17 de junio de 2022

El Evangelio escondido de Matajj, Capítulo XX; Bautizando en el Jordán

 CAPÍTULO XX

BAUTIZANDO EN EL JORDÁN

A la mañana siguiente, cuando nos levantamos, poco después del alba, Jesús ya estaba en pie, aparentemente fresco, como si hubiese descansado plácidamente durante toda la noche. El servicio, dirigido por Marta, que también estaba despierta, había preparado un excelente desayuno. Junto a Jesús estaban Simón y un Nicodemo ojeroso que había venido justo antes del amanecer para abrazar a Simón tan pronto como éste se despertase. Se les veía a ambos encantados de haber revivido una amistad que parecía a punto de morir. El último en bajar fue Lázaro que tampoco parecía haber descansado mucho. Cuando estuvimos todos, Jesús le dijo a Simón:

- Simón, muchas gracias por tu hospitalidad. Me he sentido como si estuviera en mi casa. La cena de Pésaj de anoche me ha recordado a la última que pasé con mi padre, mi madre, mis tíos y el resto de mis hermanos. ¿No os ha pasado lo mismo a vosotros, Jacob y Tadeo?

- Exactamente igual –respondió Jacob–. Ayer, en un momento, cerré los ojos y me pareció estar oyendo a tu padre, José, recitando el Hallel. –Y volviéndose a Simón–. Tu acogida ha sido algo muy especial. Gracias.

- Yo también creí ayer estar reviviendo la última Pésaj, en casa –dijo Tadeo–. Cuando Lázaro preguntó el porqué de la celebración de Pésaj, casi me adelanto yo a preguntarlo, ya que, al ser el pequeño de casa, siempre he hecho yo la pregunta, desde que tengo uso de razón, cuando estuvimos en Egipto.

- Pero rabbí –le dijo Simón a Jesús– acabas de llegar y todavía quedan por delante los siete días de la celebración de Pésaj. ¿Te vas a ir ya?

- Sí, no me queda más remedio –dijo Jesús sin dejar un resquicio a la insistencia de Simón–. No me quiero quedar al resto de la Pésaj para evitar malos entendidos y, por otro lado, he quedado con Nicodemo, antes de que vinieseis a desayunar, en que nos iba a acompañar a la otra Betania, la del otro lado del Jordán, donde Juan me bautizó hace unas cuatro lunas y, luego, hasta Galilea, antes de regresar a Ierushalom.

- Sí –reafirmó Nicodemo– quiero ver si encuentro a Juan para que me bautice.

- ¡Sólo cuatro lunas desde ese día! –exclamó José mirando a Jesús– parece como si hubiera pasado una eternidad. ¡Han pasado tantas cosas! Me parece que hace eones que te conozco. No sé cómo podía existir antes.

- Pues, querido José, todavía tendrás que ver muchas cosas más y algunas preferirías no tener que verlas, aunque, al final, todo será para bien –respondió Jesús. Y antes de que nadie pudiese preguntarle por esas enigmáticas palabras, volviéndose a Simón–. Pero se mantiene la cita. La próxima Pésaj la pasaremos juntos en Ierushalom. Yo seré el anfitrión, dirigiré el Seder y recitaré el Hallel. Tengo un año para practicar –bromeó con una sonrisa.

- Permíteme al menos, rabbí, que te provea de algunas cosas para el camino hasta Galilea –dijo Simón dirigiéndose a Jesús. Y luego, mirando a Sara–: Seguro que Sara sabrá administrarlas.

Jesús aceptó el ofrecimiento de Simón y mientras Marta, Sara, Noemí, mi madre y el servicio de la casa las preparaban, salió de la casa pidiéndonos que le esperásemos. Sin embargo yo salí con él y como no me dijo nada, le acompañé. Remontamos un poco la colina para asomarnos a ver Ierushalom desde la cresta. El sol del amanecer, a nuestra espalda, iluminaba el muro de Templo que refulgía, rojo como el fuego. Jesús dejó escapar un profundo suspiro y, dando media vuelta, volvimos a bajar a Betania. Entró en la casa, donde ya estaba todo listo.

- Y, ahora, vámonos. Tenemos un largo viaje por delante –dijo.

- Déjame acompañarte a mí también –le dijo Lázaro con voz suplicante.

- No Lázaro –le respondió con gran amabilidad, pero en un tono que revelaba la firmeza de su decisión–, lo acabamos de hablar. Acabas de recuperar a tu padre y a Marta y ellos te acaban de recuperar a ti. Tu sitio está aquí, con ellos, rezando juntos por Miriam.

Simón se acercó a su hijo y le dijo:

- Si que yo vaya ahora mismo a los sacerdotes para purificarme de la lepra hace más fácil para ti quedarte conmigo, voy ahora mismo.

- Padre –le respondió Lázaro–, sé que estás purificado, porque yo también he experimentado esa purificación. Tiene razón Jesús. Mi sitio está aquí, con vosotros, rezando juntos por Miriam.

Tras una breve despedida, nos fuimos, caminando hacia el sol, camino de la bajada por el desierto hasta Jericó. Es un camino terrible. El viento de la noche anterior se había calmado y el sol caía a plomo sobre el suelo árido que bajaba en una fuerte pendiente hacia el mar de la Sal. Era un lugar inhóspito del que parecía haber sido expulsada la vida, salvo alacranes, serpientes y algunos ralos matojos aquí y allá. Apenas había camino, porque las corrientes de agua, producidas por las lluvias torrenciales que una o dos veces al año se producían, lo borraban atravesándolo por profundas escorrentías. Cada vez que esto ocurría había que buscar nuevos senderos, con lo que jamás llegaba a consolidarse ninguno. Íbamos solos en la bajada y sólo de cuando en cuando nos cruzábamos con algún pequeño grupo que subía a Ierushalom para llegar a lo que pudiese de Pésaj, porque ese era el camino por el que se venía desde Galilea sin pasar por Samaría. Bajo un calor asfixiante y un sol de justicia caminamos todo el día, turnándonos en ayudar a Noemí, mi madre y Sara. Hicimos noche en pleno desierto. A pesar del calor intentamos dormir envueltos en nuestros mantos por miedo a la picadura de alacranes y serpientes. Creo que nadie pegó ojo. Jesús se pasó una buena parte de la noche rezando. Al día siguiente retomamos la marcha hasta llegar a Jericó. Por el camino, Jesús se puso al lado de Nicodemo, le tomó del brazo con su mano, y nos contó la parábola que más tarde Lucas, el griego, narraría en su relato como la del buen samaritano. Porque, efectivamente, el desierto era un lugar infestado de salteadores, aunque, durante Pésaj todos habían ido a Ierushalom, no por motivos religiosos, sino porque allí esperaban obtener pingües beneficios. Nicodemo pareció muy afectado por esta parábola. Cuando acabó, dijo:

- Cierto, rabbí, que amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo vale más que todos los preceptos, holocaustos y sacrificios.

- No estás lejos del Reino de Dios –le dijo Jesús, apretándole un poco más el brazo con su mano antes de soltárselo.

En Jericó, Jesús, a pesar de nuestro agotamiento, quiso que subiéramos a un alto risco que dominaba la ciudad para pasar la noche, en vez de quedarnos en el oasis en el que estaba enclavada la ciudad. Una vez allí, nos contó que en ese lugar había sido tentado por Satanás en los cuarenta días en los que ayunó tras su bautismo. Nos contó cómo le desde allí, le había hecho ver, en una alucinación, todos los reinos de la tierra y le había dicho que le pertenecían y que él se los daría si, postrado ante él, le adorase. No nos contó en ese momento ni la tentación de convertir las piedras en pan ni la de tirarse del alero del templo. Hubiese sido revelar antes de tiempo su condición de Hijo de Dios. Nos fuimos todos a dormir, agotados, dejando a Jesús, como siempre, rezando.

Al día siguiente, muy temprano, salimos hacia el Jordán. Betania, la de más allá del Jordán, está sobre la margen este del río, cerca ya de su desembocadura en el mar de la Sal. En ese vado fue en el que Jesús fue bautizado hacía unas cuatro lunas. Pero ahora estaba desierto. Él se metió en el agua y, con ella por el pecho, pareció recordar aquél momento. Pasamos allí tres días. El agua era abundante y había árboles de sombra en los que guarecerse del sol. Solo muy de tarde en tarde paraba algún grupo en dirección a Ierushalom. Nos sorprendió que alguno de los grupos nos pidiese que les bautizásemos. Era para ellos como una purificación ritual antes de Pésaj. Todos los hombres, menos Jesús y Nicodemo, nos pusimos a bautizar. El hecho de que la gente nos pidiese que la bautizásemos nos hacía sentirnos importantes. Nicodemo le pidió a Jesús que le bautizase, pero éste se negó diciéndole.

- Yo no soy el bautista. Tal vez tengas la oportunidad de que te bautice él.

Desde el vado se veía, majestuoso, el monte Nebo.

- Fue en la cima de ese monte donde murió Moisés, ¿no? –preguntó Tadeo con tono inquisitivo.

Sí –le respondió Jesús, sin hacer caso al tono de Tadeo– en el pico más alto del monte, en el Pisga.

Pero no pudo entrar en la Tierra Prometida, ¿no? –el tono de Tadeo rozaba el reproche

- ¿No fue una injusticia de Elohim no permitir a Moisés entrar en al Tierra Prometida? –preguntó Tadeo con una voz en la que asomaba la indignación.

- No te indignes ni cuestiones la justicia de YeHoVaH, Tadeo. Él ES –y remarcó la palabra ES– la justicia misma. No puede haber injusticia en Él. Pero sus caminos no son nuestros caminos. De todas maneras, Tadeo, llegará el día, que no es hoy, en el que te lo explique –y su voz adquirió un tono tierno a la vez que solemne al decir esto.

Pasados unos días, Sara se acercó a Jesús y le dijo que no quedaban provisiones más que para dos o tres días más. Parecía como si esto hubiese hecho que Jesús diese la orden de marcha. Pero la verdadera razón es que habían venido fariseos y saduceos desde Ierushalom para vigilarnos.

- Vámonos –dijo–, hay otras gentes en Galilea que nos esperan.

Y, aunque un poco de mala gana, porque en Betania del otro lado del Jordán se estaba muy bien y le habíamos cogido el gusto a ser bautistas y no sabíamos de la escasez de alimentos, levantamos el campo y echamos a andar río arriba. Nuestros espías nos seguían de lejos.

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