Creo
que no se puede dudar de que la Iglesia está pasando por un terrible momento de
su historia. Hay quien habla de un posible cisma. Y yo lo vivo con dolor. Con
indignación también pero, sobre todo, con dolor. También con inmensa
preocupación, pero con una confianza mucho mayor. Porque sé que esta Iglesia,
dos veces milenaria, ha pasado por muchos momentos tan terribles o más que
éste. Es odioso establecer comparaciones, porque cada uno de esos terribles
momentos está marcado por el signo de su tiempo y esos signos no son
comparables. Sin embargo, en su corta historia –¡qué son dos mil años frente a
la eternidad a la que está llamada!–, ha visto derrumbarse imperios, reinos e
instituciones que parecían eternos. Y en más de una ocasión, estos poderosos
imperios, antes de derrumbarse, han dado por muerta a la Iglesia. Por eso mi
preocupación y mi dolor, hirientes, no le han abierto la puerta al miedo. Las
puertas del infierno no prevalecerán contra ellas, nos ha dicho Jesucristo.
Podría, por lo tanto, callarme y terminar aquí este escrito. ¿Qué puedo aportar
yo a engrandecer esa promesa? Nada. Pero Dios quiere servirse para sus fines de
insignificantes causas segundas y tal vez, sólo tal vez, yo pueda ser una de
esas segundas causas. Si esto es estúpida osadía, estas líneas se disolverán en
la nada. Pero si no lo es, tal vez una palabra llegue a un oído que necesitaba
oírla. No lo sé. Pero ahí voy.
En el signo de estos tiempos que nos toca
vivir, son dos las amenazas que se ciernen sobre la Iglesia. La primera, tan
terrible como repugnante, es la ola de pederastia que está pasando sobre ella.
No escribo estas líneas para disculparla ni en lo más mínimo. Tal vez pudiera
hacerlo sin faltar a la verdad. Podría hablar de la grave enfermedad moral por
la que atraviesa esta sociedad y de la que la Iglesia se ha contagiado. Podría
hablar de la inmensa cantidad de sacerdotes que son un ejemplo de entrega
generosa y alegre a cuidar de ese mundo enfermo. Y si lo hiciese no estaría
mintiendo. Pero no quiero hacerlo. Un caso sería demasiado y hay muchos más de
uno. No quiero poner paliativos al momento. Lo he vivido de forma relativamente
cercana. Cuando pertenecía al movimiento Regnum Christi, me di de bruces con la
pederastia –y otros terribles pecados– de su ¿fundador?, al que creía un santo.
Superar ese momento encarando, no sin dificultades, la dolorosa verdad, me ha
hecho inmune a los paños calientes. Así que no los voy a usar. No es una
cuestión de número, de cuantos pederastas hay en la estructura de la Iglesia. Ni
de comparaciones del estilo de preguntarse si hay más pederastas entre los
curas o entre los profesores de gimnasia (con perdón de los profesores de
gimnasia que en su mayoría son gente estupenda) o en qué proporción superan los
curas ejemplares a los repugnantes. Ya he dicho que uno de éstos sería
demasiado. Es una cuestión peor. Es una cuestión de que los que sean, están
unidos en un lobby que se apoya, se protege y se impulsa. Lobby que hay que romper.
Me temo que hay que asumir el riesgo de contradecir –aparentemente, espero– a
Cristo y quitar la cizaña antes de la siega. Pero con el máximo cuidado de no
arrancar el trigo.
No
sé que engaños, trampas, mentiras, conspiraciones y miedos han hecho que este
lobby haya sido escondido debajo de la alfombra durante siglos –porque me temo
que ese pecado no es privativo de los siglos XX y XXI–. Pero sí sé que
Benedicto XVI empezó, antes de ser Papa, siendo Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, a intentar arrancar ese cáncer. Luego, como Papa,
continuó esta lucha. Él levantó, gracias a Dios, el caso del turbio Maciel. Él
fue –me atreveré a decir que el primero– que empezó a levantar alfombras en
busca de la porquería que había acumulada debajo, para limpiarla. No creo
equivocare si afirmo que fue el hedor de lo que encontró ahí debajo, su grado
de incrustación, junto con su debilidad física, una de las causas más
importantes que le movieron a dejar el pontificado. Pero él inició ese proceso
de limpieza. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión. ¿Ha tomado Francisco el
testigo? Dejo mi respuesta a esta cuestión para más adelante, porque antes
quiero decir algo de la segunda de las amenazas que he dicho que se ciernen
sobre la Iglesia que es, me parece, menos repugnante, pero todavía más grave
que la primera y que es la que podría llevar al cisma del que algunos avisan.
Hay
ciertas cosas, más o menos accesorias que no me gustan de Francisco. No me
gusta su populismo ni el giro que ha dado a la Doctrina Social de la Iglesia en
las cosas que no son su núcleo magisterial. Y he sido muy crítico con esta
corriente del Papa. Tengo sentimientos encontrados con su incontinencia verbal.
Por un lado, creo que ha llegado la el momento histórico de que la Iglesia
hable al mundo en román paladino, en el
cual suele el pueblo hablar a su vecino, que no es tan letrado para entender
otro latino, parafraseando a Gonzalo de Berceo. Pero a veces, en mi
opinión, Francisco se expresa de una forma disparatada. Ninguna de estas dos
cosas forma parte del núcleo de lo que es la función de Papa. Pero hay otras
cosas de él, que me parecen que sí son parte de ese núcleo medular de su
función, que me enamoraron desde antes de su pontificado. Su especial su manera
de dar continuidad a lo empezado por el Concilio Vaticano II me fascinó desde
casi antes del primer día de su pontificado. Efectivamente, poco después de su
elección, el Arzobispo de La Habana –creo que fue él– hizo público, con
autorización del ya Papa Francisco, un papel que había escrito con motivo de la
reunión abierta de cardenales antes del cónclave. Este papel, escrito sobre la
marcha, de su puño y letra dice:
- Se hizo referencia a la evangelización[1].
Es la razón de ser de la Iglesia.
- "La dulce y confortadora
alegría de evangelizar" (Pablo VI).
- Es el mismo Jesucristo quien,
desde dentro, nos impulsa.
1.- Evangelizar supone celo
apostólico. Evangelizar supone en la Iglesia la parresía[2]
de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia
las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias
existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la
injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del
pensamiento, las de toda miseria.
2.- Cuando la Iglesia no sale
de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se
enferma (cfr. La mujer encorvada sobre sí misma del Evangelio). Los males que,
a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad,
una suerte de narcisismo teológico. En el Apocalipsis Jesús dice que está a la
puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde fuera la
puerta para entrar... Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro
para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo
dentro de sí y no lo deja salir.
3.- La Iglesia, cuando es
autorreferencial, sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser el
mysterium lunae y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad
espiritual (Según De Lubac, el peor mal que puede sobrevenir a la Iglesia).
Ese vivir para darse gloria los unos a otros. Simplificando; hay dos imágenes
de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose
audiens et fidenter proclamans (“La
que escucha religiosamente la Palabra de Dios y la proclama con confianza”.
Traducción del transcriptor, probablemente deficiente), o la Iglesia mundana
que vive en sí, de sí, para sí. Esto debe dar luz a los posibles cambios y
reformas que haya que hacer para la salvación de las almas.
4.- Pensando en el próximo
Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración
a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales,
que la ayude a ser la madre fecunda que vive de "la dulce y confortadora
alegría de la evangelizar".
Como
he dicho, esto me enamoró de este Papa, por encima de las cosas secundarias que,
más tarde, me han disgustado de él. Y hoy todavía prima, con gran diferencia,
lo primero sobre lo segundo. Releer estas líneas renueva mi amor por él. Pero
esto no gustó nada a quienes querían, precisamente, el tipo de Iglesia
autorreferencial, encerrada en sí misma, aislada y “aduanera de la gracia[3]”. Y, desde el
principio de su pontificado, esta iglesia (con minúscula) ya estaba en guardia.
Y dado que el Papa ha seguido y está siguiendo fielmente el programa de acción
expresado en las líneas anteriores, la tensión se ha incrementado hasta límites
dramáticos. Esta tensión ha alcanzado su punto álgido con la publicación de la
exhortación apostólica Amoris Laetitia, que siguió a la clausura del sínodo de
la familia. Muchos obispos y cardenales, así como muchos católicos, quieren ver
en ella una vulneración de la sólida doctrina de la Iglesia sobre los
sacramentos del matrimonio, la Eucaristía y la confesión. He leído y releído
esta exhortación muchas veces intentando ver en ella esa vulneración. No la he
encontrado por ninguna parte. Sí que hay en ella un acercamiento asintótico a
ese límite. Acercamiento que nace de la necesidad de la Iglesia, expresada en
las líneas programa que he citado más arriba, de acercarse a “las periferias
existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia,
las de la ignorancia y prescindencia[4]
religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria”. Y eso da –a mí también me lo da– cierto vértigo.
Pero si creemos en la acción del Espíritu Santo sobre la Iglesia y sobre el
Papa, debemos hacer que nuestra confianza sea mayor, mucho mayor, que nuestros
miedos y vértigos. Ha habido en la historia una enorme cantidad de Papas
terribles y lamentables en sus conductas personales. Los hay que han robado,
que han fornicado, que han matado, que han hecho cosas horribles. Pero ninguno
ha ido, ni por asomo, contra el depósito evangélico mantenido en la Tradición sobre
la doctrina de Cristo. Ni uno sólo. Francisco tampoco lo ha hecho y, fiado en
el Espíritu Santo, no creo que lo haga. Pero determinados sectores creen que sí.
Incluso que ya lo ha traspasado. He pedido a algunos que así lo creen que me
señalen una frase de esa exhortación que traspase esos límites. Me han
contestado vaguedades, pero nunca me la han señalado. Ha habido cardenales que
le han pedido, casi exigido públicamente, al Papa que les aclare determinados
puntos. Me sorprende que no vean claras cosas que un pobre cristiano de a pie
ve meridianamente con sólo leer el texto. Por eso este Papa ha recibido,
recibe, y recibirá enormes críticas. Y me parece bien, porque la Iglesia ni es
ni debe ser monolítica. Me parece bien siempre que esas críticas se mantengan
los cauces que marca esa misma doctrina.
Alguno se preguntará: ¿Y, qué ha pasado
con el tema de la pederastia? ¿Se te ha olvidado? No, de ninguna manera, lo
retomo. Pero, antes de seguir, respondo a una pregunta que formulé más arriba y
que, afirmaba, era el meollo de la cuestión: ¿Ha tomado Francisco el testigo,
enarbolado por Benedicto XVI, de la lucha contra la hidra del lobby
homosexual-pederasta en la Iglesia? Me atrevo a contestar a esta pregunta con
un sí categórico. No soy vaticanista ni llevo un registro de todo lo que hace o
dice el Papa, pero creo que mi memoria no me engaña al recordar los muchos
palos que el Papa a dado a personajes de la alta jerarquía con un pasado de
pederastia. Si algo le ha faltado, tal vez, ese algo sea tacto. ¿Pero hay que
tener tacto con este asunto?
Sin embargo, tan recientemente como
finales de Agosto, un Arzobispo de la Iglesia católica, Carlo María Viganò, ex
Nuncio apostólico (Embajador) en EEUU desde 2011 hasta 2016, tras haberlo sido
en otros países y haber ocupado cargos de responsabilidad en la Curia, ha
lanzado una terrible carta a través de los medios. En ella acusa al Papa de
haber encubierto durante años, desde el 2013, dice, la conducta pederasta del
Arzobispo y Cardenal Theodore McCarrick. La carta es mucho más que una
acusación al Papa por encubrimiento. Tiene dos partes. La primera habla de una
larga lista de cardenales y miembros de la curia que, desde mucho antes de que
Francisco accediese al papado, según Viganò, son encubridores del lobby
pederasta-homosexual de la Iglesia. La verdad es que no deja títere con cabeza.
El problema es que no aporta ninguna prueba. ¿Habrá en esa lista quien, efectivamente,
forme parte de ese lobby que, sin lugar a dudas, existe? Seguramente. Hasta un
reloj parado da bien la hora dos veces al día y si disparas a todas partes,
seguro que cazas algún pato. El problema está en probar quienes son los que
están en ese lobby. Una cosa es no esperar al juicio final para arrancar la
cizaña y otra muy distinta arrancar trigo y cizaña en el mismo puñado, sin la
más mínima preocupación. Esa no es manera de proceder para limpiar la Iglesia
de ese lobby. La segunda parte, claramente señalada por una línea de
asteriscos, ya va directamente contra Francisco. Y le acusa del encubrimiento
directo de dicho cardenal. Lo que no dice ni en un solo lugar en la carta, es
que en Junio de 2018, es decir, antes de que su autor la escribiese, el Papa
aceptó la renuncia del cardenalato de McCarrick y le relegó a una vida retirada
de oración y penitencia. Esto sucedió tan pronto como las autoridades
eclesiásticas de los EEUU afirmaron que las acusaciones contra McCarrick de un
seminarista del que abusó, parece, hace cuarenta y cinco años, eran creíbles.
Lamentablemente, el delito estaría prescrito y la policía y la justicia civil
americanas no tienen nada que decir al respecto, pero la condena eclesiástica
ya se ha producido.
Pero lo que Viganò quiere “demostrar”
en esa carta es que McCarrick era un abusador en serie, que él lo había
denunciado repetidas veces bajo el papado de Juan Pablo II y Benedicto XVI y
que todos los citados en la carta son encubridores de esa denuncia suya. En la
segunda parte de la carta asegura que se lo había dicho al Papa Francisco en
2013, con ocasión de una rápida conversación que tuvo con él, recién nombrado
Papa. También asegura que Benedicto XVI había hecho, ya en 2010, una condena a
McCarrick similar a la que acaba de hacer en Junio pasado Francisco, y que éste
la ignoró. Pero así como esta condena de Francisco a McCarrick es sobradamente
conocida, como lo fue en su día la de Benedicto XVI contra Maciel, ésta no
parece ser conocida por nadie.
Naturalmente, esto ha generado un gran
revuelo. En el vuelo de vuelta del viaje papal a Irlanda, el 26 de Agosto, uno
de los periodistas le pidió al Papa que diese su opinión sobre la carta de
Viganò que acababa de ser publicada. El Papa, que la acababa de leer, dijo que
no iba a decir ni una palabra sobre la carta, pero instó a los periodistas que
la leyeran con su instinto, profesionalidad y espíritu crítico periodísticos y
que, cuando la leyeran así, podría comentarla con ellos. Eso es lo que he hecho
yo, leerla, aún sin ser periodista ni tener ese instinto y profesionalidad. Y
es lo que recomiendo a quien quiera enterarse: que vaya a las fuentes. Pongo
para ello un link a la carta.
Y, la verdad, la carta me ha parecido
absolutamente inconsistente. A mi entender es más bien un ataque personal, una
especie de ajuste de cuentas, sin solidez argumental. La primera parte es, como
he dicho, una larga lista negra en la que muchos cardenales y miembros de la
curia son acusados, sin pruebas, de formar parte o ser encubridores del lobby
homosexual-pederasta. La segunda parte va directamente contra Francisco.
Especial debilidad argumental presentan las dos breves conversaciones sin
testigos –una de ellas sólo un cruce de palabras en una fila para saludo
protocolario en 2013 y la otra una conversación privada de 40 minutos– que son
la única base para las acusaciones de Viganò a Francisco, además de otra
supuesta conversación de Vigaró con McCarrick relatada en unos términos que
parecen más bien propios de un reality show. La carta, por otro lado, presenta
manifestaciones de que es el amor a la Iglesia la que le mueve a hacer público
un documento así y frases en las que se pone a Dios como único testigo de la
veracidad de lo que se dice. Y final, tras decir que hay muchos más casos, que
no cita, en los que el Papa encubre a pederastas, pide su dimisión. Al más puro
estilo de la política. Mi sensación, al terminar de leerla es la de haber leído
un documento lamentable. A pesar de las frases de protesta de amor a la Iglesia
y de deber moral de escribirla precisamente por ese amor, no percibo este sentimiento
por ninguna parte. Y eso que la carta no fue escrita directamente por Viganò,
sino que fue contada por él al periodista Marco Tosatti, que le dio la forma
definitiva. Tosatti dice que el Arzobispo no aportó ninguna evidencia, que él
suavizó la historia y que, eso sí, mantuvo la “poesía” de forma literal, sea
eso lo que sea que quiera decir.
¿Qué puede mover a un arzobispo que ha
ocupado durante años cargos de responsabilidad en la Iglesia a escribir algo
así? No lo sé. Es cierto es que Francisco se ha hecho muchos enemigos en muchos
frentes. Recién nombrado Papa tuvo que soportar una acusación inconsistente de
haber colaborado con el régimen del general Videla, sin que por otro lado se
haya librado de ser acusado de haber tomado partido por la teología de la
liberación, acusación también falsa. Se ha ganado la animadversión de muchos
que ven en él, no ya un buenista populista –cosa en la que coincido– sino un
criptocomunista. También se ha ganado la acusación de hereje por parte de
muchos de los que creen que ha desvirtuado los sacramentos del matrimonio, la
Eucaristía y la confesión. Por supuesto, se ha granjeado la inquina de muchos
de los que ha destituido –según ellos o sus seguidores, por sectarismo o
venganza ideológica–. Hay quien dice que el hecho de no haber sido nombrado
cardenal puede tener algún peso en las acusaciones de Viganò a diestro y siniestro.
¿Cabe preguntarse si puede haber algún tipo de connivencia, más o menos
explícita entre todos estos frentes anti Francisco. No lo sé. Pero mi opinión
es que esos conjuntos, no siendo ni mucho menos coincidentes, sí tienen un
grado de solapamiento cuya magnitud ignoro, pero que seguro que no es
exactamente cero. En lo que a mí respecta, estaré completamente fuera de todos
ellos, aunque nunca he ocultado mi desacuerdo con la visión de la economía de
este Papa. En cambio, rezaré por él con toda mi alma, como el pide que se haga,
por él y por la Iglesia.
En lo que se refiere a la Iglesia, ojalá
haya manos justas y firmes –incluidas, por supuesto, las de las autoridades
civiles– que erradiquen, como he dicho antes, la cizaña del lobby homosexual-pederasta,
sin dañar al trigo, que es abundante. Espero que esto no contradiga el espíritu
de la parábola del trigo y la cizaña predicado por Cristo, pero nada en mi ser
se inclina a esperar al juicio final para esta limpieza. No quiero, sin
embargo, terminar estas líneas sin expresar mi amor a la Iglesia de la que, a
pesar de todos los escándalos, me siento hijo. Seguramente me alargue más de la
cuenta en este final, pero me resulta vitalmente necesario. A quien le parezca
inútil, es muy libre de saltárselo y dar aquí por terminada la ya larga lectura
de este texto.
Me siento hijo porque la Iglesia, más
allá de estas espantosas miserias, me da a Cristo a través de todos los
sacramentos. Y esa es la Iglesia. La que es santa, a pesar de las inmundicias
de diversos tipos que echemos sobre ella los seres humanos. Quiero también
decir que la Iglesia no es
santa y pecadora. La Iglesia es sólo santa, tal y como la describe san Pablo:
“Maridos, amad a
vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella
para consagrarla a Dios, purificándola por medio del agua y la palabra. Se
preparó así una Iglesia esplendorosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida;
una Iglesia santa, esplendorosa e inmaculada” (Efesios 5, 25-27)
Los pecadores somos los hombres que la
formamos. Esa era la intención de san Ambrosio cuando la llamó, en atrevido
símil, “Casta meretrix”. Trataba de decir que la Iglesia no hacía ascos a
aceptar dentro de sí a todos los seres humanos, por muy pecadores que fuesen.
O, precisamente, por ser muy pecadores. ¿Podría la Iglesia haber aspirado a ser
un club de perfectos? ¡Jamás! Si hubiese pretendido ser eso, además de
desaparecer, no hubiese respondido ni por un momento al designio misericordioso
de Dios en Jesucristo. Benedicto XVI lo expresó magníficamente en la siguiente
frase:
“[…] Yo diría que es importante reconocer que estar en la
Iglesia no quiere decir formar parte de una asociación, sino estar en la red
del Señor, que pesca peces buenos y malos de las aguas de la muerte para
llevarlos a las tierras de la vida. Puede ser que en esta red haya peces
malvados y lo siento, pero es verdad que no estoy aquí por éste o por el otro,
sino porque es la red del Señor, que es algo diferente a todas las asociaciones
humanas, una red que toca el fundamento de mi ser. Hablando con estas personas
creo que tenemos que ir hasta el fondo de la cuestión: ¿qué es la Iglesia?
¿Cuál es su diversidad? ¿Por qué estoy en la Iglesia, aunque se den escándalos
terribles? Así se puede renovar la conciencia del carácter específico de ser
Iglesia, pueblo de todos los pueblos, pueblo de Dios, y aprender así a soportar
también los escándalos y trabajar contra los escándalos, formando parte
precisamente de esta gran red del Señor”.
(respuesta a un periodista en el vuelo de regreso de su viaje a Alemania)
Si vemos a la Iglesia desfigurada y
fea, tenemos que saber ver, a través de esa fealdad, a veces espantosa, la
imagen de Cristo, desfigurado por nuestros pecados, de la que habla, cinco
siglos antes, el profeta Isaías en el cuarto poema del Siervo Sufriente:
“Mi siervo va a prosperar, crecerá y llegará muy alto. Lo mismo
que muchos se horrorizaban al verlo, porque estaba tan desfigurado que no
parecía hombre ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchos pueblos. […]
Creció ante el Señor como un retoño, como una raíz en tieera árida. No había en
él belleza ni esplendor, su aspecto no era atractivo. Despreciado, rechazado
por los hombres y familiarizado con el sufrimiento, como alguien ante quien se
vuelve el rostro, lo despreciamos y lo estimamos en nada. Sin embargo, llevaba
nuestros dolores, soportaba nuestros sifrimientos. Aunque nosotros lo creíamos
castigado, herido por Dios y humillado, eran nuestros pecados los que le
traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para
nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados. Andábamos todos errantes, cada
cual por su camino, y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas. […] Por haberse
entregado en lugar de los pecadores, tendrá descendencia, prolongará sus días,
y por medio de él tendrán éxito los planes del Seños. Después de una vida de
aflicción comprenderá que no ha sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos la
salvación cargando con sus culpas. Le daré un puesto de honor, un lugar entre
los poderosos, por haberse entregado a la muerte y haber compartido la suerte
de los pecadores. Pues él cargó con los
pecados de muchos e intercedió por los pecadores” (Isaías 52, 13 - 53, 12).
Sólo hay que cambiar el masculino por
el femenino para ver a la Iglesia santa, herida por nuestros pecados, a través
de la cual, tendrán éxito los planes del Señor.
Pero, a menudo, los “cristianos de
cuna”, como llama el converso ex comunista francés André Frossard a los que
hemos sido educados desde niños en la fe, tendemos a ver sólo, o sobre todo, la
mediocridad o la estulticia o la perversión de muchos de los seres humanos que
formamos la Iglesia en vez de su santidad (la de la Iglesia). En su magnífico libro
“No
estamos solos” (Belacqua de Ediciones y publicaciones, Barcelona 2005), dice:
“La Iglesia es una
institución divina porque es Dios quien le confía las almas, y no al contrario,
como piensan ciertos burócratas de sacristía que seleccionan los niños para el
bautismo. A este tipo de Iglesia no le he dado yo mi apoyo; he sido conducido a
ella como un niño a quien se lleva a la escuela cogido por la mano, o llevado a
su familia, desconocida para él. Esta sensación de connivencia entre la Iglesia
y lo divino ha sido tan intensa que siempre me ha retenido […]. Sobre la
Iglesia nunca he tenido la menor tentación de proferir el más pequeño de los
juicios. Su santidad invisible me impresiona, sus debilidades e imperfecciones
en la tierra me tranquilizan y me la hacen más próxima. Porque la realidad es
que yo tampoco soy un ser perfecto.
Desde el primer
día la Iglesia me ha parecido una institución hermosa. Los cristianos de cuna,
como denominan los americanos al fiel que ha nacido en el seno de una familia
cristiana, a menudo me han preguntado –con la cara del indígena que quiere
conocer la opinión del turista sobre las últimas iniciativas municipales– si la
Iglesia no ha decepcionado a ese joven converso que fui durante mi juventud.
Cuando me planteaban esta cuestión no se daban cuenta del contraste absoluto
que la Iglesia presentaba para mí en comparación con el bagaje ideológico
recibido durante mi infancia. Durante este tiempo viví –y ahora soy plenamente
consciente de ello– a expensas de algunas ideas cristianas desviadas de su fin,
arrancadas de sus raíces naturales, colocadas en conserva, y que presionaban
sobre la tapa que las cubría”.
No es Frossard el único converso que ve así a la
Iglesia. Así la veía también Edith Stein, venida desde el judaísmo pasando por
el ateísmo. O Gertrud von Le Fort, venida del mundo protestante. De ésta,
Olegario González de Cardedal, en el prólogo al libro de Gertrud, “Himnos a la
Igleisa”, dice:
“El libro de Gertrud es una
palabra dirigida a la Iglesia por alguien que está en camino hacia ella y la
saluda de lejos, tras haberla descubierto. Es el canto alborozado de quien
viene de una larga navegación, que ha avanzado muchas millas entre la niebla,
emitiendo largos gemidos sonoros con la sirena para evitar choques y lanzando
ráfagas de luz desde sus propios faros, para ver si divisa tierra. Por fin la
tierra aparece en su figura, espesor y luminosidad. Es el saludo jubiloso de
quien ya la ve real y se dispone a desembarcar en ella, aun cuando todavía esté
a una distancia. Ésta es la situación vital en que está escrito el libro.
Saludo a la Iglesia católica de quien todavía no pertenece a ella”.
Y, ya puestos, no puedo dejar de transcribir, aún parcialmente, la
visión sobrenatural y eterna que Gertrud tenía de la Iglesia y que plasma
magistralmente, hablando como si ella misma fuera la Iglesia, en uno de los
poemas de ese libro:
“Pero cuando un día se inicie
el gran fin de todos los misterios,
cuando el Escondido surja
como un relámpago
en las tremendas tempestades
del amor desencadenado,
cuando su regreso suene como
tormenta
por el universo,
y dé gritos de júbilo la soterrada añoranza
de su creación,
cuando los globos de los
astros estallen en llamas
y surja de su ceniza la luz liberada,
cuando.. [...],
cuando...[...],
cuando...[...],
cuando...[...]:
Entonces el revelado levantará mi cabeza
y, ante su mirada, mis velos se
alzarán en fuego,
y yo estaré postrada
cual espejo desnudo ante la faz
de los mundos.
Y los astros reconocerán en mí su luz
glorificante
y los tiempos reconocerán en mí
lo que tienen de eterno,
y las almas reconocerán en mí lo
que tienen de divino,
y Dios reconocerá su amor en mí.
Y ya no recaerá sobre mi cabeza
ningún velo
como el deslumbramiento de mi
Juez.
En él se sumergirá el mundo.
Y el velo se llamará Gracia,
y la gracia se llamará
Infinitud...
y la Infinitud de llamará Bienaventuranza.
Amén”.
Otro católico, criado en la dificultad precisamente
por serlo, J.R.R. Tolkien, le escribe una carta a su hijo, ese sí, católico de
cuna, que se siente escandalizado por el comportamiento de los miembros de la
Iglesia, hasta el punto de pensar en abandonarla. Le dice:
“Yo creo que soy
tan sensible como tú (o como cualquier otro cristiano) a los ‘escándalos’,
tanto del clero como de los laicos. He sufrido dolorosamente en mi vida por
causa de sacerdotes estúpidos, cargantes, negados e incluso malvados; pero sé
lo suficiente de mí mismo como para ser consciente de que no abandonaría la
Iglesia (lo que para mí sería romper una alianza con Nuestro Señor) por esos
motivos: si yo abandonara la Iglesia lo haría porque dejase de creer... porque
negase el Santísimo Sacramento, es decir, porque llamase a Nuestro Señor en su
propia cara: ‘eres un fraude’.
Si Él es un fraude,
y los Evangelios son un fraude –es decir relatos ornamentados de un megalómano
demente (que es la única alternativa)–, entonces por supuesto que el
espectáculo que ha exhibido la Iglesia... en la historia es simplemente
evidencia de un gigantesco fraude. Mas si no es así, entonces este espectáculo
es ¡Dios santo! tan solo lo que cabría esperar. Comenzó el día mismo de
la primera Pascua y es algo que no afecta nuestra Fe en absoluto –salvo en que
nos hace sentir profundamente doloridos–. Pero hemos de dolernos en Nuestro
Señor y en su favor, sintiéndonos más cercanos a los escandalizadores que a los
santos, dejando de gritar que no podemos ‘aceptar’ a un Judas Iscariote, o
inclusive a un absurdo y cobarde Simón Pedro. Ni a esas mujeres tontas, como la
madre de Santiago, tratando de promover a sus hijos”.
La verdad es que, en este caso, en el
que los escándalos vienen de pederastas, me costaría sentirme más cerca de los
escandalizadores que de los santos. Pero el principio es el mismo.
No caigamos, sin embargo, en pensar que
para ver así a la Iglesia hay que venir de fuera de ella. Conozco a muchos
católicos de cuna que tienen de ella una magnífica visión sobrenatural,
infinita y eterna y que llevan dentro dentro de sí fuertísimos sentimientos de
amor hacia ella. No obstante, yo le doy gracias a Dios porque me haya permitido
alejarme durante años de Él y de su Iglesia, para que, siendo un cristiano de
cuna, albergue en mí esas visiones y esos sentimientos a través de un proceso
de reacercamiento. No creo que hubiese sido capaz de tenerlos si no me hubiese
alejado. Pero sólo Dios sabe a través de qué medios le da a cada uno la gracia
para tenerlos. Por eso, esta idea me da atrevimiento para vencer mi vergüenza
de mal poeta, sobre todo viniendo detrás de Gertrud von Le Fort, y acabar estas
páginas, ya demasiado largas con una poesía mía a la Iglesia.
La
escribí en Roma, el día del cierre de la puerta santa el 5 de Enero de 2001, en
el jubileo de fin de siglo. Fue una ceremonia próxima, íntima, en la Basílica
de Santa María la Maggiore, el día antes de la mucho más solemne ceremonia del
día siguiente en San Pedro. Para el cierre de la Puerta Santa, salimos todos de
la Basílica, que quedó vacía. Acabada la ceremonia de cierre de la puerta,
volvimos a entrar todos para un Te Deum. Al entrar, percibí una corriente de
gente que se desviaba hacia la izquierda de la puerta de entrada de la
Basílica, hacia la Puerta Santa del Perdón que ahora estaba cerrada. Seguí la
corriente y vi que algunas personas se arrodillaban ante ella apoyando las
palmas de las manos y la frente en sus hojas. Lo hice yo también. Me sentí
invadido por una gozosa corriente de alegría. El Te Deum fue magnífico. Mi
cabeza estaba llena de imágenes. Al terminar, allí mismo, en un banco, buena o
mala, no sabría decirlo, escribí esta poesía:
Madre cuyo
claustro siempre espera mi retorno.
Cansado, todavía
casi viejo, con algo de nieve en la cabeza,
imploro el
palpitante útero protector de tus entrañas.
Nave salvadora,
flotante arca de Noé con rumbo,
en tu seno cabe
la humanidad entera
rescatando a la
naturaleza gemidora.
Dos veces
milenaria, aún eres joven
y si alguna vez
fuiste dura con tus hijos
el reciente
perdón, pedido y ofrecido,
convierte en
lágrimas los ácidos reproches.
Puente de suspiros
de cárcel a palacio,
permites que
cuantos a ti acuden te recorran.
Muchedumbres
incontables,
en la gran
tribulación errantes,
como ovejas sin
pastor a ti se acogen
para lavar sus
ropas en la sangre del Cordero
que atesoras en
insondables pozos de agua viva.
Brillante luna
circular de plata,
reflejando la
luz del Sol de soles
haces más clara
esta larga noche,
que sería
tenebrosa si tú no la alumbraras.
Jerusalén eterna
con un pie aquí
y el otro en las
celestes tierras prometidas.
Manchada y pura
novia del Eterno,
ataviada para
bodas de vinos generosos,
cuerpo amante y
amado de un Dios enamorado,
deseante, deseado.
A través de ti,
tan sólo por estar en ti,
también yo soy
amado y deseado.
No será el
hediondo barro con el que tus hijos
podamos manchar
tus vestidos esponsales
lo que pueda
hacer que éste, que lo es tuyo,
te ame menos.
Le he pedido a
ese Dios enamorado
que me preste su
mirada amante,
para ver, a
través de nuestras faltas,
el mismo cuerpo
rutilante que Él desea
con ardor de
novio tembloroso.
Y me ha sido
dado ver cerrarse
la puerta que
hace un año abriste,
y en fugaz
visión, a través de un último resquicio,
te he
contemplado en tu prístina y última belleza.
Así, como el
Dios-Hombre que locamente te ama,
he quedado, para
siempre, en ti prendado.
Hoy, en eso que
creí un instante, he visto eternamente abierta
la puerta del
Camino, de la Verdad y de la Vida,
Un día, lo sé,
entraré por ella, pródigo mendigo,
en ese
palpitante útero protector de tus entrañas,
a celebrar tus
eternos esponsales con Aquél que te creado,
con Aquél que me
ha creado”.
Amén, amén.
[1] Todos
los subrayados que aparecen aquí, lo están en el papel escrito a mano por el
entonces cardenal Bergoglio.
[2] La palabra “Parresía”
proviene del griego, y significa libertad para hablar, valentía, sinceridad,
alegría, confianza.
[3] La
expresión es de Francisco.
[4]
Acción y efecto de prescindir.
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