17 de octubre de 2018

Vivir más de 100 años


Leo en el Financial Times del 8 de Agosto un interesante artículo, escrito por Leo Lewis, comentando un libro titulado “The 100-Year Life” escrito por Lynda Gratton y Andrew Scott, ambos profesores de la London Business School. El artículo empieza diciendo:

“En su ensayo ‘De senectute’, Cicerón dice que hay cuatro razones por las que la gente aborrece la vejez: te hace dejar de trabajar, debilita tu cuerpo, te impide el placer y cada día te lleva un paso más cerca de la muerte. A continuación, desmantela cada uno de estos argumentos. ‘Los ancianos mantienen su mente bastante bien’, señala, ‘siempre que la ejerciten’”.

 Por supuesto, leeré, tanto el libro de los profesores de la LBS como “De senectute” de Cicerón. Pero, sin esperar a leerlos, quiero dar mi opinión sobre el reto que supondrá para la sociedad el que la mayoría de la gente llegue a vivir bastante más de 100 años. Frente a esta posibilidad siempre se alzan voces apocalípticas y creo que merece la pena pensar un poco sobre ello. Por supuesto, considero lo que digo a continuación como unas ideas provisionales, ya que la lectura de estos dos libros puede hacer que mis opiniones cambien. Para eso se lee.

En primer lugar, debo decir que, cualesquiera que sean los retos y/o problemas que puedan presentar por el alargamiento de la vida, ésta es un bien y, por lo tanto, la ciencia y la medicina están obligadas a buscar cómo prolongar ese bien. Será la sociedad la que tenga que responder a los retos que esto plantee y resolver los problemas que puedan aparecer.

Cuando uno piensa en el alargamiento de la vida, lo puede hacer de dos maneras. La primera es pensar en un alargamiento de los años de decrepitud. Me explico. Se puede ver como algo que simplemente hace que la gente viva más años, pero con una calidad de vida que prolongue la que ahora vemos que tiene una persona de, digamos, 90 años. Es decir, que si ahora la vida se puede dividir en un 30% de juventud, un 50% de madurez y un 20% de decrepitud, el alargamiento de la vida en un 40%, altere estos porcentajes dejándolos en el 21%, 36% y 43% respectivamente. Gratton y Scott dicen en su libro, según apunta el artículo, que “puede haber algo peor que la visión Hobbesiana de una vida que es ‘aburrida, embrutecedora y corta’: Una que sea aburrida, embrutecedora y larga”. Ciertamente, el alargamiento de la decrepitud, además de crear unos graves problemas sociales no es algo muy halagüeño. No me atrevería a decir que el prolongamiento de la vida así en un 40% sea un objetivo obligado de la ciencia y la medicina. Pero hay otra manera de pensar en el alargamiento de la vida. Es el que pudiéramos llamar alargamiento proporcional. Es decir que, si se alarga la vida en ese 40%, la juventud, la madurez y, por desgracia, también la decrepitud, se vean también alargadas un 40%, quedando cada tramo de la vida en la misma proporción que antes. Incluso, ¿por qué no?, la ciencia y la medicina pudieran hacer que junto al alargamiento de vida se produjese un incremento del peso en la misma de los tramos de juventud y plenitud y que el porcentaje de decrepitud disminuyese. En este caso, el argumento de Hobbes, siempre negativo, sería menos cierto. No del todo falso, porque los epítetos de aburrida y embrutecedora que Hobbes dedica a la vida, no dependen de su longitud, sino que son algo de lo que cada ser humano es responsable para sí mismo y para los demás. Es necesario también considerar estos aspectos.

Pero, incluso en el tercer escenario, el mejor que cabe pensar, hay un reto que mucha gente se plantea con terror. Si ahora el ratio de personas activas sobre personas no activas es de 4 a 1, ¿qué pasará si ese ratio acaba siendo 2 a 1 o, incluso inferior. Todos los sistemas de pensiones y de previsión social se derrumbarían. Esto, está claro, es algo que puede pasar. Si en los próximos decenios la gente se jubila cada vez más pronto, eso ocurrirá. Si, además, se sigue en la cultura de la baja natalidad, el fenómeno se producirá por partida doble y con el doble de rapidez. Por tanto, si como sociedad, queremos prepararnos para una vida generalizada de más de 100 años, esas son dos cosas que deberemos cambiar en la mentalidad de la sociedad. Retrasar la edad de la jubilación, al menos proporcionalmente al alargamiento de la vida, y aumentar la natalidad. Sin embargo, la gran lucha de los sindicatos de todo el mundo es por acortar la vida laboral y la lucha por fomentar la natalidad no es algo que esté en la primera línea de las agendas de los gobiernos ni forme parte de la cultura de nuestra civilización. Así que, si no cambiamos radicalmente, es muy posible que acabemos en el colapso total de cualquier sistema de previsión social que no esté basado en el ahorro personal.

El clamor popular por el acortamiento de la vida laboral tiene que ver con la formación que se da sobre el valor del trabajo, pero también con el tipo de relaciones laborales que se han desarrollado desde los albores de la revolución industrial. Ciertamente el capitalismo, a pesar de la terrible dureza de su primera expresión, está sacando del hambre y la miseria a la población mundial. Hace 200 años, toda la humanidad vivía a expensas de una agricultura de bajo rendimiento, sujeta al mínimo de subsistencia y a merced de una climatología caprichosa que llevaba a la muerte por inanición a inmensas cantidades de personas los años de malas cosechas. Pero el inicio de ese proceso fue a costa de crear puestos de trabajo alienantes. El trabajo del campo era, como se ha dicho, durísimo y hacía a la humanidad enormemente vulnerable a las hambrunas. Pero era un tipo de trabajo de ciclo completo. Me explico. Se sembraba, se cuidaba del crecimiento de lo sembrado y, al fin, se recolectaba o se cosechaba, para separar nuevas semillas que volvían a plantarse. Es decir, el trabajador preindustrial del campo veía el fruto completo de su trabajo. En las primeras fases del capitalismo, la división del trabajo hizo que cada persona sólo fuese consciente de una ínfima parte del proceso productivo. Los seres humanos eran apéndices de las máquinas. Repetían hasta el infinito, millones de veces la misma tarea monótona y sin sentido, y no sabían ni lo que estaban haciendo ni para qué. Era pues un trabajo, en términos hobbesianos, embrutecedor. No es, por tanto, extraño que la inmensa mayoría de los trabajadores viesen la llegada de la jubilación, siempre que puedan seguir manteniéndose económicamente, como una liberación.

Pero estas condiciones de trabajo ya están cambiando de una forma acelerada. La tecnología hace que cada vez más, los trabajos alienantes o embrutecedores, sean asumidos por máquinas, liberando de ellos a los seres humanos. Claro que esto plantea nuevas cuestiones preocupantes. ¿Hará el avance tecnológico que inmensas masas de personas no encuentren trabajo y se vean así condenadas a la miseria? No necesariamente. Si echamos la vista hacia atrás, los profetas apocalípticos como Marthus, Marx o Ricardo, que aseguraban de que esto iba a ocurrir así, se ha visto desmentidos una y otra vez. En los últimos 200 años, el avance tecnológico, que no es patrimonio del siglo XXI, ha hecho que, a pesar del crecimiento demográfico, la gente tenga jornadas laborales cada vez más cortas, el paro vaya en continuo declive –salvo momentos esporádicos– y la riqueza per cápita de las personas –incluso de las del tercer mundo– no haya parado de crecer. Cierto que sigue existiendo en el mundo la lacra de la pobreza. Pero, recientemente, el porcentaje de la población mundial que vive por debajo de la línea de pobreza extrema ha bajado, por primera vez en la historia de la humanidad, del 10%. Y, a buen seguro, seguirá bajando. ¿Por qué esto no puede seguir ocurriendo en los próximos 200 años, cuanto menos? No hay ninguna razón para que no lo haga. La única condición es que la cantidad de bienes y servicios útiles que se produzcan, crezca lo suficiente, ayudada de la reducción de la jornada laboral, de forma continuada, para compensar la subida de población y la sustitución tecnológica. Y esto, que ha venido ocurriendo en los últimos 200 años, no tiene por qué dejar de pasar en los próximos 200, siempre que no se pongan demasiadas trabas a la iniciativa privada. Sin embargo, la creciente presión fiscal y regulatoria sí pueden llegar a suponer trabas que frenen esa capacidad de creación de riqueza[1].

Así pues, si no se ponen palos en la rueda de la bicicleta de la iniciativa privada, este proceso es perfectamente sostenible. Pero, además, la liberación de los trabajos más monótonos, repetitivos y alienantes –embrutecedores, en terminología hobbesiana–, disminuirá, sin duda, hasta llegar a anularla, la sensación de liberación al llegar a la jubilación. Porque la tecnología está a punto de empezar a cambiar cualitativamente las relaciones laborales. Cada vez habrá menos puestos de trabajo por cuenta ajena que se tengan que llevar a cabo en la ubicación que la empresa para la que se trabaja determine. En cambio, aparecerá un nuevo tipo de modelo productivo. Aparecerán asociaciones agrupadas orgánicamente, desde células individuales y familiares, hasta grandes agrupaciones de esas células, libres y flexibles en su composición y en su funcionamiento. Una célula familiar podría tener, por ejemplo, cuatro impresoras 4D, dos brazos robóticos y tres microprocesadores que le permitiesen, de una forma versátil, producir una amplia gama de componentes. En el otro extremo de la cadena podría estar, por ejemplo, una gran fábrica de aviones sin apenas trabajadores. Entre medias habría, como se ha dicho, una estructura versátil de agrupaciones ad-hoc de diversas células elementales en varios niveles. El fabricante emitiría un concurso para la fabricación de, digamos, 2.000 reactores de determinadas características, al tiempo que pondría a disposición el software de la “supply chain” de esos reactores y el necesario para programar las herramientas de las células que participasen. Distintas agrupaciones ad-hoc competirían por lograr el concurso y la que se lo llevase produciría los 2.000 reactores, distribuyendo el trabajo entre los miles de células elementales que formen parte de esa agrupación ad-hoc. Así, cada familia o pequeño grupo humano, sería una célula independiente de ese organismo ad-hoc. La frontera entre las horas de jornada laboral y ocio quedaría así volatilizada. Cada célula se organizaría el tiempo como quisiera, siempre que cumpliese con su cometido. Dentro de cada célula, la distribución del trabajo sería también flexible. En función de los proyectos en los que participase o los que perdiese, cada célula tomaría sus decisiones de inversión en el equipo que necesitase. En una situación así, ¿por qué y para qué jubilarse? ¿Utopía? De ninguna manera. Ya está pasando. Se llama Gig Economy. La traducción podría ser “economía de pequeños encargos” o “economía de bolos”. Como todos los grandes cambios, tendrá lugar paulatinamente, casi sin que nos demos cuenta, de una manera espontánea y libre. No ocurrirá de repente ni se producirá al 100%. Siempre seguirá habiendo fábricas, en el sentido tradicional del término, coexistiendo con este tipo de organizaciones ad-hoc. Por supuesto, con esto, el concepto de trabajo estable con contrato indefinido, irá desapareciendo. Los sindicatos detestan esto y, seguramente, anclados en conceptos decimonónicos, se opondrán a este cambio con uñas y dientes y hasta es posible que lo retrasen. Estos retrasos también tendrían su efecto negativo en la necesaria capacidad para generar una mayor cantidad de bienes y servicios útiles.

Una última pregunta ante todo esto sería: Admitiendo que el alargamiento proporcional de la vida pudiera soslayar –unido al crecimiento demográfico, a la tecnología y al acortamiento de las horas de trabajo– el reto de la previsión social y del paro, ¿podría evitar también el reto ecológico? Si cada vez se van a producir más bienes para una población creciente por mor de la mayor tasa de natalidad y la mayor longevidad, indefectiblemente –se puede pensar no sin cierta lógica– los recursos de este planeta limitado en el que vivimos se agotarán. Además, se producirán sustancias, residuos y productos no deseados que inunden el planeta y lo hagan inhabitable. Y, por supuesto, está el fenómeno del cambio climático con las emisiones de CO2[2]. Esto, que puede parecer de una lógica aplastante, es, sin embargo, falso. A continuación voy a analizar seis cuestiones clave en este asunto: 1) La producción de energía 2) el cambio climático causado por el CO2 y otros gases invernadero, 3) la acumulación de residuos 4) la disponibilidad de agua, 5) la producción de alimentos y 6) los elementos químicos escasos.

1)     Producción de energía: Hoy en día las energías renovables eólica y solar, limpias y prácticamente ilimitadas, tienen ya un coste competitivo con cualquier otra fuente de producción de energía y en un futuro inmediato tendrán un coste mucho más bajo. Ciertamente, tienen el problema del almacenamiento energético, pero las baterías de alta densidad están avanzando a pasos agigantados y, por otro lado, para energías con coste marginal 0, como son éstas, son perfectamente factibles otros sistemas de almacenamiento como el ciclo de electrolisis y síntesis de agua. Además, estas energías ya permiten que su producción se realice más cerca del lugar de su consumo, de forma descentralizada, a veces en el mismo hogar o fábrica, eliminándose en gran medida el despilfarro energético actual de su transporte.

No puedo dejar de mencionar la energía nuclear que, aunque en descrédito por motivos puramente demagógicos es una energía barata y limpia. Nunca es tarde para recuperarla.

Además, hay otras fuentes potenciales como la energía de fusión, cuya posibilidad de explotación comercial se está acercando a pasos agigantados. El día que esto llegue, su materia prima, el agua de mar, es totalmente ilimitada.

Por último, recientemente, se han descubierto en diversas partes del mundo lugares de los que emana, de forma natural, hidrógeno que se está continuamente produciendo en el manto terrestre. De confirmarse la ubicuidad de estos hallazgos, la combustión de este hidrógeno, sin ningún otro subproducto que agua, sería una fuente inagotable y limpia de energía. Y este subproducto, el agua, del que hablaré más adelante puede, ser algo de inmenso valor para la humanidad.

2)     El cambio climático producido por el CO2 y otros gases invernadero. Si las fuentes de energía antes citadas llegan a sustituir en su mayor parte el uso de combustibles fósiles, la generación de CO2 bajaría drásticamente casi a 0. Pero si esto no fuese suficiente, se están desarrollando sistemas artificiales para realizar la función clorofílica con una eficiencia muy superior a la vegetación. Ciertamente, hoy son desarrollos de laboratorio con un coste extremadamente caro, pero caben pocas dudas de que su coste disminuirá drásticamente con las economías de escala cuando estén totalmente desarrolladas, siguiendo una ley similar a la famosa ley de Moore. El otro gran gas de efecto invernadero es el metano, producido, en gran medida, por la ganadería, especialmente la bovina. Más adelante, cuando llegue al problema de la alimentación, hablaré de ello. En cualquier caso, cada vez son más sofisticados los sistemas de medición de la huella de CO2 y de metano de todos los procesos, lo que permitirá sistemas de mercado que trasladen al precio final para el consumidor la producción de estos gases. Por todo esto, cabe pensar que, en unas décadas, el problema del calentamiento global estará completamente superado. Indudablemente, por si, efectivamente, hubiese un proceso de cambio climático antropogénico, en el periodo transitorio se debería extremar la prudencia en el uso energético. También en esto la tecnología tiene mucho que decir, mejorando la eficiencia de uso energético de todos los elementos, equipos y edificios que la utilizan.

3)     Acumulación de residuos. Cada vez se irá imponiendo más la llamada economía circular, que tiene como objetivo “residuos 0”. Por un lado, la implantación de sistemas de huella de productos de desecho hará que la producción de residuos sea algo que tenga que repercutirse en el precio. Por otro lado, las labores de clasificación de estos desechos para darle a cada tipo el tratamiento necesario, se verá facilitada y reducido su coste con la robotización y la automatización de esta operación. Por último, la reutilización de determinados residuos puede redundar en una disminución del coste de aprovisionamiento para ciertas empresas. Estos factores harán que la meta “residuos 0” sea algo cada vez más cercano y alcanzable.

4)     Disponibilidad de agua. Este es uno de los factores ecológicos de más impacto. Para conseguir que deje de ser un problema grave, hace falta, por un lado, el ahorro en su consumo y, por otro, el aumento de producción de agua dulce. Actualmente, el 80% del consumo de agua en el mundo se dedica a la agricultura. Los sistemas de regadío incrementan el rendimiento de la tierra en la producción de alimentos, algo imprescindible para una población creciente, de lo que hablaré más adelante, pero la cruz de la moneda es la inmensa cantidad de agua que consume. Sin embargo, ya existen sistemas de cultivo que requieren muchísima menos agua que los cultivos tradicionales. La agricultura hidropónica es ya una realidad, pero ya está en avanzada fase de experimentación la agricultura aeropónica, que consiste en rociar con el agua mínima imprescindible, con nutrientes incorporados, las raíces, expuestas al aire, de los cultivos. Con este sistema, el consumo para la agricultura puede llegar a cotas mínimas. Y ese 80% liberado de la agricultura puede ser dedicado al consumo humano y uso doméstico. Otro importantísimo ahorro de agua está en su transporte. Actualmente, en el transporte se pierde cerca del 50% del agua. Es perfectamente factible mejorar drásticamente este rendimiento. Una tercera fuente de ahorro está en el reciclado de las aguas negras. Hoy en día es ya una realidad el reciclado de las mismas, generándose agua totalmente potable para el consumo humano. Ya está en funcionamiento en determinadas ciudades del desierto californiano. El único freno con el que se encuentra es puramente psicológico, pero esto es algo perfectamente superable.

En cuanto a la producción de agua dulce, el panorama también es positivo a medio plazo. En primer lugar, con una energía barata, limpia y abundante, como la que se ha descrito en el punto 1), la conversión del agua de mar en agua dulce mediante evaporación o un proceso de ósmosis inversa, sistemas ambos que son hoy inviables en grandes cantidades por el consumo energético, serán perfectamente factibles en un futuro no lejano. En segundo lugar, ya se han desarrollado materiales llamados COF y MOF (Covalent/Metalic Organic Frameworks) que son capaces de extraer, de forma natural, sin uso, o con un consumo mínimo de energía, el agua contenida en el aire, incluso en las zonas desérticas. Cierto que el rendimiento y el coste de estos materiales los hace, de momento, prohibitivos, pero caben pocas dudas de que en el plazo de unas décadas se desarrollen nuevas variantes con mayores rendimientos y menores costes a gran escala. En tercer lugar, si se confirma la ubicuidad de afloramientos de hidrógeno geológico como los descritos más arriba, la producción de energía mediante la combustión de este hidrógeno, generaría ingentes cantidades de agua. Si, además, estos yacimientos están, como parece, ampliamente repartidos por el globo, la producción de agua tendrá lugar también de una forma muy distribuida.

5)     Producción de alimentos. Alimentar a una población creciente y cada vez más rica requerirá, como es natural, producir una cantidad de alimentos mucho mayor. Y se alzan voces diciendo que la superficie del planeta es limitada y representa, por tanto, un límite a la cantidad de alimentos que pueden producirse. Esto es otra de esas cosas que parecen tener una lógica aplastante, pero que no son ciertas. En primer lugar, el rendimiento del terreno es cada vez mayor y seguirá multiplicándose mediante la ingeniería genética de los cultivos. El rechazo de esta ingeniería por los movimientos ecologistas radicales está desmentido por todos los científicos del mundo que ven en ella una inmensa oportunidad de incrementar las cantidades de alimento producidas y su valor nutricional. En segundo lugar, ya se está experimentando con la llamada agricultura vertical. En las cercanías de las más grandes urbes del mundo, se pueden construir edificios de 50 plantas o más en las que producir casi cualquier vegetal usando los cultivos aeropónicos de los que he hablado antes. Esto, aparte de multiplicar por mucho la superficie disponible, acerca los lugares de producción a los de consumo, con el consiguiente ahorro de transporte. En tercer lugar, ya está también en experimentación la posibilidad de hacer cultivables terrenos desérticos. Esto, nuevamente, aumentaría enormemente la superficie cultivable. En lo que a la producción de carne se refiere, ya es también una realidad la producción de carne sintética. Otra vez más, todavía ni la calidad ni el coste son, hoy por hoy, aceptables. Pero también en este caso, las cosas mejorarán. Probablemente, nunca se pueda hacer una carne de la calidad de un bife argentino, pero sí, tal vez, mejor que una hamburguesa de un restaurante de comida rápida. Y lo suficientemente bueno para que sirva de alimento a una población creciente. Y, en la medida que esto haga, disminuirá drásticamente la ganadería y también drásticamente, la generación de metano, potentísimo gas invernadero, como se ha dicho anteriormente.

6)     Elementos químicos escasos. Es cierto que ciertas tecnologías requieren del uso de determinados elementos químicos que son escasos en la tierra. En particular, todos los aparatos de electrónica de consumo, ordenadores, teléfonos móviles, etc, utilizan baterías de ión litio para funcionar. Los coches eléctricos utilizan baterías mucho más potentes basadas también en el litio. El crecimiento de la producción de estos equipos será, sin duda alguna, al menos durante un tiempo, exponencial. A esto se añadirá la necesidad de almacenamiento energético masivo para, como se ha dicho en el apartado 1) sobre la producción de energía, acompasar la producción de energías renovables, solar y eólica, a su consumo. Esto lleva a pensar que en los próximos cinco años, el consumo de litio se multiplicará por tres. Y, los catastrofistas apocalípticos aseguran que, con este inmenso crecimiento se consumirán en pocos años todas las reservas de litio del mundo y se paralizará este desarrollo tecnológico. Y el litio, afirman, no es el único elemento que pueda convertirse en un cuello de botella que paralice este desarrollo. Pero, una vez más, los que claman de forma catastrofista por la insostenibilidad del desarrollo, obvian cuestiones fundamentales. La primera es que ese crecimiento exponencial no es permanente. Ningún crecimiento exponencial puede serlo. Tampoco el de la población. Un día u otro, el crecimiento se estabilizará. La segunda, que ya hoy en día se está investigando, consiste en sustituir las baterías de ión litio por las de ión sodio y el sodio es un elemento prácticamente ilimitado. Y, por supuesto, queda el asunto del reciclaje. De cualquier elemento del que pudiera haber escasez, se acabaría por desarrollar un sistema de reciclaje que acabase con la misma.

Todo lo anterior intenta aclarar por qué creo que es perfectamente posible que el alargamiento de la vida de la mayoría de los seres humanos bastante más allá de los 100 años no cree ningún tipo de problema social ni económico ni ecológico. Pero que sea perfectamente posible, no quiere decir que sea seguro que se consiga. Hay muchos frenos que pueden evitar que la premisa de partida –la capacidad de crear bienes y servicios útiles a una velocidad suficientemente acelerada– se cumpla. Y no es el menos importante de ellos la demagogia populista y el afán de lastrar la iniciativa privada y la innata capacidad del hombre para innovar con impuestos excesivos, al tiempo que se desincentiva a los seres humanos en esa capacidad innovadora, haciéndoles rechazar el trabajo creador y presentándoles el dolce far niente como un ideal de vida. Con estos palos en la rueda de la bicicleta se crearía, en definitiva, una gravísima pobreza antropológica que desembocaría, necesariamente, en la pobreza material.

Es decir, volviendo al tercer punto de la descripción de la vida de Hobbes, la vida no tiene por qué ser corta. Podría ser larga y próspera, tanto en bienes útiles como en tiempo libre. Pero como dice el autor del artículo al que he empezado refiriéndome, lo terrible sería que tuviese los dos primeros atributos de ese filósofo y fuese “aburrida, embrutecedora” y larga. ¿Se puede y se debe hacer algo para evitar que sea aburrida y embrutecedora? Ambas preguntas merecen un sí rotundo. Que se debe, es evidente. Que se pueda tal vez merezca una reflexión. El antídoto se llama educación. Pero no cualquier educación vale para combatir el aburrimiento y el embrutecimiento vitales. A mi modo de ver tiene que ser una educación basada en la cultura, la ética y la religión. Es decir, una educación basada en un humanismo con una base antropológica adecuada.

No cabe duda de que la cultura, tomada en un sentido muy amplio, abre un inmenso abanico de posibilidades que pueden llenar la vida de alicientes y hacerla, no sólo menos aburrida, sino ilusionante. La pasión por la literatura, por la música y por todas las manifestaciones del arte, pueden transformar el aburrimiento en pasión. En cuanto al ocio, la tecnología, podrá poner al alcance de todos, cualquier tipo de viaje virtual. Con un cierto nivel de realidad aumentada podremos vivir como si estuviésemos allí, los viajes de Marco Polo, o el descenso del Amazonas de Francisco de Orellana en 1542, según lo cuenta fray Gaspar de Carvajal, o la vuelta al mundo de Magallanes-Elcano, o asistir al descubrimiento del Pacífico por Balboa, o al golpe de mano de Pizarro en Cajamarca raptando al Inca, o… sólo la imaginación pone un límite. Pero por mucho esfuerzo de imaginación que haga, seguro que no seré capaz de pensar ni siquiera una ínfima parte de las posibles aventuras que se puedan vivir virtualmente. El mundo real, no el virtual, será un pañuelo que se pueda visitar fácilmente, conociendo otras culturas nuevas. En los deportes, se abrirá también un campo impensable. Y así en casi cualquier actividad humana. Todo esto puede hacer, si no desaparecer, al menos evitar en gran medida el aburrimiento, pero no está tan claro que palie el embrutecimiento. Y si esto segundo no se consigue, tampoco se considerará lo anterior. Recuerdo cómo, siendo un niño, cuando decía la frase de “me aburro”, inmediatamente se me contestaba con la réplica de “sólo se aburren los burros”, al tiempo que se me sugerían formas de no aburrirme. Esto me educó en la inquietud cultural. Sin ella, las oportunidades que se nos puedan brindar, son inútiles. La educación deberá serlo también para crear esta inquietud intelectual.

Pero hay otro embrutecimiento peor al del aburrimiento apático. Es el embrutecimiento ético. Probablemente era a ese embrutecimiento al que se refería Hobbes. Dada su negativa visión del hombre, como lobo para con el hombre, sólo veía la represión del estado Leviatán como medio para evitarlo. Pero sólo con una ética interna, no impuesta, que busque no sólo no hacer el mal, sino impulsar el bien, se puede combatir este tipo de embrutecimiento. Y ese impulso hacia el bien, no puede venir del puro y árido sentido del deber kantiano, sino del jugoso ejercicio del amor. Hacer el bien por amor es una inmensa fuente de alegría y felicidad que combate de forma directa el embrutecimiento. Por supuesto, hay muchísimas personas que hacen este bien por amor desde posiciones no creyentes. Las admiro profundamente. Es evidente que, tanto para estas personas como para cualquier otra, es más fácil hacer el bien por amor si, primero, o al menos al mismo tiempo, son amados. Pero en este mundo es imposible hallar un amor incondicional, garantizado, asegurado. Sólo una religión que nos relacione con un Dios que nos da ese amor incondicional, garantizado, asegurado y, además, gratuito e infinito, puede dar esa base que, sin ser condición absolutamente necesaria, sí que es altísimamente conveniente para lograr la felicidad que se deriva de hacer el bien por amor. Y así, se podrá matar al embrutecimiento.

En un mundo en el que se consiga lo que he llamado alargamiento proporcional de la vida, también habrá más tiempo para formar a esa juventud extendida en estas tres cosas, cultura, ética y religión. O, si se prefiere, verdad, bondad y belleza. Si, además, hay más tiempo libre, esa formación será también factible a lo largo del resto de la vida expandida.

Así pues, el alargamiento proporcionado –o supra proporcionado– de la vida, que hay que potenciar en sí mismo, como un bien, a través de la ciencia y la medicina, puede ser también una bendición para la riqueza antropológica. Pero éste es un reto al que tendremos que enfrentarnos como especie. Y no es un reto fácil ni exento de graves riesgos. Pongámonos ya manos a la obra. Yo ya lo estoy con este escrito.



[1] Esto puede verse en mi estudio “Los próximos 200 años”, en el post del 24 de Marzo de 2017
[2] No pretendo aquí entrar en la discusión de si el cambio climático es un fenómeno antropogénico creado por las emisiones de CO2 y otros gases invernadero. Acepto metodológicamente que es así, sin que esto quiera decir que quito o pongo rey. Es sólo una aceptación metodológica para ponerme en el peor de los casos.

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