19 de febrero de 2021

¿Tú crees esto?

 Si tuviese que decir qué pasaje del Evangelio es el que más me impresiona, no tendría ninguna duda en señalar el de la conversación entre Marta, la hermana de Lázaro, y Jesús, cuando éste llaga a Betania habiendo muerto ya Lázaro. Me impresionan especialmente en el Evangelio las ocasiones en que Jesús habla de sí mismo diciendo quién es él. Jamás dice de sí mismo que el sea Dios, pero en muchos de esos pasajes llama a Dios Padre, Abba, se presenta como superior a Moisés, a la Ley dada directamente por Yavhé a éste, a los Profetas, perdona los pecados y, en algunos, como Señor de la vida y la muerte. Y, de este último tipo de afirmaciones, ninguna más contundente que la que le hace a Marta en la situación que he dicho más arriba. Me voy a permitir poner la frase en su contexto.

Estando Jesús al otro lado del Jordán, lejos de Jerusalén, porque sabe que le están buscando para matarle, pero aún no ha llegado la hora en la que él mismo se va a autoinmolar voluntariamente, recibe una angustiosa llamada de sus queridas Marta y María: “Señor, tu amigo está enfermo”. Jesús, en vez de acudir inmediatamente a la urgente llamada, se lo toma con calma y tarda dos días en partir hacia Betania, sabiendo ya, sin que nadie se lo haya venido a decir, que Lázaro había muerto. Betania está a tiro de piedra de Jerusalén por lo que el riesgo era enorme. Que sabía que asumía un riesgo mortal queda patente en el comentario de Tomás, el mismo apóstol que más tarde dudaría de la resurrección: “Vamos también nosotros a morir con él”. Cuando, unos días más tarde, llegan a Betania, tan pronto como Marta se entera de que Jesús está cerca –las noticias corren como la pólvora–, sale corriendo a su encuentro hecha una auténtica pantera de indignación contra Jesús. En pasajes anteriores del Evangelio queda patente que Marta tenía un carácter muy fuerte. Cuando le encuentra le espeta, en un tono que debió llevar una carga de reproche muy acusada: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Y, sin embargo, inmediatamente después, la esperanza y la confianza: “Pero aún así yo sé que todo lo que pidas a Dios, él te lo concederá”. Lo que no puede encerrar otro significado que que le pida a Dios la resurrección de Lázaro. ¿Qué otra cosa, si no? Jesús le responde con una vaga evasiva: “Tu hermano resucitará”. A lo que Marta responde con impaciencia: “Ya sé que resucitará, cuando tenga lugar la resurrección de los muertos, al fin de los tiempos”, frase que parece estar pidiendo a gritos continuar diciendo: “…pero eso no me consuela, yo quiero que lo resucites ahora”.

Conviene aquí hacer un circunloquio sobre la creencia de los Judíos en la resurrección de los muertos. Las dos grandes sectas judías en tiempos de Jesús eran los saduceos y los fariseos. Para los saduceos, sólo los cinco primeros libros de la Biblia, el pentateuco, formado por los libros del Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, tenían validez y en ellos no hay nada que pueda hacer creer en la resurrección de los muertos. Sin embargo, los fariseos aceptaban como revelación el resto de los libros de canon judío, que se fue desarrollando en siglos posteriores, hasta, más o menos, el año 300 a. de C. Y entre esos libros están la profecía de Ezequiel y el libro de Job. Ezequiel tiene un pasaje sobrecogedor sobre la resurrección de los muertos, en carne y hueso que cito a continuación:

El Señor me invadió con su fuerza, y su espíritu me llevó y me dejó en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Me hizo caminar por entre ellos en todas direcciones. Había muchísimos en el valle y estaban completamente secos. Y me dijo:

- Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?

Yo le respondí:

- Señor, tú lo sabes.

Y me dijo:

- Profetiza sobre estos huesos y diles: ¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor! Así dice el Señor a estos huesos: Os voy a infundir espíritu para que viváis. Os recubriré de tendones, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis, y sabréis que yo soy el Señor.

Yo profeticé como me había ordenado y, mientras hablaba, se oyó un estruendo; la tierra se estremeció y los huesos se unieron entre sí. Miré y vi cómo sobre ellos aparecían los tendones, crecía carne y se cubrían de piel. Pero no tenían espíritu.

Entonces él me dijo:

- Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Esto dice el Señor: Ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que vivan.

Profeticé como el Señor me había ordenado, y el espíritu penetró en ellos, revivieron y se pusieron en pie. Era una inmensa muchedumbre.

- Hijo de hombre, estos huesos son el pueblo de Israel. Andan diciendo: “Se han secado nuestros huesos y se ha desvanecido nuestra esperanza, estamos perdidos”. Por eso profetiza y diles: Esto dice el Señor: Yo abriré vuestras tumbas y os sacaré de ellas, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestras tumbas y os saque de ellas, sabréis que yo soy el Señor. Infundiré en vosotros mi espíritu y viviréis; os estableceré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago, oráculo del Señor. (Ezequiel 37, 1-14).

Y el libro de Job en un pasaje más breve, menos impresionante, pero no menos claro, dice:

Pues yo sé que mi redentor está vivo y que él, al final, se alzará sobre el polvo; y después de que mi piel se haya consumido, con mi propia carne veré a Dios. Yo mismo lo veré, lo contemplarán mis ojos, no los de un extraño, y en mi interior suspirarán mis entrañas. (Job 19, 25-27).

Este pasaje no habla solamente de la resurrección de la carne, sino que también nos dice que ésta vendrá precedida por la resurrección de un redentor, afirma que este redentor ya existía cuando se escribió el libro y que él mismo resucitará y le resucitará a él, Job, y a si a Job, también a toda la humanidad. Es difícil no ver en este pasaje uno de los muchos anuncios de Cristo en el Antiguo Testamento. Es decir, que cuando los cristianos decimos en el credo que creemos en la resurrección de la carne y en la vida eterna a través de Cristo, no estamos inventando la pólvora. Ya la habían inventado los judíos varios siglos antes hablando de un redentor que ya vivía. Cristo, que existía antes de la creación del mundo, vino a llevar esas promesas a su cumplimiento.

Pero sigamos con la historia. A Marta parecía no seducirle mucho la idea de tener que esperar hasta el último día para recuperar a su hermano, de ahí su petición implícita e impaciente de que Jesús le resucitase ahora. Y entonces Jesús le dice esa frase que es a la que me refería al principio de estas líneas:

- Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y todo el que esté vivo y crea en mí, jamás morirá. ¿Tú crees esto?

Jesús no le está diciendo que va a resucitar a Lázaro en ese momento. Marta, como todos los judíos, se sabía de memoria todo el canon judío y creía, como se ve en su respuesta, en la resurrección de los muertos. Jesús le pide un paso más. Le pide que le diga si cree que él es el redentor anunciado en el libro de Job, que llevará a cabo, al final de los tiempos, esa resurrección anunciada por Ezequiel. Y Marta le responde categóricamente:

“Sí, Señor, yo creo que eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir a este mundo”.

Sólo entonces Jesús hace el milagro. Pero esa pregunta que va dirigida a Marta en el Evangelio, va también dirigida a todos y cada uno de nosotros, a mí, con mi nombre propio: “Tomás, ¿tú crees eso?”. Tal vez nunca nos la hayamos hecho con esa rotundidad, pero sin duda, deberíamos hacérnosla. Y cada uno de nosotros tiene que responder a esta pregunta, sólo, entre Cristo y él. Y me temo que la mayoría de nosotros no nos la hemos hecho con esa rotundidad. Y me temo, aún más, que si nos la hemos hecho, aunque digamos que sí, que creemos eso, la mayoría de nosotros no lo creemos del todo. Porque si nos la creyésemos del todo, la actitud ante la muerte de un cristiano debería ser radicalmente distinta de la de alguien que no tenga fe. Y, aunque hay excepciones a lo que voy a decir, me parece que la actitud de los cristianos, como grupo sociológico, ante la muerte no es muy distinta de la de los no creyentes. Por supuesto, la muerte siempre es dolor. No sentirlo ante ella denotaría una total carencia de emotividad, lo que es una enfermedad. Pero la esperanza debería ser mucho más fuerte que el dolor y, el consuelo de aquélla debería ser un bálsamo para éste. Bálsamo de consuelo y aunque, de ninguna manera, de olvido, si de sanación profunda y rápida, aunque quede alguna cicatriz. Lo que no va a hacer Cristo es repetir cada día el milagro de la resurrección. Los milagros de Jesús siempre tenían, además de su realidad física, un sentido de alegoría. Nosotros esperamos con certeza la resurrección de los muertos. Más, sabemos que ellos están vivos, más vivos que nosotros, y que si bien no podemos hablar físicamente con ellos, sí podemos rezarles y que ellos, que sí pueden vernos, pueden también dirigir nuestros pasos de forma imperceptible. Yo perdí a mi padre con 14 años y a mi madre con 26. Viendo mi vida en perspectiva, desde los setenta años que estoy a punto de cumplir, no me cabe la más mínima duda de que ellos me han guiado providencialmente a lo largo de mi vida.

Y sólo hay una manera de llegar a creer realmente eso. La oración, que incluye, claro está, los sacramentos y, en especial, la Eucaristía. ¿Queremos creer eso cada vez con más fuerza y convicción? ¿Queremos que nuestra duda y nuestro escepticismo se vayan disolviendo poco a poco? Sólo hay una manera de conseguirlo, que es la que acabo de decir. Una oración que no sea de petición, ni de intercesión, ni siquiera de adoración o alabanza, siendo todas estas oraciones buenísimas. Una oración de ponernos simple y humildemente en presencia de nuestro Dios y hombre verdadero y decirle: “Aquí estoy, Señor, dejándome empapar por ti y tus promesas, pidiéndote que me concedas la gracia de poder responderte como Marta. Señor, yo creo, pero ayuda a mi incredulidad”. Y sacrificar, es decir, hacer sagrado, a Dios, todos los días, un rato de nuestro tiempo. No importa que sea poco, diez minutos, tal vez. Diez minutos de hacer lo que dice Shakespeare en un verso de un soneto suyo: “Compra espacios de eternidad vendiendo horas de triste tiempo terrenal[1]”. Tampoco es necesario que en estos diez minutos esté apretando los ojos y los puños para estar concentrado en eso. Si nos ponemos debajo de la lluvia, ¿nos mojaremos más por concentrarnos en que nos estamos mojando? La lluvia nos empapa con independencia de nuestra concentración. Sólo es necesario que nos pongamos a cielo abierto cuando llueve. Y la gracia de Dios llueve siempre. ¡Jarrea! Y nos empapa. Pues lo mismo pada con la gracia de Dios. Qué duda cabe de que es mejor estar concentrado en sentir la lluvia del amor de Dios sobre nosotros empapando nuestra tierra baldía, pero el sentimiento no es lo que importa. Es Dios el que llueve sobre nosotros, no nosotros lo que trepamos al cielo para conseguir el agua vivificadora. Y así un día y otro, mes tras mes, año tras año, decenio tras decenio. Eso es lo importante. Y lo mismo pasa con la Eucaristía. Parece que los servicios de inteligencia rusos han cogido la costumbre de envenenar a los disidentes administrándoles por vía oral sustancias radiactivas de acción lenta. Ellos no se dan cuenta hasta que están abrasados por dentro. Algo así ocurre con la Eucaristía, pero su radiación es benéfica y renovadora. Un día y otro día, un año y otro año, un decenio y otro decenio y, esa radiación penetra hasta las junturas del alma y el espíritu, nos abrasa con un fuego del Espíritu y va conformándonos con Jesús. Y así, poco a poco, aprenderemos a creer eso, que Cristo ha vencido a la muerte y que nos ha hecho, como dice san Pablo, partícipes de su vida inmortal. De esta forma, cuando llegue la dolorosa experiencia de la muerte de un ser enormemente querido por nosotros o nuestra propia muerte, la prueba no será tan dura. Quizá estos días de cuaresma que tenemos por delante, en los que la Gracia cae como chuzos de punta, pueda ser un buen momento para empezar y tomar impulso.



[1] Es el verso 11 del soneto 146 de Shakespeare. En realidad, es una traducción mía bastante libre. El original dice: “Buy terms divine in selling hours of dross”, que el traductor de la edición bilingüe que manejo traduce, rectamente, por “Adquiere términos divinos vendiendo horas de escoria”.

2 comentarios:

  1. Qué maravilla de entrada, Tomás. Muchas gracias por infundir luz desde tu blog. Es una reflexión preciosa, elocuente y muy bien escrita.

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  2. Gracias Fripper.
    Abrazo.
    Tomás

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