27 de mayo de 2021

La orción de todas las cosas 25; Hágase la luz

 XXV FIAT LUX

Hágase la luz 

Pierre Charles S.J. 

Tú la creaste, nos dice el Génesis, sobre el caos inicial, y, al verla, Te pareció buena. Sé todo lo que le debo y qué partido han sabido sacar de este viejo tema los escritores, los oradores, los tribunos mismos. Y el siglo de las luces, y la luz de la ciencia, y la del buen ejemplo, y la antorcha de la razón, y la de la revelación, y la luz de la fe y la luz de la gloria, y los herejes iluminados y los viejos adoradores del sol, y la luz eterna que pedimos para nuestros difuntos, y el derroche de luces en la noche de las grandes ciudades, y la cúpula de San Pedro con todas las lamparillas que se encienden en los atardeceres de las canonizaciones solemnes para pasmo de simples. Estamos inundados de luz, Señor, ¿me atreveré a decirlo?, me encuentro muy cansado por su causa. Antaño, cuando el sol se ponía, era como una liturgia solemne golpear la yesca y encender la lamparilla de aceite o la vela de sebo que llora lágrimas gordas. Pero hoy hemos domesticado la luz y echamos la noche y su  misterio, más fácilmente que se echa a un perro, dando negligentemente una vuelta a una llavecita. Nada hay tan vulgar como la luz. Hasta tenemos linternas de bolsillo. Los eclipses de sol no nos causan ningún terror. Nuestros astrónomos los anuncian en los periódicos con una precisión matemática y les sacan fotografías de todas las fases. Se aíslan los infrarrojos y los ultravioleta; se mide la velocidad de la luz. Es prisionera de nuestras ecuaciones. ¿No hay algo de puerilidad o mucho de convención ficticia en extasiarse ante una aurora y en buscar inspiraciones en un rayo de sol?

Y con todo Tú dijiste que eras la verdadera luz. Quisiera intentar entender estas palabras, tan sencillas en apariencia; quisiera abrirme entre ellas un camino hacia la adoración.

La luz, Señor, es una formidable disciplina. En la oscuridad puedo ir a tientas, imaginar realidades o fantasmas, prestar una sonrisa angélica a mi interlocutor invisible y creer que no hay manchas en mis vestidos. Todas las ilusiones necesitan sombra. Las echamos en masa sobre el porvenir porque precisamente está encubierto para nosotros. La luz rasga todos los velos; es brutal como una intimidación. Sin discutir, suprime las ficciones lisonjeras. Sé ahora que mi traje está poco limpio, y que esta cara que creí angélica, es común; todos esos fantasmas que pasaban murmurando en la noche, veo que son unos obesos y jorobados, y zambos y barbudos, vestidos sin gusto, con los ojos hinchados de fatiga, con los labios caídos y el andar arrastrado... la fealdad sólo se manifiesta por la luz. Ella es el alguacil complaciente.

Sí, la conozco, esa luz implacable, no la de nuestros pálidos soles del Norte, velados de neblinas, sino la de los desiertos sin sombra, del océano tropical sin compasión, la luz que da de firme durante doce horas cada día y a la que ninguna vida se resiste. Comprendo porqué los viejos incas le habían construido templos enormes. En el antiguo Perú, se le ofrecían las víctimas a millares. No era el sol de nuestros poetas, el sol que juega en los ramajes, el que reanima a los tullidos en sus bancos junto al muro tapizado de parral. Era el soberano absoluto de la vida y de la muerte; el gran Incontestable que llega y que desaparece a su hora y ante el cual la tierra, despojada del vestido de la noche, debe rodar desnuda por completo, como un gusano que se retuerce.

Hemos jugado demasiado con este terrible sacramento de la luz; hemos desconocido su solemnidad perentoria. Hemos creído que la luz era nuestra; pero somos nosotros los que estamos en sus dominios. Nos posee y nuestros vestidos y nuestras murallas y nuestros recodos de sombra no son más que medios de defensa contra su soberana indiscreción. Nos defendemos detrás de persianas y cortinas, como los conejos perseguidos se refugian en sus madrigueras. Por algo los antiguos hicieron del sol un cazador y le habían dado flechas que llenaban el carcaj.

Tú dijiste que eras la luz, como habías dicho que eras la verdad. Es necesario que la luz me bautice contra todas las mentiras y me dé el horror a los disfraces. Me parece que debe ser más difícil mentir a la faz de la aurora[1] que en las sombras turbias y equivocas del crepúsculo. Y si se nos representa el cielo como inundado todo de luz, ¿no es para darnos a entender que allí triunfa la verdad? No quiero volver a la caverna. Hijos de la luz es el título que nos da tu apóstol. La luz puede deshacer todas las trampas oscuras de mis disfraces y enseñarme la nobleza de ser transparente.

Se necesita una valentía inmensa para no tener miedo a la luz. Los niños tienen miedo a lo “negro”, pero los adultos temen lo “claro”, porque les obliga a jugar limpio y les señala su verdadero valor. Hay tantas cosas que queremos ocultar, y hasta en las iglesias los devotos buscan la sombra de las columnas y los rincones discretos. Afrontaré la luz, el gran baño de la luz, que limpia mi alma de sus timideces y de sus vacilaciones ambiguas. Dejaré que la luz me ponga en tu presencia, Señor, tal como Tú me ves y tal como yo me veo. No dice ella nada, pero es dura. La amaré por su rigor y por que me cura de complacerme en lo irreal. Si ella me culpa, no intentaré tener razón.


[1] El amanecer es el momento de las revelaciones.

Como en Genesaret.

 

Atrás queda la noche

llena de insomnio y de fantasmas.

Se evapora ante una nueva mañana

para mí creada,

transparente en su luz

de fresco amanecer de Julio.

Como pudo quizá serlo

la primera mañana del mundo.

He visto cómo su luz

se hacía poco a poco,

con materia prima

de rosada negrura,

de montes azules y lejanos,

de horizontes borrosos.

Ante mí han cobrado vida,

en una temblorosa levedad,

los aires transparentes,

llenos de líquida alegría.

Y estabas Tú detrás de todo eso;

la luz y la frescura,

la negrura,

el rosa y el azul y los livianos temblores,

el aire, la vida y la alegría.

Así debió ocurrir

en otra mañana que fue nueva,

igual de transparente que ésta,

al borde de un lago.

Allí, en la orilla de otra larga,

estéril, negra noche,

a otro hombre viejo le fue dicho:

“Ven, sígueme, que voy a hacerte

también a ti, como a este mundo, nuevo”.

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