7 de noviembre de 2021

El Evangelio escondido de Mattaj 10; Capítilo VII, Primeros encuentros de Simón con Jesús.

 CAPÍTULO VII 

PRIMEROS ENCUENTROS DE SIMÓN CON JESÚS

- Mientras estuve con Jesús y José –continuó Andrés–, durmiendo, velando y hablando, el río había vuelto a su cauce, porque la lluvia torrencial no se había extendido más de unos pocos estadios aguas arriba. Así que pude cruzarlo fácilmente y, en menos de media hora, llegué donde había dejado a Simón, Jacob y Juan hacía un día y medio. No estaban allí. Entonces volví a donde había dejado al Bautista. Allí estaban los tres, ayudando a los otros discípulos de Juan a cuidarle.

- Yo me cansé de esperarle –siguió Simón– y me fui a reconocer la zona, seguido por los Zebedeos. La casualidad me llevó a donde estaba Juan, que me vio de lejos y me llamó por mi nombre a gritos.

- ¡Simón! ¡Simón!

Cómo supo quién era yo y cómo me llamaba es algo que aún hoy no me explico, pero el hecho es que me reconoció y me llamó, sacando fuerzas para gritar a pesar de su cansancio. Cuando llegué junto a él, Juan me tomó de la mano y, apretándomela con fuerza, se quedó instantánea y profundamente dormido durante horas. Cada vez que intentaba soltarme de su mano, ésta se crispaba sobre la mía impidiéndome liberarme. No es que quisiera irme, pero las horas que llevaba de la mano de Juan, me habían obligado a adoptar una postura que llegó a producirme calambres. Por lo demás, aquel hombre acabado, junto a una inmensa cabellera lacia y embarrada, tan derrumbada como él, al que yo esperaba encontrar lleno de una fuerza parecida a la mía, abrumadora y un poco despectiva hacia la debilidad ajena, que se agarraba a mi mano como a una tabla de salvación, me produjo una inmensa ternura. Nunca, durante el viaje, imaginé que Juan me iba a inspirar un sentimiento así. Cuando Andrés llegó junto a mí, me dijo:

- Hemos encontrado al Ungido.

En ese mismo momento, la mano de Juan me soltó, sin que él se despertase. No me sentí aliviado al verme liberado. Más bien experimenté un profundo desgarro interior. Una parte de mí me decía que tenía que separarme de él y otra me impulsaba a mantenerme unido. Me encontré perdido. Entonces Andrés me dijo:

- Ven, él quiere que vengas.

No supe si Andrés se refería al Bautista o a ese Ungido que decía haber encontrado, pero le seguí dócilmente. Algo había cambiado en mí durante el tiempo que estuve de la mano de Juan. Era como si hubiese visto mi propio orgullo derrumbado, hundido. Como si hubiese aprendido que jamás debía confiar en mis propias fuerzas. Me sentía perdido porque, si no podía confiar en mis fuerzas, ¿en qué podría confiar entonces?

- Nosotros estábamos también desconcertados –terció Jacob–. Notábamos que algo muy profundo había cambiado en Simón. Durante el tiempo en que estuvo sin pescar, recluido en su casa, y luego, durante el viaje, a pesar de notar que se sentía fuera de su elemento, estábamos convencidos de que sería algo pasajero, de que volvería a ser el mismo de siempre. Ahora intuíamos vagamente que Simón, nuestro jefe natural, nuestro admirado Simón, nunca más volvería a ser el mismo. Mientras estuvo de la mano de Juan, no nos dirigió la palabra y nosotros dormimos, estuvimos callados a su lado y dimos un paseo por los alrededores, ahora soleados, calmados y vacíos, meditando en silencio. Cuando Simón se fue con Andrés, no podíamos hacer otra cosa que seguirle y fuimos tras él, siguiendo también a Andrés.

- Y yo fui tras ellos –interrumpió Matías–. Iba con miedo. Temía que alguno de los cuatro se volviera y me rechazara, o que mis otros compañeros me llamasen la atención por abandonarles. Sentía un impulso interior para seguir a Andrés y los demás, pero, la verdad, no sé qué hubiera hecho si mis compañeros me hubiesen reclamado. Cuando nos alejamos un poco, respiré aliviado.

Cruzamos el Jordán, lo remontamos por la otra orilla, y llegamos hasta donde estaba Jesús. Poco a poco fui sintiéndome parte del grupo y me uní a ellos en vez de ir unos pies detrás. Jesús estaba de pie, viéndonos venir desde lejos, con José a su lado. Parecía estarnos esperando.

- Yo iba pensando para mí –continuó Andrés– cómo presentaría a Simón a Jesús al llegar delante de él. Pero todas mis elucubraciones se demostraron vanas. Cuando estaba a unos veinte pies de Jesús, se adelantó rápidamente hacia nosotros, se plantó delante de Simón sin dudar cuál de mis cuatro acompañantes podía ser, le miró profundamente a los ojos y le dijo:

- Tú eres Simón, bar Joná –hijo de Juan–; en adelante te llamarás Roca.

Y, tras estás misteriosas palabras, dio media vuelta y comenzó a alejarse río arriba. Pasó al lado de José, que se había quedado detrás. Al verle pasar junto a él, José se dio la vuelta y le siguió. Matías, a su vez, siguió a José.

- Yo me quedé perplejo –Simón retomó el hilo del relato–. Si en cualquier otro momento de mi vida alguien, fuese quien fuese, me hubiese dicho algo semejante, le hubiera respondido en actitud desafiante algo así como: “¿Quién te crees tú que eres para cambiarme el nombre que me puso mi padre? ¿Quién te ha concedido ese ascendiente sobre mí? Mi nombre es, y seguirá siendo hasta que me muera, Simón”. Pero en la situación en que me encontraba, únicamente bajé los ojos. Permanecí en esa postura un buen rato, mientras en mi interior, a pesar de encontrarme tan débil anímicamente, el estupor se fue transformando en rabia. Al cabo de unos minutos levanté la vista, me volví hacia Andrés y con un tono en el que se mezclaban furia, decepción y tristeza, le dije:

- ¿Para esto me has hecho venir hasta aquí, hermano? ¿Para esto has hecho que abandone mi dolor y mis recuerdos? ¿Para encontrarme con un hombre al que no esperaba ver, al que no conozco de nada, que me dice que me voy a llamar Roca, se da media vuelta y se va? Me vuelvo a Cafarnaum. Allí sé lo que soy y quién soy. Fuera de allí no soy nada. Ni Simón ni Roca ni nada. Aquél es mi sitio, mi único sitio. Ven conmigo o quédate con este Jesús, como te parezca, a mí me da igual.

Di media vuelta y eché a andar. Jacob y Juan me siguieron.

- Yo me quedé clavado, sin saber que hacer –continuó Andrés–. No quería dejar sólo a Pedro, en el estado en que estaba, con esos locos de Jacob y Juan en el difícil viaje de vuelta. Pero tampoco quería abandonar a Jesús, ahora que sabía con certeza que era él lo que había estado buscando toda mi vida. Me volví a mirar a Jesús esperando de él una señal, pero seguía andando, alejándose. Estaba en esta duda cuando algo en mi interior me dijo: “Ve con Simón, será Jesús el que os busque a los dos”. Con esta íntima certidumbre, me fui tras mi hermano, le alcancé y, poniéndole el brazo en los hombros le dije sonriéndole tímidamente:

- Confía hermano, confía.

Simón volvió la vista hacia mí y con una amplia sonrisa en el rostro le dijo:

- He encontrado a mi hermano y eso es mucho. Gracias por venir conmigo, creo que te voy a necesitar. Y cuando lleguemos a Cafarnaum, volveremos a pescar juntos.

El viaje de vuelta fue tranquilo y sin historia. Encontramos una buena caravana, fuimos con ella y en unos días avistamos Cafarnaum. La caravana acampó para pasar la noche a unos cuantos estadios, pero nosotros la abandonamos para llegar esa misma noche a casa. La siguiente noche, Pedro volvió a pescar. Se lo dijo a Noemí cuando, al recibirle, le miró con ojos escrutadores que no supieron leer lo que pasaba su vida.

- Noemí, esta noche voy a pescar –Noemí, que durante todo el relato estaba sentada entre nosotros sin decir palabra, asintió con la cabeza.

- Yo no sabía qué pensar –continuó ella–. Por un lado, el hecho de que Simón fuera a pescar otra vez y la camaradería que parecía tener con Andrés me tranquilizaron. Pero había algo más. Algo que mi intuición captaba pero que no sabía qué era. Cuando me contaron los encuentros de Simón con Juan y con el tal Jesús, me intranquilicé. Sobre todo con lo del cambio de nombre. Cefas, Roca, Piedra, Pedro. Eso no era un nombre. Era algo muy raro. Era el cimiento de algo. Era el principio de algo. Estaba intranquila. ¿Supondría ese algo el que perdiese a Simón? Simón era el único lazo que me unía a este mundo del que ya se han ido las dos personas a las que más había querido en toda mi vida, mi marido y mi hija. Me había encariñado con Simón, porque él había querido de verdad a mi hija. Si también tuviese que perderle a él, me moriría. Pero espanté esos pensamientos y me puse a ayudar en todo lo posible para la pesca de esa noche.

- Yo estaba muy nervioso –siguió Simón–, pues llevaba mucho tiempo sin pescar y no sabía qué tal se me daría. Perdonadme que me recree en la historia –se disculpó con timidez–, pero ahora que sé que nunca más volveré a pescar peces y que cuando pesque hombres no lo haré con mi habilidad, quiero revivir por última vez esas sensaciones. Durante el día aparejamos el barco, preparamos las redes y, como era día de luna nueva, preparamos también los faroles. Si no era una de esas extrañas noches sin luna en las que no había peces, la pesca prometía ser abundante. ¿Sabría hacerlo? Repasé en mi cabeza todas las artes, todos los trucos, todas las habilidades. Pero hay cosas que no se pueden recordar. Son esas cosas inexplicables, ese sexto sentido que nunca sabes si vas a tener cuando te haga falta porque no sabes de dónde viene. Luego, cuando lo necesitas, está ahí, pero no está a tus órdenes sino que viene porque quiere y siempre te hace temer que un día no quiera. Máxime cuando has estado tanto tiempo sin llamarle. Mis socios me sonreían confiados. Las cosas volverían a ser como eran –se notaba que pensaban–, seríamos otra vez los que más pescásemos de todo Cafarnaum. Nuestros competidores me miraban con cierto recelo admirativo. Volveremos a ser meros comparsas de la pesca –les oía pensar–, los que capturan las sobras. Esto me causaba aprensión. Demasiada gente esperaba demasiado de mí y yo ya no me fiaba de mis fuerzas.

Cayó la noche y volví a sentir otra vez los gritos de los pescadores ultimando los preparativos, la subida de las redes a la barca, el sonido de los cascos de las embarcaciones al arrastrarlas por la arena para botarlas al lago, el chapoteo de los remos sobre el agua, el ruido de las tímidas olas contra la tablazón, la brisa que refrescaba el sudor del esfuerzo, todo ese bullir de movimientos, sonidos y sensaciones que resonaban en lo más profundo de mi vida de pescador. Y la salida al lago bogando como en una carrera para llegar los primeros a los caladeros.

- Tranquilos –dije– no os apresuréis, guardad las fuerzas. Hoy no hay peces.

Así fue. Ni un pez. Las barcas encendían y apagaban inútilmente los faroles. La mía llegó la última. Todos espiaban mis movimientos. Yo miraba, olía, escuchaba, escudriñaba la noche. Mi corazón, como siempre en esta situación, latía muy lentamente, como si también estuviera a la escucha. Me sentía como un cazador al acecho de su presa. De repente, algo que nunca he sabido definir, tal vez una insignificante onda de plata a lo lejos, unida a un cierto olor de la brisa y, quizás, a un levísimo chapoteo, hicieron que mi corazón se pusiese al galope.

- ¡Rápido! –mascullé entre dientes a mi tripulación–, apagad los faroles y remad hacia allí con todas vuestras fuerzas. Andrés –le dije a mi hermano que estaba al timón de la otra embarcación, amurada junto a la mía–, no te apartes ni un palmo de mi estela y ve con tu proa justo a cinco pies detrás de mi popa.

Todos se pusieron a remar como posesos. Yo llevaba el remo de cola haciendo de vez en cuando extraños zigs zags para esquivar pequeños arrecifes que sólo yo sabía que estaban ahí. Andrés me seguía como un perro de caza sigue el rastro de una posible pieza. Los demás se quedaron atrás sin atreverse a remar deprisa por miedo a los bajíos. Cuando nuestras dos barcas llegaron a un punto, grité:

- ¡Alto! –grité, y todos ciaron al unísono para parar en seco las dos embarcaciones–, Andrés, ponte a babor mío, dame un lado de las redes, échalas al agua y aléjate de mí en diagonal lo más deprisa que puedas. Quiero cinco codos entre tu embarcación y la mía cuando estemos allí –y señalé un punto a unos treinta codos a proa.

Andrés ejecutó la maniobra con precisión matemática. Cuando volví a gritar ¡alto!, las redes estaban llenas de peces. Remamos trabajosamente hasta llegar a tierra y en el camino nos cruzamos con el resto de las embarcaciones que cuando llegaron a donde habíamos hecho el copo, no encontraron ni un pez. Descargamos la pesca en la orilla y volvimos al mar. Tres veces a lo largo de la noche repetimos la operación con éxito similar. Cuando al rayar el alba subimos las barcas a la playa, estábamos agotados, pero felices. Todos reíamos de satisfacción y mi hermano y mis socios me abrazaban dándome la enhorabuena. Los otros pescadores también me la daban, pero con cara hosca, y su admiración estaba teñida de envidia. Yo estaba radiante. Cuando Andrés me felicitó, le abracé y le dije:

- Andrés, tú también has estado magnífico. Eres un gran pescador y lo vas a ser mejor, porque te voy a enseñar todos los trucos, todas las habilidades.

- Me hizo mucha ilusión el elogio de Simón –continuó Andrés–, pero nada de lo que pasó esa noche me hizo sentirme alegre. Añoraba a Jesús y, a pesar de que en mi mente resonaba la voz que me había dicho “será él quien os busque a los dos” sentía un miedo terrible a perder lo que por fin había encontrado. Esa noche celebramos el éxito en la playa hasta el amanecer, asando peces clavados en espetones de caña, bebiendo vino y cantando canciones que exaltaban la amistad y el arte de la pesca. Yo participaba sólo externamente de la alegría hasta que nos quedamos dormidos en la orilla. Cuando despertamos, el sol estaba alto en el cielo.

- Yo me desperté antes que mis compañeros –continuó Simón–, pero me quedé tumbado sobre la arena, pensando. Volvía a ser el mismo de antes. Seguía sintiendo un agudo dolor por la pérdida de Séfora, claro, pero me reía de mi debilidad de días anteriores. Me sentía otra vez fuerte. Era otra vez fuerte. ¡Qué euforia me producía ser el mejor pescador del lago! Era el pescador de siempre, dominador del oficio, dueño de mi habilidad. De madrugada, las mujeres habían recogido la pesca, pero había que hacer lo mismo con los aparejos y las redes, repasar la tablazón en busca de fisuras, calafatear si era necesario... y todo eso era tan importante como la pesca en sí. El éxito empezaba en la preparación, y eso no se podía delegar en nadie. Nos pasamos el resto de la mañana haciendo todo eso. Después nos fuimos a comer y a dormir un poco más. Seguramente nos esperaba otra noche febril y había que estar descansado. Por la tarde, otra vez la preparación para la salida. Pero esta vez yo rebosaba confianza, reía, daba órdenes con energía, gastaba bromas. Como toda la vida. Volvía a asomarse a mi alma esa sensación de desprecio hacia la debilidad. Y llegó la hora de salir al lago.

- Hoy sí habrá peces, de forma que vamos a salir los primeros. A mi señal, al agua, y a remar fuerte hasta llegar junto a la Merana.

La Merana es una gran roca plana –me aclaró Simón– que tiene sólo un palmo de agua por encima. Todo el mundo sabe dónde está porque ignorarlo es equivalente a perder la embarcación contra ella y, seguramente la vida. En un momento dado, cuando todas las demás tripulaciones estaban todavía trabajando a ritmo lento, di la señal. Salimos como exhalaciones hacia la Merana y cuando llegamos a ella, señalé un punto a un medio estadio. Pero cuando llegamos allí, no había ni un pez.

- ¿Qué?, pista falsa, ¿no? –nos dijeron con sorna los de las otras embarcaciones cuando llegaron.

Les contesté con un gruñido. Podía ocurrir que si no había peces no pescase en toda la noche. Cuando no había peces, yo era el primero que abandonaba para ir a descansar y los demás sabían que nadie iba a capturar nada. Pero no recuerdo que nunca, antes de ese momento, hubiese ordenado un agotador arranque a toda marcha para no conseguir nada. Durante un buen rato todas las embarcaciones permanecieron juntas, marcándose unas a otras, y, de repente, di otra vez la señal de zafarrancho. Después de otro terrible esfuerzo, nada. Sin embargo, los que se quedaron quietos recogieron unos pocos peces en las redes. Una y otra vez lo intentamos. Hicimos hasta siete arrancadas sin conseguir ni una sola captura. Nuestros competidores, que sí habían pescado unos pocos peces, nos miraban con una sonrisa que era más bien una mueca de burla. Su miserable pesca, lograda casi sin esfuerzo, al lado de las nuestras redes vacías y nuestro agotamiento estéril, les parecía un trofeo. Ese día, por alguna misteriosa razón, casi todos los peces debían estar en el fondo y, con tanto chapoteo, los pocos que se habían acercado a la superficie se fueron a las profundidades. Era imposible que salieran en lo que quedaba de noche y probablemente no los hubiera tampoco la noche siguiente. Todos lo sabían y se volvieron a Cafarnaum. Todos menos yo que seguía empecinado, contra toda lógica, en seguir pescando. Mi tripulación se resistía, sabiendo que era inútil, pero les obligué a dos estériles carreras más en tres horas, antes de darme por vencido y volver a la playa cuando ya amanecía. Todos los otros pescadores estaban esperándome para burlarse de mí. Simulaban estar muy concentrados en sus redes, me miraban de soslayo, sin decirme nada, pues temían mi cólera y la de los dos Zebedeos, pero su actitud era inequívoca y tremendamente hiriente. Mi seguridad del día anterior se había esfumado. Yo pensaba llegar, bajarme de la barca e irme a mi casa directamente para no tener que soportarlo. Pero cuando nos acercábamos a la orilla, vi una silueta de pie, con los pies metidos en el agua hasta los tobillos. Al acercarme vi que era él, Jesús. Un poco detrás de él, en la arena seca de la playa, estaban José, Matías, y otros dos a los que no conocí de lejos.

- A mí –interrumpió Andrés– el corazón me dio un vuelco de alegría, pero vi cómo en la cara de Simón apareció un rictus de fastidio.

- Yo pensaba –volvió a tomar la palabra Simón–: ¿Por qué este Jesús tiene que ser testigo de mi fracaso? ¿Había venido para burlarse de mí, lo mismo que el resto? Al acercarme a la playa reconocí a uno de los dos nuevos acompañantes de Jesús. Era Felipe, un conocido mío de la época de Betsaida. Si no recordaba mal, era, como José, primo del publicano de esa ciudad, con el que también tuve mis más y mis menos cuando pescaba en Betsaida. Cuando la barca estaba a punto de llegar a la orilla, Jesús alzó una mano hacia mí y me dijo:

- ¿Me ayudas a subir, Pedro?

¿Subir? –me dije a mí mismo–. Estaba frustrado y agotado y lo único que quería era irme a mi casa a lamerme las heridas de mi amor propio. Y, ¿por qué se empeñaba en seguirme llamando Pedro? Estaba molesto, pero tomé la mano de Jesús y, con un tirón busco, le alcé a la barca. No podía explicarme por qué hacía eso. El maestro se sentó en la proa y, sin pedirme permiso, empezó a hablar a los marineros que estaban en la orilla terminando de clasificar los peces por tamaños, metiéndolos en distintos cestos, absortos en su faena. Algunos peces, demasiado pequeños para llevarlos al mercado, los tiraban a la arena para que sirviesen de pasto a gaviotas y palomas.

- Sucede con el Reino de los Cielos –empezó Jesús– lo que con una red que echan al mar y recoge toda clase de peces; una vez llena, los pescadores la sacan a la playa, se sientan, seleccionan los buenos en cestos y tiran los malos. Así será el fin del mundo. Saldrán los ángeles a separar a los malos de los buenos para echarlos en el horno de fuego; allí llorarán y les rechinarán los dientes.

Los pescadores levantaron la cabeza para atender a lo que les decía aquel hombre a quien no conocían y que parecía ponerles como ejemplo. Hablaba con autoridad, como si estuviese viendo la escena de los ángeles haciendo su criba de hombres y nos la contase.

- ¿Creéis que hay un solo pez de este lago que entre en vuestras redes sin que lo permita vuestro Padre que está en los cielos? Amén, amén, os digo que no.

¿Vuestro Padre, que está en los cielos? Con qué naturalidad lo decía. Como si hablase de un padre próximo y cercano con quien uno comparte la mesa. Abba, le llamaba, papi. Como si el Altísimo fuese un papi al que se le cae la baba con su niño pequeño.

- Es Él quién os da el sustento, no lo obtenéis vosotros. ¿De qué os sirve que os consideren el mejor pescador de Israel si no podéis conseguir un solo pez sin que Él lo quiera?

Y al decir esto se volvió hacia mí y me clavó la mirada en el fondo del alma. Me sentí pequeño. Mi incomodidad de hacía un momento se había convertido en el estado de ánimo de un niño al que su padre le está dando una lección cariñosa por una actitud inadecuada.

- ¿De qué le sirve a un hombre ser el mejor pescador de Israel si pierde su alma? –repitió– ¿Cuántos peces tendrá que dar para recuperarla? ¿De qué mar los sacará si Dios no se los pone en las redes?

Y después, con voz de mando que no admitía réplica, me dijo:

- Rema mar adentro y echa las redes para pescar.

Me quedé petrificado. La tripulación de mis dos barcas me miraba fijamente esperando una orden mía. Miré a los ojos de cada uno de mis hombres, leí en ellos el cansancio, pero leí también que estaban dispuestos a salir otra vez al mar. No parecía que fuesen a oponer la resistencia que me presentaron en las dos últimas arrancadas de la noche. Me volví hacia Jesús y con una voz llena de incredulidad, resignación y con un deje de súplica le dije:

- Rabbí, hemos estado toda la noche faenando sin pescar nada, pero puesto que tú lo dices, echaré las redes.

Hice una pausa para ver si Jesús me paraba y me decía que lo dejase pero, ante su silencio, me volví a la tripulación y les dije con energía:

- ¡Muchachos! ¡Remad mar adentro con todas vuestras fuerzas!

Empezaron a bogar enérgicamente. No habían dado ni diez golpes de remo cuando Jesús nos dijo:

- Echad las redes aquí.

Nos miramos unos a otros con incredulidad. Jamás se había pescado un solo pez tan cerca de la playa. Yo paré mi barca mientras la de Andrés se alejó unos cuantos codos, y ambos echamos las redes al agua entre las dos barcas. Pasó un largo minuto eterno en el que las artes, vacías, casi flotaban fláccidas en el agua. Otro minuto más, otra eternidad. Nos mirábamos unos a otros con complicidad, como preguntándonos un poco avergonzados por qué hacíamos caso a alguien que no sabía absolutamente nada de pesca. Cuando estaba a punto de expirar el tercer minuto y la tensión empezaba a ser insostenible, el mar empezó a hervir con burbujas de plata y blanca espuma. Un inmenso banco de peces se precipitó dentro de las redes que parecían a punto de explotar. El asombro se veía en todos nuestros rostros mientras los aparejos seguían llenándose. Los peces, al no poder nadar, amontonados unos contra otros dentro de las redes, se hundían, y con ellos las barcas empezaron a escorarse cada vez más peligrosamente. Los hombres tuvieron que irse a la borda contraria para hacer contrapeso, mientras las tablas crujían. Los pescadores de la orilla se dieron cuenta de la situación y se lanzaron al agua. Ataron cabos en la popa de las embarcaciones, las llevaron a tierra y, desde allí, arrastraron barcas y pesca a la playa. Cuando todos estuvieron en la arena, me arrojé rostro a tierra, presa del pánico. Vagamente me acordaba de pasajes de las Escrituras en los que los hombres que veían el rostro de Dios morían irremediablemente. Derrumbado a los pies de Jesús le dije con voz temblorosa:

- Apártate de mí, Elohim, que soy un pecador y moriré si veo tu rostro.

Todos miraban con estupor e incredulidad la inmensa pesca. Sus ojos reflejaban avaricia de pensar qué sería si un hombre como ese les ayudara todos los días a conseguir una pesca así. Pero, al oír mis palabras, apartaron la vista de los peces y se quedaron mirando a Jesús, esperando su respuesta. Jesús se agachó, me cogió cariñosamente por los brazos, me levantó, me atrajo hacia sí, me abrazó y me dijo:

- No tengas miedo, Pedro, desde ahora serás pescador de hombres.

Y diciendo esto, dio media vuelta y se alejó, con José, Matías, Felipe y el otro, detrás de él. Me di cuenta de que mi arte de pescador no era mío. Cada pez que pescaba era un don, un regalo. Y si en vez de ser pescador de peces, tenía que ser pescador de hombres, fuese eso lo que fuese, supe que no sería mi oficio ni mi habilidad las que me harían tener éxito en esa nueva y misteriosa misión. Que, más aún que con los peces, los hombres entrarían en mis redes sólo por la gracia de ese hombre que me había cambiado de nombre y de oficio. Me quedé de pie, quieto. Con el rabillo del ojo vi cómo Zebedeo, discretamente, lloraba de emoción. Entonces yo también rompí a llorar. Lo hice como no recordaba haberlo hecho desde que era niño, mientras me repetía a mí mismo entre suspiros e hipos.

- ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Qué estoy haciendo con mi vida?

No hay comentarios:

Publicar un comentario