La verdad ha sido, desde hace siglos un
concepto a la baja. Pero últimamente, parece que la baja cotización de la
verdad ha llevado a situaciones que la misma sociedad que la ha devaluado
rechaza bajo el nombre de posverdad. Es un poco como lo que pasa en la bolsa.
Cuando un valor baja mucho, todo el mundo quiere comprarlo. Así pasa con la
verdad.
Merece la pena un repaso a la validez de la
verdad como valor.
Desde Aristóteles, cuanto menos, se ha definido
la verdad como una adecuación de los juicios a la realidad. Esta definición
parte, naturalmente, de las premisas de que hay una realidad objetiva, fuera de
la mente humana, y que esa realidad es, al menos en parte, cognoscible y se
puede, por lo tanto, emitir juicios sobre ella. Pero en un momento dado de la
historia del pensamiento, los filósofos empezaron a dinamitar estas premisas.
Probablemente el origen de esa voladura se pierda en los albores de la
filosofía. Pero para mi intención basta remontarse hasta Kant (dejando de lado
el antecedente inmediato de Descartes). Kant no negó que hubiese una realidad
externa a la mente del hombre, pero sí afirmó que era una realidad tan caótica
que el ser humano sólo podía conocer una pobre representación de la misma y
eso, tras pasarla por unos filtros. Llamó “a prioris” a estos filtros. Eran
dos, el espacio y el tiempo. Estos “a prioris” nos permitían organizar esa
caótica realidad en nuestra sensibilidad externa e interna respectivamente. El
espacio y el tiempo no eran para Kant realidad externas, sino que sólo estaban
en la mente del ser humano. Gracias a esos “a prioris”, se podía tener una
representación de la realidad. Pero no era una representación ni siquiera
parcialmente fidedigna. La cosa tal vez no hubiese tenido mucha importancia si
se hubiese quedado ahí. Pero negada la inteligibilidad de esa realidad y la
existencia fuera de ella, en la mente del hombre de esos dos “a prioris”, nada
impidió a los sucesores de Kant, afirmar que, no había tal realidad fuera del
ser humano, sino que era éste el que se la inventaba. Negadas esas premisas
mayores, el concepto de verdad quedaba vacío de cualquier contenido. Cada uno
podía tener su verdad en su cabeza. Ni mejor ni peor que la de cualquier otro.
De nada ha servido para retrotraernos en ese camino que la ciencia haya
demostrado hasta la saciedad la existencia, fuera de nuestra mente, del
espacio-tiempo. La condena a muerte de las premisas de la verdad no podía ser
revocada después de que se hubiese ajusticiado al reo.
No es posible desligar la marcha de las ideas y
la de la historia, inextricablemente unidas en un bucle de retroalimentación
recíproca. No es irrazonable pensar que en este devenir del pensamiento haya
influido la inveterada costumbre humana de imponer a los demás por la fuerza
sus intereses. Y la verdad podía ser usada –y a menudo lo era– como digno
disfraz de los más espúreos intereses. Es loable el intento de evitar este
camuflaje de intereses, a menudo inconfesables, con el honorable traje de la
verdad. Pero lo que no es tan loable es la solución de negar la realidad y, de
ahí, la verdad. Muerto el perro, se acabó la rabia, podría pensarse. Pero no es
así, porque el perro no estaba rabioso y la enfermedad seguía su curso. Porque,
por supuesto, tras la filosofía idealista –así se llama la filosofía derivada
de Kant– siguió habiendo imposiciones injustas de los intereses de los fuertes
sobre los de los débiles. El idealismo no evitó eso ni remotamente con la
muerte lenta de la realidad y la verdad.
Cierto que el concepto de verdad mal usado
puede resultar –y a menudo resulta– peligroso. Pero eso no hace recomendable
acabar con él, sino usarlo rectamente. Y eso se consigue mediante dos ideas
fundamentales. La primera, filosófica, aceptando que la realidad, teniendo una
existencia fuera de la mente humana y siendo cognoscible, es tan inmensa y
compleja que nadie puede conocerla del todo y que, por lo tanto, nadie puede
asegurar que todos sus juicios están en consonancia con todas las facetas de
algo tan inmenso y complejo. Por lo tanto, nadie puede poseer la verdad. La
segunda, de convivencia, es que el ser humano tiene derecho al error, siempre
que ese error no cause daño y que, mientas no lo cause, nadie tiene derecho a
imponer una verdad a otro. Incluso si esa verdad es verdad –y perdóneseme la
redundancia buscada–. Pero no puede negarse que el error puede causar, y a
menudo causa, daño. Tal vez esto se pueda ilustrar con el LVIII de los
Proverbios y Cantare de Machado que dice:
“Creí mi hogar apagado
y revolví la ceniza...
Me quemé la mano”.
No hubiese sido malo que el protagonista de
este Provervio/Cantar se hubiese cerciorado de que, efectivamente, el hogar
estaba apagado. Y si alguien que supiese que no lo estaba, le hubiese avisado,
le habría ahorrado un mal trago. En este caso, el daño recae sobre el que
comete el error y, si después de intentar convencerle de que no revuelva la
ceniza, se empeña en hacerlo, allá él. Pero hay casos en los que el error de
uno causa daño a otros. En ese caso tal vez podría ser éticamente aceptable
imponer la verdad. En cualquier caso, al imponerla, hay que cerciorarse de que
quien la impone tiene más medios para conocerla que el que la va a imponer. Un
médico puede y debe imponer la verdad de que si se le da a un enfermo un
tratamiento inadecuado, o se le niega uno adecuado, se le puede matar. Y tal
vez en ese caso pueda ser razonable imponer la verdad. Por otro lado, no puede
permitirse de ninguna manera que el daño causado por esta imposición sea mayor
que el causado por el error. Las ideas sobre la verdad expuestas más arriba son
las que rigen el derecho, que es fuente de bienestar para las sociedades en las
que funciona correctamente. No soy capaz de imaginarme un juicio en el que se
diga que tan cierta es la versión del presunto ladrón como la del robado. Habrá
que investigar cuál se ajusta más a la realidad, reuniendo pruebas y usando de
una sana lógica. Si no es así, ¿cómo podría ningún juez dictar sentencia? Y
ese, el derecho, es uno de los mayores progresos de la humanidad. Y me temo que
incluso el derecho se está viendo afectado por ese declive del concepto de
verdad, dando lugar a un nivel preocupante de inseguridad jurídica.
Es un fenómeno bastante corriente que se llegue
intelectualmente a unos pensamientos y formas de ver la vida que son
inaceptables en la práctica y que harían imposible la más mínima convivencia.
Con el idealismo poskantiano en su apogeo, ¿quien podría decirle a Hitler que
era un sanguinario genocida? Simplemente, él tenía “su” verdad. Esto ya lo
descubrió el propio Kant, por eso, tras su “Critica de la razón pura”, tuvo que
escribir su “Crítica de la razón práctica” con su imperativo categórico. No
tengo la más mínima objeción al enunciado de ese imperativo. Pero sí la tengo,
e inmensa, a la forma de llegar a él, por un simple acto de voluntarismo que,
ajeno al concepto de verdad, no puede ser generalizable, por más que él lo
pretendiese desesperadamente. Los dualismos –la razón por una parte y la
voluntad por otra– nunca han sido buenos guías. Porque el voluntarismo separado
de la razón acaba casi siempre en sentimentalismo y el sentimentalismo, como
demuestra la vida, nunca ha sido buen consejero para tomar decisiones.
Así vista, la verdad no sólo no es
contraproducente, sino que permite la investigación y la búsqueda conjunta de
la misma por distintas personas. También aquí viene a cuento otro de los
Proverbios y Cantares de Machado, el LXXXV, que dice:
“¿Tu verdad? No, la Verdad[1],
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela”.
Evidentemente, la naturaleza humana es como es,
y es difícil que, de una manera u otra, el fuerte deje de imponer sus intereses
al débil. Pero sólo con el correcto uso de la verdad se puede construir un
sistema de leyes justas y una aplicación sensata de las mismas. El loable
intento de desnudar los intereses espúreos del fuerte, de su disfraz de falsa
verdad mal usada, es el camino fácil y contraproducente, un atajo a ningún
sitio, que ha ido eligiendo la humanidad en los últimos siglos. Lo dice
magníficamente Arnold J. Toynbee, en su “Estudio de la historia”:
“La tolerancia lograda por la Ilustración constituyó una tolerancia
basada, no en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, sino en las
enfermedades mefistofélicas de la desilusión, la aprensión y el cinismo. No fue
una difícil conquista del fervor religioso, sino un fácil producto secundario
de su decaimiento”.
Pero así somos los seres humanos. No puedo por
menos que citar otra vez a Machado y sus Proverbios y Cantares, esta vez el XVI,
que dice:
“El hombre es por natura la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de la nada un mundo y, su obra terminada,
“ya estoy en el secreto –se dijo–, todo es nada”.
Pero esta devaluación de la verdad en los
últimos siglos no ha sido gratis. Al contrario, ha tenido un enorme coste. La
civilización occidental se apoya en tres patas. Una de ellas es la filosofía
griega, que se basaba en el convencimiento de que mediante el uso de la razón,
el ser humano es capaz, aún equivocándose a menudo, de tomar decisiones que, en
promedio, son mejores que las que se pudieran tomar mediante cualquier otro
método. El primer paso de sustitución de la razón por el sentimiento se dio al
empezar a negar la verdad. Desde entonces se han dado muchísimos. Y esto nos ha
llevado a un punto en el que las decisiones de una inmensa mayoría de personas –y
hasta las leyes y su aplicación– se basan en un sentimentalismo totalmente
ausente de razón. La llamada posverdad, campa por sus respetos. La ideología de
género, el aborto, la llamada ley de memoria histórica, los nacionalismos y un
largo etcétera de buenismos estúpidos son ejemplos de las nefastas
consecuencias de la primacía del sentimiento sobre la razón. Pero la mera
enumeración de esas consecuencias cae de lleno en lo políticamente incorrecto,
con la consecuente marginación por parte de la ideología dominante de quien la
haga. Y a la mayoría de los creadores de opinión mediática, el ostracismo les
aterra. Lo terrible es que, aunque parece estar surgiendo un sentimiento de
rechazo hacia la posverdad, son muy pocos los que se dan cuenta de sus causas.
Y la mayor parte de los que rechazan esa posverdad siguen aferrados con uñas y
dientes a las causas que la produjeron. ¿Es ceguera u horror al ostracismo en
el que se puede caer si se destapan esas causas? ¿A dónde nos llevará esto? Me
temo que a nada bueno. Pero, ¡sigamos ciegos nuestro camino!
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