Para profundizar en lo que viene
a continuación, recomiendo un libro, a mi entender excelente, de Alejandro
Chafuen con el título de “las raíces
cristianas de la economía de mercado”. Lo leí hace años pero, al
revisitarlo hace unos días he sentido una bocanada de aire fresco que no puedo
por menos que compartir en unas líneas que, me temo, han llenado demasiadas
páginas. Creo que merece la pena señalar que los autores de la Escuela de
Salamanca no pretendían, ni mucho menos, establecer una teoría económica. Eran
todos ellos teólogos, frailes o religiosos, a los que tanto reyes como
comerciantes que pretendían ser buenos católicos preguntaban sobre la justicia
y licitud de lo que hacían en sus reinos o negocios. Y ellos, analizaban la
realidad sin prejuicios (salvo en el caso del préstamo con interés, del que
hablaremos) y llegaban a conclusiones que publicaban y discutían abiertamente.
A veces, sus opiniones les acarreaban serios contratiempos con los poderosos.
Pero, mucho aantes de que Adam Smith escribiese “La riqueza de las naciones”,
ellos ya habían descubierto que el precio fijado por oferta y demanda era un
precio justo y habían puesto el germen de lo que mucho más tarde sería la
teoría cuantitativa del dinero. Es decir, sin ninguna duda, se les puede
considerar los padres de la economía de libre mercado.
Por supuesto, las expresiones de
“oferta” y “demanda” y las curvas que las representan, se acuñaron mucho más
tarde. Pero, indudablemente, están directamente basadas en esta Escuela de la
escolástica tardía. Sus componentes llamaban “estimación común” a lo que
nosotros llamamos oferta y demanda. Para ellos, el valor de uso de un bien es
significativo únicamente en cuanto que afecta a la apetencia del mismo, es
decir, a su demanda. Cito directamente de las fuentes de autores de esa Escuela[1]
(perdón por ser pesado con las citas):
“Donde quiera se halla alguna cosa venal de modo que existen muchos
compradores y vendedores de ella, no se
debe tener en cuenta la naturaleza de la cosa ni el precio al que fue
comprada, es decir, lo caro que costó y con cuantos trabajos y peligo,…”[2]
“Debemos observar, en segundo lugar[3], que el precio justo de las cosas tampoco se fija atendiendo sólo a las cosas mismas en cuanto son de
utilidad del hombre, como si, caeteris paribus, fuera la naturaleza y
necesidad del empleo que se les da lo que de forma absoluta determinase la
cuantía del precio; sino que esa cuantía depende, principalmente, de la mayor o
menor estima en que los hombres desean tenerlas para su uso. Así se explica que
el precio justo de la perla, que
sólo sirve para adornar, sea mayor que el precio justo de una gran cantidad de
grano, vino, pan o caballos, a pesar de que el uso de estas cosas, por su misma
naturaleza, sea más conveniente y superior al de la perla”[4].
“Y debemos tener en cuenta no sólo la valoración de los hombres
prudentes, sino también la de los imprudentes, si en un lugar éstos son
suficientemente numerosos. […] La valoración común, aún en los casos en que es
disparatada, aumenta el precio natural de los bienes, ya que éste depende de la
estimación. La abundancia de compradores y
dinero[5], incrementa el precio
natural, disminuyéndolo los factores opuestos”[6].
“Y no se diga que su actuación es correcta [se refiere a la de los
poderes públicos] porque es conveniente
al bien común que el trigo se venda en tiempos
de escasez al mismo precio que en tiempos de abundancia; que actuando
así, los pobres no se verían gravados y podrían comprar el trigo cómodamente,
porque, insisto, esta no es razón. […] No debe preocupar si, accidentalmente,
los pobres sufren alguna dificultad por ello en la compra de trigo; a éstos
debe ayudárseles con la limosna [si le llamásemos ayuda directa estaría más
acorde con el lenguaje actual, pero el sentido es el mismo] más que con la venta. Especialmente, cuando
sabemos que en tiempos de escasez y hambre, los pobres raramente compran el
trigo al precio tasado y que, por el contrario, sólo compran a ese precio los
poderosos y ministros públicos, a quienes los dueños del trigo no pueden
resistir en su pretensión”[7].
“A mí me parece que fuera mejor que no hubiera tassa de trigo, como no
la ay en otras muchas partes, y se hallan bien con ello. […] La razón de lo que
digo es porque vemos que los años baratos no es menester tassa, ni en los
medianos, porque no llega el valor del trigo a ella […] y en los años caros, no
obstante la tassa, se sube el precio por fas o por nefas, que no se hallará un
grano de trigo a la tassa de ninguna manera y si lo ay es con mil trampas y
engaños. Y también porque parece cosa lastimosa, que saliendo a los labradores,
comúnmente, en años rigurosos el trigo mucho más caro y siendo la estimación
común a mayor precio, lo ayan de vender a la tassa. […] Así lo tienen Juan de
Mariana, Navarro, Rebello, Molina, y dice Ledesma[8] que siguen esta
opinión los padres de la Compañía de Jesús. El fundamento desta opinión es,
porque para que el precio sea justo,
ha de ser razonable, lo qual no sería si fuese notablemente menor que la cosa
vale según la común estimación, […] y los señores del trigo padecerían gran
agravio”[9].
De la misma manera que se oponían
a la fijación de un precio máximo del trigo en épocas de escasez, negaban que
el salario tuviese que cubrir las necesidades vitales mínimas de los
trabajadores:
“Si no consta más claro que la luz que el salario pactado, atendidas
todas las circunstancias concurrentes, franquea los límites del precio justo
ínfimo y, por consiguiente, es abiertamente injusto, no ha de ser juzgado por
injusto y no sólo en el fuero externo, pero ni tampoco en el de la conciencia.
[…] ; porque el dueño sólo está obligado a pagarle el justo salario de sus
servicios, atendidas las circunstancias concurrentes, pero no cuanto le sea
suficiente para su sustento y mucho menos para el mantenimiento de sus hijos o
familia”[10].
Naturalmente que los escolásticos
creían que el dueño sí estaba obligado a pagar ese mínimo de subsistencia, pero
no por justicia, sino por caridad, que siempre es más exigente que la mera
justicia. Pero por otro lado, tampoco establecían, como más tarde hicieron Adam
Smith y su discípulo David Ricardo (Ricardo expuso esto en su obra “la ley de
hierro de los salarios), que el salario natural del trabajador fuese ese mínimo
de subsistencia. Entendían los escolásticos que el precio justo, el de oferta y
demanda, no tenía por qué tender al de subsistencia. La historia,
evidentemente, les ha dado la razón.
O sea, que los precios, según
esta Escuela, están fijados por la oferta y la demanda, aunque ellos le llaman
la estimación común, y no por el valor de uso. Como es lógico, y nadie discute,
ni antes ni ahora, que este valor de uso influya en la demanda y, por tanto,
indirectamente, en el precio. Pero este valor de uso no es intrínseco al bien y
depende del que le atribuyan las personas según sus gustos y preferencias
particulares, sean estas razonables o insensatas. Más aún, estos autores
afirman sin tapujos que esos precios son justos porque son los que mejor sirven
al bien común.
Para que esos precios puedan ser
considerados justos, es necesario que se dé la voluntariedad en el acuerdo. Los
autores escolásticos señalan certeramente qué condiciones deben darse para que
esa voluntariedad exista. Para ello, no debe haber ni violencia, ni fraude ni
ignorancia. Entre los casos de violencia se encuentra el oligopolio dado como
privilegio por el poder. Francisco García (1525-1583, Dominico) en su Tratado utilísimo y muy general de todos los
contratos, dice que “es pecado mortal
pedir al Rey privilegio para que uno o dos solos puedan vender lienzo o paño o
cosas otras semejantes”[11]. Es decir, no
condena el oligopolio ganado competitivamente, sino el monopolio de privilegio.
En el mundo de hoy diríamos que los escolásticos no condenan ni a Google, ni a Appel,
ni a Microsoft, sino a lo que yo llamo oligopolio (o capitalismo) de compinches.
Establecían cuatro tipos de oligopolios lesivos para el bien común: Los que son
fruto de conspiraciones, los establecidos por el Príncipe, los que resultan del
intento de arrinconar al mercado por acaparamiento y los causados por
restricciones a la importación. Decían claramente que los oligopolios son
perjudiciales para los súbditos, puesto que, en palabras de Luis de Molina “obligan a los ciudadanos a comprar las
mercancías de manos de dichas personas a un precio más caro”. Por eso,
concluye Molina, tanto la autoridad como los monopolistas, “están obligados a restituir a los súbditos por daños que de ello se
siguieren contra la voluntad de los mismos súbditos”[12]. Afirmaban que
los oligopolios perversos no contribuyen al bien común, coartan la libertad,
dañan al ciudadano y no benefician a la república. Afirmaban –y esto trasciende
el propio pensamiento económico y apunta a una sólida teoría del poder– que “el Príncipe no tiene legítima autoridad
para quitarle a sus súbditos parte de su propiedad”[13].
Las instituciones gremiales “artesanos que pactaban que el trabajo
comenzado por uno no podía ser acabado por otro” y lo que hoy llamaríamos
sindicatos “acuerdos para no trabajar a
menos que se les pagase una remuneración determinada”[14] también estaban
condenados por intentar forzar precios excesivamente altos mediante
restricciones al mercado.
En el fraude se diferencian tres
tipos de engaño: de sustancia (vender gato por liebre), de cantidad (pesas
falsas o balanzas trucadas) y de calidad (vender un caballo enfermo como sano).
La opinión de los teólogos
escolásticos acerca de la ignorancia o, más específicamente sobre la diferencia
de conocimiento de las partes, es esclarecedora. Esta vez cito a Chafuen en su
interpretación de los autores de la Escuela de Salamanca, ya que no dispongo de
citas originales:
“Para justificar que es legítimo obtener ganancias por tener un mejor
conocimiento del mercado, los escolásticos repetían el ejemplo utilizado por
Santo Tomás acerca de un mercader que, sabiendo que en el futuro existiría un
incremento en la oferta de un bien que él tiene para la venta, se apresura a
vender todo su stock antes de que esta mayor oferta llegue al mercado. […]
Estos autores reconocían que el conocimiento y la sabiduría no pueden ser
castigados. […] Un individuo puede adquirir conocimientos especiales de futuros
embarques, ofertas, nueva legislación o variaciones en el valor de la moneda.
El vendedor poseedor de estos conocimientos tiene el derecho de lucrarse con
ellos incluso cuando la mayoría del público no se percata de la importancia de
estos fenómenos”[15].
Aunque los escolásticos no hablan
de esto, hoy en día se considera, y con razón, que si ese conocimiento se ha
adquirido mediante una situación de privilegio y no de búsqueda e ingenio
personal, su uso es ilícito. Es lo que se conoce como uso de información
privilegiada o “insider trading” y
que actualmente es considerado como delito en prácticamente todas las
legislaciones de países democráticos. Un ejemplo representativo puede ser el
del consejero de una sociedad cotizada. Si sabiendo por su cargo en ese Consejo
de Administración, por el que es remunerado, que se va a producir un hecho que
aumente el precio de las acciones de esa empresa o de cualquier otro bien, usa
esa información para su lucro personal, comete un acto inmoral e incurre en un
delito. Ya que por el uso de esa información, por la que ya ha sido remunerado,
priva a otros del beneficio que obtendrían con esa revalorización.
Así pues, salvo que se den alguno
de los vicios citados que afectan a la voluntariedad de la transacción, el
precio de mercado, formado por la oferta y la demanda, es el precio justo y
beneficioso para el bien común.
Es un soplo de aire fresco que en
el siglo XXI, en el que un buenismo demagógico y populista impera en la mente
de muchas personas como restos del naufragio del marxismo, uno pueda leer que
unos sabios teólogos católicos del siglo XVI y XVII, un siglo antes de Adam
Smith, creían en la justicia de los precios formados por la oferta y la demanda
en el libre mercado y se oponían al intervencionismo del poder en la fijación
de los mismos (y otras cosas que veremos más adelante).
“Intoxicado” por este aire
fresco, no me resisto a transcribir las opiniones de los escolásticos sobre
otras cuestiones, no sólo económicas, que son candentes en nuestros días.
Sobre la sociedad, el hombre, el poder y la administración del mismo.
Los escolásticos veían el poder
como un mal necesario que, sin embargo, no podía ser arbitrario, sino que debía
estar sometido a la justicia y al bien común. Si no ocurría así, el poder se
hacía ilegítimo, degeneraba en tiranía y era lícito su derrocamiento y, en
determinadas circunstancias, hasta el tiranicidio. No se definían sobre el
sistema de organizar el poder, sobre el cómo se evitaba que éste degenerase en
tiranía, pero sí eran muy claros sobre que no todo poder era legítimo, no ya
por su origen, sino por la forma de ejercerlo. Estos asuntos también les
causaron a veces graves problemas con los poderosos. Veamos algunas citas:
“Sólo después de constituida la sociedad podía surgir entre los hombres
el pensamiento de crear un poder, hecho que por sí solo bastaría á probar que
los gobernantes son para los pueblos y no los pueblos para los gobernantes”[16].
“Si para nuestro propio bienestar necesitamos de que alguien nos
gobierne, nosotros somos los que debemos darle el imperio, no él quien debe
imponérnoslo con la punta de la espada”[17].
“Los tiranos, ‘en un principio blandos y risueños’ [o populistas], se
afianzan en el poder. ‘No pretenden éstos, sino injuriar y derribar á todos,
principalmente á los ricos y á los buenos. […] Trabajan ellos por desterrar de
la república á los que más pueden contribuir a su lustre y ventura. […] Agotan
los tesoros de los particulares, imponen todos los días nuevos tributos,
siembran la discordia entre los ciudadanos […], ponen en juego todos los medios
posibles para impedir que puedan sublevarse los demás contra su acerba tiranía.
Construyen grandes y espantosos monumentos, pero a costa de las riquezas y
gemidos de sus súbditos’”[18].
“[…] sin consentimiento del pueblo no pueden hacer cosa alguna en su
perjuicio, quiere decir, quitarle toda su hacienda ó parte de ella. El tirano
es el que todo lo atropella y todo lo tiene por suyo”[19].
“¡Cuán triste es para la república y cuan odioso para los buenos, ver
entrar á muchos en la administración de las rentas públicas pobres, sin renta
alguna y verlos á los pocos años felices y opulentos!”[20]
“Debe ante todo procurar el príncipe que, eliminados todos los gastos
superfluos, sean moderados los tributos [y que los gastos públicos] no sean mayores que las rentas reales, á
fin de que no se vea obligado á hacer empréstitos ni a consumir las fuerzas del
imperio en pagar intereses que han de crecer día a día […] Si los gastos de la
Corona llegan a ser mucho mayores que los tributos, el mal será inevitable;
habrá todos los días necesidad de imponer nuevos tributos y se harán sordos los
ciudadanos y se exasperarán los ánimos”[21].
“Porque ¿qué otra cosa obligó a Nerón y a Domiciano a desollar los
vasallos del imperio, a defraudar a los soldados de sus pagas y sueldos, a
dexar desproveídas las armadas y sin subsidio los presidios y a despojar a los
templos, sino la superfluidad de los gastos en fábricas impertinentes, en
comidas exquisitas, en trages extraordinarios… en fiestas y espectáculos
continuos…”[22].
“Lo moderado, gastado con orden, luce más y representa mayor majestad
que lo superfluo sin él. […] Eso no lo entiendo yo [responde a la pregunta
de en qué se podría reducir el gasto];
los que en ello andan lo sabrán. Lo que se dice es que se gasta sin orden y que
no hay libro ni razón de cómo se gasta lo que entra en la dispensa y en la
casa”[23].
Teoría cuantitativa del dinero
¡Qué bien nos vendría que estas
cosas se hubiesen puesto en práctica en los primeros años de este siglo.
Probablemente se hubiese evitado la crisis en la que nos encontramos.
“[…] En tierras do ay gran falta de dinero, todas las otras cosas
vendibles […] se dan por menos dinero que do ay abundancia del; como por la
experiencia se ve que en Francia, do hay menos dinero que en España, valen
mucho menos el pan, vino, paños, manos y trabajos”[24].
Me impresiona la intuición, que
ahora puede parecernos evidente, pero que en el siglo XVII desde luego no lo
era, de equiparar el dinero y su precio con el de cualquier otra mercancía,
como se ve en la siguiente cita:
“Caeteris paribus, allí donde la moneda sea más abundante, allí será
menos valiosa para comprar bienes […] Así como la abundancia de bienes produce
una disminución en su precio (permaneciendo constantes la cantidad de dinero y
de mercaderes), la abundancia de moneda hace que los precios aumenten
(permaneciendo constantes la abundancia de bienes y la cantidad de mercaderes).
La razón es que la moneda en sí tiende a valer menos para comprar y comparar
bienes”[25].
Y se dieron cuenta también que
esa variación del valor por la abundancia de dinero era de naturaleza diferente
a lo que los reyes a menudo hacían de variar la ley (el porcentaje de metal
precioso sobre la ganga) de las monedas, cosa que, por supuesto, también
devaluaba la moneda, pero por otra causa.
“[…] En la moneda hay dos cosas, que es la una su valor y ley, lo cual
es su sustancia y naturaleza de ser moneda; y lo otro la estima”[26].
“La una ser, como será, mucha, sin número y sin cuenta, que hace
abaratar cualquier cosa que sea y, por el contrario, encarecer cualquier cosa
que por ella se trueca; la segunda, ser moneda tan baja y tan mala, que todos
la querrían echar de su casa y las que tienen las mercadurías no las querrán
dar sino por mayores cuantías”[27].
Es también claro que los
escolásticos de la Escuela de Salamanca entendían lícito lucrarse comprando
dinero allí donde era más barato y vendiéndolo donde era más caro:
“Así pues, en el mercado hacia el que se envía el dinero puede existir
una carencia general de éste, o tal vez más individuos lo demanden, o quizá
haya oportunidades mejores para hacer negocio con el dinero y obtener un
beneficio. Y, dado que el dinero será en
dicho lugar más útil para satisfacer las necesidades humanas, […], por lo
tanto, en tal mercado se considerará correctamente que el dinero tiene más
valor”[28].
Les parecía, en cambio, contra la
ley natural que el príncipe generase inflación mediante la degradación de la
ley de la moneda para disminuir la deuda del erario público. Primero, porque veían
que la inflación era confiscatoria y empobrecía a los súbditos en general y, segundo,
porque lo hacía de una manera diferente según la composición del patrimonio de
cada uno.
“El rey no es señor de los bienes particulares ni se los puede tomar en
todo ni en parte. Veamos pues, ¿sería lícito que el rey se metiese por los
graneros de particulares y tomara para sí la mitad de todo el trigo y les
quisiese satisfacer en que la otra mitad la vendiesen al doble de antes? [con
un dinero que vale la mitad] No creo que
haya persona de juicio tan estragado que esto aprobase; pues lo mismo se hace á
la letra de la moneda de vellón antigua”[29].
“[…] bajar y subir la moneda es aumentar o disminuir la hacienda de
todos, que todo últimamente es dinero, y en resolución es mudarlo todo, que los
pobres sean rico y los ricos pobres”[30].
Juan de Mariana no dudaba de
calificar esta práctica de “infame
latrocinio”[31].
La obra de Mariana en la que se afirmaba esto, Tratado sobre la moneda de vellón, fue editada en latín en1609 en Colonia.
El duque de Lerma, valido de Felipe III, y el propio rey, ya habían acogido muy
mal las opiniones de Mariana sobre los límites del poder real. Por tanto, el
valido se sintió doblemente ofendido por esta afirmación –lo que confirma que
manipulaba la moneda a su antojo– y dio orden a todos los embajadores de Europa
de que comprasen y retirasen todos los ejemplares que encontrasen de la obra.
La orden se cumplió con tal celo que desaparecieron la casi todos los
ejemplares y prácticamente ninguno entró en España. Mariana llevó a cabo una
traducción al español de su libro, pero no pudo ser editada en España hasta
siglos más tarde. El propio Mariana, que entonces contaba 73 años fue arrestado, se abrió una causa contra él y
fue enclaustrado contra su voluntad en un convento del que salió sin cargos un
año más tarde. Pero ya santo Tomás de Aquino había advertido de los efectos
negativos de esta práctica. Decía:
“El arbitrio de bajar la moneda muy fácil era de entender que de
presente para el rey sería de grande interés y que y que muchas veces se ha
usado de él; pero fuera razón juntamente advertir de los malos efectos que se
han seguido y cómo siempre ha redundado en notable daño del pueblo y del mismo
príncipe, […]”[32].
Ciertamente, hoy día, este “infame latrocinio”
no se produce cambiando la ley de la moneda, sino haciendo funcionar “la
máquina de imprimir dinero”, es decir, aumentando desmesuradamente la masa
monetaria. Esa es casi siempre la causa de la aparición de la correspondiente
burbuja que antecede a casi toda crisis.
Un talón de Aquiles de la Escuela de salamanca: El préstamo con interés
o usura
Hoy día llamamos usura al
préstamo a un interés injustamente alto. Pero etimológicamente usura es
equivalente a préstamo a interés. En este sentido etimológico es en el que utilizaré
la palabra usura en lo que viene a continuación y no en el sentido que tiene en
nuestros días. Así como había una casi total unidad de criterio en los autores
de la Escuela de Salamanca sobre la fijación del precio justo, el proceso por
el que se pasó desde la prohibición total de la usura hasta que llegó a ser
considerado lícito fue arduo, largo y complejo, con una gran diversidad de
opiniones y avances y retrocesos, sin llegar nunca a una permisividad
definitiva por parte de esta Escuela. En el Antiguo Testamento se prohíbe la
usura de una forma dispar. Mientras que en el Éxodo y en el Levítico se
prohibía su práctica sólo con el pobre, en el Deuteronomio se prohibía ya de
una forma general entre el pueblo judío. Un judío podía practicar la usura con
un extranjero, pero no con otro judío. “No
exijas interés a tu hermano ni por dinero, ni por víveres ni por nada de lo que
se suele prestar a interés. Podrás exigírselo al extranjero, pero no a tu
hermano…”[33]
Por otro lado, Aristóteles consideraba el dinero como algo estéril. Por
tanto, si no fructificaba, era ilícito exigir un interés por él. Junto a la
supuesta esterilidad del dinero, se planteaba la cuestión del tiempo. Se
consideraba el interés como el precio del tiempo y, al ser el tiempo un bien
poseído por todos, no era lícito venderlo. Santo Tomás condenaba explícitamente
la usura:
“Por consiguiente, el que recibió un préstamo en dinero o en cualquier
otra cosa semejante de las que se consumen por el uso, sólo está obligado a
restituir lo que recibió en préstamo, y sería contrario a justicia obligarles a
devolver más[34]”.
Pero el hecho es que reyes,
nobles y comerciantes, necesitaban ese estéril dinero para sus asuntos y,
naturalmente, ningún cristiano quería prestárselo sin interés. De esta forma,
los judíos, que por otra parte tenían enormemente restringidas sus
posibilidades de posesiones y medios de vida, centraron su actividad en la
usura. Y, desde luego, no les faltaban cristianos que sí estaban dispuestos a
pagar un interés por el estéril dinero de los judíos. Shakespeare lo dejó
patente en su obra “El mercader de
Venecia”. Con el proceso de expulsión de los judíos en todos los reinos de
la cristiandad, que empezó en Francia en 1182 y culminó en los Estados
Pontificios en 1593, el acceso a la usura como prestatarios por parte de los
reyes, nobles y mercaderes cristianos se fue haciendo cada vez más problemática,
lo que generó una notable presión para reconsiderar la postura de la doctrina
cristiana sobre la usura. Y esta presión inició en la escolástica salmantina un
lento, desigual y polémico proceso de avance, nunca terminado, en el que no
faltan algunas razones un poco “chuscas”. Pero vayamos por partes.
Algunas reflexiones, muy bien
encaminadas, ponían en duda el argumento de la esterilidad del dinero.
“Aunque es tan común decir: que el dinero no fructifica, ni causa
dinero, pienso que los que así lo han dicho, se han ido tras el corriente y
modo de hablar, sin penetrar, ni reparar en tal máxima. Porque aunque el dinero
de suyo no fructifica, lo hace ayudado de la industria; y el decir lo contrario
es cuando lo tienen en las arcas o auchado, y sumamente guardado: pero no
mientras que con ello se trata y contrata; y si atienden a esto, no sé cómo lo
pueden decir, si no es que del todo quieren huir a los oídos de la razón;
puesto lo que se dice lo enseña la experiencia en todos los contratos. Y se
conoce que en ellos se multiplica el dinero, ayudado de la industria humana, la
cual aunque es la mayor causa, como se dice, no por eso se confiesa que es la
total, […] Lo mismo del fruto del dinero, […] que alguna cosa se le debe a él también,
como se acaba de decir, que ni la tierra ni plantas fructificarían no siendo
cultivadas, aradas, cabadas y podadas, […] o por lo menos no fructificarían
tanto. Y esta es la parte que se le debe atribuir al dinero, […] por lo cual es
digno de valor y aprecio”[35].
Es decir, el dinero no es tan
estéril. Pero la verdad es que la discusión sobre la licitud de vender el
tiempo sí que sonaba a dialéctica estéril que podía recordar a las discusiones
bizantinas sobre el sexo de los ángeles. Se argumentaba que había dos conceptos
del tiempo. Según uno, no es lícito venderlo, pero según el otro, sí.
El
tiempo, como duración per se no puede ser vendido, pero, en cambio, el tiempo
como esencia de un bien duradero sí. La clave está, según ese argumento, en si
el bien es duradero o no. Una vaca se puede prestar y se puede exigir al que la
use que devuelva la vaca más una parte
de lo que haya conseguido por ella, porque ese tiempo es algo consustancial a la
vaca y, por tanto, vendible . En cambio, por ejemplo, se prestan semillas, que
no son duraderas y se consumen al sembrarlas, no se puede exigir que se
devuelvan más semillas de las prestadas ni ninguna otra cosa adicional, puesto
que el bien no es duradero y por tanto el tiempo no forma parte de él. En ese
caso, el tiempo es sólo duración y, por tanto, no se puede vender. Es decir el
problema de la usura no era que la mercancía prestada fuese dinero, sino que el
dinero no se consideraba duradero, puesto que está en su naturaleza consumirlo
y, por lo tanto, no es duradero y no tiene tiempo propio. Parece obvio que sólo
prejuicios profundamente inculcados impedían aceptar como válido el
razonamiento de Felipe de la Cruz citado anteriormente y entrar en la estéril
disquisición de si las semillas, las vacas o el dinero son duraderos y tienen
tiempo propio o no.
Había,
sin embargo, otras líneas razonables de pensamiento a favor de la usura que
hablaban del daño emergente (damnum
emergens) y del lucro cesante (lucrum
cessans). Evidentemente, hay un riesgo en prestar. Quien presta puede verse
perjudicado en su patrimonio por el riesgo que corre si el deudor no le devuelve
el dinero y esto, a juicio de algunos, merecía que fuese compensado. Además, el
que presta puede hacer otras cosas productivas con su dinero en vez de
prestarlo, obteniendo así un beneficio. Beneficio que pierde si presta el
dinero. Sin llamarlos así, los escolásticos descubrieron el riesgo y el coste
de oportunidad como posibles justificantes de la usura. Pero no se atrevieron a
llevarlo a término.
Pero el
argumento más peregrino sobre la usura era el del agradecimiento. La cita de la
Summa Theologica de santo Tomás expuesta en la página anterior continua: “[…] puede estar uno obligado a recompensar
el beneficio [de haber recibido un dinero como deudor] por deber de amistad, y entonces se atiende más al afecto con que se
hizo el beneficio que a la magnitud de lo dado. Esta especie de deuda no puede
ser objeto de una obligación civil, que impone cierta necesidad, lo cual hace que
la recompensa no resulte espontánea”[36].
Como es
lógico, en estas condiciones, sujeto a la buena voluntad de aquél a quien se le
prestase para conseguir una remuneración al dinero, tampoco había nadie que
quisiese prestar dinero. Tuvo que ser Felipe de la Cruz el que hiciese ver que:
“De manera que puede el que a de dar el
dinero aceptar cualquier promesa, que el que lo recibe lo iziere de su
voluntad, mostrándose agradecido al beneficio, y mecer que lo azen el
emprestallo el tal dinero, puesto que es una correspondencia debida por ambos
derechos natural y divino; y así puede el que da prestado imponer alguna
obligación civil (aunque otros tengan lo contrario) a la persona que se le da
[…] porque no parece ser notable carga obligarse uno con obligación civil a
cumplir aquello, lo cual está obligado a cumplir por ley natural y divina, que
tanto encomiendan el agradecimiento y abominan la ingratitud […] que si tal
promesa se iziere por escrito y libremente, y aviendola aceptado quien dio el
dinero, lo podrá después cobrar con justicia, y detenello con sana conciencia.
[…] cuando concurre la libre voluntad de ambas partes, conocida cosa es que se
podrá pedir, y azer escritura de que se acudirá a su tiempo a pagar lo que se
uviere prometido. […] doctrina es de Santo Tomás, muy alabada por Gerson, que
los contratos que se toleran en la república y le son provechosos, no deben ser
fácilmente condenados”[37].
Por
último, en esta porfía de argumentos para hacer éticamente lícita la usura,
absolutamente necesaria para el avance económico y la creación de riqueza, se
recurría a una práctica un tanto “farisaica”. Aunque no se consintiese la
usura, sí podía una persona (prestamista) comprarle a otra (deudor) un
“papelito”, que era una mercancía duradera, por el que le pagaba una cantidad,
comprometiéndose el otro (deudor) a recomprársela tras un determinado tiempo a
un precio más alto al que el primero (prestamista) se la compró. He puesto
entre paréntesis prestamista y deudor porque semejante contrato no se suponía
fuese un préstamo, sino la compraventa de una mercancía duradera (no sé si
estéril o productiva) a un precio de presente y de futuro previa y libremente
acordados.
Como
puede verse, fue un largo y tortuoso camino el que hubo de recorrerse para que
se aceptase el préstamo con interés como algo moralmente lícito.
Afortunadamente, la realidad lo recorrió. Ciertamente, en este recorrido, sólo unos
pocos autores de la Escuela de Salamanca, y no los más importantes, fueron
partidarios de avanzar por ese camino. No obstante, debemos reconocerles que hubiese
sido totalmente consistente con el pensamiento escolástico utilizar la tasa de
interés de mercado como el precio justo de un intercambio de dinero presente
por dinero futuro. Pero a menudo, los árboles de los prejuicios nos impiden ver
el bosque del sentido común. Y es una lástima, porque es posible que esta
ceguera haya sido una de las causas por las que esta Escuela se ha visto
relegada al olvido durante varios siglos.
[1] Reconozco que no he leído
directamente las fuentes. Cito de citas de otros. Concretamente de Raíces cristianas de la economía de mercado
de Alejandro A. Chafuen. El buey mudo, 2009.
[2] Francisco de Vitoria
(1483-1546). (Dominico, comúnmente considerado fundador de la Escuela de
Salamanca), De Iustitia. En el libro
de Chafuen citado pag. 152.
[3] Para no alargar no cito lo
que dice en primer lugar, aunque es interesante señalar que habla de la
escasez, es decir de la oferta.
[4] Luis de Molina (1535-1600,
Jesuita), La teoría del precio justo.
Chafuen pag. 155.
[5] La escuela de Salamanca
también tiene ideas muy claras sobre la política monetaria y sobre la
inflación. Más adelante hablaré sobre ello.
[6] Juan de Lugo(1583-1660,
Jesuita, Cardenal de la Iglesia), De
Iustitia. Chafuen pag. 156
[7] Luis de Molina, De Iustitia y Iure. Chafuen pag. 164.
[8] Juan de Mariana
(1536-1624, Jesuita); Martín de Azpilicueta, llamado el Doctor Navarro
(1492-1586, Agustino), Fernando Rebello ( 1547-1608, Jesuita), Pedro de Ledesma
(1544-1616, Dominico).
[9] Henrique de Villalobos
(¿?-1625, Franciscano), Summa.
Chafuen pags. 166, 167.
[10] Luis de Molina, De Iustitia et Iure. En Chafuen pag.
193.
[11] Chafuen pag. 170. Sin
citar la obra de Francisco García en la que aparece esta cita.
[12] Luis de Molina De Iustitia e Iure. En Chafuen pag. 176.
[13] Juan de Mariana Del Rey y de la Institución Real. En
Chafuen pag 177.
[14] Ambos entrecomillados; Luis
de Molina, De Iustitia et Iure. En
Chafuen pag. 175.
[15] Chafuen pag. 174.
[16] Juan de Mariana, citado
en Discurso preliminar, Biblioteca de
Autores Españoles, vol. 30 pag. XXVII.
En Chafuen pag. 105.
[17] Juan de Mariana Ibíd, peg. XVI. En Chafuen pag. 105
[18] Entrecomillado interno:
Ibíd, pag. 479. En Chafuen pag. 106. La frase entre corchetes es mía.
[19] Juan de Mariana, Tratado sobre la moneda de vellón. En
Chafuen pag. 106.
[20]Juan de Mariana, Del Rey y de la Institución Real. En
Chafuen pag. 107.
[21] Ibíd. En Chafuen pag. 107.
[22] Pedro Fernández de
Navarrete (1564-1632, canónigo de Santiago de Compostela y capellán real). Conservación de las monarquías.
Criticaba también el elevado número de personas que vivían del Estado, “chupando como harpías el patrimonio real”.
En Chafuen pag. 108
[23] Juan de Mariana. Tratado sobre la moneda de vellón. En
Chafuen pag. 112
[24] Martín de Azpilicueta, Manual de confesores y penitentes. Chafuen
pag. 122.
[25] Luis de Molina De Iustitia et Iure. Chafuen pag. 124.
[26] Tomás de Mercado (1523
¿1530?-1575, Dominico), Summa de tratos y
contratos. En Chafuen Pag. 126.
[27] Juan de Mariana, Tratado sobre la moneda de vellón. En
Chafuen pag. 126.
[28] Juan de Lugo, De Iustitia et Iure. En Chafuen pag. 128
[29] Juan de Mariana. Tratado sobre la moneda de vellón. En
Chafuen pag. 131.
[30] Tomás de Mercado. Summa de Tratos. En Chafuen pag. 131.
[31] Juan de Mariana. Tratado sobre la moneda de vellón. En
Chafuen pag. 132.
[32] Santo Tomás de Aquino. Sobre el gobierno de los príncipes. En
Chafuen pag. 133.
[33] Deuteronomio 23, 20-21.
[34] Santo Tomás de
Aquino (1224-1274 Dominico), Summa
Theologica, II-II questio. 78, art. 2, respuesta a la objeción 2. En Chafuen pag. 214)
[35] Felipe de la Cruz
(¿?-1643, Orden de San Basilio Magno), Tratado
único de intereses. En Chafuen pag. 218-219. Felipe de la Cruz, aunque fue,
de lejos, el más perspicaz de los escolásticos en este asunto, era un autor de
los menos seguidos y citados.
[36] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-II questio. 78,
art. 2, respuesta a la objeción 3. Chafuen pag. 214
[37] Felipe de la Cruz, Tratado Único de Intereses. En Chafuen
pags. 216 y 217.
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