERO NO ESTÁN JUNTO A DIOS
PORQUE EL OBISPO NO QUIERE.
Nueva carta de la Curia. El Obispo, tras recriminar
al autor lo que cree –con toda la razón del mundo– una burla y un choteo de
Muñoz Seca, le exige una rectificación, ya que no es el Obispo el que no
quiere, pues ni siquiera es voluntad de Dios. Él no decide nuestro futuro, sino
que es nuestro libre albedrío el que nos lleva o no al cielo. Así que don Pedro
remata la faena escribiendo un verso que jamás se colocó en enterramiento
alguno porque la Curia ni siquiera contestó:
VAGANDO SUS ALMAS VAN
POR EL ÉTER, DÉBILMENTE,
SIN SABER QUÉ ES LO QUE HARÁN
PORQUE, DESGRACIADAMENTE,
NI DIOS SABE DÓNDE ESTÁN.”
POR EL ÉTER, DÉBILMENTE,
SIN SABER QUÉ ES LO QUE HARÁN
PORQUE, DESGRACIADAMENTE,
NI DIOS SABE DÓNDE ESTÁN.”
No
es de esto de lo que quiero sacar, aunque tal vez podría, ningún corolario
teológico ni eclesial.
El final de la vida de don Pedro
fue, sin embargo, trágico.
“Fue condenado a muerte, el 26 de noviembre, por un tribunal popular: Por
fascista, monárquico y enemigo de la República. Antes de morir escribió esta
carta a su mujer[2]:
‘Queridísima Asunción: sigo muy bien. Cuando recibas esta carta, estaré
fuera de Madrid. Voy resignado y contento. Dios sobre todos. Llevo una muda de
repuesto. Voy muy tranquilo sabiendo que todos estarán bien y que tú seguirás
siendo el ángel bueno de todos. El mío lo has sido siempre y, si Dios tiene
dispuesto que no volvamos a vernos, mi último pensamiento será siempre para ti.
No te olvides de mi madre (…) Siento proporcionarte el disgusto de esta
separación pero, si todos debemos sufrir por la salvación de España y ésta es
la parte que me ha correspondido, benditos sean estos sufrimientos. Te escribo
muy deprisa porque me ha cogido la noticia un poco de sorpresa. Adiós, vida
mía. Muchos besos a los niños, cariños para todos y, para ti, que siempre
fuiste mi felicidad, todo el cariño de tu Pedro.
Postdata. Como comprenderás, voy muy bien preparado y limpio de culpas’.
Le quitaron la maleta, el abrigo, la cartera, el reloj, los recuerdos que
llevaba en los bolsillos y le dejaron un pañuelo, como único equipaje. Un
miliciano le cortó los bigotes: ‘Para donde vas, no te van a hacer falta’.
Le ataron las manos con un alambre. Como un Cyrano de Bergerac gaditano,
conservaba la entereza y el humor. Les dijo a los que iban a fusilarlo: ‘Me lo
habéis quitado todo, la familia, la libertad, pero hay algo que no me podéis
quitar: el miedo’.
Tiró el cigarrillo y dijo: ‘Cuanto antes’. Todavía gritó: ‘¡Viva España y
viva el Rey!’. Cuentan que agarró la mano del Padre Llop, que estaba perdonando
a sus asesinos, y se despidió: ‘Hasta el cielo, Padre’.
Es uno de los miles de cuerpos sin identificar que reposan en la fosa común
de Paracuellos”.
Actualmente,
don Pedro Muñoz Seca está en proceso de beatificación junto con otros 43
posibles mártires.
Y
la tercera razón para colocaros este texto es que mi mayor deseo en la vida ha
sido, desde hace muchos años, representar “La venganza de Don Mendo”:
Naturalmente, haciendo yo el papel de Don Mendo que me sé de memoria. Mucho me
temo que este profundo deseo de mi alma se verá frustrado. O tal vez, si al
final no me paso la eternidad vagando por el éter, débilmente, como los pobres
porteros de don Pedro, pueda representarlo en el cielo. Veremos en qué acaba
esto.
Pero
volvamos con Mister Ed y Wilbur. Seguiréis preguntándoos: ¿Para qué demonios
nos cuenta Tomás todo esto de Mister Ed, Wilbur, su mujer, su trabajo y todo lo
demás? Y aquí viene el corolario teológico.
¡Ah!,
es que me parece que muy a menudo nosotros, los seres humanos hacemos con Dios
lo que Wilbur con Mister Ed.
Muchos
ni siquiera le hacen caso. Escuchan los consejos de Dios, pero los achacan a su
locura y se los quitan de la cabeza. Puede que se den cuenta de que los
consejos tienen mucho sentido, pero su orgullo les impide ver qué pasaría si
los siguiesen. Los oyen como un indistinguible murmullo de fondo al que no hay
que prestar la menor atención y, al final, dejan de oírlos.
Otros
los siguen y hasta les va bien, pero al poco tiempo se acostumbran a tener a
Dios a mano y los ven tan contrarios a los consejos que da el mundo, que poco a
poco van despreciándolos hasta que dejan de hacerles ni pito caso. También, al
final, dejan de oírlos.
Un
tercer grupo, mientras oyen sus consejos, viven obsesionados con quitarse de en
medio a Dios, tal y como Wilbur quería hacer con Mister Ed y, al final lo
consiguen. O mejor dicho, acaban perdiendo con Dios, la casa, el trabajo, los
hijos, los amigos y otras muchas cosas más.
Por
último, algunos se acercan continuamente a la oración –la cuadra de Mister Ed–
para ver qué tiene que decirles. No es necesario contarle muchas cosas a Dios.
El nos conoce hasta nuestras entretelas. Basta con sentarse al lado de la
puerta de la cuadra por la que Mister Ed saca la cabeza, darle palmaditas en
las carrilleras cuando saca la cabeza y dejarse lamer la mano por él. Enseguida
nos vendrán sus consejos. Pero, a diferencia de Wilbur, no debemos esperar de
los consejos de Dios el éxito de nuestros planes humanos. Los caminos de Dios
no son nuestros caminos y los buenos son los suyos. Porque Él ve la eternidad y
toda la trama y urdimbre de las vidas y la historia, mientras que nosotros sólo
vemos una minúscula fracción. Los consejos de Dios nos pondrán en el camino de
lo mejor para nosotros mismos, pero desde su visión, no la nuestra.
[1] Aunque en el sitio de internet,
donde he leído esta anécdota, no especifica quien es el autor de los textos que
enmarcan los epitafios, pondría la mano en el fuego de que su autor es Alfonso
Ussía, nieto de don Pedro, del que ha heredado su ingenio.
[2] Tampoco este texto es mío, lo he
visto en internet, sin que se citase el autor, pero debe ser de alguien de su
familia, posiblemente también Alfonso Ussía.
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