El pecado original
es uno de los mayores motivos de escándalo entre muchos cristianos. Desde la
óptica cristiana la pregunta es: “¿Por
qué demonios, si Adán y Eva la cagaron, tengo yo que cargar con las
consecuencias de esa cagada?” Desde la óptica no creyente no es una
cuestión de escándalo, sino de incredulidad un poco despectiva: “¡Venga ya, no me cuentes películas! ¿Cómo
que había una pareja que vivía sin pegar un palo al agua, siendo buenos y
benéficos? Esa pareja serían unos monos que para sobrevivir las tendrían que
pasar canutas. Y, ¿de qué va eso de que por un pecado –sea lo que sea eso del
pecado– perdieron ese chollo? ¡Chorradas, zarandajas!” Voy a ver si soy
capaz de hacer alguna reflexión sensata y en román paladino sobre ambas
cuestiones. Y lo voy a intentar hacer con un lenguaje muy coloquial, aunque a
algunos tal vez les parezca un poco simplista.
Primero desde la
óptica cristiana: Dios, tras ver cómo la evolución, guiada por unas leyes
sabias, diseñadas por Él, produjo unos seres anatómicamente como nosotros, les
dio varios “regalos”, añadidos a su cuerpo venido de la evolución. Estos
“regalos” les hicieron distintos del resto de los seres creados. El primero era
la libertad. Dios amaba a su creación. A toda. Por eso la creó. Por eso en cada
acto de creación decía: “Y vio Dios que
era bueno”. La creación entera era el teatro de operaciones en el que el
último eslabón de la misma, el ser humano, ejercería su poder para regirla,
como delegado suyo, de una manera cuidadosa y, también llena de amor. Le mandó
pastorearla[1]
en su nombre. Pero quiso –lo que no me meteré es en las razones por las que
Dios quiso eso. Sería jugar a ser Dios. Las razones por las que Dios hace las
cosas se escapan infinitamente a nuestra mente finita– que el ser humano fuese
capaz de responder al amor que Él le tenía, y por el que le había creado, con
amor. Ahora bien, para amar es condición sine qua non la libertad.
Sencillamente, no se puede amar a la fuerza. Si no, peguntaos si, cuando
teníais veinte años, al aparecer el primer amor, hubiese venido la tía (o el
tío) más increíble del mundo y os hubiese dicho. “¡Me tienes que querer por mis pistolas!” Muy probablemente le
hubiésemos mandado a escardar cebollinos. “¡Por
tus pistolas te va a querer tu abuela, yo, no!” ¿O no? Así pues nos hizo
libres para que le pudiésemos amar. Y nos diseñó –porque somos seres de diseño–
para eso. Para ser felices cuando le amásemos a Él y, a través de Él, a todos
los seres que había creado. A todos los seres humanos y a todas las criaturas,
de forma que las pastoreásemos. Pero para que pudiésemos ejercer esa libertad
de forma que le amásemos y llegásemos a la felicidad, de acuerdo con nuestro
diseño, nos dio unas pautas de comportamiento que nos llevarían a esa
felicidad. Nos regaló también la razón para que, entre otras cosas, pudiésemos
entender el porqué de esas pautas. Y esas pautas eran benignas. Todo lo que no
va contra la felicidad del hombre, es bueno y está, por tanto, permitido. Por
supuesto, podíamos no seguirlas. ¡Éramos libres! Y nos dio otra cosa. Nos
delegó poder para ejercer ese pastoreo en su nombre. El salmo 8 nos dice: “Cuando contemplo los cielos, obra de
tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, me pregunto: ¿Qué es
el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te
cuides? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo
coronaste de gloria y majestad, le hiciste señorear sobre las obras de tus
manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: rebaños y ganados, bestias
salvajes, aves del cielo, peces del mar; todo cuanto surca los mares”. Con ese poder delegado podíamos controlar el
desplome de un alud o la crecida de un río o la erupción de un volcán o la ola
de un tsunami. Y lo que es más importante, podríamos controlar el crecimiento
de la entropía de nuestro cuerpo y con ello, controlaríamos el envejecimiento y
la muerte. Ese fue el poder que regaló a esas pobres criaturas cuyo cuerpo
procedía del mono[2]. Y
nos dejó ejercer nuestro poder y nuestra libertad hasta que la obra estuviese
completa.
Cuando hablo de estas cosas, me gusta poner un
ejemplo. Supongamos que somos jóvenes arquitectos del siglo XVI que trabajamos
con el gran Miguel Ángel. Hemos aprendido con él a ser grandes arquitectos
mientras nos iba explicando pacientemente cada paso que daba. Acaba de
completarse casi al 100% la cúpula de San Pedro. Todavía están puestas las
estructuras que la sostienen hasta que se ponga la piedra de clave en el centro
de la cúpula. La construcción es tan equilibrada que basta con sujetarla con un
dedo en alto, sin necesidad de ningún esfuerzo. Sólo poner el dedo en el punto
clave y mantenerlo. Miguel Ángel va a buscar la piedra de clave para colocarla[3] y nos deja a nosotros, en
lo alto del andamio, con el dedo en alto, sujetando la cúpula. Nos sentimos
plenos y satisfechos. Grandes. Somos espléndidos arquitectos. Entonces, en ese
pequeño impasse de tiempo, mientras Miguel Ángel está buscando la piedra para
rematar la obra, viene hasta nosotros un envidioso enemigo suyo y nos pregunta,
como quién no quiere la cosa: “¿Qué haces
ahí arriba con el dedo en alto? - Sujetando la cúpula –le contestamos con
orgullo– hasta que vuelva el maestro. - Pero,
¿tú eres tonto? –nos responde el envidioso transeúnte– ¿Te crees que va a volver? No te hagas ilusiones, no va a volver. Te
va a dejar ahí, haciendo el ridículo, mientras él va a recoger todos los
parabienes sin contar contigo que tanto has aportado a la construcción. Además,
eso de que la cúpula necesita ser sujetada es una pamplina. Se sujeta sola. Te
hace quedarte como un pasmarote, con el dedo en alto, tan solo para que creas
que es necesario que estés ahí. Yo que tú me iría ahora mismo a recibir los
honores que te corresponden”. Y, nosotros, incautos, ante las palabras de
un desconocido que no nos ha dado nada, absolutamente nada, dejamos nuestro
puesto y nos vamos a recoger esos supuestos honores que no nos habíamos ganado
y que, no obstante, Miguel Ángel iba a compartir con nosotros. Y claro, la
cúpula se derrumba. Y al derrumbarse, perdemos el control sobre aludes,
crecidas, volcanes y tsunamis, vida y muerte. Porque si mantuviésemos ese poder
sin el sometimiento a quien nos lo ha delegado, sin el respeto a sus pautas, al
manual de uso del diseño que somos, sería el desastre de los desastres. La
Biblia nos dice: “‘He aquí al hombre
manejando el bien y el mal. Sólo falta que ahora coma del árbol de la vida y
viva para siempre así, sin arreglo’. Y lo sacó del Edén”[4].
Es importante notar que del árbol de la vida, sí podía comer el ser humano
antes de comer del árbol del mal y del bien. Sólo después de comer de éste
árbol le fue prohibido comer de aquél
Cuando vuelva Miguel Ángel, ¿qué debería
hacer? ¿Tal vez mandarnos a la mierda? Sería muy razonable. Pero Dios no hizo
eso. Si el poder le fue abolido al ser humano casi por completo, para que no lo
usase mal, dejándole reducido a una débil criatura, no así la libertad, no así
la capacidad de amar, no así el amor de Dios a su criatura rectora, no así las
pautas de cómo ser felices dado el diseño que tenemos. Estas cuatro cosas
siguen en vigor. Tampoco fue abolida la razón para entender las pautas y para
muchas cosas más, aunque, ciertamente, ésta quedo muy mermada. El hombre quedó
con un poder y una inteligencia muy mermados, pero con la libertad y la
capacidad de amar casi intactas y con el amor de Dios, si cabe, engrandecido
por su misericordia. Y, claro, Dios no nos dejó huérfanos. Inmediatamente nos
dejó claro que todo se arreglaría. No con un chasquido de dedos y haciendo otra
vez Él todo. Tampoco podía dar otra vez el poder al hombre. No hasta que
supiese usarlo de acuerdo con las pautas de delegación. Se arreglaría dando al
ser humano un gran protagonismo en la reconstrucción, con un poder limitado y
desde luego, con su ayuda[5]. Pero también con
esfuerzo, con dolor y con muerte. Nos prometió desde el primer momento esa
reconstrucción. Digamos que antes incluso de cerrarnos el camino al árbol de la
vida puso en marcha el plan B. Un plan B que le ha salido muy “caro” a Dios.
Nos dice el Génesis en 3,15: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu estirpe y la suya;
ella te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el talón”. Ha habido
muchísima discusión de si ese ella, se refería a la mujer o a su estirpe. Da
igual. La promesa de Jesucristo y de María ya estaba allí y, con ellos, la
redención, el arreglo, con sangre, sudor y lágrimas, pero con la ayuda, el
apoyo, el consuelo y, por qué no decirlo, el sufrimiento de Dios en su plan B,
en esa ardua tarea. Y, en esas estamos. No hay castigo. Es necesario que esta
reconstrucción la llevemos a cabo nosotros, que destruimos la cúpula original.
No solos, por supuesto, sino con un Dios que toma nuestra condición y sufre con
nosotros TODOS nuestros dolores, fatigas y sufrimientos de este Plan B. Vale,
podemos preguntarnos, pero, ¿y todos esos seres humanos masacrados, humillados,
atropellados de mil formas distintas a lo largo de la historia? ¿Qué pasa con
ellos? ¿Quién les va a compensar su sufrimiento? Al final de los tiempos, Dios
restaurará la historia, la volverá a escribir en unos cielos nuevos y una
tierra nueva donde ya no habrá llanto, ni luto, ni dolor, ni quedará el
recuerdo de que lo hubo. Todo lo hará nuevo, también la Historia y NUESTRA
historia y nuestra memoria de la Historia y de NUESTRA historia reescrita. Lo
que de ninguna manera quiere decir que esta reescritura de la historia sea una
excusa para no aliviar en este mundo los dolores de los que sufren. Ni la
doctrina cristiana dice semejante cosa, ni el ejemplo de los mejores cristianos
lo avala. Tenemos la obligación, en este mundo, de aliviar con todas nuestras
fuerzas los sufrimientos del prójimo. Hasta aquí la explicación desde la óptica cristiana.
Voy a adentrarme ahora en la óptica no
creyente. Por supuesto, no hay una sola palabra que pueda decir si no se admite
como premisa mayor la existencia de un Dios todopoderoso, creador de cielo y
tierra y de sus leyes. En cambio, si se acepta esa premisa mayor, todo lo
anterior, que sabemos sólo por la Revelación, es posible, aunque se pueda creer
o no creer en ello aun aceptando la premisa mayor. Así es que aquí podría
acabar lo que pueda decir. Pero, a pesar de todo, me voy a atrever a tres cosas
para responder a las irónicas cuestiones que enuncié al principio. La primera
es una aclaración. La segunda una pregunta y, después, tratar de analizar posibles
respuestas. La tercera es una comparación.
Vamos con la aclaración. Sí, la ciencia
moderna ha determinado que todos los seres humanos que hay sobre la tierra
descendemos de una sola mujer. Como eso se sabe a través de unos orgánulos de
las células que se llaman mitocondrias, la han bautizado con el nombre de Eva
mitocondrial. Esto no prueba que en el principio de la estirpe humana hubiese
sólo una mujer. Puede ser que hubiese varios linajes y los demás se hayan
extinguido. No lo prueba, pero tampoco lo descarta.
Ahora la pregunta. Si la inteligencia del ser
humano no ha venido de fuera del mundo material, ¿de dónde ha venido? Ya oigo
la respuesta con exclamaciones: “¡De la
evolución, por supuesto!” Sí, es la respuesta del mainstream. Pero me
parece a mí que a esa respuesta le falta consistencia y voy a intentar señalar
esas inconsistencias. Desde luego, soy un convencido de la evolución de las
especies y lo he dicho ya más arriba. Me caben muy pocas dudas, si es que me
cabe alguna, de que mi cuerpo viene por evolución de un ancestro común de
hombres y chimpancés y, en última instancia, de la primera hebra de ARN que se
formó en la Tierra (no voy a entrar en cómo se formó esa hebra, no es objeto de
estas líneas). Pero eso, que me parece evidente cuando hablo de mi anatomía, se
tambalea cuando hablo de la inteligencia y de la libertad. ¿En qué me baso para
decir esto? En varias razones de las que expondré sólo algunas.
1ª La evolución jamás funciona
a saltos bruscos[6].
Si hay algo que hace casi indudable la evolución es el hallazgo de un registro
fósil que permite trazar su senda desde un organismo a otro y reconstruir en
buena parte el árbol de la vida. Es admirable la descripción que hace Stephen
Jay Gould en su obra “Un dinosaurio en un pajar”, del paso de un mamífero
terrestre a los actuales mamíferos marinos, basándose en fósiles de mamíferos
intermedios que marcan el camino. O el camino, marcado con fósiles, seguido por
algunos reptiles hasta llegar a convertirse en aves. Pero, eso mismo, que da
credibilidad innegable al hecho de que mi cuerpo proceda de la evolución de un
ancestro común con los chimpancés, a través de una serie de homínidos, hace
altamente inverosímil la aparición de la inteligencia humana por evolución.
¿Dónde están los pasos intermedios que tan brillantemente demuestran la
evolución anatómica? ¿En dónde se encuentran las huellas de una inteligencia
como la nuestra? Sencillamente, no existen. Si la inteligencia viene por
evolución hay que buscar explicaciones que suenan un poco confusas y que, al
final, reconocen su ignorancia. Oigamos a Ian Tatterstall: “[…] por último, debemos considerar
la aparición de algo totalmente inesperado [el pensamiento simbólico] gracias a
una casual coincidencia. [...] Pero podemos afirmar que nuestro linaje pasó a
disfrutar de un pensamiento simbólico desde un estado precedente no simbólico. La única explicación ¿verosímil? es que,
con la llegada del H. Sapiens anatómicamente moderno, las exaptaciones previas
se combinaron por azar con pequeños cambios genéticos, creando un potencial sin
precedentes. […] No podemos dar por completo este relato pues los humanos
anatómicamente modernos siguieron siendo arcaicos [sin pensamiento simbólico]
durante mucho tiempo antes de adquirir un comportamiento moderno. [...] No
podemos afirmar con seguridad en que consistió la innovación de marras”[7]. (la negrita es mía y me he
permitido poner entre interrogación la palabra verosímil. Pido disculpas por
ello).
2ª La plasticidad de la evolución hace que
todo lo que pueda suponer una ventaja competitiva para un organismo, sea
desarrollado por la evolución una y otra vez de muy distintas maneras y desde
diversos puntos de origen en un proceso de evolución convergente. Un delfín y
un tiburón, a pesar de que su origen evolutivo es muy distante, tienen una forma
parecida porque ambos se han tenido que adaptar a nadar en un medio acuático y
su forma es una clara ventaja competitiva. Tener apéndices que pinchen confiere
a un organismo una ventaja competitiva. Y, claro, la evolución ha buscado una
gran variedad de maneras de llenar ese hueco en especies muy distantes entre sí
en el árbol de la vida. Por ejemplo, los toros tienen cuernos punzantes de
hueso. Los elefantes los tienen de piezas dentales, los rinocerontes los tienen
de pelos endurecidos, los cardos de tejido de parénquima, etc. Lo mismo podría
decirse de la capacidad de generar veneno por medusas, abejas, escorpiones,
serpientes, ortigas, etc. Sin embargo, el arma competitiva de la inteligencia,
que es, de lejos, la más poderosa que pueda existir, ha aparecido una sola vez.
Extraño, ¿no?
3ª La evolución es extremadamente tacaña.
Jamás comete excesos. Sólo produce aquello
que los organismos necesitan para sobrevivir en
el plazo inmediato, y siempre los deja en el límite de la supervivencia. Y, por
favor, que alguien me diga, ¿era necesaria para la supervivencia de un hombre
de las cavernas tener una inteligencia que eventualmente le permita saber de
qué están hechas las estrellas? ¿O un oído que le permita componer, reproducir
y apreciar las más bellas melodías imaginables? ¿Se dedicaría la evolución a
desarrollar esas facultades? ¿Para qué? ¿Se conoce alguna otra especie que haya
tenido el éxito expansivo que ha tenido la humanidad?
Podría seguir con argumentos relacionados con
el tamaño del cerebro, el parto humano, la evolución del aparato del habla,
etc, que hacen poco plausible pensar que la inteligencia ha venido por
evolución, aunque el mainstream se empeñe en ello. Conviene desconfiar de los
mainstreams que no dan respuestas convincentes. Acaban siendo simple moda. Y
moda cuya vulneración puede tener duras consecuencias. Pero, si la inteligencia
no ha venido por evolución, ¿de dónde demonios ha venido? ¿Cómo, por qué y para
qué ha aparecido?
Tras la pregunta, la comparación. Si se
desecha el hecho de que el mundo fue creado bueno y que sólo el uso desordenado
de nuestra libertad haya hecho posible el mal, ¿qué esperanza nos queda a los seres
humanos de conseguir un mundo bueno? Si el mundo no tiene una raíz buena,
aunque mal manejada, sólo nos queda la resignación o el buenismo utópico. Si
así fuese, el mal y el bien estarían tan entrelazados y formarían parte en pie
de igualdad de la naturaleza del mundo y del hombre que no habría manera de imaginar
un mundo sin mal. Y, sin embargo, ese es uno de los más arraigados sueños y de
los más profundos anhelos de la humanidad en su conjunto y de cada ser humano
en particular, desde sus albores. Eso es lo que nos ha llevado a sociedades
cada vez menos violentas que intentan buscar formas pacíficas de convivencia,
así como al desarrollo de tecnologías que intenten acabar con el mal físico.
¿De dónde nos viene ese anhelo? ¿También de la evolución? ¿Qué otro ser de este
mundo lo tiene? ¿Qué cosmovisión es más acorde con lo que experimentamos que
somos y anhelamos? C. S. Lewis decía a un amigo en una carta: “Y
ahora, otra cosa sobre los deseos. Un deseo puede llevar a falsas creencias, te
lo concedo... Pero ¿qué sugiere la existencia del deseo? Una vez me impresionó
una frase de Arnold: ‘Tener hambre no prueba que tengamos pan’. Pero lo que es
seguro, aunque no prueba que un hombre concreto no tenga comida, sí prueba que
existe la comida. Por eemplo, si fuéramos una especie que no comiera
normalmente, que no estuviera diseñada para comer, ¿sentiríamos hambre?” Si sólo fuésemos la colocación accidental de
los átomos, no tendríamos ese anhelo y deberíamos convenir, si somos
coherentes, que si Hitler o Stalin tuvieron algo de malo fue que cometieron un
error de cálculo. Pero nadie en su sano juicio acepta semejante barbaridad.
¿Por qué? De forma que es la idea del pecado original la que mejor explica el
mundo que vivimos y la que nos da una sólida esperanza a nuestro arraigado
anhelo de que el bien, al final, triunfará. Me permito acabar con una frase de
Louis Pawels y Jaques Bergier en el prólogo de su libro “La révolte des
magiciens”[8]: “Ahora bien, si
alguien, abusando de la autoridad científica –la cual, que yo sepa, no tiene
por misión desesperar al hombre– me dice: “nada maravilloso puede encontrarse
en este mundo”, me negaré obstinadamente a prestarle oídos. Con mis pobres
medios, y con toda mi pasión proseguiré mi búsqueda. Y si no encuentro nada
maravilloso en esta vida, diré, al despedirme de ella, que mi alma estaba
embotada y mi inteligencia ciega, no que no hubiese nada que encontrar”.
[1] En más de una ocasión, en otros
escritos, he dicho que la frase del Génesis de “dominad la tierra” o “someted
la tierra” era una mala traducción del hebreo de una frase que significaría más
bien “pastoread la tierra”. Esto no es una idea mía sino de lingüistas que
conocen el hebreo.
[2] En términos científicos diríamos
que dio al hombre el poder de controlar la entropía y el colapso cuántico de
cada partícula. Es científicamente cierto que si alguien tuviese ese poder,
podría controlar las cosas que he enumerado arriba a modo de ejemplo y
muchísimas cosas más. En general, podría controlar todos los fenómenos físicos.
Y si Dios creó todo (recordad que estoy en la óptica cristiana), incluidas las
leyes que lo rigen todo, incluida la ley de la entropía y las de la física
cuántica, ¿acaso no puede tener ese poder? ¿Y acaso no puede delegárselo a
quien quiera?
[3] La piedra de clave es Jesucristo
que, si hubiésemos esperado con el dedo en su sitio, hubiese transformado en
definitivo ese poder, sin necesidad de pasar por su pasión, muerte y
resurrección.
[4] Cfr Génesis 3,22-23, pasaje que he
parafraseado muy ligeramente pero que creo que mantiene su sentido.
[5] Los hombres, con nuestra mermada
inteligencia, vamos poco a poco reconquistando este poder a través de la
tecnología. La gran cuestión es si habremos aprendido a usarla de acuerdo con
las pautas de la delegación de Dios. Si no lo aprendemos así, nos pasará como
en el juego de la oca cuando alguna trampa hace retroceder al jugador hasta
casillas más retrasadas. En la trampa de la muerte, que te devuelve al
principio, ya caímos. Ahora se trata tan sólo –¡joder con el tan solo!– de
cuántas casillas retrocederemos si no aprendemos.
[6] Esta afirmación no contradice en
nada al llamado equilibrio puntuado como forma de evolución, formulado por el
extraordinario biólogo evolucionista Stephen Jay Gould. Pero no es este tampoco
el lugar para hablar del equilibrio puntuado.
[7] Ian Tatterstal: Homínidos contemporáneos. Investigación y Ciencia,
Marzo 2000
[8] Pésimamente traducido por “La
rebelión de los brujos” y continuación del también pesimamente traducido en su
título “El retorno de los brujos” (Le “matin des magiciens”) dos libros cuya
lectura recomiendo con entusiasmo.
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