5 de marzo de 2021

Travesía de la Biblia 1

Me embarco hoy en una aventura que, sin duda alguna, supera mis capacidades. Se trata de hacer una “lectura” o más bien una travesía –como dice el nombre de esta serie de escritos– a través de la Biblia. Y lo hago con mucha convicción, con mucho miedo y, sobre todo, con mucha esperanza. 

Mi convicción nace de dos fuentes. La primera, la insistencia que los últimos Papas (y supongo que muchos anteriores), en especial mis admirados Juan Pablo II y Benedicto XVI, en la importancia que tiene para los católicos la lectura de la Biblia. La segunda fuente es complementaria a la primera: la supina ignorancia que los católicos –a diferencia de los protestantes– tenemos de la Biblia y, en especial del Antiguo Testamento. Más aún, muchos católicos tienen aversión al Antiguo Testamento. Les parece que presenta a un Dios inmisericorde, irascible, terrible, muy alejado al Dios del que nos habla Jesús y todavía más alejado del Dios un poco blandengue en el que la cultura imperante ha convertido al Abba presentado por Jesús. También nos echa para atrás su longitud y lo oscuro de muchos pasajes. Por lo tanto, creo que contribuir a que los católicos (y todo el mundo) pierdan esa ignorancia y esa aversión, es algo que merece la pena hacer.

Mi miedo nace de mi ignorancia. Hay un aforismo que dice: “¡Qué atrevida es la ignorancia!”. Es muy cierto, pero en mi caso el atrevimiento de lanzarme a esta aventura está acompañado de mucho miedo. Mucho. Porque nunca he asistido a ningún curso de Biblia ni nadie me ha adentrado en sus vericuetos. Simplemente, un día, hace ya tantos años que ni siquiera me acuerdo de cuando fue, me lancé a la insensata aventura de leer la Biblia por mi cuenta y riesgo. Digo insensata porque creo que esto es algo que no se debe hacer. Porque la Biblia es, ciertamente, de muy difícil interpretación. Afortunadamente conté con tres flotadores inestimables para esta singladura.

El primero fueron las notas a pie de página y las introducciones a cada Libro de la versión de la Biblia que elegí. Bueno, realmente yo no la elegí. Fue la Biblia que me regaló, en un momento especial de mi vida, una persona muy querida. O sea, la eligió la Providencia por mí. Fue la editada por La Casa de la Biblia. Sé que a muchos biblistas no les parece la mejor. A la mayoría de los eruditos de la Biblia la que más les gusta es la Biblia de Jerusalén. Por eso, he intentado sustituir mi Biblia por la de Jerusalén. Pero no. No me gusta. Me parece que su traducción, tal vez más exacta, es más árida, menos poética y me he acostumbrado a la traducción más poética de mi Biblia. Y, además, sus notas a pie de página, más exhaustivas, más escriturísticas, si se quiere, tampoco me seducen demasiado. Así es que sigo con mi Biblia. Pero para los gustos están los colores. Cada uno preferirá una y esa será la mejor para él. Pero, por Dios, que tenga notas a pie de página e introducciones a cada Libro y, el que se lance a la travesía de la Biblia, que las lea casi como si fueran la mismísima Biblia.

El segundo fue su lectura repetida. En los años que han pasado desde que empecé la aventura la he leído innumerables veces, con distintos planes de lectura simultáneos, uno por el orden tradicional en el que aparecen sus distintos Libros, otra para el Nuevo Testamento, dando más frecuencia a los Evangelios y una tercera dedicada en exclusiva a los Salmos. No la he leído como se lee un libro. Mis numerosas lecturas de toda la Biblia han sido de cinco en cinco minutos, salvo un par de veces a la semana que leo media hora seguida para tener cierta continuidad en el relato y que las hojas no me impidan ver el árbol. Ver el bosque es labor de toda una vida. Pero cinco días a la semana –casi todos los días–, dos de ellos de media hora, durante, digamos, cuarenta años, son ciento cuatro días. Es decir, como si hubiese dedicado 325 jornadas laborables, o sea un año y tres meses laborables leyendo sin parar la Biblia. Y eso da para mucho. Tengo físicamente la misma Biblia que me regalaron y está hecha una pena. Vista de canto, las páginas se ven sucias por el uso, las esquinas y los bordes de la cubierta parecen roídos por los ratones, he tenido que reforzar el lomo con cinta aislante. Pero es mi Biblia. A lo largo de muchas páginas hay comentarios míos escritos con lápiz y algunos se han llegado a hacer casi ilegibles. No figura la fecha en la que los escribí, pero cuando en mis planes de lectura me los encuentro, puedo casi saber en qué circunstancia vital los escribí. Me la llevo conmigo en todos los viajes y desplazamientos. De hecho, alguna vez he tenido que hacer muchos kilómetros para volver a buscarla en algún sitio en el que la había olvidado. No sabría qué hacer si la perdiese. Aquí van unas fotos de mi Biblia.

En los primeros vientos de mi navegación, encontré un texto de san Agustín con recomendaciones sobre la lectura de las Escrituras que han sido para mí como un faro que me orientaba. Dice san Agustín.

“En todos estos libros, los que temen a Dios y los mansos por la piedad, buscan la voluntad de Dios. Lo primero que se ha de procurar en esta empresa es, como dijimos, conocer los libros, si no de suerte que se entiendan, a lo menos leyéndolos y aprendiéndolos de memoria o no ignorándolos por completo. Después se han de investigar con gran cuidado y diligencia aquellos preceptos de bien vivir y reglas de fe que propone con claridad la Escritura, los cuales serán encontrados en tanto mayor número, en cuanto sea la capacidad del que busca. En estos pasajes que con claridad ofrece la Escritura se encuentran todos aquellos preceptos pertenecientes a la fe y a las costumbres, a la esperanza y a la caridad, de las cuales hemos tratado en el libro anterior. Después, habiendo adquirido ya cierta familiaridad con la lengua de las divinas Escrituras, se ha de pasar a declarar y explicar los preceptos que en ellas hay obscuros, tomando ejemplos de las locuciones claras, con el fin de ilustrar las expresiones obscuras, y así los testimonios de las sentencias evidentes harán desaparecer la duda de las inciertas. En este asunto la memoria es de un gran valor, pues si falta no puede adquirirse con estos preceptos”[1].

La esencia de este texto quedó grabada en mi mente y, como he dicho, ha sido mi faro y mi guía en mi aventura de la Biblia. Así que pido indulgencia por la falta de erudición que confesé al principio, esperando que mi perseverancia en su lectura, siguiendo los consejos de san Agustín, pueda suplirla.

El tercero de los flotadores contra mi miedo al naufragio en mi aventura ha sido, sin lugar a dudas, el más importante, que también está aconsejado por san Agustín en el mismo texto citado más arriba: “En todos estos libros, los que temen a Dios y los mansos por la piedad, buscan la voluntad de Dios”. Ciertamente, me he acercado a ella como una oración. No lo he hecho sólo, aunque también, por erudición y de ningún modo intentando buscar en ella fallos para restarle credibilidad. Lo he hecho con temor y temblor, con buena voluntad, sabiendo que su interpretación me superaba y pidiéndole, por tanto, al Espíritu Santo su luz y su sabiduría para saber encontrar en sus palabras no sólo ideas, sino palabras de vida eterna.

Por último, y aunque no sea un flotador del calibre de los anteriores, sí me he servido de varias pequeñas tablas adicionales para flotar: pequeñas frases sobre la Biblia de diferentes personas:

Las primeras son palabras puestas en boca de Franz Kafka por su amigo Gustav Janouch en su libro “Conversaciones con Kafka”:

“La verdadera palabra conduce; la falsa palabra induce a error. No es casualidad que la Biblia sea llamada Escritura. Es la voz del pueblo judío, que no es una cosa histórica, perteneciente al pasado, sino algo que pertenece totalmente al presente. Ahora bien, en su drama, usted usa la Biblia como si fuese un hecho histórico y momificado, lo cual es falso. Si no me equivoco, usted quiere llevar a la escena las masas de hoy. Estas masas no tienen nada en común con la Biblia. Este es, incluso, el nudo de su drama. El pueblo de la Biblia es una unión de individuos a través de una ley. Pero las masas de hoy se oponen a toda unión: tienden a la separación porque no tienen comunidad interior. De aquí proviene la fuerza que mueve su infatigable agitación. Las masas se apresuran, corren, cruzan la época a galope. ¿A dónde se dirigen? ¿De dónde vienen? Nadie lo sabe: gastan sus fuerzas sin la menor utilidad. Creen que caminan y, sin embargo, se precipitan, caminando si avanzar, hacia el fin. Eso es todo. El hombre ha perdido su patria”.

Las segundas son palabras del gran pintor judío Marc Chagall refiriéndose a su inmensa obra de pintura bíblica, en la que Cristo tiene un lugar destacado.

“Tuve acceso al gran libro universal, la Biblia. Desde mi infancia me ha llamado con visiones sobre el destino del mundo y ha sido para mí una fuente de inspiración en mi trabajo. En los momentos de duda, su elevada grandiosidad poética y su sabiduría me han confortado como una madre”.

“Desde mi primera juventud quedé cautivado por la Biblia. Siempre me pareció, y sigue pareciéndome, la mayor fuente de poesía de todos los tiempos. Desde entonces, he buscado ese reflejo en la vida y en el arte. La Biblia es como una resonancia de la naturaleza y yo he tratado de transmitir ese secreto”.

“No he visto la Biblia, la he soñado”.

Las terceras son del gran estudioso y escritor bíblico francés Georges Anzou:

“Sin la Eucaristía, tenemos en la Biblia la palabra de un ausente. Sin la Biblia, tenemos en la Eucaristía una presencia muda”.

Por último, mi gran esperanza nace, precisamente de mi más importante flotador contra el miedo: de la oración y la asistencia del Espíritu Santo.

Así pues, con esta esperanza empezaré la singladura en el próximo envío. No tengo ningún plan preconcebido sobre el camino a seguir, excepto que intentaré seguir, mientras pueda, el orden habitual en que aparecen los libros en la inmensa mayoría de las Biblias. Confío en llegar a buen puerto. Como dije al principio, con esta inestimable ayuda y con estos flotadores contra mis miedos, tengo la convicción de que debo y puedo hacerlo. Veremos.



[1] San Agustín, De Doctrina Christiana, Libro II, capítulo IX, nº 14. Para hacer justicia tengo que decir que este texto lo encontré en el prefacio de una Biblia que regalé a un amigo mío que dijo que también iba a empezar su lectura. Copié el párrafo en un papel que perdí, pero ya tenía aprehendidos en la cabeza sus principios. Ahora suelo guardar en mis archivos del ordenador todo lo interesante que leo, con la debida etiqueta que me permita buscarlo en cualquier momento. Pero in illo tempore, no había ordenadores personales, de modo que el párrafo textual quedó perdido y jamás pude volver a encontrarlo. Afortunadamente, cuento entre mis amigos a uno de los mayores eruditos –y a la vez didáctico– que he conocido nunca, mi admirado Salvador Antuñano. Cuando he querido encontrar la cita, he recurrido a él que, a vuelta de correo electrónico, me la ha enviado, junto con el nombre de la obra en la que aparece, así como el lugar en la misma y un link a la obra completa, que no he leído, pero que, sin duda leeré, y que os adjunto por si os resulta de utilidad.

http://www.augustinus.it/spagnolo/dottrina_cristiana/index2.htm

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