Ya sabéis por el nombre de mi
blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su
nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda
idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el
espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de
Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las
brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que
merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un
paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la
consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del
olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este
efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a
partir del 13 de Enero del 2010.
Conversación
entre el hermano Francisco y el hermano León en un paseo por el bosque:
-¡Hermana
agua! –gritó Francisco acercándose al torrente–. Tu pureza canta la inocencia
de Dios.
Saltando
de una roca a otra, León atravesó el torrente. Francisco le siguió. Tardó más
tiempo. León, que le esperaba de pie en la otra orilla, miraba cómo corría el
agua limpia con rapidez, sobre la arena dorada, entre las masas grises de las
rocas. Cuando Francisco se le juntó, siguió con su actitud contemplativa.
Parecía no poder desatarse de ese espectáculo. Francisco le miró y vio tristeza
en su rostro.
-Tienes
aire soñador –le dijo simplemente Francisco.
-¡Ay,
si pudiéramos tener un poco de esta pureza –respondió León–, también nosotros
conoceríamos la alegría loca y desbordante de nuestra hermana agua y su impulso
irresistible!
Había
en sus palabras una profunda nostalgia, y León miraba melancólicamente el
torrente, que no cesaba de huir en su pureza inaprensible.
-Ven
–le dijo Francisco, tomándole del brazo.
Empezaron
los dos otra vez a andar. Después de un momento de silencio, Francisco preguntó
a León:
-¿Sabes
tú, hermano, lo que es la pureza de corazón?
-Es
no tener ninguna falta que reprocharse –contestó León sin dudarlo.
-Entonces
comprendo tu tristeza –dijo Francisco–, porque siempre hay algo que reprocharse.
-Sí
–dijo León –, y eso es, precisamente, lo que me hace desesperar de llegar algún
día a la pureza de corazón.
-¡Ah!,
hermano León; créeme –contestó Francisco–, no te preocupes tanto de la pureza
de tu alma. Vuelve tu mirada hacia Dios. Admírale. Alégrate de lo que Él es.
Él, todo santidad. Dale gracias por Él mismo. Es eso mismo, hermanito, tener
puro el corazón. Y cuando te hayas vuelto así hacia Dios, no vuelvas más sobre
ti mismo. No te preguntes en dónde estás respecto a Dios. La tristeza de no ser
perfecto y de encontrarse pecador es un sentimiento todavía humano, demasiado
humano. Es preciso elevar tu mirada más alto, mucho más alto. Dios, la
inmensidad de Dios y su inalterable esplendor. El corazón puro es el que no
cesa de adorar al Señor vivo y verdadero. Toma un interés profundo en la vida
misma de Dios y es capaz, en medio de todas sus miserias, de vibrar con la
eterna inocencia y la eterna alegría de Dios. Un corazón así está a la vez
despojado y colmado. Le basta que Dios sea Dios. En eso mismo encuentra toda su
paz, toda su alegría y Dios mismo es entonces su santidad.
-Sin
embargo, Dios reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad –observó León.
-Es
verdad –respondió Francisco–. Pero la santidad no es un cumplimiento de sí
mismo, ni una plenitud que se da. Es, en primer lugar, un vacío que se
descubre, y que se acepta, y ue Dios viene a llenar en la medida en que uno se
abre a su plenitud. Mira, nuestra nada, si se acepta, se hace el espacio libre
en que Dios puede crear todavía. El Señor no se deja arrebatar su gloria por
nadie. Él es el Señor, el Único, el Solo Santo. Pero toma al pobre por la mano,
le saca de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que
vea su gloria. Dios se hace entonces el azul de su alma. Contemplar la gloria
de Dios, hermano León, descubrir que Dios es Dios, eternamente Dios, más allá
de lo que somos o podemos llegar a ser, gozarse eternamente de lo que Él es.
Extasiarse delante de su eterna juventud y darle gracias por Sí mismo, a causa
de su misericordia indefectible, es la exigencia más profunda del amor que el
Espíritu del Señor no cesa de derramar en nuestros corazones, y eso es tener un
corazón puro, pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños ni poniéndose en
tensión.
-¿Y
cómo hay que hacer? –preguntó León.
-Es
preciso, simplemente, no guardar nada de sí mismo. Barrerlo todo, aún esa
percepción aguda de nuestra miseria; dejar sitio libre; aceptar ser pobre;
renunciar a todo lo que pesa, aún al peso de nuestras faltas; no ver más que la
gloria del Señor y dejarse irradiar por ella. Dios es, eso basta. El corazón se
hace entonces ligero, no se siente ya él mismo, como la alondra embriagada de
espacio y de azul. Ha abandonado todo cuidado, toda inquietud. Su deseo de
perfección se ha cambiado en un simple y puro querer de Dios.
León
escuchaba gravemente, mientras andaba delante de su padre. Pero, a medida que
avanzaba, sentía que su corazón se hacía ligero y que le invadía una gran paz.
Leído
en el libro “Sabiduría de un pobre” de Éloi Leclerc.
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