28 de mayo de 2022

El Evangelio escondido de Mattaj 21; Capítulo XVIII; En casa de Simón, el leproso

CAPÍTULO XVIII

EN CASA DE SIMÓN, EL LEPROSO

Simón tenía en Betania una gran casa con un jardín umbrío y delicioso en el que, en todas partes, se oía el suave murmullo del agua que corría. Cuando volvió a su casa acompañado de Jesús, una mujer, aún joven, pero con el negro pelo veteado por tantas canas que ya era más bien gris y con un rictus de tristeza en la cara que le había producido profundas arrugas en la frente se acercó a él y le preguntó.

- ¿Era él, padre? –había un toque de ansiedad en su voz.

- Sí Marta –le dijo Simón– es él, es el maestro y, volviéndose a Jesús–. Rabbí, esta es mi hija mayor Marta. Pero, antes de nada, permíteme, ahora que acabas de traspasar el umbral de mi pobre casa, darte el ósculo de la paz –y, agarrándole por los dos hombros, juntó sus mejillas a las de Jesús al tiempo que decía con voz grave:– Shalom.

Marta era una mujer de una belleza serena y triste. Parecía estar entre los veinticinco y treinta años. Sin embargo, su pelo, negro pero lleno de hebras de plata y, sobre todo, sus profundamente tristes ojos oscuros y un rictus amargo en la comisura de sus labios, le hacían aparentar más años de los que tenía.

- Shalom, paz a esta casa –respondió Jesús enfáticamente.

- Rabbí –le dijo Marta mientras le saludaba–, nunca podré agradecerte lo suficiente que me hayas devuelto a mi padre.

- Marta –le dijo Jesús– ha sido su fe la que le ha salvado. Ten fe y verás cosas mayores.

- Rabbí, Ni siquiera me atrevo a pensar en las cosas mayores que querría ver –replicó Marta enigmática.

Si esperaba que Jesús le preguntase por esas cosas que querría ver, se equivocó, porque Jesús sólo la miró y la sonrió. Marta continuó.

- En esta casa siempre hemos tenido fe en el Altísimo y en los que Él envía –le dijo con gesto y voz graves– y tú tienes que ser uno de ellos, porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él. Mi padre me ha contado cómo, al día siguiente de tu visita al barranco de la muerte, casi todos los que estaban allí se curaron. Gracias por aceptar nuestra humilde hospitalidad –y, al decir esto, se dibujó en su rostro una amplia, aunque triste, sonrisa que dejó ver unos perfectos dientes blancos– y, a partir de ahora, está es tu casa. Siempre tendrás un sitio de preferencia en ella y en nuestros corazones.

Y, diciendo esto, dio unas palmadas y aparecieron unos criados con una jofaina de agua tibia y una toalla y, ella misma, tras pedir a Jesús que se sentase, le lavó los pies y se los enjugó con la toalla. Mientras hacía esto, Jesús miró a Lázaro. Estaba como ausente, como si su cabeza estuviese intentando resolver algún enigma cósmico en el que le fuese la vida. Después, Marta le ofreció una copa de vino. Jesús bebió el vino paladeándolo. Era un vino excelente. Cuando terminó la copa, Marta se la volvió a tomar y le dijo:

- Ahora, permíteme que vaya a preparar una cena como tú te mereces –y, diciendo esto, dio media vuelta y se fue para preparar la cena bajo un apacible patio emparrado situado en el centro de la casa.

Había varios invitados más. Uno de ellos, no había parado de mirar alternativamente a Tomás y a Jesús desde que entramos. Vinieron las presentaciones, largas, por el nutrido grupo que venía con nosotros. Simón, el anfitrión, presentó al que miraba continuamente a Tomás como José bar Elihú, natural de Arimatea, la antigua Ramá del profeta Samuel, del que era descendiente y miembro del Sanedrín. Cuando Jesús presentó a Baruc como Tomás, Simón le dijo:

- ¿Tomás? ¿No eres tú Baruc, el comerciante avaro? –había cierta tensión en su voz.

- Así es –dijo Tomás sin traslucir el menor resentimiento en su voz por la opinión que le merecía a Simón–. Hay muchos tipos de lepra, Simón, y Jesús me ha curado a mí de la de la avaricia –y, al decir esto, los dos hombres se fundieron en un abrazo.

El invitado que no paraba de mirar a Tomás y a Jesús desde que llegamos, al que nos presentaron como José, el de Arimatea, también se acercó a Tomás.

- Baruc, bandido –su voz sonaba jocosa, no hiriente–, sinceramente creo que si de verdad has dejado de ser Baruc, has ganado en el cambio. Seguro. Lo de Tomás, me parece evidente por qué te lo han puesto. Dame un abrazo, socio. Aunque me parece que debería llamarte más bien, antiguo socio, ¿no?

- Me temo que sí, José –le respondió Baruc con una tímida sonrisa que tenía un algo de disculpa–, me temo que sí.

- ¡Qué le vamos a hacer!, ¡qué le vamos a hacer! –dijo José con un aire de fingida resignación– Pero, bueno –su tono volvió a ser jocoso–, tu avaricia me ha hecho ya bastante rico, así que puedes tomarte vacaciones. Y tú, Simón –dijo volviéndose a nuestro anfitrión–, creo que lo de avaro es demasiado duro para nuestro amigo Baruc/Tomás. Digamos que defendía bien los intereses de la sociedad. Y tú también sales ganando. Seguro que conmigo a los mandos del negocio tendrás vino más barato, aunque tal vez tenga que acabar cerrando y te tengas que buscar otro proveedor más desaprensivo todavía que Baruc.

Y los dos antiguos socios se abrazaron. Los otros tres invitados de Simón miraban todo con asombro.

Más tarde, Tomás nos explicó que José era un miembro bastante atípico del Sanedrín. Era de la minoría farisea, pero, como Simón, tampoco era muy cumplidor. Le toleraban por su riqueza y por ser descendiente del profeta Samuel. Además, al ser tan rico, y como era un hombre honesto, no participaba en las corrupciones que caracterizaban a los miembros del Sanedrín, especialmente a los saduceos.

Pero, tras las presentaciones, Lázaro seguía en su ensimismamiento.

- Bueno –dijo Simón, invitando a todos a sentarse y tomando asiento él mismo–, ahora, me temo por vosotros, que ya lo habréis contado otras veces, que nos tendréis que contar, si no tenéis inconveniente, por supuesto, cómo ha llegado este avaro Baruc –y recalcó la palabra con sorna, mirando a José el de Arimatea– a convertirse en Tomás.

Nos sentamos alrededor de una amplia mesa, en el patio, rodeados de fuegos para que el frío de la clara noche de la primera luna casi llena de primavera, no nos dejase ateridos.

- Además, como te dije cuando te encontré, han llegado a mis oídos ciertos alborotos, protagonizados por ti, que han tenido lugar hoy en el Templo en los que creo que tú, rabbí, has estado… digamos… ¿involucrado? – Al hablar de esto, la voz de Simón se hizo precavida y su mirada se dirigió furtivamente a Lázaro.

En ese momento, Lázaro salió de su ensimismamiento, se levantó y se dispuso a irse, diciendo unas durísimas palabras.

- Lo siento, pero esto es más de lo que puedo oír sin enfurecerme. Debo ayunar. Prefiero ayunar a comer con quien no se purifica para ello.

Luego supimos que no se refería a Jesús, sino a que su padre y su hermana habían desechado los ritos de la purificación. Más aún, Simón no había querido ir a presentarse a los sacerdotes tras haber sido curado de la lepra por Jesús. Pero en ese momento, sus palabras sonaron como un insulto a Jesús. Todos nos quedamos mudos, pero en ese momento, empezó a llegar la cena en abundantes y sabrosísimas oleadas. Marta estaba a dos bandas. Por un lado, atenta a la cocina y el servicio y, por otro, a la historia. Cuando Lázaro entró en la casa, sus miradas se cruzaron y podría asegurar que de los ojos de Marta podrían salir llamas en cualquier momento. Haciendo de tripas corazón, Baruc empezó:

- Ya que parece que yo soy, después de Jesús, naturalmente, el eslabón que une estas amistades, empiezo a contar la historia, de la que yo no soy sino un pequeño capítulo. Pero, como me gustaría saborear esta suculenta comida que Marta nos está preparando, espero que mis amigos me releven para contar la larga historia, en la que ellos juegan un papel más largo que el mío.

Entre bocado y bocado, regados con un excelente vino, contamos entre todos nuestra historia, más resumida aún que cuando se la contamos a Susana y Sara. Cuando acabamos nuestro relato, Jesús se dispuso a hablar del incidente del Templo. Pero, antes de empezar, llamó a Lázaro.

- Lázaro, por favor, te lo ruego, sal fuera –su voz, aunque fuerte, era suplicante, como si le fuese la vida en el hecho de que Lázaro saliese a oírle.

Lázaro debía estar escuchando, oculto tras el quicio de la puerta, porque apareció titubeando en el patio, como si luchase con dos fuerzas contrapuestas.

 Lázaro –le dijo Jesús mirándole fijamente y con un tono en el que no había la menor intención de dar una lección–, amo al Templo tanto como tú. Pero el Templo, que fue edificado para dar gloria al Padre –Abba– celestial, se ha convertido en un ídolo. Seguro que recuerdas que las Escrituras dicen que el rey Ezequías, el gran reformador, destruyó la serpiente de bronce que hizo Moisés en el desierto para curar a los israelitas mordidos por las serpientes venenosas. Sabes que los cronistas no se atrevieron a escribir que también destruyó el arca de la alianza. Ambas cosas, sagradas, habían sido convertidas en objetos de idolatría. Y Dios estaba con Ezequías. Lo mismo pasa con el Templo. Y yo te digo, Lázaro, que ya está aquí el tiempo en que el Templo estará en el corazón de cada ser humano. Por eso es necesaria una purificación interior, no una purificación ritual que sólo afecta al exterior. Y si no hay una profunda conversión, el Templo físico será destruido –estas palabras  parecieron llegar al corazón de Lázaro, que tomó asiento al lado de Jesús y escuchó de sus labios con aparente paz su relato de lo ocurrido esa tarde en el atrio de los gentiles.

Estaba muy entrada la madrugada cuando acabamos nuestro relato.

- Ahora, Simón, si te parece bien –le dijo Jesús a Simón recalcando el “si te paree bien”–, háblanos de ti y de tu familia. Nos gustaría saber más de nuestro generoso anfitrión.

Se hizo un embarazoso silencio. Marta, que en un momento dado se había instalado definitivamente a oír la historia, bajó los ojos. Los cuatro invitados de Simón se tensaron. Éste carraspeo y, tras un momento de duda, como si estuviese buscando las palabras, empezó.

- Como bien ha dicho Baruc, hay distintos tipos de lepras. Tú me has curado de la enfermedad de la piel. Baruc dice que a él le has curado de la de la avaricia. Tengo otros tres tipos de lepra en mi familia que me causan una pena inmensa, además de otra herida incurable –su voz era profundamente triste y sus ojos, azules y profundos, se llenaron de lágrimas mientras miraba fijamente a Jesús–. La herida incurable, que no es de lepra, es la muerte de mi mujer, Ana, poco antes de que yo contrajese la lepra, hace ahora cinco años. Esa herida me ha hecho sufrir en estos cinco años más que la lepra y todas las atrocidades que he vivido y cometido en el barranco de la muerte.

- No hay herida que no pueda curarse si se tiene fe. Ana resucitará, y tú con ella, con un amor más real del que hayáis sentido nunca el uno por el otro y sin las tormentas que haya podido haber en esta vida. ¿Crees eso, Simón?

- Sí, rabbí, aunque no muy estricto cumplidor, soy partidario de los fariseos –su tono pedía disculpas por su laxitud con la Ley–, y lo creo. Pero eso no me consuela. La querría aquí y ahora.

- Aquí y ahora –repitió Jesús, lenta y profundamente. Luego, con un suspiro, como quien sintiese en su alma la pena de la ausencia del aquí y ahora–. Me temo que eso no podrá ser. Pero con los ojos de la fe puedes vivir esta prórroga de vida que te ha concedido el Altísimo como si ella estuviese a tu lado, viviendo como a ella le gustaría que vivieses. Y, amén, amén te digo, créeme, que no tendrás que esperar hasta el fin de los tiempos para volver a encontrarte con ella en espíritu, aunque haya que esperar hasta entonces para encontrarla también en cuerpo, como dice Ezequiel. Pero, ¿quién sabe qué es el tiempo después de la muerte? ¿Crees esto, Simón?

- Rabbí, creo todo lo que tú me digas. Si creí que podías sanar mi carne podrida, ¿cómo podría no creer esto? –Había esperanza en su voz.

- Y dime, Simón, ¿qué es lo que más querría Ana en esta vida, si estuviese con nosotros, aquí y ahora? –El tono de Jesús instaba a responder a la pregunta.

- Antes de decirte lo que ella quería, te digo lo que querría yo si ella estuviese aquí –Simón se calló mirando a Jesús que asintió con la cabeza animándole a continuar– lo que más querría en este mundo es pedirla perdón.

- Eso –le dijo Jesús– puedes hacerlo aquí y ahora. Pero dime, ¿qué es lo que ella querría si estuviese aquí y ahora?

- Llegamos a las tres lepras –continuó penosamente Simón–, la mía y las que les he contagiado a mis hijos Lázaro y Miriam –respondió otra vez triste Simón.

Se hizo un profundo y tenso silencio. Las lágrimas corrían copiosas por las mejillas de Marta. Tras unos instantes, Simón continuó con una voz quebrada, que luchaba porque el nudo en la garganta no le impidiese hablar. En medio del silencio, un gallo cantó en Betania.

- Tengo otra hija, que no está aquí. Es hermana gemela de Lázaro, cinco años menor que Marta. Lázaro y Miriam siempre estuvieron muy unidos. Hace cinco años, cuando Miriam tenía apenas dieciocho años, se fue de casa. Era ya una mujer de una belleza espléndida, con un pelo rojo que caía por su espalda como una llamarada. Pero no le bastaba con nada. Como ves, en esta casa no nos falta de nada. Pero Miriam no quería un simple y sobrio bienestar. Quería poder, lujo, ostentación. Tenía un enorme afán de dominio. Los límites de Palestina se le quedaban pequeños. Soñaba con Roma, con ser alguien importante en Roma. Al principio eran sólo sueños infantiles. Pero yo, lejos de intentar suavizar esos sueños con mi cariño, como intentaban todos en esta casa, la trataba con un desprecio y una rabia inmensas. Al mismo tiempo empezaron a parecerme ridículas la mayoría de las prácticas rituales de los fariseos y comencé a relajar su cumplimiento. Poco a poco, los sueños de Miriam se fueron apoderando de ella. Ana y Marta, la trataban con una severidad cariñosa que ella rechazaba. Con cierto respeto hacia su hermana, pero con total desprecio por su madre. Yo, ya he dicho que la rechazaba totalmente. Más de una vez le dije que no la consideraba mi hija. Creo que lo que más le hubiese gustado en el mundo, lo que hubiera arreglado todo, es que yo la abrazase y la besase con cariño de padre. Nunca lo hice. Con Lázaro era distinto. Aunque de la misma edad que Miriam, ha sido siempre muy maduro. Veía a Miriam como una niña y siempre creyó que no eran más que sueños de niña. No se dio cuenta de la transición. Poco a poco, el ansia de lujo, de poder, se volvieron agresivos. Nos despreciaba a todos. A mí, además de odiarme por mi rechazo, me despreciaba por mi sencillez de costumbres, que para ella era síntoma de provincialismo. Me consideraba un palurdo y no se privaba de decírmelo. A Marta empezó a despreciarla por su espíritu casero y su carácter parecido al mío. Su madre le parecía una pobre mujer que había tirado a la basura una vida en la que podía haber triunfado con su belleza. Miriam es la viva imagen de su madre cuando ella tenía su edad. Consideraba que Ana había enterrado ese futuro brillante al lado de un palurdo como yo. Creo que la odiaba porque ella me quería a mí. Creo que Miriam le exigía, para quererla, que me odiase a mí. Tal vez viese en su madre lo que a ella le espantaba que pasase con su vida. Tal vez, tal vez, tal vez… Desde que he vuelto, no paro de torturarme dándole vueltas y más vueltas a la cabeza cómo y por qué empezó todo y qué podría haber hecho yo para que las cosas hubiesen sido de otra manera. Antes no lo veía. Yo me creía absolutamente ajeno a lo que le pasaba a Miriam. Sólo una víctima. Estaba ciego. Y luego, ciego y leproso. Ahora, no sólo estoy curado de la lepra, sino de la ceguera –causaba profundo dolor ver cómo Simón luchaba para seguir hablando sin dar rienda suelta a su llanto, que pugnaba por salir como un torrente, mientras buscaba su parte de culpa en lo que le había pasado a Miriam–. Ella sólo admitía a Lázaro que, cegado por el amor a su hermana, iba poco a poco contagiándose de su manera de ver esta familia, aunque él mismo no tuviese esa manía de grandeza. Las críticas de Miriam eran cada vez más ácidas e hirientes, más descaradas e injustas. Un día en que ultrajó a su madre de forma especialmente ácida, yo no pude resistirlo, la maldije y la eché de casa, un poco como tu padre te echó a ti, Mattaj –dijo mirándonos a mí y a mi madre.

- Pues ya ves, Simón –le dije yo– que, al final, el Altísimo tiene sus caminos, que pasan por Jesús, que está aquí, contigo.

- Simón, Simón –le dijo Jesús– deja de buscar tu culpa. Nada hay más inútil que los remordimientos. El alma humana tiene recovecos que la inteligencia no puede alcanzar. Reconoce tu parte de culpa, sea la que sea, sin hurgar en ella, y pon tu alma ante Elohim, que la conoce mejor que tú. Él la sanará.

- Alabado sea Elohim–dijo Simón con un suspiro.

Entonces, Lázaro, que había estado callado, pensativo y con la fija en algún punto lejano invisible para los demás, tomó la palabra.

- Tiene razón mi padre –hablaba con sencillez y humildad, con la cabeza baja, mirando al suelo, mientras a Simón, libre ya de la presión de tener que hablar, le corrían las lágrimas mansamente por las mejillas–. Yo entré en la órbita de Miriam y empecé a ver a toda mi familia con sus ojos. Afortunadamente, no tenía ese apetito de grandeza y éxito que la dominaban a ella, pero encontré otro aspecto para hacer la contra a todos. El perfeccionismo de la Ley. Poco a poco empecé a obsesionarme con sus innumerables preceptos. Empecé a frecuentar las escuelas de los fariseos más extremistas y a discutir todas las acciones que en casa, a causa de mi padre, no cumplían con algún precepto. Me convertí en la voz de la conciencia de esta casa, siempre enfrentándome con mi padre por cualquier cosa, y con mi madre por intentar defenderle. Más tarde supe que a Miriam, tras haber pasado un par de meses en nuestra casa de Magdala, en Galilea, escandalizando a todo el pueblo, la habían echado de allí. Ella había nacido en Magdala y siempre que podía se iba allí. De niña le encantaba el pueblo y ella era la mimada de todos en él. Debió de hacer cosas terribles para que la echaran. También supe que de Magdala se había ido a en Tiberíades, la ciudad pagana. Todo eso hizo que me radicalizase todavía más y empecé a odiarla también a ella. En ese infierno, sólo mi madre y también Marta, como podían, trataban de poner un poco de afecto. Pero ese afecto que ponían lo sacaban de tan al fondo de su alma, les dolía tanto, que mi madre se iba muriendo de amar y a Marta se le fue la juventud –miró a Marta que le respondió con una sonrisa–. Hasta que mamá se apagó, como se apaga una vela cuando se acaba la cera, y murió. Cuando era obvio que le quedaba un hálito de vida, me fui de casa a escuchar a mis maestros. Me dijeron que hacía bien en estar con ellos en vez de estar con mi madre moribunda. No estuve con ella en su último momento. Luego la lepra invadió a mi padre. Un criado lo denunció a los sacerdotes y se tuvo que ir de casa. Creo que si no lo hubiese hecho ese criado hubiese acabado por hacerlo yo. Han tenido que pasar más de cinco años y ver el dolor de mi padre para que me haya dado cuenta de que mis maestros sólo leían la Escritura con un ojo, saltándose los innumerables pasajes en los que se dice que la misericordia y el perdón están por encima de los preceptos de la Ley. Yo también querría pedir perdón a mi madre. Me gustaría creerte –y al decir esto levantó la cabeza por primera vez desde que empezó a hablar y miró a Jesús– cuando dices que se lo puedo pedir aquí y ahora. Pero a los que sí se lo puedo pedir aquí y ahora es a mi padre y a mi hermana Marta.

Al decir esto se levantó y se acercó a su padre. Simón y Marta se levantaron al mismo tiempo y los tres se abrazaron larga y silenciosamente en un ángulo de la mesa. Al cabo de un rato, Simón se volvió a sus otros invitados y les dijo:

- Amigos –les dijo con voz vibrante de emoción–, vosotros sois testigos de que hoy la salvación ha entrado en esta casa. Verdaderamente, el reino de Dios está cerca. Id en paz. Contad a todos los que podáis lo que habéis visto y oído.

Cuando los invitados se hubieron ido, Marta se volvió a nosotros y nos dijo con una cara y una voz que irradiaban felicidad.

- Venid, os mostraré las habitaciones que os he preparado.

Simón le dijo a Marta.

- Marta, lleva a Jesús a mi habitación. Él es el dueño de esta casa.

- De ninguna manera –le dijo Jesús– dormiré en la habitación que Marta me haya preparado.

- Por algún motivo que desconozco –dijo Marta con decisión–, algo me movió, cuando viniste esta tarde, a prepararte la habitación de mi padre. A él le he preparado la de Miriam, en la que no había entrado desde que ella se fue. Creo que así está bien.

- Pues dejémoslo así –dijo Jesús.

- Así está bien –replicó Simón.

Y todos seguimos a Marta a nuestras respectivas habitaciones. Era la noche anterior a la de Pésaj.

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