9 de mayo de 2021

Travesí de la Bibía; 8ª singladura

Jacob (I) 

De los tres patriarcas bíblicos, Abraham, Isaac y Jacob, éste último es, de lejos, el que tiene una vida más agitada. En la singladura anterior le habíamos dejado en la tesitura de, con la bendición de su padre, tener que abandonar la Tierra Prometida deprisa y corriendo, ante la amenaza de muere de su burlado e iracundo hermano Esaú. Poco antes de cruzar el Jordán hacia el Este, se le hizo de noche y, tomando una piedra por almohada, se dispuso a pasar la noche. Tal era su desvalimiento y abandono.

“Entonces tuvo un sueño: Veía una escalinata que, apoyándose en la tierra, tocaba con su vértice al cielo. Por ella bajaban y subían los ángeles del Señor. De pronto, el Señor, que estaba en pie sobre ella, le dijo:

- Yo soy el Señor, el Dios de tu abuelo Abraham y el Dios de Isaac; yo te daré a ti y a tu descendencia la tierra sobre la que estás acostado. Tu decendencia será como el polvo de la tierra; te extenderás al Este y al Oeste, al Norte y al Sur. Todas las naciones recibirán la bendición a través de ti y de tu descendencia –otra vez, promesa universal. Yo estoy contigo. Te protegeré a donde quiera que vayas y haré que vuelvas a esta tierra, pues no te abandonaré hasta que haya cumplido lo prometido”. 

En cuanto se levantó, ya amaneciendo, “todo tembloroso, dijo: ‘¡Qué terrible lugar! ¡Nada menos que la casa de Dios y la puerta del cielo!’ Tomó la piedra sobre la que había reposado la cabeza, la erigió a modo de estela y derramó aceite sobre ella. Y llamó a aquel lugar Betel –es decir, Casa de Dios”.

Entonces ocurre algo que me parece tremendamente desconcertante. La Biblia dice que Jacob le hace una promesa a Dios, pero no suena como una promesa. Suena, más bien, como un reto lanzado al Altísimo, como si le pusiese a prueba, como si condicionase el aceptarle como su Dios a que le conceda lo que le había prometido en el sueño. Dice:

“Si Dios está conmigo, si me protege en este viaje que estoy haciendo y me da el alimento y la ropa necesarios, y si puedo volver sano y salvo a casa de mi padre; entonces el Señor será mi Dios, y esta piedra que he levantado a modo de estela será la casa de Dios; y de todo lo que me des, te daré el diezmo”[1].

Hasta donde yo recuerdo de las veces que he leído la Biblia, nunca, ningún personaje habla así a Dios. La osadía de Jacob, y no será la última, no tiene parangón en ningún otro personaje. Me digo que Dios debería ver hasta el fondo del corazón de Jacob y saber que había en él una pureza oculta que ni siquiera él mismo conocía y que, tal vez, por eso, le permitiese esa osadía. Pero también me pregunto si todos los padecimientos que tuvo que pasar Jacob hasta volver a la casa de su padre, veinte años más tarde, aunque Dios le concediese en esos años familia y riqueza, no se hubiesen visto acortados a unos días si, simplemente, hubiese dicho, como María diecisiete siglos más tarde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Establezco también un paralelismo con los cuarenta años que el pueblo de Israel tuvo que pasar errante en el desierto, durante el Éxodo, por haber dudado del poder del Señor, para entonces ya conocido como Yahveh, para haberlos introducido allí poco después de salir de Egipto, o con la prohibición de Yahveh a Moisés de entrar en la Tierra Prometida por haber desconfiado de Él en Meribá. Pero sigamos con el itinerario vital de Jacob.

Jacob cruzó el Jordán y se encaminó hacia el Este. En un momento dado, vio un pozo con unos pastores que acababan de abrevar a su ganado y estaban cerrando con una piedra la boca del mismo. Preguntó de donde eran y le dijeron que de Jarán. Preguntó si conocían a Labán –el hermano de su madre– y le dijeron que sí. “Mira, por ahí viene su hija Raquel con las ovejas” –le dijeron al levantar la vista–. El Génesis nos dice de Raquel que era ella quien guardaba las ovejas de su padre y que “era guapa y de hermoso semblante”. Sea como fuere, Jacob quedó inmediatamente enamorado de ella y ella de él. Al ver cómo los pastores se ocupaban de los rebaños, Jacob les dio una lección:

“Todavía es muy de día y no es hora de retirar el ganado; abrevad las ovejas y llevadlas luego a pacer”.

Los pastores, que debían ser unos vagos y querer volverse ya a su casa, no le hicieron ni caso y se largaron. Entonces Jacob se apresuró a volver a correr la piedra del pozo para abrirlo de nuevo para Raquel, y cuando las ovejas de ésta hubieron abrevado, le dijo quien era y la besó. Inmediatamente, ella corrió a su casa y avisó a su padre, Labán, que vino corriendo a abrazarle. “Eres carne de mi carne”, le dijo y le acogió en su casa. Allí, Jacob conoció a Lía –de la que se nos dice que tenía los ojos apagados–, la hermana mayor de Raquel y a los hermanos de ésta, cuyos nombres no se dicen. Si la hermana pequeña era la que cuidaba el rebaño, eso significa que Labán no tendría muchas ovejas y que tanto la hermana mayor, Lía, como los hermanos, debían ser unos vagos, como parecían serlo los otros pastores que había encontrado Jacob. Como Jacob era un paria, huido de su familia con una mano delante y otra detrás, servía a Labán gratis. Pero pasado un mes, Labán se dio cuenta de que Jacob era un hombre de gran valía para cuidar el ganado –ya había dicho el Génesis que era un buen beduino–, de que le podía ser muy útil y de que, de ninguna manera podía permitir que se le fuese a otro sitio o con otros nómadas con sus pastores y ganados, así que le dijo:

“No por ser mi sobrino vas a servirme de balde. Dime que salario quieres”.

Entonces Jacob, arrebatado de amor por Raquel, sin pensarlo dos veces le respondió:

“Te serviré siete años a cambio de Raquel, tu hija menor”.

“Prefiero dártela a ti antes que a un extraño, así que, quédate conmigo” –le contestó Labán, supongo que asombrado del salario que pedía Jacob.

“Jacob estaba tan enamorado, que los años le parecieron unos días” –nos ice el Génesis.

Efectivamente, transcurridos los siete años, Labán organizó la boda de Jacob y Raquel. Pero en el banquete de bodas, Labán emborrachó lo suficiente a Jacob y ayudado por el vestido ritual de la esposa, le engañó y Jacob pasó la noche de bodas con Lía. Al día siguiente, al darse cuenta del engaño, indignado, protestó ante el que ya era suegro:

“¿Qué es lo que me has hecho? ¿No he servido yo por Raquel? ¿Por qué me has engañado?”

“En nuestra tierra no es costumbre dar a la hija menor antes que a la mayor. Termina la semana de bodas con ésta y te daré también a la otra a cambio de otros siete años de servicio” –fue la respuesta de Labán.

No cabe duda de que Jacob tuvo que probar su propia medicina del engaño para expiar el pecado hacia su padre. Pero sus penas no acabarían con los catorce años pagados por sus dos mujeres. Como dote para sus hijas, Labán les dio dos de sus propias criadas, una a cada una: Zilpá para Lía y Balá para Raquel. Y Jacob continuó otros siete años al servicio de Labán.

Jacob estaba profundamente enamorado de Raquel, “la guapa y de hermoso semblante”, y no tenía gran aprecio por Lía, la de “los ojos apagados” que, además, le recordaría el engaño de que había sido objeto. Pero Dios se compadeció de Lía y la hizo fecunda, mientras que Raquel resultó ser estéril, como lo habían sido Sara y Rebeca. A pesar de todo, Jacob seguía queriendo a Raquel. Digo lo de a pesar de todo, porque en las culturas nómadas, los hijos son la principal fuente de riqueza, porque, más que bocas para alimentar, son brazos para trabajar y fuerza en caso de necesidad de defenderse. Así pues, Jacob necesitaba descendencia y siguió acostándose con Lía a pesar de no quererla. Y ésta, que sentía su desamor, empezó a darle hijos, pensando que así ganaría su amor. Así, en menos de cuatro años tuvo cuatro hijos. Pero ninguno de ellos hizo que Jacob la amara. Sus comentarios ante el nacimiento de éstos lo dejan patente:

“El Señor ha visto mi aflicción; ahora mi marido me amará” –dijo cuando nació Rubén.

“El Señor ha visto que yo era menospreciada y me ha dado también este hijo” –fueron sus palabras cuando nació Simeón.

“Ahora sí se sentirá unido a mí mi marido, pues le he dado tres hijos” –se lamentó, todavía con esperanza, cuando nació Leví.

Pero su esperanza se vio defraudada porque cuando nació el cuarto, Judá, Lía renunció a que los hijos le sirviesen para lograr el amor de Jacob y, vuelta hacia el Señor, dijo con resignación: “Esta vez alabaré al Señor”. Jacob ya no volvió a acostarse con Lía en muchos años.

Es posible que la causa fuese que Raquel, despechada por no tener hijos, reaccionó como lo había hecho Sara con Abraham: dándole a su esclava para llevar a cabo la ficción legal de que el hijo de la esclava fuese de su señora: “Ahí tienes a mi criada Balá; únete a ella –le dijo a su marido–. Ella dará a luz sobre mis rodillas y así yo también tendré hijos por medio de ella”. Así lo hizo Jacob y nació un hijo al que Raquel puso el nombre de Dan y dijo: “Dios me ha hecho justicia; ha escuchado mi voz y me ha dado un hijo”. Poco después, Balá volvió a concebir y tuvo un hijo. Raquel exclamó: “Dios me ha hecho luchar contra mi hermana, pero he vencido”. Le puso por nombre Neftalí. Como se percibe claramente, la relación entre las dos hermanas no era lo que podría llamarse fraternal, y parece que Lía consideraba que, a pesar de ganar su hermana por dos hijos, además naturales, esa diferencia no era suficiente para lograr el amor de Jacob. Así que no se dio por vencida. Jacob no se acostaba con ella, pero le ofreció a su criada Zilpá. Tuvieron un hijo y le llamó Gad, y exclamó: “¡Qué suerte he tenido!” De nuevo Zilpá parió un hijo y Lía le llamó Aser: “¡Qué feliz!, las mujeres me llamarán dichosa”.

A todas estas, Rubén, el hijo mayor de Lía, ya debía ser un muchacho. Un día salió al campo y recogió unas mandrágoras. La raíz de mandrágora suele tener forma humana y, por eso, desde la antigüedad, se le han atribuido propiedades mágicas, entre ellas, ser afrodisíaca, potenciar la atracción sexual y curar la esterilidad. También se decía que el que las arrancaba de la tierra, moría. Por esto, para extraerlas, se desenterraba parcialmente la raíz, se ataba una cuerda a ésta y a la cola de un perro y cuando el dueño llamaba al perro desde lejos éste arrancaba la planta y moría. Entonces el dueño cogía la mandrágora. El Génesis no dice que Rubén lo hiciera así, pero el hecho es que le dio las mandrágoras a su madre. Por esas propiedades, Raquel, al ver las mandrágoras, le dijo a Lía: “Dame, por favor de las mandrágoras de tu hijo”. Lía respondió, presa de la furia: “¿Te parece poco haberme quitado a mi marido, que me quieres quitar también las mandrágoras de mi hijo?”. Entonces Raquel, que debía oponerse con toda su alma a que Jacob tuviese elaciones con Lía y que debía tener ascendiente sobre su marido en este asunto, le permite a su hermana que acceda al lecho de Jacob, para poder ella gozar de los beneficios de la mandrágora. Pero Lía no sólo duerme con Jacob, sino que se queda esperando otro niño. Cuando nace su quinto hijo natural dice: “Dios me ha recompensado por haber dado mi criada a mi marido. Y lo llamó Isacar”. E inmediatamente, se queda otra vez esperando y nace su sexto hijo, ante lo que exclama, llena de satisfacción: “Dios me ha hecho un buen regalo. Ahora sí que se quedará mi marido conmigo, porque le he dado seis hijos”. Y, sí, Jacob sigue con ella y le nace una niña, Dina. “Pero Dios se acordó también de Raquel, la escuchó y la hizo fecunda. Concibió ella y dio a luz un hijo, y exclamó: ‘Dios ha quitado mi afrenta’. Lo llamó José y añadió: ‘Que el Señor me dé todavía otro hijo’ ”. La Biblia deja bien claro que es la voluntad de Dios y no los efectos mágicos de la mandrágora lo que hace fecunda a Raquel, como había ocurrido con Sara y Rebeca. La petición de Raquel de un segundo hijo se cumpliría, pero tendrían que pasar seis años y sería mortal para ella.

Este pasaje, que el Génesis cuenta con todo lujo de detalles, es extraordinariamente difícil de interpretar y hay que hacerlo teniendo en cuenta lo que se dijo en la segunda singladura: interpretando los pasajes a la luz de principios de mayor altura moral que haya en la Biblia y, teniendo en cuenta, como dije en la tercera singladura, que los autores pueden basarse, para transmitir el mensaje revelado, en un ropaje que sean leyendas, mitos o formas de vida de otras culturas. Caben pocas dudas de que el episodio de la mandrágora es de un origen legendario-mágico anterior a la Biblia, tan antiguo como el mundo y que aún hoy subsiste en el culto chamánico actual. Lo mismo ocurre con la poligamia de los patriarcas, o el hecho de que el hijo de la esclava sea considerado como legalmente como hijo de su señora o, incluso, la misma esclavitud. Estas cosas se han visto en la vida de Abraham como en la de Jacob. Son costumbres, las dos primeras de todos los pueblos nómadas. Todavía hoy, en determinadas tribus de Kenia, la poligamia es una costumbre normal. Como se ha dicho más arriba, los hijos eran, en esas culturas la principal fuente de riqueza. Por lo tanto, los más poderosos, tenían varias mujeres para poder tener más hijos y, si éstas eran esclavas, pues esclavas. Esas costumbres eran, por supuesto, la del clan de Abraham y sus parientes y por eso se usan como ropaje para representar el mensaje de la bendición de Dios. Pero ya en el Génesis, se empieza a ver la cara ingrata de la poligamia: la rivalidad entre las mujeres, esclavas o libres y entre los hijos tenidos de cada una. Más adelante, en la ley proclamada por Moisés en el Deuteronomio, aunque no se condene la poligamia, parece que no se cuenta con ella. Por ejemplo, cuando dice:

“Si un hombre se casa con una mujer, pero luego encuentra en ella algo indecente y deja de agradarle, le entregará por escrito un acta de divorcio y la echará de casa”.

Ciertamente, no se dice que no esté permitía la poligamia, pero en toda la ley proclamada en tiempos de Moisés, tampoco se habla de ella, a pesar de la meticulosidad de sus prescripciones, lo que lleva a pensar que estaba desterrada, aunque no condenada. Ciertamente, dos siglos más tarde de proclamada la ley mosaica, tanto el rey David, como su hijo, el gran Salomón, tienen varias mujeres –cientos en el caso de Salomón–, pero eso no es elogiado y se presenta más bien como un craso disparate. La vida familiar del gran rey David, con un enorme éxito político y militar, es un auténtico desastre. Uno de sus hijos viola a una medio hermana suya, otro hijo mata a su medio hermano, otro más se rebela contra David y acaba muriendo en combate contra él. En fin, ¡una delicia de familia! Salomón tiene un auténtico harén, a la manera de los reyes-sátrapas orientales, pero los autores bíblicos tienen que reconocer, con dolor, que por culpa de esas mujeres, Salomón cayó en la idolatría en sus últimos años. Pero la mayor altura moral, a cuya luz hay que juzgar estos pasajes, se encuentra en el primer capítulo del Génesis y en el Evangelio. Ya vimos en su momento cómo el Génesis dice, en lo que es la esencia de la Revelación:

“Y creó Dios a los hombres a su imagen: a imagen de Dios los creó. Varón y hembra los creó” (Génesis 1, 27). […] “Por esa razón deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se hacen una sola carne”.

No parece que quepan muchas dudas, tras leer este pasaje, de que en el plan original de Dios está la monogamia entre un solo hombre y una sola mujer. Pero, por si hubiese una sola duda, Jesús la despeja contundente y reiteradamente. La primera manifestación de masas de Jesús fue el Sermón de la Montaña, que nos narra san Mateo con todo detalle en su Evangelio. Y dentro de este sermón, dice con inmensa autoridad: “No penséis que he venido a abolir las enseñanzas de le ley y los profetas; no he venido a abolirlas, sino a llevarlas hasta sus últimas consecuencias”. Y, a continuación, pronuncia varias sentencias con la estructura de: “Habéis oído decir, … pero yo os digo”. En una de ellas dice: “Habéis oído decir: ‘No cometerás adulterio’. Pero yo os digo que todo el que mira con malos deseos a una mujer, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. […] También se dijo: ‘El que se separe de su mujer, que le dé un acta de divorcio’. Pero yo os digo que todo el que se separe de su mujer, salvo en caso de unión ilegítima, la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una separada, comete adulterio”. (Mateo 5, 17 y 27-32)

Por si esto fuera poco, el propio Mateo nos cuenta que, en otro contexto, un grupo de fariseos va a preguntarle directamente, como de costumbre para ver si le pillan en un renuncio:

“ ‘¿Puede uno separarse de su mujer por cualquier motivo?’

Jesús respondió:

‘¿No habéis leído que el creador, desde el principio, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De manera que ya no son dos, sino uno sólo. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre’.

Replicaron:

‘Entonces, ¿por qué mandó Moisés que el marido diera un acta de divorcio a su mujer para separarse de ella?’

Jesús dijo:

‘Moisés os permitió separaros de vuestras mujeres por vuestra dureza de corazón, pero al principio no era así. Ahora yo os digo: El que se separa de su mujer, excepto en caso de unión ilegítima, y se casa con otra, comete adulterio’ ”. (Mateo 19, 3-9. Cfr también Marcos 10, 2-12).

Así pues, me parece que no puede tenerse ninguna duda de cuál es el mensaje revelado de la Biblia sobre la poligamia, sea cual sea el ropaje con el que los mitos o las costumbres tribales puedan revestir ese mensaje. Para hablar del mensaje de la Biblia sobre la esclavitud tendremos que esperar hasta el Nuevo Testamento.

Pero, después de esta digresión sobre la poligamia, volvamos a la vida de Jacob. A estas alturas, ya habían pasado los segundos siete años de servicio pactado entre Jacob y Labán. Así que aquél le pidió a su suegro que le dejase volver a su tierra, con sus mujeres y sus once hijos. Pero Labán, que se había enriquecido enormemente gracias a Jacob, no quería de ninguna manera, de forma que le dijo: “Fíjate tú el sueldo y te lo daré”. Sin embargo, Jacob no quería, ni remotamente, ser un asalariado de Labán, así que le dijo:

“No tienes que darme nada; si accedes a lo que voy a proponerte, volveré a apacentar tus ovejas. Voy a pasar hoy por medio de tus rebaños y pondré aparte los corderos oscuros y las cabras manchadas o moteadas. Ese será mi sueldo. Así, cuando llegue el momento de pagarme, no habrá dudas sobre mi honradez; si encuentras algún cordero que no sea oscuro o alguna cabra que no sea manchada o moteada, es que lo he robado”.

A Labán le pareció bien, porque en su cultura las ovejas o cabras oscuras, con manchas o moteadas eran consideradas defectuosas. Pero a partir de ese momento, la genética empezó a jugar a favor de Jacob. El gen que da el pelaje oscuro, manchado o moteado, como ocurre con el gen pelirrojo humano, que debe ser recesivo, estaba latente entre las ovejas de Labán y esporádicamente, se juntaba en dos progenitores, las crías nacían con capa oscura, manchada o moteada y Jacob los pasaba a su rebaño. Por supuesto, el Génesis no habla de genética, sino que explica un truco que usaba Jacob usando unas varas de álamo, almendro y plátano, peladas en franjas, dejando el tallo blanco al descubierto, que ponía delante de los animales cuando se apareaban y que tenían como consecuencia que naciesen más corderos manchados, rayados o moteados de lo esperable. Pero, además, Jacob ponía delante de las varas a las ovejas más fuertes y robustas, con lo que los corderos y cabritos con manchas eran fuertes y robustos y los blancos eran débiles. Así, Jacob “se enriqueció muchísimo y se hizo con numerosos rebaños, criados y criados, camellos y asnos”. Labán, mosqueado, cambiaba el trato continuamente, pero el resultado seguía siendo el mismo ya que, fuese cual fuese el trato, Jacob salía ganando siempre. Así las cosas, los hijos de Labán empezaron a acusar a Jacob de robar a su padre. A partir de ese momento, Labán, viendo que de nada servía el tipo de trato que propusiese, empezó a mirar a Jacob con una animadversión creciente. La situación de iba haciendo más y más tensa cada día, hasta hacerse insoportable. Fue entonces cuando Dios habló a Jacob diciéndole:

“Vuelve a la tierra de tus padres con tu familia; yo estaré contigo”.

En la próxima singladura hablaré de la vuelta de Jacob a la Tierra Prometida, su encuentro con su hermano Esaú y su vida y la de su familia en esa tierra.



[1] Es muy típico del estilo literario bíblico pasar, sin solución de continuidad de hablar dirigiéndose a una persona a hacerlo como un discurso lanzado al mundo y viceversa. Es así particularmente en los Salmos, pero también se puede apreciar en esta proclamación de Jacob.

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