25 de noviembre de 2021

El Evangelio escondido de Matajj 11; Capítulo VIII Felipe y Matanael

CAPÍTULO VIII

FELIPE Y NATANAEL

- Cuando Andrés, Simón, Jacob y Juan se perdieron de vista, Jesús se volvió hacia Matías y hacia mí –era otra vez José el que hablaba contándome la historia, retomándola donde la había dejado, junto al Jordán– y nos dijo:

- Vamos nosotros también a Galilea que tenemos quehacer allí. Pero vamos por otro camino. Démosle tiempo al tiempo.

 Íbamos solos. Tomamos una ruta alternativa, poco frecuentada y algo más larga, siguiendo la margen Oeste del Jordán, pero no pegados a él, sino un poco más metidos en Perea y la Decápolis. Jesús no quería apresurarse demasiado en la vuelta, para dar unos días de ventaja a Simón y sus compañeros. No llevábamos ni un día de camino, cuando nos asaltaron una cuadrilla de ladrones. Nos rodearon. Dos de sus cabecillas se acercaron a nosotros.

- Os conviene darnos todo lo que tengáis –nos dijeron con actitud amenazante–. Tal vez así salvéis vuestras vidas. Si, por el contrario, nos ocultáis algo, por poco que sea, y luego, cuando os registremos, lo encontramos, podéis daros por muertos. ¡Ah!, y mejor será que tengáis una cantidad que nos compense el trabajo. Así que, ¡venga!, id dándonos todo.

Mirando alternativamente a los ojos de ambos jefecillos de la tropa, Jesús se dirigió a ellos con una voz suave pero en la que no había ni el menor rastro de temor.

- No tenemos ni oro, ni plata, ni nada que valga dinero. Lo que tengo os lo doy –les dijo sin hacer el menor gesto de ir a entregarles algo.

- Bueno, y ¿a qué esperas para darnos eso que dices tener? –le dijo uno de ellos. Y procura que nos guste por algo, porque si no vale nada, estás muerto.

- Tengo vuestra salvación –les dijo lentamente, con voz segura.

- No me hagas reír –le dijo el otro cabecilla echando mano a su cuchillo–. Espero que tengas algo más tangible que eso, porque si no, esta burla te va a salir cara.

Jesús se acercó más a él. Lo hizo muy lentamente, para que no lo percibiera como una amenaza. Sin dejar de mirarle fijamente a los ojos, le puso las manos en los hombros y, mientras el ladrón le apoyaba la punta del cuchillo en la garganta, le dijo:

- Es todo lo que tengo, pero vale más que todo el oro y la plata del mundo juntos. ¿Cuánto tendrás que dar el día del juicio para comprar tu alma, cuando los ángeles despierten a los muertos? ¿Cuántos talentos tendrás que robar para pagar el precio? ¿Cuánto pesan el oro y la plata en la balanza del ángel exterminador? Toma la salvación que te ofrezco, déjanos marchar en paz y ve con Dios. Él te espera. Y lo mismo os ofrezco a todos. Este botín, a diferencia del oro y la plata, no disminuye al repartirlo –y al decirlo, miró también a los ojos al otro cabecilla que estaba unos pasos detrás, casi en la misma línea visual que el primero.

El salteador que tenía su cuchillo en el cuello del rabbí se quedó mudo. Bajó poco a poco su arma, al mismo tiempo que bajaba los ojos, y dio unos pasos hacia atrás, trastabillándose hasta casi caer al suelo.

- No puedo creer lo que veo, Dimas. ¿Por qué no le rajas de una vez, les quitamos lo que tengan, poco o mucho, y nos largamos? –rugió el otro cabecilla, desenfundando también su cuchillo.

El primero, el tal Dimas, no contestó y siguió mirando al suelo. El otro, se volvió hacia sus hombres y les gritó.

- ¿Es a éste al que queréis como jefe en vez de a mí? ¿A éste, que tiene menos valor que una mujerzuela? Mirad lo que hace un hombre de verdad en estos casos.

Avanzó hacia Jesús mientras echaba la mano con el cuchillo hacia abajo y hacia atrás, dispuesto a rajarle de abajo a arriba. Pero Dimas se dio la vuelta y se interpuso entre Jesús y él, encarando a su compinche. Sus ojos echaban fuego cuando le dirigió la palabra.

- Gestas, si le tocas, si derramas tan sólo una gota de su sangre, si le arrancas un solo pelo de su cabeza, puedes estar seguro de que estás muerto.

Y luego se volvió hacia el resto de los salteadores, girando trescientos sesenta grados para mirarles a todos, aunque en un momento tuvo que dar la espalda al tal Gestas, y, con el mismo fuego en la mirada, les dijo:

- Y lo mismo os digo a todos y cada uno de vosotros. Juntos o por separado. Todo aquél que alce un solo dedo contra él, que se dé por muerto. Soy suficientemente hombre para mataros a todos juntos, Gestas incluido. Soy vuestro jefe, y lo seguiré siendo mientras ninguno de vosotros tenga arrestos para matarme. Pero a este hombre, ni tocarle. ¿Oído?

Dio varias vueltas sobre sus talones, desafiante. Poco a poco, los hombres se fueron agrupando alrededor de él. Los últimos que lo hicieron lanzaron miradas de culpabilidad hacia Gestas, que se quedó quieto en su sitio, solo, abandonado. Sin esperar a lo que éste hiciese, Dimas gritó:

- ¡Vámonos!

 

Y todos se fueron con él sin lanzar ni una mirada hacia Gestas que se quedó sólo frente a Jesús, con el arma desenfundada.

 

- Nos volveremos a ver, salvador –dijo apretando los dientes con ira mal contenida mientras enfundaba su cuchillo.

- Sí –le dijo Jesús con pena–, me temo que nos volveremos a ver. Recuerda lo que te he ofrecido.

Gestas se dio la vuelta y siguió a sus secuaces.

El viaje, salvo ese incidente, se desarrolló con absoluta normalidad. Cuando teníamos hambre, entrábamos en el primer poblado y Jesús, con sencillez, pedía de comer.

- Que Dios te guarde –decía a la primera persona, hombre o mujer, con la que se encontrase–, somos peregrinos. No tenemos provisiones y el camino es largo y penoso. ¿Podrías darnos aunque sólo sea un mendrugo de pan y un sorbo de agua?

Casi nadie nos negó nunca su auxilio. Algunos hasta nos querían obsequiar con un banquete. Él nunca aceptaba más que una frugal colación. Pan, algo de queso o verduras, agua. A veces un poco de vino o un trozo de carne. Nada más. Con dulzura, les decía cuando querían darle más:

- No gracias, sólo somos peregrinos y no queremos distraernos de nuestro destino. Pero Dios te lo pagará. Lo hará, ten la seguridad, con una medida plena, rebosante, apretada.

A veces querían darnos provisiones para el camino, pero tampoco las aceptaba.

- Gracias, prefiero confiar en mi Padre –Abba–, que está en los cielos –decía con una sonrisa.

Nunca nadie se sintió ofendido por su negativa. Se quedaban quietos, sonriendo, con los ojos perdidos en alguna visión lejana pero cierta, felices. Cuando nos íbamos, se quedaban en el mismo sitio hasta que traspasábamos el límite visual de la siguiente colina. Entonces Jesús se volvía, les saludaba agitando la mano y ellos le devolvían el saludo.

Cuando estábamos ya cerca de Cafarnaum, en Galilea, nos encontramos con mi primo Felipe. Iba sólo, andando más deprisa que nosotros, como si quisiese llegar lo antes posible a alguna cita importante. Al adelantarnos, no se fijó en que uno de los hombres a los que adelantaba era yo, su primo José. Yo sí me di cuenta de que el que nos había adelantado era él. Llevábamos años sin vernos, pero nuestras relaciones no eran buenas. Las definiría mejor si dijese que eran tirbulentas. Felipe era de la rama de la familia que se había helenizado. Nuestra familia, como tantas otras, se había visto dividida por la discordia entre asideos y helenizantes.

Ya desde antes de la época macabea –recordé yo para mis adentros mientras José hablaba–, desde que Israel cayese en la órbita de la cultura helénica, tras la conquista de Alejandro Magno y, después, bajo las dinastías de sus sucesores, los Tolomeos o los Seléucidas, la cultura helénica, más relativista, más permisiva que la judía, había ido impregnando los espíritus de muchos. Los helenizados olvidaron la circuncisión, comían alimentos prohibidos y acudían a los gimnasios y las termas griegas, donde desarrollaban conductas que eran consideradas aberrantes por los ortodoxos, los asideos. Esto no hubiese sido grave si no fuese porque los dominadores griegos, cubrían de privilegios a los helenizados a costa de los bienes de los asideos. Cuando en la época macabea se volvieron las tornas, los asideos se tomaron cumplida venganza de todas las traiciones y bajezas cometidas por los helenizados cuando gozaban de los beneficios del poder. Venganzas que llegaban, en algunos casos al asesinato en masa de familias enteras o entre miembros de la misma familia. Después de los macabeos, Antípatro, el idumeo y sus sucesores, siempre títeres de los romanos, se apoyaban en un grupo u otro según les convenía. La alternancia en el poder de unos y otros, con sus secuelas de odios y revanchas, llegó a ser tan frecuente y repetitiva como el cambio de las estaciones. Antípatro, como todos los idumeos, descendía de Esaú, el hermano mayor de Jacob, el padre del pueblo de Israel. El odio histórico de israelitas e idumeos, se remontaba a más de dieciocho siglos, cuando Jacob, mediante el engaño, obtuvo la bendición de su padre Isaac, robándosela a su hermano, y pretendiendo justificarse con una extraña historia de un guiso. El odio, lejos de apaciguarse con el paso del tiempo, se había acrecentado. Y ahora que resultaba que una familia idumea gobernaba Israel con el apoyo de los romanos, el odio crecía desbocado. Poco importaba que Herodes, el heredero de Antípatro, para congraciarse con los judíos, hubiese engrandecido el segundo Templo transformándolo de una pequeña construcción hecha a la vuelta del exilio de Babilonia, en uno de los edificios más impresionantes del mundo, a la altura de los jardines colgantes de Babilonia o del faro de Alejandría. El odiado idumeo no iba a poder comprar el afecto de los judíos con suntuosos edificios, aunque se tratase nada menos que del Templo. Además, mientras con una mano engrandecía el Templo, con la otra construía circos e hipódromos en los que se llevaban a cabo espectáculos que indignaban a los asideos. A los romanos les importaba muy poco en qué facción se apoyaran los reyezuelos que gobernaban Israel, siempre que no les causasen problemas. Pero como los Herodes estaban en continuas disputas entre sí por el poder, no dudaban en intrigar hasta la saciedad con unos y otros, azuzando los odios hasta extremos insospechados. Y por conseguir algunas migajas de poder, tanto una facción como otra camuflaban su odio al idumeo tras el odio entre ellos y colaboraban con los Herodes siempre que se lo pedían, para destruir a sus hermanos de raza. Los más exaltados de los asideos, crearon el movimiento de los zelotas, de una extrema violencia contra romanos, helenizantes e, incluso, asideos moderados. Yo fui, como ya he contado, víctima de esa violencia. De hecho, su odio había perdido todo componente religioso para transformarse en un odio basado en la pura lucha por el poder.

Bien es verdad –continuaba José sobre mis reflexiones–, que al ser Betsaida, un pueblo apartado del ojo del huracán, situado en la orilla nordeste del lago de Generaret, al otro lado de la desembocadura del Jordán en el lago, los odios no llegaron a los extremos que alcanzaron en Judea, donde estaba el núcleo del poder. Pero aún así, nuestra familia estaba profundamente dividida y Felipe y yo nos encontrábamos en lados opuestos. Esa disputa era la que hizo que yo, que estaba en el lado que pudiéramos llamar perdedor, me hubiese ido a Qumrán. Y ahora me encontraba de manos a boca con mi primo Felipe, por el que sentía, si no odio, sí una profunda aversión. Durante unos segundos, dudé si dejarle pasar de largo. Pero antes de que yo resolviera qué hacer, Jesús le preguntó.

- ¿Tanta prisa tienes que no puedes saludar a los que llevan tu mismo camino? ¿Qué te agita de esa forma?

Felipe se volvió y se fijó en Jesús. Al pronto, no se dio cuenta de que uno de sus acompañantes era yo, su primo José.

- Te pido disculpas, pero me espera un amigo al que me urge ver.

- Lo sé –le dijo Jesús–, te urge verle para darle la mala noticia de que no has encontrado lo que buscáis.

- Y ¿qué buscamos? –le dijo Felipe con una mezcla de escepticismo y asombro.

- Buscáis lo que tanta gente ha ido a buscar Jordán abajo, al Ungido. Pero Juan te ha dicho que él no es el Ungido, que hay que esperar a otro.

En ese momento, Felipe se dio cuenta de que uno de los que estaban con el hombre con el que hablaba era yo. No sabía qué hacer, si saludarme, lo que no le apetecía ni poco ni mucho, interrumpiendo la charla con ese hombre, o hacer caso omiso de mí y seguir con esa conversación que empezaba a tomar tintes un tanto inquietantes. Jesús percibió esa vacilación en Felipe y le dijo:

- Veo que os conocéis, aunque no tenéis muchas ganas de saludaros. ¿De qué te serviría encontrar al Ungido si hay rencor en tu corazón? El odio es el veneno del alma. Es corrosivo para el espíritu. Sólo el perdón purifica el pasado y lo limpia. Si en el momento de llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda.

Hablaba mirándonos alternativamente a uno y otro.

- Rabbí –repliqué–, éste no quiere para nada encontrar al Ungido. Hace mucho que ha dejado de esperarle, seducido por las ideas de los griegos. Sólo busca la satisfacción de su yo. En su vida ha estado ante el altar del Templo con una ofrenda, y no creo que tenga el menor interés en ir jamás. Ya es casi un gentil.

- ¿Y realmente crees que tú eres mejor que él? –me replicó el rabbí– ¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano y no ves la viga que hay en el tuyo? ¿Y cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que te saque la mota que tienes en el ojo”, cuando no ves la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás bien para sacar la viga del de tu hermano. ¿De verdad crees que lo de la ofrenda lo decía por él? Mira en tu corazón y no te preguntes que tienes tú contra él sino que puede tener él contra ti. ¿O prefieres que sea yo el que te lo diga?

Bajé la cabeza avergonzado.

Mi memoria retrocedió unos años. Nuestro primo Alcimo, el publicano de Betsaida, la vergüenza de la familia, había denunciado a Zacarías, otro primo nuestro, por negarse a pagar los impuestos. Los romanos le confiscaron la casa y le flagelaron delante de todo el mundo para que sirviese de escarmiento. Al día siguiente, por casualidad, me crucé con Felipe por la calle y le insulté con ira.

- Perro –le dije con furia–. Tú, Alcimo y los demás, no sois más que una jauría de perros rabiosos a los que habría que matar a palos y dejar en el campo como pasto de los cuervos.

Para mi asombro, Felipe, que es más corpulento que yo, en vez de agredirme, dio un rodeo, pasó a mi lado mirando al suelo y siguió su camino. Nunca más nos habíamos vuelto a ver desde entonces, hasta ese momento. A los pocos días, partí hacia Qumrán. Muchas veces en esos años me había preguntado por qué Felipe no me atacó. Si lo hubiese hecho, durante todos estos años me hubiese sentido justificado. Pero su actitud pacífica, su mirada baja al pasar junto a mí, me habían perseguido todo ese tiempo.

Ciertamente, me di cuenta de que Jesús tenía razón. En ese mismo instante me reconocí a mí mismo que, hace años, la actitud de Felipe había sido mucho más noble que la mía y que era yo quien estaba en deuda con él. Pero antes de que pudiese articular palabra, como si Felipe hubiese estado leyendo mi pensamiento, dijo:

- Hermano, es verdad que te excediste en tus insultos. Pero, en el fondo, tenías razón. Fui yo, más que cualquier otro de la familia, quien presioné a Alcimo para que denunciara a Zacarías. Fui yo quien exacerbó su orgullo haciéndole sentirse ultrajado por la actitud de Zacarías e inflamé su amor propio para que le denunciase. Yo fui el culpable. Pero esa misma noche me di cuenta de mi bajeza. Por la mañana busqué a Alcimo para hacerle cambiar de opinión, pero ya era tarde. Me sentí culpable cuando flagelaron a Zacarías. Cuando al día siguiente nos encontramos y me insultaste, algo de mí me pedía matarte allí mismo y otra parte de mí me pedía esquivarte. Afortunadamente, venció la segunda actitud y me fui. Llevo años con esa lucha dentro de mí, desgarrándome las entrañas. No sé si debo odiarte o pedirte perdón. A Zacarías se lo pedí hace años. Pero a ti...

En ese momento, los ojos de Felipe, que habían estado fijos en mí, se volvieron hacia Jesús y sus miradas se cruzaron. Levanté la cabeza. Mis ojos estaban llenos de lágrimas que rodaban por mis mejillas. Con un mismo impulso, los dos nos arrojamos uno en brazos del otro y nos fundimos en un largo abrazo. No había necesidad de palabras. El perdón fluía a través de nuestros pechos hasta llegar al fondo de los corazones de ambos. Atrás quedaron, en un instante, años de reproches, rencores y desprecios. Notamos cómo nuestra sangre, intoxicada por el veneno del odio, quedaba limpia de repente y volvía a vivificarnos la carne con el oxígeno del amor, después de tantos años. Nos pareció ridículo habernos odiado y sentimos que había algo muy superior a nuestras diferencias y agravios que nos unía en lo más profundo de nuestras vidas. Cuando terminó el largo abrazo, ambos miramos a Jesús y supimos que ese algo, fuese lo que fuese, venía de él.

- El día en que José se fue a Qumrán –continuó Felipe– algo cambió dentro de mí. Sin perdonarle, sin perdonarme a mí mismo, sentí que ese estúpido enfrentamiento de asideos y helenizantes dentro de nuestra familia debía terminar. Pedí perdón a Zacarías y no me lo dio. Me escupió a la cara. Busqué a tientas durante años dando palos de ciego. Conocí a mucha gente extravagante con ideas peregrinas sobre el camino hacia el fin de los tiempos. Unos querían traer la paz a través de la violencia, otros creían que el camino hacia la paz pasaba por la mortificación extrema, hasta la muerte. Pero, por fin, he encontrado a una persona que, viniendo del otro extremo que yo, busca lo mismo que yo; un hombre de paz que sin violencia, sin poder, sólo con su presencia, hará que la paz reine en el mundo. Es un escriba de Caná, Natanael bar Tolmei, hijo de Tolmei, el rabino de ese pueblo de Galilea. Siendo aún muy joven su padre le envió a la escuela de escribas de Ierushalom. Pero él, lejos de mantenerse en la estricta ortodoxia, desarrolló una interpretación muy particular de la Torah, que le ha puesto en entredicho entre el resto de sus colegas que le encuentran a borde de la herejía. De hecho, le tendrían por blasfemo consumado si les contase sus todas sus creencias. Él mantuvo en secreto su pensamiento hasta que la atmósfera se le hizo tan agobiante que decidió irse. Piensa que Dios no puede quedarse siempre tan lejos de nosotros. Piensa que la Ley no puede ser ese conjunto de normas frías y vacías en la que la han convertido sus colegas, los fariseos. Piensa que, de alguna manera, el Todopoderoso tendría que usar su poder para terminar de guiarnos hacia el bien. Pero no sabe cómo podría ser eso. Y es difícil encontrar si no se sabe lo que se busca. Creíamos que Juan era la respuesta, pero he visto que no, y ahora debo ir a llevarle la mala noticia.

Entonces Jesús me miró a los ojos y me dijo:

- Felipe, sígueme.

Me quedé perplejo. Yo quería ir a ver a Natanael y aquel hombre, a quien no conocía de nada, pero que me había reconciliado con José, me pedía que le siguiese a él y abandonase a mi amigo. Me debatí conmigo mismo unos segundos pero, sin saber por qué, respondí:

- Rabbí, ¿qué quieres que haga?

- Ve a buscar a Natanael y dale la buena noticia de que la búsqueda ha terminado. Dile que has encontrado a aquél de quien escribieron en las Escrituras Moisés y los profetas, a Jesús, el hijo de José, de Nazareth y, luego, vuelve aquí con él.

Me fui lleno de entusiasmo. Ese hombre me enviaba a buscar a mi amigo. Pero en vez de una mala noticia, ahora tenía una buena noticia que darle. Por el camino mi ardor se fue enfriando a medida que las dudas se agolpaban en mi interior. ¿Cómo iba a decirle eso a Natanael? Natanael conocía bien las escrituras, mientras que yo las desconocía casi por completo. Seguro que me pediría que le explicase cómo las Escrituras hablaban de ese Jesús, en qué pasajes, de qué forma. Haría que me sintiese ridículo. Debería haberle pedido todas esas explicaciones a Jesús yo mismo, para podérselas transmitir a Natanael cuando me preguntase. ¿Qué podría contestar a sus objeciones? ¿Cómo podría convencerle de que me siguiese, cuando no había querido ir a ver a Juan por miedo a la desilusión y me había enviado a mí? Estaba sumido en estas meditaciones cuando llegué a donde estaba Natanael. De pie, bajo una higuera, rodeado de un grupo de personas sentadas que le escuchaban sin pestañear, como si bebiesen sus palabras, decía:

- ¿Creéis que el Altísimo está lejos de nosotros? Yo os digo que no. Yo os digo que no puede estar lejos. Tiene que estar entre nosotros si, como dicen las Escrituras, siente ternura por sus hijos. Somos nosotros los que lo hemos alejado. Somos nosotros los que hemos puesto nuestras falsas costumbres y preceptos entre Él y nosotros. Él nos espera. Él nos dará un signo. Sé que Él está cerca. No sé cómo ni cuándo se revelará, pero algo me dice que muy pronto, que, como cuando estábamos en Egipto, ha oído nuestros lamentos y viene a rescatarnos con la paz y la justicia. Id en paz, hermanos y no desesperéis. Como dijo Isaías: “Decid a los de corazón cobarde: ¡Ánimo, no temáis!, mirad, vuestro Dios viene en persona a salvaros. Tened valor, sed fuertes, confiad en Elohim”.

Se calló. La gente empezó a levantarse poco a poco. Había brillo en sus ojos. Unos se acercaban a él y le abrazaban, otros se iban pensativos. Tardaron un buen rato en irse los últimos que se acercaron a hablar con él. Cuando estuvo solo, me acerqué a él y, mirándole de soslayo, con la voz un poco temblorosa le dije, repitiendo las palabras de Jesús, que me había aprendido de memoria:

- He encontrado a aquél de quien escribieron en las Escrituras Moisés y los profetas, a Jesús, el hijo de José, de Nazareth.

Tal y como esperaba, Natanael se quedó mirándome y me dijo con una sonrisa un poco burlona y condescendiente:

- ¿Nazatet? ¿Es que de Nazareth puede salir algo bueno?

Entonces, con una firmeza que yo mismo no podía haber sospechado unos segundos antes, mirando fijamente a Natanael a los ojos, le dije:

- Ven y verás.

- Me quedé impresionado –Natanael, tomó el relevo de la historia– por el fuego y el convencimiento que latían en las últimas palabras de Felipe, en contraste con el mensaje que se veía aprendido de memoria y repetido sin seguridad. Le seguí. A fin de cuentas, no podía desilusionarme. Sabía que ese hombre, fuese quien fuese, no era el esperado. El esperado tendría que haber nacido en Bethelem, no en Nazareth. Hicimos en silencio las dos horas de camino hasta llegar a donde estaba Jesús. Felipe no quería estropear con argumentos para los que no estaba preparado las preguntas que yo pudiera hacerle y yo, a mi vez, me di cuenta de que tenía que aprovechar el rato de marcha para profundizar en lo que acababa de decir hacía un rato a mi audiencia. Las últimas frases habían brotado, como un torrente, de lo más íntimo de mi ser. Frases que no había pensado decir y que, a mí mismo, me habían impactado. Así, absortos en nuestros pensamientos, llegamos al lugar donde se encontraba Jesús. Cuando nos vio, comentó a José y Matías en voz alta y clara, para que sus palabras llegasen nítidas hasta mí:

- Éste es un verdadero israelita, en quien no hay doblez alguna.

Me quedé sorprendido, halagado, y un poco molesto a la vez, de que aquél desconocido me dijese eso sin saber ni siquiera quién era, tal vez por lo que pudiera haberle contado Felipe de mí. Por eso le interpelé con cierta ironía:

- ¿De qué me conoces?

Jesús me respondió con firmeza:

- Antes de que Felipe te llamara, yo te vi, cuando estabas debajo de la higuera.

Entonces, lleno de asombro, sin saber de dónde brotaban mis palabras, como hacía unas horas debajo de la higuera, exclamé:

- Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.

Jesús se acercó a mí, me puso la mano derecha sobre el hombro, me clavó la mirada en el alma y me dijo:

- ¿Te basta para creer el haberte dicho que te vi debajo de la higuera? ¡Verás cosas mucho más grandes que esa!

Después, se volvió hacia José y Matías, incluyéndolos en el grupo y nos dijo:

- Os aseguro que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre.

Y diciendo esto, dio media vuelta y echó a andar. Y los cuatro le seguimos hasta la orilla del lago.

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