5 de octubre de 2018

La Iglesia, herida y manchada por sus hijos


Creo que no se puede dudar de que la Iglesia está pasando por un terrible momento de su historia. Hay quien habla de un posible cisma. Y yo lo vivo con dolor. Con indignación también pero, sobre todo, con dolor. También con inmensa preocupación, pero con una confianza mucho mayor. Porque sé que esta Iglesia, dos veces milenaria, ha pasado por muchos momentos tan terribles o más que éste. Es odioso establecer comparaciones, porque cada uno de esos terribles momentos está marcado por el signo de su tiempo y esos signos no son comparables. Sin embargo, en su corta historia –¡qué son dos mil años frente a la eternidad a la que está llamada!–, ha visto derrumbarse imperios, reinos e instituciones que parecían eternos. Y en más de una ocasión, estos poderosos imperios, antes de derrumbarse, han dado por muerta a la Iglesia. Por eso mi preocupación y mi dolor, hirientes, no le han abierto la puerta al miedo. Las puertas del infierno no prevalecerán contra ellas, nos ha dicho Jesucristo. Podría, por lo tanto, callarme y terminar aquí este escrito. ¿Qué puedo aportar yo a engrandecer esa promesa? Nada. Pero Dios quiere servirse para sus fines de insignificantes causas segundas y tal vez, sólo tal vez, yo pueda ser una de esas segundas causas. Si esto es estúpida osadía, estas líneas se disolverán en la nada. Pero si no lo es, tal vez una palabra llegue a un oído que necesitaba oírla. No lo sé. Pero ahí voy.

 En el signo de estos tiempos que nos toca vivir, son dos las amenazas que se ciernen sobre la Iglesia. La primera, tan terrible como repugnante, es la ola de pederastia que está pasando sobre ella. No escribo estas líneas para disculparla ni en lo más mínimo. Tal vez pudiera hacerlo sin faltar a la verdad. Podría hablar de la grave enfermedad moral por la que atraviesa esta sociedad y de la que la Iglesia se ha contagiado. Podría hablar de la inmensa cantidad de sacerdotes que son un ejemplo de entrega generosa y alegre a cuidar de ese mundo enfermo. Y si lo hiciese no estaría mintiendo. Pero no quiero hacerlo. Un caso sería demasiado y hay muchos más de uno. No quiero poner paliativos al momento. Lo he vivido de forma relativamente cercana. Cuando pertenecía al movimiento Regnum Christi, me di de bruces con la pederastia –y otros terribles pecados– de su ¿fundador?, al que creía un santo. Superar ese momento encarando, no sin dificultades, la dolorosa verdad, me ha hecho inmune a los paños calientes. Así que no los voy a usar. No es una cuestión de número, de cuantos pederastas hay en la estructura de la Iglesia. Ni de comparaciones del estilo de preguntarse si hay más pederastas entre los curas o entre los profesores de gimnasia (con perdón de los profesores de gimnasia que en su mayoría son gente estupenda) o en qué proporción superan los curas ejemplares a los repugnantes. Ya he dicho que uno de éstos sería demasiado. Es una cuestión peor. Es una cuestión de que los que sean, están unidos en un lobby que se apoya, se protege y se impulsa. Lobby que hay que romper. Me temo que hay que asumir el riesgo de contradecir –aparentemente, espero– a Cristo y quitar la cizaña antes de la siega. Pero con el máximo cuidado de no arrancar el trigo.

No sé que engaños, trampas, mentiras, conspiraciones y miedos han hecho que este lobby haya sido escondido debajo de la alfombra durante siglos –porque me temo que ese pecado no es privativo de los siglos XX y XXI–. Pero sí sé que Benedicto XVI empezó, antes de ser Papa, siendo Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a intentar arrancar ese cáncer. Luego, como Papa, continuó esta lucha. Él levantó, gracias a Dios, el caso del turbio Maciel. Él fue –me atreveré a decir que el primero– que empezó a levantar alfombras en busca de la porquería que había acumulada debajo, para limpiarla. No creo equivocare si afirmo que fue el hedor de lo que encontró ahí debajo, su grado de incrustación, junto con su debilidad física, una de las causas más importantes que le movieron a dejar el pontificado. Pero él inició ese proceso de limpieza. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión. ¿Ha tomado Francisco el testigo? Dejo mi respuesta a esta cuestión para más adelante, porque antes quiero decir algo de la segunda de las amenazas que he dicho que se ciernen sobre la Iglesia que es, me parece, menos repugnante, pero todavía más grave que la primera y que es la que podría llevar al cisma del que algunos avisan.

Hay ciertas cosas, más o menos accesorias que no me gustan de Francisco. No me gusta su populismo ni el giro que ha dado a la Doctrina Social de la Iglesia en las cosas que no son su núcleo magisterial. Y he sido muy crítico con esta corriente del Papa. Tengo sentimientos encontrados con su incontinencia verbal. Por un lado, creo que ha llegado la el momento histórico de que la Iglesia hable al mundo en román paladino, en el cual suele el pueblo hablar a su vecino, que no es tan letrado para entender otro latino, parafraseando a Gonzalo de Berceo. Pero a veces, en mi opinión, Francisco se expresa de una forma disparatada. Ninguna de estas dos cosas forma parte del núcleo de lo que es la función de Papa. Pero hay otras cosas de él, que me parecen que sí son parte de ese núcleo medular de su función, que me enamoraron desde antes de su pontificado. Su especial su manera de dar continuidad a lo empezado por el Concilio Vaticano II me fascinó desde casi antes del primer día de su pontificado. Efectivamente, poco después de su elección, el Arzobispo de La Habana –creo que fue él– hizo público, con autorización del ya Papa Francisco, un papel que había escrito con motivo de la reunión abierta de cardenales antes del cónclave. Este papel, escrito sobre la marcha, de su puño y letra dice:

- Se hizo referencia a la evangelización[1]. Es la razón de ser de la Iglesia.
- "La dulce y confortadora alegría de evangelizar" (Pablo VI).
- Es el mismo Jesucristo quien, desde dentro, nos impulsa.

1.- Evangelizar supone celo apostólico. Evangelizar supone en la Iglesia la parresía[2] de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria.
2.- Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma (cfr. La mujer encorvada sobre sí misma del Evangelio). Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico. En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde fuera la puerta para entrar... Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir.
3.- La Iglesia, cuando es autorreferencial, sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser el mysterium lunae y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad espiritual (Según De Lubac, el peor mal que puede sobrevenir a la Iglesia). Ese vivir para darse gloria los unos a otros. Simplificando; hay dos imágenes de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans (“La que escucha religiosamente la Palabra de Dios y la proclama con confianza”. Traducción del transcriptor, probablemente deficiente), o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí. Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas.
4.- Pensando en el próximo Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de "la dulce y confortadora alegría de la evangelizar".

Como he dicho, esto me enamoró de este Papa, por encima de las cosas secundarias que, más tarde, me han disgustado de él. Y hoy todavía prima, con gran diferencia, lo primero sobre lo segundo. Releer estas líneas renueva mi amor por él. Pero esto no gustó nada a quienes querían, precisamente, el tipo de Iglesia autorreferencial, encerrada en sí misma, aislada y “aduanera de la gracia[3]”. Y, desde el principio de su pontificado, esta iglesia (con minúscula) ya estaba en guardia. Y dado que el Papa ha seguido y está siguiendo fielmente el programa de acción expresado en las líneas anteriores, la tensión se ha incrementado hasta límites dramáticos. Esta tensión ha alcanzado su punto álgido con la publicación de la exhortación apostólica Amoris Laetitia, que siguió a la clausura del sínodo de la familia. Muchos obispos y cardenales, así como muchos católicos, quieren ver en ella una vulneración de la sólida doctrina de la Iglesia sobre los sacramentos del matrimonio, la Eucaristía y la confesión. He leído y releído esta exhortación muchas veces intentando ver en ella esa vulneración. No la he encontrado por ninguna parte. Sí que hay en ella un acercamiento asintótico a ese límite. Acercamiento que nace de la necesidad de la Iglesia, expresada en las líneas programa que he citado más arriba, de acercarse a las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia[4] religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria”. Y eso da –a mí también me lo da– cierto vértigo. Pero si creemos en la acción del Espíritu Santo sobre la Iglesia y sobre el Papa, debemos hacer que nuestra confianza sea mayor, mucho mayor, que nuestros miedos y vértigos. Ha habido en la historia una enorme cantidad de Papas terribles y lamentables en sus conductas personales. Los hay que han robado, que han fornicado, que han matado, que han hecho cosas horribles. Pero ninguno ha ido, ni por asomo, contra el depósito evangélico mantenido en la Tradición sobre la doctrina de Cristo. Ni uno sólo. Francisco tampoco lo ha hecho y, fiado en el Espíritu Santo, no creo que lo haga. Pero determinados sectores creen que sí. Incluso que ya lo ha traspasado. He pedido a algunos que así lo creen que me señalen una frase de esa exhortación que traspase esos límites. Me han contestado vaguedades, pero nunca me la han señalado. Ha habido cardenales que le han pedido, casi exigido públicamente, al Papa que les aclare determinados puntos. Me sorprende que no vean claras cosas que un pobre cristiano de a pie ve meridianamente con sólo leer el texto. Por eso este Papa ha recibido, recibe, y recibirá enormes críticas. Y me parece bien, porque la Iglesia ni es ni debe ser monolítica. Me parece bien siempre que esas críticas se mantengan los cauces que marca esa misma doctrina.

Alguno se preguntará: ¿Y, qué ha pasado con el tema de la pederastia? ¿Se te ha olvidado? No, de ninguna manera, lo retomo. Pero, antes de seguir, respondo a una pregunta que formulé más arriba y que, afirmaba, era el meollo de la cuestión: ¿Ha tomado Francisco el testigo, enarbolado por Benedicto XVI, de la lucha contra la hidra del lobby homosexual-pederasta en la Iglesia? Me atrevo a contestar a esta pregunta con un sí categórico. No soy vaticanista ni llevo un registro de todo lo que hace o dice el Papa, pero creo que mi memoria no me engaña al recordar los muchos palos que el Papa a dado a personajes de la alta jerarquía con un pasado de pederastia. Si algo le ha faltado, tal vez, ese algo sea tacto. ¿Pero hay que tener tacto con este asunto?

Sin embargo, tan recientemente como finales de Agosto, un Arzobispo de la Iglesia católica, Carlo María Viganò, ex Nuncio apostólico (Embajador) en EEUU desde 2011 hasta 2016, tras haberlo sido en otros países y haber ocupado cargos de responsabilidad en la Curia, ha lanzado una terrible carta a través de los medios. En ella acusa al Papa de haber encubierto durante años, desde el 2013, dice, la conducta pederasta del Arzobispo y Cardenal Theodore McCarrick. La carta es mucho más que una acusación al Papa por encubrimiento. Tiene dos partes. La primera habla de una larga lista de cardenales y miembros de la curia que, desde mucho antes de que Francisco accediese al papado, según Viganò, son encubridores del lobby pederasta-homosexual de la Iglesia. La verdad es que no deja títere con cabeza. El problema es que no aporta ninguna prueba. ¿Habrá en esa lista quien, efectivamente, forme parte de ese lobby que, sin lugar a dudas, existe? Seguramente. Hasta un reloj parado da bien la hora dos veces al día y si disparas a todas partes, seguro que cazas algún pato. El problema está en probar quienes son los que están en ese lobby. Una cosa es no esperar al juicio final para arrancar la cizaña y otra muy distinta arrancar trigo y cizaña en el mismo puñado, sin la más mínima preocupación. Esa no es manera de proceder para limpiar la Iglesia de ese lobby. La segunda parte, claramente señalada por una línea de asteriscos, ya va directamente contra Francisco. Y le acusa del encubrimiento directo de dicho cardenal. Lo que no dice ni en un solo lugar en la carta, es que en Junio de 2018, es decir, antes de que su autor la escribiese, el Papa aceptó la renuncia del cardenalato de McCarrick y le relegó a una vida retirada de oración y penitencia. Esto sucedió tan pronto como las autoridades eclesiásticas de los EEUU afirmaron que las acusaciones contra McCarrick de un seminarista del que abusó, parece, hace cuarenta y cinco años, eran creíbles. Lamentablemente, el delito estaría prescrito y la policía y la justicia civil americanas no tienen nada que decir al respecto, pero la condena eclesiástica ya se ha producido.

Pero lo que Viganò quiere “demostrar” en esa carta es que McCarrick era un abusador en serie, que él lo había denunciado repetidas veces bajo el papado de Juan Pablo II y Benedicto XVI y que todos los citados en la carta son encubridores de esa denuncia suya. En la segunda parte de la carta asegura que se lo había dicho al Papa Francisco en 2013, con ocasión de una rápida conversación que tuvo con él, recién nombrado Papa. También asegura que Benedicto XVI había hecho, ya en 2010, una condena a McCarrick similar a la que acaba de hacer en Junio pasado Francisco, y que éste la ignoró. Pero así como esta condena de Francisco a McCarrick es sobradamente conocida, como lo fue en su día la de Benedicto XVI contra Maciel, ésta no parece ser conocida por nadie.

Naturalmente, esto ha generado un gran revuelo. En el vuelo de vuelta del viaje papal a Irlanda, el 26 de Agosto, uno de los periodistas le pidió al Papa que diese su opinión sobre la carta de Viganò que acababa de ser publicada. El Papa, que la acababa de leer, dijo que no iba a decir ni una palabra sobre la carta, pero instó a los periodistas que la leyeran con su instinto, profesionalidad y espíritu crítico periodísticos y que, cuando la leyeran así, podría comentarla con ellos. Eso es lo que he hecho yo, leerla, aún sin ser periodista ni tener ese instinto y profesionalidad. Y es lo que recomiendo a quien quiera enterarse: que vaya a las fuentes. Pongo para ello un link a la carta.


 Y, la verdad, la carta me ha parecido absolutamente inconsistente. A mi entender es más bien un ataque personal, una especie de ajuste de cuentas, sin solidez argumental. La primera parte es, como he dicho, una larga lista negra en la que muchos cardenales y miembros de la curia son acusados, sin pruebas, de formar parte o ser encubridores del lobby homosexual-pederasta. La segunda parte va directamente contra Francisco. Especial debilidad argumental presentan las dos breves conversaciones sin testigos –una de ellas sólo un cruce de palabras en una fila para saludo protocolario en 2013 y la otra una conversación privada de 40 minutos– que son la única base para las acusaciones de Viganò a Francisco, además de otra supuesta conversación de Vigaró con McCarrick relatada en unos términos que parecen más bien propios de un reality show. La carta, por otro lado, presenta manifestaciones de que es el amor a la Iglesia la que le mueve a hacer público un documento así y frases en las que se pone a Dios como único testigo de la veracidad de lo que se dice. Y final, tras decir que hay muchos más casos, que no cita, en los que el Papa encubre a pederastas, pide su dimisión. Al más puro estilo de la política. Mi sensación, al terminar de leerla es la de haber leído un documento lamentable. A pesar de las frases de protesta de amor a la Iglesia y de deber moral de escribirla precisamente por ese amor, no percibo este sentimiento por ninguna parte. Y eso que la carta no fue escrita directamente por Viganò, sino que fue contada por él al periodista Marco Tosatti, que le dio la forma definitiva. Tosatti dice que el Arzobispo no aportó ninguna evidencia, que él suavizó la historia y que, eso sí, mantuvo la “poesía” de forma literal, sea eso lo que sea que quiera decir.

¿Qué puede mover a un arzobispo que ha ocupado durante años cargos de responsabilidad en la Iglesia a escribir algo así? No lo sé. Es cierto es que Francisco se ha hecho muchos enemigos en muchos frentes. Recién nombrado Papa tuvo que soportar una acusación inconsistente de haber colaborado con el régimen del general Videla, sin que por otro lado se haya librado de ser acusado de haber tomado partido por la teología de la liberación, acusación también falsa. Se ha ganado la animadversión de muchos que ven en él, no ya un buenista populista –cosa en la que coincido– sino un criptocomunista. También se ha ganado la acusación de hereje por parte de muchos de los que creen que ha desvirtuado los sacramentos del matrimonio, la Eucaristía y la confesión. Por supuesto, se ha granjeado la inquina de muchos de los que ha destituido –según ellos o sus seguidores, por sectarismo o venganza ideológica–. Hay quien dice que el hecho de no haber sido nombrado cardenal puede tener algún peso en las acusaciones de Viganò a diestro y siniestro. ¿Cabe preguntarse si puede haber algún tipo de connivencia, más o menos explícita entre todos estos frentes anti Francisco. No lo sé. Pero mi opinión es que esos conjuntos, no siendo ni mucho menos coincidentes, sí tienen un grado de solapamiento cuya magnitud ignoro, pero que seguro que no es exactamente cero. En lo que a mí respecta, estaré completamente fuera de todos ellos, aunque nunca he ocultado mi desacuerdo con la visión de la economía de este Papa. En cambio, rezaré por él con toda mi alma, como el pide que se haga, por él y por la Iglesia.

En lo que se refiere a la Iglesia, ojalá haya manos justas y firmes –incluidas, por supuesto, las de las autoridades civiles– que erradiquen, como he dicho antes, la cizaña del lobby homosexual-pederasta, sin dañar al trigo, que es abundante. Espero que esto no contradiga el espíritu de la parábola del trigo y la cizaña predicado por Cristo, pero nada en mi ser se inclina a esperar al juicio final para esta limpieza. No quiero, sin embargo, terminar estas líneas sin expresar mi amor a la Iglesia de la que, a pesar de todos los escándalos, me siento hijo. Seguramente me alargue más de la cuenta en este final, pero me resulta vitalmente necesario. A quien le parezca inútil, es muy libre de saltárselo y dar aquí por terminada la ya larga lectura de este texto.

Me siento hijo porque la Iglesia, más allá de estas espantosas miserias, me da a Cristo a través de todos los sacramentos. Y esa es la Iglesia. La que es santa, a pesar de las inmundicias de diversos tipos que echemos sobre ella los seres humanos. Quiero también decir que la Iglesia no es santa y pecadora. La Iglesia es sólo santa, tal y como la describe san Pablo:

“Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para consagrarla a Dios, purificándola por medio del agua y la palabra. Se preparó así una Iglesia esplendorosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida; una Iglesia santa, esplendorosa e inmaculada” (Efesios 5, 25-27)

Los pecadores somos los hombres que la formamos. Esa era la intención de san Ambrosio cuando la llamó, en atrevido símil, “Casta meretrix”. Trataba de decir que la Iglesia no hacía ascos a aceptar dentro de sí a todos los seres humanos, por muy pecadores que fuesen. O, precisamente, por ser muy pecadores. ¿Podría la Iglesia haber aspirado a ser un club de perfectos? ¡Jamás! Si hubiese pretendido ser eso, además de desaparecer, no hubiese respondido ni por un momento al designio misericordioso de Dios en Jesucristo. Benedicto XVI lo expresó magníficamente en la siguiente frase:

“[…] Yo diría que es importante reconocer que estar en la Iglesia no quiere decir formar parte de una asociación, sino estar en la red del Señor, que pesca peces buenos y malos de las aguas de la muerte para llevarlos a las tierras de la vida. Puede ser que en esta red haya peces malvados y lo siento, pero es verdad que no estoy aquí por éste o por el otro, sino porque es la red del Señor, que es algo diferente a todas las asociaciones humanas, una red que toca el fundamento de mi ser. Hablando con estas personas creo que tenemos que ir hasta el fondo de la cuestión: ¿qué es la Iglesia? ¿Cuál es su diversidad? ¿Por qué estoy en la Iglesia, aunque se den escándalos terribles? Así se puede renovar la conciencia del carácter específico de ser Iglesia, pueblo de todos los pueblos, pueblo de Dios, y aprender así a soportar también los escándalos y trabajar contra los escándalos, formando parte precisamente de esta gran red del Señor”. (respuesta a un periodista en el vuelo de regreso de su viaje a Alemania)

Si vemos a la Iglesia desfigurada y fea, tenemos que saber ver, a través de esa fealdad, a veces espantosa, la imagen de Cristo, desfigurado por nuestros pecados, de la que habla, cinco siglos antes, el profeta Isaías en el cuarto poema del Siervo Sufriente:

“Mi siervo va a prosperar, crecerá y llegará muy alto. Lo mismo que muchos se horrorizaban al verlo, porque estaba tan desfigurado que no parecía hombre ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchos pueblos. […] Creció ante el Señor como un retoño, como una raíz en tieera árida. No había en él belleza ni esplendor, su aspecto no era atractivo. Despreciado, rechazado por los hombres y familiarizado con el sufrimiento, como alguien ante quien se vuelve el rostro, lo despreciamos y lo estimamos en nada. Sin embargo, llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sifrimientos. Aunque nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado, eran nuestros pecados los que le traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados. Andábamos todos errantes, cada cual por su camino, y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas. […] Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá descendencia, prolongará sus días, y por medio de él tendrán éxito los planes del Seños. Después de una vida de aflicción comprenderá que no ha sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas. Le daré un puesto de honor, un lugar entre los poderosos, por haberse entregado a la muerte y haber compartido la suerte de los pecadores.  Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores” (Isaías 52, 13 - 53, 12).

Sólo hay que cambiar el masculino por el femenino para ver a la Iglesia santa, herida por nuestros pecados, a través de la cual, tendrán éxito los planes del Señor.

Pero, a menudo, los “cristianos de cuna”, como llama el converso ex comunista francés André Frossard a los que hemos sido educados desde niños en la fe, tendemos a ver sólo, o sobre todo, la mediocridad o la estulticia o la perversión de muchos de los seres humanos que formamos la Iglesia en vez de su santidad (la de la Iglesia). En su magnífico libro “No estamos solos” (Belacqua de Ediciones y publicaciones, Barcelona 2005), dice:

“La Iglesia es una institución divina porque es Dios quien le confía las almas, y no al contrario, como piensan ciertos burócratas de sacristía que seleccionan los niños para el bautismo. A este tipo de Iglesia no le he dado yo mi apoyo; he sido conducido a ella como un niño a quien se lleva a la escuela cogido por la mano, o llevado a su familia, desconocida para él. Esta sensación de connivencia entre la Iglesia y lo divino ha sido tan intensa que siempre me ha retenido […]. Sobre la Iglesia nunca he tenido la menor tentación de proferir el más pequeño de los juicios. Su santidad invisible me impresiona, sus debilidades e imperfecciones en la tierra me tranquilizan y me la hacen más próxima. Porque la realidad es que yo tampoco soy un ser perfecto.

Desde el primer día la Iglesia me ha parecido una institución hermosa. Los cristianos de cuna, como denominan los americanos al fiel que ha nacido en el seno de una familia cristiana, a menudo me han preguntado –con la cara del indígena que quiere conocer la opinión del turista sobre las últimas iniciativas municipales– si la Iglesia no ha decepcionado a ese joven converso que fui durante mi juventud. Cuando me planteaban esta cuestión no se daban cuenta del contraste absoluto que la Iglesia presentaba para mí en comparación con el bagaje ideológico recibido durante mi infancia. Durante este tiempo viví –y ahora soy plenamente consciente de ello– a expensas de algunas ideas cristianas desviadas de su fin, arrancadas de sus raíces naturales, colocadas en conserva, y que presionaban sobre la tapa que las cubría”.

No es Frossard el único converso que ve así a la Iglesia. Así la veía también Edith Stein, venida desde el judaísmo pasando por el ateísmo. O Gertrud von Le Fort, venida del mundo protestante. De ésta, Olegario González de Cardedal, en el prólogo al libro de Gertrud, “Himnos a la Igleisa”, dice:

“El libro de Gertrud es una palabra dirigida a la Iglesia por alguien que está en camino hacia ella y la saluda de lejos, tras haberla descubierto. Es el canto alborozado de quien viene de una larga navegación, que ha avanzado muchas millas entre la niebla, emitiendo largos gemidos sonoros con la sirena para evitar choques y lanzando ráfagas de luz desde sus propios faros, para ver si divisa tierra. Por fin la tierra aparece en su figura, espesor y luminosidad. Es el saludo jubiloso de quien ya la ve real y se dispone a desembarcar en ella, aun cuando todavía esté a una distancia. Ésta es la situación vital en que está escrito el libro. Saludo a la Iglesia católica de quien todavía no pertenece a ella”.

Y, ya puestos, no puedo dejar de transcribir, aún parcialmente, la visión sobrenatural y eterna que Gertrud tenía de la Iglesia y que plasma magistralmente, hablando como si ella misma fuera la Iglesia, en uno de los poemas de ese libro:

“Pero cuando un día se inicie

el gran fin de todos los misterios,
cuando el Escondido surja como un relámpago
en las tremendas tempestades
del amor desencadenado,
cuando su regreso suene como tormenta
por el universo,
y dé gritos de júbilo la soterrada añoranza
de su creación,
cuando los globos de los astros estallen en llamas
y surja de su ceniza la luz liberada,
cuando.. [...],
cuando...[...],
cuando...[...],
cuando...[...]:
Entonces el revelado levantará mi cabeza
y, ante su mirada, mis velos se alzarán en fuego,
y yo estaré postrada
cual espejo desnudo ante la faz de los mundos.
Y los astros reconocerán en mí su luz glorificante
y los tiempos reconocerán en mí lo que tienen de eterno,
y las almas reconocerán en mí lo que tienen de divino,
y Dios reconocerá su amor en mí.
Y ya no recaerá sobre mi cabeza ningún velo
como el deslumbramiento de mi Juez.
En él se sumergirá el mundo.
Y el velo se llamará Gracia,
y la gracia se llamará Infinitud...
y la Infinitud de llamará Bienaventuranza.
Amén”.

Otro católico, criado en la dificultad precisamente por serlo, J.R.R. Tolkien, le escribe una carta a su hijo, ese sí, católico de cuna, que se siente escandalizado por el comportamiento de los miembros de la Iglesia, hasta el punto de pensar en abandonarla. Le dice:

“Yo creo que soy tan sensible como tú (o como cualquier otro cristiano) a los ‘escándalos’, tanto del clero como de los laicos. He sufrido dolorosamente en mi vida por causa de sacerdotes estúpidos, cargantes, negados e incluso malvados; pero sé lo suficiente de mí mismo como para ser consciente de que no abandonaría la Iglesia (lo que para mí sería romper una alianza con Nuestro Señor) por esos motivos: si yo abandonara la Iglesia lo haría porque dejase de creer... porque negase el Santísimo Sacramento, es decir, porque llamase a Nuestro Señor en su propia cara: ‘eres un fraude’.

Si Él es un fraude, y los Evangelios son un fraude –es decir relatos ornamentados de un megalómano demente (que es la única alternativa)–, entonces por supuesto que el espectáculo que ha exhibido la Iglesia... en la historia es simplemente evidencia de un gigantesco fraude. Mas si no es así, entonces este espectáculo es ¡Dios santo! tan solo lo que cabría esperar. Comenzó el día mismo de la primera Pascua y es algo que no afecta nuestra Fe en absoluto –salvo en que nos hace sentir profundamente doloridos–. Pero hemos de dolernos en Nuestro Señor y en su favor, sintiéndonos más cercanos a los escandalizadores que a los santos, dejando de gritar que no podemos ‘aceptar’ a un Judas Iscariote, o inclusive a un absurdo y cobarde Simón Pedro. Ni a esas mujeres tontas, como la madre de Santiago, tratando de promover a sus hijos”.

La verdad es que, en este caso, en el que los escándalos vienen de pederastas, me costaría sentirme más cerca de los escandalizadores que de los santos. Pero el principio es el mismo.

No caigamos, sin embargo, en pensar que para ver así a la Iglesia hay que venir de fuera de ella. Conozco a muchos católicos de cuna que tienen de ella una magnífica visión sobrenatural, infinita y eterna y que llevan dentro dentro de sí fuertísimos sentimientos de amor hacia ella. No obstante, yo le doy gracias a Dios porque me haya permitido alejarme durante años de Él y de su Iglesia, para que, siendo un cristiano de cuna, albergue en mí esas visiones y esos sentimientos a través de un proceso de reacercamiento. No creo que hubiese sido capaz de tenerlos si no me hubiese alejado. Pero sólo Dios sabe a través de qué medios le da a cada uno la gracia para tenerlos. Por eso, esta idea me da atrevimiento para vencer mi vergüenza de mal poeta, sobre todo viniendo detrás de Gertrud von Le Fort, y acabar estas páginas, ya demasiado largas con una poesía mía a la Iglesia.

La escribí en Roma, el día del cierre de la puerta santa el 5 de Enero de 2001, en el jubileo de fin de siglo. Fue una ceremonia próxima, íntima, en la Basílica de Santa María la Maggiore, el día antes de la mucho más solemne ceremonia del día siguiente en San Pedro. Para el cierre de la Puerta Santa, salimos todos de la Basílica, que quedó vacía. Acabada la ceremonia de cierre de la puerta, volvimos a entrar todos para un Te Deum. Al entrar, percibí una corriente de gente que se desviaba hacia la izquierda de la puerta de entrada de la Basílica, hacia la Puerta Santa del Perdón que ahora estaba cerrada. Seguí la corriente y vi que algunas personas se arrodillaban ante ella apoyando las palmas de las manos y la frente en sus hojas. Lo hice yo también. Me sentí invadido por una gozosa corriente de alegría. El Te Deum fue magnífico. Mi cabeza estaba llena de imágenes. Al terminar, allí mismo, en un banco, buena o mala, no sabría decirlo, escribí esta poesía:

Madre cuyo claustro siempre espera mi retorno.
Cansado, todavía casi viejo, con algo de nieve en la cabeza,
imploro el palpitante útero protector de tus entrañas.
Nave salvadora, flotante arca de Noé con rumbo,
en tu seno cabe la humanidad entera
rescatando a la naturaleza gemidora.
Dos veces milenaria, aún eres joven
y si alguna vez fuiste dura con tus hijos
el reciente perdón, pedido y ofrecido,
convierte en lágrimas los ácidos reproches.
Puente de suspiros de cárcel a palacio,
permites que cuantos a ti acuden te recorran.
Muchedumbres incontables,
en la gran tribulación errantes,
como ovejas sin pastor a ti se acogen
para lavar sus ropas en la sangre del Cordero
que atesoras en insondables pozos de agua viva.
Brillante luna circular de plata,
reflejando la luz del Sol de soles
haces más clara esta larga noche,
que sería tenebrosa si tú no la alumbraras.
Jerusalén eterna con un pie aquí
y el otro en las celestes tierras prometidas.
Manchada y pura novia del Eterno,
ataviada para bodas de vinos generosos,
cuerpo amante y amado de un Dios enamorado,
deseante, deseado.
A través de ti, tan sólo por estar en ti,
también yo soy amado y deseado.
No será el hediondo barro con el que tus hijos
podamos manchar tus vestidos esponsales
lo que pueda hacer que éste, que lo es tuyo,
te ame menos.
Le he pedido a ese Dios enamorado
que me preste su mirada amante,
para ver, a través de nuestras faltas,
el mismo cuerpo rutilante que Él desea
con ardor de novio tembloroso.
Y me ha sido dado ver cerrarse
la puerta que hace un año abriste,
y en fugaz visión, a través de un último resquicio,
te he contemplado en tu prístina y última belleza.
Así, como el Dios-Hombre que locamente te ama,
he quedado, para siempre, en ti prendado.
Hoy, en eso que creí un instante, he visto eternamente abierta
la puerta del Camino, de la Verdad y de la Vida,
Un día, lo sé, entraré por ella, pródigo mendigo,
en ese palpitante útero protector de tus entrañas,
a celebrar tus eternos esponsales con Aquél que te creado,
con Aquél que me ha creado”.

Amén, amén.


[1] Todos los subrayados que aparecen aquí, lo están en el papel escrito a mano por el entonces cardenal Bergoglio.
[2] La palabra “Parresía” proviene del griego, y significa libertad para hablar, valentía, sinceridad, alegría, confianza.
[3] La expresión es de Francisco.
[4] Acción y efecto de prescindir.

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