12 de noviembre de 2021

La 1ª revolución industrial tuvo lugar en la Edad Media

                  La 1ª revolución industrial tuvo lugar en la Edad Media[1]

 No me cabe duda de que el título de estas líneas despertará el escepticismo de la mayoría de los que lo lean. El común de los mortales, muchos intelectuales incluidos, con algunas honrosas excepciones, consideran la Edad Media como una época retrógrada de tinieblas y oscuridad, propiciados principalmente por el oscurantismo retrógrado de la Iglesia católica. Un sombrío tránsito entre un brillante Imperio Romano y un Renacimiento en el que, superados los tiempos oscuros, se reconstruyeron muchas de las cosas de ese brillante Imperio Romano. Sin embargo, esta idea dista mucho de ser cierta, pero forma parte de lo que Giovanni Papini llamó “la indestructible ignorancia de la gente culta”.  Mi intención con estas líneas es minar un poco esa indestructible ignorancia.

Es verdad que las invasiones bárbaras del siglo V dieron al traste con lo que quedaba del Imperio Romano. Pero el Imperio Romano que fue destruido en el siglo V distaba mucho de ser brillante. Era un imperio decadente donde una ínfima minoría vivía a costa de la falta de derechos de la inmensa mayoría y permitía su explotación sin el más mínimo vestigio de la seguridad jurídica que había iniciado el Derecho Romano que había caído en el olvido. El Imperio se había empobrecido por falta de la más mínima productividad, y la inmensa mayoría de las personas, para poder extraer de ella el máximo jugo en favor de unos poquísimos terratenientes, debían permanecer toda su vida adscritos a un trozo de tierra que no era suyo, sino de esos terratenientes, sin libertad para ir a ninguna parte. Fue en el tardo Imperio Romano, y no en la edad media, en el que se estableció la servidumbre de la gleba. Hasta el punto de que el historiador Luis Suarez, una eminencia en ese campo, nos dice que en el tardo Imperio Romano, aparte de los pocos terratenientes, sólo eran libres los bandidos y los mendigos. Si los pueblos bárbaros pudieron penetrar en el Imperio Romano y conquistarlo, fue porque éste estaba en un proceso de descomposición desde el reinado de Diocleciano –él mismo un bárbaro de Iliria, mercenario de Roma– a finales del siglo III.

Pero, efectivamente, las invasiones bárbaras añadieron un plus a esa decadencia. Sin embargo, algunos bárbaros, como los visigodos o los francos consiguieron alcanzar cotas de prosperidad –o de improsperidad– y de cultura parecidas, si no superiores a las logradas en el tardo Imperio Romano. Isidoro de Sevilla, en el siglo VII, fue un exponente de lo que era capaz de alcanzar la cultura visigótica. Y un Carlo Magno, a caballo entre el siglo VIII y el IX dio al reino franco una altura también comparable, si no mejor, a la del tardo Imperio Romano. Lamentablemente, una nueva y más salvaje oleada de invasiones bárbaras, las de los normandos, supusieron un retroceso desde las cotas alcanzadas. No obstante, en esas fechas, Europa estaba ya envuelta en una red de monasterios con monjes cultos que, sabiendo lo que hacían, protegieron y preservaron el saber de la Antigüedad. Además, en fechas tan tempranas como finales del siglo XI empiezan a aparecer en Europa una serie de Universidades que, a su vez, eran herederas de las escuelas catedralicias y palatinas, más antiguas, algunas de las cuales datan del siglo VI. La arquitectura también es una muestra cultural de la Edad Media. Ya en el siglo VIII aparece la arquitectura prerrománica, que va consiguiendo cotas cada vez mayores de grandiosidad pasando de pequeñas iglesias rurales hasta llegar a catedrales como las de Santiago, Jaca, Bamberg, Lisboa, Durham o Arlés de los siglos XI y XII. Y, de repente, el gótico. Sería interminable enumerar una muestra significativa de las grandes catedrales góticas. Y no sólo catedrales; el gótico construyó edificios civiles y viviendas para la naciente clase burguesa. Me atrevo a decir que la explosión del gótico es la mayor revolución arquitectónica del mundo y una de sus mayores revoluciones culturales.

Todo esto, no está nada mal para una época oscura. Pero el título de estas páginas no se refiere a una revolución cultural, arquitectónica o artística, sino a una revolución industrial. Y esto sí que extrañará a muchos de aquellos a los que lo anterior no les haya sorprendido. ¿Revolución industrial en la Edad Media? ¡Todo el mundo sabe que la primera revolución industrial se produjo en los siglos XVIII y XIX! Veamos. Una revolución industrial se caracteriza por la aparición simultánea o en un corto espacio de tiempo de un abanico de tecnologías sinérgicas, complementarias e interrelacionadas todas con todas, como una red. Por eso es difícil hacer una descripción lineal de las mismas. Esto es exactamente lo que ocurrió a fines del siglo XII, durante todo el siglo XIII y la primera parte del XIV. Y eso es lo que vamos a ver, con la dificultad antedicha de convertir una red en algo lineal.

Revolución energética

La Baja Edad Media se caracteriza por la aparición, de una forma masiva y extensiva, de molinos de agua y de viento y del aprovechamiento de la producción de energía por estos medios. Por supuesto, ya había molinos de agua en el Imperio Romano. Pero eran muy ineficientes porque los grandes terratenientes, con mano de obra esclava o, en el tardo Imperio, con la servidumbre de la gleba, no necesitaban producir energía. En la Europa del siglo XII, la servidumbre de la gleba ya estaba en claro retroceso. Por eso el ingenio de la época se aplicó a encontrar sustitutos para esa servidumbre de la gleba que desaparecía. Y por eso se perfeccionaron los molinos de agua. ¿Cómo? Los molinos de agua romanos eran movidos directamente por la corriente de agua que pasaba por debajo de ellos. Esto era extremadamente ineficiente. En la edad media se empezaron a construir pequeñas presas en los ríos para que la alimentación del agua al molino fuese por gravedad y desde arriba, lo que mejoraba espectacularmente su rendimiento. Los grandes ríos de Europa se fueron atestando de estas represas. Tanto es así que la primera sociedad por acciones del mundo, la Société des Moulins du Bazacle, se constituyó en Toulouse en 1250. Era una sociedad para explotar la inmensa cantidad de molinos y presas que se habían ido construyendo en el último siglo en el río Garona a su paso por esa ciudad. Sus ingresos se producían por moler el trigo que traían los agricultores y convertirlo en harina. Por la operación cobraban una cantidad y los beneficios se repartían entre el número de acciones de sus propietarios que, además, podían comprar o vender acciones al valor marcado. Pero esta sociedad no fue la única. Aguas arriba y debajo de Toulouse y en cualquier tramo de cualquier río adecuado de Europa se construyeron molinos del mismo tipo, unos asociados en sociedades parecidas a la de Bazacle y otros aislados. Esto tuvo sus consecuencias legales porque si el propietario de un molino levantaba la altura de su presa, quitaba potencia al molino que estaba aguas arriba. Esto dio lugar a interminables pleitos y a un desarrollo legal sin precedentes[2].

Pero el uso de los molinos no era solo para moler cereales. Acompañados de ingenios mecánicos que transformaban el movimiento de rotación en otros muchos movimientos, se utilizaban para batanear los tejidos, soplar los hornos para aumentar la temperatura que pudiesen alcanzar y un sinfín de usos más que, en esa simbiosis de que hablaba antes, potenciaban nuevas tecnologías de las que luego hablaré. También se desarrollaron molinos para aprovechar las mareas, que no prosperaron (como tampoco ahora lo hacen) por diferentes problemas. El problema con los molinos fluviales eran la helada de los ríos durante meses en gran parte del norte de Europa y el estiaje en otras partes. Por aso aparecieron como setas los molinos de viento.

Como, a diferencia del agua fluvial, el viento no sopla en dirección fija, se ideó montar los molinos sobre un pivote giratorio que los orientaba siempre cara al viento. Eran más parecidos a los molinos de viento que actualmente se ven por doquier, que a la imagen que de ellos nos dan los molinos manchegos de Don Quijote. Europa se llenó de molinos de viento que también adaptaron ingenios mecánicos para modificar el movimiento circular y darles innumerables usos.

Revolución agraria

La revolución agraria de la Edad Media se vio, sin duda favorecida porque a partir del año 750 y hasta el 1215, se produjo un paulatino aumento de la temperatura en Europa que hizo que en los siglos XI y XII, ésta fuese entre uno y dos grados mayor que en la actualidad. Esa mejora en las condiciones para la agricultura fue la impulsora de otros avances tecnológicos que se produjeron en ese periodo que se conoce como “el pequeño óptimo climático”. Son varias las innovaciones producidas en la agricultura.

El primer gran cambio, que no sólo tuvo impacto en la agricultura sino también en la revolución del transporte, fue la paulatina sustitución del buey por el caballo. En el Imperio Romano, el arnés para que los caballos tirasen de carros ahogaba al caballo e impedía que una pareja de ellos pudiesen arrastrar un peso mayor de 500 Kg, como se expresa en un Código de Teodosio del año 438. En la Edad Media se desarrolló un arnés que se apoyaba en los hombros del caballo sin interferir en su respiración. Con el nuevo arnés un par de caballos podían arrastrar pesos de 6.400 Kg, igualando a los bueyes. Pero, a favor del caballo estaba el hecho de que un par de caballos podía arrastrar esta carga a una velocidad de 3,6 pies/seg. (aproximadamente 1,1 m/seg o 4 Km/h), mientras que una pareja de bueyes lo hacían a 2,4 pies/seg. Es decir, la productividad del caballo era un 50% mayor. Pero, además, el nuevo arnés permitía uncir hasta cuatro parejas de caballos, cosa imposible con los bueyes.

El segundo gran cambio proviene de la rotación de los cultivos. En el Imperio Romano, los campos se dividían en dos partes. Cada año se cultivaba uno y el otro permanecía improductivo, descansando en barbecho para recuperar los nutrientes. En la Edad Media se introdujo el sistema de tres campos. Uno se cultivaba con un cultivo de invierno, como el trigo, otro se cultivaba con un cultivo de primavera, como la avena, mientras el tercero se mantenía en barbecho, rotando cada año las funciones de las tres parcelas. Esto permitió aumentar la superficie efectivamente cultivada en un 33%.

Pero la más importante, de lejos, de todas las innovaciones, fue el arado. Por supuesto, el arado existía en el Imperio Romano, pero era penas una punta de hierro que hacía poco más que arañar la superficie del terreno. El arado medieval era un pesado instrumento de hierro, montado sobre ruedas y con una gran hoja curva en pico que se hundía profundamente en el terreno y volteaba la tierra enterrando las semillas. Tenía que ser arrastrado por al menos seis caballos uncidos en parejas. Fue imposible de conseguir un instrumento así anteriormente porque para ello era necesaria una tecnología metalúrgica que no se alcanzó hasta la Edad Media. Efectivamente, gracias a ciertos ingenios mecánicos movidos por los molinos de agua o viento de los que se ha hablado antes, se podían accionar enormes fuelles que permitían que los hornos alcanzasen, por primera vez en la historia, temperaturas que permitían licuar completamente el hierro que, hasta entonces sólo se podía trabajar como una masa plástica maleable, pero no líquida. Esta fusión del hierro fue lo que hizo posible la producción de las rejas de arado pesadas y profundas. Con seis animales uncidos la dificultad estribaba en dar la vuelta al final de cada recorrido, por lo que la fisonomía de los campos cambió. Se empezaron a roturar campos largos y estrechos. Además, el nuevo arado no necesitaba, como cuando se preparaba la tierra con los arados antiguos, hacer un arado previo transversal, por lo que los terrenos se podían establecer en bancadas horizontales que evitaban la pérdida del grano y los corrimientos de tierra con las lluvias. Por último, este arado, que era costoso, propició la asociación de propietarios para poder disponer conjuntamente de uno, así como de los correspondientes caballos de tiro. Por supuesto, este arado aumentó enormemente el porcentaje de semillas que germinaban, haciendo que de cada grano sembrado se cosechasen cuatro en vez de los 2 y medio anteriores. Esto, además del aumento de rendimiento que suponía, permitía dejar libre para el consumo una mayor cantidad de la cosecha, al ser necesaria menos simiente.

Una cuarta innovación fue la mejora de la fertilización de los campos mediante su abonado. Lo que no era el grano de los cultivos, se dejaba en el campo para que se pudriese y luego se roturaba el campo para enterrarlo. Se redescubrió el uso de la tierra de marga como fertilizante y las regiones de Europa que eran ricas en esta tierra la exportaban por toda su geografía. Además, se descubrió la excepcional capacidad fertilizadora de los excrementos de oveja lo que hizo que la cabaña de ovinos se multiplicase. En simbiosis con la revolución textil de la que hablaré inmediatamente, se desarrollaron nuevas variantes de ovejas con larga lana que eran especialmente buenas para esa industria.

La revolución textil

Ya se ha hablado antes del empleo de la energía fluvial y eólica para el bataneo de los tejidos. El bataneo es una operación que consiste en golpear repetitivamente los tejidos para hacerlos más compactos y mejorar sus características de abrigo y adaptabilidad. Era una operación enormemente tediosa y dura que normalmente se hacía a mano. Pero mediante el invento, también medieval, de la biela se podía transformar el movimiento circular de un molino en uno lineal alternativo, como ocurre hoy en día en todos los motores de explosión. Y, claro, esta posibilidad de mecanizar el bataneo se usó de forma extensiva e intensiva que, junto con el incremento exponencial de la cabaña ovina y el aumento de la longitud de la lana que las ovejas desarrollaban, se tradujo en una expansión sin precedentes de la industria textil. En toda Europa, pero sobre todo en Flandes, aparecieron innumerables centros de producción textil. En seguida le surgió, en Inglaterra y en el norte de Italia, una fuertísima competencia a la industria textil flamenca. La división del trabajo –se llegaban a hacer hasta 21 operaciones simples para producir una pieza de tela–, hizo el trabajo de la industria textil medieval casi tan repetitivo como el de las cadenas de montaje Tayloristas de los siglos XIX y XX. Como consecuencia, las condiciones laborales de los trabajadores de la industria textil distaban mucho de ser idílicas, aunque la gente abandonaba voluntariamente el campo, cuya vida era mucho más dura, para trabajar en ella. No obstante, aparecieron las primeras huelgas y las primeras asociaciones que podrían asemejarse a los sindicatos actuales.

La revolución minera

El primer tipo de revolución minera fue el de la obtención de piedra para la construcción de catedrales, iglesias, adificios civiles y viviendas. Nunca, hasta la Edad Media se había construido tanto con la solidez de la piedra. Esto hizo necesaria la creación de canteras, tanto al aire libre como subterráneas. El paso de los siglos ha hecho que la inmensa mayoría de las canteras al aire libre y las entradas a las galerías de las canteras subterráneas hayan quedado ocultas por la vegetación y la erosión. Sin embargo, la punta del iceberg que se conoce es impresionante. Allí donde había buena piedra, se explotaba. París está construida sobre una inmensa cantera subterránea en forma de red, a veces con tres niveles, con más de 300 Km excavados. Para hacerse una idea de su dimensión, el metro de París tiene 189 Km. Se desarrollaron impresionantes máquinas para cargar y descargar los bloques de piedra extraídos y, se creó una red de canales para su transporte acuático, que era mucho menos costoso que el terrestre. Francia exportaba enormes cantidades de piedra a países como Inglaterra que carecían de piedra de buena calidad. La necesidad de piedra era tan grande que se echó mano de las piedras que formaban las calzadas romanas. Este hecho se tacha a menudo de barbarie. Pero no fue así. Como se verá cuando se hable de la revolución del transporte, las calzadas romanas dejaron de ser necesarias y por eso, no por barbarie, se usaron sus piedras.

El segundo tipo de revolución minera fue la del hierro. El hierro se convirtió en un material que se utilizaba en la fabricación de arados, herraduras para los caballos, clavos, herramientas de todo tipo, construcción y, también, armas. Prácticamente en cada pueblo había una herrería. Tan solo en un año, Ricardo I de Inglaterra, encargó la producción de 50.000 herraduras con sus correspondientes clavos. En un almacén de Calais había, en 1.390.494 clavos en stock de 12 tipos diferentes. La industria metalúrgica desarrolló martillos mecánicos, accionados por molinos, que llegaban a dar 200 golpes por minuto. Pero, además, los fuelles, accionados también por molinos, permitían que en los hornos se alcanzasen los 1.500º de temperatura, permitiendo, por primera vez en la historia, producir hierro realmente líquido cuyas coladas pudiese moldearse a voluntad. La metalurgia anterior sólo permitía llevar el hierro a un estado semisólido, maleable, pero no moldeable. Pero a partir de ese momento, se empezaron a usar para el moldeo de piezas de hierro los moldes de arena a presión, de un solo uso, que llevaban más de un milenio usándose para otros metales más fáciles de fundir. No obstante, la elaboración de un molde de arena prensada, para ser usado sólo una vez, era un proceso laboriosísimo. La aplicación de la energía de los molinos para prensar la arena hizo que la elaboración de moldes fuses mucho más eficiente, lo que redundó en la masiva extensión de la metalurgia del hierro y en la posibilidad de hacer en serie piezas de formas sin precedentes. Por supuesto, se descubrieron muchos yacimientos nuevos de hierro y otros metales, cuya metalurgia también se desarrolló exponencialmente. A diferencia de los trabajadores de la industria textil, con trabajos repetitivos, los de la industria minera y metalúrgica eran unos auténticos privilegiados.

La industria lítica y metalúrgica, y en mayor medida la textil, requerían de grandes capitales e incrementaron enormemente los intercambios comerciales y la distancia geográfica de los mismos. Esto hizo necesaria la aparición de nuevos instrumentos de pago y de crédito más sofisticados. Primero fueron los templarios y el Císter los que, desbancando a los judíos, y a pesar de estar prohibido por la Iglesia el préstamo a interés, inventaron nuevas fórmulas para circunvalar esta prohibición, así como nuevas formas de pago que permitían no transportar físicamente el dinero. Esta manera, ideada por los cistercienses y el temple, de circunvalar la estúpida prohibición de prestar a interés puede parecer un poco hipócrita, pero acabó por dar al traste con ella. A este respecto recomiendo el libro, citado más arriba en un nota a pie de página, de Ignacio de la Torre, “Los templarios y el origen de la banca”. Este desarrollo hizo también posible que, en el siglo XV, el monje franciscano Luca Pacioli, humanista, matemático, economista, precursor del cálculo de probabilidades, inventase la contabilidad por partida doble, que constituyó una auténtica revolución en los negocios de todo tipo. Después aparecieron banqueros a todo lo largo y ancho de Europa, pero especialmente en Flandes y Florencia, creando una floreciente y utilísima industria financiera.

La revolución del carbón

La creciente necesidad de madera para la construcción y la metalurgia, además de para calentar las casas, tuvo como consecuencia una enorme deforestación. Muchos reyes y propietarios de tierras prohibieron o pusieron severísimas tasas a la tala de árboles de los bosques. Ante la espectacular subida del precio de la madera, primero se empezó a importar madera de Escandinavia. Pero aún así, los precios seguían por las nubes. Esto dio lugar a que se intensificase la minería del carbón, prácticamente inexistente con anterioridad al no ser éste apenas necesario. Muchos de los yacimientos de carbón que se explotan hoy en día fueron descubiertos y explotados en la Edad Media. También se produjo un incremento enorme en la producción de carbón vegetal, usado desde hacía más de mil años para la metalurgia, pero intensificada ahora por el inmenso crecimiento de esta.

La revolución del transporte

Multitud de factores se dieron cita para incrementar de forma inmensa la necesidad del transporte de mercancías de todo tipo a distancias muy grandes. Esto impulsó diferentes innovaciones. Ya se ha hablado de la posibilidad práctica de usar el caballo como fuerza de arrastre más potente y rápida que el buey, potencia aumentada por la posibilidad de uncir simultáneamente hasta tres o cuatro parejas de caballos. Esto, a su vez dio lugar a la aparición de carros mucho más grandes en longitud y anchura que los que nunca se hubiesen construido con anterioridad. Estos enormes carros incorporaron, además, importantes mejoras técnicas como: a) Ejes con capacidad de girar para que los grandes carros pudiesen tomar curvas más cerradas y maniobrar mejor. b) Ejes de hierro más resistentes. c) Llantas más anchas y también de hierro.  d) Zapatas de frenos. Etc. Cada uno de estos carros podía transportar mucha más carga y de forma más rápida de lo que nunca había sido posible. Esto hacía prácticamente inservibles las calzadas romanas, que estaban pensadas principalmente para que por ellas transitasen las legiones. Eran por lo tanto estrechas e irregularmente pavimentadas, amén de tener grandes pendientes. Además, los grandes carros no solo no necesitaban un pavimento irregular, sino que éste era un estorbo para ellas. Circulaban mejor por anchos caminos de tierra por los que, aún estando embarrados, podían transitar debido a sus anchas llantas y a la fuerza de tiro que los arrastraban. Así, se creó en la Edad Media una tupida red de estos caminos que unían todas las ciudades, que crecieron en número y en tamaño, y centros comerciales y de producción. Por lo tanto, parece una decisión lógica usar el pavimento de esas inútiles calzadas romanas para la construcción y otros usos para los que la piedra era valiosísima. Por lo tanto, nada de barbarie en ello. Por si fuera poco, se construyeron una enorme cantidad de anchos y grandes puentes sobre los ríos. La mayoría de los puentes antiguos que aún subsisten –más los miles que han desaparecido– y a los que se llama genéricamente romanos, no son tales, sino románicos, es decir, de la Edad Media. Si a esto se une la constricción de canales para que los pudiesen recorrer grandes barcazas cargadas de mercancías, se tendrá una idea de lo que fue la revolución del transporte en la Edad Media.

Revolución del tiempo.

En la antigüedad sólo se conocían los relojes de sol. Pero los relojes de sol presentaban dos grandes problemas relacionados ambos con la variación de la longitud del día. Dado que se había decidido que el día y la noche tuviesen cada uno doce horas, las horas diurnas (las nocturnas no se podían determinar) eran más cortas en invierno que en verano. Por otro lado, como la longitud de un mismo día de luz del año era distinta en Londres que en Nápoles, las horas eran distintas en ambas ciudades. Ya en la antigüedad había relojes de agua, que, por supuesto, se pusieron en uso en la Edad Media. Mediante un mecanismo de dos pequeños depósitos de agua, situados en los extremos opuestos de un balancín, que se vaciaban y llenaban alternativamente, era posible medir el tiempo de forma uniforme –el péndulo como elemento de medición del tiempo no se descubriría hasta Galileo– y transmitirlo a una aguja que se movía circularmente. Pero este sistema era enormemente inexacto y, además, en invierno se helaba el agua y el mecanismo se paraba. Pero hacia 1280, se descubrió el mecanismo que se conoce como foliot, que consistía en dos pesos situados en los extremos de una barra con un resorte de torsión. Esta barra oscilaba horizontalmente de forma periódica, regulando una rueda dentada que se movía por el efecto de unas pesas[3]. El reloj mecánico se había descubierto un siglo antes en China, pero su descubrimiento en la Europa medieval fue independiente. La diferencia estribó en que en China se mantuvo como un secreto celosamente guardado por las autoridades imperiales, mientras que en la Europa medieval se dio a conocer inmediatamente, por lo que rápidamente se extendió como la pólvora y se vio sometido a continuas mejoras. Ciertamente, el foliot, aunque mucho más exacto que el mecanismo de agua, no lo era demasiado. Pero tenía una muy razonable exactitud dentro de un día y podía ponerse a punto cada mediodía, que era exactamente a la misma hora en todos los puntos situados en el mismo meridiano. Ciertamente, entonces como ahora, la hora de Lisboa era, y es, distinta que la de Budapest. Pero como se sabía con exactitud la diferencia horaria con cada meridiano, se podía saber sin la menor duda la hora de cualquier otro lugar del mundo.  Por supuesto –o no tan por supuesto–, se desechó la idea de que el día y la noche se dividiesen en doce horas y la duración de las horas dejó de ser diferente de día que de noche y en Londres que en Barcelona, que están en el mismo meridiano. Se mantuvo, eso sí, que el círculo por el que se movía la aguja, estuviese dividida en doce partes, cada una de una hora, en vez de en veinticuatro, como hubiese sido razonable.

El invento del reloj no se limitó a medir la hora. Con el mismo mecanismo se construyeron complejísima esferas armilares que reproducían con exactitud el movimiento aparente  de la luna, los planetas y el fondo fijo de estrellas. Sin un instrumento así hubiese sido imposible que Kepler, en el siglo XVII, hubiese descubierto sus famosas tres leyes que definen las órbitas elípticas de los planetas alrededor del sol. Es difícil exagerar la importancia que tuvo poder hacer relojes fiables e iguales para cualquier latitud y esferas armilares. En palabras de Lewis Mumford[4]:

“El reloj, no la máquina de vapor, es la máquina clave de la moderna era industrial… muy al principio de las técnicas modernas apareció proféticamente la precisa máquina automática… Mediante su relación con la determinación de cantidades de energía, con la estandarización, con la acción automática y, finalmente, con su propio especial uso, el tiempo preciso, el reloj ha sido la máquina más importante de las técnicas modernas: y en todo tiempo, ha permanecido a la cabeza: marca una perfección a la cual otras máquinas aspiran”.

La Iglesia católica aceptó entusiastamente el reloj y pronto empezó a colocar un reloj en las torres de muchas iglesias y catedrales. Esta actitud contrasta con la de la Iglesia ortodoxa que sólo en el siglo XX permitió que se pusiesen relojes en sus iglesias, ya que consideraban que si Dios había hecho que el día y la noche tuviesen duraciones variables, consideraba casi como una blasfemia que las horas diurnas y nocturnas fuesen todas iguales. Lo mismo ocurrió, aunque por distintos motivos, con todas las culturas orientales. Muchos historiadores piensan que ese fue un importante motivo de que su desarrollo económico fuese más lento. Cito textualmente unas palabras del libro “The Medieval Machine” del que tomo gran parte de las ideas de estas páginas:

“La mirada racional de los comerciantes y banqueros fue fundamental para la instalación de relojes mecánicos en Occidente. Con su mentalidad capitalista habían observado el valor del tiempo. Ya sabían que ‘el tiempo es oro’ ”.

La actitud de la Iglesia católica hacia el invento del reloj no fue una excepción. Es absolutamente generalizable para todos, absolutamente todos, los inventos medievales. De hecho, todos los historiadores coinciden en que muchos, si no la mayoría, de los grandes inventos de la Edad Media fueron ideados por monjes de la orden del Císter cuyos monasterios son considerados como las primeras empresas capitalistas en su organización y funcionamiento, aunque no en su forma de propiedad (Aunque, como se ha visto más arriba, también fue en la Edad Media cuando aparecieron las sociedades cuya propiedad estaba representada por acciones negociables). Una clara exposición de esto puede leerse en el libro de Rodney Stark, “The victory of reason”, citado en más arriba en una nota a pie de página.

Otras revoluciones

No podría terminar esta descripción de las tecnologías que revolucionaron la industria medieval, sin citar, aunque sea de pasada la revolución del vidrio, la del vino y la del libro.

Por supuesto, la fundición de la arena de sílice para hacer vidrio, era algo conocido desde hacía mucho tiempo. Pero su expansión en la Edad Media fue explosiva, junto con dos añadidos originales: 1º. La posibilidad de dar colores de todo tipo al vidrio y de su emplomado. Esto dio lugar a maravillosas vidrieras que aún hoy no han sido superadas. 2º El pulido de precisión del vidrio, que permitió, por primera vez en la historia, la construcción de lentes y gafas que permitieron ver bien a millones de seres humanos. Pero, que se pudiesen hacer gafas útiles significaba que se habían descubierto las leyes de la óptica y de la refracción de la luz. Efectivamente, genios medievales como Robert Grosseteste (1175-1253) –además, fue el primero en imaginar el principio del mundo como lo que siglos más tarde se conocería como el Big Bang– y Roger Bacon (1214-1294) no confundir con Francis Bacon) –además, fue el precursor del método empírico-científico y del diseño de globos aerostáticos– descubrieron las leyes de la óptica que hicieron posibles las gafas en su tiempo. Fue en fabricas de gafas fundadas en la Edad Media donde se fabricaron en serie los primeros microscopios (1595) y telescopios (1608).

También el vino era conocido desde muy antiguo –desde Noé, si hemos de creer lo que dice la Biblia–, pero fueron los monjes los que hicieron del cultivo de la vid un fenómeno extensivo en toda Europa, al tiempo que generaban diferentes tipos de uva y formas de fermentación, envejecimiento y embotellado en vidrio, que dieron lugar a una auténtica y deliciosa industria que hace disfrutar de la vida a millones de seres humanos.

La edad media fue una época en la que floreció la educación. Desde el siglo XII Europa se fue sembrando de universidades –al acabar el siglo XIV había cerca de sesenta universidades en Europa– y, antes de ellas, estaban las escuelas palatinas y catedralicias –que crecieron como setas a lo largo de la edad media. Las primeras de ellas fueron fundadas por Carlomagno en el siglo IX. A ellas, escuelas palatinas, catedralicias y universidades, no iban sólo los monjes o los que querían serlo, sino de forma creciente acudían los hijos de una burguesía que iba en rápido aumento. “En la Florencia del siglo XIV –nos dice Massimo Fini– el 40% de los niños iba a la escuela y no alcanzaba la condición de artesano quien no supiera leer, escribir y contar. Hacia 1380, los casi cien mil habitantes de París podían contar con cuarenta y una escuelas públicas para varones y veintidós para niñas”. También había escuelas para los niños de familias pobres. “Incluso en las zonas rurales –continua Fini– existían escuelas llamadas ‘escuelas de aldea’ […], cada parroquia de cierto tamaño tenía una. Estas escuelas eran pagadas en buena parte por la población (y en menor medida por el clero), lo que indica que los campesinos […] se daban cuenta de la conveniencia de proporcionar a sus hijos el aprendizaje de la lectura y la escritura”[5]. Es, por tanto, un mito que en la Edad Media la inmensa mayoría de las personas fuesen analfabetas. Desde luego, el nivel de alfabetización de la Edad Media no se puede juzgar con los estándares del siglo XXI (téngase en cuenta que en 1887 el analfabetismo estaba en España alrededor del 75% y en 1930 en el 65%), pero, aunque no hay estadísticas fiables, caben pocas dudas de que había una minoría, no exigua, sino muy extensa, de gente que sabía leer. Hay dos indicios muy claros de ello. 1º Desde principio de la Edad Media y a todo lo largo de su época, el número de libros editados, antes de la invención de la imprenta, experimentó un auge inmenso. Numerosos tratados de agricultura, metalurgia y otras muchas disciplinas prácticas, además de los libros del saber clásico, eran copiados y recopiados innumerables veces, debido a la creciente demanda que había de ellos. 2º Muy rara vez surge un invento del que no había una necesidad previa y jamás, si surge, tiene éxito. Cuando en 1440, todavía en la Edad Media, Gutenberg inventó la imprenta, su éxito fue inmediato y espectacular. En muy pocos años Europa se llenó de imprentas y cada una de ellas realizaba innumerables copias de una gran variedad de libros y tratados de todo tipo. Esto es totalmente impensable en una sociedad en la que no hubiera previamente un grado de alfabetización considerable y una fuerte demanda de textos escritos.

El hombre y la sociedad medievales

Estamos acostumbrados a que se diga que el hombre de la Edad Media era un pobre ser sin iniciativa, sojuzgado por una Iglesia oscurantista enemiga de todo progreso. Se nos ha dicho tantas veces y por tantos sitios que hemos llegado a creerlo. Nada más lejos de la realidad. Por un lado, ya se ha visto más arriba como una buena parte de los inventos medievales fueron inventados por los cistercienses y adoptados sin discusión por la Iglesia. Pero quizá lo mejor para combatir en estas líneas esta falsa visión de la Edad Media y sus hombres sea citar textualmente unos párrafos del libro que sirve de base para estas páginas, “The Medieval Machine”, citado varias veces más arriba.

“El espíritu de invención que acompaña a esta visión únicamente fue posible porque la sociedad medieval creía en el progreso. El hombre medieval, rechazaba verse encadenado por la tradición. Como escribió Gilbert de Tournai (1209-1288): ‘Nunca encontraremos la verdad si nos contentamos con lo que ya es sabido… Las cosas que han sido escritas antes de nosotros no son leyes, sino guías. La verdad está abierta a todos porque no es totalmente poseída por nadie’. Y Bernardo de Chartres, Rector de la escuela episcopal de esta diócesis desde 1114 hasta 1119, dijo: ‘Somos enanos subidos a hombros de gigantes, de forma que, aunque percibimos muchas más cosas que ellos, no es porque nuestra visión sea más penetrante o nuestra estatura mayor, sino porque somos llevados y estamos elevados más alto gracias a su gigantesco tamaño’[6]. La actitud ejemplarizada por Gilbert de Tournai y Bernardo de Chartres llevaba a los hombres a aceptar las invenciones como algo normal y a asumir que nuevos inventos estarían siempre por venir. […] La ambición de los inventores era ilimitada, su imaginación no conocía fronteras […]”.

La Edad Media está plagada de miles de inventores y pensadores. No citaré aquí a los pensadores filosóficos y teológicos como santo Tomás y otros muchos, sino a personas como Pedro Abelardo, Roger Bacon, Robert Grosseteste, Nicolas de Orestes, Jean Buridan y cientos más de ellos. Puede que fuesen enanos a hombros de gigantes, pero ellos mismos se convirtieron en gigantes sobre los que se subieron enanos que, a su vez, llegaron a ser gigantes. Pero a diferencia de la humildad de los hombres de la Edad Media para reconocer su deuda con los que les precedieron, la soberbia del Renacimiento y, sobre todo, de la mentida Ilustración, pretendió hacer desaparecer en una falsa oscuridad una época luminosa. Ojalá puedan estas líneas aportar un granito de arena para enmendar esta falacia.

El fin de una era

A esta revolución industrial medieval le llegó, lamentablemente su decadencia. Las causas de esta decadencia hay que buscarlas en tres factores fundamentales.

El primero, la terminación del llamado “pequeño óptimo climático”. Efectivamente, la época cálida que sirvió de lanzadera para la revolución agraria descrita más arriba, terminó a mediados del siglo XIV. Paulatinamente el clima se fue deslizando hacia un enfriamiento paulatino que llevó a la llamada “Pequeña Edad de Hielo” entre 1550 y 1850. Las consecuencias para la agricultura de este declinar de la temperatura pueden calificarse de catastróficas.

El segundo fue el estallido de la “Guerra de los Cien Años” en 1337, que duró hasta 1453. Fue una larga y terrible guerra dinástica que empezó cuando murió el rey Felipe VI de Francia (Felipe el Hermoso, no confundir con Felipe el Hermoso casado con Juana la Loca, hija de los Reyes Católicos) habiendo muerto sin hijos sus tres hijos varones. Dado que en Francia regía la ley Sálica, la hija de Felipe, Isabel, casada con el rey de Inglaterra Eduardo II, fue excluida de la línea sucesoria. Terminó así la dinastía francesa de los Capeto, instaurándose la dinastía Valois a través de Carlos, hermano de Felipe el Hermoso. Pero Isabel fue madre del rey de Inglaterra Eduardo III. Éste, que no aceptó la ley Sálica, que no regía en su reino, reclamó la corona de Francia e inició esa larguísima y terrible guerra que acabó en victoria francesa. Conviene anotar en el haber de la Edad Media que, excluyendo la Reconquista de España (711-1492), las Cruzadas (1095 -1291) y la conquista de Sajonia por Carlomagno (772-804) que son guerras exteriores, o la conquista relámpago de Inglaterra por el normando Guillermo el Conquistador (1066-1071), no hubo en Europa más guerras internas dignas de llevar un nombre, sino tan sólo escaramuzas locales entre señores feudales sin demasiada trascendencia. A partir del inicio de la guerra de los cien años, Europa fue una sucesión casi ininterrumpida de guerras internas entre distintos reinos.

El tercero fue la terrible peste negra que asoló Europa a partir de 1346. La peste negra era una enfermedad endémica que llevaba muchos siglos haciendo estragos en el Asia Central. Pero sus habitantes, tras siglos de contacto con la plaga, tenían un alto grado de inmunidad de grupo. En el siglo VI se cebó en la parte asiática del Imperio Bizantino, pero nunca había llegado a Europa. Sin embargo, en 1345, los tártaros estaban sitiando la ciudad de Caffa (la actual Feodosia), en la península de Crimea, donde los genoveses tenían una importante base comercial. En el campamento tártaro apareció un brote de peste y éstos tuvieron que levantar el sitio. Pero antes de hacerlo, lanzaron dentro de la ciudad, con catapultas, muchos cadáveres de tártaros muertos de peste. Cuando, levantado el sitio, los comerciantes genoveses volvieron a Génova, fueron dejando un rastro de muerte en cada puerto del Mediterráneo oriental que tocaban. Después, siguiendo las rutas comerciales, la peste se fue introduciendo en todos los puertos europeos, tanto del Mediterráneo occidental como del Atlántico, y hasta por el mar del Norte y el Báltico. Dado que era el primer contacto que los europeos tuvieron con la peste y que se introdujo a través de innumerables puntos en todas las costas de Europa, y dado la nutrida red de comunicaciones de Europa, su expansión fue rapidísima y terriblemente letal. Las estimaciones más conservadoras estiman que más de un tercio de la población de Europa murió en muy pocos años. Su último brote importante en Europa fue en Londres, en 1665, donde mató a la quinta parte de la población.

Ningún brote de prosperidad puede resistir un embate así, y la revolución industrial de la Edad Media tampoco lo hizo. Pero muchos de los inventos que se hicieron en esa época no fueron superados hasta muchos siglos más tarde, algunos, incluso, hasta la revolución industrial del siglo XVIII. Es evidente el radical contraste entre la humildad de los sabios medievales, que se consideraban, sin serlo, enanos a hombros de gigantes, y la soberbia del racionalismo del Renacimiento y la Ilustración que pretendieron sepultar –y lo consiguieron con notable éxito– a la Edad Media y a la Iglesia en los mal llamados “siglos oscuros”. Jamás se hubiesen conseguido los logros de los siglos posteriores sin la valiosísima luz arrojada sobre la humanidad por esos calumniados “siglos oscuros”. Tampoco es cierta la leyenda urbana de que el capitalismo es un invento protestante. El capitalismo se apoya en los hombros de la Edad Media y, más concretamente en el Císter y los templarios, pasando por la escuela de Salamanca de los siglos XV, XVI y XVII, absolutamente diferentes de la Reforma protestante.

Ojalá estas páginas sean una gota de agua para desfacer la calumnia de los “siglos oscuros”.



[1] La mayoría de la información de estas páginas procede del libro “The medieval machine: The industrial revolution of the Middle Ages” de Jean Gimpel. El libro original está escrito en francés, pero sólo he encontrado el libro, en una edición antigua, en su versión inglesa. Recientemente me han dicho que se puede obtener el primer libro en Kindle en el original francés.

Algunas cosas provienen del libro “The victory of reason: How Christianity led to freedom, capitalism and Western success” de Rodney Stark. Existe version Española de este libro, muy fácil de encontrar. Recomiendo encarecidamente la lectura de estos dos libros.

También me ha servido como fuente de información para algunas cosas el magnífico libro de mi colega profesor de la IE Business School, Ignacio de la Torre, resumen de su tesis doctoral: “Los Templarios y el Origen de la Banca”.

[2] Más tarde se hablará de la revolución financiera que se produjo para financiar las actividades económicas, además de la jurídica para dar respuesta a los nuevos retos que la revolución industrial planteaba. Además del nacimiento de las sociedades por acciones, se empezaron a buscar vías para terminar con la condena eclesial del préstamo con intereses. Proceso largo empezado, paradójicamente, por los templarios y otras órdenes religiosas. Es inmensamente ilustrativa la tesis doctoral de mi amigo y colega Ignacio de la Torre “Los templarios y el origen de la banca”, adaptada para ser un libro “legible” y editada por Editorial Dilema en su colección de Historia. En una nota a pie de página anterior, cité esta obra.

[3] En los relojes de péndulo, cuando éste se descubrió, el sistema de pesas es el mismo, pero el péndulo sustituyó al foliot.

[4] Lewis Mumford, Thecnics and Civilization (New York: Harcourt Brace 1939) pp. 14-15.

[5] MASSIMO FINI, La Ragione aveva torto? Comunia, Milano 1985. Pag. 79 y siguientes.

[6] Esta frase se ha atribuido generalmente a Newton o a Einstein, pero es de un hombre sabio de la Edad Media.

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