Leo
en el Financial Times del 8 de Agosto un interesante artículo, escrito por Leo
Lewis, comentando un libro titulado “The 100-Year Life” escrito por Lynda
Gratton y Andrew Scott, ambos profesores de la London Business School. El
artículo empieza diciendo:
“En
su ensayo ‘De senectute’, Cicerón dice que hay cuatro razones por las que la
gente aborrece la vejez: te hace dejar de trabajar, debilita tu cuerpo, te
impide el placer y cada día te lleva un paso más cerca de la muerte. A
continuación, desmantela cada uno de estos argumentos. ‘Los ancianos mantienen su mente bastante bien’, señala, ‘siempre que la ejerciten’”.
Por supuesto, leeré, tanto el libro de los
profesores de la LBS como “De senectute” de Cicerón. Pero, sin esperar a
leerlos, quiero dar mi opinión sobre el reto que supondrá para la sociedad el
que la mayoría de la gente llegue a vivir bastante más de 100 años. Frente a
esta posibilidad siempre se alzan voces apocalípticas y creo que merece la pena
pensar un poco sobre ello. Por supuesto, considero lo que digo a continuación
como unas ideas provisionales, ya que la lectura de estos dos libros puede
hacer que mis opiniones cambien. Para eso se lee.
En
primer lugar, debo decir que, cualesquiera que sean los retos y/o problemas que
puedan presentar por el alargamiento de la vida, ésta es un bien y, por lo
tanto, la ciencia y la medicina están obligadas a buscar cómo prolongar ese
bien. Será la sociedad la que tenga que responder a los retos que esto plantee
y resolver los problemas que puedan aparecer.
Cuando
uno piensa en el alargamiento de la vida, lo puede hacer de dos maneras. La
primera es pensar en un alargamiento de los años de decrepitud. Me explico. Se
puede ver como algo que simplemente hace que la gente viva más años, pero con
una calidad de vida que prolongue la que ahora vemos que tiene una persona de,
digamos, 90 años. Es decir, que si ahora la vida se puede dividir en un 30% de
juventud, un 50% de madurez y un 20% de decrepitud, el alargamiento de la vida
en un 40%, altere estos porcentajes dejándolos en el 21%, 36% y 43%
respectivamente. Gratton y Scott dicen en su libro, según apunta el artículo,
que “puede haber algo peor que la visión
Hobbesiana de una vida que es ‘aburrida, embrutecedora y corta’: Una que sea
aburrida, embrutecedora y larga”. Ciertamente, el alargamiento de la
decrepitud, además de crear unos graves problemas sociales no es algo muy
halagüeño. No me atrevería a decir que el prolongamiento de la vida así en un
40% sea un objetivo obligado de la ciencia y la medicina. Pero hay otra manera
de pensar en el alargamiento de la vida. Es el que pudiéramos llamar
alargamiento proporcional. Es decir que, si se alarga la vida en ese 40%, la
juventud, la madurez y, por desgracia, también la decrepitud, se vean también
alargadas un 40%, quedando cada tramo de la vida en la misma proporción que
antes. Incluso, ¿por qué no?, la ciencia y la medicina pudieran hacer que junto
al alargamiento de vida se produjese un incremento del peso en la misma de los
tramos de juventud y plenitud y que el porcentaje de decrepitud disminuyese. En
este caso, el argumento de Hobbes, siempre negativo, sería menos cierto. No del
todo falso, porque los epítetos de aburrida y embrutecedora que Hobbes dedica a
la vida, no dependen de su longitud, sino que son algo de lo que cada ser
humano es responsable para sí mismo y para los demás. Es necesario también
considerar estos aspectos.
Pero,
incluso en el tercer escenario, el mejor que cabe pensar, hay un reto que mucha
gente se plantea con terror. Si ahora el ratio de personas activas sobre
personas no activas es de 4 a 1, ¿qué pasará si ese ratio acaba siendo 2 a 1 o,
incluso inferior. Todos los sistemas de pensiones y de previsión social se
derrumbarían. Esto, está claro, es algo que puede pasar. Si en los próximos
decenios la gente se jubila cada vez más pronto, eso ocurrirá. Si, además, se
sigue en la cultura de la baja natalidad, el fenómeno se producirá por partida
doble y con el doble de rapidez. Por tanto, si como sociedad, queremos
prepararnos para una vida generalizada de más de 100 años, esas son dos cosas
que deberemos cambiar en la mentalidad de la sociedad. Retrasar la edad de la
jubilación, al menos proporcionalmente al alargamiento de la vida, y aumentar
la natalidad. Sin embargo, la gran lucha de los sindicatos de todo el mundo es
por acortar la vida laboral y la lucha por fomentar la natalidad no es algo que
esté en la primera línea de las agendas de los gobiernos ni forme parte de la
cultura de nuestra civilización. Así que, si no cambiamos radicalmente, es muy
posible que acabemos en el colapso total de cualquier sistema de previsión
social que no esté basado en el ahorro personal.
El
clamor popular por el acortamiento de la vida laboral tiene que ver con la
formación que se da sobre el valor del trabajo, pero también con el tipo de
relaciones laborales que se han desarrollado desde los albores de la revolución
industrial. Ciertamente el capitalismo, a pesar de la terrible dureza de su
primera expresión, está sacando del hambre y la miseria a la población mundial.
Hace 200 años, toda la humanidad vivía a expensas de una agricultura de bajo
rendimiento, sujeta al mínimo de subsistencia y a merced de una climatología
caprichosa que llevaba a la muerte por inanición a inmensas cantidades de personas
los años de malas cosechas. Pero el inicio de ese proceso fue a costa de crear
puestos de trabajo alienantes. El trabajo del campo era, como se ha dicho,
durísimo y hacía a la humanidad enormemente vulnerable a las hambrunas. Pero
era un tipo de trabajo de ciclo completo. Me explico. Se sembraba, se cuidaba
del crecimiento de lo sembrado y, al fin, se recolectaba o se cosechaba, para
separar nuevas semillas que volvían a plantarse. Es decir, el trabajador
preindustrial del campo veía el fruto completo de su trabajo. En las primeras
fases del capitalismo, la división del trabajo hizo que cada persona sólo fuese
consciente de una ínfima parte del proceso productivo. Los seres humanos eran
apéndices de las máquinas. Repetían hasta el infinito, millones de veces la
misma tarea monótona y sin sentido, y no sabían ni lo que estaban haciendo ni
para qué. Era pues un trabajo, en términos hobbesianos, embrutecedor. No es,
por tanto, extraño que la inmensa mayoría de los trabajadores viesen la llegada
de la jubilación, siempre que puedan seguir manteniéndose económicamente, como
una liberación.
Pero
estas condiciones de trabajo ya están cambiando de una forma acelerada. La
tecnología hace que cada vez más, los trabajos alienantes o embrutecedores, sean
asumidos por máquinas, liberando de ellos a los seres humanos. Claro que esto
plantea nuevas cuestiones preocupantes. ¿Hará el avance tecnológico que
inmensas masas de personas no encuentren trabajo y se vean así condenadas a la
miseria? No necesariamente. Si echamos la vista hacia atrás, los profetas apocalípticos
como Marthus, Marx o Ricardo, que aseguraban de que esto iba a ocurrir así, se
ha visto desmentidos una y otra vez. En los últimos 200 años, el avance
tecnológico, que no es patrimonio del siglo XXI, ha hecho que, a pesar del
crecimiento demográfico, la gente tenga jornadas laborales cada vez más cortas,
el paro vaya en continuo declive –salvo momentos esporádicos– y la riqueza per
cápita de las personas –incluso de las del tercer mundo– no haya parado de
crecer. Cierto que sigue existiendo en el mundo la lacra de la pobreza. Pero,
recientemente, el porcentaje de la población mundial que vive por debajo de la
línea de pobreza extrema ha bajado, por primera vez en la historia de la
humanidad, del 10%. Y, a buen seguro, seguirá bajando. ¿Por qué esto no puede
seguir ocurriendo en los próximos 200 años, cuanto menos? No hay ninguna razón
para que no lo haga. La única condición es que la cantidad de bienes y
servicios útiles que se produzcan, crezca lo suficiente, ayudada de la
reducción de la jornada laboral, de forma continuada, para compensar la subida
de población y la sustitución tecnológica. Y esto, que ha venido ocurriendo en
los últimos 200 años, no tiene por qué dejar de pasar en los próximos 200,
siempre que no se pongan demasiadas trabas a la iniciativa privada. Sin
embargo, la creciente presión fiscal y regulatoria sí pueden llegar a suponer
trabas que frenen esa capacidad de creación de riqueza[1].
Así
pues, si no se ponen palos en la rueda de la bicicleta de la iniciativa
privada, este proceso es perfectamente sostenible. Pero, además, la liberación
de los trabajos más monótonos, repetitivos y alienantes –embrutecedores, en
terminología hobbesiana–, disminuirá, sin duda, hasta llegar a anularla, la
sensación de liberación al llegar a la jubilación. Porque la tecnología está a
punto de empezar a cambiar cualitativamente las relaciones laborales. Cada vez
habrá menos puestos de trabajo por cuenta ajena que se tengan que llevar a cabo
en la ubicación que la empresa para la que se trabaja determine. En cambio,
aparecerá un nuevo tipo de modelo productivo. Aparecerán asociaciones agrupadas
orgánicamente, desde células individuales y familiares, hasta grandes
agrupaciones de esas células, libres y flexibles en su composición y en su
funcionamiento. Una célula familiar podría tener, por ejemplo, cuatro
impresoras 4D, dos brazos robóticos y tres microprocesadores que le
permitiesen, de una forma versátil, producir una amplia gama de componentes. En
el otro extremo de la cadena podría estar, por ejemplo, una gran fábrica de
aviones sin apenas trabajadores. Entre medias habría, como se ha dicho, una
estructura versátil de agrupaciones ad-hoc de diversas células elementales en
varios niveles. El fabricante emitiría un concurso para la fabricación de,
digamos, 2.000 reactores de determinadas características, al tiempo que pondría
a disposición el software de la “supply chain” de esos reactores y el necesario
para programar las herramientas de las células que participasen. Distintas
agrupaciones ad-hoc competirían por lograr el concurso y la que se lo llevase
produciría los 2.000 reactores, distribuyendo el trabajo entre los miles de
células elementales que formen parte de esa agrupación ad-hoc. Así, cada
familia o pequeño grupo humano, sería una célula independiente de ese organismo
ad-hoc. La frontera entre las horas de jornada laboral y ocio quedaría así
volatilizada. Cada célula se organizaría el tiempo como quisiera, siempre que
cumpliese con su cometido. Dentro de cada célula, la distribución del trabajo
sería también flexible. En función de los proyectos en los que participase o
los que perdiese, cada célula tomaría sus decisiones de inversión en el equipo
que necesitase. En una situación así, ¿por qué y para qué jubilarse? ¿Utopía?
De ninguna manera. Ya está pasando. Se llama Gig Economy. La traducción podría
ser “economía de pequeños encargos” o “economía de bolos”. Como todos los
grandes cambios, tendrá lugar paulatinamente, casi sin que nos demos cuenta, de
una manera espontánea y libre. No ocurrirá de repente ni se producirá al 100%. Siempre
seguirá habiendo fábricas, en el sentido tradicional del término, coexistiendo
con este tipo de organizaciones ad-hoc. Por supuesto, con esto, el concepto de
trabajo estable con contrato indefinido, irá desapareciendo. Los sindicatos
detestan esto y, seguramente, anclados en conceptos decimonónicos, se opondrán
a este cambio con uñas y dientes y hasta es posible que lo retrasen. Estos
retrasos también tendrían su efecto negativo en la necesaria capacidad para
generar una mayor cantidad de bienes y servicios útiles.
Una
última pregunta ante todo esto sería: Admitiendo que el alargamiento
proporcional de la vida pudiera soslayar –unido al crecimiento demográfico, a
la tecnología y al acortamiento de las horas de trabajo– el reto de la
previsión social y del paro, ¿podría evitar también el reto ecológico? Si cada
vez se van a producir más bienes para una población creciente por mor de la
mayor tasa de natalidad y la mayor longevidad, indefectiblemente –se puede
pensar no sin cierta lógica– los recursos de este planeta limitado en el que
vivimos se agotarán. Además, se producirán sustancias, residuos y productos no
deseados que inunden el planeta y lo hagan inhabitable. Y, por supuesto, está
el fenómeno del cambio climático con las emisiones de CO2[2]. Esto, que puede parecer
de una lógica aplastante, es, sin embargo, falso. A continuación voy a analizar
seis cuestiones clave en este asunto: 1) La producción de energía 2) el cambio
climático causado por el CO2 y otros gases invernadero, 3) la
acumulación de residuos 4) la disponibilidad de agua, 5) la producción de
alimentos y 6) los elementos químicos escasos.
1)
Producción
de energía: Hoy en día las energías renovables eólica y solar, limpias y
prácticamente ilimitadas, tienen ya un coste competitivo con cualquier otra
fuente de producción de energía y en un futuro inmediato tendrán un coste mucho
más bajo. Ciertamente, tienen el problema del almacenamiento energético, pero las
baterías de alta densidad están avanzando a pasos agigantados y, por otro lado,
para energías con coste marginal 0, como son éstas, son perfectamente factibles
otros sistemas de almacenamiento como el ciclo de electrolisis y síntesis de
agua. Además, estas energías ya permiten que su producción se realice más cerca
del lugar de su consumo, de forma descentralizada, a veces en el mismo hogar o
fábrica, eliminándose en gran medida el despilfarro energético actual de su
transporte.
No puedo dejar de
mencionar la energía nuclear que, aunque en descrédito por motivos puramente
demagógicos es una energía barata y limpia. Nunca es tarde para recuperarla.
Además, hay otras
fuentes potenciales como la energía de fusión, cuya posibilidad de explotación
comercial se está acercando a pasos agigantados. El día que esto llegue, su
materia prima, el agua de mar, es totalmente ilimitada.
Por último,
recientemente, se han descubierto en diversas partes del mundo lugares de los
que emana, de forma natural, hidrógeno que se está continuamente produciendo en
el manto terrestre. De confirmarse la ubicuidad de estos hallazgos, la
combustión de este hidrógeno, sin ningún otro subproducto que agua, sería una
fuente inagotable y limpia de energía. Y este subproducto, el agua, del que
hablaré más adelante puede, ser algo de inmenso valor para la humanidad.
2)
El
cambio climático producido por el CO2 y otros gases invernadero. Si
las fuentes de energía antes citadas llegan a sustituir en su mayor parte el
uso de combustibles fósiles, la generación de CO2 bajaría drásticamente
casi a 0. Pero si esto no fuese suficiente, se están desarrollando sistemas
artificiales para realizar la función clorofílica con una eficiencia muy
superior a la vegetación. Ciertamente, hoy son desarrollos de laboratorio con
un coste extremadamente caro, pero caben pocas dudas de que su coste disminuirá
drásticamente con las economías de escala cuando estén totalmente desarrolladas,
siguiendo una ley similar a la famosa ley de Moore. El otro gran gas de efecto
invernadero es el metano, producido, en gran medida, por la ganadería,
especialmente la bovina. Más adelante, cuando llegue al problema de la
alimentación, hablaré de ello. En cualquier caso, cada vez son más sofisticados
los sistemas de medición de la huella de CO2 y de metano de todos
los procesos, lo que permitirá sistemas de mercado que trasladen al precio
final para el consumidor la producción de estos gases. Por todo esto, cabe
pensar que, en unas décadas, el problema del calentamiento global estará
completamente superado. Indudablemente, por si, efectivamente, hubiese un
proceso de cambio climático antropogénico, en el periodo transitorio se debería
extremar la prudencia en el uso energético. También en esto la tecnología tiene
mucho que decir, mejorando la eficiencia de uso energético de todos los
elementos, equipos y edificios que la utilizan.
3)
Acumulación
de residuos. Cada vez se irá imponiendo más la llamada economía circular, que
tiene como objetivo “residuos 0”. Por un lado, la implantación de sistemas de
huella de productos de desecho hará que la producción de residuos sea algo que
tenga que repercutirse en el precio. Por otro lado, las labores de
clasificación de estos desechos para darle a cada tipo el tratamiento
necesario, se verá facilitada y reducido su coste con la robotización y la
automatización de esta operación. Por último, la reutilización de determinados
residuos puede redundar en una disminución del coste de aprovisionamiento para
ciertas empresas. Estos factores harán que la meta “residuos 0” sea algo cada
vez más cercano y alcanzable.
4)
Disponibilidad
de agua. Este es uno de los factores ecológicos de más impacto. Para conseguir
que deje de ser un problema grave, hace falta, por un lado, el ahorro en su
consumo y, por otro, el aumento de producción de agua dulce. Actualmente, el
80% del consumo de agua en el mundo se dedica a la agricultura. Los sistemas de
regadío incrementan el rendimiento de la tierra en la producción de alimentos,
algo imprescindible para una población creciente, de lo que hablaré más
adelante, pero la cruz de la moneda es la inmensa cantidad de agua que consume.
Sin embargo, ya existen sistemas de cultivo que requieren muchísima menos agua
que los cultivos tradicionales. La agricultura hidropónica es ya una realidad,
pero ya está en avanzada fase de experimentación la agricultura aeropónica, que
consiste en rociar con el agua mínima imprescindible, con nutrientes incorporados,
las raíces, expuestas al aire, de los cultivos. Con este sistema, el consumo
para la agricultura puede llegar a cotas mínimas. Y ese 80% liberado de la
agricultura puede ser dedicado al consumo humano y uso doméstico. Otro
importantísimo ahorro de agua está en su transporte. Actualmente, en el
transporte se pierde cerca del 50% del agua. Es perfectamente factible mejorar
drásticamente este rendimiento. Una tercera fuente de ahorro está en el
reciclado de las aguas negras. Hoy en día es ya una realidad el reciclado de
las mismas, generándose agua totalmente potable para el consumo humano. Ya está
en funcionamiento en determinadas ciudades del desierto californiano. El único
freno con el que se encuentra es puramente psicológico, pero esto es algo
perfectamente superable.
En cuanto a la
producción de agua dulce, el panorama también es positivo a medio plazo. En
primer lugar, con una energía barata, limpia y abundante, como la que se ha
descrito en el punto 1), la conversión del agua de mar en agua dulce mediante
evaporación o un proceso de ósmosis inversa, sistemas ambos que son hoy
inviables en grandes cantidades por el consumo energético, serán perfectamente
factibles en un futuro no lejano. En segundo lugar, ya se han desarrollado
materiales llamados COF y MOF (Covalent/Metalic Organic Frameworks) que son
capaces de extraer, de forma natural, sin uso, o con un consumo mínimo de
energía, el agua contenida en el aire, incluso en las zonas desérticas. Cierto
que el rendimiento y el coste de estos materiales los hace, de momento,
prohibitivos, pero caben pocas dudas de que en el plazo de unas décadas se
desarrollen nuevas variantes con mayores rendimientos y menores costes a gran
escala. En tercer lugar, si se confirma la ubicuidad de afloramientos de
hidrógeno geológico como los descritos más arriba, la producción de energía
mediante la combustión de este hidrógeno, generaría ingentes cantidades de
agua. Si, además, estos yacimientos están, como parece, ampliamente repartidos
por el globo, la producción de agua tendrá lugar también de una forma muy
distribuida.
5)
Producción
de alimentos. Alimentar a una población creciente y cada vez más rica
requerirá, como es natural, producir una cantidad de alimentos mucho mayor. Y
se alzan voces diciendo que la superficie del planeta es limitada y representa,
por tanto, un límite a la cantidad de alimentos que pueden producirse. Esto es
otra de esas cosas que parecen tener una lógica aplastante, pero que no son
ciertas. En primer lugar, el rendimiento del terreno es cada vez mayor y seguirá
multiplicándose mediante la ingeniería genética de los cultivos. El rechazo de
esta ingeniería por los movimientos ecologistas radicales está desmentido por
todos los científicos del mundo que ven en ella una inmensa oportunidad de
incrementar las cantidades de alimento producidas y su valor nutricional. En
segundo lugar, ya se está experimentando con la llamada agricultura vertical.
En las cercanías de las más grandes urbes del mundo, se pueden construir
edificios de 50 plantas o más en las que producir casi cualquier vegetal usando
los cultivos aeropónicos de los que he hablado antes. Esto, aparte de
multiplicar por mucho la superficie disponible, acerca los lugares de
producción a los de consumo, con el consiguiente ahorro de transporte. En
tercer lugar, ya está también en experimentación la posibilidad de hacer
cultivables terrenos desérticos. Esto, nuevamente, aumentaría enormemente la
superficie cultivable. En lo que a la producción de carne se refiere, ya es
también una realidad la producción de carne sintética. Otra vez más, todavía ni
la calidad ni el coste son, hoy por hoy, aceptables. Pero también en este caso,
las cosas mejorarán. Probablemente, nunca se pueda hacer una carne de la
calidad de un bife argentino, pero sí, tal vez, mejor que una hamburguesa de un
restaurante de comida rápida. Y lo suficientemente bueno para que sirva de alimento
a una población creciente. Y, en la medida que esto haga, disminuirá
drásticamente la ganadería y también drásticamente, la generación de metano,
potentísimo gas invernadero, como se ha dicho anteriormente.
6)
Elementos
químicos escasos. Es cierto que ciertas tecnologías requieren del uso de
determinados elementos químicos que son escasos en la tierra. En particular, todos
los aparatos de electrónica de consumo, ordenadores, teléfonos móviles, etc,
utilizan baterías de ión litio para funcionar. Los coches eléctricos utilizan
baterías mucho más potentes basadas también en el litio. El crecimiento de la
producción de estos equipos será, sin duda alguna, al menos durante un tiempo,
exponencial. A esto se añadirá la necesidad de almacenamiento energético masivo
para, como se ha dicho en el apartado 1) sobre la producción de energía, acompasar
la producción de energías renovables, solar y eólica, a su consumo. Esto lleva
a pensar que en los próximos cinco años, el consumo de litio se multiplicará
por tres. Y, los catastrofistas apocalípticos aseguran que, con este inmenso
crecimiento se consumirán en pocos años todas las reservas de litio del mundo y
se paralizará este desarrollo tecnológico. Y el litio, afirman, no es el único
elemento que pueda convertirse en un cuello de botella que paralice este
desarrollo. Pero, una vez más, los que claman de forma catastrofista por la
insostenibilidad del desarrollo, obvian cuestiones fundamentales. La primera es
que ese crecimiento exponencial no es permanente. Ningún crecimiento
exponencial puede serlo. Tampoco el de la población. Un día u otro, el
crecimiento se estabilizará. La segunda, que ya hoy en día se está investigando,
consiste en sustituir las baterías de ión litio por las de ión sodio y el sodio
es un elemento prácticamente ilimitado. Y, por supuesto, queda el asunto del
reciclaje. De cualquier elemento del que pudiera haber escasez, se acabaría por
desarrollar un sistema de reciclaje que acabase con la misma.
Todo
lo anterior intenta aclarar por qué creo que es perfectamente posible que el
alargamiento de la vida de la mayoría de los seres humanos bastante más allá de
los 100 años no cree ningún tipo de problema social ni económico ni ecológico.
Pero que sea perfectamente posible, no quiere decir que sea seguro que se
consiga. Hay muchos frenos que pueden evitar que la premisa de partida –la
capacidad de crear bienes y servicios útiles a una velocidad suficientemente
acelerada– se cumpla. Y no es el menos importante de ellos la demagogia
populista y el afán de lastrar la iniciativa privada y la innata capacidad del
hombre para innovar con impuestos excesivos, al tiempo que se desincentiva a
los seres humanos en esa capacidad innovadora, haciéndoles rechazar el trabajo
creador y presentándoles el dolce far niente como un ideal de vida. Con estos
palos en la rueda de la bicicleta se crearía, en definitiva, una gravísima
pobreza antropológica que desembocaría, necesariamente, en la pobreza material.
Es
decir, volviendo al tercer punto de la descripción de la vida de Hobbes, la
vida no tiene por qué ser corta. Podría ser larga y próspera, tanto en bienes
útiles como en tiempo libre. Pero como dice el autor del artículo al que he
empezado refiriéndome, lo terrible sería que tuviese los dos primeros atributos
de ese filósofo y fuese “aburrida, embrutecedora” y larga. ¿Se puede y se debe
hacer algo para evitar que sea aburrida y embrutecedora? Ambas preguntas
merecen un sí rotundo. Que se debe, es evidente. Que se pueda tal vez merezca
una reflexión. El antídoto se llama educación. Pero no cualquier educación vale
para combatir el aburrimiento y el embrutecimiento vitales. A mi modo de ver
tiene que ser una educación basada en la cultura, la ética y la religión. Es
decir, una educación basada en un humanismo con una base antropológica
adecuada.
No
cabe duda de que la cultura, tomada en un sentido muy amplio, abre un inmenso
abanico de posibilidades que pueden llenar la vida de alicientes y hacerla, no
sólo menos aburrida, sino ilusionante. La pasión por la literatura, por la
música y por todas las manifestaciones del arte, pueden transformar el
aburrimiento en pasión. En cuanto al ocio, la tecnología, podrá poner al
alcance de todos, cualquier tipo de viaje virtual. Con un cierto nivel de
realidad aumentada podremos vivir como si estuviésemos allí, los viajes de Marco
Polo, o el descenso del Amazonas de Francisco de Orellana en 1542, según lo
cuenta fray Gaspar de Carvajal, o la vuelta al mundo de Magallanes-Elcano, o
asistir al descubrimiento del Pacífico por Balboa, o al golpe de mano de
Pizarro en Cajamarca raptando al Inca, o… sólo la imaginación pone un límite. Pero
por mucho esfuerzo de imaginación que haga, seguro que no seré capaz de pensar
ni siquiera una ínfima parte de las posibles aventuras que se puedan vivir
virtualmente. El mundo real, no el virtual, será un pañuelo que se pueda
visitar fácilmente, conociendo otras culturas nuevas. En los deportes, se
abrirá también un campo impensable. Y así en casi cualquier actividad humana. Todo
esto puede hacer, si no desaparecer, al menos evitar en gran medida el
aburrimiento, pero no está tan claro que palie el embrutecimiento. Y si esto segundo
no se consigue, tampoco se considerará lo anterior. Recuerdo cómo, siendo un niño,
cuando decía la frase de “me aburro”, inmediatamente se me contestaba con la
réplica de “sólo se aburren los burros”, al tiempo que se me sugerían formas de
no aburrirme. Esto me educó en la inquietud cultural. Sin ella, las
oportunidades que se nos puedan brindar, son inútiles. La educación deberá
serlo también para crear esta inquietud intelectual.
Pero
hay otro embrutecimiento peor al del aburrimiento apático. Es el
embrutecimiento ético. Probablemente era a ese embrutecimiento al que se
refería Hobbes. Dada su negativa visión del hombre, como lobo para con el
hombre, sólo veía la represión del estado Leviatán como medio para evitarlo.
Pero sólo con una ética interna, no impuesta, que busque no sólo no hacer el
mal, sino impulsar el bien, se puede combatir este tipo de embrutecimiento. Y
ese impulso hacia el bien, no puede venir del puro y árido sentido del deber
kantiano, sino del jugoso ejercicio del amor. Hacer el bien por amor es una
inmensa fuente de alegría y felicidad que combate de forma directa el
embrutecimiento. Por supuesto, hay muchísimas personas que hacen este bien por
amor desde posiciones no creyentes. Las admiro profundamente. Es evidente que,
tanto para estas personas como para cualquier otra, es más fácil hacer el bien
por amor si, primero, o al menos al mismo tiempo, son amados. Pero en este
mundo es imposible hallar un amor incondicional, garantizado, asegurado. Sólo
una religión que nos relacione con un Dios que nos da ese amor incondicional,
garantizado, asegurado y, además, gratuito e infinito, puede dar esa base que,
sin ser condición absolutamente necesaria, sí que es altísimamente conveniente
para lograr la felicidad que se deriva de hacer el bien por amor. Y así, se
podrá matar al embrutecimiento.
En
un mundo en el que se consiga lo que he llamado alargamiento proporcional de la
vida, también habrá más tiempo para formar a esa juventud extendida en estas
tres cosas, cultura, ética y religión. O, si se prefiere, verdad, bondad y
belleza. Si, además, hay más tiempo libre, esa formación será también factible
a lo largo del resto de la vida expandida.
Así
pues, el alargamiento proporcionado –o supra proporcionado– de la vida, que hay
que potenciar en sí mismo, como un bien, a través de la ciencia y la medicina,
puede ser también una bendición para la riqueza antropológica. Pero éste es un
reto al que tendremos que enfrentarnos como especie. Y no es un reto fácil ni
exento de graves riesgos. Pongámonos ya manos a la obra. Yo ya lo estoy con
este escrito.
[1] Esto puede verse en mi estudio
“Los próximos 200 años”, en el post del 24 de Marzo de 2017
[2] No pretendo aquí entrar en la
discusión de si el cambio climático es un fenómeno antropogénico creado por las
emisiones de CO2 y otros gases invernadero. Acepto metodológicamente
que es así, sin que esto quiera decir que quito o pongo rey. Es sólo una
aceptación metodológica para ponerme en el peor de los casos.
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